16
—Me podrían haber dejado la gorra de fieltro… como mínimo… —graznó Wusun.
Notaba la lengua hinchada y le hervía el cerebro, con ese calor. Ante una jornada infinitamente larga, había empezado el segundo día en esa fosa de arena, enterrado bajo millones de granitos y condenado a la inmovilidad. A unos pasos de distancia sobresalía del suelo la cabeza de Olimpiodoro como un tamarisco en flor. El rostro del bizantino parecía igual de hinchado que la lengua de Wusun y llevaba horas abriendo los ojos tan poco como la boca. Solo los granos que revoloteaban cuando Olimpiodoro exhalaba daban muestra de que todavía estaba con vida.
—¡Eh! —Quería gritar Wusun. Pero de su garganta no salió más que un gruñido. Se tragó la arena para poder articular mejor las palabras—. ¿Cuándo vendrán las hormigas? Los nómadas han dicho… —De nuevo se le quebró la voz. Salivó y volvió a tragar—. Han dicho que las hormigas nos comerían. Puede que eso sea mejor que morir de sed.
Durante un largo tiempo no hubo respuesta a sus palabras. A Wusun le parecía como si la arena se las hubiese tragado. Pero le daba igual. Mientras pudiera hablar, no estaría muerto.
—Por ahora nada de hormigas. —Oyó a su lado la voz agonizante de Olimpiodoro. Este chasqueó la lengua varias veces—. Hacia el mediodía. —Su cabeza se balanceó sin control cuando intentó mirar hacia Wusun.
El jinete de las estepas esbozó una sonrisa y la piel quemada de sus mejillas se tensó.
—Llegan… puntuales a la mesa.
En el rostro de Olimpiodoro se formaron unos profundos surcos y enseñó los dientes.
—Al mediodía porque… luego hace demasiado calor para los lagartos y los escorpiones… Estos llegarán enseguida.
Wusun ya no sabía qué decir. Pero tampoco era necesario hablar. Su compañero estaba despierto y eso era lo que contaba. En el desierto, la muerte suele llegar cuando uno duerme. Por eso valía la pena vencer el sueño. Pero poco después sus párpados descendieron reparadores sobre sus calientes pupilas.
Algo pesado se movía sobre su cabeza, le hacía cosquillas entre el pelo y por encima de la frente. ¿Cuánto tiempo había dormido? Wusun mantuvo los ojos bien cerrados mientras unas patitas le palpaban el rostro, se enredaban en su barba y luego se marchaban. Cuando abrió los ojos, vio que el escorpión se dirigía hacia Olimpiodoro, que contemplaba con interés a su visitante.
«Al menos mantiene a distancia las hormigas», iba a decir. Pero tenía la lengua seca. Los escorpiones no eran peligrosos si no se veían amenazados. ¿O eran las serpientes? Ya no se acordaba.
Una bota aplastó al escorpión contra la arena y lo hizo papilla. Luego un puño agarró a Wusun por el cabello y le echó la cabeza hacia atrás. Cuando intentó distinguir quién añadía más molestias a su ya incómoda situación, el sol penetró en sus ojos. Unas manchas oscuras revoloteaban delante de una cara, y sintió ganas de vomitar.
—Todavía están vivos —dijo alguien—. Lo mejor es que los dejemos cocer hasta que estén al punto.
Wusun conocía la voz. A lo lejos resonó la risa de una mujer.
Era la reina de Taklamakán. Ninguna otra mujer competiría con ella, ninguna nómada, ninguna monja budista ni, desde luego, ninguna falsa princesa. Nong E se mecía sobre la grupa de su camello a lo largo de la vía imperial y mantenía la barbilla tan levantada como era propio de una soberana. Ante ella se encontraban los reinos oasis de Kuqa, Aksu y Kasgar, cuyos habitantes la recibirían como a una libertadora. A sus espaldas se hallaban una plantación quemada, un hijo muerto y una vida que ella había mudado y abandonado como una antigua piel.
Nong E se sentía como si hubiese vuelto a nacer. Cabalgaba a la cabeza de un pequeño ejército. En Korla, a sus propios hombres se habían sumado otros más que le había cedido el rey del oasis brindándole así su apoyo. Sin dudarlo, él la había equipado con todo lo que ella solicitaba, con guerreros y camellos, con cajas llenas de dinero y de opio. Ahora, el dulce veneno volvía a hervir por sus venas, mientras su ejército avanzaba por la región.
