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La vida, del mismo modo que el Ejército, es una serie de precipitaciones y esperas. Después de aquel jaleo de diciembre y buena parte de enero, la vida se convirtió de repente en algo que casi podría denominarse placidez, pese a que una vida basada en cuatro o cinco evasiones semanales difícilmente puede calificarse de plácida, digo yo.
De cualquier modo, habíamos llegado a alcanzar cierta tranquilidad, y Dios sabe cuánto lo agradecía. El apartamento era una bendición, un rincón donde retirarse del mundo, aunque en realidad lo utilizaba menos que la casa de Marián. Pero el simple hecho de saber que lo tenía, que podía ir allí, me producía una sensación de estabilidad y seguridad.
Luego estaba Marián. Creo que lo que más me gustaba de ella era su incapacidad para tomarme en serio. Ella pensaba que era divertido que yo fuera un convicto evadido, que hubiera pasado meses sobre la cuerda floja de acontecimientos horribles. Siempre que hablaba, y especialmente cuando yo me refería triste y desolado a los graves problemas que me aquejaban, el resultado invariable era que Marián acabase riendo. ¡Cómo le encantaba reírse!
Me regaló también un libro de Paul Radin, The Trickster, sobre el ciclo mítico de los indios americanos en torno a la figura del tramposo, una especie de bromista habitual, cuyo significado simbólico rebasaba esta simple denominación, puesto que es a la vez creador y destructor, bueno y malo, útil y nocivo, y que al final del ciclo resulta rebasado por sus propios trucos y tiene que contribuir a hacer de la tierra un lugar adecuado para que viva la humanidad.
—El tramposo es la forma indiferenciada —me explicó Marián cuando terminé de leerlo—. No sabe quién, qué, ni cuál es su objetivo. Entra en conflicto con su propio brazo porque no se percata de que es parte de sí mismo. Vaga y tropieza con dificultades porque no tiene objetivos. Al final madura, adquiere conciencia, y descubre que su misión es ayudar a los seres humanos; para eso está en la tierra. Pensé que a lo mejor tú eras así, todos los bromistas habituales lo son. No han llegado a saber quiénes son, constituyen un caso de desarrollo interrumpido.
—Me parece un modo un tanto alambicado de decirme que soy infantil.
También se carcajeó de esto.
En cuanto a los atracos, de momento habían dejado de ser un problema. No es que Phil y los otros hubieran renunciado a la idea de cometer el atraco, en absoluto. Al contrario, Phil, aguijoneado por su frustración, estaba tozudamente dispuesto a llevarlo a la práctica. Y los demás le seguían. Ninguno quería abandonar el proyecto.
Pues más valdría que renunciaran, porque de repente se me habían ocurrido muchos trucos. A los tres días de la llamada por la bomba, ya tenía dos ideas, aparte de la súbita convicción de que se me ocurrirían otras. Era una tontería haber caído en la desesperación, pero ahora mi mente se hallaba fortalecida.
El próximo atraco estaba programado para el viernes veintiocho de enero, dos semanas después del intento fallido por la alarma de bomba. Yo estaba preparado de antemano, y esta vez no lo impediría actuando sobre el propio banco. El jueves por la noche, a una hora avanzada, di un paseo, me llegué hasta el lugar en que el operario de las máquinas de escribir aparcaba la furgoneta y me cebé con el pobre vehículo.
Aunque fue un acto que lamenté enormemente. No sólo porque era una especie de retroceso, de regresión a una forma de ser a la que había renunciado también por el perjuicio que causaba al operario. Pero no había más remedio; la contrariedad para él o el fin para mí.
Así que la furgoneta pagó el pato. La arena del depósito de gasolina fue una minucia comparada con los cables que arranqué, los tubos del radiador que perforé y el muelle del pedal del acelerador que escamoteé... No voy a detallar mi fechoría. Basta con decir que cuando acabé, la única posibilidad de que la furgoneta saliera del aparcamiento era una grúa. Y eso me sirvió de sugerencia para un último toque vandálico; dejé las ruedas traseras sin tuercas de sujeción. Seguro que no la remolcarían más de cincuenta metros sin que se le cayeran.
