25


Tauro percibió el redoble antes de escucharlo. Al principio pensó que el pulso de Helian le enviaba ondas a través de su cuerpo. Su mano descansaba sobre su pectoral desnudo mientras dormía. La luz de la luna recortaba un medio círculo luminoso en la oscuridad, ahí donde estaba la entrada del carro. Pero el pálpito era demasiado duro y amenazante como para provenir de la frágil mujer que dormía a su lado. Más bien parecía tener su origen en el suelo, como si se anunciara un terremoto. Al final, sintió los golpes hasta en su nariz, que iba curándose muy lentamente.

—Se acerca el rey —susurró Helian Cui.

El de Bizancio no se sorprendió de que también ella estuviese despierta. Su capacidad para percatarse de ruidos, sentimientos y olores ya era extraordinaria cuando se cruzó con ella por vez primera, en Loulan, la ciudad del cañizal. Pero desde que se estaba quedando sin vista, sus otros sentidos parecían estar ganando más y más fuerza.

La princesa se envolvió en la manta de flecos que los había cubierto a los dos y ya había salido al aire libre cuando Tauro se echó por encima la túnica y se asomó fuera del carro. La noche descendía húmeda de las montañas, el valle dormía, incluso los budas se habían desvanecido en las sombras de sus nichos de roca y soñaban quizá en un mundo sin anhelos.

Helian Cui levantó el rostro a las estrellas y al bizantino le pareció como si intentase olfatear algo. Cuando saltó del carro y se puso junto a él, le dijo:

—¿Lo sientes tú también, el estruendo, los pasos y los golpes? —Tauro asintió y ella prosiguió—: Es el ritmo del miedo. El persa tiene miedo y su miedo alimenta su violencia.

—¿Pero de qué habría de tener miedo Cosroes?

Helian volvió la cara hacia los oscuros nichos de piedra en los que las estatuas se ocultaban del mundo.

—Buda es el que le da miedo, Buda, con su talante pacífico, su sabiduría y esas palabras que pueden alterar mucho más de lo que pueda hacerlo el poder.

Tauro recordó el entusiasmo de la emperatriz Teodora. Solía elogiar a menudo con atributos similares los atractivos del cristianismo. Él mismo seguía siendo un seguidor de los dioses del Olimpo con sus intrigas, guerras y amoríos. ¡Dioses de carácter pacífico! Movió la cabeza con un gesto negativo.

—¿No me crees? —preguntó Helian con un susurro.

—Creo que tu vista es capaz de alcanzar un futuro más lejano que la mía y mayor profundidad en el corazón de los hombres. Pero un individuo tan poderoso como Cosroes no tiene miedo de dos estatuas, por muy grandes que sean.

—Si no tiene miedo, ¿por qué viene aquí? —preguntó Helian.

—A lo mejor quiere ver cómo la flor más bella de Asia se transforma en rumiante ante sus ojos.

Pese a que a menudo encajaba sus bromas y le pagaba con la misma moneda, Helian no contestó nada en esta ocasión. En lugar de ello se volvió hacia el bizantino, abrió la manta y lo abrazó entre ella y sus brazos como una mariposa con las alas.

—Nadie conoce el miedo mejor que los soberanos de este mundo, pues su destino es la soledad —susurró—. Me lo enseñó mi padre. ¿Quién lo iba a saber mejor? Pero tú, Tauro de Bizancio, puedes apartar a un lado tus temores porque yo siempre cuidaré de ti.

Yo no tengo miedo, iba a decir él. Pero a la fría luz de las estrellas reconoció que Helian tenía razón.

—¿Siempre? —preguntó mientras sus manos se deslizaban entre los sedosos cabellos de la mujer—. Eso no existe.

En lugar de una respuesta, Tauro oyó los golpes del redoble. El aire vibraba con más fuerza. Cosroes, el rey de Persia, había llegado.

