IV

Châteaubriant: El precio de la sátira

¿Acaso manda la Ley pagar la alabanza o la sátira? La Ley Divina lo único que manda es alabar a Dios y esa alabanza se paga con el Paraíso.

A partir de aquel día, como Lymond observara cáusticamente, O’LiamRoe desarrolló una marcada tendencia a la borrachera.

Moralmente incapaz de denunciar a Lymond y hacerle pagar injustamente por los actos de lord d’Aubigny, el Príncipe sentía que estaba en Francia sin propósito alguno, atrapado en la misma ciudad que Cormac y Oonagh, a la que se había prohibido a sí mismo visitar, y con su compañero de infortunio, el arquero Stewart, en paradero desconocido.

Fue su paje Piedar Dooly, que no se caracterizaba precisamente por su delicadeza respecto de las cuestiones amorosas, quien le contó a O’LiamRoe que Oonagh O’Dwyer había pasado la noche en el château y que su tía se encontraba a punto de padecer un síncope a causa del ataque de rabia. Châteaubriant era una ciudad pequeña. Las noticias volaban. El Príncipe, despechado, fue en busca de Lymond y se lo encontró cuando volvía de escoltar a su casa a su acompañante nocturna.

La visión del hermoso rostro del rubio heraldo y la pequeña fortuna en joyas que lucía sobre sus ropas fueron más de lo que O’LiamRoe se sentía capaz de soportar. El Príncipe, haciendo caso omiso de lo poco prudente de hacer una escena en público, se dirigió a Lymond en tono colérico:

—¿Os ha satisfecho la dama o se ha ganado la paliza que va a recibir esta mañana de su otro amante?

O’LiamRoe hizo la pregunta en tono ofensivo, esperando un puñetazo por respuesta. Necesitaba desesperadamente provocar una pelea.

—No me ha contado nada —dijo Lymond tras unos instantes de vacilación—. Una lástima. Yo de vos iría a emborracharme, Phelim —dijo.

El Príncipe siguió su consejo.

En la «Chère Saincte» se encontró con bastantes huéspedes que estaban allí con la misma alcohólica intención, refugiados en la taberna y contentos de escapar, aunque fuera por unas horas, de la rígida etiqueta cortesana impuesta por la llegada de la embajada. Los numerosos arqueros que no estaban de servicio se hallaban allí reunidos, obligados a compartir el espacio con la guardia suiza, lo que había provocado algunos roces y una tremenda algarabía.

El teniente André Spens, que no era precisamente uno de los más tranquilos de la concurrencia, acababa de llegar de Nantes. Al principio no reparó en el pilluelo con aspecto de mendigo que se sentaba a su lado en la barra de la taberna, pero cuando las palabras del mocoso consiguieron superar el estruendo reinante y se abrieron paso por fin hasta sus oídos, el hombre se puso en pie con un respingo. Improvisando una excusa cualquiera, Spens salió de la posada en pos del chiquillo.

Media hora más tarde, en una choza medio derruida a las afueras de la ciudad, el teniente Spens se encontraba con cierto arquero sobre el que había recibido órdenes expresas de entablar amistad, mantener el contacto y, llegado el caso, liquidar. La alegría que transformó el bien afeitado rostro del teniente Spens al encontrarse cara a cara con Robin Stewart fue sólo equiparable a la del propio Robin Stewart, que le había convocado allí con la intención de adelantársele en sus planes.

Dos horas más tarde el mismo pilluelo deshacía el camino hacia la taberna «Chère Saincte» con un recado para el príncipe de Barrow. Pero el funesto y absurdo sino que marcaba toda intervención de Robin Stewart en el mundo de las intrigas cortesanas hizo que, al llegar el chiquillo a la taberna, se encontrara con O’LiamRoe inconsciente por efecto de la bebida y tuviera que convencer en su lugar a su paje Piedar Dooly de que lo acompañara.

Robin Stewart llevaba los últimos diez días escondido en un refugio de turba y piedra que había encontrado en un claro del bosque cerca de Beré, justo a las afueras de Châteaubriant. La posibilidad de ser visitado por los espíritus del bosque o por el ánima del último ermitaño de aquella foresta no le había afectado lo más mínimo.

La caminata hasta allí a través de la tupida y fragante arboleda no le agradó, sin embargo, al silencioso y sombrío Piedar Dooly, cuya impresionable alma irlandesa puso alas a sus pies animándole a recorrer aquella distancia en el menor tiempo posible para regresar junto a su señor, que yacía dentro de un armario sobre una de las mesas de la taberna en estado comatoso. En la «Chère Saincte» era práctica habitual aquello de quitar de en medio a los bebedores con poco aguante para dejar espacio a los que seguían consumiendo.

Con mirada escéptica detalló el terreno baldío, la valla y la derruida choza desde la que se veía un trozo de cielo, construida seguramente por algún eremita o pastor para recogerse en el tiempo de las bellotas. No observó nada extraño en Stewart cuando este, tras despedir al chiquillo con unas monedas, le hizo pasar al interior de la única estancia de la cabaña.

—No tenéis mala pinta para estar muerto. Parecéis un cadáver de lo más saludable —dijo Dooly sardónico—. Mi jefe no ha podido venir. Está ocupado.

Stewart asentó su alargada osamenta sobre el alféizar de la ventana.

—El muchacho dice que lo que está es como una cuba —dijo el arquero sin rencor pero con un tono ligeramente despreciativo—. No es de extrañar. No importa. Vos serviréis. No consigo dar con el señor Crawford… el que era Thady Boy, ya sabéis. No está en el castillo. Tengo que darle un mensaje sobre la pequeña Reina.

El pequeño irlandés, escuchando apenas, hizo ademán de marcharse.

—¿Qué se supone que soy, un recadero? Ese hombre puede enterarse por otros medios, o no enterarse. A mí me da igual.

—¿Queréis regresar a casa o no? —preguntó Stewart con rapidez, lo que hizo detenerse al hombrecillo y prestar atención—. El Príncipe sigue por aquí por culpa de la mocosa, ¿no es cierto? Pues entonces os aseguro que le interesará saber lo que va a ocurrir. Tendrá lugar mañana. Van a matarla en el lago, por la mañana, mientras todos esos empingorotados nobles hacen entrega a los ingleses de la Orden de la Jarretera.

—¿Cómo pretenden hacer tal cosa? —preguntó Dooly, mirándole intensamente con sus ojos negros como el carbón—. Y vos, ¿os habéis enterado de eso en esta vida o en la anterior?

—Lo he sabido gracias a un arquero, un tipo que me ayudó a escapar. Parece ser —dijo Stewart— que es un hombre de d’Aubigny. O era, más bien.

—Que Dios nos asista —se mofó Dooly—. ¿Qué le ocurrió al pobre hombre? ¿Le dio un patatús después de contároslo? —A pesar de ser poco más de mediodía, en el rostro de Dooly asomaba ya la oscura sombra de una barba incipiente. Al igual que su señor, el pequeño irlandés había llevado aquella parte de su anatomía cubierta de una poblada y negrísima barba. Pero en mayo, a imagen y semejanza de su amo, se había afeitado.

—Desgraciadamente así fue. Provocado por un puñal en plena espalda, creo —dijo Stewart en tono complaciente—. Sí, murió con un cuchillo clavado en su bonita espalda, bien lejos de aquí. La niña será asesinada por el mismo que preparó el accidente en la Tour des Minimes. D’Aubigny no se va a librar de esta. Podrán pillar al hombre in fraganti. La ceremonia tendrá lugar a las diez. Justo después van a llevar a la pequeña al lago. El propio d’Aubigny se encargará de que a la niña se le ocurra la idea y, como estar en barca rodeada de sus amigos y protectores parecerá una opción de lo más segura, nadie se opondrá a su capricho. Es más, probablemente a todos les parecerá que dar un paseo en barca como el que hiciera por el lago de Menteith[24], será una buena forma de mantener a la pequeña alejada de los fastos oficiales lo que, por ende, redundará en su seguridad.

—No decís más que disparates —le espetó Piedar Dooly—. Si tan seguro es, ¿cómo pretenden matarla? Además, en el lago no hay más que barquitas cargadas con fuegos de artificio para la fiesta prevista para la noche.

—Exacto —dijo Stewart animado—. Las barcas estarán cargadas desde el día anterior con petardos, cohetes y demás material pirotécnico mezclado con pólvora. Un auténtico arsenal flotante. Quieren hacerla saltar por los aires girando como una noria. Nadie sabrá que los fuegos artificiales estaban impregnados de pólvora. Saldrá un poco caro pero será bastante espectacular. Ya conocéis a Su Excelencia: todo lo que le gusta tiene que tener un bonito acabado para que pueda soltar alguno de sus latinajos y sentirse importante.

