V
Châteaubriant: Prueba sin amor ni odio
No es fácil dirimir sin pruebas. Al hombre libre se le puede exigir que aporte pruebas, siempre y cuando sean necesarias. No es marca de odio, ni tampoco de amor.
¿Por qué los esclavos extranjeros gozan de más derechos que los esclavos irlandeses? ¿Será que el esclavo irlandés tiene más esperanzas de que le liberen algún día, aun cuando goza de menos derechos que el esclavo de origen extranjero?
No iba a ser fácil: ¿quién iba a abrir la puerta a las tres y media de la madrugada a un estúpido irlandés, a un compatriota lunático? El mayordomo de la señora Boyle, medio dormido, le cerró la puerta de la verja en las narices, por lo que O’LiamRoe se vio obligado a trepar un par de muros y forzar un postigo hasta conseguir aterrizar en la sala donde Cormac O’Connor, dormido en el suelo entre cenizas y desperdicios, se había desplomado borracho la pasada noche.
O’LiamRoe lo estudió con interés. Después, sorteando sus tendidas posaderas, se dirigió a una puerta situada al fondo de la habitación y la abrió de par en par. La rosada luz del amanecer iluminó un dormitorio desprovisto de toda decoración en el que se distinguían, revueltos en un rincón, unos vestidos de mujer. El cuarto olía a jabón, ningún perfume femenino flotaba en el aire. Phelim se dirigió decidido hacia el catre improvisado donde la mujer dormida, acurrucada entre las finas sábanas, yacía con el rostro velado por las oscuras guedejas de sus cabellos.
Una vela encendida titilaba aún en la sala contigua. O’LiamRoe la usó para encender los candiles y antorchas repartidos en ambas estancias hasta que la claridad se adueñó del espacio y el acre olor de las velas hirió su olfato.
—¿Está muerto? —Oonagh O’Dwyer se había incorporado bruscamente y le miraba desde un rostro lívido en el que sus ojos resaltaban como extrañas flores bajo las negras cejas, los oscuros cabellos contra los blancos almohadones, el cuerpo tenso.
—Tres vidit et unum adoravit[30]. Está delante de la chimenea, querida, como un chorizo a la brasa… si es a él a quien os referís —dijo mirándola con ojos inocentes, desafiándola a negarlo.
Ella ignoró la ironía de su pregunta.
—Sabéis de sobra a quién me refiero —contestó, sin pensárselo dos veces, en tono arisco, apretando con fuerza las blancas sábanas—. ¿Por qué estáis aquí? ¿Es que ha muerto la Reina? ¿Por qué os ha enviado a verme?
—Dejad de decir tonterías, querida —la reconvino O’LiamRoe en tono cariñoso—. Nadie me envía, y la Reina está viva todavía. Pero Thady Boy Ballagh, ¡ochone[31]!, ha sido condenado a muerte por el Rey. Lo van a utilizar de cabeza de turco para salvaguardar el buen nombre del intachable lord d’Aubigny, así que sólo quedamos vos y yo, amor mío, y vos y yo somos los únicos que podemos salvar ahora a la pequeña Reina.
En el rostro de Oonagh había desaparecido todo asomo de somnolencia. Los hermosos rasgos de su cara habían recuperado el aire de determinación que le caracterizaban, la sangre volvía a teñir de rojo aquellos labios austeros. O’LiamRoe recordó su cálido sabor mientras veía a Oonagh cubrirse con una bata los desnudos hombros.
—¡Virgen santa! —exclamó lanzando una despavorida mirada tras él—. ¡Apagad esas velas! Esa niña no significa nada para mí, y no lloraré el día que la manden a la tumba.
—Las he encendido —dijo O’LiamRoe en tono amable—, porque quiero que O’Connor ponga su ingeniosa mente a nuestro servicio y nos ayude a discurrir cómo convencer al Rey de que su excelente amigo John Stewart d’Aubigny es un asesino en potencia y además está medio loco.
—¿D’Aubigny ha acusado a Lymond de ser Thady Boy Ballagh? —preguntó Oonagh pronunciando cuidadosamente cada palabra.
—Sí.
—Entonces no le salvará que acusemos a d’Aubigny. Su comportamiento como Thady Boy ha sido lo suficientemente ofensivo como para condenarle. Lo sabéis tan bien como yo.
—No, si puede probar que toda su mascarada tenía el único propósito de salvar a la pequeña Reina —dijo O’LiamRoe.
—Pues dirigíos entonces a la Regente —dijo Oonagh O’Dwyer—. ¿O es que ha renegado de él? —El silencio de O’LiamRoe fue lo suficientemente explícito. Oonagh le observó con una mirada indescifrable y sonrió—: Igual que yo, entonces. Mala suerte. Pobre de nuestro chapucero, nuestro dulce y querido ollave. ¡Qué le vamos a hacer!
—Yo no diría tanto —dijo O’LiamRoe en un tono que la hizo ruborizarse—. Lymond no acudirá a la Regente para que admita que fue ella quien le encargó que viniera a Francia para proteger a su hija. Tampoco me pedirá a mí que confiese que conocía su verdadera identidad y que sabía que la Reina había solicitado sus servicios. Eso sólo serviría para enfrentarme a ellos, mi palabra contra la suya. Ni puede decir que vino a Francia por su cuenta para proteger a la pequeña sin acusar después a d’Aubigny, pero las pruebas que Lymond tiene contra Su Excelencia no son mucho mejores que las que ellos tienen contra él. Así que lo que vos y vuestro amigo aquí vais a contarme ahora servirá para condenar al maldito John Stewart, salvar a la niña y liberar a nuestro querido y dulce ollave, como vos le llamáis, todo de una vez. Un plan perfecto, ¿no creéis?
—¿Desde cuándo —dijo la mujer sentada sobre la cama—, os habéis convertido en el alma gemela de Francis Crawford?
—Yo mismo no hago más que preguntármelo —dijo O’LiamRoe en el mismo tono irónico que había empleado ella—. Puede que fuera al caer en la cuenta de que el moreno y excéntrico bardo irlandés era sólo una parte de ese extraño ser que es Francis Crawford, cuya calidad humana me había negado a aceptar.
—¿Eso pensáis? —Por un momento, aquellos ojos verdes le miraron con una expresión curiosa y divertida.
—Creo que la cuerda en la Tour des Minimes y vuestra actuación le salvaron. Vos nos habéis protegido a ambos, a pesar de que nos odiéis. Pero todavía queda algo que debéis hacer.
—No os odio. Pero tampoco me engaño pensando que puedo entender a un hombre como él, humano como decís o de otra naturaleza… Marchaos —dijo Oonagh O’Dwyer en voz baja con una furia repentina teñida de desesperación—. Marchaos, ¡volved a casa! Pensad de mí lo que queráis, pero no conseguiréis hacerme cambiar de opinión. No dejéis que Lymond manipule vuestra conciencia. En todo caso, os lo advierto: ¡no podrá involucrarme!
—Él no quiere involucraros —dijo exasperado O’LiamRoe, levantando la voz.
—Ya me está involucrando, estúpido. ¿Por qué creéis que seguís libre? ¿Así que tiene una parte humana, decís? ¡A mhuire! [32] —dijo la morena irlandesa mirándole con los ojos muy abiertos y una expresión amarga—. Regresad a Irlanda. Sois un hombre decente. Lymond os está utilizando. Ese dulce bardo rompecorazones… Las mujeres somos sus víctimas, somos unas idiotas, empeñadas en hacer planes, en mendigar favores, sacando fuerzas de la flaqueza… Es nuestro sino darle el pecho a los cobardes, agotar nuestra existencia persiguiendo lo que ansiamos sin perder la fe ni el entusiasmo… y mientras, vos os dedicáis a proteger a una mocosa extranjera y a recitar frasecitas en latín.
Oonagh hizo una pausa y O’LiamRoe se quedó mirándola en silencio.
—Un momento —dijo el Príncipe en tono neutro—. Dejad que os aclare un pequeño detalle: una cosa es contemplaros y escuchar de vuestros hermosos labios los planes que albergáis, pero otra muy distinta es aceptarlos. Porque lo cierto es que a mí no me haría ninguna gracia tener como rey a Cormac O’Connor.
Ella le miró con atención.
—Vuestro soberano sería el rey de Francia —dijo Oonagh.
—Estáis muy equivocada —dijo O’LiamRoe enardecido—. Lo primero que Cormac O’Connor hará en cuanto eche a los ingleses de Irlanda, es deshacerse de los franceses que le han ayudado. Por Dios, si Inglaterra consigue mantenerse a duras penas, ¿creéis que Francia tendrá la menor oportunidad, teniendo que vigilar a Escocia, al Papa y a los Habsburgo acechando sus fronteras?
—¿Preferís acaso estar bajo el yugo de Inglaterra? —preguntó con desprecio Oonagh—. ¿O es que queréis el puesto para vos?
—¡Por la cruz de Cristo! —atronó una voz enronquecida por la bebida. O’LiamRoe se dio la vuelta para encararse con el durmiente, que acababa de resucitar por fin. En el dintel, balanceándose ligeramente, su musculoso torso perfilándose bajo la empapada y sucia camisa, estaba O’Connor mirándole con los ojos entrecerrados—. La cruz de Cristo nos ampare… ¿Tenemos visita y no me avisáis, mujer? ¿Habéis complacido a mi fulana, Phelim O’LiamRoe? No es fácil dejarla satisfecha, pero por dentro es dulce… como muchos saben ya… ¡Ah! —exclamó Cormac avanzando hacia la mujer que, tiesa como un huso sobre el lecho, le miraba con expresión impertérrita—. ¡Lleváis puesto vuestro camisón viejo, mujer! ¿Por qué no nos alegráis la vista con esas preciosas dulcijas níveas que esconde vuestra ropa de cama?
Dicho esto, se inclinó sobre ella, y de un tirón le rasgó el camisón.
Sobre su delicado pecho, la blanca piel de aquella sirena de ojos verdes, como Lymond la había llamado, mostraba los dolorosos recuerdos de golpes recientes que el tiempo había tornado de un color amarillento.
—¡Mirad que sois encantadora! —dijo Cormac alegremente volviéndose hacia su compatriota irlandés—. ¡A mhuire! ¡Mirad que cara! Parece que me he despertado demasiado pronto. ¿No habéis podido ni probarlas, Príncipe?… Parece que os ha entrado hambre súbitamente —dijo paseando la mirada del anonadado rostro del hombre al petrificado de Oonagh. Después estalló en carcajadas.
Oonagh no se movió. Siguió inmóvil mientras Cormac la cubría juntando los bordes rasgados de su camisón y se tumbaba sobre los muslos de la mujer, la morena barba apuntando al techo.
—¿Esperáis acaso que aparezca un unicornio? —siguió diciendo Cormac en tono socarrón, y mirando a Oonagh le guiñó el ojo antes de volverse hacia O’LiamRoe—. ¿Sabéis lo que me dijo, querido Príncipe? —dijo el hombretón, colocando el brazo inerte de la mujer sobre su hombro y mesándose su húmeda barba—. Me dijo: «Cormac, amor mío, la vida es una ilusión, el gran Señor de Slieve Bloom es una tímida doncella de carácter dócil. No es rival para vos».
—A fe mía que sois un hombre modesto —dijo Phelim con calma. Acto seguido tiró su deformado sombrero sobre el mueble más cercano y se cruzó de brazos apoyándose tranquilamente contra la pared—. ¿De veras pensáis que es más efectivo predicar vuestras opiniones a puñetazo limpio que mediante un discurso hábil? Seamos sensatos, Cormac; si consideráis que os asiste la razón, exponedme vuestros motivos, que seré todo oídos. —Seguía manteniendo una pose relajada. Por suerte para él, la gola del jubón ocultaba el movimiento irreprimible y agitado de su nuez que desmentía la tranquilidad que se esforzaba en aparentar ante Cormac—. Audaz ha de ser el hombre que reclama para sí la Corona de Irlanda.
Cormac O’Connor estalló en una enorme carcajada y le lanzó una mirada taimada.
—Hace diez años, Enrique VIII se proclamó rey de Irlanda y nos anexionó a su imperio inglés como quien se pone un guante. «De ahora en adelante, los irlandeses ya no son mis enemigos, sino mis súbditos», dijo. —Añadió Cormac imitando el acento inglés con tono engolado. Después soltó un juramento, pero su ira fue breve. Miró de nuevo a O’LiamRoe, y prosiguió en tono socarrón—: Resulta repugnante escuchar las órdenes que dicta el lord gobernador inglés en Kilmainham y ver cómo los condes comprados por Inglaterra acuden como gatitos capados a las salas del castillo de Dublin. La sangre se me espesa y me duelen las muelas sólo de recordarlo.