La comitiva se internó en el valle de Bamiyán como un dragón con un cuerpo de oro y plata. En un principio se oyeron sus pasos, ese redoble que había arrancado del sueño primero a Tauro y Helian Cui y, poco después, a todos los habitantes del valle. Siguió la voz del monstruo, un grito chirriante que salía de los cuernos que los músicos tocaban a lomos de los elefantes. Los animales se sumaban al ruido y el valle no tardó en llenarse de la cacofonía del miedo.

Después de la fanfarria apareció el ojo del monstruo: un disco de oro de la altura de un hombre encerrado en una cárcel de cristal, el símbolo del sol. De hecho, el cristal reflejaba en su interior hasta el centelleo más pequeño de la plancha de oro y lo lanzaba al exterior multiplicando por mil su intensidad. Quien todavía no había sido deslumbrado ante esa visión, se quedaba ciego frente el brillante resplandor del altar de plata que seguía. Sobre el altar ardía un fuego que, según los conocimientos de Tauro, representaba un símbolo de la religión persa.

Pasó posteriormente a su lado un grupo de hombres que por la forma de vestir debían de ser sacerdotes o magos. Con una monótona cantinela repetían siempre las mismas palabas: «Grande es el rey, Ahura Mazda arde con luz dorada». En cada repetición un grito polifónico surgía de las bocas del séquito, varios cientos de hombres vestidos de rojo que se acercaban con las cabezas gachas detrás de los magos.

—Son tres cientos sesenta y cinco —dijo Helian, después de que hubiese pasado por su lado el último uniforme rojo—. Un calendario solar convertido en carne.

Tauro no tuvo tiempo de preguntarle cómo había contado a los hombres, pues aparecieron los carros de combate tirados por unos caballos de una altura enorme. En los carros se hallaban unos hombres con cetros dorados y túnicas blancas. Los mismos carros estaban adornados con relieves de oro y plata. Detrás de ellos surgieron los jinetes con doce uniformes distintos procedentes de doce reinos distintos.

A esta impresionante vanguardia seguía un ejército que era tenido por el mejor del mundo: guerreros de elite persas con toda la pompa bárbara. Los Inmortales, se autodenominaban. De sus cuellos colgaban cadenas que llegaban hasta las tetillas, sus túnicas estaban tejidas con hilos de oro y sus anchos pantalones, adornados de rubíes y esmeraldas. Aunque en esta ocasión Helian no contó el número, Tauro calculó que debía de haber unos diez mil soldados. Sus diez mil caballos levantaban polvaredas que no volverían a posarse en diez mil días. Los persas también parecían ser conscientes de ello, pues la última sección del desfile guardaba la distancia conveniente para que ninguna mota de polvo pudiera turbar la impresión de esplendor y riqueza.

Los parientes del rey, en sus carros profusamente adornados, fueron los siguientes que entraron en el valle. Su número superaba el de los Inmortales y Tauro se preguntó si las leyendas acerca de la fertilidad de Cosroes no responderían efectivamente a la verdad.

Por fin apareció el mismo rey. Delante de su carro corrían unos esclavos calvos barriendo de un lado a otro. Liberaban el camino de estiércol de caballo y de piedras. El carro en el que Cosroes hacía acto de presencia no iba tirado por corceles, sino por bueyes, a cual más grande, pues ni el mismo Tauro habría podido mirar por encima de su lomo. Se precisaban más de veinte colosos como aquellos para desplazar de un lugar a otro el vehículo. Tenía el tamaño de una casa y estaba equipado con columnas y surtidores. Entre seis estatuas de oro, cuyos ornamentos dejaban suponer que representaban a los antecesores del monarca, ocupaba el trono Cosroes en persona.