Piedar Dooly escuchó al arquero mirándole con aquel rostro suyo de tez oscura y correosa como el cuero mal curtido, los ojos hundidos y la boca fruncida en una tensa mueca. Una y otra vez repitió el recado que debía transmitir a Lymond hasta que Robin Stewart se dio por fin por satisfecho. Mientras le escuchaba, el arquero visualizaba la expresión de sorpresa de Thady Boy-Lymond al recibir el recado, el gesto de reconocimiento y la aprobación que sentiría hacia el arquero ante aquella información vital. Dudaba de que Dooly pudiera leer inglés pero, en cualquier caso, le entregó también un mensaje escrito con todos los datos, la hora, el lugar, el nombre, etc. Sólo cuando estuvo convencido de que el irlandés había memorizado toda la información, Robin Stewart se decidió a hablarle de lo más importante:

—También debéis de comunicarle —dijo Stewart pronunciando cuidadosamente cada palabra— que confío en que al proporcionarle esta información, el señor Ballagh, es decir, el señor Crawford, se cuidará de que no se me culpe a mí de nada. Necesito entregarme antes de que la explosión tenga lugar. El señor Crawford deberá venir aquí acompañado de la escolta oficial adecuada y yo me pondré en sus manos. De lo contrario, ambos sabemos que no duraré mucho en este mundo… Le esperaré mañana aquí mismo, a las nueve de la mañana. Decidle que le espero para compartir con él mi desayuno. Le agasajaré con las mejores viandas que pueda encontrar. —También aquello lo había escrito, a modo de posdata, al final de la carta, añadiendo a continuación: «Ahora me doy cuenta de lo injusto que he sido con vos. De caballero a caballero, os ofrezco mis disculpas acompañadas de mi desayuno».

La mirada de Dooly no expresaba comprensión, sino desprecio.

—Se lo diré —dijo—, si es que se ha levantado ya de su lecho de amor.

Stewart se quedó en silencio un instante.

—¿Con la O’Dwyer? ¿Qué le ha contado esa?

El pequeño irlandés soltó una risita que restalló como un graznido un tanto espeluznante.

—Esa mujer es un diablo. Parece que se limitó a aceptar sus favores sin darle nada a cambio. No dijo una palabra.

El rostro de Stewart se arrugó en una sonrisa de alivio.

—Mujeres… acabarán haciéndolo picadillo. Dadle el mensaje.

—Quedaos tranquilo. No podréis encontrar en todo el país mensajero más eficiente —dijo Piedar Dooly. Y partió.

Cuando su paje regresó a la «Chère Saincte», se encontró a O’LiamRoe despierto y quejumbroso. En la taberna acogieron agradecidos la llegada de Dooly; la mesa sobre la que yacía O’LiamRoe recuperaría por fin su razón de ser. El Príncipe, apoyándose en su sirviente, se alejó dando tumbos rumbo a su posada. Allí se dedicó a intentar espabilarse con pocos resultados. Una vez bañado, el Príncipe, con la cabeza entre las manos, preguntó por la hora y, al enterarse de que eran ya las tres, se puso en pie de un salto balbuceando maldiciones. A diferencia de Cormac, él sí había sido invitado a presenciar la justa que tendría lugar aquella tarde.

—Me he quedado dormido en esa maldita taberna varias horas. ¡Virgen santa! ¡Mi cabeza! ¿Y decís que habéis estado todo ese tiempo sin moveros de mi lado? ¡Al menos se os podía haber ocurrido ponerme sobre un colchón, hombre! Tengo grabado en las ancas cada nudo de esa maldita tabla de madera.

—Ha sido una espera larga y sedienta, os lo aseguro —repuso Piedar Dooly mirándole sin parpadear mientras el otro se masajeaba la rubia testa—. El cielo recompensará mi abnegación, ya que en este mundo nadie parece agradecérmelo… No podéis ir a la corte en este estado. Quedaos y dormid la mona. Dudo de que os echen de menos.

—¡No! —Necesitaba ir. Necesitaba estar allí a pesar de que sabía que iba a sentirse espeso y apolillado como una lechuza disecada bajo la mirada cáustica y azul de Lymond. A su embotada mente acudió la letra de una antigua maldición irlandesa: «Que las bestias del infierno os devoren con su apestoso aliento. Que la hiel de los dragones sea vuestra bebida y el veneno de sus colmillos vuestro alimento»—. No —repitió—. Ya hemos desperdiciado la mañana. Quizás el demonio nos sea propicio esta tarde.

Dooly no se molestó en intentar convencerlo. Igual daba. La mañana siguiente la reina escocesa estaría muerta y O’LiamRoe de camino hacia su patria, de cuyos amorosos brezales nunca debió haber salido. Allí en Slieve Bloom, sin que nadie lo importunara, podría volver de nuevo a su pasatiempo favorito: almacenar conocimientos como bellotas una ardilla.

Piedar Dooly no pensó más en Lymond ni en Robin Stewart. Ninguno de los dos le gustaba lo más mínimo. Con gran placer rompió en pedazos el largo mensaje del arquero y lo escondió en su equipaje. Después se dedicó a preparar a O’LiamRoe para su visita a la corte.

El Príncipe no dejó de notar una leve mejora en el acostumbrado mal talante de su paje, pero lo achacó a un posible revolcón con alguna buscona de la «Chère Saincte», lo que le provocó de paso una amarga envidia.

Entre tanto, como era habitual, en la corte de Francia se rivalizaba en cortesía y etiqueta, en lujo e inteligencia, en talento y audacia caballeresca, en deportes y competiciones de músculo e ingenio. El Rey disfrutaba despreocupadamente de toda aquella algarabía diplomática internacional rodeado de sus allegados habituales e incondicionales: el condestable, los de Guisa, su distinguida amante, su Reina embarazada y su apreciada hermana la reina madre de Escocia[25], cuya visita estaba ya tocando a su fin.

En ocasiones, aquel pequeño círculo le producía una cierta impaciencia, pero él era un hombre de sólidos afectos. Sabía también que ninguno de sus íntimos habría visto con buenos ojos que prosperara la acusación contra d’Aubigny o contra cualquier otro de sus amigos de confianza. Tomar aquello en serio habría supuesto un suicidio social, financiero y a la postre literal del implicado.

Sir George Douglas, que compartía alojamiento con los Lennox, era perfectamente consciente de lo delicado de la situación y disfrutaba de lo lindo a cuenta del tema. En el círculo de la Reina madre ocurría lo contrario.

Por lo que Margaret Erskine sabía, María de Guisa llevaba varios días sin despachar con Lymond. Lo cierto es que Margaret ignoraba qué pasaba por la mente de la Reina. Echaba de menos, ahora más que nunca, los sabios consejos de Tom, quien se hallaba de camino hacia la frontera inglesa con la misión de formalizar el complicado tratado de paz entre Escocia e Inglaterra.

Al día siguiente tendría lugar la audiencia sobre el matrimonio de la pequeña María, tema de vital importancia y principal motivo de la estancia de la Regente en el país galo. También se trataría el espinoso asunto del dinero prometido por el Tesoro de Francia para salvaguardar la seguridad de Escocia, que seguía siendo materia de regateo permanente.

Tan sólo en una ocasión la Reina regente había mencionado a Lymond.

—¿Por qué cree ese hombre que el ataque tendrá lugar tan pronto? —había preguntado a su dama de compañía mientras jugueteaba con los anillos que cuajaban sus hinchados dedos—. Hemos previsto una vigilancia poco menos que insuperable para este domingo. —Después, sin escuchar la respuesta de Margaret, había añadido—: Si la niña muere, mi estancia en suelo francés habrá sido una auténtica locura, y todas las negociaciones un desperdicio de tiempo.

Aquellas palabras pronunciadas con fuerte acento francés, estaban cargadas de un hastío y una suerte de temerosa premonición evidentes. Aunque se sentía orgullosa de ser la madre de María, futura reina de Francia y Escocia, a la Regente se le daban mejor las relaciones entre personas adultas. Su hija había dejado hacía tiempo de ser la dulce ricura que un día fuera por lo que la Regente ya no sentía tan hondamente el cariño que antaño le profesara, un cariño que en asuntos de Estado podría nublarle el entendimiento, lo cual era un inconveniente. Además, la pequeña estaba muy consentida en Francia, donde se la colmaba constantemente de regalos, por lo que ella no sentía necesidad alguna de sumarse a los que le hacían la corte.