—Llevamos tres siglos sometidos al yugo inglés, y eso son muchos años —repuso O’LiamRoe—. Lo de la ayuda francesa con un contingente de soldados es una vieja cantinela. Hace treinta años, Desmond ya intentó implicar a los franceses en su pugna contra los ingleses. ¡Pobre e ingenua Irlanda! El mismísimo Kildare alardeó de que contaba con doce mil españoles prestos a seguirle en la guerra. Pues bien, el gran conde de Kildare está muerto, su familia ha sido desposeída de sus bienes por su infidelidad al rey inglés y su heredero habla con acento italiano pues lleva diez años exiliado en Florencia. Y vos, por ser vuestra madre hermana del conde de Kildare, os habéis quedado sin tierras, vuestro padre está encerrado en la torre de Londres y vuestros diez hermanos y hermanas se hallan desamparados en Irlanda o viviendo en tierras extranjeras. Han transcurrido quince años desde que los ingleses derrotaran a Tomas, el hijo de Kildare, en el castillo de Maynooth y faltaran a la palabra dada[33] y hace trescientos cincuenta años que un O’Connor no ha vuelto a ceñir la corona de Irlanda[34].
Cormac, cuyo rostro se había congestionado, lanzó una dura mirada a O’LiamRoe.
—¡Mirad quien habla! ¡Ese cuya estirpe arraigó en las ciénagas! ¡Sí, quince años han transcurrido desde que mi tío materno Tomas an TSioda[35] y cinco tíos suyos del clan Gerald fueran ejecutados en Tyburn, a pesar de que se habían rendido con la promesa de que su vida sería respetada! ¡Cómo también es cierto que el heredero del trono irlandés tuvo que salir huyendo del país! Pero aquí estamos, esta dama y yo, para reponerlo en el trono.
—¿Habla inglés? —preguntó O’LiamRoe.
Connor acertó a mascullar unas palabras. Se le estaba agotando la paciencia. Oonagh intervino por primera vez desde que su amante entrara en la habitación.
—Hablará inglés en la misma medida en la que lo hable la pequeña reina María —dijo en tono gélido Oonagh O’Dwyer.
—Y reinará en la misma medida en que reine ella —dijo O’LiamRoe—. Ya lo voy entendiendo. Estamos llamados a convertirnos en una nación de tíos. Europa es como una habitación llena de cunas mecidas por capitanes de guerra en las que duermen los soberanos en pañales. Los Warwick y los Somerset en Inglaterra, los Arran y los Guisa en Escocia y el último vástago de los Gerald en Irlanda. Quiero recordaros que dos condes de la casa Kildare fueron nombrados gobernadores de Irlanda por el rey inglés y, ¡a fe mía, que fueron nefastos en el desempeño de su cargo, tanto para los irlandeses como para el amo inglés! «Irlanda entera no podrá con este conde» dijeron al Consejo y este contestó aquello de que «Entonces es menester que este conde gobierne toda Irlanda». El joven Gerald no aguantaría ni quince días en el trono: cualquier matón como Vuestra Merced lo quitaría de en medio para proclamarse rey y, qué duda cabe, Irlanda se sumiría otra vez en la anarquía. El último Ard Ri murió hace ya demasiado tiempo. Ya no corre sangre divina por nuestras venas, no quedan herederos de sangre real en nuestro solar patrio, sino semillas arrastradas por el viento. ¿Es que no podéis renunciar a vuestros designios —añadió Phelim O’LiamRoe con el rostro encendido y sudoroso— y dejar que prenda y crezca la simiente?
A sus espaldas, una voz dura y afilada chirrió como el mandoble de una espada asestada contra un cristal:
—Este adora a esos hijos de Satanás.
Theresa Boyle, con aspecto de bruja, embutida en un abultado y arrugado camisón y con el cabello recogido en sendas trenzas, lanzó a O’LiamRoe una furibunda mirada cargada de odio.
—Este no dudaría en arrastrarse ante los ingleses a cambio de una lisonja o para que le rían sus gracias. Acepta encantado sus regalos y se deja impresionar, como si fuera uno de esos salvajes que se obnubilan con los abalorios, las copas de falsa plata y las telas escarlata que les llevaban los conquistadores. Acata dócilmente las ideas anticatólicas de esos hijos del Anticristo. Reniega de las leyes de su país, que tienen seiscientos años de antigüedad, de las costumbres de su pueblo, que se remontan a más de mil cien años… —continuó Theresa Boyle.
—Si yo tuviera mil cien años —repuso O’LiamRoe—, hoy en día seguiría al hombre que engordara mi ganado y aumentara mis cosechas, que cuidara y modernizara mi tierra, mejorara los caminos y los puertos, arara los páramos, sembrara las ciénagas y explotara los bosques. Seguiría al hombre que trajera nuevas simientes, usara sus propios tintes y su propia plata, permitiera a sus compatriotas llegar a viejos y decretara leyes justas, desarrollara la medicina y promoviera la poesía en latín. Que consiguiera que los ancianos vivieran en casas dignas y en armonía con sus vecinos, ya fueran celtas, medio normandos o medio ingleses, ya vivieran en suelo irlandés o en zona de influencia inglesa. No somos más que un millón de almas que viven y mueren, anclados en nuestros viejos usos y costumbres. Tras nosotros no quedará más que la espuma… Levantad el hacha de guerra y alzad a todos los MacSheehys —dijo con dureza O’LiamRoe, príncipe de Barrow, con las manos apretadas en sendos puños—. Levantad familia contra familia, soldado extranjero contra soldado extranjero, anclaos en el pasado y resucitadlo, aniquilad el futuro y yo os prometo que, cuando hayáis satisfecho por fin vuestro maldito orgullo y vuestras lunáticas aspiraciones, de Irlanda sólo quedará un erial para disfrute del primero que llegue, Francia, Inglaterra o el propio Carlos en su bonito traje de sarga florentina.
—¡Qué glorioso discurso! —dijo la señora Boyle—. Y vos, querido Príncipe, ¿habéis cortado vuestros estupendos mostachos para hacer con ellos cuerdas para los arcos? ¿Vais a oponeros a nosotros, pordiosero irlandés?
—Es un desertor. Abandona nuestra causa. ¡Qué gran pérdida! —dijo Oonagh con sorna—. Se ha convertido en el nuevo amante de Francis Crawford.
O’LiamRoe no se molestó en mirarla.
—Me opongo a vos —dijo el Príncipe contestando directamente a la señora Boyle en tono sobrio.
—¿Y cómo lo haréis, en nombre de Dios? —ladró Cormac O’Connor.
—Por la fuerza —dijo O’LiamRoe sin perder la calma—. Hoy mismo he mandado recado a Slieve Bloom. En cuanto pongáis el pie en Irlanda, con o sin vuestros franceses, tendréis un recibimiento que no os permitirá volver a levantar cabeza.
Nadie se rió. El suspiro de la señora Boyle fue claramente audible en aquella estancia impregnada de olor a antiséptico. La sonrisa de Cormac se desvaneció mientras los nudillos de sus enormes puños se ponían blancos sobre la colcha. Tras él, Oonagh O’Dwyer, incorporándose y poniéndose de rodillas sobre la cama, le miró atónita.
—¡Phelim! —le llamó. De un salto bajó del lecho sujetándose con mano trémula el camisón hecho pedazos y se puso a su lado, tocándole el hombro.
O’LiamRoe se dio la vuelta y se quedó prendido de la mirada de aquellos ojos verdes que parecían escrutar su alma.
—¿Vais a unir vuestra voz a la de todos esos intelectuales y eruditos tan preparados, dedicados a discurrir y a planificar? —dijo Oonagh, citando las palabras que el Príncipe dijera tiempo atrás—. ¿Esto es cosa de Francis, verdad?
—Me opongo igualmente a que María de Guisa, regente de Escocia —dijo O’LiamRoe tranquilamente—, ejerza su influencia en Irlanda. Aunque estoy decidido a ayudarla a enterarse de lo que Francis Crawford ha hecho por su hija, a pesar de que me hayan recusado en ese juicio. Por fin he entendido que las palabras, en las que tanto he confiado siempre, se las lleva el viento si no van acompañadas de acción; así que voy a tomar partido. Eso es lo que he decidido.
Oonagh había dejado caer la mano de su hombro.
—Habrá muertes —dijo mirándole fijamente a los ojos.
O’LiamRoe sonrió.
—La muerte no ha dejado de rondarme desde que La Sauvée zarpó —dijo O’LiamRoe—. Vuestros temores se han hecho realidad. Eso es todo.
—Pues claro que habrá muertes. La vuestra, sin ir más lejos —dijo ásperamente la señora Boyle y, dirigiéndose a Cormac—: Cumplid con vuestro deber.
—Será un placer acabar con este niñato filosofo —dijo Cormac O’Connor poniéndose en pie.
—Retractaos, Phelim, y marchaos —dijo Oonagh.
O’LiamRoe no se movió.
—Está decidido. Mi primo es mi heredero. Acatará mis órdenes y actuará como lo habría hecho yo —dijo O’LiamRoe—. Podéis comunicarle al rey de Francia que se olvide de Irlanda.
Oonagh se había vuelto hacia Cormac, que avanzaba lentamente hacia ellos. Su tía permanecía junto a la puerta, algo alejada de los tres.
—Escapad mientras podáis. Os va a matar —dijo volviéndose hacia Phelim.
—Quizás —respondió O’LiamRoe.
Oonagh se encaró al Príncipe y le espetó en tono seco:
—Francis Crawford depende de vos.
—No es mi intención ofenderos ni llevaros la contraria —dijo O’LiamRoe—, pero no es de mí de quien depende, sino de vos. Yo no puedo hacer nada más. ¿Le vais a ayudar?
Cormac avanzó otro paso en su dirección, sonriendo.
—Eso es, mi querida ramera —dijo Cormac—. Dios os bendiga, mi valerosa zorra. Siempre dispuesta a saciar la sed del peregrino con ese hermoso cuerpo vuestro. Apartaos, mi dulce puta, y dejadme matarlo.
El gigante irlandés había desenfundado su acero, pero O’LiamRoe no hizo ademán alguno de empuñar la espada. Era bien consciente de su torpeza en el manejo de las armas, por lo que nunca se molestaba en recurrir a ellas.
—No lo hagáis —dijo Oonagh. Su tono frío y claro contrastaba con la palidez de su rostro, que había adquirido un tono gris verdoso, semejante al color de sus bellos ojos—. No arreglaréis nada y el Rey se os echará encima.
Cormac se detuvo a un palmo de distancia, sonriendo. Tenía el rostro congestionado y la espada en la mano. La levantó y se quedó quieto, aguardando.
—Matadlo —dijo la señora Boyle desde la puerta mientras sus hirsutas trenzas se agitaban como las cuerdas de una campana meciéndose al eco de sus palabras—. Y a ella también. El rey francés se imaginará que habéis tenido una buena razón para acabar con la pareja.
Oonagh estaba tan próxima a O’LiamRoe que sus negros cabellos tocaban su camisa y su larga bata de seda le rozaba los zapatos. Ante las palabras de su tía, la irlandesa se separó del Príncipe, y haciendo acopio de valor avanzó un paso en dirección a la oscura y enorme figura que constituía su orgullo, su rey, su amante.
—No compliquéis más las cosas, Cormac. Dejadle que se vaya —dijo Oonagh en tono mesurado y sensato.
En aquel mismo instante, Cormac levantó su espada y lanzó una estocada que pretendía alcanzar a O’LiamRoe a través del cuerpo de Oonagh.
A pesar de todas las carencias del príncipe de Barrow, a pesar de su cuerpo rígido y torpe y demás imperfecciones, no le faltaba cerebro. O’LiamRoe lo vio venir. En el momento en que Cormac levantó la espada, empujó con fuerza a Oonagh, que cayó al suelo rodando, y se lanzó detrás, apartándose de la trayectoria del arma que, al no encontrar el blanco apetecido, hizo trastabillar al fornido espadachín, que acabó junto a la puerta en la que se apoyaba Theresa Boyle. Mientras O’LiamRoe se recobraba, Cormac se abalanzó de nuevo hacia él.
O’LiamRoe huyó con la torpeza que le era característica, brincando sobre la cama y tirando a su paso sillas y objetos varios que, por suerte para él, estorbaban al gigante irlandés en su persecución: una colcha se unió a las arrancadas cortinas para enredarse entre sus pies, unos cojines salieron volando y le impactaron en el rostro congestionado y enfurecido; la funda de la espada de O’LiamRoe estuvo a punto de hacerle caer al engancharse con sus ropas… Oonagh se había refugiado en un rincón; la señora Boyle, con los ojos desorbitados por la ira, se había retirado hasta la sala contigua y observaba la escena desde allí. Ninguno intentó pedir ayuda. Si querían hacer pasar aquello por un crimen pasional, cuantos menos testigos hubiera, mejor. Por otro lado, conociendo a Theresa Boyle y a Cormac, ningún sirviente se atrevería a acudir sin haber sido antes solicitados sus servicios.
Lo reducido de la habitación, sobrecargada de muebles y objetos, dificultaba el libre movimiento de la espada, que se iba chocando contra los paneles de la pared y acababa ensartando los más diversos objetos a cada mandoble de O’Connor. O’LiamRoe consiguió esquivar una estocada subiéndose sobre una preciosa mesa de marquetería, que acabó sirviéndole de improvisado escudo cuando, tras ser desalojado de su tablero de una patada propinada por el rabioso Cormac, el hombretón lanzó su acero con sangrientas intenciones y se hundió en la elaborada madera.
