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A las dos de la mañana vimos claramente que
iba a ser imposible perforar la caja fuerte del Western National,
pero Phil y Joe se negaban a darse por vencidos, a pesar de las
observaciones de Jerry y Billy, por lo que transcurrió otra hora, y
sólo pasadas las tres decidieron abandonar.
Antes habíamos tenido una visita de la
policía. Fue hacia las once y media. Eddie acababa de avisarnos de
que un coche patrulla había dado tres pasadas en los últimos veinte
minutos y que había observado cómo la pareja miraba inquisitiva el
banco iluminado.
—No te preocupes —le dijo Phil—, es
normal.
—No me preocupo —contestó Eddie.
Yo no le creí del todo, pero confieso que
cuando la policía hizo acto de presencia, él se comportó con
perfecto aplomo y tranquilidad. El coche patrulla paró delante de
la furgoneta y los dos agentes se apearon y se dirigieron hacia el
banco. Eddie les abrió la puerta y les saludó. Le preguntaron dónde
estaba Duffy, y Eddie les contestó que en cama con gripe; por
aquellas fechas había epidemia. Preguntaron qué hacía la gente
trabajando tan tarde y él les explicó que tenían una auditoría. Los
guardias se hacían los remolones charlando, y estaba claro que
aunque no sospecharan, tampoco habían quedado satisfechos.
En la parte trasera de las oficinas, Jerry y
Billy habían suspendido la operación del láser y aguardaban
jadeantes junto a la entrada de la caja fuerte como dos caballos de
diligencia que acaban de escapar de los indios. Detrás de la
sección de cara al público, Phil, Joe y yo escuchábamos lo que
pasaba en la puerta. Y supongo que igual hacían nuestros
prisioneros.
—Hay que hacer algo —musitó finalmente Phil
dirigiéndose al de las patillas, a quien preguntó en voz
baja:
—Conoce a esos polis, ¿verdad?
—Claro.
—Y ellos a usted.
—Imagino.
—Escuche lo que va a hacer —prosiguió Phil—,
Salga por ahí hasta donde puedan verle. Dese una vueltecita para
que lo noten y coja un papel de un escritorio o algo, y luego
vuelva aquí. Salúdeles con un gesto. Lo hará, ¿verdad?
—Claro.
—Muy bien. Salude.
—De acuerdo —dijo el de las patillas
haciendo un gesto de saludo—. ¿Ya?
—Ahora mismo.
El de las patillas se puso en pie, se estiró
los puños de la camisa, se ajustó las gafas y la corbata, carraspeó
y echó a andar.
—No le he amenazado —dijo Phil.
El hombre se detuvo y se lo quedó
mirando.
Phil le sonrió bajo el antifaz. Hasta a mi
me dio miedo, y comprendí al del banco.
—No tengo que amenazarle —añadió Phil.
—No, no —respondió el del banco con toda
tranquilidad, saliendo a la vista de los agentes y haciendo
exactamente lo que Phil le había indicado. Cogió un papel de un
escritorio, hizo un gesto de saludo a los policías y volvió.
—Muy bien —dijo Phil—. Vuelva a
sentarse.
—Si es posible, me gustaría dejar esto en su
sitio —dijo el de las patillas—, no quiero que haya más desorden de
archivo del necesario.
—Por supuesto —contestó Phil—. Pero espere
un minuto, ¿eh?
—Desde luego.
Mientras tenía lugar aquel diálogo, los
policías se habían marchado. Les había convencido ver una cara
tranquila. Se fueron, el de las patillas puso el papel en su sitio
y volvimos a la inactividad y al aburrimiento.
Y comenzaron las malas noticias de la caja
fuerte. Ya habíamos llenado diez cajas de cartón con dinero del
Fiduciary, todo lo que Jerry y Billy habían recogido, pero la
perforación de la pared del Western National era más lenta de lo
previsto y muy difícil. Había costado mucho eliminar las
divisorias, haciendo pausas para que se enfriara el metal, y al
llegar a la otra pared, resultó que era de hormigón armado con
muchas barras de hierro, una espesa trama metálica y cables. Para
el láser el hormigón resultaba más duro que el metal y no lo
desmenuzaba en trozos grandes como en el caso de las divisorias,
sino que había que ir derritiéndolo poco a poco para que se hiciera
una lava, y luego ir agrandando cada agujero.
Pocas eran las ventajas y muchos los
inconvenientes. El hormigón derretido chorreaba sobre el hormigón
sin derretir, se enfriaba sobre éste y volvía a solidificarse como
si fuera un vidrio de mayor dureza que el propio hormigón. A veces
aquella capa de vidrio se solidificaba y había que volver a
derretir aquella lava dura.
