4
Contemplaron los primeros días del breve verano de las estepas a lomos de los camellos. La tierra era de un verde insoportable y el cielo mostraba el azul más intenso que Tauro había visto jamás. Wusun conducía el grupo. Se sentía tan orgulloso de su hogar como de sus camellos, cuyas campanas marcaban el compás de esos días interminables.
Los de Bizancio estaban tocados por la suerte, había dicho Wusun. En un viaje de esas características, los camellos bactrianos eran los más adecuados para cargar paquetes. Los pequeños y robustos animales tenían dos pares de párpados y cerraban los ollares para protegerse de la arena. También elogiaba su pelaje largo y espeso en invierno, pues gracias a él esos animales eran capaces de cruzar sin problemas los pasos helados de las montañas Tian.
Tauro pensaba en las pulgas y garrapatas, tan abundantes entre los mechones del cuello de los camellos que habrían podido fundar un segundo Bizancio. Un imperio que no dejaba de emprender campañas bélicas contra los jinetes.
Después de pasar un mes aproximadamente en la estepa, Wusun los condujo hacia el sur, hacia las montañas. Las primeras colinas de granito estaban perforadas: vestigios de buscadores de oro, según aclaró el guía. También el viento y el clima roían la esencia de la montaña y vomitaban rocas desde las cumbres. Los pedazos yacían esparcidos en lagos y ríos como juguetes rotos de un niño travieso. Los viajeros oyeron más de una vez el lejano estruendo de las rocas que se desprendían de las paredes montañosas.
Olimpiodoro no cesaba de expresar su admiración hacia la infinita belleza del paisaje, los campos cubiertos de nieve de un blanco resplandeciente y las lenguas de los glaciares de un azul brillante. Nunca antes había cabalgado por montañas que horadaban el cielo. Señalaba continuamente a los demás las maravillas que descubría junto al camino; las cumbres sobre las que descansaban las nubes; los uriales monteses; y los yaks paciendo. Si en una ocasión el bizantino comparaba la cumbre de tres puntas de una montaña con el tridente de Neptuno, en otra, un risco monumental le recordaba la afilada nariz del emperador.
Tauro y Wusun se reían de las ocurrencias de su compañero. Solo Ur-Atum, el soplador de vidrio egipcio, se balanceaba detrás de ellos, enfurruñado y mudo, sobre su montura.
Cuando el mundo de las montañas volvió a liberarlos al otro lado del Tian Shan, el viento sur les aguijoneó el rostro. A sus pies se extendía la vía imperial, la arteria vital de Asia. Tauro inhaló una profunda bocanada de aire. ¿Se podían oler todas esas exquisiteces que fluían a Occidente por esa ruta? ¿Sedas y oro en polvo, incienso y vellones, jade, jaspe y pieles preciosas? Persas y romanos bebían en igual medida en la corriente de mercancías que manaba incesantemente desde Oriente hasta sus imperios. Pese a ello, los pueblos del Mediterráneo solo conocían la vía imperial como si de una leyenda se tratara. Se contaba que un imperio tras otro flanqueaban la legendaria calzada. Se rumoreaba que la vía estaba pavimentada con lapislázuli y ámbar. Muchos comerciantes habían amasado allí su fortuna y se señalaba que, atendiendo a su riqueza, frente a ellos los príncipes de Europa parecían mendigos. A estos el solo nombre de esa vía les imponía respeto, pues había sido bautizada aludiendo al rey de reyes, el emperador de Bizancio.
Esto último era un error que solo unos pocos conocían, pues no era el emperador romano quien le había dado el nombre. Tauro había reunido información suficiente para saber que muy lejos, en Oriente, había otro emperador en cuya corte nacía la legendaria ruta comercial. Quién era en realidad el rey de reyes todavía habría que descubrirlo.
Aunque esto sí era conocido: la vía imperial existía desde hacía más de cuatrocientos años. Tauro se preguntaba por qué los romanos no la tenían bajo su control desde hacía tiempo o, como mínimo, por qué no lo habían intentado. Las riquezas que prometía eran demasiado tentadoras. Pero la política de Roma siempre había sido un enigma, sobre todo para los mismos romanos.