—Una locura —repitió con el ceño fruncido, pellizcándose la nariz, tras lo cual, cambió radicalmente de tema.

Los ingleses, por otro lado, estaban disfrutando en Francia bastante más de lo que habían previsto. Sabían que lo mejor que podían hacer era comportarse como lo hacían en su país, donde el Rey era más joven: había que mostrar respeto por los caprichos y los favoritos del Monarca. Además, la comida, había que reconocerlo, era excelente.

Aquella tarde de sábado, cuando O’LiamRoe llegó a la corte con la nariz enrojecida y los ojos hinchados, el torneo, con su habitual despliegue de fuerza, habilidad y destreza, había dado ya comienzo. Guiado por el rumor del gentío como un indígena por el tam tam de los tambores, O’LiamRoe, seguido de un silencioso Piedar Dooly, se dirigió hacia el campo de justas que se extendía en uno de los numerosos prados a orillas del gran lago de Châteaubriant. Con andar desmañado, se abrió paso entre las filas de los participantes y llegó hasta el pabellón escocés.

Pasó ante George Douglas para acceder al puesto que tenía reservado.

—Sonreíd, Príncipe. —La voz jocosa de Douglas sonó a sus espaldas—. Samson en perdit ses lunettes. Bien heureux est qui riens n’y a![26]

Una mujer rió tras él. No le hizo falta volverse para saber a quién se refería el chiste en francés. Reconoció la risa de Margaret Douglas, lady Lennox. El Príncipe, con expresión inmutable, le hizo una reverencia al pasar. ¡Por Cristo crucificado! ¿Cómo era posible que las noticias volaran a semejante velocidad? La dama lucía espléndida, vestida con una túnica blanca ligera y vaporosa.

—Ahí abajo tenéis a Sansón —dijo en tono alegre lady Lennox—, por si os interesa. Según dicen, hoy muestra una actitud más humilde de lo habitual. —Margaret, tras lo ocurrido la pasada noche, había decidido cambiar de actitud hacia Francis Crawford y hacia O’LiamRoe.

El irlandés se dio la vuelta finalmente.

—Hay un momento para cada cosa. Un momento para reír, otro para hacer discursos. En este momento yo me limito a respirar. —Margaret se rió de nuevo, pero en sus ojos no había jovialidad alguna.

Cuando por fin tomó asiento, O’LiamRoe vio a la Reina regente, que ocupaba su puesto unas seis filas más abajo, sentada junto a su hija y Margaret Erskine. También distinguió, un par de filas abajo y a la derecha, una inconfundible y rubia cabeza cuya visión le provocó una ola de emponzoñado desagrado.

Era culpa de Francis Crawford que se hallara allí, con el rabo entre las piernas, la nariz como un tomate y sus intimidades en boca de media corte. Sólo le faltaba que un juglar pusiera letra a sus desgracias. Con la mirada perdida en los monstruos cubiertos de acero, plumas y guanteletes que se embestían sobre enjaezados caballos protegidos por corazas, O’LiamRoe se preguntaba en qué estaría pensando Lymond. Las plumas del pequeño bonete de María se mecían a la izquierda de la Regente. A su lado, las cabezas de los Fleming formaban un tupido matorral y junto a las damas y algo más allá, el séquito de la Reina regente se apiñaba en un cerco protector. La pequeña Reina estaba bien custodiada.

No obstante, le había parecido adivinar algo más que burla en el tono de George Douglas; también había percibido cierta tensión en las palabras de Margaret. El ambiente estaba cargado de temor. Pero no se trataba sólo de un miedo concreto por el posible asesinato de la niña, sino una especie de regodeo temeroso ante el posible e inminente descalabro de los tratados que estaban aquellos días en plena negociación y que concernían al futuro de las relaciones entre Alemania e Italia, entre Inglaterra, Escocia, Irlanda y la propia y dividida Francia. Tratados que podían muy bien venirse abajo de un plumazo.

La resaca y el resentimiento que O’LiamRoe sentía hacia Lymond no le impedían entender la situación: sabía que el rubio personaje que se sentaba algunas filas más abajo sostenía sobre sus hombros una pesada carga. Lymond, con un brazo apoyado relajadamente sobre una barandilla lateral, escuchaba los comentarios del heraldo Chester[27], un inglés llamado Flower. Desde donde estaba, Phelim podía oír el acento de Yorkshire de Flower, que en aquel momento se reía ante algo que Lymond había dicho. Sobre el campo de justas se celebraba la victoria de un participante inglés. Sir John Perrott, el pendenciero bastardo del difunto Rey Enrique VIII, tras alzar la visera de su casco, había puesto el pie sobre el caído adversario parodiando a los antiguos héroes vencedores. Su gesto recibió tibios aplausos por parte de la concurrencia francesa. Un paje acudió solícito a quitarle el pesado casco, liberando sus cabellos castaños, que flotaron revueltos al viento mientras el triunfante Perrott aullaba a voz en grito:

—¡Nuestro querido rey Enrique era capaz de reventar por lo menos diez caballos al día!

Un caballero de la Casa Real, tras sortear a los apiñados espectadores, se había acercado y se dirigía a la Reina regente. El Rey deseaba invitar a sus caballeros escoceses a tomar parte en el torneo contra los participantes ingleses.

—Su Majestad tiene entendido —dijo afablemente el caballero francés— que vuestro heraldo, el señor Crawford, es un notable hombre de armas, por lo que solicita vuestra venia para que dicho caballero baje al campo y tome parte en el estafermo.

La risa de Flower sonó de nuevo en el banco, junto a Lymond. Margaret Erskine se había quedado muy quieta de pronto, la rolliza espalda recta como un huso. A O’LiamRoe, que había escuchado las palabras del francés, le vino a la mente cierto episodio ocurrido en St. Germain protagonizado por una figura rechoncha vestida de negro enarbolando una lanza y volando, cual bruja sobre su escoba, hacia un barril lleno de agua caliente.

En aquella ocasión, Thady Boy había dejado bien clara su destreza. Y también muchas otras veces después de aquello.

—Servíos decir a Su Gracia —dijo María de Guisa—, que nuestro heraldo destaca en muchos campos, pero no especialmente en el de las justas. Con su permiso, buscaremos un caballero más adecuado.

El emisario disimuló su sorpresa con encomiable arte.

—¿Es quizás más diestro en algún deporte escocés? Al Rey le agradaría verle participar en el levantamiento de piedras o con la barra de hierro…

Una mano elegante y fuerte se posó sobre el caballero del rey francés.

—Mi Señora la Reina siente quizás que el heraldo ya ha probado con creces su valor en el foso de Angers al enfrentarse con aquel jabalí. Permitidme a mí ocupar su lugar. —Tras decir aquello, sir George Douglas se inclinó ante Reina y caballero y partió hacia el campo de justas seguido de un séquito de sirvientes.

El heraldo Chester volvió a reírse, palmeó a su compadre Vervassal sobre el hombro y, dando por terminada la conversación, se giró hacia otro de los asistentes. Tras recostarse en su asiento, Lymond cruzó una mirada de entendimiento con sir George y le dedicó una inclinación de cabeza en un gesto perfectamente natural. El apuesto y corpulento Douglas, notable guerrero en sus días de juventud, le devolvió el saludo con burlona sonrisa y se encaminó a cumplir el compromiso que, de motu propio, había contraído con su Soberana.

Se le unieron otros caballeros. O’LiamRoe presenció las competiciones que siguieron a continuación entre las grandes Casas de Escocia y los caballeros ingleses. Entre estos últimos estaban Dethik, que había marchado junto a Somerset en la sangrienta y maldita batalla de Pinkie, y Throckmorton, nombrado caballero tras comunicarle la victoria a su Rey. También estaban Rutland, el que había demolido las murallas de Haddington, y sir Thomas Smith, que había contribuido con su verbo erudito a justificar la reclamación de la soberanía feudal que Inglaterra afirmaba poseer sobre Escocia; y Essex, que había perdido a su hijo en las guerras escocesas.

Los caballeros se embestían con fiereza haciendo entrechocar lanzas y corazas, espadas despuntadas y cotas de malla, pero nada, salvo las risas que celebraban los encuentros, parecía realmente reseñable.

Lymond, entre tanto, charlaba distendido con sus vecinos de banco sin dedicar apenas atención al torneo.