Cormac renunció a su espada, que se quedó clavada en la mesa, y se abalanzó hacia su adversario, saltando sobre su blando cuerpo. O’LiamRoe sintió un fuerte impacto y no pudo evitar soltar la mesa con la que se protegía. Su brazo extendido encontró, junto a la casi extinguida chimenea, un atizador, con el que golpeó y asaeteó el lomo de aquel jabalí irlandés. Con un alarido, Cormac O’Connor se liberó de la improvisada banderilla maldiciendo a voz en cuello.
O’LiamRoe consiguió ponerse en pie y desenvainó por fin la espada. Cormac, vuelto hacia él, abría y cerraba los puños con mirada asesina. Desde la sala contigua llegó un sonido de cristales rotos. O’Connor desvió la mirada de su adversario lo suficiente para atrapar el afilado trozo de vasija que la señora Boyle lanzaba en su dirección. Esgrimiéndolo en una mano, como si de un ramo de novia se tratara, fintó hacia O’LiamRoe intentando herirle en la cara.
El Príncipe no estaba mirando en su dirección. Se había girado hacia Theresa Boyle con una expresión de asombro y desagrado pintada en el rostro. Abrió la boca y se dejó caer hasta quedarse sentado en el suelo, con un movimiento natural por su simplicidad, al tiempo que el estoque improvisado pasaba por encima de su cabeza, desperdigando su cabello. Oonagh soltó una risilla nerviosa.
O’LiamRoe había perdido su espada. Se puso a gatear, intentando recuperarla, pero en eso entró en la habitación la señora Boyle, se agachó en un frufrú de faldas y se le adelantó.
—¡Eso sí que no! —exclamó Oonagh—. ¡Vieja jaca resabiada, no haré caso de vos esta noche! —agarró a la mujer por las dos trenzas canosas y la arrastró sin contemplaciones hasta dejarla de rodillas en el suelo.
Mientras tanto, Cormac había lanzado una segunda estocada con su daga de cristal hacia O’LiamRoe. Cual tijera de Átropos[36], el afilado cristal erró su objetivo, seccionó el par de canosas trenzas, se llevó parte del cuero cabelludo que las sostenían y nutrían y acabó clavándose, llevado inexorablemente por el colérico impulso de Cormac, en el cuello de la señora Boyle.
El alarido de la mujer retumbó con increíble fuerza en la habitación. El repolludo camisón de la mujer se tiñó de rojo. Cormac, estupefacto, tardó varios segundos en reaccionar. Se inclinó sobre la señora Boyle aferrando todavía la improvisada daga de cristal. O’LiamRoe decidió que era mejor salir corriendo de allí.
Casi había alcanzado la puerta del salón cuando Cormac salió de su horrorizado asombro. No soltó ningún juramento ni profirió amenaza alguna. Sobraban. Como un hombre hipnotizado ante la visión de una Misa Negra, se dirigió hacia la mesa en la que estaba hincada su pesada espada, la sacó sin esfuerzo aparente, y blandiéndola corrió hacia el inerme Príncipe.
Oonagh, abandonando a su suerte a la señora Boyle, consiguió interceptar el brazo de Cormac, asiéndoselo con las dos manos. Lanzando un juramento, el gigante irlandés la empujó violentamente a un lado. Oonagh salió despedida contra la pared y Cormac prosiguió su alocada carrera hacia su enemigo.
O’LiamRoe vio lo que se avecinaba. Hurgó en sus bolsillos. Sacó una honda y una china metálica y redondeada. La china era pequeña, pero el de los honderos era un arte antiguo, ciertamente caído en desuso, pero un arte al fin y al cabo, muy propio de alguien tan extravagante como el Príncipe, quien se había ejercitado en él con asiduidad. Hizo girar la honda sobre su cabeza y soltó uno de los cabos, haciendo volar la china hacia su objetivo.
El proyectil impactó en la boca de O’Connor, abriéndole el labio y mellándole un diente, deteniendo por un instante su acometida. El Príncipe se sacó rápidamente otra china del bolsillo y disparó de nuevo. El segundo proyectil alcanzó a Cormac en plena frente. Este se desplomó, lenta y torpemente, como un pesado árbol derrumbado por los hachazos del leñador. Oonagh, todavía aturdida y apoyada contra la pared, presenció atónita la caída.
La señora Boyle seguía lamentándose, espantada por su propia sangre. O’LiamRoe intentó recuperar el resuello. Se acercó a Cormac y lo examinó. Luego miró a Oonagh. —No temáis, saldrá de esta—. Dicho esto, se pasó una mano sucia y ensangrentada por el cabello.
Oonagh, pálida, le lanzó una sombría mirada.
—¿Y si no fuera así? ¿Y si llegara a morir?
O’LiamRoe prefirió abordar otro tema.
—La vieja jaca resabiada necesita ayuda.
—Ya es un poco tarde para ayudarla —contestó Oonagh sin moverse.
—Había que hacerlo… Aunque no estoy muy seguro del resultado —replicó el Príncipe.
—Hecho está —repuso Oonagh.
La señora Boyle había dejado de gemir.
—He dedicado veinte años de mi vida a maldecir a ese hombre y a los que son como él —dijo O’LiamRoe—. Pero al final ha conseguido salir victorioso, a su manera. Representa el triunfo de la violencia sobre la cultura, de la fuerza sobre el intelecto… He llegado a la encrucijada que tanto temíais y la he cruzado. Puede que el camino sea el acertado o puede que se trate de la primera etapa de una vida azarosa y abocada al fracaso.
—Puede —dijo Oonagh—. De mi vida y de la de vos nada seguro sabremos hasta el día del Juicio.
Oonagh se alejó del Príncipe, ensimismada, pálida la blanca tez y con la abundante cabellera negra desparramándose por la espalda. Parecía un espectro, con su vestido ensangrentado arrastrando por el suelo y ocultándole los pies. Llegó hasta la puerta y se giró hacia O’LiamRoe.
—La puerta trasera no hace ruido al abrirse —dijo—. Nadie la vigila. ¡Marchaos! ¡Deprisa! Pronto se hará de noche.
O’LiamRoe se acercó a Oonagh, sin atreverse a tocarla.
—No os dejaré en manos de esta gente.
Oonagh consideró el rígido corpachón de Cormac y a la señora Boyle, cuyas manos seguían posadas sobre la garganta herida.
—Es hora de que os marchéis. He de proseguir mi camino. A partir de ahora, nada sabréis de mí y no intentaréis averiguar mi paradero. Esa es mi condición.
—Pero ¿por qué, mo chiall, a chiall mo cridhe? —consiguió por fin articular O’LiamRoe.
Pero ella le prometía a cambio la información que el Príncipe solicitaba: el nombre, la identidad del individuo contratado por lord d’Aubigny, el dato de vital importancia que habría de comunicar a Lymond y a la Reina.
Oonagh le miró con increíble dulzura y puso sus manos en las suyas.
—Dejadme, os lo ruego con toda mi alma. Mi cuerpo no os extrañará, pero os llevaré en el pensamiento. Largo y duro es el camino que os aguarda. Habéis allanado una morada, pero de ello no os avergoncéis. Sólo recurriendo a la violencia podíais haberme separado de este hombre y esa violencia que me apartó de él y que brotó de vuestro espíritu lo hizo con fuerza renovada. Habéis de aprovechar este ímpetu para acometer tareas más nobles que las que temáis previstas esta noche. Vuestra patria os necesita.
O’LiamRoe sintió las frías manos de Oonagh. Las apretó con fuerza.
—¿Volveremos a encontrarnos?
—Cuando anochezca, allí donde muere el viento del Norte… Llevadme siempre en vuestro corazón.
—Todos y cada uno de los días que me quedan por vivir. —La voz quebrada de Phelim O’LiamRoe, príncipe de Barrow, prosiguió en un triste y dulce gaélico—: Querida extraña, querida amiga del alma, todos y cada uno de los días que me quedan por vivir os llevaré en mi corazón.
El Príncipe dejó que Oonagh retirara las manos de entre las suyas y emprendió la partida lentamente, como un ciego.
—Artus Cholet es el nombre del otro secuaz de d’Aubigny —le había dicho Oonagh O’Dwyer—. Es un maestro artillero de por aquí. En su día luchaba a las órdenes de cualquiera que pagara bien. No se dejará ver por Châteaubriant, pero si le han encargado un trabajo no andará lejos. Tomad el camino de Angers y cuando lleguéis a la posada de los Trois Mariés buscad a Georges Gaultier y preguntadle a él lo que queréis saber.
Châteaubriant permanecía aún silenciosa en aquella oscura y brumosa mañana de junio. El sonido amortiguado de unos cascos de caballo se coló por las coloridas contraventanas que daban a la calle y luego se desvaneció.
Nadie vio partir a O’LiamRoe. El Príncipe no se molestó en buscar a Dooly, que yacía arrebujado sobre la paja en su jergón mirando cómo el cielo clareaba. En otra calle, en el interior de un magnífico edificio, lord d’Aubigny dormía plácidamente, disfrutando del tranquilo sueño del que habría de despertar, descansado y tranquilo, para enfrentarse al último y definitivo episodio de aquella trama. La embajada inglesa, cortesanos y sirvientes, dormían aún, exhaustos, en los diversos alojamientos que se habían dispuesto para ellos en casas de huéspedes, hospicios y graneros diversos por toda la ciudad. Northampton dormía en una mullida cama en el Château Neuf, en el que ondeaban las tres banderas de Escocia, Inglaterra y Francia. La corte de Francia, el Rey y la Reina, el condestable, Diana y los de Guisa, descansaban también en sus aposentos durante aquellas horas, conocedores como eran de la importancia del merecido asueto en momentos como aquellos.
La pequeña reina de Escocia dormía en un lecho de sábanas inmaculadas, sus rojizos cabellos desparramados sobre la almohada.
Pero en la habitación de su madre, las velas seguían encendidas. La Regente no había pegado ojo en toda la noche. Cerca del regio dormitorio, Margaret Erskine yacía en silencio, despierta también.
En el Vieux Château, los dos guardias encargados de la vigilancia de Lymond por orden del condestable habían pasado una noche de lo más entretenida. El guardia más alto de los dos, que agitaba un cubilete de dados, parecía además bastante impresionado.
—Es una buena canción —dijo.
—Pues esta es todavía mejor —dijo Lymond, y procedió a cantarla deleitando a los dos hombres con la letra subida de tono. Cuando terminó, se recostó en su jergón y dijo en tono distraído—: Antón, decidme, ¿por qué habría un hombre de abandonar a su querida?
—Porque quiere a otra —respondió presto el guardia alto. Dicho lo cual lanzó los dados sobre el tablero.
El guardia más bajo intervino:
—O es ella quien quiere a otro. O porque la amante se pone gorda y fea, o porque empieza a perseguirlo para que la despose.
—O porque la querida tiene demasiados hijos —apuntó el guardia alto en tono sombrío.
Lymond mantuvo una expresión seria.
—¿Y por qué, según vos, habría una querida de abandonar a su amante? —preguntó Lymond.
—¿Es vuestro caso? —preguntó el alto Antón dejando quietos los dados.
Lymond negó con la cabeza.
—No.
—Le abandona por un amante mejor —dijo el guardia más bajo en tono agresivo.
—No —contestó Lymond, serio—. Eso ya lo tuvo.
—¿Por dinero, entonces? —Antón le miró con curiosidad—. ¿Por matrimonio? ¿Posición?
—Todo eso ya se lo han ofrecido —dijo Lymond.
—Esa no es una querida. Es una sanguijuela —dijo el guardia bajito recogiendo los dados.
—Tiene debilidad por los hombres infantiles —dijo Lymond—. Creo que piensa que por ser altos como colosos son capaces de ver más allá de las nubes… Pero con el tiempo…
—Ha llegado a la conclusión de que lo que está es ciego —dijo el bajito y tiró los dados.
—Quizás siente que ha sido invisible para su amante durante tanto tiempo, que él se ha olvidado de ella y ya no encuentra tan irresistible ese cielo por encima de las nubes que él vislumbra —dijo Lymond—. Puede que lo que ahora busque sea un hombre comprometido, pero con un tipo de compromiso diferente, capaz de convencerla de sus ideales… o de cambiarlos por ella.
—Y entonces abandonará al primer amante. Lo veo poco probable —dijo el carcelero alto.
—Yo tampoco lo veo demasiado claro —dijo Lymond tras pensarlo un rato—. ¿Qué os parece si canto otra canción?
Más tarde, cuando el guardia más bajito ya se había dormido y Lymond yacía en su cama, absorto en sus pensamientos, Antón preguntó de improviso:
—Pero ella, ¿sería feliz con él?
El joven rubio se volvió hacia él, sobresaltado.
—¿Qué? ¿Quién sería feliz con quién? —preguntó Lymond, aturdido.
—Con el otro. Con el que estaría dispuesto a cambiar sus ideales por ella. ¿Se quedaría entonces con él la mujer?
—¡Cristo! —dijo Lymond—. ¿Con el dulce y elocuente Balder…?[37] No. La mujer no se quedará con él, esa posibilidad ni se le pasará por la cabeza. La misión de él consiste únicamente en separarla del otro. Ni él ni nadie podría hacer más.
