Capítulo 3

Frieda era una mujer robusta. Si pesara un gramo más alcanzaría los ochenta kilos, era más fibrosa que blanda, medía un metro sesenta y cinco y estaba estupendamente formada. Él supuso que no usaba faja, y cuando ella le volvió la espalda y se inclinó ligeramente, se sintió seguro de eso. Ahora llevaba otro vestido, un modelo rojo que era más que ceñido. Producía la impresión de que había crecido junto con ella. Recordó que antes había llevado puesto un sencillo vestido de andar por casa, y se preguntó si el vestido color púrpura estaba destinado a él. Ella se inclinó un poco más. Sus pantorrillas eran como el resto de ella: sólidas y redondeadas, y bajaban rítmicamente para convertirse en finos tobillos apoyados sobre zapatos de tacón alto que no llevaba puestos antes.

—¿Le gustan los huevos? —preguntó ella, volviéndose.

—Revueltos.

—¿Le gustan las albóndigas de cerdo?

—Como el veneno.

—Le prepararé algo sabroso. ¿Quiere café?

—Vivo de él.

Ella sonrió. Quería que él la observase, y él lo hizo. El cabello rubio platino formaba ondas sobre toda su cabeza y caía sobre la frente para desaparecer detrás de las orejas en una onda más grande. Sus ojos eran castaños, claros y sanos. Usaba muy poca, sombra. Y debajo de su bien formada nariz la ancha boca estaba pintada de rojo con un poco de carmín. El polvo que cubría su rostro rosado era de un color rosa más intenso, también con una pizca de carmín.

En su rostro no había una sola arruga.

Hart frunció el ceño, interesado y comentó:

—Usted se conserva muy bien.

—Me las arreglo —respondió ella, con voz firme y potente.

—Estoy tratando de adivinar su edad —dijo Hart.

—Treinta y cuatro. Estuve casada cuatro veces.

—¿Está casada actualmente?

—Supongo que sí. No sé qué está haciendo él. Tampoco sé dónde se encuentra. La última vez que lo vi fue en Cincinnati, hace un año. Un muchacho verdaderamente interesante, y generoso, además, pero era demasiado bruto.

—¿Qué hizo usted con él?

—Le rompí la clavícula con un espejo de mano de plata que me regaló para mi cumpleaños.

—¿Le bastó con eso?

—No. Quiso más. Cuando salió del hospital, me siguió hasta Florida. Tuve que escupirle en la cara unas cuantas veces, y la última vez fue frente a un montón de gente. Y eso fue lo que lo decidió. Se me echó encima pero esa noche yo estaba con un luchador profesional. Hizo todo lo que pudo con el luchador y duró casi cinco minutos antes de salir volando por encima de las mesas. Tuvieron que sacarlo. Después de eso no volví a verlo hasta que me encontró en Cincinnati. Necesitaba dinero. Eso me divirtió tanto que se lo di.

Hart se rió, y ella hizo otro tanto.

Entonces ella le sirvió. Era una buena cocinera, y conocía muchos detalles, en su mayoría de estilo moderno. Se sentó a mirar cómo él saboreaba la comida.

Él bebió lentamente la segunda taza de café. Tenía los ojos clavados en el pozo negro de la taza, con consciencia de que ella lo estaba mirando fijamente. Sabía que había establecido un puente, pero no quería ensancharlo con demasiada prisa por temor a que se rompiese.

—¿Sabe lo que ocurrió con Renner? —preguntó él.

—Sí. Paul me lo contó.

—¿Cómo se encuentra Paul?

—Le di un par de píldoras. Creo que ahora está durmiendo. Se mejorará. Si usted está todavía aquí cuando él se levante, tendrá que cuidarse.

—Creo que ya no estaré aquí. ¿Ese color rubio platino es auténtico?

—No, y usted lo sabe. ¿Usted no cree que conseguirá huir, verdad?

—Sí, Frieda —respondió solemnemente—. No puedo evitarlo, pero eso es lo que creo.

—Suponga que consiguiese huir —preguntó ella—. ¿Qué haría entonces?

—Me iría lejos de aquí.

—¿Abriría la boca?

—Sólo si fuese tonto.

—Eso parece interesante. Expliqúese mejor.

—Me buscan en Nueva Orleáns —respondió él.

—¿Por qué?

—Por asesinato.

Ella inclinó la cabeza hacia un costado y sonrió tenuemente.

—Oiga, no estará tratando de hacerme tragar el anzuelo, ¿verdad?

—Usted me pidió que se lo contase. Eso es lo que estoy haciendo.

—Muy bien. Cuénteme algo más. ¿Quién fue?

—Mi hermano mayor.

—¿Qué nombre usa usted?

—Al.

—Oiga, Al, ¿pretende hacerme creer que mató a su propio hermano?

—Naturalmente.

—¡Charley! —exclamó Frieda, poniéndose de pie.

Las fuertes pisadas se acercaron a la cocina. Charley apareció en el umbral con el revólver preparado.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Charley.

