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Seguir al rey de Persia en su camino hacia el sur era tan sencillo como bajar un río en barca. Tras la estela de Cosroes, toda la corte cruzaba las montañas protegida por diez mil guerreros y seguida por un tropel de vivanderos, caravanas de camellos y rateros. A ellos se sumaban burdeles ambulantes, así como acróbatas, músicos y comediantes y a Tauro no le costó ningún esfuerzo convencer a Ojo de Cuervo y Bo de Oro de que se sumaran a la comitiva.

El de Bizancio estaba ahora sentado sobre una roca, apoyaba las manos en las rodillas y sostenía la cabeza lo más inmóvil que le era posible mientras Helian Cui le cortaba la barba. La llevaba larga hasta el pecho. Le molestaba con cada movimiento que hacía y la noche pasada, cuando Helian se había sentado sobre él y le había revuelto la barba, sus dedos habían encontrado dos insectos.

Desde ahí arriba el camino descendía serpenteando por las faldas de la montaña. Estaba cuajado de viajeros que seguían al rey de los persas en carros, a caballo, en burro o camello o a pie. Mientras que la cabeza del desfile se perdía entre pinos, iban discurriendo nuevos peregrinos que, a veces riendo y haciendo ruido, a veces en silencio, pasaban junto a los ladrones de la seda, que descansaban a un lado del camino. En algún lugar, ahí abajo, se cumplirá nuestro destino, pensaba Tauro, y puede que también el de toda Persia y Bizancio.

Las manos de Helian le acariciaban como si fueran de una seda delicadísima a través de la cual circula el viento; además, manejaba hábilmente el cuchillo. Ni una sola vez cortó su piel la afilada hoja que el lanzador de cuchillos Gru les había prestado. Sin embargo, Tauro experimentaba dolor con cada corte. Su barba… era el último recuerdo que le quedaba de su antigua vida, de los días llenos de decadencia y las noches llenas de libertinaje; de la satisfacción cuando el populacho saltaba al barro del arroyo para dejarle sitio a él, Flavius Sabbatius Taurus o Taurus Tremor Terrae, Tauro el Terremoto, como lo llamaban en las arenas y tabernas. Su nombre todavía viviría en Bizancio en los labios de bebedores y guerreros. Pero todo lo demás había pasado. De acuerdo, podía dejarse crecer de nuevo la barba y el cabello, podía ungirse con aceites y afeites y volver a vestir las nobles vestimentas que lo esperaban en casa. Pero el olor del desierto, ese lo llevaría adherido como una túnica en un húmedo día de verano. Bizancio nunca volvería a ver a aquel Tauro que cinco meses atrás había salido a caballo de las puertas de la ciudad. Solo los dioses sabían si algún día habría otro Tauro que cruzara el Bósforo.

Cuando el cuchillo se puso a ejecutar su tarea por la sensible zona entre la nariz y los labios, cogió a Helian de la muñeca.

Ella se detuvo.

—¿Te he cortado? —preguntó—. ¿Sangra?

Las puntas de sus dedos palparon el rostro del hombre buscando el fluido caliente. Cuando encontró las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, se estremeció.

—Estás herido —dijo—. Pero no es a causa de mi torpeza. —Arrugó la frente sobre sus ojos, cada vez más pálidos.

—No —contestó Tauro, sorprendido él mismo de tener las mejillas húmedas—. Es tu destreza la que me preocupa. —Se secó los ojos con el dorso de la mano sucia—. ¡Corta toda la barba! —le pidió—. ¡No dejes ni un solo pelo! Era de otra persona.

Ella sonrió.

—Que también eres tú —dijo—. Iré contigo a Bizancio. —Luego prosiguió su trabajo con la cuchilla como si le hubiera comunicado algo sin importancia, algo como quien dice hoy brilla el sol.

Tauro se liberó del nudo que tenía en la garganta y parpadeó para ver con nitidez. El rostro de Helian se inclinaba hacia él, estaba concentrada en el trabajo de sus manos y a causa de la tensión adelantaba ligeramente la barbilla.

—Pero a lo mejor nunca regreso allí —dijo él en voz baja—. Es mejor que te vayas sin mí. Olimpiodoro te llevará con él.

