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Estábamos Phil y yo junto a la media puerta con repisa mirando las evoluciones de los que jugaban al baloncesto. En las últimas semanas nos habíamos ido haciendo más amigos y él se iba sincerando, creo que, más que nada, debido a que yo no había corrido a contar a la dirección lo del túnel del almacén de deportes.
¿Por qué iba a hacerlo? No ganaba nada y podía perderlo todo. Además de la sorpresa de que muy pronto yo mismo utilizaría el túnel, estaba la agradable seguridad de mi asociación con Phil y sus compinches. Ahora formaba parte de uno de los grupos contra los que me había prevenido Peter Corsé; era miembro del grupo en público, en el patio o en el comedor, y compartía su misma fama. Hasta podía ducharme un lunes o un jueves si quería sin que ningún marica me pusiera la mano encima.
Phil y yo hablábamos de esto y lo otro cuando llegó Eddie Troyn con su uniforme de preso más limpio y planchado que nunca. Eddie había sido oficial del Ejército y era tan acérrimo partidario de la pulcritud militar que parecía un maniquí vestido de la sección de deportes de un gran almacén. Era el tipo que yo había visto d$ paisano el primer día.
—Hola, Eddie. —En las dos últimas semanas había conocido a los siete presos del túnel y ellos, con cierta reticencia, me conocían y me aceptaban, aunque ninguno tenía tanta amistad conmigo como Phil Giffin y Jerry Bogentrodder.
—Hola, Harry —contestó, añadiendo «gracias» cuando yo le franqueé la puerta—. Voy a atravesar —dijo dirigiéndose a Phil; era la contraseña de que se servían para decirse que iban a utilizar el túnel.
—Te acompaño —dijo Phil—, Harry, vuelvo en seguida.
—Bien.
Desaparecieron entre las cajas y las estanterías y yo me quedé contemplando a los jugadores de baloncesto. Figura número ocho, con el cesto en el centro. Uno salta desde la derecha, coge el balón, se acerca al cesto y lanza, mientras otro salta desde la izquierda, lo coge al rebote, se lo pasa al siguiente que salta desde la derecha. El de la derecha se pone a la cola de los de la izquierda, y el de la izquierda...
Me dormía. Era algo hipnótico, simétrico, monótono, fluido, lento, rítmico...
Iba a dormirme de nuevo. Miré alrededor y vi que Phil había dejado encima de la repisa el paquete de cigarrillos y las cerillas. Cogí un cigarrillo y una cerilla, y hundí esta última hasta más allá de la cabeza dentro del cigarrillo; la hundí más con otra cerilla para que la cabeza quedara a dos centímetros de la punta. Tiré la segunda cerilla, saqué una docena más de pitillos, coloqué el manipulado al fondo del paquete y puse los otros delante. Después lo dejé todo como estaba.
Mientras preparaba la broma pensaba en lo que Phil me había contado del túnel. El primero que lo utilizó, Vassacapa, no pudo guardar el secreto para él solo. Tuvo que compartirlo con otros cuantos de los privilegiados, y así ya desde el principio el túnel tuvo varios usuarios, pero ninguno de los que lo utilizaban tenía interés en fugarse, ni en hacer ninguna tontería que les descubriese. Eran condenados con penas cortas como Vassacapa, u ocupaban un alto rango en la categoría de privilegiados, con tantas facilidades y ventajas dentro de la cárcel que no querían arriesgarse a perder su posición.
Vassacapa, en los dos últimos meses de cárcel, llegó a tener un empleo de media jornada en un supermercado como ayudante del encargado. Cuando le llegó la libertad, siguió trabajando en él a plena dedicación y, por supuesto, continuó viviendo en la casa del otro extremo del túnel. Sus ex compañeros reclusos no dejaron de utilizar el túnel y él construyó una entrada independiente desde el acceso a su casa hasta el sótano, para que pudieran pasar cuando quisieran sin molestarle a él y a su familia.
