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A las tres en punto ya estaba Eddie en la cafetería sentado en una mesa situada junto a la luna que daba al banco. Cuando me senté enfrente de él, miró su reloj:
—Cuatro minutos tarde.
—Compruebo —dije echando un vistazo al mío que marcaba las tres en punto.
—¿Te haces cargo de la misión? —preguntó mirando hacia la calle.
—No.
Me miró con gesto contrariado y siguió observando la calle. Para él todo el mundo es un desastre.
—La comunicación en este equipo no tiene remedio —dijo.
—Nadie me ha dicho nada.
—Vigilamos el Fiduciary Federal —explicó—. Apuntamos todo lo que sucede entre la hora de fierre y la salida del último empleado.
Miré hacia el Fiduciary Federal y, a través de sus grandes ventanales, vi que aún había gente. Tras las puertas, en su mayor parte de vidrio, había un vigilante que las abría conforme los clientes acababan su gestión.
—Bien.
—No hay que contar los clientes —añadió.
—¡Ah!
Apartó la mirada justo lo necesario para empujar hacia mí un cuadernito y un bolígrafo.
—Escribe lo que yo te dicte. Nos turnamos cada quince minutos.
—Vale.
Abrí el cuadernillo y levanté el bolígrafo, pero no pasó nada. Yo miraba a Eddie y Eddie miraba el banco, sin que sucediera nada. Al cabo de un rato tenía los dedos entumecidos y dejé el bolígrafo en la mesa. Al cabo de otro rato empezaron a llorarme los ojos, aparté la vista de Eddie y miré al otro lado de la calle, hacia el banco.
Al cabo de diez minutos se acercó un camarero. Era un estudiante de esos que trabajan por las tardes, no muy identificado con su profesión. Tardó un buen rato en entender que queríamos dos tazas de café, y cuando se alejó yo estaba firmemente convencido de que no volveríamos a verle. Con o sin café.
Como lugar para hacer una comida rápida, la cafetería no era desde luego lo mejor del mundo, pero como puesto de observación sin hacerse notar, era ideal. Podríamos habernos prendido fuego a lo bonzo sin llamar la atención del camarero.
A las tres y cuarto dije que me tocaba a mí y, como ya estaba mirando hacia el banco, no tuve que hacer nada más para encargarme de la vigilancia.
Con mi visión periférica comprobé que Eddie se hacía cargo del bloc y del bolígrafo.
Era muy aburrido. En parte por hacer algo, y en parte porque sentía un interés morboso por conocer detalles del delito en el que iba a participar, cuando transcurrieron unos minutos, le pregunté a Eddie:
—Pero ¿cómo vamos a hacerlo? Esos bancos son inexpugnables.
—¿No te han explicado el plan?
—Como tú dices —declaré mientras observaba que no sucedía nada en los bancos de enfrente—, la comunicación no es la mejor virtud del equipo.
Le oí decir con voz vacilante:
—Operamos básicamente sobre el esquema de ir informándonos sobre la marcha.
Me lo quedé mirando.
—Soy miembro de la banda, ¿no?
—Vigila el banco —contestó.
Vigilé el banco. El último cliente había salido hacía diez minutos y desde entonces no había pasado nada más.
—Soy miembro de la banda, ¿no? —repetí.
—Claro —dijo—. Todos somos del mismo equipo.
—Entonces quiero estar informado.
—Seguramente tienes razón —dijo, y advertí que estaba .a punto de adoptar una decisión firme y expeditiva—. Muy bien. Empezaremos con una entrada no autorizada en el Fiduciary Federal después de la hora de cierre.
—¿Cómo lo hacemos?
—Esta vigilancia rutinaria nos sirve para encontrar la solución.
A veces costaba trabajo comprender de inmediato el significado de lo que decia Eddie. Por el prisma militar con que veía el mundo, muchas veces su conversación resultaba chocante. Pero muy precisa. Pensando en lo que acababa de decir, llegué al meollo de la cuestión, al grano, y de repente comprendí que la banda aún no sabía cómo íbamos a entrar en aquel banco.
Floreció en mí la esperanza, a destiempo.
—Una vez que logremos el acceso al banco, diremos al personal que quede que telefonee a su casa para alegar que hay una auditoría inesperada y tienen que quedarse a trabajar, posiblemente toda la noche.
