Capítulo 14
Él permaneció inmóvil, esperando el impacto. Sería una bala calibre 38 que le entraría en el pecho o quizás en la garganta. Los ojos de ella estaban fijos en esa zona, y él se dijo que la expresión de su rostro era completamente clínica, como si lo único que estuviera pensando fuese dónde meterle la bala para terminar con él. Entonces trató de decirse que estaba equivocado, que quizás ella no lo estaba viendo en absoluto, que quizás estaba viendo su propio interior, y trataba de despejar las cosas allí dentro. Bien, fuera como fuese, deseaba que se apresurase y tomase una decisión. Él no había pensado que la espera sería tan difícil. Pero no lamentaba haberle pedido a Charley que le entregase el arma.
Pensó que no era exactamente un suicidio. Era algo más parecido a un sacrificio. Algunos hombres tenían tendencia al sacrificio, como otros la tenían a los accidentes. Veían algo que crecía junto con ellos, hasta que llegaban a adorarlo, y de pronto oían las mandolinas y tenían una visión de la luz de la luna filtrándose entre los árboles. No tenía ninguna relación con la lógica ni con nada que uno pudiese nombrar. Era algo clasificado como místico. Él se sacrificaba por razones puramente místicas. Si ella quería que muriese, él querría morir. Y además, la espera era difícil, sólo porque él percibía el dolor que la atormentaba a ella, como si una corriente pasase por un cable desde la muchacha hasta él. Miraba sus ojos. Oh, Cristo, lo que veía en sus ojos.
Ella bajó el revólver.
—¿No puedes? —murmuró Charley.
Ella no contestó. El revólver descansaba sobre sus rodillas. Charley lo cogió. Permaneció un momento junto a ella, estudiando su rostro. Entonces guardó el arma en el bolsillo de su bata, miró a Hart y dijo:
—Creo que ya está bien.
—Claro que está bien.
Ella estaba sonriendo a Hart. Era una sonrisa muy débil.
—¿Sabes lo que estoy pensando? —preguntó ella.
—Sí, lo sé —contestó Hart.
—Te está dando las gracias —dijo Charley—. Ahora se siente mucho mejor y te da las gracias.
Sin palabras, Hart le contestó a Charley: «Tú no sabes ni la mitad de eso. Ni siquiera una pequeña parte».
—Ahora te apreciará —agregó Charley—. Tú y ella seréis amigos. ¿No es cierto, Myrna?
Ella asintió lentamente, pero no fue una respuesta a la pregunta de Charley. Era un acuerdo con algo que ella se estaba diciendo para sus adentros.
—Bien, creo que ahora corresponde que todos durmamos un poco —comentó Charley.
—No tengo sueño —murmuró Hart.
—Yo tampoco —dijo Myrna—. Quiero quedarme sentada aquí y hablar.
—¿Con él? —preguntó Charley.
—Sí —asintió ella—. Eso, si tú no tienes inconveniente, Charley.
—Creo que es una excelente idea —exclamó Charley, sonriendo—. Tú y él conversaréis todo lo que queráis, y os convertiréis en buenos amigos.
—¿Quieres hacerme un favor, Charley?
—Naturalmente, Myrna. Lo que tú quieras.
—¿Quieres subir mi maleta?
—Con mucho gusto —contestó Charley. Se volvió, fue hacia la escalera y recogió la maleta. Empezó a subir, y entonces se detuvo y miró a Hart—. Será mejor que te abrigues. No hay calefacción en la casa, y no quiero que te resfríes.
—Me encuentro bien —respondió Hart.
—Quiero que estés en condiciones. Tú eres una propiedad muy valiosa.
—Mattone no piensa lo mismo.
—Mattone no piensa nada —dijo Charley sonriendo—. No te preocupes por Mattone. No te preocupes por nada, ahora. Prosperas mucho en esta sociedad.
—Gracias, Charley. Pero no era necesario que lo dijeses. No estaba preocupado.
—No mucho —se burló Charley—. Estabas totalmente preocupado —palmeó el revólver que tenía en el bolsillo—. Esta herramienta te tenía asustado. Pero aguantaste. Y me gustó la forma en que lo hiciste.
Hart pensó que quizás después de todo Frieda estaba equivocada. Ese hombre era apenas un ser humano, y podía ser engañado. En voz alta agregó:
—Dile a Frieda que subiré en seguida.