—Charley, quiero que oigas algo —dijo Frieda. Miró a Hart—. Vamos, cuénteselo a Charley.

—Se lo cuento porque usted me lo pide —manifestó Hart, vaciando la taza de café—. Se lo conté a usted también porque me lo pidió. Recuerde eso —volvió la cabeza hacia Charley—. Me buscan en Nueva Orleáns porque maté a mi hermano.

Charley apoyó el revólver sobre la palma de una mano y lo acarició con la otra. Entonces preguntó:

—¿Por qué huyó?

—No tenía coartada —respondió Hart.

—¿Por qué eligió Filadelfia? —intervino Frieda.

—No conseguí un barco para cruzar el Golfo —explicó Hart—. No pude escapar hacia el Norte porque carecía de los contactos necesarios. Tenía que ir hacia el Este. Me dirigí hacia Birmingham y desde allí seguí hacia el Norte. Llegué hasta aquí.

—¿Cuándo llegó? ¿Cómo? —preguntó Charley tranquilamente.

—En el tren de esta tarde desde Baltimore —respondió Hart—. Algunos hombres vestidos de civil subieron al tren cuando se detuvo en la estación de Thirtieth Street. No sabía qué querían, y no estaba dispuesto a quedarme para averiguarlo. Abandoné mi asiento y pasé al vagón siguiente. Otros hombres vestidos de civil vigilaban las puertas. Seguí atravesando los vagones. Estaba a dos coches de la cola, y tuve que volverme para mirar. Vi que dos de ellos me seguían. La puerta siguiente estaba sin vigilancia, y salí por allí antes de que uno de ellos pudiese alcanzarla desde afuera. Tuve que dejar todas mis cosas en el tren, y eso incluía casi setecientos dólares guardados en un maletín.

—Ése es un punto flojo —lo interrumpió Charley—. ¿Por qué no los llevaba en la billetera?

—Cuando uno se está fugando hace cosas raras.

—Sigue siendo flojo.

—Muy bien, es flojo —asintió Hart—. Esta noche entré en un comercio de Broad Street y robé el abrigo que ve sobre esa silla.

—¿Broad y qué? —preguntó Charley, mirando la prenda.

—Más arriba de Callohill.

—Está bien —murmuró Charley—. ¿Qué comercio era?

—Creo que en el escaparate decía Sam y Harry.

Frieda estaba mirando el abrigo verde.

—Parece nuevo —comentó.

—Toma la guía y busca a Sam y Harry en la sección clasificada, en la columna de artículos para hombres —le dijo Charley a Frieda—. Ven a informarme si hay una sastrería Sam y Harry en Broad Street, cerca de Callohill. Y trae a Mattone contigo.

Frieda salió de la cocina.

Charley pasó un dedo por el seguro del disparador, e hizo girar el arma.

—¿No le molesta que haga algunas averiguaciones, verdad?

Hart meneó la cabeza. Miró al suelo. Charley se apoyó contra la nevera y siguió haciendo girar el revólver alrededor del dedo. Oyeron el ruido de las páginas de la guía en la sala. Entonces Frieda volvió a la cocina, seguida por Mattone.

—Hay un Sam y Harry en Callohill Street, más arriba de Broad —dijo Frieda.

Charley hizo como si no la hubiese oído, y le habló a Mattone.

—Échale un vistazo al abrigo.

Mattone hizo lo que le indicaban. Frotó la tela verde entre sus dedos.

—¿Qué opinas de la calidad? —preguntó Charley.

—Si entiendo algo de telas —respondió Mattone—, este es un abrigo de noventa dólares y no fue comprado en Sam y Harry.

Charley miró a Hart y este miró a Mattone y manifestó:

—Es usted un genio. Hace diez minutos estuvo mirando la etiqueta de Sam y Harry.

Mattone soltó el abrigo, se acercó a Hart y le propinó un puñetazo que dio en el blanco. Hart retrocedió hasta la cocina, rebotó contra ella y bajó los brazos para amortiguar la caída. Entonces cayó sobre las rodillas y en seguida su cara quedó sobre el suelo.

—Quédate con él, Frieda —ordenó Charley.

—Deja que me quede yo —pidió Mattone.

—Tú vendrás conmigo —le dijo Charley a Mattone.

Pasaron a la sala. Charley cogió la guía telefónica, encontró el número e hizo la llamada. Cuando lo atendieron preguntó:

—¿Alguien robó esta noche un abrigo en su establecimiento?

—Espere un momento… —contestó la voz desde el otro extremo de la línea.

Charley cortó la comunicación y miró a Mattone.

—Quieren localizar la llamada. ¿Te basta con esto?

—Oye, Charley, ese tipo no me gusta.

—Y tú no me gustas a mí —respondió Charley—. Pero te aguanto porque conoces tu especialidad. Me agrada la forma en que trabajas, pero ambas partes deben estar satisfechas. ¿Estás conforme con lo que te pago?

—Oye, Charley…

—¿Estás conforme?