Cuando, tres años antes, Vassacapa murió, la viuda decidió vender la casa para irse a vivir con una hija casada en San Diego. Conforme pasaban los años y los usuarios del túnel iban cumpliendo su condena, los reemplazaban otros condenados que ellos elegían democráticamente, como en una asociación. Cuando la viuda les comunicó sus planes, comprendieron que no podían permitir que un desconocido comprara la casa, aunque lamentablemente ninguno de ellos tenía dinero, ni crédito para adquirirla. Lo que hicieron fue unir sus recursos individuales y comprar la casa entre todos. La mujer de uno de ellos (Bob Dombey, aquel bizco que yo había visto salir del cuarto de los armarios) vino desde Troy, Nueva York, para hacerse cargo de la compra a su nombre, y ahora vivía en ella.
Adoptaron el acuerdo de que el grupo era el propietario de la casa y que cualquier socio que cumpliera condena y saliera en libertad renunciase a su parte a cambio de reintegro del dinero invertido. En principio habían contribuido cada uno con dos mil trescientos dólares, por lo que, cada vez que quedaba un preso en libertad, el grupo le devolvía la suma, que a su vez aportaba el recluso que le sustituía. Si moría un recluso, cosa que había sucedido dos veces (por causas naturales), el recién llegado pagaba los dos mil trescientos dólares, que se remitían sin ninguna explicación al pariente más próximo del finado. Mi presencia había chafado totalmente la perfecta organización. Al recluso a quien yo sustituí, un incendiario profesional que había conseguido la libertad condicional, le habían devuelto los dos mil trescientos dólares, pero a mí no podían reclamármelos sin que antes el grupo decidiera mi incorporación como socio, pero ninguno estaba muy convencido. Mi caso era una imposición del alcaide y casi todos lo aceptaban de mala gana.
Así que no sabían qué diablos iban a hacer. Ni yo. Y entretanto sólo me quedaba esperar; estarme callado y esperar lo mejor.
Si al menos supiera qué era lo mejor. La idea de cruzar el túnel me había gustado en principio, me había excitado; pero la idea de formar parte de aquel contubernio, me aterraba.
Era una situación que replanteaba mi dilema de siempre: ¿Era una persona buena o mala? Un delincuente profesional curtido se uniría sin escrúpulos a los usuarios, pagaría su parte y viviría satisfecho con su código al margen de la ley. Un hombre realmente honrado, partidario del perfeccionamiento social y de su propia rehabilitación, habría ido a decírselo todo al alcaide a la primera ocasión. Pero yo me encontraba en una postura ambigua, indeciso, y no había hecho nada esperando que las cosas se arreglaran por sí solas.
Phil estuvo unos diez minutos con Eddie Troyn; cuando regresó, los del baloncesto seguían repitiendo hasta la saciedad el mismo entrenamiento, y yo continuaba reflexionando sobre mi situación. Phil volvía con Max Nolan.
—Max puede quedarse en la puerta un rato. Ven conmigo.
—Bien —contesté—. Hola, Max.
Nolan me saludó con la cabeza, ni amistoso ni hostil. Era un tipo musculoso, con algo de barriga, de unos treinta años, que parecía más un agitador callejero universitario que un delincuente profesional. Llevaba una espesa cabellera color castaño más larga de lo que permite el reglamento penitenciario y un gran bigote caído; cumplía una condena de diez a veinte por diversos tipos de hurto mayor. En realidad, Max había empezado como radical universitario, las dos primeras veces fue a la cárcel por participar en manifestaciones pacifistas, y de ahí había pasado a asuntos de drogas, graduándose después en robos con escalo y uso de tarjetas de crédito robadas.
Actualmente se produce en las cárceles una curiosa tendencia bipolar por el hecho de que cada vez encierran a mayor número de radicales sentenciados por drogas o política. Los rebeldes radicalizan a los delincuentes, por eso se han producido recientemente tantos motines y huelgas de presos, y, a su vez, los delincuentes pervierten a los radicales. Un graduado universitario que ingresa en la cárcel por fumar marihuana o tirar una bomba contra un centro de reclutamiento del Ejército, sale a la calle perfectamente calificado para forzar puertas de apartamentos y cajas de caudales. En pocos años puede producirse una desagradable sorpresa.
Bien. Max era una de esas personas de la nueva generación que llevaba tres años en Stonevelt y se las había arreglado para congraciarse en seguida con ambos sistemas: el oficial, dirigido por el alcaide, y el oficioso, impuesto por los privilegiados. «Es como el colegio —me dijo en cierta ocasión—, te chivas a los profes y te llevas bien con tus compañeros.»