El bizantino entrecerró los ojos. El rey de Persia, cuyas manos se apoyaban sobre las nucas de dos leones de piedra, tenía la figura de un guerrero. Su pecho desnudo parecía haber sido creado por un escultor, los músculos y tendones que envolvían sus brazos y piernas habrían llevado a Praxíteles, el maestro escultor de la famosa estatua de Hermes, a arrojar al mar cincel y martillo. Las proporciones de Cosroes solo parecían ser concebibles en la fantasía de un artista y, sin embargo, el monarca estaba vivo, una obra maestra de la naturaleza. Ninguna joya, ni oro ni alhaja habría podido subrayar la elegancia de su porte.

En Bizancio se calificaba a Cosroes de borrachuzo y barrigón, incapaz de mover su cuerpo entumecido por el alcohol y la depravación en su palacio, donde sus esclavos lo hacían rodar por los pasillos. Los chismes crecen como setas en el estiércol, pensó Tauro, y en este caso el foco se encontraba en medio de su amada ciudad natal.

Cuando el carro del rey pasó por su lado, uno de los leones cobró vida, volvió la cabeza y gruñó. Helian soltó un grito que atrajo la atención de Cosroes. El rey miró a la budista a la cara. El cabello del monarca caía bajo la corona en una melena y a Tauro le recordó tanto su propio peinado, como también la barba, rizada y larga hasta el pecho. Desde cerca se apreciaba que le habían depilado las cejas. En su lugar ardían unas llamas, tatuajes grabados magistralmente en la piel y que intensificaron la ardiente mirada que el monarca lanzó a Helian Cui.

El carro del rey siguió avanzando seguido por la retaguardia, el carro del harén real y los suministros.

—El monarca te ha echado el ojo —dijo el de Bizancio a la budista.

Ella se estremeció en su abrazo. El redoble y vocerío de los dragones persas inundó el valle.

Esa misma noche comenzó la fiesta. Los persas habían montado el campamento a los pies de los budas. A lo largo de la pared de piedra había brotado una ciudad de tiendas, dominada por el trajín y el bullicio, y el resplandor de unas hogueras altas como torres trepaba por las rocas bañando las estatuas en una luz espectral. La figura brillante de la izquierda, en especial, reflejaba vivamente el resplandor luminoso. Tal como había constatado Tauro, estaba recubierta, en efecto, de pan de oro.

Ojo de Cuervo pasó excitado entre los carros en busca de los miembros de su compañía. Cosroes, les informó, celebraría una ceremonia delante de las estatuas en cuanto la media luna estuviera sobre los budas. Después empezarían las funciones. El que se ganara el favor del monarca sería recompensado con una piedra preciosa y los persas de las tierras fronterizas se habían ocupado de que el búfalo de Helian se contara entre las sensaciones que iban a entretener a Cosroes.

—¡Hazme caso! Tenemos que meditar nuestro plan —susurró Tauro a Helian, mientras que a su alrededor los comediantes escogían sus mejores galas. Bo de Oro se frotó con un ungüento de miel y limón el pelo para que su aspecto fuera lo más claro posible—. Yo voy a ser el único que actúe delante del monarca —afirmó con firmeza—. No tú.

—¿Qué tontería es esa? —Helian se palpó el moño en que se había recogido el cabello—. Aunque te llamen Tauro, nunca te transformarás en un búfalo. —Movió la cabeza—. Solo tenemos esta oportunidad. Yo soy la que puede cautivar al monarca y yo seré la que le dirija la palabra.

—Lo que Helian Cui dice es cierto —intervino Wusun—. Pese a que es mujer.

—Está bien —gruñó el bizantino—. Entonces ofrécele la paz. Pero en cuanto vea en ti algo más que un búfalo, lo mato.

Contra la pared de piedra se desató una tormenta. Era una tempestad de gritos, tambores y trompetas, un ruido como salido de las tripas de un dios haciendo la digestión.