—Si he entendido bien, el bueno de tu sobrino todavía no está convencido de que vaya a marcharse. ¿Y qué voy a hacer yo allí sin ti? ¿Gritar tu nombre por las calles durante la noche? ¿Hablarle a tu hermano, el emperador, sobre Buda? —Limpió los pelos de la barba de la cuchilla y al momento el viento los recogió.

Tauro siguió con la mirada los mechones que el viento se llevaba.

—Vendré después. En cuanto Cosroes esté muerto —dijo, levantándose. Le escocía la piel de la cara a causa del afeitado y agradecía las ráfagas frías del aire que descendía de las montañas—. Ayúdame a disuadir a Olimpiodoro de su ridículo tratado de paz y desaparece después de este valle. Vuestro camino se aleja de aquí.

Helian limpió con un paño la cuchilla, la afiló con un trozo de piedra pómez y a continuación la dejó en una funda de piel que también albergaba el resto de las dos docenas de cuchillos del lanzador.

—¿Son todos los que pertenecen a tu pueblo tan presuntuosos? —preguntó, mientras cerraba la bolsa con un cordón y apretaba enérgicamente el nudo—. Saber hacia dónde se dirigen nuestros caminos no es un don de que gocemos los humanos.

Tauro protestó.

—Sí, sí, ya sé: es Buda quien se lo susurra a cada uno. Pero yo no necesito dioses para tomar decisiones. —Helian le puso la bolsa contra el pecho. Él la agarró instintivamente y sintió bajo la blanda piel el metal de las cuchillas. Hacía ruido.

—Deberías escuchar este sonido si no valoras en nada la voz del Iluminado. Pues este es el ruido que hace Mara, el Tentador —dijo Helian, y se marchó dejándole plantado.

Tauro apretó los labios. ¡Esa mujer le volvía loco! En un momento dado le ofrecía consuelo y un segundo después se transformaba en una hija de Discordia, la diosa de la cizaña y la pelea. Ninguna de las muchas mujeres con las que había compartido lecho en Bizancio había sido tan porfiada con él. ¡Ese Buda era el único culpable!

Tauro apretó el saco con las dos manos contra su pecho y gritó a Helian.

—Si no hay ningún sitio en el que tú me esperes, ¿a dónde se supone que he de volver?

Una pareja de ancianos que recorrían el camino sobre un asno tan viejo como ellos contemplaron al gran extranjero que gritaba a voz en cuello en un idioma desconocido. A continuación aproximaron las cabezas al mismo tiempo, cuchichearon, dirigieron unas miradas compasivas a Tauro y prosiguieron su camino.

Los viejos atrajeron tanto la atención de Tauro que no se dio cuenta de que de repente Helian volvía a estar delante de él. Le cogió la bolsa con los cuchillos del brazo y puso una cálida mano sobre su pecho.

—Nadie tiene que regresar a ningún lugar —dijo—, mientras avancemos los dos juntos. Me quedo contigo. Nadie va a cambiarlo. Y tú el que menos.

Justo cuando iba a tomar la palabra, Wusun y Olimpiodoro aparecieron por el camino cuesta arriba. Los dos jadeaban compitiendo entre sí y Olimpiodoro apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento.

Wusun se apoyó contra Danzarín y gimió:

—La próxima vez me quedo yo para que me afeite la hermosa princesa y tú te vas montaña arriba y abajo para preguntar el camino.

Tauro lamentó que Helian quitara la mano de su pecho.

—¿Qué habéis averiguado? ¿Hacia dónde se dirige Cosroes?

Wusun carraspeó y arrojó algo de la garganta que parecía haber necesitado toda la vida de un hombre para concentrarse allí. Pero entre sus rápidos jadeos no encajaba ninguna palabra.

Al final, fue Olimpiodoro el primero en recuperar el habla.

—Una celebración —dijo—. Cosroes va a una celebración, a una ceremonia religiosa.

—Un dios —completó Wusun—. Apareció allí, al parecer. En el valle. Grande como una montaña. Dos horas de camino y podremos verlo. —Tragó y volvió a escupir—. Es el venerado por nuestra amiguita. Se supone que ese Buda bajó a la tierra.

No uno, sino dos budas se habían aparecido en el valle de Bamiyán, que los ladrones de la seda contemplaban desde lo alto esa misma tarde. Una rueda de uno de los carros de los comediantes se había roto y el grupo tuvo que detenerse al borde del camino hasta que la cambiaron. Uno al lado del otro, los compañeros miraban admirados hacia abajo.

