Capítulo 1

El frío de enero surgía de ambos ríos, formaba cuatro muros en torno a Hart y lo circundaba. Se dijo que precisaba urgentemente un abrigo. Miró hacia uno y otro lado de Callohill Street, y vio a un viejo que caminaba hacia él, el viejo llevaba un enorme abrigo y grandes zapatos pesados de trabajo. El abrigo se iba acercando, Hart se metió en una estrecha calle y aguardó. Temblaba y notaba que el frío se le introducía en el pecho y le mordía la columna vertebral. Cuando el viejo pasó de largo salió de la callejuela y se situó detrás de él. La calle se encontraba vacía. Se aproximó al anciano, y entonces percibió que éste estaba encorvado y que su abrigo estaba viejo y raído. Al individuo le resultaría muy problemático conseguir otro.

Hart dio la vuelta y enfiló en dirección contraria por Callohill Street. Levantó la solapa de su traje de franela color chocolate, y pensó que esto no le valía de mucho. Volvió a girar sobre sus pasos, se dirigió hacia Broad Street, y sintió que odiaba Filadelfia.

El frío era aun más intenso en Broad Street.

Del este llegaban rachas heladas del Delaware. Del oeste venía una dañina neblina gris del Schuylkill. Hart se había criado en un lugar de clima cálido y además de esto era delgado y no soportaba el frío.

Miró hacia el sur por Broad Street, y el gran reloj del Ayuntamiento marcaba las seis y veinte. Ya estaba oscureciendo y algunas luces empezaban a encenderse en los escaparates de los establecimientos. Hart continuó caminando hacia el Norte por Broad Street con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Entonces sacó la mano del bolsillo izquierdo y contempló las tres monedas de veinticinco centavos, la de veinte, la de diez y las tres de uno. Necesitaba un abrigo y éste era todo su capital. Necesitaba algo que comer y un sitio donde refugiarse, y no habría desdeñado un pitillo. Pensó que tal vez no fuera mala idea atravesar Broad y continuar caminando hasta llegar al río Delaware, zambullirse y ponerle punto final a todo esto.

Sonrió. Con sólo pensar esto se sentía mejor. Comprendía que mientras estuviese con vida encontraría la forma de apañarse. Podía esperar una racha de buena suerte.

Nuevamente el frío lo envolvió por los cuatro costados, se metió en él y empezó a congelarse allí dentro. Siguió caminando, luchando contra el frío. Pasó por un comercio en cuyo escaparate había un espejo, y se detuvo a mirarse. El traje de franela estaba todavía en bastantes buenas condiciones, y lo ayudaba un poco. El cuello de la camisa blanca se veía grisáceo en los bordes y ya no causaba buen efecto. Tenía la manía de las camisas blancas limpias. Esto era algo más que necesitaba: algunas camisas, ropa interior y calcetines. Era una pena que hubiese tenido que bajarse de aquel tren tan apresuradamente. Dentro de algunos meses, la compañía de ferrocarriles pondría en oferta la maleta con sus ropas.

Permaneció allí mirándose en el espejo, mientras el frío le castigaba la espalda. Necesitaba un corte de pelo. Su cabello rubio claro estaba sobresaliendo sobre las orejas. Y necesitaba un afeitado. Sus ojos eran grises pálidos, y tenían sombras oscuras debajo de ellos. Estaba envejeciendo. Dentro de un mes cumpliría treinta y cuatro años.

Sonrió tristemente a ese pobre ser reflejado en el espejo. Pobre cosa cadavérica. En un tiempo había sido dueño de un yate.

Ahora estaba verdaderamente oscuro, y se dijo que sería mejor continuar la marcha. Caminó una manzana más, y entonces se detuvo frente a una sastrería. En el escaparate había un cartel que anunciaba una liquidación. Un hombre prematuramente calvo estaba colocando las prendas en él. Hart entró en el establecimiento.

El vendedor sonrió ansiosamente a Hart.

—Desearía ver un abrigo —dijo Hart.

—Por supuesto, señor —respondió el empleado—. Tenemos un lote de excelente calidad.

—Quiero uno solo —manifestó Hart.

—Por supuesto —repitió el vendedor. Se encaminó hacia el perchero, y entonces se volvió y miró a Hart—. ¿Cómo es que se quedó sin abrigo en esta época?

—Soy descuidado —respondió Hart—. No me preocupo por mí mismo.

El empleado estaba mirando la solapa vuelta hacia arriba de Hart.

—¿Quiere venderme un abrigo o no? —preguntó Hart.