Ya casi habían terminado las justas cuando sir John Perrott se acercó al palco donde se hallaba la Reina madre y, dirigiendo una mirada fría e inquietante hacia Crawford de Lymond, le espetó:

—Me dicen que Vuestra Merced domina el combate cuerpo a cuerpo. Tengo todavía energía más que de sobra y no soy del todo malo en esas lides. Con la venia de vuestra Señora, ¿aceptaríais enfrentaros a mí?

El heraldo, con tranquilo ademán, se puso en pie bajo el entoldado pabellón. El dominio de las artes guerreras se suponía que formaba parte de su profesión, por muy circunstancial que esta fuera. Ni su Señora ni él podían ignorar por dos veces una invitación a demostrarlo. O’LiamRoe vio cómo la rubia cabeza echaba un rápido vistazo hacia donde Enrique, el rey de Francia, aguardaba su respuesta junto a su Reina, su amante, sus caballeros, sus cortesanos y sus amigos más íntimos. Sentado a su lado, apuesto, recatado y con expresión indiferente, se hallaba lord d’Aubigny.

—Será un placer. Si mi Reina concede su permiso —respondió Lymond.

La Reina regente, con la mirada perdida en un punto más allá de Lymond, hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza. De haber continuado negándose para protegerlo, habría levantado la sospecha de ser su cómplice. Él también había aceptado para evitar eso precisamente. Porque estaba claro, tan claro como el reflejo del pálido sol sobre las aguas púrpuras del lago, como la verde hierba y el rojizo polvo y los brillantes colores de escudos y estandartes, como las banderas, pendones y pabellones, como las ricas vestimentas de los apiñados y expectantes cortesanos, estaba claro para todos los asistentes que aquel día, aquel preciso momento, había sido el que lord d’Aubigny había elegido para declararle la guerra y demostrar que Francis Crawford y Thady Boy Ballagh eran la misma persona.

La esbelta figura del heraldo de la Reina, sin jubón y a pleno sol, no evocaba precisamente aquella otra más entrada en carnes del bardo. La precisión y templanza de sus ademanes distaba mucho de la arbitraria exuberancia de Thady Boy. Pero O’LiamRoe, hundido en su cojín de terciopelo y con el corazón en un puño, sabía que aquello no podía terminar bien de ninguna manera: si Lymond luchaba bien, sus movimientos recordarían claramente los que realizara Thady Boy en aquella otra lucha cuerpo a cuerpo que todos habían presenciado. Si luchaba mal, pondría a su Reina en ridículo, levantaría suspicacias y correría el riesgo de ser herido. En aquellos momentos no se podían permitir que Lymond quedara fuera de combate, pues representaba la mayor esperanza de supervivencia de la pequeña Reina.

Lymond se había desvestido con rapidez. Las trompetas sonaron mientras aguardaban la llegada de Perrott. La concurrencia charlaba y reía. Aquel sería el último encuentro en el campo de justas por hoy. Por la noche estaban programadas varias actividades de lo más atractivas: la cacería del ciervo a la luz de las antorchas, la cena a medianoche.

Junto a uno de los pabellones, una dama de honor se inclinó hacia el paje de sir John Perrott y le dijo unas palabras. El paje trotó en busca de su señor. Momentos más tarde, el propio Perrott reapareció, provocando el júbilo de los asistentes ingleses.

—Feliz mortal —observó un sudoroso sir George Douglas mirando a Lymond mientras ocupaba un asiento vacante junto a O’LiamRoe. Había hecho un uso más que digno de su lanza, igualando como mínimo la destreza de cualquier hijo bastardo del difunto rey Enrique—. Feliz mortal, desde luego que sí, autorizado invariablemente a la lujuria, obligado por su trabajo al pecado y a la indulgencia… Incluso aquí, todo lo que tiene que hacer es dejarse ganar.

—¿Después de lo que hizo con el jabalí? —preguntó sardónico O’LiamRoe.

No obtuvo respuesta. Los dos contendientes estaban ya enzarzados en el campo y sir George Douglas, aferrando inconscientemente los brazos de su silla, no dijo palabra hasta que momentos más tarde, tras soltar el aire que había contenido involuntariamente, comentó:

—Pues bien, irlandés, si ese joven tiene dos dedos de frente lo que tiene que hacer es dejarse caer al suelo, y rápido. Parece que a nuestro amigo Perrott le han dado unos cuantos consejos. Se mueve exactamente y hace las mismas llaves que el hombre de Cornualles.

Puede que aquella misma idea hubiera cruzado la mente de Vervassal, pero era evidente que salvo humillarse dejándose caer de espaldas poco más parecía poder hacer. Sir John Perrott había heredado la constitución robusta de su corpulento padre, pero además estaba bien entrenado y tenía coraje. Se le veía furioso, con intención de hacer daño, y era evidente que no deseaba tirar al suelo a su oponente demasiado pronto.

Aquello dejaba a Lymond pocas opciones. El joven se estaba limitando a improvisar una defensa poco espectacular para esquivarlo, intentando no repetir los movimientos que hiciera con el de Cornualles y así evitar ser reconocido.

Pero lo cierto es que no hay tantas formas de zafarse de una llave en una pelea cuerpo a cuerpo. Y menos cuando el ataque se produce siguiendo una secuencia previamente ensayada. El inglés, la mirada fija en su rostro de quijada cuadrada y dura como el pedernal, abrazado a su presa, le zarandeaba, empujaba, lanzaba patadas y rodillazos que eran devueltos con tibio entusiasmo. Tras un buen rato así enzarzados, sin haber conseguido otra cosa que mutuas contusiones, sir John Perrott soltó por fin al heraldo de la Reina madre y le dijo con voz áspera:

—Aquí tenéis un bastardo, señor mío, dispuesto a ensuciarse las manos con vos.

Las palabras de Perrott cogieron desprevenido a Lymond. Fuera a causa de la admiración hacia la retorcida inventiva de lord d’Aubigny, fuera por la íntima rebeldía ante la insoluble situación en la que se veía comprometido, un tipo de situación, pensó O’LiamRoe, en la que Lymond era especialista en verse envuelto, el caso es que Francis Crawford, conteniendo un inoportuno ataque de risa histérica, bajó la guardia en un momento crucial.

Los espectadores, saturados de luchas bretonas, justas y torneos, se removían impacientes en sus asientos y charlaban con sus vecinos haciendo apenas caso de la lucha que tenía lugar en el campo. Sólo los que se sentaban en los bancos más próximos a los contendientes prestaban atención. Aunque de facto nadie podía abandonar su asiento hasta que el Rey lo hiciera, la mayoría de los asistentes hacía ya rato que tenían la mente puesta en otras cosas, como por ejemplo en el atuendo que habrían de lucir en la siguiente celebración.

Así que probablemente los únicos que captaron aquel instante de sorpresa que propició la caída de Lymond fueron los que, oyendo las palabras de Perrott, las asociaron al supuesto prejuicio que lord d’Aubigny le atribuía a Vervassal sobre la bastardía, o quizás también los que, imitando la diplomática actitud de su Rey hacia el combate, se habían visto forzados a seguirlo de cerca, o bien aquellos que, en definitiva, conocían la verdadera identidad de Thady Boy.

Lymond, que había caído finalmente de espaldas, tenía encima a su contendiente, que le presionaba con rodillas y caderas intentando aplastarle. En aquella situación, la única salida posible pasaba por repetir la llave que había permitido a Thady Boy romperle el cuello al púgil de Cornualles. El juramento de George Douglas volvió a la realidad al angustiado O’LiamRoe, absorto en las dos figuras que se medían, inmóviles, en el suelo.

—Puede escoger —explicó con sorna George Douglas—, entre dejar que le rompa la pierna o delatarse actuando como lo hizo cuando luchaba bajo la identidad de Thady Boy. Interesante, ¿no os parece?

En las filas donde se sentaban la Reina madre y su hija, se había instalado un tenso silencio. Frente a ellas, en el pabellón del rey francés, los rostros de los asistentes, inmóviles como perlas bordadas sobre un tapiz, estaban vueltos hacia los luchadores, las miradas fijas en la espalda del inglés, cuya piel arrebolada por el esfuerzo se transparentaba bajo el fino tejido de su camisa de lino, en la maciza cabeza orlada de pelo rojizo del hombretón y en las gruesas caderas que aprisionaban el esbelto cuerpo que se veía debajo perteneciente al heraldo de la Reina madre. Lymond, decidido a no delatarse, no hacía movimiento alguno.

