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Contemplar a la banda organizando las
distintas fases del atraco tenía para mí una cierta fascinación
morbosa. Sin duda la misma que existe para el condenado que desde
su celda contempla cómo levantan el patíbulo.
Los días siguientes viví en un estado de
terror difuso y de interés fatalista combinados. Todas las
películas de aventuras que había visto durante mi vida me inducían
a pensar que un atraco es un asunto complicado, y, sin embargo, en
las películas siempre se las arreglaban para allanar dificultades;
y si una banda necesita un camión, una centrifugadora o un listín
de teléfonos de Varsovia, lo consiguen entre una escena y otra
cuando uno no está atento. La realidad que yo estaba viviendo
resultó ser igualmente complicada, pero mucho más difícil.
El asunto lo constituían numerosos
elementos. O encontrábamos el modo de hacernos con una furgoneta de
Dos Ciudades la tarde del atraco, o había que robar una furgoneta
Ford y rotularla y pintarla con el nombre de la firma.
Necesitábamos un uniforme para Eddie Troyn igual que el que vestían
los vigilantes del banco. Había que localizar señas y teléfonos de
los empleados que salían más tarde para evitar la posibilidad de
que alguno nos engañara y telefoneara a la comisaría en vez de a su
casa. Había que afanar una máquina de escribir en algún sitio, para
entrar con ella en el banco, y del mismo color e igual modelo que
las que allí usaban.
Luego estaba el láser. Que era otro atraco
en sí, más importante que el del banco. Y en realidad mucho más
peligroso. Empezó a parecerme que entrar en un banco para atracar
era un asunto de niños en comparación con entrar en un arsenal
militar protegido por soldados de guardia armados con fusiles. Camp
Quattatunk tenía que ser vigilado, conseguir más uniformes,
establecer la exacta localización del láser, disponer de un
vehículo para la huida y organizar todo un plan de actuación.
Resultó que Phil Giffin, Joe Maslocki, Billy
Glinn y Jerry Bogentrodder eran expertos en este tipo de trabajo;
en realidad eran profesionales. Phil y Billy estaban en Stonevelt
por culpa de golpes fallidos, otra eventualidad nada halagüeña,
mientras que Joe y Jerry por actividades al margen de sus carreras
profesionales: Joe por homicidio durante una pelea mantenida en un
bar y Jerry por repetida falsificación de cheques. Las
calificaciones profesionales de Max Nolan estaban más en la línea
del robo con escalo y hurto de tarjetas de crédito, y Bob Dombey
resultó ser un consumado falsificador. Nunca se llegó a saber por
qué estaba allí Eddie Troyn. En cuanto a mí, me tocaba desempeñar
el papel de malhechor común, un maleante habitual con mayor lustre
social y educativo que la mayoría de ellos. Todos los miembros del
grupo eran partidarios de la teoría de que los tipos más duros son
los que menos fanfarronean, con lo cual supongo que me convertía en
el más duro de los que hubieran conocido en su vida. Yo no
fanfarroneaba nada.
Pero en los preparativos del golpe desempeñé
un papel de importancia. Una tarde seguí los pasos de la secretaria
del director del banco para descubrir su dirección, y luego merodeé
por las inmediaciones para leer el apellido en el buzón. No asistí
a la compra de la cámara Minox que hizo Max Nolan con una tarjeta
de crédito robada, pero fui testigo supernumerario de los
interminables conatos fotográficos de Phil Giffin en el interior
del banco. Yo le acompañaba para taparle, aunque después él se
quejara de que casi siempre le tapaba el encuadre. Cuando revelamos
las fotos había tres o cuatro estupendos primeros planos míos, pero
Phil no me dio copia y no consideré oportuno pedírselas, por eso no
las tengo.
También estuve presente una noche que Max
Nolan forzó la puerta de una tienda para robar una máquina de
escribir eléctrica, una Smith-Corona de color beige, y él mismo
comentó que yo había actuado con tanta naturalidad y eficacia en la
chapuza, que me eligió para compañero dos noches después cuando
entró en el almacén de uniformes de la Marina y el Ejército para
robar unos cuantos. Mientras yo vigilaba fuera, en la calle, viendo
el foco de la linterna bailar dentro de los comercios, agachándome
cuando pasaba algún coche, temblaba y me castañeteaban los dientes,
y no precisamente de frío.