—Oh, por supuesto —volvió a decir el vendedor—. ¿De qué clase lo quiere?

—Quiero uno que me abrigue.

El empleado bajó un abrigo de una percha.

—Toque esta tela. Pruébelo. Nunca en su vida ha usado algo como esto. Pálpelo.

Hart se puso el abrigo. Era demasiado holgado. Se lo quitó y se lo devolvió al vendedor.

—¿Qué tiene? —preguntó el empleado.

—Es demasiado grande —contestó Hart.

El vendedor le pasó a Hart otro abrigo, mientras decía:

—Pruebe éste, y veremos cómo lo encuentra.

Hart se puso el abrigo. Le quedaba bien.

—Éste es el que necesitaba —afirmó el empleado.

Hart deslizó los dedos sobre la tela de lana verde.

—¿Cuánto? —preguntó.

—Treinta y nueve con setenta y cinco —respondió el vendedor—. Y es una ganga. Le aseguro que lo lleva regalado. Usted mismo lo ve —el empleado se volvió, agitó un brazo como si estuviese pidiendo auxilio para un hombre que se ahogaba, y gritó—: ¡Harry, ven aquí!

El hombre prematuramente calvo salió del escaparate y atravesó el comercio.

—Harry —dijo el vendedor—, ven aquí y mira este abrigo.

Harry metió sus largos dedos en los bolsillos del pantalón, miró el abrigo e hizo un gesto solemne de aprobación.

—Es lo que se llama un abrigo —dijo el vendedor.

—¿Es uno de los especiales, verdad? —inquirió Harry.

—Naturalmente —exclamó el empleado—. Claro que es uno de los especiales.

—¿Cuánto me dijo que costaba? —preguntó Hart.

—Treinta y nueve con setenta y cinco —respondió el vendedor—. Y si consigue otra ganga como ésta en la ciudad, lo felicitaré. Trate de encontrar otro abrigo como éste en Filadelfia. Un paño de lana Lapama genuina, por solo treinta y nueve con setenta y cinco. Le aseguro que no sé cómo hacemos para mantener este negocio.

Hart frunció el ceño dubitativamente y miró la parte delantera de la prenda. Entonces, mientras tenía la cabeza gacha, levantó los ojos y vio que el vendedor le hacía un guiño a Harry.

—Harry —dijo el vendedor—, si el señor no lo compra, coloca el abrigo en el escaparate con una de las etiquetas grandes de precios, y te apuesto cinco contra cincuenta a que antes de diez minutos lo hemos vendido.

—¿Lo dice en serio? —preguntó Hart.

—Claro que sí —afirmó el empleado—. ¿Se da cuenta de lo buena que es la tela? Si no se lleva este abrigo, nunca se lo perdonará.

—Muy bien, lo llevaré —respondió Hart, y se encaminó hacia la puerta.

—Son treinta y nueve con setenta y cinco —dijo el vendedor. Estaba caminando detrás de Hart, y entonces se asustó cuando éste apresuró la marcha, y exclamó—: ¡Eh, escuche…!

Hart abrió la puerta y salió corriendo.

En la pequeña taberna de Twelfth Street, cerca de Race, había tres parroquianos. Cuando Hart entró, los tres hombres se volvieron y lo miraron, y el tipo que estaba detrás del mostrador siguió limpiando un vaso. Hart entró en el baño, se quitó el abrigo y le arrancó la tira de tela con la talla y la etiqueta del precio. Salió del baño con el abrigo sobre los hombros, se acercó al mostrador y pidió una cerveza. Había vaciado dos tercios del vaso cuando entró un policía al local y se detuvo junto a la puerta, estudiando los cuatro rostros. Luego se encaminó lentamente hacia Hart.

Hart levantó la vista, con el vaso cerca de su boca.

—¿Dónde compró eso? —preguntó el agente, señalando el abrigo verde.

—En un comercio —respondió Hart.

—¿Dónde?

—Creo que fue en Atlantic City. O quizá haya sido en Albuquerque.

—¿Se está burlando de mí?

—Sí —contestó Hart.

—Usted robó ese abrigo, ¿no es cierto?

—Naturalmente —dijo Hart, y lanzó la cerveza a los ojos del policía. Se adelantó mientras el agente lanzaba un grito y retrocedía un paso, y entonces corrió hacia la puerta oyendo las exclamaciones que brotaban detrás de él.