En un extremo del campo de justas apareció un hombre vestido con los colores de la Casa de Guisa y se acercó a hablar con el Rey. Poco después, el sonido de una trompeta silenció las conversaciones. El Rey levantó su báculo y lo bajó. Después se puso en pie. El combate había terminado.

Sir John Perrott no se había dado por enterado. Se removió ligeramente dejando a la vista su rostro, crispado en una tensa mueca. Las manos de Lymond tenían los nudillos blancos del esfuerzo que el joven estaba haciendo por contener a su adversario.

—¡Madre de Dios, su pierna! —exclamó O’LiamRoe, y se quedó en silencio.

En una fila próxima, el heraldo inglés, Flower, se volvió hacia O’LiamRoe.

—Es un buen muchacho ese Vervassal. Su propia gente ha solicitado que detengan el combate y, desde luego, por mi parte yo no lo lamento. Parece ser que todavía no está curado de ciertas heridas de guerra, por lo que no está en plena forma. Os aseguro que para enfrentarse a Perrott hace falta estar en plena forma, como mínimo. El muchacho ha hecho un combate de lo más digno, en mi opinión.

No debería sentirse avergonzado por la intervención de sus paisanos, desde luego que no.

Siguió un silencio que fue interrumpido por las palabras de sir George Douglas:

—No será una vergüenza para él, pero desde luego es una verdadera lástima. Ya que estaba —dijo escuetamente George Douglas—, podría haberle roto el cuello a sir John Perrott.

No le faltaba razón. Mientras observaba cómo los hombres del condestable separaban a los dos contendientes, O’LiamRoe no pudo dejar de pensar que el triunfador del combate había sido sin duda d’Aubigny. A pesar de los esfuerzos de Francis Crawford, parecía inevitable que las heridas recientes del heraldo esgrimidas para detener el combate, sirvieran para asociarle con el desaparecido bardo. La Reina regente, al intervenir, había acabado por levantar suspicacias.

En los pabellones todo el mundo se había levantado ya: las damas se estiraban las faldas, se reunían en grupitos, se abrazaban. Perrott había abandonado el campo de justas sin saludar a nadie. Vervassal, tras esperar unos instantes, se había puesto en pie tranquilamente y permanecía inmóvil mirando en dirección al sitial del Rey.

Entre los vacíos asientos del pabellón de Su Majestad, un furtivo rayo de sol se había colado por una rendija del entoldado e iluminaba una figura solitaria vestida con los colores azules de la Casa Real. Lymond levantó el brazo izquierdo y dirigió un saludo formal a sir John, señor de Aubigny. Después, moviéndose despacio, salió del campo.

María seguía viva.

De vuelta en el castillo María, en efecto, seguía viva. Asomada a la ventana, la pequeña vio partir al anochecer la larga cabalgata de jinetes, sus verdes vestimentas fundiéndose con los tonos parduscos con que la luz del ocaso pintaba cielos y campos. La partida, salpicada de rojizas antorchas, se dirigía hacia el bosque dispuesta a dar caza al venado.

Contra su deseo de pasar desapercibido, la corte de Francia estuvo pendiente durante toda la cacería de la figura de Lymond. Cuando finalmente el joven consiguió quedarse rezagado, dispuesto a regresar al castillo a la menor oportunidad, los arqueros de d’Aubigny le salieron al paso con una petición incontestable: el Rey deseaba su presencia en la cena aquella medianoche, junto a la Reina regente.

Douglas, que no se había alejado en ningún momento de su lado, le puso la mano sobre el hombro en un gesto de solidaridad.

—¡Marchaos, por Dios, muchacho! Alegad que estáis enfermo. No se os ocurra acudir a esa cena. Os harán picadillo y luego esparcirán vuestros restos por el campo.

La voz de Quetzalcoatl respondió a sir George:

—Tranquilo, hombre —dijo Francis Crawford con voz calmada—. Para disipar las dudas y enmendar errores es necesario recurrir a la sabiduría suprema. Si Su Excelencia está realmente decidido a revelar esta noche la identidad de Thady Boy Ballagh, nada que yo haga podrá impedírselo.

—Podéis escapar —dijo Douglas.

—¿Para qué? —se rió Lymond mientras la luz de las antorchas prendidas en la oscura verdura del bosque arrancaba destellos a sus pendientes—. María está protegida tan sólo con el cariño y la fidelidad de unos pocos. La información que necesita para salvarse es la misma que necesito yo, y hay tres personas que pueden proporcionárnosla: Oonagh O’Dwyer, Robin Stewart o Michel Hérisson de Ruán. Quizás cuando esté encerrado en prisión se animen a hacer por mí lo que no hicieron mientras…

—Sois un demonio, Francis Crawford, sois travieso y desalmado, peor que Jeroboam, hijo de Nebat, que llevó a Israel a la perdición —le interrumpió George Douglas sin alterarse—. Sabéis perfectamente que si os identifican como Ballagh y os acusan de lo de la Tour des Minimes y los demás cargos, os tostarán en una parrilla ensartado en un tridente. —Se quedó mirando la expresión serena de Lymond—. ¿A qué aspiráis que no poseáis ya? ¿Qué puede proporcionar esa niña a alguien como vos?

Se hizo un pequeño silencio.

—Una oyente atenta a la que cautivan mis adivinanzas, creo —dijo Lymond tras pensarlo un rato—. Pero ciertamente formuláis una pregunta poco galante. ¿Nos reunimos con Su Gracia?

Dicho esto, Lymond guió a su montura por entre las piezas de venado que se amontonaban, aún calientes, en el bosque, hasta el claro donde se había dispuesto la cena con Su Majestad el rey de Francia. Hogueras y antorchas iluminaban las joyas y satenes que adornaban manteles y comensales. Las notas del laúd y la vihuela llenaban el ambiente mientras Lymond, caminando bajo la arboleda hacia el claro, esquivaba o dejaba caer con torpeza de sus manos las perfumadas naranjas que le lanzaban chiquillos dorados, ataviados como el travieso Pan, que bailaban al son de la melodía. Sentía en sus largos dedos el tentador cosquilleo de devolver la fruta con un malabarismo, pero no cometió el error de demostrar su destreza. A pesar de todo, desde que la primera naranja cayó en sus manos, los ojos del vidame, tumbado relajadamente sobre la hierba, siguieron todos y cada uno de sus movimientos. La duquesa de Valentinois, sentada junto al Rey, se interrumpió en un par de ocasiones para observarlo y el príncipe de Condé y su hermano intercambiaron miradas.

Finalmente fue la princesa de la Roche-sur-Yon, que no simpatizaba precisamente con el condestable desde que este le había birlado su castillo de Châteaubriant, quien, poniéndole un laúd en el regazo, le dijo:

—Señor Crawford, no podéis negar que sabéis tocarlo. Hacednos el honor.

No se habían escatimado lujos para adornar el claro donde había sido dispuesta la cena aquella medianoche. Los árboles tenían el tronco decorado con arras que colgaban de la corteza; el suelo había sido cubierto con paños de terciopelo, ocultando a la vista las raíces secas y las huellas de castores y demás animales del bosque. Los integrantes de la embajada inglesa, sentados cómodamente sobre ricos almohadones, parecieron removerse ligeramente, como anticipando un cambio en el ambiente, una cierta tensión quizás.

Observándolo, O’LiamRoe se preguntó si Lymond, ya que parecía inevitable que su verdadera identidad fuera expuesta allí aquella noche, no hubiera preferido revelarse como el erudito que era mediante una culta conversación con alguno de los presentes, en lugar de identificarse con el malabarista, el payaso y el músico que también era.

Lymond cogió el laúd con expresión pensativa, sin pronunciar palabra. O’LiamRoe se percató de que muchos de los presentes le observaban: Catalina, la Regente y sus hermanos, el duque de Guisa y el cardenal, el propio condestable. A aquellas alturas, seguramente todos ellos ya sabían la verdad, o la sospechaban. Negarse a tocar habría significado en aquel momento admitir su identidad.

Dos antorchas fueron colocadas rápidamente a su lado e iluminaron su esbelta figura, rodilla en tierra, inclinada sobre el instrumentó. Lymond pulsó una cuerda. El sonido atrajo las miradas de unos cuantos y se produjo un repentino silencio. Las primeras notas de la canción desvelaron al artista, trayendo a la memoria de los oyentes los rasgos del moreno bardo, identificándole con aquella voz inconfundible.

Despierta, laúd mío y acompáñame

en esta mi última canción,

ayúdame a concluir lo que ahora empiezo,

que cuando esta canción llegue a su fin, laúd mío,

habrás de callar y yo también.