—Pero entonces, ¿qué ganaría ese hombre con ello? —preguntó el guardia alto y comenzó a mecerse rítmicamente en su silla.
—Cero. Un cero tan redondo como la «o» de Giotto —dijo Francis Crawford—. Su recompensa es nula, nada, la negación, la ausencia, nada de nada. Su dorada recompensa, al igual que la barba que se afeitó, tiene por objeto que la dama no le acepte.
—¿Es muy fea la tal dama?
—Es tan hermosa como el profundo océano —dijo el joven con voz dulce—. Cálida, suave e insondable como la marea estival. E igual de misteriosa.
—Todas lo son, las muy brujas —dijo el hombre alto y siguió meciéndose en silencio.
A veinte kilómetros de Châteaubriant, en la posada de los Trois Mariés situada a las afueras de St. Julien-de-Vouvantes, se alojaba el señor Gaultier, el prestamista en cuya casa de Blois llamada Doubtance se había refugiado Lymond tras escapar del incendiado Hôtel Moûtier, donde le tenía prisionero Oonagh tras rescatarlo de la Tour des Minimes. La relación que Gaultier había mantenido hasta entonces con sus clientes de la corte se había estrechado en los últimos tiempos con la llegada a Francia de la embajada inglesa, que había suscitado entre la nobleza cortesana la necesidad de pecunio para poder participar en los fastos que se celebraban. El señor Gaultier estaba tranquilo. Sabía por experiencia que los caballeros en apuros eran capaces de reconocer de lejos a un prestamista, pues tenían un olfato tan bien adiestrado como el que se le atribuía a los perros de Rodas, capaces de distinguir a un turco de un cristiano sólo con husmearlo.
Siguiendo las indicaciones que le diera Oonagh, O’LiamRoe llegó a la posada con las primeras luces del alba y fue recibido en los aposentos del prestamista a pesar de lo temprano de la hora. La larga perorata del Príncipe fue atendida con una expresión ausente por parte de Georges Gaultier. Cuando O’LiamRoe hubo terminado, el anciano murmuró un oscuro comentario, enarcó las cejas un par de veces y desapareció sin dar explicaciones.
Diez minutos más tarde O’LiamRoe se encontró saludando a una estrambótica dama de aspecto ligeramente amenazador y elevada estatura. Tenía un rostro que recordaba vagamente a un aguilucho y unos dedos extremadamente finos, de uñas afiladas como garras, que se paseaban por una espineta desgranando las notas de una canción increíblemente procaz. O’LiamRoe escuchó atónito la melodía y deseó para sí que aquella extravagante y vetusta señora no conociera la letra de la canción que estaba interpretando. Evidentemente, Gaultier la había puesto al corriente de la conversación que acababan de mantener. Mientras el Príncipe le hacía una reverencia, la mujer tensó la boca en una mueca:
—Esa mujer es una estúpida —dijo la dama Doubtance.
O’LiamRoe, que estaba cubierto de polvo de pies a cabeza y tenía alborotado el rubio cabello, la contradijo con énfasis:
—¡No habréis de hallar una más valiente!
—Y vos sois otro estúpido —dijo la dama ásperamente—. Esa morena conoce su propio valor, pero en vez de emplearlo bien se ofrece a sí misma como carnaza para alimentar su orgullo.
—Le ha abandonado —dijo O’LiamRoe, consiguiendo contener su enfado a pesar del cansancio y la falta de sueño.
—¿Qué le ha dejado? Mirad que sois ingenuo, ignorante, inconsistente como un pan sin cocer… ¿Es que pensáis acaso que me refiero a Cormac O’Connor?
La dama se puso en pie y lo miró desde su elevada estatura, las rubias trenzas postizas que sobresalían de su arcaico tocado colgando incongruentes sobre su pecho.
—En verdad que sois un hombre agradable —dijo la dama Doubtance—. De los que ayudáis al hambriento a pesar de estar vos mismo muerto de hambre, y encima no perdéis la sonrisa. Parecéis tan agradable como un puñado de hojas hundidas en el fondo cenagoso de un estanque.
El enfado que el Príncipe sintiera momentos antes se había desvanecido.
—Lymond ya me advirtió de que nunca tendría su amor —dijo O’LiamRoe.
—Y es consciente de que él tampoco lo tendrá. Eso es todo lo que importa —dijo la dama Doubtance, y cambió de tema—: Artus Cholet vive en St. Julien con una mujer llamada Berthe. En una casita con techo de paja con una imagen de San José en la puerta. —La dama volvió a sentarse mientras hablaba, y tras recolocarse las faldas volvió a darle a la espineta.
O’LiamRoe la observó muy tieso.
—Si es humanamente posible, los salvaré a ambos.
—Apresuraos entonces —dijo la mujer con voz animosa—. Y no ahorréis esfuerzos. Podría haber revelado su nombre antes… Lo habría hecho pero, aunque es un estúpido, resulta que Artus Cholet es el hijo de mi hermana. Podéis matarlo. Le ha llegado su hora.
El Príncipe salió a toda prisa. Cuando cerraba la puerta la oyó recitar:
—Dormid, mes enfants, ¿por qué no podéis dormir? Dormid para despertar frescos como un capullo de rosa. Mano derecha, aquí tenéis a la izquierda para enfrentarla en el torneo.
O’LiamRoe abandonó la posada, cabalgó por el transitado camino que llevaba a St. Julien y abrió la cancela de la casa con techo de paja y con la imagen de San José en la puerta de la entrada.
La gorda Berthe escuchó sus preguntas con recelo y afirmó haber dormido sola. Pero la almohada de su lecho mostraba la marca de una cabeza que no era la suya y en el jardín había evidencias de un caballo al que se había alimentado y dado de beber no hacía mucho. El Príncipe la amenazó en un tono que la ronquera y la fatiga hicieron convincente y consiguió que hablara.
Artus había salido temprano hacia Châteaubriant. A qué lugar y con qué propósito, no lo sabía. No podía proporcionarle más información que su descripción, cosa que, aunque reticente, acabó haciendo.
O’LiamRoe encontró otra yegua en el sucio establo de la casa. Tras poner su silla en la nueva montura, se dirigió hacia Châteaubriant. Sentía haber tenido que pegar a Berthe al final, pero necesitaba estar seguro de que la mujer le había dicho todo lo que sabía. Después de todos sus esfuerzos, de haber dejado a la señora Boyle agonizando, de su loca cabalgada hasta la posada y luego hasta St. Julien, resultaba que el hombre que perseguía había desaparecido rumbo a Châteaubriant. Si esperaba su retorno a casa de Berthe, a buen seguro sería demasiado tarde para algunos.
Mientras cabalgaba a galope tendido deshaciendo el camino que había tomado pocas horas antes, O’LiamRoe decidió que la tarea que se había impuesto no iba a ser posible llevarla a cabo mediante un hombre solo. Debía olvidarse de lord d’Aubigny, de la embajada inglesa y del precario equilibrio por cuya salvaguarda la Reina regente había optado por sacrificar a Lymond. Llegados a aquel punto, su misión en aquel aciago día habría de consistir en hacer repicar los tambores: como el tam tam en la jungla, debía hacer llegar el mensaje por igual a amigos y enemigos para que convocados en campo abierto se enfrentaran de una vez por todas.
Fustigando furiosamente a su montura bajo el sol, con los miembros doloridos y exhaustos, O’LiamRoe volaba hacia su objetivo sin mirar hacia atrás e ignorando los insultos proferidos por los carreteros con los que se cruzaba.
En el lago, las barcas recién pintadas se mecían suavemente sobre las satinadas aguas, semejando un espejismo poblado de bandejitas de caramelo. La pequeña María, con las mejillas arreboladas por el calor, estaba siendo vestida por un enjambre de niñeras, gobernantas, damas de honor, doncellas, valets, pajes, mozos y un tamborilero del que se había enamorado la tarde anterior y cuya presencia había reclamado a gritos la pasada madrugada. Margaret Erskine, con su acostumbrada delicadeza, había conseguido librarse del jovenzuelo justo antes de que traspasara el último umbral de los aposentos de la caprichosa Reina. Aquel día sólo serían admitidas en aquellas estancias caras conocidas y de absoluta confianza. Bebidas y alimentos habrían de ser probados antes de llegar a los labios de la niña, y sólo los amigos y sirvientes de total confianza la rodearían cuando saliera.
La Reina regente entró seguida por el cardenal, que lucía una expresión seria en su rubicundo rostro. La Reina besó a su hija y volvió a salir. Aquella mañana su papel se reducía a esperar los acontecimientos.
En la oscuridad del Vieux Château también Lymond esperaba, cansado e impaciente. Por fin, el agotamiento había podido con él y milagrosamente el sueño había acudido a su encuentro.
Yacía acurrucado en su lecho, cubierto con una burda camisa de lana que le habían proporcionado los guardianes, cuando la condesa de Lennox entró en su celda. Había llegado dispuesta a sobornar con sus favores al carcelero de turno a cambio de diez minutos con el preso pero el hombre de elevada estatura que se había encontrado haciendo guardia, había resultado sorprendentemente modesto en sus exigencias. La sonrisa que el carcelero le había dirigido le había parecido también bastante desconcertante.
La puerta de la celda se cerró a sus espaldas y a lady Lennox le resultó imposible saber con certeza en qué momento el joven se había despertado. A los pocos instantes de su llegada, Lymond, levantando la cabeza con ademán perezoso se dirigió a ella:
—Bienvenida condesa —dijo. Y añadió inmediatamente mientras se ponía de pie con gracioso ademán—: Esto es de lo más indiscreto señora mía. El gárrulo ojo de Warwick acecha por doquier, ya lo sabéis.
—Se están reuniendo para la ceremonia. —No parecía furioso ni angustiado, el maldito de él—. Temía no poder veros antes de que sufrierais por fin el justo castigo por vuestros crímenes. —Margaret Lennox se sentó sobre el lecho que Lymond acababa de abandonar y compuso su falda—. Ya veis lo que ocurre cuando pierde uno la cabeza.
—Me advertisteis —dijo inclinándose ante ella en un gesto de reconocimiento. Aquella basta camisa de lana colgando amorfa sobre sus pantalones hacía inevitable la comparación con el tabardo de exquisito tejido dorado que otrora llevara en Hackney—. No pongáis esa cara de asombro —dijo Lymond secamente—. Coronez est à tort[38], tal parece. Pero no es la primera vez, ni será la última. A estas alturas no vamos a entonar un canto fúnebre de tres al cuarto. —Cogió una silla y se sentó abrazándose las rodillas con aire resignado—. Bien. ¿Qué parte de nuestros respectivos errores vamos a reprocharnos mutuamente? No tengo mucho más que decir. Me parece que hemos agotado el tema en anteriores ocasiones.
—Pero esta magnanimidad tan divina de que hacéis gala es nueva. —Margaret Lennox se pasó la mano por su abultada y rubia cabellera. Lanzó una mirada recelosa—. Mostráis una resignación encomiable para ser alguien a quien ha traicionado su propia Reina.
—Especificad de qué reina estáis hablando —replicó Lymond—. Parecéis olvidar que tenemos unas cuantas. Últimamente abundan más que las margaritas en el campo. Si os referíais a la Regente…
—Por supuesto que me refiero a la Regente —le cortó Margaret.
—Es una dama difícil de cortejar. Matthew os lo puede confirmar, y el padrastro de Jenny Fleming también. El rey Enrique de Inglaterra…
—No tenía ni idea —dijo Margaret Lennox en tono sarcástico— de que le hubierais pedido la mano. Vuestros hábitos suelen ser más bien de otro tipo.
Lymond se puso de pie abruptamente.
—¡Oh, no! Eso no, por favor. Otra vez no. Si tenéis que discutir, hacedlo sobre asuntos reales, candentes: Roma y María Tudor, Escocia y el luteranismo, España y los príncipes germanos, Francia y el nuevo imperio de Solimán, las riquezas del Nuevo Mundo y la famélica Irlanda, la guerra del acero generalizada… Esos son las razones que os mueven a Matthew y a vos. No quiero oír hablar de los motivos mezquinos.
Margaret también se levantó.
—Pues deberíais conocerlos. Porque son ellos los que os han traído hasta aquí, querido. Porque aunque no queráis oírlos, esos mezquinos motivos se reducen a uno solo y único que pueden resumirse en la palabra «yo».
Quedaron en silencio, sumidos en aquella luz tenue, mirándose de hito a hito.
—Que Dios nos asista, a mí y a vos —musitó Lymond en tono grave y con la mirada serena—. Si sobrevivo a esta, y si vos sobrevivís a esta, yo mismo me encargaré, en nombre del pueblo de Escocia, de demostraros lo equivocado de vuestras aspiraciones.
Lymond recobró rápidamente el buen humor. En efecto, cuando Lady Lennox ya había salido de la celda, oyó desde el otro lado de la puerta cómo Lymond entonaba el villancico Ninguna cierre las puertas[39].
Las campanas llamaron lastimosamente al oficio de Tercia. Robin Stewart oyó el tañido, amortiguado por el canto de los pájaros, en la puerta de la choza. El reflejo de las hojas moteaba de verde su acicalado pelo y la inmaculada y pulcra camisa que llevaba puesta, llevaba unas botas color avellana de impecable factura que contrastaban con la hierba del feraz prado.