A la tarde siguiente, cuando Joe y Eddie no aparecieron a las cinco y media, Phil empezó a mirar con torva faz. Jerry, que después me confesó que había temido que le diera un ataque, se levantara, sacara la pistola y empezara a disparar contra todos llevado por la frustración, trataba de calmarle con palabras de afecto que sonaban a hueco. Así estuvo hasta las seis menos diez en que, enfrente de la cafetería, paró un taxi del que bajaron Joe y Eddie. Joe con la máquina de escribir y Eddie con su uniforme de vigilante bajo el abrigo. Phil se limitó a mirarlos a través de la ventana, asintiendo desalentado con la cabeza, sin pronunciar palabra.
—No estaba la furgoneta —dijo Joe. A continuación todos empezamos a hablar —salvo Phil, que permanecía peligrosamente callado— diciendo que la cosa no tenía remedio. Y por lo que recuerdo hubo alguien que llegó a aventurar una teoría de por qué no estaba aquel día la furgoneta en su sitio habitual.
El siguiente intento de robo tuvo lugar el lunes catorce de febrero, y yo ya tenía preparado el contraataque desde casi un mes antes, pero cuando llegó el momento no tuve necesidad de mover un solo dedo. Intervino la Providencia echándome una mano, por lo que le estoy agradecido. En el Nordeste de los Estados Unidos cayó una de esas nevadas monstruosas de las que prácticamente no se libra ningún invierno. Todo estaba cerrado aquel día, hasta los dos bancos. Los colegios también. Así que en vez de atracar bancos, me pasé el día jugando en trineo con Marián. Fue cuando descubrí que realmente puede follarse al aire libre en plena ventisca. Con un trineo debajo y una manta encima; el calor animal hace el resto. Y no hay nada como el acto sexual para generar calor.
Fue también por entonces cuando Andy Butler se enteró de que le iban a conceder la libertad. Lo denominaban acto de clemencia, pero era la misma clase de cruel resolución adoptada con Peter Corsé; echar a un hombre de la cárcel. En el caso de Andy le echaban prácticamente en plena nevada.
Todos lo sentimos, hasta los guardianes y el alcaide. Los presos firmaron una instancia pidiendo al gobernador del estado que permitiera a Andy quedarse, pero no se consiguió nada. El alcaide nos echó un discurso en el comedor un día que yo estaba a la hora de comer (era el único usuario del túnel presente) tratando de explicarnos los motivos por los que era imposible hacer comprender a la administración y a los jueces que había gente que quisiera seguir en la cárcel, que estaba mejor en ella y que pedía autorización para quedarse. «Es una idea que contradice las convicciones de los servidores de la ley —dijo—. Ellos están para castigaros. Y si se les dice que hay quien desea permanecer aquí, se quedarán pasmados en el mejor de los casos, o puede que se irriten.»
La mayoría de los reclusos eran individuos mucho más simples que aquello, y en vez de tratar de seguir los intrincados razonamientos del alcaide, opinaron que al cabrón no le importaba el caso, que sólo trataba de no meterse en líos y que, de cualquier modo, era su enemigo y ya se sabe.
A Andy le habían entregado un aviso comunicándole que tenía que abandonar la cárcel el sábado doce de marzo. Pero a mí personalmente me confesó una tarde que ya hacía tiempo que lo sabía.
—Supe que iba a llegarme la hora cuando avisaron a Peter Corsé. Lino de los privilegiados de la oficina me dijo confidencialmente que yo era el siguiente en la lista.
—No sabes cuánto lo siento, Andy —dije.
Sonrió, pero no con su alegría habitual.
—Hay que tomar las cosas como vienen. No será tan terrible fuera. A lo mejor me sale un trabajo de jardinero.
—No verás crecer lo que has plantado aquí.
Volvió a sonreír con cierta inquietud.
—Es igual, Harry. Sé lo que planté en otoño y lo veo mentalmente. Sé cuándo va a salir y su aspecto.
