Capítulo 11
Pero más tarde, naturalmente, tuvo que volver a simular cuando se acostó con Frieda. Fue en cierta forma más fácil de lo que había sido por la tarde, pero esto se debió a la oscuridad de la habitación. Por la tarde, la luz del día había constituido un obstáculo porque ella le pedía constantemente que la mirase. Ahora en la oscuridad no podía pedirle esto, aunque en un momento murmuró que quizás habría sido mejor encender la lámpara. Él no contestó nada, pero la mantuvo demasiado ocupada como para poner la idea en práctica.
Los suspiros que escapaban de los labios de ella eran de puro placer. Pero si ella hubiese encendido la lámpara y hubiese visto la expresión de su rostro, todo se habría desmoronado, porque él estaba haciendo la mueca de alguien obligado a realizar algo desagradable. No tenía forma de borrar esa mueca; permanecía estereotipada mientras durase la tortura, la aplastante tortura de sentir la insistencia de sus brazos gordos alrededor de él, y de oír sus gemidos y sus exclamaciones que parecían inagotables. A ratos él se preguntaba qué hora era. La esfera luminosa del reloj estaba en el otro extremo de la habitación, pero ella lo abrazaba con tanta fuerza que él ni siquiera podía volver la cabeza para mirarla.
Sin embargo ella aflojó de pronto su presión y pidió un cigarrillo. Él se apartó de ella con un movimiento frenético, casi como un pez que escapa de una red. Los cigarrillos y las cerillas estaban sobre el suelo, y cuando él los buscó a ciegas casi se cayó de la cama.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella—. ¿Estás cansado?
—¿Yo? —respondió él, conteniendo una risa—. Ni siquiera he empezado.
Ella lo tomó en serio y exclamó:
—Lo comprendí apenas te vi.
Él le pasó un cigarrillo encendido y le dio una larga calada al suyo. Estaba boca arriba y miraba el reloj, cuyos números verdes marcaban las tres y veinte.
—Dime algo —pidió ella.
—¿Qué, por ejemplo?
—Cualquier cosa. Pero háblame.
—Muy bien —asintió él. Pensó un momento y entonces, sin mucha certeza, preguntó—: ¿Alguna vez oíste hablar de Indianápolis?
—¿El lugar donde estudian los marinos?
—No, eso es Annápolis. Yo dije Indianápolis.
—¿Y bien?
—Es el lugar donde se realiza la gran carrera de coches.
—¿El 4 de julio?
—El Día de los Muertos en la Guerra.
—Eso es lo que yo dije. El 4 de julio —insistió ella. Parecía un poco amodorrada. O quizás esto se debía a que no le interesaba el tema.
—Es el 13 de mayo. Tú tienes mezcladas las fechas.
—¿Cómo? —preguntó ella, y entonces agregó más claramente—: ¿De qué diablos estás hablando?
—De Indianápolis. De la carrera de las quinientas millas.
—¿Tú participaste en ella?
—No —contestó él—. Fui espectador. Supongo que podrías llamarme un aficionado. Lo de Indianápolis es algo digno de verse, y cada vez que yo tenía una oportunidad, iba allí. Recuerdo que un año tuve suerte y me hice amigo de un mecánico y me dejaron entrar a los puestos de abastecimiento. Es muy interesante ver cómo cambian un neumático en treinta segundos, y cuando se descompone el motor saltan sobre él y lo reparan en un santiamén. Y luego…
—Está bien, está bien. ¿A qué quieres llegar?
—Atienden el coche como si fuera un ser viviente —continuó él, como si no la hubiese oído—. Es una máquina muy costosa, y cuando uno mira el motor se da cuenta que es algo que sale de lo corriente. Uno sabe que ahí hay una verdadera potencia, que no se agotará nunca.
Ella expulsó un poco de humo, y permaneció en silencio.
—Sin embargo —prosiguió él—, algunos conductores están demasiado excitados y se olvidan de que la carrera es de quinientas millas, y fuerzan demasiado y después de cien millas el motor no resiste más y se descompone. A veces es un desperfecto grave, de esos que no se pueden arreglar en los puestos de abastecimiento. Y entonces el coche queda fuera de carrera y eso es verdaderamente lamentable. Uno ve al conductor que se muerde los labios para no llorar como una criatura. Pero naturalmente, el único culpable es él.
—¿Estás estableciendo condiciones? —preguntó ella con voz baja pero nada somnolienta.
—No exactamente.
—Vamos, vamos —dijo ella, y se sentó y lo miró en la oscuridad—. No juguemos a las prendas. Si quieres decirme algo, habla claramente.
—Bien… —murmuró él, e hizo una pausa para calcular el efecto—. No quiero estropear nada…
—Ten cuidado —murmuró ella, y esta fue una clara advertencia—. Ten cuidado.
—Haré lo posible —respondió él.
—¿Es una broma? Si lo es, no me provoca risa.