En el interior de la choza, se observaba el mismo cambio. Había conseguido transformar con tesón aquella casucha en una estancia castrense, limpia, ordenada y reluciente. Había reparado la única silla y hecho la cama, adornado la mesa con los mejores manjares que había comprado o robado: un pedazo de mantequilla, una jarra rebosante de leche, un queso, un cuenco con empanadas y una jofaina de vino. En la esquina estaba su mochila de lona, meticulosamente preparada, y apoyadas contra el muro la espada y las espuelas, que de bruñidas que estaban más parecían de plata que de hierro. Robin, flaco pero libre ya de cadenas y grilletes, aguardaba tendido en el catre, confiado y orgulloso. La mirada era fiera pero serena.
La Reina moriría en la ceremonia de Investidura, que estaba prevista comenzar a las diez. Una hora antes, vendrían a por él Lymond y la gente del Rey para llevarle preso. Sería su oportunidad para demostrarles a todos que ese crimen no se le podría imputar. Gradas a los datos que suministraría, Artus Cholet sería apresado en el acto, d’Aubigny formalmente acusado y la sombra de la culpabilidad de Thady Boy definitivamente alejada de Lymond.
Lymond vendría con una docena de arqueros, o tal vez unos pocos hombres despachados expresamente por el condestable, junto con un agente judicial. La presencia del agente judicial era indispensable para la validez del testimonio. Los oiría llegar, delatados por el piar de alarma de los pájaros y el sonido en lontananza del galopar de los caballos. Vería los árboles estremecerse, su follaje soliviantado por el roce del duro acero de los cascos de los soldados, y volver a aquietarse. Francis Crawford y el agente judicial se llegarían hasta él y se bajarían de sus cabalgaduras. Entonces, les ofrecería algo de comer.
Francis no contestaría pero no dejaría de notar los cambios: la camisa limpia, la estancia ordenada. Cuando se marcharan, irían hombro a hombro, confiando el uno en el otro, como cuando trepaban por el campanario de la iglesia de Saint Lomer.
Las campanas que llamaban a Tercia dejaron de tañer. Robin Stewart se incorporó y miró por la ventana.
Sir Gilbert Dethick, gran Maestre de la Orden de La Jarretera, estaba perdiendo los nervios. Al oír sus alaridos, proferidos con marcado acento franco holandés, provenientes de la Cámara Privada, el condestable, enfundado en su solemne toga azul, se abrió paso a codazos entre los tamborileros y los dulzaineros, entre los nobles vestidos de plata y armados con hachas ceremoniales, entre los corregidores y demás magistrados de la Audiencia que vestían toga negra. Hendiendo la fila de heraldos armados que conseguían a duras penas mantener la compostura, agobiados por la rigidez de sus aparatosas vestimentas de seda adornadas con la flor de lis, los arqueros con sus gruesas casacas plateadas y la marejada de pajes que se afanaban sin ton ni son, el condestable consiguió alcanzar por fin la Cámara Privada del Rey.
El Monarca no había llegado aún. Dethick, con la corona emblemática de su Orden echada para atrás, la barba tan lacia como los pelos de la pata delantera de un perrito faldero, reclamaba con impaciencia un tapicero. Los heraldos franceses pululaban incómodos mientras Chester, avergonzado ante las protestas de su compatriota, se apresuraba a buscar ayuda: había visto que sólo había dos mesas en vez de las tres previstas, y que la alfombra no se había dispuesto todavía. El condestable paró en seco al Maestre de la Jarretera antes de que este le aturdiera con sus quejas y mandó que instalaran una tercera mesa.
Faltaba media hora para que empezara la ceremonia de Investidura. El condestable Montmorency abrió la puerta que daba al vestidor de los franceses. Descubrió unos vestidos deslumbrantes de los que emanaban intensos perfumes. Tres caballeros de la Orden de Saint Michel se estaban ciñendo sendas armaduras, coronadas por un blanco yelmo. No dio con el birrete escarlata del Canciller y salió de allí malhumorado. El bamboleo del penacho de plumas de avestruz que adornaba su bonete y el tintinear de los eslabones del pesado collar, ¡treinta onzas de oro de ley!, que llevaba al cuello, delataban su rápido caminar y por ende sus nervios.
Enfundados también en suntuarios atuendos, los integrantes de la embajada inglesa esperaban en silencio en una habitación contigua. Anne, duque de Montmorency y condestable de Francia, envió un paje para que diera la orden a los tamborileros de abrir la ceremonia con sus redobles y de traerle a Longueville, el hijo francés de María de Guisa. Tenían unas noticias increíbles que comunicar a su señora madre.
Con seco ademán, Montmorency acalló el coro de quejas en derredor suyo, se recogió las amplias vestimentas color azul cielo y se marchó prestamente.
Diez minutos más tarde, de nuevo a punto de marcharse, estaba diciendo:
—El testimonio vertido contra lord d’Aubigny es tajante. —Estaba de pie, con su azur vestimenta debajo del brazo—. Y ese tal Cholet, en cuanto demos con él, no tardará en confesarlo todo. Pero tened presente que hasta que no le arranquemos esa confesión, no podremos airear que d’Aubigny fue el causante de la masacre de la Tour des Minimes. Mientras no obtenga esa confesión, me será imposible exonerar a Crawford de los cargos que se le imputan. En todo caso, el asunto d’Aubigny requiere de las máximas precauciones… Majestad, con vuestra venia, he de irme.
No es que sintiera mucho aprecio por la Reina madre, pero no podía menos que admirar su talento como negociadora. Nunca la había visto perder el temple. Guiado por el chico, la había encontrado en compañía de una de sus damas de séquito y de aquel irlandés chiflado, O’LiamRoe, que había tenido la osadía de insultar al Rey. Estaba también un hombre corpulento de quien recordaba vagamente que era escultor o algo así.
Tras escuchar el relato de los acontecimientos, se había dado cabal cuenta de que el drama estaba por llegar. El escultor, Hérisson, tenía en su custodia a un mercader flamenco de nombre Beck que estaba dispuesto a testificar contra d’Aubigny. Además, O’LiamRoe afirmaba que se hallaba presente en el castillo de Châteaubriant un hombre con una misión: la de asesinar a la pequeña Reina.
Si llegaban a capturarlo, significaría que el chivo expiatorio que se hallaba encerrado en una celda del Vieux Château sería liberado y que habría que persuadir al Rey de retirarle su favor a d’Aubigny. Las cosas se presentaban difíciles, pero más aún el buen hacer diplomático que le quedaba por delante. Mirando a María de Guisa había dicho:
—Nada podremos hacer en tanto la embajada inglesa esté aquí… ¡Voto a Dios! ¡Imaginaos a los comisionados enviados para pedir la mano de vuestra hija mirando como peinamos el lugar registrándolo todo so pretexto de que hay un asesino francés suelto que ha recibido el encargo de matar a nuestra princesa… y que además la conjura está inspirada por ciertos personajes ingleses claramente implicados! ¿Existe algún indicio sólido que nos lleve a pensar que ese miserable intentará llevar a cabo su fechoría hoy precisamente?
O’LiamRoe había contestado:
—Sólo sabemos que ya no está en su morada y que anda por aquí. Y también sabemos que es muy probable que intente ejecutar sus siniestros planes aprovechando la ausencia de Robin Stewart y el hecho de que lord d’Aubigny estará a la vista de todos, acometiendo sus tareas. Hemos de buscar al sujeto casa por casa, Monseigneur…
—Eso no puede ser —aseveró el Condestable—. De ninguna manera. He de irme. Y también vos, duque de Longueville. Quiero daros las gracias Maese Hérisson, y a vos también, señor de Slieve Bloom. Mis oficiales vendrán a buscaros después de la ceremonia de investidura y el señor Beck quedará confinado e incomunicado. Entretanto, reforzaremos la protección de la pequeña Reina. Daré las oportunas instrucciones a mi teniente mayor. Requeridle todos los hombres que estiméis necesarios. Empero, no conviene asustar a la pequeña: irán con el arma oculta en sus ropajes. También le daréis indicaciones sobre Cholet. No puedo dar la orden a mis hombres de emprender su búsqueda, pero sí de que estén atentos y vigilantes. En el receso que mediará entre el banquete y la conferencia intentaré reunirme de nuevo con Vuestras Mercedes. Alteza, usías…
Dicho esto, el condestable, famoso por su mal genio, se marchó.
Phelim O’LiamRoe, con marcadas ojeras fruto de una noche sin dormir, golpeó el puño derecho en su mano izquierda y soltó un juramento. La Reina madre ni siquiera reparó en semejante descortesía. Muy erguida, se dirigió hacia la ventana seguida de la mirada de Margaret Erskine. Sin embargo, Michel Hérisson, el hombre que le había pisado los talones al príncipe irlandés de forma tan sorpresiva, se pasó las manos, deformadas por la gota, por su canosa y desaliñada pelambrera y soltó entre dientes:
—¡Liam aboo, hijo, Liam aboo! Mi gaélico es paupérrimo, pero si estáis diciendo lo que imagino que estáis diciendo: ¡Liam aboo, hijo, Liam aboo!
La bruma matinal se había levantado del lago. Las pequeñas barcas se hallaban en el centro y, navegando entre ellas, un grupo de músicos sobre una balsa engalanada con flores ensayaba las piezas con las que iban a amenizar la fiesta. El sonido de rabeles, laúdes y violas rebotaba sobre la superficie del agua, y llegaba cual ingrávida libélula a las orillas del lago por las que iban y venían en su incesante quehacer los sirvientes encargados de preparar la fiesta.
Iba a ser magnífica pero no del todo original. La temática y los disfraces elegidos para la ocasión ya se habían utilizado con anterioridad. Bueno, con eso ya era rendirles a los comisionados ingleses suficientes honores. Las casetas diseñadas por Francis que Scibec de Carpi[40] y edificadas en los empinados prados circundantes habían sido adornadas con pámpanos, bustos, tarjetas y genios alados que portaban las banderas de Inglaterra, Francia y Escocia. Después de la ceremonia de investidura, del banquete y de la subsiguiente conferencia, se celebrarían unas justas por la noche.
Y después, un espectáculo acuático. Se habían dispuesto amables jardines alrededor del lago, un par de fuentes, una en cada extremo del estanque, y edificado un pabellón en un pequeño altozano que dominaba el lago, arropándolo con deslumbrantes tisúes de oro e iluminándolo con profusión de lámparas y antorchas. Allí se sentaría la Corte después del convite para deleitarse con el espectáculo de Ida, la bergére phrygienne. La hermosa pastora frigia daría la vuelta al lago en su carro tirado por ocas, rodeada de alegres y saltarinas ninfas, sátiros y centauros. Varios personajes del elenco ya se hallaban presentes para disfrutar del soleado día, ligeros de ropa y aprovechando la laxitud que imperaba en tan señalada fecha, tumbados en el praderío agostado. Una Victoria alada se había acomodado debajo de un peral tocando la flauta, mientras dos sacerdotisas tocadas con serpientes se mofaban de un Baco sentado con su toga escarlata a la orilla del lago que, indiferente a las chanzas de esas víboras, se remojaba los pies con una expresión de vibrante felicidad.
Detrás de los jardines estaban los atrezzos: la cubeta forrada con piel de leopardo con la que el héroe esparciría vino barato en su derredor, los carros tirados por elefantes, avestruces y ciervos, la diosa Fortuna montada en su carroza y traída expresamente desde Angers, con la manzana en la mano. Había más carrozas aparcadas, atestadas de estatuas de dioses y reyes. Un grupo de ninfas del bosque se había acercado hasta allí para admirar tan egregias figuras. Entre ellas se hallaba la mismísima Diana Cazadora, madame de Valentinois, que llevaba un quitón negro bordado con estrellas de plata e hilo de oro. La túnica era atrevidamente corta pero no tanto como las que vestían los cuerpos de las ninfas y que apenas cubrían el nacimiento de sus muslos. Apilados en el suelo estaban sus arcos y flechas, de madera ricamente repujada y dorada, junto con las coronas, las antorchas y jaulas con palomas. Todas esas gentiles doncellas del bosque parecían colmadas de felicidad y bastante acaloradas: los operarios no escatimaban en piropos.
—Ahí va la vieja zorra —dijo el jefe de la casa de fieras mirando hacia una zona algo alejada en uno de los extremos del lago. Iba tocado con su turbante habitual y llevaba una máscara que cubría su atezado rostro. El elefante al que llamaba Hughie, enjaezado con un valioso arnés dorado, eructó sonoramente a su lado. Piedar Dooly, renegando internamente de estar allí y enfundado en unas calzas negras que enfatizaban sus patillas de alambre, le espetó displicente:
—Es la amante del Rey. ¿Necesitáis tres ojos para verlo? ¿Dónde se habrá metido el Príncipe? No lo veo por ningún sitio.
El hombre, vestido de brocado y sentado a lo moro ante el pabellón principal, continuó observando a los cuidadores y mozos deambular por entre las jaulas y las tiendas, atento a los sonidos provenientes de los animales y a los familiares olores que su gran nariz reconocía como el símbolo inequívoco de una casa de fieras organizada y cuidada.