—Sí.

—Pues bien, entonces haz lo que te digo. Y no hagas lo que no quiero que hagas.

En la cocina, Hart estaba sentado en el suelo y se palpaba la mandíbula con los dedos. Frieda estaba sentada frente a la mesa, apoyando el mentón sobre la mano, y miraba a Hart. Se volvió cuando entró Charley y lo miró a los ojos.

—¿Hizo la llamada? —preguntó Hart, poniéndose de pie.

—Sí —contestó Charley—. Si quiere irse ahora, puede hacerlo.

—¿Qué me aconseja usted que haga? —inquirió Hart.

—Vuelva a Nueva Orleáns —manifestó Charley—. Ya siguieron su rastro hasta Filadelfia, gracias a ese portafolios… eso, si compró el portafolios en el Sur.

—Lo compré en Nashville después de librarme de la otra maleta. Pero siguieron mi rastro hasta Nashville.

—Eso significa que saben que está aquí, de modo que lo mejor que puede hacer es volver a Nueva Orleáns y ocultarse allí. No pruebe en las ciudades pequeñas. Son peligrosas.

—Estoy arruinado —dijo Hart.

Charley metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó algunos billetes. Le entregó a Hart uno de diez dólares.

—Muchas gracias —murmuró Hart. Guardó el dinero y se puso el abrigo. Miró hacia la puerta de la cocina. Después hacia la puerta trasera.

—No se acerque a Tulpehocken hasta que haya llegado a Germantown Avenue —aconsejó Charley—. Luego vuelva a Tulpehocken. Si yo fuese usted, iría esta noche a Frankford y me quedaría allí unas semanas y trataría de juntar algún dinero. Luego volvería directamente a Nueva Orleáns y esperaría por lo menos un mes. Luego probaría el Golfo o la frontera de Texas.

Hart abrió la puerta trasera y salió. El aire frío lo castigó como una sábana helada. Siguió por el callejón, y después de algunos segundos se detuvo, miró hacia atrás, y escuchó atentamente. Finalmente decidió que quizás después de todo Charley no lo estaba siguiendo. Hart sabía lo que haría Charley. Charley era astuto. Charley sabría dónde esperar a Hart… y los once mil dólares. Sospechaba que Charley le concedería otros cinco minutos afuera, antes de partir para hacer lo que tendría que hacer cuando Hart no apareciese. Hacía frío y Hart no era tonto. Lo demostraría.

Después de caminar treinta metros por el callejón llegó al jardín y empezó a cavar la tierra fría y dura.

Sacó los once mil dólares y guardó los billetes en el bolsillo de su abrigo. Luego enfiló nuevamente por el callejón en dirección a la casa.

La puerta se abrió y Charley apareció en el umbral, con el revólver en la mano.

—Muy bien, entre —dijo Charley.

Hart entró en la cocina. Vio a Frieda sentada frente a la mesa, levantando la vista de una revista de cine. Sacó del bolsillo del abrigo los billetes enrollados, y se los ofreció a Charley.

Charley tomó los billetes y los contó.

—¿Está todo el dinero? —preguntó Hart.

—Sí —respondió Charley.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Frieda, frunciendo el ceño.

—Al trajo el dinero —contestó Charley, con una tenue sonrisa.

—Ese es el dinero que robó Renner —comentó Frieda, señalando los billetes que Charley tenía en la mano.

—Estás en lo cierto, Frieda —dijo Charley, y su sonrisa se ensanchó.

—Usted sabía que la billetera estaba vacía —comentó Hart—. De modo que todo lo que hizo fue enviarme a buscar el dinero.

Charley asintió lentamente con la cabeza.

—Me iba a conceder cinco minutos para que volviese con el dinero —prosiguió Hart—. Y si no volvía, iría a esperarme a Germantown y Tulpehocken.

—¿Por eso volvió?

—No exactamente —respondió Hart.

—Muy bien —dijo Charley—. Cuéntenos todo. ¿Por qué regresó?

—Afuera hace demasiado frío.

—Querrá decir que afuera hace demasiado calor para usted.

—Las dos cosas —contestó Hart con una sonrisa—. No me gusta este tiempo. Y no me gusta que la ley me pise los talones. Lo único que necesito es un lugar donde esconderme. El único refugio que conozco es éste.

—Imaginé que lo entendería así —murmuró Charley.

Permanecieron sonriéndose el uno al otro, y entonces Charley agregó:

—Me debe diez dólares.

Hart le entregó el billete.

—Por una semana de pensión completa.

—Es una ganga —afirmó Charley. Fue hasta la puerta y llamó a Rizzio. Le dijo a éste que en el sótano había una cama plegable, y que quería que la subiese. Sin mirar a Hart murmuró—: Espero que esté cómodo.

Frieda se levantó de la silla y se encaminó hacia el fregadero. Al pasar junto a Hart bajó la mano y lo tocó.

—Creo que no tendrá de qué lamentarse —comentó Frieda.