Sin embargo, el primer explorador del trayecto no había sido un romano, sino un tejedor sirio. Se llamaba Maes Titianus y vivió en Tiro aproximadamente a finales del siglo I después del nacimiento de Cristo. En su tiempo, esa ciudad era el emporio más grande de mercancías procedentes de Persia. Fueron precisamente los comerciantes persas quienes hablaron a los sirios de la vía imperial. Maes era un hombre de oído fino y comenzó a investigar. Descubrió que era cierto que la legendaria ruta existía y que en su extremo se debía de hallar la sera metropolis, la capital de la seda.
Maes Titianus dejó a la posteridad una caja llena de papiros que contenían sus apuntes sobre la vía imperial. Pero ninguno de sus herederos intelectuales consiguió comprenderlos y, menos aún, proseguir sus investigaciones. Incluso el famoso geógrafo Claudio Ptolomeo fracasó en su intento de trazar sobre el mapa de Asia una vía comercial de anchura y excelencia inconcebibles, simplemente porque ni siquiera sabía cómo era Asia Central. Además, quien oía hablar de esa ruta comercial le daba un nombre nuevo, unas veces aumentaba su longitud y otras la reducía, enriquecía sus explicaciones o las abreviaba sin haberla visto jamás personalmente. La sera metropolis continuó como un espejismo tras el horizonte del Imperio romano de Oriente.
Por el contrario, lo que sí se conocía y temía eran los precios de las mercancías que llegaban al Mediterráneo a través de la vía imperial. Una sencilla norma determinaba el comercio: cuanta más distancia había que recorrer, más elevado era el precio. La seda, la lana de yak, las alfombras, las piedras preciosas y semipreciosas se transportaban a través de cinco grandes cadenas montañosas, de tres desiertos y atravesando una docena de ríos y un mar. Únicamente los más ricos podían permitirse lo que al fin llegaba al Mediterráneo procedente del Lejano Oriente.
Ahora la vía mercantil se hallaba directamente bajo los pies de los bizantinos. Como una hebra de seda, serpenteaba a través de la vaporosa tierra. Al día siguiente, el desfiladero los llevaría al centro de la vía imperial, entre camellos, guerreros y reyes. Desde ahí, según los cálculos de Wusun, les quedaban todavía cuatro semanas para llegar a su meta: la plantación de seda más occidental de Serindia. Hasta el momento todo se había desarrollado según lo planeado. Pero justo eso era lo que ponía nervioso a Tauro. Aplastó una garrapata que se suponía que intentaba atravesar los callos de sus fuertes manos. Luego hizo una señal para desmontar.
Las garrapatas no eran lo peor. Tampoco el calor que impedía respirar al sur de la montaña. Tauro hasta habría soportado la arena, incluso si se enredaba entre su cabello untado y resecaba la piel que él conservaba habitualmente flexible gracias a las más exquisitas esencias del mundo. No, eran las caravanas las que lo llevaban a la desesperación. La vía imperial estaba llena. No era que el de Bizancio hubiera esperado otra cosa. Pero la primera vez que tuvieron que dejar pasar una hilera de quinientos camellos y, transcurridas unas horas, prosiguieron su ruta, temió que el mayor peligro de un viaje por la vía imperial procedía de un rival demasiado poderoso: el tiempo.
Eso no parecía molestar a Wusun. Al contrario: ansioso por sostener una charla, detenía a todos los guías de caravanas a quienes conocía. Se intercambiaban novedades y conversaban tanto rato que al final no había nadie que quisiera seguir cabalgando. Así que pasaban la noche juntos al lado del fuego, una docena de hombres en una isla de luz rodeada de un mar de camellos.
Así pasaban en un suspiro los días y las noches. Pero los bizantinos se deslizaban por la vía imperial a la velocidad de una flor de loto flotando en un estanque. Tauro lanzaba un suspiro cada vez que oía desde la lejanía el sonido de las campanas de los camellos al aproximarse y los gritos de los camelleros.