Las notas del laúd acompañaron la canción, interpretada con maestría en un tono irónico.

Relajados tras la emoción de la cacería, sentados bajo los tibios árboles, estimulados por el fasto y lo pintoresco de la velada, la embajada inglesa escuchaba arrobada y sonriente a aquel joven que, aunque había dado una pobre réplica en el combate a sir John Perrott, había sido evidentemente escogido por su Reina por unos talentos bien diferentes.

Lord Lennox, la mejilla descansando sobre la mano, escuchó aquella primera estrofa y descubrió que tenía asuntos que discutir con el comensal más próximo, con quien se puso a charlar en voz baja. Su esposa, desviando la vista del intérprete, la paseó por los grupitos diseminados por el tapizado suelo y observó cómo los rostros, como hojas impulsadas por una suave brisa, se volvían hacia el músico. Sintiendo una mirada fija en ella, lady Lennox se volvió para enfrentarse al mudo reto de los ojos de Margaret Erskine.

¡Silencio ahora, laúd mío!

Aquí acaba nuestra última canción,

Concluye aquí lo que inicié.

Cantada y terminada está, laúd mío.

Silencio ahora, hete aquí el final.

No esperó a los aplausos. Con el eco de las últimas notas de la canción, Lymond pulsó las cuerdas una y otra vez desgranando con furia la melodía de una balada irlandesa de tintes épicos que ya interpretara para ellos en su papel de bardo extravagante. O’LiamRoe recordaba haberla escuchado estando borracho, con un Thady Boy al laúd también borracho. Recordaba haber derramado lágrimas de emoción ante la letra, identificándose con la tristeza, el valor y la desolación que describía. En aquella ocasión había llorado por sí mismo. Esta vez, aunque tuviera los ojos secos, las manos apretadas en sendos puños y presionadas sobre su crispada boca, sentía un lacerante dolor que le atenazaba la garganta, pues nunca hasta ese momento había oído a Lymond interpretar aquella balada en estado de absoluta sobriedad. Sintió, más que vio, cómo los oyentes en derredor suyo se estremecían y tensaban como instrumentos afinados en un tono único. En cada oyente, intelecto y sentimiento parecían pulsados al máximo, alcanzando registros quizás desconocidos hasta entonces por ellos mismos, transformando hasta lo más nimio en algo grandioso. Cuando terminó, la Reina regente apartó la mirada. George Douglas, enarcando las cejas, parecía concentrado en estudiar sus propias rodillas y Margaret Lennox, los ojos fijos en el intérprete, se mordía los labios.

Lymond brindó la canción, a modo de desafío, a John Stewart d’Aubigny, que aguardaba de pie y en silencio junto al Rey, tieso y ornamental como una columna jónica, perfecto el fuste y el capitel.

El eco de la melodía se fue desvaneciendo hasta que sólo se oyó el susurro de las hojas mecidas por la nocturna brisa. El emocionado silencio reverencial que siguió a la actuación de Lymond fue quebrado paulatinamente por el sonido de esporádicos aplausos que fueron incrementándose a medida que la audiencia despertaba del estupor en que la música la había sumido y terminó en una marea de ovaciones. D’Aubigny abandonó su puesto tras el Monarca y, situándose a su lado sonriente, hincó rodilla a tierra. Ninguno de los integrantes de la corte escocesa alcanzó a oír las palabras, que en todo caso fueron cortadas por el gesto del Rey requiriendo al intérprete.

Tan sólo Margaret Erskine, próxima a Lymond, se dio cuenta de que el joven estaba temblando. Aguardó unos segundos hasta apaciguar el torbellino de emociones en que su propia interpretación le había sumido y después, dejando el laúd cuidadosamente sobre el suelo, avanzó sobre las mullidas alfombras hacia el Soberano. Caminó flanqueado por las antorchas que portaban sendos pajes, el elegante tabardo brillando en la oscura noche, y se arrodilló ante el Rey.

A los ojos de los ingleses del círculo de Northampton, la escena obedecía simplemente al requerimiento del Rey que felicita al virtuoso. Enrique, hablando en tono mesurado, no les sacó de su error:

—¿Cuál es vuestro nombre, señor Vervassal?

—Mi nombre es Francis Crawford de Lymond, Alteza —replicó Lymond en el mismo tono—. Me someto a vuestra magnanimidad.

—Francis Crawford de Lymond, decís. ¿No se os conoce también como Thady Boy Ballagh?

—Así es —dijo Lymond. Junto al Rey, d’Enghien levantó bruscamente la vista y la volvió a bajar. La de la Reina regente no se había despegado del heraldo en ningún momento. D’Aubigny sonrió.

El Rey observó al joven postrado ante él, su apuesto y tenso rostro contraído en una expresión solemne y tensa, poco proclive a la benevolencia.

—Serán los jueces quienes decidan —dijo—. Mis arqueros os traerán a mi presencia más tarde.

Stewart d’Aubigny, inclinándose sobre el que fuera Thady Boy Ballagh, lo puso en pie sujetándolo con fuerza del brazo y, rodeándolo por los hombros para impedirle cualquier movimiento, lo condujo por entre los arqueros sacándolo de allí. Lymond, con la mirada brillante, se dejó hacer mientras el público prorrumpía de nuevo en aplausos y alguien, recuperando el laúd del heraldo, lo levantaba en su dirección invitándolo a tocar de nuevo. Pero Enrique, con una media sonrisa asomando a sus labios, hizo un gesto negativo y dio por terminada la actuación. Había llegado el momento de prepararse para volver al castillo.

Francis Crawford levantó la rubia cabeza hacia lord d’Aubigny con una expresión de pura ironía pintada en su rostro.

—Un toro para las vacas en tiempo de torear. Un semental para las yeguas en época de apareamiento. Un verraco para las cerdas en la época de celo. Ojo por ojo. Diente por diente. Una vida por otra vida —dijo Francis Crawford—. Son palabras del Senchus Mor[28], querido mío. Y Robin Stewart sigue libre y clama venganza.

Piedar Dooly oyó aquello y escupió al suelo cuando Lymond, rodeado de arqueros, fue aupado a su montura. Seguramente, al otro lado del bosque, en la zona que daba hacia el Béré, Robin Stewart aguardaría pacientemente la mañana siguiente a que apareciera su estimado compinche. También O’LiamRoe había escuchado las palabras de Lymond, pero su mente discurría por otros derroteros. Como antiguo señor de Thady Boy Ballagh, seguramente se vería obligado a dar algunas explicaciones. Pero Lymond lo tenía ciertamente mucho más difícil. Aquella procesión de nobles y caballeros con su Rey a la cabeza, no pararían mientes, a buen seguro, hasta sacarse de una vez por todas aquella espina que era el bardo clavada en sus reales y encumbradas posaderas.

La vista tendría lugar en la sala del Consejo del Rey en Châteaubriant, aquella misma noche.

Cuando fue introducido en los reales aposentos, profusamente iluminados y repletos de rostros serios y cariacontecidos, O’LiamRoe estaba decidido a soltar unas cuantas verdades. Si se había quedado en Francia era para esto mismo. Por supuesto que sabía que Thady Boy no era en realidad un bardo, diría. Si Thady Boy existía, era únicamente por deseo expreso de la Reina regente. Lymond había arriesgado su propia seguridad en aras de proteger a la niña y evitar que las relaciones francas escocesas se vieran afectadas negativamente. Que Francis Crawford había fracasado era evidente, puesto que finalmente había sido descubierta su falsa identidad. Pero, aunque no estuviera en condiciones de aportar pruebas contundentes sobre los verdaderos culpables, sí poseía pruebas indirectas de su inocencia, como lo demostraban sus actuaciones en Ruán, con los elefantes, en Londres, al intentar conseguir la confesión del arquero, en las heridas que había recibido en el episodio de la Tour des Minimes en Amboise. El hijo de Jenny Fleming podría testificar sobre el asunto del arsénico… aunque quizás fuera mejor no mencionar al hijo de Jenny. Por otro lado, pronunciar el nombre de Abernaci podría costarle a este su trabajo. Tampoco sería muy prudente involucrar a Tosh, pues equivaldría a ciencia cierta a poner en peligro su vida. Y en cuanto a Oonagh…

Estaba claro, se dijo, que la culpa había que echársela al hatajo de viejas conspiradoras que eran la Reina y sus damas. Cuando todo acabara, Lymond y él, libres de toda imputación y culpabilidad, se reirían juntos de todas sus peripecias.