Por supuesto, en Kuqa ocurriría lo mismo. Todos los reyes de los oasis se hincarían temblorosos de rodillas ante ella cuando les informara de la aniquilación de los gusanos de seda. Y todos los gobernadores la apoyarían si prometía recuperar el comercio de la seda y mantenerlo vivo a lo largo de la vía imperial.
De vez en cuando pasaban junto a los restos de antiguos campamentos, tal como revelaban el estiércol de los camellos y los hornos de tierra. Pero esos no eran los indicios que Nong E andaba rastreando. Buscaba huellas de carros de seda, improntas de cascos de caballos y de manzanas para los ponis de los nómadas, una tarea humillante que, sin embargo, siempre garantizaba buenos resultados.
Una cosa era segura, los uigures se habían marchado hacia el oeste. Con ellos estaban los ladrones de la seda y con ellos, de nuevo, los gusanos. No, se corrigió, solo el gigante y la budista. Al jinete de las estepas y al bizantino más joven los había recogido Sanwatze por la mañana. Cómo brillaban sus cabezas al sol, cómo habían puesto los ojos en blanco y habían gemido… Todo eso había divertido tanto a Nong E que le habría encantado montar un campamento y contemplar durante todo un día cómo sus enemigos se consumían ante sus ojos.
Sin embargo, Sanwatze le había aconsejado que rescatase a los dos y se los llevase. Nadie sabía, pronosticó, si a Nong E y sus hombres los esperaba una emboscada o si el gigante bizantino se había ganado las simpatías de los monarcas de las ciudades oasis. Y aunque ella lo consideraba improbable, reconoció que había algo de cierto en las palabras de Sanwatze. Los dos semienterrados en la arena eran unos preciados rehenes que podría canjear por los gusanos de seda. Pero eso solo sucedería en caso de necesidad. Nong E tenía ante sí una meta clara: matar a Helian Cui y al gigante de Bizancio, pues era él quien había matado a su hijo. Él y nadie más que él.
—¿Qué planeáis hacer una vez que recuperéis los gusanos? —preguntó Ur-Atum, que cabalgaba a su lado. Después de que hubiese vencido a Tauro en Korla, Nong E lo obsequiaba con su simpatía y… su opio.
Buscó una respuesta en el horizonte.
—¡Qué pregunta tan sencilla! Volveré y reconstruiré la plantación. Este país necesita seda. ¿Acaso no lo has entendido todavía?
Ur-Atum permaneció en silencio un momento. En la lejanía, un animal gritó.
—Estamos muy al oeste —observó—, el camino de regreso es largo.
—¡No malgastes la saliva! ¿Qué estás tramando?
Desde lo que había ocurrido en Korla, Ur-Atum no soltaba el bastón de bambú. Ni siquiera lo dejaba para dormir. ¿Se estaría convirtiendo ahora él en uno de esos budistas? Por mí, pensó Nong E, hasta puede transformarse en un cerdo.
El egipcio jadeó. Posiblemente volvía a sentir los dolores que le provocaban los parásitos de la barriga. Luego carraspeó.
—Si me lo permitís, quisiera haceros una sugerencia.
—Precisamente eso acabo de ordenarte. Hoy por la noche, Sanwatze mejorará tu lengua ser con el látigo.
—Conozco otra forma mejor de emplear los gusanos.
—¿Mejor que cuál?
—Que la de criarlos y que produzcan seda.
Había perdido la razón, no cabía duda. Después de haber dejado a Tauro sin sentido, no había logrado matar a la víctima. Los otros ladrones de la seda habían llegado demasiado pronto y habían llevado a un lugar seguro al árbol caído de Bizancio. Eso debía de ser lo que había secado sus pequeños sesos egipcios. ¿O acaso surgía de su cerebro empapado en opio alguna idea de la que sacar provecho?
—¡Habla! —ordenó Nong E.
Y Ur-Atum habló de un enorme imperio en el suroeste. Persia, según el egipcio, era el mayor enemigo de Bizancio. Y si Nong E revelaba a su rey el secreto de la producción de la seda, la misión de sus rivales habría fracasado. Entonces, Persia conquistaría Bizancio, y Tauro y Olimpiodoro no solo perderían la vida, sino todo lo que les era amado y querido: sus amigos y familias, su hogar y su orgullo. Uno no podía aniquilar del todo a sus enemigos, a no ser que se los comiese.