Además, la lava era un peligro, porque unas
veces salpicaba, otras producía pequeñas explosiones y chorreaba
continuamente. Al poco rato Billy y Jerry estaban llenos de
quemaduras, y no parecían muy contentos. Cada vez estaban más rojos
por efecto del calor que hacía allí dentro y sudaban la gota gorda.
No paraban de beber agua, pero como si nada: se estaban
deshidratando, y se veía claramente que Jerry había perdido peso;
cada vez le colgaba más cantidad de piel enrojecida y su rostro
parecía una máscara de cera a punto de derretirse. El mismo Billy
estaba agotado, cosa que yo nunca hubiera imaginado.
Pero nadie habló de fracaso hasta pasada la
media noche, cuando Jerry salió a tomarse uno de los descansos de
cinco minutos y se acercó rezumando sudor a Phil.
—Creo que no podremos.
—¿Cómo? —exclamó Phil—. Claro que podremos.
Estás cansado, siéntate un rato.
Fue una hora después, pasada la una, cuando
por primera vez Billy admitió que iba a ser imposible.
—Aún no hemos llegado a la otra pared —le
dijo a Phil.
—Llegaremos en cualquier momento —contestó
éste.
Billy hizo un gesto negativo con la
cabeza:
—No lo conseguiremos. No se puede perforar
la primera pared.
Dicho lo cual regresó a su turno de cinco
minutos con el láser.
Entre una y dos Phil y Joe estuvieron dando
ánimos a Billy y Jerry. Pero no surtieron efecto. También Eddie se
acercaba de vez en cuando para comentar empecinado que no era
partidario del abandono de una misión.
En cuanto a mi, me mantuve tranquilo cuanto
pude, pero me pareció que debía intervenir, por eso después de que
Phil y Joe estuvieron infundiendo ánimos, dije:
—¿Sabéis que son las dos y aún no hemos
conseguido perforar esta pared y menos la otra? Habíamos convenido
en no quedarnos después de las cinco.
—Lo conseguiremos —dijo Phil.
No insistí, pero veinte minutos más tarde,
al repetirse la misma conversación, le dije:
—No lo lograremos, Phil. Estamos perdiendo
el tiempo y obligando a esos dos a trabajar inútilmente.
—No abandonamos —contestó Phil.
Pero hubo que abandonar. A las tres Jerry
salió medio sofocado agitando los brazos, y aunque Billy alargó la
mano para coger el láser, no le hizo caso, se acercó a Phil, que
estaba sentado frente al mostrador, puso el láser encima y
exclamó:
—¡Hazlo tú!
Phil se lo quedó mirando. Con la máscara era
difícil juzgar la expresión de su rostro, pero creo que era de pura
perplejidad, y no sabía qué contestar.
—Yo no sigo —decía Jerry—. Ni mi compañero.
Sigue tú.
—Si hay algún problema...
—Hay un problema —le interrumpió Jerry—.
Entra y echa un vistazo.
Phil se metió en la caja fuerte a echar un
vistazo, y cuando salió parecía muy abatido.
—Está bien. No ha salido. Tenemos la mitad
de la pasta.
Estábamos en posesión de la pasta a las seis
de la tarde, nueve horas antes, detalle en el que ni yo ni ninguno
de nosotros hizo hincapié, quizá porque estábamos muy
cansados.
Bien. Jerry y Billy se vistieron con desgana
mientras Joe ataba y amordazaba a los cuatro empleados bajo la
amenazadora pistola de Phil. Yo empecé a trasladar hacia la salida
cajas de cartón llenas de dinero y me tocó informar a Eddie de que
abandonábamos la misión.
—Tenía que haberme guardado una granada
—dijo—. Siempre hay que estar preparado para lo imprevisto; es la
manera de llevar a cabo una misión.
A las tres y cuarto salíamos del banco.
Cargamos las cajas en la furgoneta y Joe, Phil y yo nos dirigimos a
casa de los Dombey; allí las descargamos en el sótano, en el
pasadizo de Vassacapa. Cuando acabábamos, llegaron Jerry, Billy y
Eddie en un coche que acababan de robar. Joe cogió la furgoneta
para devolverla, Phil el coche robado para dejarlo por ahí y los
demás gateamos por el túnel hacia el gimnasio, dejando las cajas en
el sótano de los Dombey.
Y así fue como participé en el atraco a un
banco.