Si bien las caravanas les robaban tiempo, su compañía les ofrecía a cambio seguridad. La vía imperial, así les dijeron por lo bajo, era un semillero de muertes. Los mercaderes contaban junto a la hoguera historias de animales salvajes, invencibles y enormes, capaces de zamparse a los viajeros enteros. Unos decían haberse encontrado con osos monstruosos y tigres sedientos de sangre; otros pintaban de la forma más horripilante el destino de viajeros extraviados y muertos de sed.
Una tarde, Olimpiodoro cogió a su tío del brazo y le preguntó en voz baja si no sería mejor que se dieran media vuelta. Pero Tauro no se dejaba intimidar. Conocía el hastío de los hombres que pasaban sus vidas a lomos de una montura y que llenaban sus interminables días inventando historias de terror.
Al poco de dejar Hami, sucedió, no obstante, algo que incluso a Tauro le metió el miedo en el cuerpo.
Era una noche estrellada y se hallaban acampados junto a un pozo natural. En el transcurso de la noche entraron dos caravanas y ambas con la misma meta: Turfán, que se encontraba a dos jornadas de viaje en dirección al este. En compañía de los camelleros, el tiempo junto a la hoguera pasó en un abrir y cerrar de ojos. Pero por la mañana, cuando se despertaron, una de las caravanas se había ido. El guía de la que se había quedado montó en cólera. Su competidor se había marchado antes que él para llegar primero al bazar de Turfán y allí negociar mejores precios.
Los de Bizancio siguieron su marcha y al cabo de medio día alcanzaron a la atrevida caravana. Los cadáveres de los camelleros yacían acribillados por las flechas en una hondonada. Les habían rebanado el gaznate. Una banda de ladrones debía de haber acechado a esos infelices. De los animales de carga y de la mercancía no quedaba ni huella.
A partir de entonces, los bizantinos se sentían mejor cuantos más camellos y viajeros tenían a su alrededor. Incluso Tauro respetaba ahora las milenarias costumbres de los comerciantes: busca la protección del grupo, pero sigue tu camino si quieres cerrar un buen trato. Quien se separaba demasiado de ese camino, acababa con el cuerpo lleno de agujeros al pie de una roca.
Como en todas partes del mundo, quien tenía la clave de ese país era quien conocía su lengua. Ya en Bizancio, Tauro y Olimpiodoro habían aprendido unas nociones del sogdiano, ese idioma del que habían oído decir que servía de lengua franca a lo largo de la vía imperial. Wusun, no obstante, les enseñó algo mejor: el sogdiano, el tocario, el kirguís, el uigur y el idioma de los seres, esas eran las lenguas de los países a los que pensaban viajar. Y su sogdiano, como sentenció el jinete de las estepas, era tan malo como el griego de su compañero egipcio. Ur-Atum encajó esa observación con el enfurruñado mutismo del hijo de un faraón.
Wusun demostró que no solo era un crítico perspicaz, sino también un maestro de lengua afilada. Empleó las semanas que pasaron sobre la montura para limar el sogdiano de los dos bizantinos. Después empezó a enseñarles los rudimentos de la lengua de los seres. Tauro no dudaba de que el método del guía habría parado el corazón de cualquier profesor de idiomas de Bizancio. Wusun enseñó a los dos viajeros maldiciones e insultos, pues el jinete de las estepas estaba convencido de que con ellos conseguirían llegar más lejos que con zafias fórmulas de cortesía. Además, las frases favoritas de Wusun se componían de palabras sencillas y evitaban todo tipo de gramática.
Tauro y Olimpiodoro no opusieron resistencia a una forma de enseñanza tan entretenida. Y cuando una mañana trataron de formular el insulto más fantasioso dedicado a la madre de un enemigo, hasta Ur-Atum se desprendió del velo de silencio y demostró ser un hombre con ideas. Tauro dudó de si el egipcio obedecía realmente las indicaciones de Wusun o de si aprovechaba la oportunidad para cubrir de insultos en varias lenguas a sus compañeros de viaje.