Las dos estatuas estaban esculpidas en una pared de roca en el otro extremo del valle y eran tan grandes que incluso a esa distancia se distinguía la sonrisa en sus rostros. La gente que estaba en el valle no les llegaban ni hasta los dedos del pie. Tauro se estremeció. El sol de la tarde iluminaba la roca y resaltaba todos los pliegues de la ropa de los colosos. Uno, de un rojo carmesí, parecía estar recubierto de arcilla pintada. El otro reflejaba con tal fuerza la luz del sol que era imposible observarlo con precisión. Algún tipo de metal debe adornar la superficie del coloso, pensó Tauro. Supongo que los budistas no estarán tan locos como para recubrir de oro esta cosa.

En el rostro de Helian había una sonrisa.

—¡Descríbemelos! —pidió a Tauro—. Tengo la vista demasiado débil para verlos a esta distancia.

Pero fue Olimpiodoro quien dio vida a las figuras en la mente de Helian.

—Veo una pared de piedra, antes debió de ser un arrecife. En tiempos inmemoriales, las olas del mar debían de batir contra esa roca. Hay dos figuras esculpidas en la piedra. Están de pie. Es asombroso. ¿No habías dicho que Buda siempre está sentado?

—Tú mismo también te pones a veces de pie, incluso si sentado estás más cómodo, ¿no? —observó Helian Cui—. ¡Sigue!

—Las figuras son enormes. Ya he visto colosos representando emperadores sedentes o dioses entronizados, y me he desnucado para poder mirarles la barbilla. Pero al lado de esos gigantes, eran simples juguetes. Los dos tienen una mano levantada, como si saludasen, la otra está vuelta con la palma hacia arriba como si esperase que alguien depositase algo en ella.

Helian Cui colocó el puño derecho contra la palma de la mano izquierda y se inclinó delante de Olimpiodoro.

—Gracias —dijo—. Así veré las figuras cuando estemos más cerca.

—Es lo que intentan hacer otros. —El índice de Wusun señalaba hacia el valle. Estaba lleno de gente.

A igual que el Nilo desemboca en el mar, persas, seres y sogdianos fluían camino abajo y se dispersaban por la superficie del valle. Si bien los últimos rayos del sol todavía iluminaban la pared de arenisca con las dos esculturas —como si el mismo Buda las hubiese erigido según el sol—, el resto del valle ya estaba en la sombra y se preparaba para la oscuridad. Cada vez se iban encendiendo más antorchas y, mientras los ladrones de la seda se impregnaban del paisaje, el olor a resina y mirra, los gritos y el sonido de las campanas de los camellos, la noche fue cayendo sobre el valle como un paño violeta.

—Aquí no hay ninguna ciudad —confirmó Olimpiodoro—. Tampoco veo pueblos, ni siquiera casas aisladas.

Ahora le tocó el turno de extender la mano a Tauro. Se inclinó hacia su sobrino para mostrarle los puntos negros que salpicaban la lejana pared rocosa.

—Mira los agujeros que hay en la piedra. ¿Los distingues? —preguntó.

—No estoy ciego —replicó Olimpiodoro, e inmediatamente se mordió el labio.

Wusun rio taimado y movió la cabeza.

—¿Qué crees que son? —inquirió Tauro.

—Algún fenómeno natural. Tal vez erosión. La arenisca es un material blando. Incluso las hormigas podadoras…

—Son celdas cueva —lo interrumpió Tauro—. Una especie de monasterio, seguramente. Los descendientes de quienes fueran o fuesen aquellos a los que se les ocurrió esculpir en la piedra estos gigantes viven en la misma montaña.

—¿Qué aspecto tendrá el interior de las cuevas, si decoran sus celdas con estos gigantes? —preguntó Olimpiodoro.

—Vamos a comprobarlo. Tengo ganas de visitar el monasterio —anunció Helian—. ¿Tú qué opinas, Tauro?

Pero el de Bizancio bajaba la vista hacia el valle. Por muy impresionantes que fueran las figuras de Buda, daban a Helian Cui el último pretexto para acompañarlo y no viajar a Bizancio, donde estaría segura. Pero allí abajo esperaba la muerte: tal vez la de Cosroes, pero quizá el final de todos ellos también.

Cuando llegó Bo de Oro para dar la señal de proseguir el viaje, Tauro sintió como si todo lo que amaba se resbalara por un camino serpenteante hacia el Hades.