—Oye… —dijo él, y nuevamente midió el tiempo, empleando la breve pausa para darle una calada al cigarrillo—. ¿Qué te parece si cambiamos de tema?
—No —respondió ella, sentándose más rígidamente—. Este acuerdo es definitivo, y vamos a establecer las condiciones desde el comienzo.
—Definitivo —comentó él pensativamente—. Es mucho más largo que quinientas millas.
—Tú resistirás —afirmó ella—. Eso no me preocupa.
—Es más que eso —murmuró él—. Yo sé perfectamente cómo marcha todo por mi lado. Pero tú hablas como si no estuvieses segura…
—¿Yo? —exclamó ella con voz áspera—. ¿Acaso yo busqué el tema de Annápolis?
—Te explicaré, Frieda —manifestó él tranquilamente—. Me refiero a tu técnica para conducir. Éso fue lo que me hizo pensar en un coche de carrera. Y en la forma en que se descompone si uno le exige demasiado. O quizás… tú lo haces deliberadamente.
—¿Qué es lo que hago? ¿Qué insinúas? ¿Quieres decir que temo que tú cambies de idea?
—Quizás estás preocupada por ti. Quizás temes que tú cambiarás de idea.
—¿Y que me libraré de ti?
—Es una forma de decirlo.
—¿Pero por qué habría de hacer eso? —preguntó ella, bajando un poco la voz y con un ligero tono de incertidumbre—. ¿Por qué habría de dejarte cuando sé que tú reúnes todas las condiciones, cuando yo he conseguido lo que estaba buscando durante meses y meses de espera? ¿Por qué habría de dejarte cuando por fin he encontrado lo que me faltaba?
—No sé decírtelo. Estoy esperando que tú me lo digas a mí.
—Escucha, esta conversación me está poniendo nerviosa.
—Muy bien. Vamos a dormir.
Había un cenicero en el suelo, y él cogió las colillas de sus cigarrillos y las aplastó allí. Luego se estiró cómodamente sobre su flanco y apoyó la cabeza sobre la almohada. Frieda permaneció sentada, mirando hacia la oscuridad. Después de un rato se inclinó sobre el lado de la cama, buscando los cigarrillos, las cerillas y el cenicero.
Hart estaba empezando a dormirse y ya se sentía envuelto por esa agradable sensación nebulosa que llega antes del sueño, cuando oyó el ruido de una cerilla raspada contra la caja. Sonrió vagamente y pensó que no había nada mejor que el tabaco para calmar los nervios.
Y un rato más tarde volvió a oírlo: la cerilla contra la caja. Ahora sus ojos se abrieron porque quería permanecer despierto. Le agradaba el ruido que hacía ella al encender las cerillas. Ahora había una espesa nube de humo alrededor de la cabecera de la cama y él lo aspiró, percibió su densidad y comprendió que ella estaba dando largas y profundas caladas.
Contaba cada vez que encendía una cerilla, y ahora estaba en el quinto cigarrillo. Se dijo: «Calculemos siete u ocho minutos por cada cigarrillo; eso suma aproximadamente cuarenta minutos que ella está sentada, rumiando su problema. Por la forma en que se llena de humo, le falta mucho para resolverlo, o quizás lo resolvió y no le gusta el resultado. Hay algo seguro: esto no la divierte. Casi puedo pensar que Charley estaba en lo cierto al afirmar que ella estaba verdaderamente chiflada por mí, que desea algo mucho más profundo que este asunto de la horizontalidad. Casi puedo creer que ella me ama verdaderamente, y eso es malo; no, eso es bueno; no, eso es malo. Oh, tengo que decidirme, por amor de Dios, y tengo que planear mi estrategia. Este es un hermoso momento para levantar las manos del volante, como en la curva Norte de Indianápolis… y, de todos modos, ¿por qué saqué el tema de Indianápolis? Con eso me metí en un lío. Y traté de salir de él y me metí en otro peor cuando le presenté el problema, con una sonrisa en el rostro, al pensar que la tenía acorralada, cuando precisamente era yo quien estaba acorralado. Debería ser yo el que estuviese sentado fumando cigarrillos. Y ahora ella enciende el sexto…».
Pocos minutos después la mano de ella se apoyó sobre su hombro.
—¿Estás durmiendo? —preguntó.
Él no respondió.
—Despierta —dijo ella, y lo sacudió.
—¿Qué hora es? —preguntó él, imitando un bostezo.
—Vamos, despierta. Nos vestiremos.
—¿Cómo? —preguntó él frunciendo el ceño, y mirando el reloj que marcaba las cuatro y diez—. ¿Estás bromeando? Todavía está oscuro afuera.
—Mejor —contestó ella—. Así será perfecto.
Él se sentó lentamente y la miró. Ella estaba apurando el cigarrillo, y el brillo del extremo encendido se intensificó, y él pudo ver la expresión de su rostro, que oscilaba entre la calma y una frenética decisión.
—Vistámonos deprisa —insistió ella—. Nos iremos de aquí.