Una tarde llegaron al esqueleto de un poblado. Las paredes de adobe de las casas se habían derrumbado y hacía años que el viento había arrancado la paja de las cubiertas. Por las calles solo transitaban dunas errantes. Los espectrales árboles de lo que había sido una alameda revelaban que antes había fluido el agua por allí. Pero, por lo visto, eso había sucedido mucho tiempo atrás, y con el agua habían desaparecido las personas.
Las ruinas inquietaban a Tauro, y cuando el viento silbó una melodía sobre los restos de las paredes, también Olimpiodoro miró temeroso a su alrededor. Sin embargo, en medio de esa decadencia salió de una ventana una tenue luz. Encima se balanceaba un deslucido cartel empujado por el viento: una pensión había resistido el paso del tiempo. Debía de mantenerse gracias a los viajeros que seguían pasando por ahí. Puesto que ya estaba anocheciendo y no querían dormir al aire libre, Tauro decidió hacer una visita al albergue. Además, parecía que la taberna alojaba a otros huéspedes, pues en un cobertizo se hallaban resguardados un caballo y una buena docena de burros. Con la esperanza de no caer en la guarida de una pandilla de bandidos, Tauro hizo arrodillarse a su camello.
Era el albergue más mísero que jamás había pisado. Se componía de un solo espacio en el que todo estaba ennegrecido por el hollín y el humo. Hasta los dueños eran siluetas oscuras: el hombre, un enano nudoso con una barba blanca y rala y ojos penetrantes; su mujer, una giganta vestida con una ropa que ya llevaba años gastada por el uso. Unas cicatrices de duelo recorrían el rostro de la patrona, restos de las heridas que se infligían las mujeres que habían perdido a un familiar.
Los patrones se limitaron a dar la bienvenida a los recién llegados con una simple mirada.
Tauro inspiró hondo.
—Cilantro —dijo.
Olimpiodoro asintió.
—El olor a chinche. —Señaló un rincón de la habitación en el que se amontonaban unos remendados sacos de paja, seguramente las camas para los huéspedes de la posada. Las paredes que había detrás estaban cubiertas desde el techo hasta el suelo por unas líneas negras. Al observarlas más de cerca, Tauro se dio cuenta de que el dibujo se movía.
—Yo, si estuviera en vuestro lugar, me quedaría de todos modos —dijo alguien en griego.
Tauro miró a su alrededor y descubrió en un rincón a un hombre sobre uno de los sacos de paja. Llevaba ropa de lana con unas flores bordadas. El labio inferior le colgaba como el de un camello.
—¿Qué es lo que nos impediría volver a salir de este nido de chinches? —quiso saber Tauro.
—Por la noche los lobos rondan esta ciudad fantasma. Lobos de dos piernas.
Tauro se percató de que Olimpiodoro empalidecía.
—¡No os inquietéis! Soy Tokta Ahun, un simple mercader. ¿Es posible que hayáis visto mis burros delante de la puerta? —El desconocido hizo un gesto de impotencia—. Un día podré permitirme unos camellos y pernoctar en acogedores caravanserais. Pero hasta entonces tengo que contentarme con albergues como este. —Señaló la posada con un ademán de hombre de mundo.
Tauro se presentó a sí mismo y a sus acompañantes. Cogió un cordón de monedas de cobre y lo partió por la mitad. Una se la arrojó a los patrones de la posada.
—Nos quedaremos una noche. La otra mitad os la daré si mañana proseguimos la marcha sanos y salvos y los chinches no nos han devorado vivos.
Tokta Ahun levantó una pierna y enseñó a los demás su calzado de cuero de vaca. Las cañas de las botas estaban firmemente acordonadas alrededor de las pantorrillas.
—Deberíais hacer lo mismo con vuestro calzado si no queréis compartirlo con miles de piececitos.
Los dos emisarios de Bizancio siguieron su consejo antes de tenderse sobre las balas de paja. La patrona les llevó agua y vino, unos líquidos que solo se diferenciaban por el color.
