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Celebramos reunión en la sala de trofeos
para comentar los acontecimientos.
La sala de trofeos era una pieza contigua a
la zona de almacén, junto a la cancha de baloncesto, un gran
rectángulo con vitrinas llenas de trofeos ganados por los equipos
de la cárcel en partidos de liga contra otros equipos de
aficionados de fuera de la cárcel. También había en las paredes,
enmarcadas con cristal, camisas de uniformes con su número
correspondiente, conservadas en honor a los atletas más destacados;
allí estaba la 2958317, y al lado la del inigualable corredor de
una milla en cuatro minutos, el 4611502 de Stonevelt.
La mayor parte de la habitación la ocupaba
una gran mesa de lectura con doce sillas. Allí solían darse las
instrucciones previas antes del partido y se discutía el resultado
de los encuentros, en medio de aquellos objetos, mudos testigos de
las viejas glorias, para crear un ambiente estimulante. Ahora
estábamos en la misma situación que después de un partido perdido
de mala manera. Con la diferencia de que ninguno hacia discursos.
Todos estábamos alicaídos, y yo tuve que recordarme a mi mismo que
debía representar un papel:
—Cuando vi aquel jodido coche patrulla
frente al banco de los cojones, no me lo acababa de creer —dijo Joe
Maslocki.
—Cuando regresasteis y os vi las caras —dijo
Dombey—, en seguida me imaginé que algo había fallado.
Billy Glinn hizo crujir sus nudillos. Billy
nunca hablaba mucho en las reuniones, pero hacía crujir los
nudillos una barbaridad, y a mí no me gustaba nada aquel sonido.
¿Por qué no se estaría quieto?
—Bombas fétidas —dijo Phil. Lo decía cada
diez minutos aproximadamente y cada vez me sonaba peor que la
anterior.
—En la Marina había muchos bromistas
habituales —dijo Eddie serio—. Los muchachos sabían tratarles
adecuadamente.
Como yo no quería saber lo que los muchachos
hacían con ellos, dije:
—Es una verdadera lástima, ni más ni menos;
tanto preparativo para nada.
—Para nada, no —dijo Max—, Todavía lo
podemos hacer, Harry.
—¿Quéee? —exclamé—, Pero si mañana ya se
pagan las nóminas y no quedará nada en el banco.
—Habrá más —contestó Max.
—Exacto —dijo Jerry—. A finales de mes. lo
mismo. Otras dos semanas de nómina.
—Pero sin toda la pasta extra de Navidad, ni
los regalos de empresa —repliqué yo.
Billy hizo crujir sus nudillos.
—De todas maneras, habrá mucho. No habrá
tanto, pero lo suficiente —dijo Joe.
¿Es que iba a tener que pasar otra vez por
todo?
—Estupendo —dije, mientras Billy hacía
crujir de nuevo sus articulaciones.
—Tenemos el láser —dijo Max—. Tenemos la
máquina de escribir, el uniforme de Eddie y la llave de la
furgoneta. Tenemos las armas. Lo tenemos todo.
—Lo escondemos y lo intentamos de nuevo
dentro de dos semanas —dijo Joe.
—Fantástico.
—La concepción de la operación no se echa a
perder —dijo Eddie—. No es la primera vez en la historia que se
pospone una incursión por circunstancias imprevistas.
Billy volvió a hacer crujir los
nudillos.
—Circunstancias imprevistas —repitió Jerry
lacónico.
—Bombas fétidas —dijo Phil. Esta vez había
tanta repulsa en su voz que casi pensé que iba a vomitar en la
mesa.
—No hay nada peor que un bromista habitual
—dijo Bob Dombey.
—Y que lo digas —añadió Joe.
—Una vez, en Nueva York —dijo Bob—. bajaba
por Madison Avenue y se me para un individuo de aspecto
irreprochable, con traje y corbata, a preguntarme si le podía
ayudar un momento. Le contesté que ni hablar. Levaba un cordel en
la mano y me dijo que era el arquitecto encargado de remozar la
facha da de la tienda de la esquina y que si poca aguantar el
extremo del cordel en la pared del comercio, mientras él medía la
distancia que había hasta la esquina. Dijo que tena prisa y que su
ayudante debía de retrasarse por el tráfico y por eso recurría a
mí. Le dije que bueno.
—Yo le hubiera mandado a freír espárragos
—dijo Joe.
—Es que era muy persuasivo —replicó Bob—.
Sujeté la cuerda y él se dirigió a la esquina con el otro extremo.
Era la hora de la comida y pasaba mucha gente, y yo piqué.
—¿Qué pasó —preguntó Jerry.
