6


Con gestos estudiados, las tres sirvientas encendieron exactamente al mismo tiempo las barritas de incienso. El humo se elevó serpenteando en el aire y fue arrastrado por el cálido viento de la mañana. Al principio, Tauro se sorprendió de que los seres encendieran esa madera preciosa al aire libre, donde su aroma solo llegaba a los picos de los pájaros. Luego entendió: las varillas no estaban pensadas para disfrute del olfato, sino para medir el tiempo, y su duración era tan limitada como la paciencia de Nong E.

La dueña de la plantación estaba sentada en una tarima que habían instalado cerca del bosquecillo. Feng había tomado asiento junto a ella. Se había permitido a los enviados de Bizancio que se sentaran junto a ellos. Sin embargo, los cojines eran todavía más incómodos que los de la velada anterior. Tauro los comprobó. Esta vez la funda no era de brocado y además solo los habían rellenado de paja. Decidió no ofender su trasero y se sentó directamente sobre la tarima de madera.

También Olimpiodoro resbalaba a uno y otro lado de su asiento. Pero podía ser a causa de su inquietud. Las miradas de los bizantinos estaban clavadas en seis pequeños cuencos de barro. Dentro se hallaban las arañas, unos bichos carentes de valor que Nong E pensaba venderles como el secreto de la seda. Olimpiodoro había insistido en que cada animal les fuera entregado en un recipiente individual, puesto que, en caso contrario, las arañas apiñadas en un lugar angosto se devorarían unas a otras.

Tauro se sacudió la arena movediza de las manos y se alisó el oscuro cabello.

—Espero que vuestras arañas sean productivas. Seguro que no deseáis que regresemos en busca de otras nuevas —dijo recreándose en la expresión de espanto de Nong E.

En ese momento una de las sirvientas hizo una señal y comenzó la representación.

Ante ellos se alzaba un horno de alfarero con forma de cúpula. Ur-Atum subió por una escalera que se apoyaba en la campana de barro para llegar a la salida de humo. Con el brazo extendido sostuvo sobre el humo que subía del horno un espejo de bronce que una de las sirvientas había puesto de mal grado a su disposición. Retiró el espejo, pasó los dedos sobre la superficie plana y se frotó las puntas de los dedos unas contra otras. Luego dijo a voces a Wusun, en el otro extremo del horno, que todavía había demasiada humedad en la bóveda y que había que avivar el fuego.

A continuación Ur-Atum se colocó delante de la tarima. En las manos llevaba tres bolsas de piel.

—El secreto del vidrio —anunció— se encuentra en estas bolsitas. Coged sesenta partes de arena, ciento ochenta partes de ceniza de plantas acuáticas marinas y cinco partes de creta y obtendréis el vidrio.

Un escribiente tomaba diligentemente apuntes junto a la tarima. Feng se inclinó hacia delante. Nong E, por el contrario, bajó furiosa la vista hacia el egipcio.

—¡Venga, venga! —exclamó—. Podéis aburrir a mi criado con recetas. Yo quiero ver el vidrio.

Ur-Atum abrió los saquitos y vertió su contenido en una tina de barro. Metió el recipiente en el horno a través de una abertura.

El horno tenía que alcanzar primero una temperatura en la cual el barro se convirtiera en cerámica. Luego Wusun debería seguir avivándolo hasta que el calor transformase la cerámica en gres. Pero no se conseguiría una pasta vítrea hasta que el calor fuera todavía más intenso. Para un horno de barro era mucho pedir. No tardaría en comprobarse si el horno estallaba y con él el plan de marcharse de la plantación con el secreto de la seda. Todo dependía de la destreza del egipcio.

Mientras observaba a Ur-Atum, Tauro intentaba comer el arroz de un cuenco valiéndose de unos palillos de madera. A su lado, Nong E saboreaba lu cha caliente, una peculiar bebida de agua y hierbas. Al hacerlo, la propietaria de la plantación mantenía el dedo meñique extendido, una costumbre que Tauro veía por primera vez.

De ese modo se podía reconocer a las hijas nobles del desierto, explicó Wusun. El que la arena y el polvo se metieran con frecuencia en la nariz, y provocara a menudo estornudar, se convertía en un problema sobre todo para las damas de alta alcurnia. Cuando estas intentaban vaciar su nariz en el suelo, ensuciaban sus vestidos de seda.

En este punto, el de Bizancio dirigió irremisiblemente la vista hacia el caftán de Wusun, cuyo auténtico color todavía no había podido determinar.