Pero cuando Phelim O’LiamRoe, príncipe de Barrow, tras ser conducido al interior de la pequeña sala del Consejo, se encontró con un Lymond sin tabardo, maniatado y con el rubio cabello revuelto, se dio cuenta de que su provocativo y ensayado discurso habría de chocar contra un muro que adivinaba inexpugnable.

—Entonces —estaba diciendo el Rey en un tono que denotaba su profundo disgusto—, ¿vais a decirme a quién servís?

Francis Crawford movió la cabeza con evidente exasperación. En su pálido rostro, sus ojos azules, brillantes como ascuas, pasaron sobre O’LiamRoe ignorándolo, y se detuvieron durante una fracción de segundo sobre la Reina madre, para volver a dirigirse a su interlocutor. El significado de aquella mirada era un enigma para O’LiamRoe.

—Me dedico a vender experiencia… y a comprarla. Y pago un precio evidente por la mercancía, como Su Alteza puede ver. Soy mi propio dueño y esclavo de mis caprichos, eso es todo.

—Estáis aquí —siguió el Monarca en tono contenido—, en calidad de heraldo, con la credenciales de mi querida hermana la reina regente de Escocia y todo parece indicar que el príncipe de Barrow es vuestro cómplice.

Se hizo un silencio sepulcral. Las agotadoras semanas que la Regente había pasado en Francia, el oro casi comprometido, el contrato de matrimonio a punto de firmarse, la regencia prácticamente asegurada, todo aquello pareció llenar el ambiente. Agazapada en las palabras no pronunciadas podía también sentirse la ausencia de Cormac O’Connor, la amenaza de las guerras en Italia, la amable presencia de la embajada inglesa, un bálsamo en comparación con las complicaciones que representaban en aquellos momentos los escoceses.

Lord d’Aubigny era un hombre poco paciente. De un tirón, arrebató el látigo de las manos del sargento que tenía a su lado y comenzó a fustigar, una y otra vez, cual enardecido domador de leones, la tiesa espalda del acusado.

Con una rapidez que casi le hizo recibir el último latigazo en pleno rostro, Lymond se giró hacia él, cogiéndolo por sorpresa. D’Aubigny retrocedió instintivamente unos pasos.

—Si tenéis de qué acusarme, hacedlo. Si tenéis algo que preguntarme, preguntad. Sé que resultaría interesante de presenciar, pero os aseguro que someterme a latigazos os llevaría más tiempo del que deseáis pasar conmigo —dijo Lymond.

El látigo, corto y afilado como una navaja volvió a restallar, esta vez sobre las piernas de Lymond. Un enano de la reina Catalina retrocedió de un salto soltando una risita.

—Hablad con la cortesía que merece esta audiencia —dijo Catalina de Médicis en tono sereno, dirigiéndose al acusado con el acento franco-italiano que había adquirido tras su matrimonio y la paciencia que se había visto obligada a practicar desde entonces—. No podéis engañarnos. Vuestra Señora la Reina está aquí presente.

María de Guisa, concentrada en sus manos, compuso con cuidado las largas mangas de su vestido, y levantando la mirada la dirigió hacia Catalina y luego hacia el Rey, enarcando ostentosamente las cejas.

Un pensamiento reciente acudió presto a la mente de O’LiamRoe, la culpa la tienen esas viejas damas, y después la frase de Thady Boy rebatiéndole en el pasado: Tendríais que jugar con ellas al juego de pelota en Tir-nan-óg antes de tacharlas de viejas a los treinta y cinco años. Era evidente que la Reina madre no iba a mover un dedo para defenderle… De pronto, la idea de intervenir en aquel embrollo había dejado de parecerle tan buena.

El látigo volvió a restallar.

—Yo aprecio a los hombres valientes —dijo la reina regente de Escocia—, y los Crawford son hombres valerosos que me han servido bien en el pasado. Un gordo y taimado fanfarrón, sin embargo, nunca podría ser santo de mi devoción. De haber sabido que uno de mis súbditos escoceses estaba involucrado en semejante mascarada, yo misma os hubiera ofrecido su lengua y manos como presente. Tal y como se ha desarrollado todo, sólo puedo deciros que le hagáis pagar su afrenta como mejor os parezca. No puedo creer que sea culpable de robo ni de asesinato, pero sí encuentro que se ha burlado de mí y de vos, mi querido hermano, engañándonos descaradamente a ambos no una, sino varias veces. Disponed de él como gustéis.

La Reina le repudiaba. A los labios de O’LiamRoe acudieron las palabras que no se había atrevido a pronunciar. Cerrando la boca con fuerza, las masticó despacio y en silencio. La reacción de Lymond lo dejó perplejo. Su semblante no denotaba sorpresa ni enfado. A pesar de estar sucio y despeinado, el heraldo demostraba una singular dignidad y sangre fría. Dirigió a María de Guisa una mirada desganada y dijo:

—Majestad, ¿a qué Rey podría haberle cantado yo en Escocia? En Escocia no hay rey.

La Reina lo repudiaba y él lo aceptaba abiertamente. Una mano presionó el brazo del Príncipe de Barrow a modo de advertencia. Margaret Erskine se había acercado a su lado. La respuesta de la Reina no se hizo esperar:

—Si hubierais acudido a mí como Francis Crawford —dijo María de Guisa en tono glacial—, puede que hubierais honrado con vuestros actos a vuestro país. En lugar de ello nos habéis insultado a todos, y a Irlanda también.

—Pero —dijo Lymond con sencillez— Francis Crawford no había sido invitado.

—Y todos sabemos quién es Francis Crawford —intervino d’Aubigny, que a aquellas alturas parecía ligeramente congestionado, el rubor tiñendo de forma irregular su rostro—. No olvidemos las joyas que estaba dispuesto a robar, la cuerda asesina que fue encontrada en su habitación, la relación de amistad que mantenía con Stewart, el infausto arquero que estuvo a mi servicio: muchos de los aquí presentes fuimos testigos de que Robin Stewart le salvó la vida al señor Crawford en aquella carrera por los tejados. Los dos actuaron en connivencia en la cacería del guepardo, no lo olvidemos.

Y en la Tour des Minimes, si se encontraba entre los jinetes que bajaron a la cabeza por aquella rampa infernal, fue porque d’Enghien llevaba las riendas de su montura, de lo contrario estoy seguro de que habría cabalgado con los que lo hicieron en retaguardia manteniéndose a salvo. Además, según tengo entendido Francis Crawford y su amigo O’LiamRoe convencieron a Stewart, que se hallaba a las puertas de la muerte en la Torre de Londres, de que acabara con su huelga de hambre y viniera a Francia, y nada más llegar al Loira, el arquero desapareció misteriosamente. Si su cobertura irlandesa no hubiera sido más que una mascarada estúpida e irreverente —dijo lord d’Aubigny levantando la voz—, ¿por qué no atajó sus excesos lord Culter, el hermano mayor y miembro de esa valerosa y patriótica familia? ¿Por qué no informó al menos a la Reina, su Señora, del verdadero nombre del señor Ballagh?

La reina Catalina dirigió una significativa mirada a la Regente, las oscuras y pobladas cejas fruncidas en su pálido rostro insomne.

—¿Por qué, hermana mía? —Catalina se dirigió a María de Guisa—. Mirad a vuestros nobles, mi Señora. Parece que a la postre los Crawford no están resultando ser tan de fiar como parecían.

¡Menudas arpías! Por segunda vez, O’LiamRoe abrió la boca para decir algo. Piedar Dooly, con una expresión crispada en su moreno rostro, se removió a su izquierda inquieto. A su derecha, Margaret Erskine también se movió, bloqueándole la vista del Rey, y le miró a los ojos.

—No lo hagáis —dijo en un susurro—. Él no lo desea. ¿Cómo vais a poder ayudarle si os detienen también a vos?

La risa de Lymond resonó en la sala de audiencias. Era una risa inapropiada que sonó a cristales rotos.