Nong E miró a Ur-Atum con interés. ¡Ese astuto loco rebosaba de ideas!
—¡Sigue hablando! —ordenó.
—Admitiendo que alcanzamos a los nómadas. Admitiendo que matamos a los de Bizancio y que encontramos los gusanos…
—¡De eso no cabe la menor duda! —siseó Nong E—. Nuestra victoria está predeterminada.
—¡Pues claro! Cuando ya lo hayamos hecho todo, tardaremos una o dos semanas en llegar a la frontera persa. Dado el carácter de nuestra oferta, nos conducirán en presencia del rey y él nos cubrirá de oro cuando sepa lo que le llevamos.
—¿Y si en lugar de eso te corta a ti el pescuezo y a mí me hace su esclava una vez tenga los gusanos?
—Algún pequeño riesgo hay que correr. Cosroes, el rey de los persas, tiene fama de sabio. Reconocerá que no se puede producir seda en su corte sin vuestros conocimientos.
Nong E sacó un trozo de opio de su cinturón y se lo tiró al egipcio. Él lo recogió torpemente con las dos manos y lo miró con ojos resplandecientes. ¡Cómo le gustaba a ella tratarlo como si fuera un mono!
—Has hablado bien —dijo Nong E— y reflexionaré sobre tu propuesta. Pero lo que más me gusta es esa sugerencia de que podríamos comernos a nuestros enemigos. Aunque me temo que su carne esté impregnada de mentiras y traiciones.
Por la noche llegaron a una región laberíntica que semejaba un mar revuelto con un oleaje petrificado, crestas y vértices de arena. Nong E envió exploradores que no tardaron en regresar para informar de que habían encontrado huellas de nómadas apartadas de la vía imperial. Ordenó que montaran allí el campamento. Quería sentir dónde habían estado sus enemigos, comer allí donde ellos habían comido, dormir donde ellos habían soñado. Y sin embargo, urgía seguir avanzando. Pero sabía que la capacidad de rendimiento de sus camellos tenía límites, al igual que la de sus hombres… si es que había alguna diferencia entre ellos.
—Primero mi tienda —gritó a los soldados de Korla mientras supervisaba los trabajos.
Los recién llegados todavía tenían que acostumbrarse a acatar órdenes provenientes de una mujer. Cuando gritó a los hombres que no tenían que atar tan juntos a los camellos, que debían separar más las cuatro hogueras del campamento, no montar su tienda en la dirección del viento y colocar los víveres fuera del alcance de los animales, creyó paladear el sabor de su anterior vida. Ella había sido la señora de la plantación Feng, y cuando se esperaba la visita de una gran caravana, se colocaba sobre su tarima y supervisaba su propiedad, que bullía de trabajadores. Había sido así y así podía volver a ser. Pero primero tenía que recuperar los gusanos de seda y vengarse del asesino de su hijo.
Cuando por fin pudo recogerse en su carpa, Nong E añoró su antigua forma de vida. Los cojines de su refugio habían sufrido durante el viaje, estaban sucios y deshilachados. Suspirando, se tendió sobre ellos. Después pidió a Sanwatze que le trajera a los presos. Le gritó a sus espaldas que llevara a cinco hombres armados, no fuera a ser que a los dos impíos se les ocurriera la idea de atacarla.
Desde que habían encontrado a Wusun y Olimpiodoro, la señora de la seda estaba obsesionada con la idea de vengarse en ellos.
Cuando los dos entraron a empujones en la celda, Nong E mandó salir a los guardias. Con esas lastimosas figuras no corría ningún peligro. Era un milagro que todavía lograran sostenerse en pie, pues, desde que los habían sacado de sus fosas de arena, no les había permitido beber ni una sola gota de agua. Con las manos atadas con cuerdas de cáñamo, ambos se encogían delante de ella. Tenían las caras despellejadas y los pocos restos de piel que les quedaban brillaban de un rojo intenso y estaban agrietados. Alguien les había dado unas gorras de fieltro para que no se expusieran más tiempo al sol. Nong E apostó que se comería una sopa de moscas si no era de nuevo a Sanwatze a quien se le había ocurrido tal idea. Los hombres tenían el corazón demasiado blando para este mundo. Eso no lleva a ningún sitio, pensó al tiempo que vertía el agua de una jarra en un vaso.