—Está bien —asintió Charley—. Pero no la hagas esperar demasiado.
—No.
Charley les sonrió complacientemente a los dos. Entonces siguió subiendo por la escalera y oyeron sus pisadas en el corredor, y el ruido de la puerta del dormitorio al abrirse y cerrarse. Hart esperó oír más ruidos desde arriba pero no los hubo, y percibió el frío mortal de arriba y el frío dulce de abajo. En la sala había un clima ideal, lejos del piso superior.
Se sentó en el sofá, junto a Myrna, sin tocarla, pero sintiendo algo mucho más profundo que el contacto. La miró, hablándole con los ojos, y entonces murmuró:
—¿Has visto cómo es?
—Sí —respondió ella—. ¿Pero cómo ocurrió?
—Simplemente ocurrió.
—Yo sentí cómo sucedía. Yo lo sabía y tú lo sabías. Los dos lo sabíamos.
—En cierta forma es gracioso.
—Pero no para reírse.
—Claro que no. No es una comedia de ese tipo.
—Lo que quiero decir es que es gracioso que haya ocurrido, pero ahora que ocurrió es serio.
—Es exactamente lo que yo quiero decir —asintió él—. Es muy serio.
—¿Qué haremos?
—No lo sé. ¿Tienes alguna idea?
Ella meneó la cabeza.
—Bien —murmuró él—. Tratemos de pensar.
—No puedo —respondió ella—. Ahora no se me ocurre ninguna idea.
—A mí tampoco. Eso es lo malo.
—Dime una cosa —dijo ella—. ¿Alguna vez te sucedió esto?
—No.
—A mí tampoco.
—Es como…
—Como…
—No podemos decir lo que parece —murmuró él—. No hay cómo decirlo.
—Quizás es como cuando uno está caminando, y es fulminado súbitamente por un rayo.
—No. Eso sería negativo. En esto no hay nada negativo. —¿Quieres decir que es agradable?
—Es tan agradable que duele —comentó él con una sonrisa—. ¿No sientes el dolor?
—Sí, es un dolor terrible, pero es maravilloso.
—¿Tú dónde lo sientes?
—En todas partes. En todo mi ser.
—Sí, es así. No hay dos formas distintas. Tenía que ocurrir.
Y ahora es algo permanente. Tenemos algo que no perderemos nunca, ni siquiera cuando muramos.
—No hables de morir.
—Se puede hablar de eso. Ahora no tiene importancia. No es más que una cosa que les ocurre a la piel y a los huesos.
Y lo que sentimos tú y yo está muy por encima de eso.
—Sí —asintió ella—. Es cierto. Pero por favor, no hablemos de morir.
—Está bien —dijo él—. Cambiemos de tema. Hablemos de música. ¿Te gusta el sonido de las mandolinas?
—Si te gusta a ti.
—Entonces eso está arreglado. Y ahora pasemos a la luz de la luna. ¿Te gusta la luz de la luna que se filtra entre los árboles?
—Sí, me gusta mucho. La estoy viendo ahora.
—Naturalmente. La estamos viendo los dos. ¿Estamos adquiriendo un gran sentido artístico, verdad? Veamos lo que ocurre si cambiamos de tema. Probemos con algún tema relacionado con la ciencia, como los aviones.
—Ahora estamos volando.
—Sí, claro que sí.
—Estamos muy, muy arriba.
—¿Oyes el motor?
—No —murmuró ella—. Solo las mandolinas.
Entonces reinó el silencio, pero él oyó las mandolinas, la miró y versos sueltos de sonetos circularon por su mente. Lo que en realidad veía era una muchacha menuda y delgada, con un rostro bastante agradable, pero no especialmente bello, aunque los ojos gris violeta eran algo único, y el cabello negro tenía un brillo suave que algunos pintores tratan de trasladar a la tela, aunque muy pocas veces lo logran.
Pero él no la estaba viendo con los ojos. No veía su rostro y su cuerpo. Lo que percibía era algo que ella proyectaba hacia él, algo que había estado esperando durante años de noches sin sueño y días sin significado.
Empezó a decir algo. Fue interrumpido por la voz que llegó desde arriba.
—Estoy esperando, Al —gritó Frieda—. Te estoy esperando.