—Nuestro profeta es Ahura Mazda. —Los sacerdotes persas recitaban las palabras a la muchedumbre reunida y los oyentes repetían el nombre de dios como una fórmula que debía penetrar en los oídos de los budas. Más de cien mil bocas se abrían y cerraban, pero no al mismo tiempo. Ahí no cantaba ningún armonioso coro de profesionales, ahí aullaba, gritaba y vociferaba un gentío enorme. Tauro tuvo que dominarse para no taparse las orejas.

—Es la encarnación de la luz, la vida y la verdad —cantaban los sacerdotes—. ¡Ahura Mazda!

Los ladrones de la seda y los comediantes formaban parte del círculo que se había formado delante del carro del rey de Persia. El corro recordaba una arena romana con muros de cuerpos humanos. Esperaban la actuación de Helian, pero la ceremonia se alargaba.

—Pero Angra Mainyu es la encarnación de la oscuridad, de la muerte y del mal —recitaban los sacerdotes. Esto se ajustaba más a la idea que tenía Tauro de un dios persa.

—Ambos luchan desde tiempos inmemoriales por el dominio del mundo. ¡Ahura Mazda! —Todas las miradas estaban vueltas hacia las estatuas de los budas.

—Ahura Mazda creó al ser humano y le dio el libre albedrío. Puede elegir entre el bien y el mal. Su signo es el fuego eterno. ¡Ahura Mazda!

La ceremonia cada vez atraía a más gente de todo el valle que se iba situando delante del trono del rey. Las hogueras ardían delante de los budas esculpidos, y eran tan altas que habían tenido que construirse andamios para apilar la leña. Su luz se reflejaba en las armaduras y joyas de los persas.

—El hombre es la sombra de dios. Pero el rey es su imagen. ¡Ahura Mazda!

—¡Ahura Mazda! —repitió burlón Wusun.

Cosroes estaba con los puños cerrados en su suntuoso carro y se sumaba a los gritos de las numerosas voces de sus súbditos.

—La llama nunca debe morir —recitaban los sacerdotes—. ¡Ahura Mazda!

Unas nubes de humo pasaban por delante de Tauro, irritándole los ojos. El olor de la madera de pino especiaba el aire.

Aunque Helian era la única que tenía que actuar ante el rey, toda la compañía esperaba la representación. Inquieto, Gru jugueteaba con sus cuchillos hasta que un guerrero persa pasó por su lado y le quitó las armas. Tauro impidió que el lanzador de cuchillos los reclamase.

—Creo que pronto terminará la ceremonia —susurró Ojo de Cuervo al bizantino. Tenía razón. El redoble de los tambores se apagó y dejó en los oídos una nota elevada.

—¿Qué está pasando ahora? —preguntó Helian Cui.

Tauro estiró el cuello.

—Empieza el banquete. Veo bandejas llenas de rebanadas de pan. Y ahora llegan los asados. Parece… sí, son gansos asados. Todo un carro hasta los bordes. La grasa baja por los lados como una cascada.

—¿Y qué ocurre con los budas? —quiso saber Helian—. Los persas han venido aquí expresamente por las estatuas.

—Siguen ahí de pie y, si miro su sonrisa con atención, diría que se les hace la boca agua como a los hombres que nos rodean —respondió él. Luego siguió enumerando las exquisiteces que debían de haber estado preparando todo el día un batallón de cocineros persas. Cordero, buey y palomas asadas pasaban de largo. Toneles llenos de cebollas, ajos y persicaria. Tauro no llegó a identificar las bebidas que se derramaban de cientos de toneles, pero sospechaba que era mosto.

—¡Una montaña! —exclamó en ese momento Ojo de Cuervo—. Toda esa sabrosa comida se ha llevado a una montaña. Es como en los sueños que tengo en invierno. —En efecto, delante de ellos había surgido una humeante montaña cuyos riscos y cumbre estaban hechos de carne y cuyos ventisqueros eran de arroz. Por encima de esa montaña, se alzaba ahora la figura del rey.

—¡Han llegado a nuestro país unos dioses extranjeros! —gritó—. ¿Os dan ellos de comer y de beber?