Cuando Tauro se interesó acerca de por qué estaban más seguros en esa barraca, Tokta Ahun explicó que los albergues como ese disfrutaban de la protección de los señores de las ciudades oasis. Los monarcas de los pequeños reinos se ocupaban de que las caravanas estuvieran a buen recaudo, al menos en algunos puntos que flanqueaban la vía imperial. Y eso porque las ciudades se nutrían de dos fuentes: el agua y el dinero que aportaban los mercaderes. Si una de ellas se secaba, hasta la población más fabulosa se convertía en un pueblo fantasma.
—Como la ciudad de ahí fuera —concluyó el arriero de burros.
A continuación, se disculpó y se retiró al rincón más apartado de la habitación con el enano. Todavía tenía que cerrar algún negocio con el patrón, les explicó.
—¡Negociar! Qué buena idea —exclamó Ur-Atum, y sus oscuros ojos brillaron. Se inclinó sobre la luz que desprendía la lámpara de olor a aceite rancio de haba—. Todavía no hemos hablado del precio de mis servicios.
Tauro también se inclinó hacia delante y miró a la luz mortecina de la lámpara el rostro taimado del egipcio.
—Prestar ayuda al emperador de Bizancio es la mayor recompensa que puedes obtener. Pero seré generoso. No se te castigará por tus delitos. Además no tendrás que cargar con los gastos del viaje: tu camello, tu comida, tu alojamiento. —Tauro se reclinó hacia atrás y se cruzó de brazos.
El rostro de Ur-Atum persistió encima del halo de luz como una decrépita polilla.
—Quiero un barco propio. Me lo tenéis que prometer. Para el emperador eso es una nimiedad.
Tauro ya iba a enderezarse de nuevo, pero Olimpiodoro le puso una mano sobre el brazo y dijo:
—Si tus servicios nos parecen lo suficientemente buenos, tendrás tu barco.
—Y además una tripulación. Quiero esclavos, esclavos fuertes que sepan remar —exigió el egipcio.
Tauro suspiró, pero Olimpiodoro también mostró su conformidad.
La patrona les llevó unos cuencos con una humeante sopa y los colocó en el suelo entre los hombres. Junto a ellos puso un trozo de pan para cada uno.
Ur-Atum fue el primero en agarrar un pedazo. La mano fue en busca del más grande y sorbió la sopa a toda prisa. Wusun, Tauro y Olimpiodoro lo miraron en silencio, pero no comieron nada.
Cuando el egipcio hubo terminado suspiró, se dejó caer sobre el saco de paja y soltó una ventosidad. Se pasó la mano por las comisuras de la boca.
—¡Rico! —exclamó.
—¿En serio? —preguntó Olimpiodoro. A continuación, también él cogió un cuenco y miró en su interior. Haciendo un esfuerzo, partió un trozo de pan y, asimismo, lo inspeccionó. Luego mojó el pan en la sopa y esperó.
Ur-Atum lo miraba inquisitivo.
—¿Quieres remojar el pan?
—El pan, no… —Olimpiodoro sacó el mendrugo de la sopa, dejó que escurriera y volvió a mirar el interior del cuenco. Luego se lo enseñó a sus compañeros. Sobre la superficie del caldo caliente flotaban unos puntos negros. Algunos se movían—, pero sí a sus inquilinos —concluyó Olimpiodoro. Dejó el cuenco a un lado y se comió el pan mojado.
Ur-Atum se llevó las manos al cuello.
—Para volver al tema de tu pago —dijo Olimpiodoro entre dos mordiscos—, tengo algunos fármacos antiparasitarios. Si en algún momento los necesitaras, yo te los facilitaré con gusto. A cambio del barco. Harías un buen negocio. Pues todavía no tienes el barco. Pero sí los parásitos.
El egipcio renegó en su lengua materna, se levantó de un salto y salió corriendo. Le faltó poco para chocar bajo el dintel con el patrón, que balanceaba sobre la espalda tres grandes fardos. Los llevó oscilando a Tokta Ahun y los dejó caer. Tauro dirigió la atención de sus compañeros hacia lo que estaba sucediendo.
—La lana que quieres vender —dijo el patrón.
El comerciante se inclinó sobre las balas. Estaban envueltas en paños de lino y atadas con cordeles. Tokta Ahun comprobó la mercancía. Luego sacó un cuchillo, desgarró el lino y sacó un par de copos de lana. Los olió y los deshilachó.