—Si no lo sabéis, es que no debéis saberlo —dijo Abernaci sin volverse. El camello, que supuestamente debía portar el incienso, había sufrido un síncope la pasada noche. Tendrían que llevarlo las mulas. No estaba dispuesto a correr ningún riesgo empleando a los felinos. Un rumor de pisadas sobre la mullida hierba anunció al recién llegado, que se puso de cuclillas a su lado.
—Si estáis hablando del príncipe de Barrow, está en el castillo —dijo Tosh—. ¡Cristo! ¿A qué os recuerda todo esto?
—A París, Lyon, Ruán, Dieppe, Amboise, Angers… —dijo Abernaci—. En todos sitios hacemos lo mismo, la verdad. Sólo que esta vez parece que el rey de Francia financia la fiesta de su propio bolsillo, ¿no habéis notado acaso que hay escasez de heno? ¿Os acordáis de cuando Hughie empezó a molestar a…? Ah, no. No estabais en Ruán.
—Juegan a ser dioses —dijo Piedar Dooly, y escupió al suelo—. Todos ellos, ingleses y franceses por igual. Dioses provenientes del Infierno, diría yo. Torturan los verdes campos para convertirlos en sus malditas canchas de juego de pelota y adornan a sus perros falderos con joyas que podrían servir para alimentar a media Irlanda durante un año entero. Los héroes de Tara habrían hecho piedras de molino con sus estúpidas caras.
Tosh se tumbó sobre la agostada hierba y puso los brazos bajo la cabeza.
—No debéis hablar mal de los franceses —dijo—. Bien que supieron echar a los ingleses de su país.
Dooly se acercó en dos zancadas al funambulista y se puso a su altura.
—¡Con la ayuda de ocho mil irlandeses! —exclamó—. ¡Vais a ver lo que tarda Irlanda en darle a esos ingleses una buena patada en sus gordas posaderas y expulsarlos de sus costas… y a los escoceses de paso, también! A estas alturas a nadie se le escapa que la gran nación escocesa se ha vuelto tan blandengue que necesita que Francia le saque las castañas del fuego y luche en su nombre. Un país de damiselas gobernado por damiselas… ¿y quién preside los desfiles militares, quien es la jefa suprema, la señora de la guerra de ese país? ¡Una niñata vestida con enaguas que no hace ni dos días todavía seguía aferrada a los pechos de su ama de cría!
Tosh, hombre de temperamento tranquilo, intercambió una mi rada con Abernaci y después se giró hacia Dooly.
—Cierto, cierto —dijo—. Verdad es que hay poderosos bueyes en Irlanda, pero dicen que no los pueden embarcar ni mover del país por los cuernos tan grandes que tienen…
Abernaci se había puesto de cuclillas de un salto, y llevándose la mano a modo de visera sobre el rostro moreno surcado de cicatrices observaba cómo la pequeña Reina se acercaba al borde del lago.
—¡Cristo! —exclamó—. Ahí va la gobernanta. Y la mujer de Erskine. Y el chico de los Fleming. Dos niños y seis hombres de armas. Están revisando la embarcación como si estuviera contaminada por la lepra… Ahora se suben a la barca.
—Si la barca está en buenas condiciones estarán tan seguros en el agua como en tierra firme —dijo Tosh—. ¿Y el resto de la flotilla? ¿Qué pinta ahí? —En medio del lago, atadas entre sí y a una boya, góndolas, bergantines y galeras en miniatura componían la mencionada flotilla de doce embarcaciones que se mecían con suavidad en las apacibles aguas.
—Son inofensivas —dijo Abernaci—. Los bergantines y las galeras simularán un fuego cruzado; van todas cargadas con cohetes, molinillos y demás fuegos artificiales. Aunque estallaran todos al tiempo no llegarían siquiera a ser peligrosos. En todo caso, difícilmente podrían prenderse, juntos o por separado. Se ha prohibido que haya ni una sola antorcha encendida en las proximidades del lago, lo sabéis, ¿no? Pero hombre —dijo de pronto volviéndose hacia Piedar Dooly, que miraba concentrado en dirección de la flotilla—, ¿no vais a buscar a O’LiamRoe, ahora que ya sabéis dónde está?
—¡Bah! No os preocupéis —dijo desdeñosamente el irlandés y le dio la espalda a las barcas del lago—. Estuve presente cuando esos idiotas mandaron al bardo a la cárcel, que fue lo mejor que podían haber hecho. No me va a contar nada que no sepa ya.
Las miradas de Tosh y Abernaci volvieron a encontrarse por segunda vez.
—Tampoco a mí —dijo Tosh escuetamente. Y añadió—: He oído que Cormac O’Connor está indispuesto.
Piedar Dooly se dejó caer sobre la hierba.
—Sabéis —dijo—, si por O’LiamRoe fuera, no volveríamos a pisar Slieve Bloom nunca más. Pero gracias a mis oportunas intervenciones —dijo abrazándose las rodillas con expresión complaciente—, la cosa está a punto de cambiar.
Abernaci, que sabía interpretar acertadamente las alusiones veladas, sintió que se le encendían todas las alarmas. Silencioso y rápido como una serpiente, el cuidador jefe de la casa de fieras se abalanzó sobre Dooly y le agarró con fuerza de un hombro. Tosh, con expresión interrogante en su ancha cara, hizo lo propio y sujetó al irlandés del otro brazo.
—¿Diríais que espera que suceda algo? —preguntó Abernaci dirigiéndose a Tosh—. ¿Qué opináis?
Piedar Dooly era demasiado inteligente para gritar pidiendo auxilio, pero demasiado estúpido para mantener la boca cerrada del todo.
—Stad thusa ort! —dijo—. Ya es demasiado tarde en todo caso —repitió en inglés, y escupió.
El cuidador jefe de la casa de fieras del Rey miró por encima de la cabeza de Dooly a Thomas Ouschart y le dirigió unas palabras rápidamente en urdu. Entre los dos, cogieron al pequeño irlandés y sin decir palabra se lo llevaron al pabellón.
A las diez menos cinco el Rey entraba en la Cámara Privada. Iba con la cabeza descubierta y totalmente vestido de blanco. La música se interrumpió. Los arqueros de la Guardia Real, los caballeros y príncipes que aguardaban ordenadamente en la estancia se descubrieron e inclinaron.
Afuera, los integrantes de la Orden de la Jarretera, que llevaba formada diez minutos, hablaban en murmullos y sudaban bajo sus galas de terciopelo. El condestable, el único rostro francés entre aquel enjambre de ingleses, había llegado algo tarde y ocupado su lugar junto a Mason. El obispo, sir Thomas Smith, y Black Rod se encontraban algo más delante. Northampton, situado hacia la mitad del grupo, conversaba con Dethick en cristiana armonía. Delante de las puertas, la hilera de sirvientes guardaba respetuoso silencio mostrando sus cuellos impolutos a todos los que esperaban detrás.
Sonaron las trompetas.
La comitiva comenzó a moverse en perfecta formación. El embajador, rodeado de sus oficiales, entró en la Cámara del Rey. Los caballeros extranjeros, vestidos con sus mejores galas y cubiertos de joyas, ocuparon sus puestos ordenadamente junto a las mesas para dejar sitio a la retaguardia de la comitiva. Una vez todos estuvieron dentro, se cerró la puerta. Tras las reverencias de rigor, las trompetas volvieron a sonar y los oficiales y caballeros dejaron paso al heraldo y al gran Maestre. El heraldo Chester, ataviado con su brillante jubón, caminaba junto al gran Maestre, orgullosamente envuelto en su capa y luciendo el hermoso tabardo con el escudo de la Orden: un león y una flor de lis bordados en oro sobre cuarteles azules y rojos. Se había peinado la barba y ceñía la corona ceremonial. Portaba un cojín de terciopelo púrpura y borlas doradas sobre el que relucían la jarretera, el collar, el libro de los estatutos forrado con brocado de oro y terciopelo y el manuscrito con el mensaje del rey de Inglaterra. Tras hacer una exquisita reverencia ante el Soberano, Dethik depositó el cojín con las insignias sobre la gran mesa de ceremonias junto con las prendas del ceremonial, la capa, el jubón y el bonete de gala, y se colocó al lado de Northampton. El secretario del rey Enrique de Francia dio solemne lectura del manuscrito real: «Nos, Eduardo VI, rey de Inglaterra y señor de Irlanda por la gracia de Dios, Protector de la fe y Soberano de la Nobilísima Orden de la Jarretera, encomendamos a nuestro muy leal y fiel primo, marqués de Northampton… la misión de aceptaros en la susodicha Orden y en conferiros el honor…».
El boato y esplendor de los ingleses era en verdad impresionante. El marqués, cuyas dotes marciales dejaban mucho que desear, parecía un auténtico rey. D’Aubigny tampoco se quedaba corto. Enrique parecía nervioso. El diablo se lleve a los de Guisa, pensó el condestable. Le gustaría ver la cara que pondría la Regente si el rey Eduardo aceptara finalmente devolver Calais a cambio de desposar a su hija…
El condestable ahogó un suspiro. Pero aquello no habría de ocurrir. Todo se reducía a un gambito interesante, nada más. De hecho, haber llegado hasta el momento presente ya constituía un verdadero triunfo. Rogaba a Dios que St. André se comportara. Todavía recordaba la última embajada con fines matrimoniales que Francia había enviado en tiempos del viejo Enrique de Inglaterra… Los supuestos embajadores se habían dedicado a vender en el país anfitrión el contenido de sus equipajes a buen precio, convirtiendo Tailor’s Hall en una caótica plaza de mercado y poniendo, con razón, a los gremios en pie de guerra. Pero St. André era un hombre de fiar. No como los de Guisa. ¡Cielo santo! ¿Por qué no estaba allí el duque de Guisa…? Ah, sí, sí que estaba, habría llegado tarde… Dios, que calor hacía.
Fue el guardia bajito el que llegó corriendo, y tras descorrer el cerrojo le abrió la puerta. Tras él venían soldados con la enseña de los de Guisa precedidos por un pálido y trémulo O’LiamRoe. Lymond estuvo a su lado en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Os lo dijo ella? —preguntó.
—Robin Stewart os mandó un mensaje, pero Dooly no lo hizo llegar. Nos acabamos de enterar hace escasos minutos. El atentado va a tener lugar ahora, en el lago.
Ambos salieron a la carrera seguidos por los soldados y acompañados por el golpeteo de sus armas. O’LiamRoe consiguió decir:
—Debemos actuar con cuidado. Vuestra puesta en libertad es ilegal. Todavía no tenemos pruebas contundentes contra d’Aubigny y el Rey nunca habría accedido… Tosh me trajo a Piedar. Abernaci ha vuelto al lago. La Reina ya está allí pero, aunque los barcos están cargados de explosivos, Cholet no tiene manera de hacerlos explosionar —dijo el príncipe de Barrow, intentando mantenerse a la altura de Lymond—. Ah, se me olvidaba, Stewart quería que acudierais a verle. Esperaba que os encontrarais con él esta mañana a las nueve, para demostrar que no tenía arte ni parte en el atentado. Os escribió un mensaje.
—Este Stewart —dijo Lymond—, seguro que aparece de la forma y en el momento equivocado cuando todo haya acabado. ¡Al lago! ¡Al lago! ¡Tenemos que llegar a tiempo!
Cruzaron a toda velocidad el campo de justas, sudando a mares…
—Vino Michel Hérisson —dijo O’LiamRoe—. Tienen a Beck… Conocemos la descripción de Cholet: ronda los cuarenta años, es bajito, recio, moreno y tiene la barba pelirroja.
—¡Dios! —exclamó Lymond, riendo entrecortadamente. A O’LiamRoe le parecía rebosante de vida. Corría con la agilidad de un bailarín, esquivando a los que se encontraban a su paso. Los soldados, enfundados en sus calzas de cuero, le iban pisando los talones. Frenó en seco al llegar al lago—. ¡Dios mío! ¿Qué hacen? La niña sigue allí. ¡Mirad!
Todos se detuvieron. Era cierto. La gabarra de la Reina, pintada en alegres colores y repleta de niños y soldados, se hallaba en el centro del lago amarrada a las otras doce pequeñas embarcaciones.
—No quedan barcas —dijo O’LiamRoe segundos más tarde—. Se llevaron la última para la Reina. Y la música impedirá que nos oigan.
—Quizás haya encendido una mecha de combustión lenta… —dijo Lymond.
—No puede ser —dijo O’LiamRoe—. Abernaci asegura que nadie se ha acercado a las barcas desde anoche. No existe maestro artificiero capaz de mantener encendida una mecha durante tanto tiempo.
—Entonces usará una flecha de fuego —repuso Lymond, convencido—. ¿Hay algún extranjero en la casa de fieras?
—Por ese lado podemos estar tranquilos —afirmó O’LiamRoe.
—Entonces el ataque tiene que venir del pabellón o de la zona del lago donde están aparcadas las carrozas. Aquí parece que no hay nadie. Coged tres hombres y revisad carros y carrozas. Yo me encargaré de…
—Thady, he visto por allí los arcos y flechas de Diana y también pedernal… —Michel Hérisson, que llegaba en aquel momento, interrumpió a Lymond sin saludarlo siquiera.