Apretó fuertemente el abrigo con su brazo, y corrió por Twelfth Street girando hacia el este por Race. Entonces enfiló por Eleventh y se internó por un callejón. Al llegar a la mitad de éste se detuvo, se puso el abrigo y se apoyó contra una valla de madera astillada, respirando agitadamente. Estaba tratando de decidir hacia dónde debía encaminarse. No podía correr nuevamente al azar de los trenes o de las carreteras que salían de la ciudad o de los barcos que navegaban por el río. Había llegado a un punto en el cual todas estas soluciones resultaban excesivamente peligrosas. Ahora que estaba en Filadelfia, debía permanecer allí. Era una ciudad suficientemente grande. Lo que debía hacer era buscar una zona donde les resultara difícil encontrarlo, y donde pudiese esperar hasta recuperar las fuerzas.

Conocía Filadelfia porque hacía mucho tiempo había pasado un par de años en la Universidad de Pennsylvania, y en aquella época había sido un muchacho impresionable al que le había gustado vagar y husmear las cosas. Durante esos dos años había recorrido gran parte de Filadelfia, y había descubierto que dentro de la ciudad existían otras muchas ciudades. Germantown formaba una unidad por sí sola, lo mismo que Frankford. Del otro lado del Schuylkill estaba Filadelfia Oeste, con su Universidad. Y como la ciudad estaba dividida tan tajantemente, él pensó ahora que lo que debía hacer era alejarse del centro y cruzar algunos límites. Se preguntó si se cometían muchos delitos en Germantown. Si la situación no había cambiado, allí no encontraría mucha actividad policial, porque mucho tiempo atrás, cuando estudiaba en la Universidad, había visto Germantown como un centro de dignidad, quizás un poco inconscientemente snob sobre el fondo histórico y el antiguo sabor colonial. Quizás seguía siendo un lugar tranquilo. Lamentó no tener dinero para pagar un taxi. Lo que había gastado en la cerveza le dejaba ochenta y tres centavos, y sabía que un taxi le costaría mucho más hasta Germantown.

—Santo cielo —murmuró, porque incluso con el abrigo el frío era muy penetrante, y sonrió al recordar que éste era el motivo por el cual había dejado la Universidad, porque los inviernos de Filadelfia le resultaban insoportables. Recordó un día tan triste como un día puede llegar a ser, sin lluvia ni nieve, pero frío y gris, con la miseria escrita en el cielo y en las calles, en el cual había decidido que no tenía por qué aguantar ese clima, aunque le gustaba el ambiente de la Universidad y lo que estaba aprendiendo en ella. Por este motivo había empaquetado sus cosas y había partido en tren, experimentando el placer de poder abandonar algo que no le gustaba. Pero ahora no podía abandonar nada: sólo podía huir. Había una gran diferencia entre abandonar un lugar y huir de él.

Caminó por el callejón y luego siguió por Tenth hasta Spring Garden. El viento del Delaware barría la ancha calle, fustigándolo con fuerza, casi hasta derribarlo. Necesitaba comer y descansar; se acercó a un farol callejero y se apoyó contra el poste, preguntándose si podía arriesgarse a entrar en un restaurante. Y de pronto vio a un policía erguido frente a él.

—Hace mucho frío —comentó el agente.

—¿Cómo? —dijo Hart. Había apartado las manos del poste del farol, y estaba pensando si le convendría correr hacia el norte o el oeste o probar suerte e internarse por otro callejón.

El policía golpeó sus guantes negros de cuero el uno contra el otro y respondió:

—Dije que hace mucho frío.

—¿Esto? —exclamó Hart—. Esto no es nada. Usted nunca ha estado en el norte del Canadá.

—Con este frío me basta —contestó el policía.

—Esto es el verano, comparado con lo que yo he soportado —afirmó Hart. Comprendió que no había perdido sus cualidades. Todavía lo decía con el tono correcto, con un justo equilibrio de convicción y despreocupación. Mientras pudiese dominar así su conversación, estaría a salvo.

Dejó al policía, y siguió hacia el oeste por Spring Garden Street, decidido a ir a Germantown.

Enfiló por Tulpehocken Street, mirando las fachadas de las casas, con la esperanza de encontrar un cartel de «Se Alquila Habitación». Recorrió dos manzanas sin ver ningún letrero, y entonces llegó a Morton Street y decidió girar por allí y probar dos o quizás tres manzanas hacia el este por Morton. Tuvo mucho cuidado mientras caminaba por Morton Street, mirando las puertas, las columnas de los porches, las paredes de ladrillos de las fachadas, cualquier lugar donde pudiese haber un cartel. Había terminado con la primera manzana, y empezaba la segunda, cuando oyó una detonación en la oscuridad que había a sus espaldas, y echó a correr.