—De ovejas Dumba de cola grasa —farfulló el patrón—. Una bala pesa quince jin. Te doy dos por un cordón.
—Tres —replicó el arriero de burros. En esos momentos se frotaba la lana contra las mejillas y la tocaba ligeramente con la lengua.
—Dos y media —contestó el patrón.
A Tauro la escena le recordó una obra de teatro cuyos actores repetían por enésima vez su diálogo. Pero la comedia amenazaba con convertirse en una tragedia.
Tokta Ahun seguía inspeccionando con dedos experimentados las balas. Las levantaba, comprobando, al parecer, su peso. Luego entrecerró los ojos y estudió los paños de lino en que estaban envueltos los paquetes. El índice estirado presionó la mercancía… y se hundió en ella.
Los ojos del arriero se abrieron de par en par.
—¡Embaucador!
Las palabras que los dos hombres intercambiaron a partir de entonces eran más vulgares que las que Wusun empleaba en sus clases.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tauro.
—Un viejo truco —respondió Wusun—. Cuando transportan lana por el desierto, estos bribones arañan las balas. Cortes minúsculos. Quien no está al corriente no los encuentra jamás.
—¿Y eso de qué sirve? —preguntó Olimpiodoro. Tauro ya creía saber la respuesta.
—Arena —contestó Wusun—, es como el agua. Por el camino se mete en todas partes. Basta la rendija más fina.
—¿Arena?
—Aumenta el peso de las balas. ¿Entiendes, bizantino? Cuanto más peso, más alto el precio.
En la mano del posadero brilló de repente un cuchillo. Solo era un cuchillo de cocina, pero una hoja que corta la carne de un carnero también infunde miedo en un arriero. Tokta Ahun retrocedió.
Wusun traducía las palabras en sogdiano que los bizantinos aún no comprendían.
—El patrón afirma que a él ya le entregaron así las balas. El arriero quiere denunciarlo a las autoridades. Ahora parece haber un argumento más. —El anciano miraba fascinado a los dos gallos de pelea, mientras se mesaba la barba.
Pero ese día el cuchillo del patrón no bebería sangre humana. Olimpiodoro se levantó y se dirigió a los dos pendencieros.
—Si este trato falla, cerrad otro.
Al principio, ni Tokta Ahun ni el patrón reaccionaron. Era como si nadie hubiese dicho nada. Pero entonces la mirada del arriero de burros se dirigió al emisario de Bizancio, mientras, al mismo tiempo, trataba de no perder de vista el filo.
—¿A qué te refieres? —farfulló entre dientes.
Olimpiodoro señaló un rincón oscuro bajo el techo de la barraca.
—El patrón podría venderte algunos de los avispones que viven bajo su techo. Allí arriba cuelga un nido tan grande que hasta mi tío Tauro podría meterse en él.
Tokta Ahun resopló con desprecio.
—¿Me tomas por idiota, bizantino?
El patrón, que no entendía las palabras en griego, miraba a uno y otro hombre con inquietud. Agitaba la mano con el cuchillo y farfullaba.
—En absoluto, en absoluto —dijo Olimpiodoro, metiendo los pulgares por detrás del cinturón—. Lo único que pasa es que veo aquí un buen negocio para ti. Pero si tu concepción del comercio responde más bien a acabar sobre una bala de lana con un cuchillo clavado en el vientre… ¡adelante!
El patrón seguía mirando desconcertado. Nadie le traducía lo que se estaba diciendo. La punta del cuchillo se fue distanciando lentamente de Tokta Ahun.
Una vez más, Olimpiodoro señaló el techo.
—En Bizancio los llamamos avispones gorriones porque son tan grandes como esos pequeños pájaros. En el lugar de donde yo vengo, escasean. Pero aquí… Nunca antes había visto todo un nido.
—Asesinos de yaks —respondió Tokta Ahun, que ahora también intentaba distinguir en la penumbra el nido de avispones en el rincón—. Así los llamamos aquí.