—Id a las fuentes y ponerlas en marcha —dijo Lymond—. ¿Sabéis nadar? ¿No? ¿Y vos, Phelim? Dios, mirad. Allí va Abernaci.
Una fila de hombres se desplegaba corriendo hacia los senderos que llevaban a las casetas. Lymond y Hérisson se dirigieron juntos hacia el pabellón levantado junto al lago, que resplandecía adornado con tisú dorado. Sobre el tejado, unos cuantos trabajadores parecían estar descansando. Cuando se aproximaban, uno de ellos salió corriendo.
Lymond emitió un agudo silbido. O’LiamRoe, a medio camino de las carrozas, se detuvo en seco. También los soldados de los de Guisa se pararon y miraron hacia Lymond. En la gabarra de la Reina, los hombres armados encargados de proteger a la pequeña, apercibidos de que algo estaba ocurriendo en tierra, habían levantado sus escudos improvisando una especie de barricada alrededor de la niña, ocultándola a la vista. Pensando que aquella era la mejor forma de protegerla, parecieron tranquilizarse y se mantuvieron en aquella posición. No tenían intención alguna de remar hacia el peligro que parecía amenazarla en tierra firme.
El hombre que poco antes había estado subido al tejado del pabellón había desaparecido; se trataba de un hombre pequeño y recio con una barba castaño rojiza: Cholet, sin duda. Lymond comenzó a trepar por una de las sólidas pilastras romanas del pabellón con la agilidad de una cabra montesa. Por un instante a O’LiamRoe le vino a la mente una imagen del pasado: un gordo y moreno ollave con la negra casaca al viento trepando por la verga de La Sauvée con un cuchillo entre los dientes. En esta ocasión, no llevaba cuchillo ni casaca. Se había despojado incluso de la burda camisa de hilo para tener más libertad de movimiento. Su rubio cabello, en contraste con la morena espalda surcada de cicatrices, parecía de plata.
Cholet apareció de pronto sobre la sólida cornisa del pabellón con un arco en las manos. Un delgado hilillo de humo se elevó en el aire proveniente de la pálida llama que brillaba, transparente casi a la luz del sol, en la punta de la flecha.
Una tras otra, el arquero lanzó tres flechas encendidas hacia su objetivo. La primera cayó al agua. La segunda y la tercera hicieron blanco sobre la novena embarcación, clavándose con firmeza en la pequeña galera situada junto a la gabarra del Rey, que estaba separada por cinco barcas de la de la Reina. Artus Cholet tiró el arco y las flechas sobre el techo del pabellón. La madera barnizada y el dorado tisú ardieron como la yesca, levantando una cortina de fuego que se extendió con rapidez separando al arquero de Francis Crawford, que corría en su dirección.
La lectura en latín había terminado, gracias a Dios. Lo peor había pasado. El obispo de Ely pronunció una oración interminable y fue respondido por su homólogo de Guisa, vestido en elegante terciopelo rojo. A pesar de ser francés parecía un inglés auténtico. En aquel momento el rey Enrique de Francia, ataviado en blanco con águilas bordadas en plata, su negro cabello resplandeciente, tomó el Libro en sus manos, besó la Cruz y se dispuso a prestar juramento. Todo parecía estar saliendo bien. El gran Maestre cogió la Jarretera de seda azul bordada con letras de oro del cojín, la besó y se la pasó a Northampton. El marqués se arrodilló y la colocó sobre la musculosa pierna izquierda del Monarca con una reverencial destreza que delataba lo practicado del gesto.
D’Aubigny observaba la ceremonia con gesto de hastío. ¿Por qué habría llegado tarde el duque de Guisa? Estaba completamente seguro de que el tal Crawford se había hecho pasar por un bardo irlandés a petición de la hermana del duque, la regente de Escocia. La Regente le había introducido en la corte para espiar, estaba claro. La orden de luchar en el foso contra el jabalí, la había dado a Lymond para manifestar públicamente su falta de interés por él y, dado el caso, poder ser indulgente y protegerlo. Luego, al final, resultó que cuando más la necesitaba había acabado dándole la espalda. Era increíble que Crawford se lo hubiera permitido. Aunque a la Regente no le había quedado más remedio, eso había que admitirlo. Por otro lado, no era difícil de imaginar lo que pretendía: una de Guisa regente de Escocia, un de Guisa papa de Roma, otro de Guisa virtualmente rey de Francia… Bueno, eso estaba por ver todavía. Pero ella había colocado a Crawford en la sombra por algo… En fin, eso también parecía a punto de concluir. Aunque el Rey le había tomado cariño… Ya le daría él a los Médicis algo en que pensar.
Capito vestem hanc purpuream… ¡Dios, qué calor hacía!
La novena galera estaba en llamas. En la gabarra de María ya se habían dado cuenta. Se veía una persona asomada sobre la borda intentando cortar las amarras que la unían al resto de la flotilla. El grupo de barcas cabeceó y las pequeñas naves comenzaron a avanzar lentamente. Con las prisas, el hombre, en su intento por separar a la gabarra del peligro, había cortado las amarras que unían al conjunto de naves a la boya que las anclaba y ahora las trece barcas, todavía amarradas entre sí, avanzaban en bloque a la deriva. Cholet comenzó a bajar del tejado del pabellón. O’LiamRoe corría en su dirección seguido de los tres soldados. Lymond le llamó y después se deslizó hasta el suelo y salió a toda velocidad hacia el lago donde las dos fuentes, una en cada extremo, se habían puesto en funcionamiento al unísono creando dos delicadas cascadas de agua luminosa.
La duquesa de Valentinois se había marchado hacía rato. También las ninfas, acompañadas de Baco, habían puesto pies en polvorosa a la primera señal de complicación. Los soldados de la gabarra de María estaban intentando alejar con los largos remos a las embarcaciones vecinas, convencidos obviamente de que lo que veían eran unos fuegos de artificio prematuramente explosionados; nada demasiado peligroso, aparentemente. Los bergantines y las galeras recién pintadas, con sus mascarones de proa en forma de dragón, cabeceaban en el agua. Del costado de la novena barca salía un chorro de fuego. Era francamente bonito. Los músicos del escenario flotante sobre el lago, boquiabiertos, habían dejado de tocar. Lymond ya estaba en el agua. Poniendo las manos a modo de bocina gritó:
—¡Alejaos! ¡Hay pólvora en las barcas! —Alguien le tendió un cuchillo al pasar.
Abernaci, en la zona del lago donde se hallaban las jaulas de los animales, también se había metido en el agua. Pero las barcas a la deriva se encontraban en aquel momento más cerca de Lymond que de él.
Lymond volvió a gritar. Abernaci tardó unos instantes en caer en la cuenta de que lo había hecho en gaélico. Le estaba indicando que pusiera el arnés al elefante.
Aunque la orden iba dirigida a Abernaci, fue O’LiamRoe quien la oyó primero y procedió a ejecutarla. Tras intercambiar unas palabras con el mozo del paquidermo, el Príncipe enganchó una cuerda al arnés de Hughie y se la tiró a Abernaci, que la recogió en sus húmedas manos mientras Francis Crawford nadaba por las aguas verdosas del lago en dirección a las barcas. La gabarra de la Reina, amarrada a la flotilla y a la barca incendiada, avanzaba por su parte hacia Lymond a golpe de remo.
Despojado ya del jubón blanco, el Rey se había puesto la nueva sobreveste carmesí y ceñido la espada sin contratiempos. El gran Maestre besaba en aquel momento la capa y el bonete de gala. Accipe Clamidem hanc caelici coloris… Aceptad esta capa de color celestial bordada con el escudo de la Cruz de Cristo, cuya fuerza y virtud habrán siempre de acompañaros…
Las borlas recién cosidas pendían silenciosas, las jarreteras relucían espléndidas, azul sobre plata. Enrique estaba empezando a aburrirse.
Sólo faltaba el collar. Después seguiría la habitual homilía, que tendría lugar en la capilla, y finalmente se celebraría el banquete. La consecuencia de todo aquello no se le escapaba a nadie: ahora que la amenaza inglesa había perdido importancia, las relaciones con Escocia ya no resultaban tan valiosas para Francia. Si la niña moría, el Delfín podría establecer nuevos lazos matrimoniales a conveniencia, como por ejemplo… ¡Dios santo! Verdaderamente hacía un calor atroz. Y toda aquella ropa tan gruesa… Era para desmayarse.
El mozo de Hughie había decidido quedarse en tierra en el último momento, así que el enorme elefante macho, mientras se movía perezosamente lago adentro levantando nubes de agua con las orejas, llevaba sobre su lomo sólo a O’LiamRoe, que no sabía nadar, aferrado a la empapada cabezota del animal. El Príncipe no despegaba los ojos de Abernaci, quien algo más delante los remolcaba hacia la barca en llamas.
Lymond llegó primero. Margaret Erskine lo vio acercarse desde detrás de la barrera protectora de escudos. Había pasado el brazo alrededor de la pequeña María y parecía enfrascada en una conversación trivial con James y los niños mientras intentaba mantener el equilibrio a medida que la gabarra, impulsada por cuatro fornidos hombres, avanzaba a golpe de remo. El humo impregnaba el ambiente de un olor acre.
—Que lástima —dijo Margaret con aire desenfadado—. Todos esos preciosos fuegos de artificio que se están desperdiciando. Mucho me temo, chérie, que vais a presenciar el mayor despliegue de pirotecnia que jamás se ha visto a la luz del día.
—Seguro que el señor Crawford consigue detenerlo —dijo la pequeña rescatando de entre los brazos de Margaret su espesa mata de rizados cabellos pelirrojos. Estaba asustada. Margaret lo notaba. Sin embargo, la niña intentaba no demostrarlo y le seguía la corriente con naturalidad—. Sería una pena que se perdieran todos esos cohetes y tracas tan bonitas…
La rubia cabeza que sobresalía del agua estaba ya casi a su altura. Seguramente Lymond debía haberse dado cuenta de que el fuego estaba demasiado avanzado como para poder extinguirlo. El joven sacaba la cabeza del agua cada pocas brazadas para observar el avance de O’LiamRoe y Abernaci desde el extremo opuesto del lago. En una ocasión, quizás al oír su nombre, se había vuelto en dirección a la pequeña Reina y le había hecho un breve saludo con el brazo, levantando una fina lluvia de gotitas doradas. Poco después llegó a la altura de la última barca de la flotilla y se izó ágilmente hasta la cubierta. En ella, preparados para la ceremonia nocturna, se habían dispuesto ruedas de fuego y demás material pirotécnico.
Aunque había trepado con destreza, el movimiento hizo chocar levemente el casco de la pequeña nave con la que tenía amarrada a proa, propagando el cabeceo al resto de las embarcaciones. Los músicos del escenario flotante instalado en el lago parecieron enmudecer por un instante. Una nube de chispas salió proyectada desde la galera incendiada provocando una nube de humo negro que se cernió sobre los barcos, inundándolo todo del olor a pintura quemada. La gabarra de la Reina, en un extremo, intentaba separarse de la flotilla mientras en el opuesto, Abernaci hacía gestos con sus morenos brazos al gigantesco elefante macho, que se había detenido. O’LiamRoe, de pie sobre su lomo, intentaba hacerle continuar desgañitándose en gaélico.
En la orilla se estaba congregando una creciente multitud de soldados y obreros a los que se iban sumando, provenientes del castillo, hombres y mujeres atraídos por la nube de humo y chispas que salían de las barcas. La borda de madera tallada de la galera estaba ahora totalmente envuelta en llamas y lenguas de fuego dorado lamían la carbonizada pintura de la cubierta, avanzando hacia los mástiles adornados con gallardetes. El cielo se había llenado de pavesas.
Con un estallido, la rueda de fuego de la barca en la que estaba Lymond se prendió y salió proyectada. El fuego de colores iluminó por un instante la dorada cabeza del heraldo Vervassal, que corría por la cubierta envuelta en humo. La enorme rueda pirotécnica comenzó a girar sobre sí misma a velocidad creciente a medida que sus cohetes iban haciendo explosión. Las policromas chispas hacían relucir el rostro de Lymond quien, situado peligrosamente cerca del artefacto, intentaba esquivarlas.
Otras dos ruedas de fuego prendieron también en la misma nave, una en la proa y la otra en la verga. En la galera incendiada las llamas habían alcanzado ya la cubierta y comenzaban a pasarse al pequeño bergantín situado a proa.
Como si tuviera alas en los pies, Lymond saltó de su nave a la que estaba más próxima, y de ahí a la siguiente. Moviéndose con increíble ligereza evitó las ruedas de fuego, que todavía no habían alcanzado su velocidad máxima, y llegó frente a la galera incendiada.