Por eso, había proseguido el jinete de las estepas, las damas preferían sonarse con la mano. Para ello estaba reservado el meñique derecho. Muy práctico, opinaba Wusun, porque entonces quedaban limpios al menos otros nueve. Y, practicando un poco, el dedo sucio se podía simplemente extender y no manchar así una tela cara. O el cubierto de un invitado, pensó Tauro, colocando a un lado el cuenco con el arroz.

Cuando el egipcio volvió a sacar la tina del horno, las sirvientas encendieron una vez más los bastoncitos de incienso. El horno de barro mostraba unas finas grietas en algunos lugares, pero resistía. Ur-Atum metió un tubo de hierro en la tina. Cuando lo sacó, una masa de un color rojo amarillento se había adherido al final. Se acercó el otro extremo del tubo a la boca, como si fuera a tocar una trompeta de guerra. Tauro se percató de que lo había forrado con piel, seguramente para protegerse los labios del calor. Al parecer, Ur-Atum ya se había quemado la boca en suficientes ocasiones.

El artesano atrajo en ese momento la atención de todos los presentes. Sopló en el tubo y la masa que estaba en el otro extremo se hinchó como una vejiga de cerdo. Ur-Atum volvió a inhalar aire y a soplar. La burbuja se convirtió en una esfera. Se balanceaba en el tubo, dudando en si ser sólida o líquida.

Feng aplaudió.

—¡Más! ¡Hacedla más grande! —gritó al egipcio.

Pero este no hacía caso de su público. En lugar de ello, cogió unas tenazas y con ellas pellizcó la esfera, la retorció por todas partes, la curvó y estiró. Cuando estuvo satisfecho de su trabajo, volvió a meter el tubo con la esfera en el extremo en el horno, lo giró, lo sacó y lo metió otra vez.

Dos de los bastoncillos de incienso resplandecieron. Nong E suspiró y tomó un sorbo de la infusión.

A continuación, Ur-Atum separó el objeto de vidrio del tubo y lo dejó con cuidado en un montón de arena. Ante los espectadores había una botella de vidrio con destellos verdes.

—Tiene burbujas —señaló Nong E—. ¡Es de mala calidad!

—¡Es una maravilla! —exclamó Feng. Saltó de la tarima y dio vueltas alrededor de la botella—. ¡Madre! Apuesto a que si la frotamos un genio saldrá de su cuello y se satisfarán todos nuestros deseos.

Sin embargo, el genio que apareció no salió de la botella. Con un estruendo, el horno se abrió. Primero se desplomó la bóveda y luego las paredes.

Tauro observaba el espectáculo, aliviado de que hubiera habido tiempo suficiente para hacer el vidrio. Pero entonces vio que una masa incandescente brotaba del interior del horno. Las lenguas de fuego lamían ya las tablas de la tarima y las llamas ascendían por la madera.

El de Bizancio bajó de un salto de la tarima. A sus espaldas oyó los gritos de Nong E. La escalera por la que se precipitaba desembocaba en la masa caliente. Tauro le tendió los brazos para ayudarla, pero ella también saltó y subió sin ayuda a un lugar seguro.

—¡Traed agua! —gritó a los centinelas, aunque estos ya se habían adelantado a sus órdenes.

Algunos de los hombres armados intentaban sofocar las llamas con arena. Pero era como orinar en el infierno. El fuego encontraba por todas partes con qué alimentarse. A mano izquierda descubrió un pequeño almacén (Tauro esperaba que no estuviera lleno hasta el techo de telas fácilmente inflamables), a la derecha se nutría de una gran pila de leña que los jardineros habían cortado. Las medusas espumosas se mantenían a una distancia segura. Pero esta disminuía con cada mordisco que daba el incendio.

Los criados llevaban cubos llenos de agua. Todo chorro que caía sobre las llamas y las brasas originaba un iracundo siseo. Cuando el fuego hubo demostrado que no se dejaría achicar por los esfuerzos de los hombres, los que habían acudido al rescate dejaron caer los brazos. Feng estaba en medio de las nubes de humo y se retorcía las manos.

Tauro se acercó a él.

—Maestro Feng. La gente espera indicaciones.

El muchacho se lo quedó mirando.

Tauro hizo un gesto a Wusun para que el anciano tradujera lo que iba a decir. Pero incluso cuando Feng hubo comprendido lo que el bizantino le aconsejaba, no movió ni los labios ni las piernas.

La voz de Nong E, en cambio, era tan imperiosa como las llamas. Imperturbable, ordenaba que llevaran más agua. Puso en marcha a los guardias, sirvientes y empleados que estaban abatidos, a los indecisos los movió de un sitio a otro y a los soldados con sus armaduras les daba cachetes en la cabeza como si fueran niños pequeños.