Durante aquellos días, mis esfuerzos por
rehabilitarme como bromista habitual decayeron del todo. Los trucos
y jugarretas se me ocurrían como si se tratara de un tic nervioso,
y mis compañeros sufrieron una verdadera plaga. Levantaban una taza
de café y no tenia fondo, echaban azúcar y era sal. Los pasillos
estaban surcados por cordeles a la altura de los tobillos. Vi que
en las duchas podía intercambiarse el agua fría y la caliente y lo
llevé a la práctica un jueves por la mañana, justo cuando actuaban
los maricas. Los bancos del comedor se mantenían en pie por medio
de tornillos añojados, y cuando la gente se sentaba se hundían
entre crujidos y exclamaciones. Taponaba los grifos para que al
salir el agua, en vez de caer en el lavabo salpicara al cinto del
que lo abría. Hubo suelos engrasados, picaportes enjabonados, asas
de la jarras de leche del comedor untadas con mantequilla. En una
ocasión, una de aquellas jarras llena de leche se escapó de la mano
del que la cogía, surcó los aires, pasó por encima del de enfrente
y fue a aterrizar en un plato de judías verdes de la mesa de al
lado.
Naturalmente se produjeron peleas,
recriminaciones intempestivas, y de vez en cuando algún espíritu
avinagrado manchado de agua, tomate o clara de huevo, vociferaba
que allí había un bromista habitual, pero éramos muchos para que
mis actividades las advirtieran todos. Éramos casi siete mil, y en
toda una semana lo máximo que podía poner en práctica eran cien
bromitas y, generalmente, menos de la mitad. Y además, no todas mis
víctimas se daban cuenta de que lo habían sido deliberadamente; por
ejemplo, alguien que intentara inútilmente hacer girar el pomo
engrasado de una puerta, lo achacaba más fácilmente a la estupidez
o la guarrería del usuario anterior, en vez de pensar que alguien
lo hubiera hecho aposta.
A mis compañeros de atraco les dejé en paz.
Al principio les había gastado algunas jugarretas, pero el terror
que me inspiraba el atraco había degenerado en un miedo
generalizado hacia quienes lo iban a cometer. Por una vez decidi
ser discreto y no hacer ninguna de las mías en el gimnasio. Sólo me
faltaba que Phil Giffin, por ejemplo, empezara a buscar al bromista
clandestino y hablara con algún privilegiado de la oficina del
director que conociera mi expediente; entonces ya no tendría que
preocuparme del atraco, ni de nada más.
El sábado siguiente, tres días antes del
golpe, Max y yo tuvimos otra cita, esta vez con unas chicas que no
se llamaban Mary Edna ni Dotty, pero cuyos nombres no recuerdo, ni
tampoco su cara, qué hacían, ni ningún detalle. Vivia como una
especie de autómata obseso, incapaz de pensar en otra cosa que no
fueran las fases del atraco. Tras el clásico programa doble, ya no
recuerdo las películas, fuimos al Riviera a tomar las clásicas
hamburguesas con cerveza, y de repente me solté y empecé a contar
alegremente en voz alta chistes verdes. Yo nunca cuento chistes
verdes, y yo mismo estaba sorprendido por los muchos que sabía. La
chicas, Max, y probablemente todos los presentes, estaban pasmados,
pero yo no paraba de contar chistes, rieran o no. No tenía idea de
lo que hacía, pero ya habla perdido el control y seguí sentado como
si nada.
Al final tuve que acompañar a mi pareja a
casa. Recordando lo que me había pasado con Mary Edna, de antemano
me propuse besarla, porque no quería que se sintiera desairada o
herida. Pero cuando llegó el momento, ella me rechazó presa de
auténtico pánico y se metió en su casa sin ni siquiera decirme el
ritual «he pasado una tarde estupenda». Supuse que los chistes
verdes la habían hecho pensar que yo era un violador enloquecido.
Hubiera deseado sentir remordimientos, pero mientras caminaba hacia
casa de los Dombey, era incapaz de pensar en otra cosa que no
fueran los tres días que me faltaban para convertirme en
atracador.
Al día siguiente, cuando Max me preguntó qué
tal me había ido, me explicó que su chica se había puesto tan
cachonda con mis chistes que lo hicieron primero en un coche
aparcado que encontraron por el camino y luego en el sofá de la
sala de estar de casa de ella. Nunca se sabe.