Como un hacha, el grito de miles y miles de gargantas sesgó la noche.

—¿Os protegen contra vuestros enemigos?

El clamor se repetía con cada pregunta de Cosroes. Tauro no tuvo que explicarle a Helian que ya nadie tenía ojos para las imágenes de Buda.

—Quieren aparecer ante vosotros como gigantes —gritó Cosroes—, tal como aparecen aquí en su imagen de piedra. Pero su poder es el de enanos.

—¿Habéis visto? —preguntó Ojo de Cuervo—. Del dedo del rey ha partido un rayo y ha dado contra las estatuas. —Tauro lo miró furioso y el director de la compañía rio inquieto. Entonces señaló al saltimbanqui que acababa de aparecer delante del carro del rey—. Ahora llegan los primeros acróbatas —dijo—. Nosotros somos los terceros de la fila.

Unos niños persas desfilaron al compás a lo largo del círculo de espectadores, enseñándoles la lengua a los curiosos. Colocaron sus grandes cestos en el suelo y mostraron unos palos de madera de la altura de un hombre. Algunos niños se metieron en los cestos, colocaron los palos a través de las asas y el resto de los saltimbanquis los cogieron por los extremos. Luego empezaron a hacer girar los cestos con sus compañeros dentro alrededor de los leños. El público exclamaba emocionado. Cuando los artistas empezaron a saltar de un cesto giratorio a otro resonaron los gritos de admiración. Como si fueran querubines volaban por el aire y aterrizaban certeros en el cesto siguiente, que no cesaba de girar. La muchedumbre aplaudía entre silbidos y gritos de hatthatt.

Tauro sintió el aliento especiado de Ojo de Cuervo en el rostro.

—No hay que preocuparse —dijo el director de la compañía—. Frente a nuestra princesa, los trucos de estos golfillos se desvanecerán como un mal sueño.

Una vez que los niños hubieron desaparecido con sus bastones y cestos, los persas empezaron a repartir comida entre la multitud. Al mismo tiempo, aparecieron dos tragafuegos.

Tauro movió la cabeza con reconocimiento.

—Los maestros de ceremonias de Cosroes dominan realmente su trabajo —dijo a Olimpiodoro.

Este asintió.

—Sí. Ceban a sus súbditos con la carne envenenada de la religión y les muestran al mismo tiempo que pueden asimilar las llamas de Ahura Mazda sin perjuicio. Lo reconozco: una idea inteligente.

Wusun cogió un trozo de carne de un persa que pasó por su lado y lo miró por todos los lados.

—Si queréis saber lo que pienso, esto es, en efecto, un asado divino. Yo voy a obedecer al deseo del rey y me lo voy a comer.

Un persa, con los dedos brillantes de grasa, señaló a Ojo de Cuervo y el director tocó suavemente en el hombro a Helian Cui. Ella apretó un instante la mano de Tauro y entró en el círculo.

Un persa se colocó ante el rey y se arrodilló. Era de desear que no esperasen que Helian hiciese lo mismo, pensó Tauro. A continuación, el hombre presentó con voz sonora a la princesa que se convertía en búfalo y se retiró. La menuda budista se quedó sola en el amplio círculo.

Wusun dejó caer la mano con la carne.

—Ahora vamos a ver si Cosroes también condena a este buey al matadero.

Había llegado el momento. Helian bajó la cabeza y controló su excitación. Luego colocó una de sus calientes manos sobre el vientre, por debajo del ombligo. Le resultaba familiar esa vibración bajo la piel. Así se había sentido cuando dejó el palacio de su padre para ir al monasterio. Así se había sentido cuando, años más tarde, pasó el umbral de la puerta del monasterio para salir en busca de los escritos de Asanga. Así se sentía ahora, porque había dejado al grupo para enfrentarse al rey de Persia. Levantó la vista e intentó ver a Cosroes. Pero todo lo que distinguía eran contornos difusos.

