Capítulo 9

—Te pondrás mal —dijo Frieda. Estaba mirando cómo la ginebra pasaba de la botella al vaso de agua. Charley ya estaba por el cuarto vaso, y Hart calculaba que había bebido medio litro de ginebra.

Mattone había terminado su café y había abandonado la mesa, y ahora Rizzio se estaba poniendo de pie.

—Te estás quemando el hígado —murmuró Frieda. Trataba de no levantar la voz—. Será como la última vez. Tendrán que hacerte un lavado de estómago.

—¿Quieres un poco? —le preguntó Charley a Hart, sonriéndole.

—No, gracias —respondió Hart.

—¿No te gusta la ginebra?

—No mucho.

—Es una bebida ligera —afirmó Charley—. No tiene mucho cuerpo.

Hart no hizo ningún comentario.

—Quizás es por eso por lo que no te gusta —comentó Charley—. Quizás te guste algo con más cuerpo.

—¿Qué significa eso? —preguntó Hart, aunque sabía muy bien lo que significaba.

—Se refiere a mí —dijo Frieda. Estaba empezando a respirar agitadamente—. ¿No es cierto, Charley?

—¿Tú quieres un trago? —preguntó Charley, sonriéndole ahora a Frieda.

—No —contestó Frieda, respirando cada vez más agitadamente. Miró a Hart—. Vete a la otra habitación. Tú no tienes nada que ver con esto…

—No mucho —murmuró Charley suavemente. Entonces se rió, pero sólo con la boca. Sus ojos estaban fríamente clavados en una línea que llegaba hasta la pared y la atravesaba—. Tal como se presenta, esta es una discusión para tres.

—No tiene por qué serlo —afirmó Frieda—. Tú la estás haciendo así.

—No, señora —protestó Charley—. Ya está hecha. Fue hecha esta tarde, mientras yo estaba afuera —y entonces, después de una larga pausa, agregó—: Dígame, señora, ¿qué tal resultó?

—No eres gracioso, Charley.

—Pero usted se equivoca, señora. Se equivoca por completo. Yo soy muy gracioso. ¿Quiere saber una cosa? Soy el hombre más gracioso que conozco.

—Muy bien —dijo Frieda—. Bebe tu ginebra. Bébela hasta dormirte, y entonces te acostaré.

—No te excites, Frieda —contestó Charley, con otra risita—. ¿Por qué tienes que excitarte? Después de todo, es algo muy natural. No puedes obtenerlo de mí, y lo obtienes de algún otro…

—¿Y qué? —exclamó Frieda—. ¿No es eso lo que tú me dijiste? Tú dijiste que no te importaba que yo…

—Sí —la interrumpió Charley suavemente.

—¿Entonces de qué te quejas? ¿De qué te quejas?

Charley no contestó. Se estaba riendo nuevamente.

—Responde —exigió Frieda—. Maldito seas, Charley…

Charley dejó de reírse y miró a Hart.

—¿Ya entiendes? —le preguntó—. ¿Entiendes lo que ocurre aquí?

—No entiendo nada —respondió Hart.

—Ella está verdaderamente entusiasmada contigo —afirmó Charley—. Debes haberle hecho pasar un rato muy agradable esta tarde. Debes haberle dado algo especial.

Hart se encogió de hombros.

—Por eso ella se enfureció con Mattone cuando él te aconsejó que te fueses —agregó Charley—. Ella se quedaría muy sola si tú te fueses.

Frieda se puso de pie. Tenía la mirada fija en el vacío, entre Charley y Hart. Permaneció en silencio.

Charley siguió hablando, como si Frieda no hubiese estado en la habitación.

—Quizás ella te habló de mí. De mí y de ella, quiero decir. Quizás te explicó que tenemos un problema porque yo tengo algo atascado por dentro, y no puedo hacer nada por ella, excepto en muy raras oportunidades. De modo que no tenía sentido que yo la estorbase y le dije que podía obtenerlo de algún otro. Creo que ese fue un gesto muy noble de mi parte. ¿No opinas lo mismo?

Hart asintió con un movimiento de cabeza.

—Yo creo que fue un gesto muy noble —prosiguió Charley—. Pero el problema consiste en que cada vez que tengo uno de estos gestos nobles, se aprovechan de mí. Nunca falla. Esto me recuerda que en un tiempo yo tenía un canario favorito, un pajarito muy lindo, por el que había pagado una buena cantidad. Pero la jaula me parecía muy estrecha, demasiado pequeña para que el canario volase e hiciese los ejercicios necesarios. De modo que un día abrí la jaula pensando que el canario volaría por la habitación y luego vendría a posarse sobre mi hombro. Y fue así como lo perdí. La ventana estaba abierta y salió volando.

Hubo unos segundos de silencio. Entonces Charley miró a Frieda y dijo:

—Tú no tienes la culpa. No te acuso a ti.

Frieda permaneció de pie. Seguía mirando el vacío, entre Charley y Hart.

—Dice que yo no tengo la culpa —murmuró—. Dice…

—Digo que nadie tiene la culpa —agregó Charley sonriendo—. Si debemos culpar a alguien, acusemos al clima. Aquí en Filadelfia tenemos un clima muy raro.

Frieda cerró los ojos. Apoyó las manos a ambos lados de su cabeza, dejó los ojos cerrados y lanzó un gruñido.

—Sí —contestó Charley—. Yo también sufro. No tienes idea de cuánto sufro.

Frieda abrió los ojos. Miró a Charley. Tenía los brazos un poco levantados, como si estuviese implorando.

—¿No podríamos…?

—No —respondió Charley—. Ojalá pudiésemos. Pero no podemos. Simplemente no podemos. Si tú lo quisieses sólo como compañero de juegos, creo que podríamos llegar a un acuerdo, podríamos entendernos. Pero se trata de algo más que de divertirse en la cama. Tú lo quieres a tope, lo tienes tan metido en tu sistema, que lo sientes sin tocarlo. De modo que eso corta todo entre tú y yo.

—¿Por completo? —preguntó Frieda, con la cabeza gacha.

—Por completo —asintió Charley—. Lo cortamos, lo olvidamos, y te garantizo que no habrá reproches.

—Charley… —dijo ella con voz pastosa—. Te juro que yo no busqué que esto ocurriese. Fue…

—El clima —la interrumpió Charley—. Siempre tenemos un tiempo que no esperamos.

Charley se levantó de la silla, cogió la botella de ginebra y la apretó afectuosamente contra su pecho. Entonces salió de la habitación. Durante varios segundos no ocurrió nada, y Hart permaneció sentado, escuchando las pisadas de Charley a través de la casa y por la escalera. Cuando los pasos estuvieron en el primer piso, oyó otras pisadas que se acercaban a él. Levantó la mirada y vio que Frieda avanzaba. Se colocó junto a él y lo rodeo con sus gordos brazos, instalando su amplio trasero sobre sus rodillas. Apoyó los gruesos labios contra su boca.

«Maldición», se dijo para sus adentros. «Maldición».