Iba revisando cada una de las barcas antes de saltar a la siguiente. Margaret Erskine, que se había dado cuenta, lo vio detenerse en la octava embarcación: la gabarra del Rey. El fuego había prendido ya el tisú dorado que adornaba el castillo de la plataforma defensiva, en lo alto del mástil. De un tirón, Lymond lo arrancó y lo lanzó al agua, donde se apagó con un siseo. Las ventanas policromadas del castillo de proa reflejaban los fuegos artificiales de la popa. Saltó sobre el puente, donde la pintura comenzaba a ampollarse y, con la proa y las barandillas de babor en llamas a su espalda, cortó las amarras para separar los barcos que acababa de atravesar del resto de las naves. Fue una maniobra arriesgada, pero al final lo consiguió. Se detuvo un instante para echar un vistazo al interior de la bodega y después reapareció. A toda prisa, saltando como una pulga de barco en barco, deshizo el camino y se dirigió hacia Abernaci, que le esperaba en el agua tocado con el inevitable turbante y provisto de una cuerda. El mahout se irguió en toda su estatura y, con el rostro arrebolado por el esfuerzo, la lanzó hacia Lymond, que la amarró cuidadosamente a la proa del barco contiguo. A una señal del joven, Abernaci y O’LiamRoe, a voces y saltos respectivamente, convencieron al elefante de que había llegado el momento de moverse: el paquidermo comenzó a tirar de la pequeña escuadra de cuatro naves para llevarse lejos el peligro. Lymond, dando media vuelta, volvió a dirigirse hacia el fuego.
O’LiamRoe miró hacia atrás. Bajo sus piernas, el poderoso animal caminaba pesadamente obedeciendo la extraña jerga de su mahout, que llegaba a sus oídos como proveniente de un lugar lejano. El Príncipe, empapado y con las ropas arrugadas como una pasa, seguía aferrado a la testa de aquel bicho monstruoso que parecía moverse en el agua con pasmosa facilidad.
La orilla quedaba lejos y el camino parecía libre de obstáculos; no había a la vista construcción, persona o animal alguno a quienes la reducida flotilla pudiera perjudicar en caso de saltar por los aires. El escenario flotante de los músicos se había alejado también a una distancia considerable. La distancia entre los cuatro barcos de los que Hughie tiraba y el resto iba aumentando lentamente. Por fin, alguien había conseguido cortar la amarra del barco de la Reina. Los cascos de los remeros relucían al sol mientras bogaban separando, al fin, la gabarra de la Reina de las demás embarcaciones. A lo lejos, los trajes azules y rojos de los niños destacaban en la cubierta de la nave real junto a una figura pelirroja que brincaba junto a una mujer de curvas generosas. ¿Cuánta pólvora quedaría todavía? ¡Cristo!… bueno, incluso aunque los cuatro barcos estuvieran repletos de explosivos, en pocos minutos los niños se encontrarían fuera de peligro.
Abernaci había visto a Lymond revisar el barco que iba en cabeza de los cuatro. El joven había lanzado algo al agua desde el segundo: pólvora, sin duda. Ahora se encontraba sobre la galera incendiada. Abernaci pudo verle bajo el velamen en llamas, cuchillo en mano, sorteando el fuego que el aire aumentaba a cada segundo. El mahout se dio cuenta de que las naves estaban cobrando velocidad y comenzaban a navegar libremente, impulsadas por el viento. La cuerda que las ataba al elefante ya no tiraba de ellas: en pocos segundos, las cuatro embarcaciones habrían sobrepasado al animal.
O’LiamRoe también se dio cuenta. Dos paquetes salieron volando de la galera en llamas seguidos por Lymond que, gritando algo inaudible, saltó de barco en barco con el puñal en alto, el sol reflejándose en el filo del arma. Con un movimiento certero, Francis Crawford lanzó el cuchillo a Abernaci, que lo recibió con practicada habilidad sobre su mano extendida. Acto seguido, el mahout cortó la cuerda que unía a Hughie con las cuatro naves.
—¡Sujetaos con fuerza! —La orden en gaélico de Abernaci fue seguida de unas palabras ininteligibles en urdu.
El elefante, obediente, empezó a nadar.
El agua verdosa inundó la boca de O’LiamRoe. Con los dedos agarrotados, el Príncipe, cegado y aturdido, se aferró al arnés del animal, sintiendo que se ahogaba. Cuando consiguió erguirse y coger aire, pudo ver a Lymond, que había llegado hasta el barco en cabeza de la peligrosa flotilla. El joven se zambulló en el agua de un salto. También distinguió a Abernaci, que se alejaba nadando con el cabo cortado apretado en el puño para separar a las cuatro naves de su animal. El mahout siguió alejándose hasta sobrepasar a los barcos y hacerlos virar, a buena distancia de O’LiamRoe, de Hughie y del propio Lymond, que en aquel momento asomaba la cabeza. Entonces Abernaci dio un grito y se sumergió.
O’LiamRoe oyó el grito, pero fue Hughie quien lo entendió. Reconociendo un juego divertido y a menudo practicado, el elefante, siguiendo la orden en urdu, imitó a su cuidador y se sumergió también en las turbias aguas hundiendo con él al Príncipe. Justo en aquel momento, los cuatro barcos con sus cohetes, tracas, buscapiés y cargamento de pólvora, saltaron por los aires.
—Recibid y poneos este collar con la imagen del glorioso martirio de San Jorge, patrón de nuestra Orden, que os acompañará en la bonanza y en la adversidad…
El collar relucía alrededor del cuello de Enrique de Francia: veintiséis jarreteras con sus rosas blancas y rojas rematadas con la imagen del gran Jorge. Northampton, impecable hasta el último momento, había felicitado al soberano francés en nombre del rey Eduardo y de todos sus caballeros, y le había hecho entrega del lujoso bonete de terciopelo negro engarzado con brillantes y tocado con una pluma de avestruz, y del libro forrado de rojo terciopelo de los estatutos…
—… non temporariae modo militae gloriam, sed et perennis victoriae palmamdenique recipere valeas. Amén.
Amén. Las trompetas tronaron, todo el mundo hizo una reverencia y los presentes, sedientos, acalorados y entumecidos, se dispusieron a asistir a la solemne Misa que tendrían que soportar antes de poder ir a cenar.
Un silencio prudente se instaló en la estancia. Enrique, sonriendo, llamó a su lado a Northampton y al gran Maestre y les dirigió corteses palabras. Mason y Pickering se reunieron con ellos. Alguien había abierto las puertas al fondo de la sala. Hubo algunos susurros y crujidos provenientes de la zona donde se hallaban los arqueros, los sirvientes y los caballeros que cargaban con sus hachas ceremoniales. El condestable, tras dirigir un rápido vistazo al exterior, calculó por la posición del sol que estaban en hora. Su mirada se cruzó por un instante con la de Stewart d’Aubigny y fue acometido por una sensación de malestar mezclada con una desafiante despreocupación. Que los dioses, papistas, clásicos o reformados, se hicieran cargo de él. Warwick, que no tenía un pelo de tonto, había incluido en su embajada a Lennox y a su real esposa para cubrirse las espaldas, dispuesto si la situación lo demandaba a repudiarlos como la Regente lo había hecho con su heraldo.
Francia, según su opinión, tendría que hacer lo mismo. Irlanda carecía de valor real para el país galo. Que Inglaterra se ocupara, si quería, de poner su dinero en ese pozo sin fondo. Que Inglaterra creyera a Francia su aliada… ¿Qué podría hacer el Emperador contra los dos países juntos?
El Rey se lo estaba tomando con demasiada calma. Por Dios, mira que tenía mala cara d’Aubigny. Algo estaba a punto de ocurrir, estaba claro. Con los ojos entrecerrados, Montmorency observó con cautela al duque de Guisa y le sostuvo la mirada durante un largo instante.
Una detonación proveniente del exterior abrió de golpe las ventanas de la sala y fue seguida por una cadena de estallidos atronadores. Una ráfaga de aire se coló por las abiertas ventanas inundando la atestada estancia.
Como si de un conjunto de marionetas se tratara, todas las cabezas tocadas con sus emplumados bonetes se volvieron al unísono en dirección al estruendo. De entre los desconcertados y alarmados semblantes de la concurrida sala, tan sólo uno permaneció impasible: el del apuesto John Stewart d’Aubigny.
El condestable Montmorency, evaluando el significado de la expresión de Su Excelencia, tomó buena nota y soltó un resignado suspiro. Estalló un clamor entre los asistentes, semejante a una bandada de gansos. En el centro de aquel sonoro tumulto se oyó la voz del Monarca.
Anne de Montmorency, no sin cierto placer, exhaló otro suspiro.
La agonía había terminado. La reina María de Escocia había muerto, probablemente. La esposa de Montmorency le había cosido vestiditos a sus muñecas. Una niña preciosa, la última de su estirpe, nacida en los últimos días de la vida de su regio padre. Al condestable le encantaban los niños. Tenía siete hijas aunque, claro, todas ya crecidas.
Concentrado en sus pensamientos, se acercó al Rey y le tomó del brazo.
—Debe tratarse de algún accidente, Majestad. Pero no deberíamos permitir que afectara a nuestros invitados. Con vuestra venia, mandaré a alguien para que se entere de lo ocurrido mientras proseguimos con la misa, como está previsto.
—Que vaya John Stewart —dijo el Rey.
El condestable dudó un instante. El duque de Guisa le miró con expresión intensa. —Como desee Vuestra Majestad —dijo, por fin.
La onda expansiva de la explosión salvó la vida a O’LiamRoe. Cuando el enorme elefante macho se sumergió en el lago, el agua arremolinada levantó al Príncipe haciéndole saltar por los aires como si fuera un delfín. Fuera del acuático elemento, el panorama no era precisamente menos peligroso: el aire estaba plagado de ascuas, maderas y pedazos de vela ardiendo, mezcladas con toda la batería pirotécnica de alegres colores y los destrozados restos de lo que pocos momentos antes habían sido cuatro hermosos barcos, que ahora caían sobre las negras y encrespadas aguas del otrora plácido lago.
En lontananza, una nave alcanzaba la orilla, intacta, con una regia cabecita, también intacta, en la proa. Algo más cerca, un escenario flotante cabeceaba agitado por las turbulentas aguas sembrado de músicos yacentes con los ojos fuertemente cerrados y las cabezas cubiertas con laúdes y violas a modo de cascos.
Más cerca todavía, apenas visibles entre las olas, Lymond y Archie Abernethy nadaban a toda velocidad hacia él, uno junto al otro. Dos manos le agarraron de los brazos y un hombro desnudo le empujó a la superficie. Al tiempo que vomitaba litros de agua, O’LiamRoe pudo distinguir a Abernaci, que acudía presto y sonriente a la rabiosa llamada de Hughie, mientras Francis Crawford sujetándole con firmeza bajo las axilas nadaba con él hacia la orilla. Tuvieron que esquivar innumerables cascotes que atestaban las bullentes aguas en medio de la nube de humo negro que mezclada con los fuegos de artificio rojos, azules y dorados, ocultaban el sol.
Por suerte, el Príncipe no tuvo necesidad de ser transportado hasta la orilla pues, saliendo de su estupor, se encontró siendo alzado a una pequeña galera que Lymond había liberado, y que aguardaba su carga meciéndose en el lago con dos pares de largos remos dispuestos en su interior. En pocos segundos se encontró aferrando en sus suaves palmas un par de remos e intentando seguir el ritmo que de manera automática y profesional imprimía a la nave Francis Crawford. La galera progresó sobre las decrecientes olas en dirección a la zona donde estaban desplegadas las carpas y jaulas de los animales. Abernaci y el elefante ya se hallaban a medio camino. Lymond iba cantando:
En un mirto a orillas del Loira
Haré una dedicatoria
Y en su corteza escribiré
Estos cuatro versos en tu gloria[41]…
Por primera vez en lo que le parecían horas, O’LiamRoe intentó articular un sonido humano. Emitió un graznido y a continuación escupió, le dio un ataque de hipo y su tez verdosa comenzó a recuperar un tono rosáceo más saludable y acorde con su aspecto habitual.
—Esta C entrometida[42]… —dijo Lymond en tono cantarín tras él—. ¿Verdad que añoráis los mullidos cojines de piel de vuestro Slieve Bloom en momentos como este?
—Anoche sí que los echaba de menos —repuso el Príncipe en tono ahogado.
—He tenido un sueño —dijo Lymond cambiando de tono mientras bogaba con denuedo—. Soñé que Cormac O’Connor se había quedado solo.
—Y así es —dijo O’LiamRoe, la vista perdida en el festival luminoso que los rodeaba—. Y ella también. Oonagh O’Dwyer también se ha quedado sola.
La galera se sumió en un silencio momentáneo.
—Somos unos soberbios, Phelim, por intentar poner la luna a salvo de los lobos. Aunque supongo que es mejor elección que tomar partido por la luna, o por los propios lobos.
Por fin salieron de la humareda. Sintieron la dulce caricia del sol y se dejaron acunar por el calor y el silencio, que obraron como un bálsamo para sus sentidos. Sobre ellos, azul sobre azul, se extendía el cielo inconmensurable.
—¿Y ahora, qué? —dijo repentinamente O’LiamRoe, contagiándose del luminoso ambiente y del buen humor del joven que bogaba tras él—. ¿Vamos a dónde las fieras?
—Ciertamente —corroboró Lymond—. ¿A dónde sino? Nos dirigimos hacia las carpas de los animales, que es donde Artus Cholet lleva intentando escapar de las garras de cierto escultor corpulento de Ruán desde que vos empezasteis a tragaros el agua del nuevo lago del rey de Francia.