Pero me lo dijo cuando me tenía confianza. En aquel momento se limitaba a saludarme con la cabeza cuando yo le decía hola. Así que me alejé con Phil, quien me condujo hasta el cuarto de los armarios de la parte trasera del edificio, en donde nos esperaban otros tres reclusos en los bancos y apoyados en los armarios.
Me quedé de piedra al verles. Eran Eddie Troyn, Joe Maslocki y Billy Glinn. Joe Maslocki era un ex boxeador de peso medio que cumplía condena por homicidio, un tiazo de rostro destrozado y cuerpo rechoncho; era t segundo que había visto salir del cuarto e primer día de mi llegada al almacén, aquel a quien me había sentido obligado a llamar «señor». Billy Glinn era sencillamente un monstruo, un ser cuyo único propósito en la vida era destruir gente con sus manos desnudas No era tan alto ni tan grueso como Jerry Bogentrodder, pero daba la impresión de ser mucho más fuerte y malvado. Parecía mas «denso» que la mayoría de los seres huma nos, como si hubiera nacido en algún plañe ta más grande y pesado. Quizá en Saturno.
Inmediatamente comprendí que habían decidido la solución a mi problema, y les miré angustiado de hito en hito, tratando de averiguar qué habían decidido. Pero inútilmente. Billy Glinn tenía el mismo aspecto de máquina de matar de siempre, la actitud de Maslocki era la de un boxeador de peso medio entre dos asaltos, Eddie Tryon se mostraba más castrense y despreciativo que nunca.
Cuando Phil me tocó en el brazo di un salto como si en vez de tocarme con el dedo hubiera recibido una descarga eléctrica; me lo quedé mirando mientras él me señalaba algo diciendo:
—Ponte eso, Harry.
Miré lo que señalaba y, en el banco, vi un montón de ropa de paisano. Sentí un gran desahogo y sonreí.
—Voy a cruzar, ¿no?
—Exacto —me contestó, y al mirar los rostros de los demás vi que sonreían. Me habían aceptado.
La ropa eran unos pantalones marrón claro arrugados, una camisa de franela a cuadros verdes, un suéter verde con cuello en V y sobacos rotos, y una cazadora de tela reversible, con cremallera, azul por un lado y marrón por el otro.
—Es lo mejor que hemos encontrado —añadió Phil, mientras yo me vestía.
—Está muy bien. i Perfecto —contesté. Y lo estaba; cualquier cosa que no sean los pantalones de dril y la camisa azul de preso está más que bien.
Mientras daba la vuelta a la cazadora reversible pensando en que al conjunto le iría mejor el marrón, me asaltó de repente una idea. ¿Y si habían optado por la otra solución? ¿Y si en realidad no habían decidido aceptarme y me iban a quitar de en medio? ¿Qué mejor modo de despachar a alguien que sacarle de la cárcel, para llevarlo directamente a la fosa a pegarle un tiro, cortarle el gaznate, o que Billy Glinn lo deshaga?
Miré sus caras mientras ganaba tiempo manoseando la cazadora. Sí, todos sonreían, pero ¿eran realmente sonrisas amistosas? la de Phil Giffin, por ejemplo, ¿era de compañerismo o de fariseo? Y la de Eddie Troyn, ¿era tan forzada por el hecho de no ser un gesto castrense, o porque era auténticamente falsa? Y esa mueca de Billy Glinn, ¿era un gesto de amistad o un gruñido premonitorio?
—¿Estás listo, Harry? —preguntó Phil.
Cielos, ¡no! No estaba listo. Pero ¿qué podía hacer? ¿Suplicarles, prometerles silencio eterno si me dejaban vivo? Estaba dispuesto a poner yo mismo una navaja en mi colchoneta antes de una inspección. Haría lo que quisieran.
Pestañeé, me humedecí los labios y estaba a punto de hablar cuando Joe Maslocki dijo:
—¿Te va, no, Harry, salir del muro?
Amistad; no podía ser otra cosa. Me aceptaban.
—Naturalmente. Claro —contesté mientras me enfundaba la cazadora.