—Me las arreglaré para que alguien saque una foto y te la mando —dijo.
—Gracias, Harry.
Tengo que admitir que mi insistencia sobre lo del jardín estaba motivada sólo en parte por mi simpatía hacia Andy. Porque su marcha significaba también que en primavera no me trasladarían del gimnasio para hacerme su ayudante. Su liberación me salvaba la vida que había proyectado, y aunque realmente lo sentí por él, tengo que admitir que para mi fue un alivio.
Luego estaba lo del atraco. El próximo intento era el viernes veinticinco de febrero. Era el sexto conato, y por mis conversaciones con los otros me pareció que el consenso se había escindido en dos bandos: los tozudos y fatalistas y los dispuestos a dejarlo y pensar otro golpe. Phil era el líder de los tozudos y Max el más destacado entre los derrotados, mientras que el resto se alineaba tras uno u otro respectivamente.
Eddie Troyn estaba claramente de parte de Phil, por supuesto, pues ya se había manifestado en el sentido de que nunca se abandona una misión. También Billy Glinn estaba con Phil, pero en su caso creo que era porque su limitada capacidad de percepción, le impedía darse cuenta al mismo nivel que los demás de la gran frustración que suponía aferrarse a aquella idea.
En el bando contrario, Jerry era casi tan derrotista como Max, y yo mismo me permitía de vez en cuando un comentario sobre mis dudas respecto a la conveniencia de persistir en el atraco, en vista de aquella mala suerte. Ni Bob Dombey ni Joe Maslocki se avenían a pronunciarse sobre el tema, pero creíamos que Joe se inclinaba por el criterio de Phil y Bob por el de Max.
La división era exacta. Cuatro contra cuatro. Pero aunque no hubiera existido ese equilibrio, aunque hubiera habido siete contra uno, y éste hubiera sido Phil, estoy convencido de que su determinación, su tozudez de muía, para no renunciar al proyecto, nos habría arrastrado a los demás. Phil tenía que atracar los bancos y, ¡maldita sea!, nada se lo impediría.
Debo admitir que de vez en cuando me venía a la mente la idea de obsequiar a Phil Giffin con el tipo de accidente que él había pensado para mí. Pero no soy de natural violento, sobre todo contra alguien tan amenazador como Phil, por eso renuncié.
Llegó el veinticinco de febrero. Era igual, estaba preparado. A primera hora del día hice una visita al Western National, el otro banco, y dejé mis paquetitos en las papeleras correspondientes.
Más bombas, sí. Pero esta vez no eran fétidas.
Humo.
Cuando, a las cinco, comenzaron a salir las primeras oleadas y unas espesas nubes de humo negro se filtraban por todas las fisuras y grietas del pseudo templo griego, cuando la enorme puerta de bronce dorado se abrió de par en par de la mano de un vigilante que no paraba de toser, y a continuación surgió por el hueco un nubarrón monolítico cual si fuera el espectro de uno de aquellos tanques de la base de Quattatunk, y, acto seguido, volvió a oírse el ulular lejano de sirenas camino del banco. Phil no perdió los estribos. Ni mucho menos.
Lo que hizo fue ponerse en pie, tranquilo, consciente de lo que hacía y se quedó junto a la mesa mirando obseso por la ventana los nubarrones de humo que ya tapaban toda la acera de enfrente, para musitar pausadamente, con una mueca atroz:
—Me voy a cargar esos bancos. Os lo juro y se lo juro a ellos, lo juro por Dios y por los santos, y se lo juro a quien quiera oírlo. No me rindo. Voy a venir aquí dos veces al mes, todos los meses, durante el resto de mi vida si es necesario, y ¡maldita sea!, vosotros vais a acompañarme. Y alguna vez atracaré esos bancos. Bien lo sabe Dios.
Tras lo cual, se dirigió directamente a la cárcel y permaneció tres días metido en su litera. Pero todos sabíamos que el catorce de marzo estaría en la cafetería.
Al margen de mi creciente terror hacia Phil, otra vez se me habían agotado los recursos.