—¡No más agua! —gritó Tauro—. Ya veis que no sirve de nada.

Nong E no le hizo caso.

Entonces, el bizantino tomó un cuenco de arroz y lo utilizó como pala para abrir un pequeño surco alrededor de un tonel en llamas.

Feng lo miró sorprendido y comprendió.

—¡Coged palas, nada de agua! —gritó—. Cortaremos el camino al fuego.

—No —gritó Nong E—. ¡Traed agua! Tenemos que ahogar el fuego. ¡Más agua! —El chisporroteo de las llamas sonaba como un aplauso.

Cuando una vieja sirvienta llevó una docena de pequeñas palas de madera, incluso los últimos soldados dejaron de echar agua a las llamas. Hasta el momento no habían conseguido nada. Al contrario, el fuego seguía avanzando en la plantación y se acercaba a las viviendas.

Tauro tendió las palas a Wusun, Feng y otros presentes de aspecto robusto y buscó un lugar apropiado para cortar el paso de las llamas con un surco. Entonces empezaron a cavar.

Costaba respirar con ese aire lleno de hollín y humo. Wusun fue el primero en perder fuerzas. Tauro iba a quitarle la pala para dársela a otra persona. Pero el jinete de las estepas agarró con firmeza el mango como un niño testarudo y blasfemó en sogdiano. Gracias a su juventud, Feng demostró tener más resistencia. Y su presencia parecía estimular a guardias y sirvientes y sacar de ellos más rendimiento. El chico era el general al que el ejército hubiera seguido hasta en la batalla menos esperanzadora.

El hollín se mezclaba con el sudor. Los hombres no tardaron en tener los rostros tiznados de negro, únicamente los ojos brillaban blancos y con determinación. Era evidente que estaban tan decididos a ganar la batalla contra el fuego como Tauro. Pero entonces uno de los colaboradores gritó y dejó a un lado la pala. La madera de esta había empezado a arder y las llamas lamían el mango. Enseguida le ocurrió lo mismo a otro, y antes de que el surco se hubiera terminado solo quedaban dos palas. Feng ordenó que trajeran otras, pero las sirvientas ya habían acabado con todas las existencias. Sin concluir, el surco no valía para nada. Agotados, los hombres tuvieron que ver cómo las llamas encontraban el camino para rodear el obstáculo.

¿Dónde estaba Olimpiodoro?

Al no lograr distinguir a su sobrino entre los seres que gritaban y corrían, Tauro se asustó. Pero lo descubrió apartado de las llamas y atareado junto a un matorral. Entrecerró los ojos. No daba crédito a lo que estaba viendo: Olimpiodoro estaba retirando cuidadosamente las membranas de los cuencos de barro y liberaba a todas las arañas de sus cárceles. Luego colocaba a cada uno de los insectos sobre una hoja de tamarisco. Sus labios se movían. ¡Estaba hablando con las arañas! ¡Mientras las personas luchaban alrededor de él contra una catástrofe!

Tauro sintió que le invadía una cólera más ardiente que las llamas.

—¡Olimpiodoro! —gritó. Pero el entomólogo, un loco de los insectos, solo escuchaba lo que las arañas le decían.

—Es evidente que ya no os interesáis por las arañas de la seda —dijo Nong E. Había aparecido de repente junto a Tauro. Su maquillaje blanco había firmado un horrible pacto con el hollín—. Me pregunto por qué vuestro pariente deja a los animales en libertad después de haber recorrido un camino tan largo.

Tauro se ahorró la respuesta. La dueña de la plantación los había pillado infraganti. No se podía negar: los de Bizancio sabían que las arañas nunca producirían la seda.

—Me pregunto por qué habéis venido hasta aquí si ya sabíais desde un principio que las arañas no tenían ningún valor.

Tauro apretó los labios. La deslealtad ajena no le permitía hablar. Feng había traicionado a su madre, pues había aceptado negociar con los bizantinos. El egipcio había traicionado a los de Bizancio para vengarse de su viaje forzoso, elevando con toda intención el riesgo de un incendio. Y Dios había traicionado a Bizancio.

—Quien calla otorga. Desde el principio solo teníais un objetivo en la cabeza: destruir la plantación de seda. Pero vuestro plan fracasará, al igual que fracasaréis vos mismo. —Nong E llamó a los soldados, pero sus gritos se desvanecieron sin que nadie los escuchara. En su lugar, respondió un crujido y un estallido que anunciaban destrucción.

Nong E y Tauro inspeccionaron el terreno. El fuego había llegado al bosquecillo. Los árboles ardían.