—Debí de estar allí plantado unos cinco
minutos, que ya es tiempo cuando estás de pie en plena calle con un
trozo de cordel en la mano y la gente tropieza contigo
constantemente. Empecé a sentirme como un imbécil, y al final
decidí dar la vuelta a la esquina siguiendo la cuerda, y allí me
encuentro con un desconocido que lleva un maletín.
—¿Quién era, el ayudante? —preguntó
Max.
—Otro incauto como yo —replicó Bob—. Tuvimos
una agarrada hasta que vimos que nos habían tomado el pelo a los
dos, llegamos a gritarnos y la gente nos hizo corro.
Era difícil imaginarse a la comadreja de Bob
Dombey gritándole a alguien que llevara una cartera, pero pudo
haber sucedido.
El rostro de Bob estaba rojo de indignación
por el mero recuerdo, y hasta parecía crispado.
—No lo entiendo. ¿Qué pasó? —preguntó
Jerry.
—Aquel tipo nos la había jugado a los
dos.
—¿Qué tipo? —la cara de Jerry era como una
patata arrugada, construida por el esfuerzo mental—, ¿el de la
cartera?
Bob negó con la cabeza.
—¡No, el primero! A mí me lió con su rollo y
luego se fue al otro lado de la esquina y le contó lo mismo al de
la cartera, cuando nos tuvo a los dos con la cuerda agarrada, se
las piró.
—Pues no lo entiendo —dijo Jerry sacudiendo
la cabeza.
—¿Y para qué? ¿Qué sacaba?
Pensé que por el giro que tomaba la
conversación podía intervenir sin riesgo.
—Los bromistas habituales no buscan nada
—dije—. No hay nada que explicar. Lo hacen por hacerlo.
Jerry volvió hacia mí su cara
arrugada.
—¿Cómo? ¿Lo hacen sólo para
divertirse?
—Exacto.
—Pero ¿qué diversión hay? —dijo volviéndose
hacia Bob—, ¿El tipo ese se quedó a ver qué pasaba?
—No —contestó Bob—. Se largó por las
buenas.
Volví a intervenir.
—Los bromistas habituales no están presentes
cuando ocurre la broma; en realidad, la mayoría prefiere poner
tierra por medio. Ponen la bomba y se las piran.
—Como las bombas fétidas —comentó Bill, con
cara de asco.
—Exacto —dije mientras Bill hacía crujir los
nudillos.
Hubiera dado algo porque no lo
hiciera.
—Pues aquí mismo, en la cárcel —dijo Max—,
tenemos uno de esos pájaros.
—¿Ah, sí, quién? —preguntó Jerry,
volviéndose hacia él.
—Eso quisiera saber yo —comentó Max.
—El cabrón puso plástico transparente en uno
de los retretes de la galería C.
Billy volvió a hacer crujir los
nudillos.
—No habría sido tan asqueroso —continuó Max—
si sólo hubiera ido a mear.
Cerré los ojos y oí crujir los nudillos de
Billy. Sonaban como piedras que caen al iniciarse un alud. Y yo
debajo.
—Hace un par de semanas me explotó un
cigarrillo en plena cara —dijo Joe, rememorando el hecho—. Pensé
que era cosa del tabaco. ¿Sería el mismo tipo?
Abrí los ojos. No podía llamar la atención.
Permanecí mirando la camiseta del 4611502. «Sé como él —me dije—.
Sé intrépido. Impertérrito. Disponte a correr la milla en cuatro
minutos.»
—A mi —estaba diciendo Phil a Joe— también
me explotó un cigarrillo y me llevé un buen susto.
—Te digo que tenemos a uno de esos pájaros
chistosos aquí dentro.
«Tengo que participar —pensé—. Tengo que
disipar sospechas. Tengo que hacerlo ahora mismo. Ahora, porque si
tardo, sólo conseguiré atraer sospechas.» Abrí la boca. ¿Qué diría?
Nada de grupos sanguíneos.
—A mí también me la pegó —dije.
Todos se me quedaron mirando y Billy hizo
crujir los nudillos.
—¿Cómo, Harry? —preguntó Joe.
—En el comedor —dije—. Había cambiado el
azúcar por la sal y me llené de azúcar el puré de patatas...
—Así que eso es lo que me pasó a mí con el
café aquel día... —dijo Jerry, con los ojos brillantes por el feliz
descubrimiento.
—Y con los huevos —dijo Bob.
—Y con mis copos de maíz —añadió
Eddie.
Max comentó:
—Me gustaría echarle el guante a ese
cabronazo.
—A quien a mí me gustaría agarrar —dijo
Phil— es al de la ciudad y sus malditas bombas fétidas.
—Pero eso seguramente es cosa de críos —dijo
Max—, Las bombas fétidas son cosas de chicos.
—Como yo le ponga la mano encima —dijo
Phil—, ése no lo cuenta.
Billy hizo crujir los nudillos.