Asentí con la cabeza. Del banco no salía nadie. Dentro, los empleados seguían atareados en las Operaciones de cierre habituales.
—Luego induciremos al empleado más veterano a que abra la caja.
No me gustaba la palabra «inducir».
—No puedes vigilar el banco con los ojos cerrados —dijo Eddie.
Los abrí.
—Pestañeaba —dije—. Se cansan los ojos de tanto mirar.
—Te quedan cuatro minutos del turno —contestó.
—Bien. ¿Y el otro banco?
—Tu vigila el Fiduciary Federal.
—No, quiero decir el atraco. ¿Cómo entraremos en el Western National?
—Ah —dijo—. Es el broche del plan. Es cosa de Joe Maslocki.
—Estupendo —dije, con mudas maldiciones para Joe Maslocki.
—Cuando construyeron el Fiduciary Federal hace siete años —prosiguió Eddie—, hubo que hacer un cortocircuito en parte del sistema de alarma del muro del Western National.
Fruncí el ceño, pero sin olvidarme de seguir mirando el banco:
—¿Cómo lo sabéis?
—Nuestro equipo —dijo Eddie— cuenta con amistades en el ramo local de la construcción. Ya sabes que así fue como se construyó el túnel.
—Es verdad.
—Silencio radiofónico —dijo.
No pude evitarlo; aparté la vista del banco y me quedé mirándole perplejo.
—¿Quéee?
El hizo un gesto significativo con la cabeza y volví la vista a mi izquierda. ¡Maldita sea!, en aquel preciso momento llegaba el camarero con los cafés. Los dejó sobre la mesa sin mirarnos y se quedó unos segundos contemplándolos pensativo, para marcharse indeciso como un barquito de papel a la deriva en un estanque.
Volví a mirar al banco.
—La caja fuerte del Western National está a prueba de perforación por todos lados salvo por la parte común con la del Fiduciary, porque las dos tienen un muro común y un sistema de alarma común salvo en ese muro.
—¡Ah! —exclamé viendo lo que se me venía encima.
—Cuando hayamos perforado la caja del Fiduciary Federal —prosiguió—, nos encontraremos en la retaguardia de la del Western National. Haremos un agujero en el muro de caja a caja.
—¡Ya! —exclamé, pensando que de todas formas las cajas de los bancos, con o sin sistema de alarma, tienen paredes muy gruesas y sólidas.
—¿Cuánto se tarda en hacer el túnel?
—Quizá tres horas.
Me lo quedé mirando.
—Te relevo —me dijo, mientras volvía a vigilar el banco tras pasarme bloc y bolígrafo.
Cogí el bolígrafo y, como no había nada que escribir, lo dejé en la mesa.
—¿Tres horas? Pensaba que se tardaría más.
—Con el láser no —contestó.
—¿El láser?
—El que cojamos en Camp Quattatunk.
—Camp Quattatunk —repetí.
—La base militar —prosiguió, como si con eso todo quedara claro.
Recordé que había oído que en las cercanías de la ciudad había una base militar, pero era la primera vez que oía el nombre. Y allí íbamos a «coger» un láser.
—Un láser. Una de esas máquinas que lanzan rayos, ¿no?
—Claro.
—Y vamos a coger una en la base militar.
—Sí.
—¿Cómo?
—Robándola.
Claro.
—Vamos a robar en la base militar para poder robar en dos bancos.
—Eso es —dijo.
Eso es.
—¿Cuándo daremos el golpe en la base militar?
—La noche antes de los bancos.
El lunes trece de diciembre. Dos semanas y media a partir de la fecha. Cogí el café y, al tomar un sorbo, conocí mi futuro: frío, insulso, flojo y no muy dulce.
—Salida de dos empleadas femeninas —dijo Eddie—, a las tres treinta y siete.
Miré el reloj: tres treinta y tres.
—Comprobado —dije y escribí en el bloc: «2 emp. fem. sal. 3:37.» A continuación miré hacia la calle y vi a dos chicas con chaquetones que se alejaban del banco y al vigilante cerrando la puerta tras ellas.
Si al menos fuera más difícil entrar... O más fácil.
No quise pensar en absoluto en la base militar.