—Todavía estáis con vida —confirmó y bebió un gran trago mientras disfrutaba de las suplicantes miradas de los presos.
—Suerte —respondió Wusun. ¿Qué le había pasado en la voz?
—¿Suerte? Os abandonó en el momento en que vuestro camarada mató a mi hijo. Yo fui la que os salvó. Yo soy la que puede mataros cuando se le antoje.
Los presos no respondieron.
Nong E se llenó un segundo vaso de agua, se levantó y lo colocó delante de la boca de Wusun.
—Tenemos un motón de cosas de que discutir y para que podáis hablar os humedeceré la garganta. —Inclinó el diáfano líquido en el vaso—. ¿Dónde están los gusanos? ¿Cuántos quedan todavía con vida? ¿Dónde los escondéis?
En esta ocasión fue Olimpiodoro el que quiso responder. Pero de su boca solo salió un graznido ronco. Nong E le sostuvo el vaso y le permitió beber dos sorbos.
El de Bizancio tembló.
—Están todos muertos —anunció.
Nong E dejó caer el recipiente al suelo. Al instante Wusun se hincó de rodillas y apretó la boca contra la arena para esconder una risa enfermiza.
El rostro de Nong E se contrajo de desprecio.
—¡Mentiroso! Habéis recorrido medio mundo para encontrar esos animales y moveríais medio mundo para llevarlos vivos a vuestro país. ¿Dónde están?
Mientras Sanwatze ponía de nuevo en pie a Wusun, Nong E buscó su cómodo bastón de caña. Con él había quitado a más de uno las ganas de mentir. Pero antes de encontrarlo, la cortina se abrió y Ur-Atum entró en la tienda. En su mano sostenía el bastón de peregrino de bambú que había arrebatado a Tauro. ¿Por qué cogía siempre con tanto ahínco el bastón?
—A lo mejor —dijo Nong E, señalando el bambú—, esta es la herramienta adecuada para haceros hablar.
—Pero recordad que Tauro enmudeció a causa del golpe que le propinaron con él —graznó Wusun. Tenía arena húmeda pegada en los labios.
—Honorable Nong E —susurró el egipcio, que en ese momento agarraba el bastón de bambú con las dos manos.
—¿Qué quieres? ¿Más opio? ¡Estoy ocupada, lárgate!
Pero Ur-Atum no obedeció.
—Estos hombres ignoran dónde se esconden los gusanos de seda —dijo.
—¿Cómo es que precisamente tú sabes esto? —preguntó Nong E.
—Yo estaba con ellos cuando trazaron sus lúgubres planes en esa casa para invitados de la plantación. Tauro no comunicó a sus compañeros en qué lugar escondería a los gusanos.
El recuerdo de su hogar y de la casa de invitados que tanto amaba su marido amenazó con invadirla, pero apartó a un lado esos pensamientos.
—Únicamente el dolor les arrancará la verdad. ¡Pégales con el bastón de bambú! —dijo.
—Así no obtendréis nada, señora —contestó Ur-Atum. Sus ojos semejaban los de un perro apaleado. Sus dedos apretaban con tanta fuerza al bastón que tenía los nudillos blancos.
¿Por qué no quería sonsacarles la verdad a base de bastonazos? Nong E no confiaba en ese egipcio. Mejor se ocupaba ella misma de sus enemigos cuando él no estuviera presente.
—Está bien. Los perdono. Por hoy. —Se dirigió una vez más a los cautivos—. Cuando me digan de una vez lo que quiero saber. ¿Por qué os han abandonado los nómadas? ¿Les habéis contado tantas mentiras y dicho tantas insolencias que incluso habéis hartado a esos necios?
Pero la fuente que alimentaba las palabras en la boca del jinete de las estepas se había agotado. Si quería sonsacarle, tenía que darle de beber. De mala gana, Nong E tendió a cada preso un vaso de agua. El líquido desapareció en sus bocas. Wusun contrajo el rostro.
—¿Y? —preguntó Nong E.
—Querían dar de comer a las hormigas —respondió Wusun—, y ya no les quedaban más migas de pan.
Nong E renunció a su bastón y le pegó en la cara con la palma de la mano.