—El honorable príncipe de Barrow abandonó Francia el día en que descubrió mi verdadera identidad y desde entonces no ha hecho más que intentar hacerse perdonar su relación conmigo. De haber sido mi cómplice, ¿creéis que se habría arriesgado a ser exiliado de Francia nada más llegar al país? Como han podido constatar Vuecencias, el príncipe O’LiamRoe desprecia la diplomacia, se burla de la jerarquía, ridiculiza las riquezas y cualquier asomo de ostentación. El Príncipe es una auténtica joya en su rareza. Es un hombre cuyo principal afán es hacer gala de sus excentricidades y de su ingenio. Bienvenido sea Phelim, deberíais cantar —y procedió a recitar en tono irónico—:

Bienvenido sea Phelim

Phelim hijo de Liam

Campeón donde los haya

Corazón de hielo

Cola de cisne

Aguerrido guerrero en la batalla

Combativo como el océano

Toro adorable y entusiasta

Phelim hijo de Liam…

—Toro adorable y entusiasta —repitió Lymond, esta vez en gaélico, a lo que O’LiamRoe, ofuscado ante las cuestionables lisonjas con que Lymond le había obsequiado, respondió:

—Menudo hatajo de disparates. Y de vos, ¿qué me decís? Vos poseéis el don de la música, eso no podéis negarlo. Un ángel tocando un arpa sonaría como una vieja arañando con sus largas y retorcidas uñas un cristal a vuestro lado… ¿Qué os impulsó a haceros pasar por irlandés para, acto seguido, aprovechar la primera oportunidad para dejar que la bebida y la decadencia emponzoñaran vuestro arte?

Lymond dirigió al Príncipe una mirada inocente y seductora.

—La licencia forma parte de lo artístico.

Se hizo un breve silencio. O’LiamRoe se dio cuenta de que, de pronto, aquel bárbaro espectáculo acusatorio parecía haberse transformado en uno de otro tipo: en la clase de espectáculo que la corte estaba deseosa de presenciar. Todavía aguardó unos instantes antes de dejarse llevar por última vez por sus trasnochadas teorías.

—Sí, mi querido gean-canach[29], pero ¿cuánta licencia? El arte de un hombre no es más importante que su hígado. ¿Cuál de los dos decide dónde está el límite?

—¿El artista? —contestó Lymond en un tono grave que desmentía su burlona mirada.

—El artista posee la inspiración necesaria al inicio, pero después le cuesta poner coto a sus pequeños caprichos. Vos lo sabéis, ¡por mis muertos! Y después, el arte decae y los modales empeoran hasta parecerse a los de cualquier pintor de brocha gorda o a cualquier borracho que compone una sátira en una taberna.

—¿Y eso os molesta? —preguntó Lymond—. En todo caso, no afecta a la posteridad. Nous devons à la Mort et nous et nos ouvrages, ya sabéis. La Muerte nos juzgará, a nosotros y a nuestras obras. Si hemos de estar sobrios y recogidos, si nos quitáis a nuestras Bellas Simonettas y a nuestras Vittorias Colonnas, ¿dónde podremos encontrar inspiración los artistas? ¿Qué obras seríamos capaces de crear?

—No todos los artistas necesitan una ingesta de drogas y alcohol, o una vida disipada.

—¿Y qué pasa entonces con los artistas disipados y borrachos? ¿Acaso la posteridad debe pagar las consecuencias de un presente corrupto?

O’LiamRoe se quedó en silencio. Aquello era el meollo del asunto. Los cargos de robo y traición que le imputaba d’Aubigny no tenían fundamento en realidad. Pero la corte los había aceptado sin rechistar para salvaguardar su maltrecho orgullo. La condena de Lymond obedecería a otras causas.

Le iban a condenar por haberlos engañado, por la fascinación que había ejercido sobre ellos y por las atenciones que había conseguido que le dedicaran. Ya que Lymond estaba decidido a no recurrir ni a la Reina ni al Príncipe, lo único que el joven podía hacer para salvar el pellejo era intentar resarcir a la corte de Francia haciéndole ver su participación en la mascarada perpetrada por Thady Boy bajo una luz diferente: en lugar de camaradas o víctimas de aquella farsa premeditada en la que se habían visto envueltos, habrían sido en realidad los mecenas, los promotores de su arte. O’LiamRoe escuchó el tipo de argumentos que él mismo solía emplear de labios de Lymond, pero le parecieron pobres…

—El talento —estaba diciendo Lymond para rematar su discurso sobre las bondades y cualidades inspirativas de la bebida, el libertinaje y la ausencia de ortodoxia en general—, necesita desligarse del pensamiento racional para poder resurgir con renovados bríos.

—Sí, señor Crawford. —Esta vez habló Catalina mirándolo sosegadamente, sus enjoyadas manos reposando en su regazo—. Pero el mal ejemplo conduce a la muerte, y el ejemplo del genio es el más peligroso de todos.

—Y se lleva también por delante al artista —añadió O’LiamRoe—. El holocausto del que os salvasteis milagrosamente en la Tour des Minimes supuso vuestra redención, a pesar de los huesos rotos. Bien que lo sabéis. La vida disoluta había menguado patéticamente vuestro arte.

—Vine a Francia en busca de libertad —dijo Lymond. Los arqueros en derredor suyo habían retrocedido dejándolo solo, con los brazos atados a la espalda. Aquello parecía ir para rato. A la tenue luz de la sala, el joven tenía un aspecto vivaz y alerta.

—Parece que os habéis ganado la prisión —dijo el Rey. Durante un momento sus ojos se posaron sobre su viejo amigo el condestable, silencioso a su lado. Después suspiró audiblemente—. ¿Y no será acaso cierto que un talento semejante, que sólo florece en libertad, lo hará también encerrado? La disciplina indispensable para la perfecta creación, ¿no se desarrolla en mayor medida en la adversidad y en la pobreza, en la enfermedad y en la prisión?… Pero lo cierto es —siguió diciendo el Rey en tono pensativo—, que vos no parecéis un hombre carente de auto control. Parecéis más bien un observador de la conducta humana, alguien capaz de hacer aflorar extraños caprichos del alma y ponerlos en conflicto; un guardián de fieras… —El Rey hizo una pausa—. Si habéis actuado con intención de robar o de algo peor, vuestro castigo es la muerte. Si lo habéis hecho con la intención de causar daño de forma gratuita, inspirado por el diablo, seréis igualmente condenado. Puede que os agrade saber que, de no haber sucumbido vos mismo a vuestras malas artes, habríais conseguido influir negativamente en nuestra nación, habríais vuelto en contra nuestra la esencia de nuestra propia grandeza. Lo lamento —dijo Enrique de Francia volviendo la mirada de sus oscuros ojos hacia la Regente, sentada muy erguida en su asiento, hacia su esposa, hacia el condestable y hacia los silenciosos rostros de sus cortesanos y al pálido y sombrío rostro de O’LiamRoe. Por último, se volvió hacia el joven que había sido su amado Thady Boy Ballagh y repitió—: Lo lamento. Pero el arte practicado sin conciencia es como un guepardo salvaje, imposible de domesticar. Seréis ejecutado. Y vuestra música morirá con vos.

¡Con la intención de causar daño de forma gratuita!

—¡Madre de Dios! —exclamó furioso O’LiamRoe, dando tres zancadas hacia la Reina regente. El rostro de la Reina se mantuvo inexpresivo, sin molestarse en mirarlo siquiera.

—Mi querido Phelim —Lymond se había acercado a él y hablaba en tono prosaico con una expresión levemente irritada y de algo más que el Príncipe no acertó a adivinar—, mi suerte está decidida. Pero vos no estáis involucrado. Ya que no parece que podáis mejorar las cosas, dejadme al menos recoger lo que he sembrado con dignidad. Partid y emborrachaos.

Había hablado en tono bastante amable. Phelim O’LiamRoe y su ollave se miraron a los ojos durante un largo momento. El príncipe de Barrow dio media vuelta y, sin preocuparse de a quién empujaba, salió a grandes zancadas de la estancia.

La rápida marcha del Príncipe cogió por sorpresa a Piedar Dooly quien saltó de su asiento y corrió en pos de su señor silbando entre dientes.

—El cielo nos proteja —masculló el pequeño irlandés—, por suerte aún quedan personas cabales en este país. ¿Y ahora qué hacemos, príncipe de Barrow? —preguntó.

El Príncipe volvió hacia él un rostro difícilmente reconocible, transido de ira e impregnado de una súbita y rotunda determinación.

—Vos, hombre afortunado —O’LiamRoe—, os vais a casa.

Dooly se paró en seco, sorprendido. Luego reaccionó y alcanzó rápidamente a su señor.

—¿Y vos, Príncipe? ¿Vos a dónde iréis?

—Pues a la casa de Cormac O’Connor. ¿A dónde si no? —respondió Phelim O’LiamRoe, conocido artista de la buena vida, ejemplo indiscutible de imparcialidad e indiferencia.

Las primeras luces de aquel domingo veinte de Junio comenzaban a iluminar los árboles del parque de Châteaubriant, dibujando a su vez el contorno del lago de oscuras y mansas aguas que se extendía a sus orillas.