—¿Una princesa? —La voz del príncipe llegaba impregnada de socarronería—. La corte del emperador de los seres debe hallarse en unas circunstancias deplorables si su hija va vestida de sucios harapos. Por lo visto, se le ha acabado la seda.

La muchedumbre rio sin reconocer el trasfondo de la broma de Cosroes.

Helian observó la sombra que el monarca constituía para ella. Desvió su mirada hacia el mundo, como había hecho delante de la pared de piedra ante la cual había practicado el ensimismamiento durante tres años. Su visión se aclaró. Vio lo que estaba montado tras el carro de Cosroes, las tiendas de las mujeres y los suministros. Seguían luego las montañas, los bosques y el río por el que Tauro había querido que se marchase. En la frontera de la tierra bramaba el mar y a partir de ahí el mundo terminaba. Vio el universo con sus estrellas titilantes y tras su infinitud esperaba la belleza del no-ser liberador.

Con una breve respiración, Helian Cui dirigió de nuevo la vista a su cuerpo. Al regresar a este, su cabeza dio una pequeña sacudida que pasó inadvertida a los demás. Estaba lista. Con armoniosos movimientos se sentó en el suelo en la posición del loto, colocó los dorsos de las manos sobre las rodillas y con el pulgar y el meñique formó el Prana mudra. Cerró los ojos. Entonces se metamorfoseó.

El viento que soplaba en el llano era caliente y seco. Tiraba del pelaje de su cuerpo y se llevaba jirones de fieltro. Escuchó el susurro de la hierba, olió sus brotes en la tierra, saboreó en su boca el viento y las hojas. Abrió, muy despacio, un ojo.

Allí abajo corría el rebaño, había tantas vacas que su subsistencia a través de generaciones estaba asegurada. Se movían con la calma de las nubes, los becerros se tambaleaban a su lado. La vida transcurría. Formaba parte de ella. Eso estaba bien.

Con la parsimonia de quien se siente satisfecho, Helian volvió a cerrar el ojo. Movió la mandíbula unas pocas veces más. Luego se quedó allí sentada, quieta.

Los ojos de Tauro se deslizaron sobre el mar de rostros en busca de alguna amenaza. Pero incluso los guardias persas parecían haberse olvidado de sus burlas. Era como si los hombres se hubiesen convertido en estatuas. Algunos murmuraban, otros mordisqueaban ensimismados la carne que poco antes se habían metido en la boca. Pero nadie silbaba, gritaba o vociferaba.

Lo ha conseguido, pensó el bizantino. Helian Cui les ha enseñado que el ser humano puede abandonar su cuerpo y convertirse en todo lo que quiera. Una mujer o un búfalo, un mendigo o un rey, un persa o un sogdiano. Y reflexionó sobre sus propias metamorfosis, las que había experimentado en el viaje, el hábito de monje, el traje de oso, cuyo olor todavía se le pegaba al cuerpo, la barba de la que se había desprendido, al igual que su larga cabellera. La vida significa transformación, se lo había enseñado Helian, y quien hoy es grande y poderoso, mañana puede ser pequeño e insignificante. Esa era la respuesta callada de Buda ante la atronadora ceremonia de Cosroes. Y todos los que habían podido ver a Helian parecían haberlo entendido, incluso el rey.

El monarca permanecía inmóvil en su carro mirando a la menuda mujer. Parecía un gigante derrotado. Helian seguía sentada en el suelo, un frágil insecto ante la bota de un monstruo. Ese era el momento de someter a Persia. Tauro buscó un agujero entre los guardias a través del cual introducirse para llegar a Cosroes y romperle el pescuezo.

Entonces, una mano sudorosa lo apartó a un lado. Antes de que el de Bizancio pudiera reaccionar, Olimpiodoro pasó por su lado y entró a trompicones en la rueda.

—¡Paz! —gritó al rey, mostrando las palmas de las manos vacías.