—Si pretendes burlarte de mí, te entierro otra vez en la arena de inmediato. Y en cuanto a ti, me quedaré sentada a tu lado hasta que las serpientes se deslicen por las cuencas vacías de tus ojos.
—¡No, os lo suplico! —graznó Wusun—. ¿Con qué debo sorprenderos, excelencia?
Ella volvió a abofetearlo. Él tropezó y se quedó tendido, protegiéndose la cabeza con los brazos atados.
—¿Por qué no han enterrado también a Tauro y la princesa? —les interrogó Sanwatze, que estaba junto a la entrada de la tienda.
—¡Silencio! —gritó Nong E—. ¿Acaso te has creído que no sé qué he de preguntar a estos idiotas?
Sanwatze se ruborizó y bajó la mirada.
—Puedo ahorrarme esta pregunta porque ya conozco la respuesta. —Se pellizcó en el brazo hasta que le ardió la piel—. Fue la bruja que se las da de princesa. Ella ha engañado a los hombres caballo, a lo mejor ha hechizado a los nómadas con un sortilegio. ¿Y por qué lo ha hecho solo para salvarse a sí misma y al de Bizancio? ¡Porque es su amante! Por vosotros dos, en cambio, no se ha interesado.
—Nuestros compañeros no son traidores. Y si alguien fue engañado, fue vuestro hijo, asesinado por su propia madre —proclamó Olimpiodoro.
Nong E iba a desenfundar el pequeño puñal que siempre escondía en la manga de seda. Pero luego cambió de opinión. Cogió el cántaro de agua y lo rompió en la rodilla del preso.
Olimpiodoro cayó de espaldas y se abrazó gimiendo la rodilla.
—¡Monstruo! —gritó—. Si Helian Cui no hubiera estado, el cadáver de Feng todavía yacería en el suelo delante de las puertas de Korla.
Las palabras del bizantino cegaron de lágrimas a Nong E. Esta salió con arrogancia de la tienda para internarse en la oscuridad que ya había cubierto esas tierras.
El horizonte enrojecía al oeste, y al este la luna llena se elevaba por encima de la niebla. La señora de la seda estaba sentada sobre su camello, contemplando la puesta de sol. Poco a poco, el cálido rojo de poniente iba desapareciendo y si Feng hubiera estado a su lado habría comparado ese espectáculo de la naturaleza con un incendio en las estepas que estaba apagándose. Ella, por el contrario, no veía más que ramas oscuras de moreras sobresaliendo en el rescoldo que se enfriaba y un humo envolvente que impedía respirar e irritaba los ojos.
Se llevó la mano al cuello y palpó la gargantilla de animales de jade. Sin verlos, reconoció el dragón, la tortuga, el pájaro. Acercó las manos a la nuca, abrió el cierre y se puso la cinta frente a los ojos. Ya hacía tiempo que estaba demasiado oscuro para distinguir las figurillas. Pero cuando Nong E sostuvo la joya delante del disco lunar, los animales de piedra danzaron entre sus manos como si la luz plateada les hubiese insuflado vida. Dragón, tortuga, pájaro, y al lado estaba él, el tigre al acecho, abriendo de par en par sus fauces.
Nong E recordaba el significado de los animales, algo que ya los niños aprendían a recitar de memoria. El Dragón Azul del Este, la Tortuga Negra del Norte, el Pájaro Rojo del Sur y el Tigre Blanco del Oeste. ¿Era pura coincidencia que el tigre se le hubiera revelado últimamente?
El collar temblaba y los animales brincaban de un lado a otro. La suerte no es casual, eso decía el sabio Confucio. Nong E volvió a ponerse la joya. Seguiría al tigre y proseguiría su marcha hacia el oeste. El egipcio tenía razón. Allí esperaban su venganza y su fortuna, y ella ganaría una a través de la otra.
Contempló de nuevo el paisaje. El rojo había desaparecido. La luna imperaba a solas sobre las colinas. En ese momento se dio cuenta de que su camino hacia la soledad la había conducido delante de una hilera de varias docenas de piedras. Parecían gnomos en fila y se diría que la estaban mirando. A lo mejor le susurraban algo, palabras que solo las estrellas podían comprender. Su camello se inclinó hacia abajo, olfateó y escarbó en la arena.
¡Tonterías! El sentimentalismo era cosa de camellos. Nong E tiró de las riendas del animal y descendió por la duna de regreso al campamento.