Impertérritos, los bastoncillos de incienso se consumían, humeaban y medían el tiempo. Los muñones carbonizados de las moreras se elevaban como dientes ennegrecidos. De cada uno de los troncos quemados ascendía un penacho de humo hacia el cielo. Era como si los espíritus de los árboles subieran hacia los dioses para llorar su pena. Cuánto le habría gustado a Nong E unirse a ellos en compañía de esos malditos hombres procedentes de Occidente. Pero estos también se habían evaporado, como lo que daba sentido a la vida de Nong E.

De dónde habían sacado de repente los camellos era un misterio para ella. El anciano jinete de lasciva mirada había surgido como de la nada con los animales ensillados. No le había resultado fácil mantener a los camellos bajo control. El fuego los asustaba, casi les infundía pánico. Era imposible que se arrodillaran, así que el hombre alto de Bizancio había tenido que subir a su sobrino a la montura. Él mismo y el jinete de las estepas habían montado con agilidad valiéndose de su propia destreza. A continuación habían puesto pies en polvorosa. A sus espaldas dejaban destrucción, sed de venganza… y al egipcio.

Ur-Atum se quedó delante de Nong E envuelto en la polvareda. Sobre la cabeza tenía el pie de un centinela y en su nuca se hundía la punta de una lanza.

—Tú eres el que ha prendido el fuego —dijo Nong E.

El egipcio no contestó. Ella ordenó al soldado que diera un poco más de libertad de movimiento al preso. Ur-Atum levantó con prudencia la cabeza y la miró inquisitivo.

—¿Quién ha sido realmente el que os ha enviado aquí? —preguntó Nong E—. ¿Fue el Gran Kan? ¿Pretende debilitar el imperio del Hijo del Cielo para poder atacarlo?

Ur-Atum la contempló con ojos desorbitados.

¡Por la infinita sabiduría de Confucio! Ese cretino apenas entendía su lengua. ¿Cómo iba a castigarlo si ni siquiera podía insultarlo? ¡Y sin embargo era el cántaro con que apaciguar su sed de venganza!

Las manos de Nong E rompieron un hilo de humo.

—¡Feng! —vociferó—. ¡Feng! ¡Ven aquí ahora mismo!

El preso seguía mirándola. Al parecer no sabía si le hablaba a él ni qué se esperaba que hiciera.

Feng no llegaba. Nong E empezó a preocuparse. Justo en ese momento cayó en la cuenta de que hacía un tiempo que había dejado de ver a su hijo. Lo último que había observado era cómo el joven intentaba cavar con el bizantino el maldito surco. Ese surco sin el cual los árboles tal vez estarían todavía vivos.

—¡Feng! —El grito resonó ahora sobre los restos de la plantación como el percutir de un gong. El humo se deslizó en su garganta y tosió. Poco después tan solo conseguía gañir el nombre de su hijo.

Al final fue el egipcio quien la libró de la incertidumbre. Intentaba aclarar algo en su basto idioma. Ella no entendía ni una sola palabra, pero el mensaje de sus manos era claro. Su hijo había escapado.

Nong E hizo llamar a los centinelas. Estos habían degenerado en un lastimero grupo. Se habían despojado de sus armaduras mientras extinguían el fuego. Sus rostros estaban tan negros como sus cabellos, que se erguían chamuscados en sus cabezas. Pero no faltaba ninguno. Lo que significaba que Feng se había ido solo. ¿A qué tonto había criado?

Nong E contempló en silencio la hilera de siluetas dibujada por el fuego. Luego deslizó la mirada sobre lo que quedaba de la plantación de seda. El fuego había respetado la mayoría de los edificios. Al menos había sido vencido junto al río que atravesaba la plantación. Podía seguir viviendo ahí, por supuesto, pero los gusanos de seda se habían quemado con los árboles. Las caravanas tardarían años en volver allí. Pero eso ahora era un problema menor.

Su hijo cabalgaba solo por el desierto para vengarse. ¿Cómo iba a competir con tres hombres al mismo tiempo?

Siguió reflexionando sobre de cuántos soldados podría prescindir para enviarlos en ayuda de Feng. Pero entonces las extrañas palabras del preso la arrancaron de sus pensamientos. El hombre tuvo que repetir tres veces su explicación. Al fin, Nong E estuvo segura de haber entendido correctamente.

Los hombres de Bizancio no se habían, simplemente, esfumado. Tenían en su equipaje a los últimos gusanos de seda de la plantación que quedaban con vida. Con la voz temblorosa, Nong E ordenó a los centinelas que le ensillaran su camello más veloz.