—Un nombre muy acertado. Se dice que cuando uno te pica es como si te metieran un clavo ardiendo en la pierna. Pero a este respecto me remito a lo que cuentan otros. Aun así, tuve la oportunidad de estudiar algunos ejemplares en mi gabinete. Y al hacerlo descubrí néctar y ambrosía.
Olimpiodoro contó con ojos brillantes de emoción que los avispones segregaban un líquido que dejaban en la picadura. Esa secreción atraía a los demás avispones con lo que la víctima era atacada por todo el enjambre y moría. También habló de otro líquido, un elixir que fluía de la boca de las larvas. Había observado que los animales adultos besaban las larvas y con ello recogían el elixir. A continuación rebosaban energía.
—Recorren unas distancias increíblemente largas, se vuelven agresivos y rabiosos —dijo.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —preguntó impaciente el arriero.
—Porque he recogido el elixir y comprobado sus efectos.
Tokta Ahun abrió los ojos.
—¿Qué ocurrió?
—Me crecieron alas y empecé a volar por encima de los tejados de Bizancio —contestó Olimpiodoro.
El arriero miró de soslayo la espalda del bizantino. Cuando este empezó a emitir un zumbido, Tokta Ahun se sobresaltó. Todos rieron.
—Lo que ocurrió en realidad provocó un escándalo en las carreras de caballos de Bizancio. Dale de beber ese líquido a un caballo y lo transformarás en un dragón. Hay algo en esa pócima que hace que los animales adquieran una potencia extraordinaria. Los caballos de mi equipo favorito ganaron todas las carreras. Empezaron a sudar sangre y volaban literalmente por el hipódromo.
—¿Qué interés tengo yo por las carreras de caballos? Yo llevo burros. —El rostro de Tokta Ahun era un mar de arrugas sobre el cual se desencadenaba una tormenta.
—Burros, caballos y camellos son los que mantienen esta tierra con vida. Imagina que fueras el único que pudieras lograr que los animales de carga realizaran tareas insospechadas.
En ese momento, la cara del burrero se iluminó. Parecía haberse olvidado de la pelea con el patrón. Este último balanceaba inútilmente el cuchillo en la mano y miraba con la boca abierta debajo del techo del albergue, aunque no alcanzaba a descubrir nada fuera de lo corriente.
Tokta Ahun jugueteó con su grueso labio inferior.
—Entiendo —dijo titubeante—. ¿Pero cómo consigo yo ese elixir?
—Te lo explicaré. Pero te lo advierto: no pruebes nunca el elixir. No es bebida para seres humanos.
Y dicho esto, Olimpiodoro condujo al arriero hacia los sacos de paja. Allí iniciaron los hombres una conversación que, de eso Tauro estaba seguro, les llevaría largo tiempo. Al menos giraba en torno al tema favorito de su sobrino: los insectos.
Tauro todavía tuvo tiempo de oír las palabras de Olimpiodoro.
—Solo su tamaño les impide conquistar el mundo. —Luego Tauro abrió la puerta y salió con Wusun a la fría noche del desierto.
Ur-Atum se mordió los puños. ¡Qué suerte tenía! Al principio había creído que Shai, la serpiente del destino, había querido castigarlo y que el bizantino lo llevaría preso. Pero no había sido la cabeza de turco de los antiguos dioses, sino su favorito.
¡Por fin, por fin! Había descubierto qué pretendían los romanos. El anciano se lo había revelado cuando ensillaban los camellos. Solo habían sido necesarias unas pocas preguntas astutamente planteadas y Wusun se había ido de la lengua. Querían comprar arañas y con ello descubrir el secreto de la seda. Para poder hacer frente a los persas. Un plan inteligente. Pero el suyo todavía lo era más.
¡Ah, sí! Iba a ayudarles a encontrar las arañas. Pero no se las llevarían los de Bizancio, sino él mismo, Ur-Atum, hijo de Edfu, cuyos antepasados habían conocido al gran Alejandro. Se sintió poseído por el espíritu del famoso estratega. Las arañas serían suyas, así como el secreto de la seda. También sabía con exactitud lo que provocaría con ello. Los persas pagarían cualquier precio por la caída de Bizancio.