III
Châteaubriant: El colchón relleno de cuerdas de arpa
A la mujer que se da a cambio de algo difícil, de una dote fuera de lo común y aberrante, como, por ejemplo: un colchón relleno de cuerdas de arpa o un puñado de pulgas o un cabrito muy negro con la testuz blanca y un ronzal de oro colorado o nueve juncos moteados de verde o una arroba de uñas cortadas o un nido de grajo lleno de huevos de troglodita, a esa mujer, no es delito violarla.
La embajada especial inglesa, constituida por trescientas personas, había arrastrado su doliente diplomacia con sus quejumbrosas digestiones, su camarilla, sus amateurs y sus profesionales, entre los que se contaban los condes de Lennox, hasta la ciudad de Orleáns, a unos trescientos kilómetros de allí.
Todos ellos, salvo los Lennox, eran hombres de Warwick. En su mayoría ya conocían Francia dado que, desde el soldado raso hasta el hombre de Estado, todos los que servían en las cortes de Enrique y de Eduardo habían tomado parte en el sitio de alguna plaza francesa o se habían sentado en alguna mesa de negociaciones celebra das en aquel país. Por la misma regla de tres, también la mayoría de aquellos hombres había luchado en Escocia.
Pero aquello no suponía problema alguno para la ilustre embajada ni para su distinguido representante y presidente, el gran lord chambelán de Inglaterra y marqués de Northampton, William Parr de Kendall, hermano de la última esposa del difunto Enrique VIII. El marqués era un gran caballero, aunque escasamente dotado, que no había podido aún superar sus errores militares durante la reciente revuelta escocesa.
Hasta aquel momento todo parecía haberse desarrollado estupendamente. Una semana atrás habíase encontrado en Boulogne con un encantador a la par que eficiente caballero de la Cámara Real que los había escoltado, junto con su séquito de caballos y mulas, sus carros de bueyes, sus perros guardianes y su interminable impedimenta, primero hasta París y luego más al sur.
Habían sido agasajados con fiestas y entretenimientos. En cada villa que cruzaban, los alcaldes y concejales les daban la bienvenida, con su correspondiente discurso e intercambio de regalos. Los integrantes de la embajada inglesa guardaban para sí sus opiniones políticas, haciendo honor a su condición de diplomáticos. Cualquier posible discusión, incluso aquellas sostenidas en griego o que versaran sobre dicha cultura, había de ser discreta.
Lord Northampton confiaba en la Divina Providencia para que las cosas se mantuvieran de esta guisa. Llegaban antes de lo previsto. En un día estarían en Châteaubriant, donde les aguardaba otro día de travesía, río abajo, por el Loira.
En Châteaubriant les esperaba el ceremonial de investidura de la Orden, así como otros asuntos de gran trascendencia: firmarían un tratado de alianza y mutua defensa entre Inglaterra y Francia, pedirían la mano de la reina de Escocia para el rey de Inglaterra y, en el caso de no serles concedida, pedirían la de Isabelle, la hija del rey de Francia. También designarían un comisionado con el objeto de visitar Escocia para establecer un acuerdo sobre los puntos de controversia que presentaba el tratado que tenían actualmente con ese país. Por último, presentarían al que sería el nuevo embajador inglés en Francia, sir William Pickering.
Pero habían llegado demasiado pronto. El embajador en funciones, sir James Mason, les había enviado una angustiada carta desde Angers rogándoles que esperaran. El mariscal de St. André no había siquiera salido hacia Inglaterra con la embajada paralela y los festejos que habrían de tener lugar en Châteaubriant tampoco estaban listos.
El marqués de Northampton leyó el despacho entre airadas exclamaciones y con el caballeroso rostro arrebolado. El arquero escocés acusado de intentar asesinar a la joven Reina estaba en Angers y había sido condenado. Sabía lo suficiente del asunto como para sentirse aliviado de que la cosa finalizara sin salpicar al conde de Warwick. En caso de haber sido otro el resultado, el marqués tenía instrucciones específicas respecto de los condes de Lennox, por los que no sentía una especial simpatía. En caso de que Stewart o cualquier otro acusara a Inglaterra de ayudar o tolerar los intentos de asesinato del arquero, Northampton tenía orden de echarles la culpa a los Lennox. Probablemente el propio Lennox estaba al corriente de sus órdenes, pero no estaba en situación de protestar.
El marqués de Northampton sabía perfectamente que no les sería concedida la mano de la pequeña Reina para Eduardo. O que, en caso de serlo, las condiciones a cambio exigidas serían tan gravosas para Inglaterra que se vería obligado a rechazarlas. Pero aún así, la reina regente de Escocia no debía ver con buenos ojos la alianza entre su enemigo y Francia, aunque de momento se tratara sólo de una frágil alianza sobre el papel. La Casa de los de Guisa, a la que ella pertenecía, era una de las más poderosas de Francia. Podrían esgrimir fácilmente que un candidato cismático y excomulgado, como lo era Eduardo, no era ciertamente lo más recomendable como prometido para Isabelle o para María. El menor paso en falso por parte de Warwick, podría constituir a su vez excusa suficiente para persuadir al rey de Francia de abandonar aquel incipiente tratado de amistad.
Por otra parte, el marqués sabía a través del siempre fiel Mason que Escocia comenzaba a resentirse del yugo francés; que observaba con creciente desconfianza la reconstrucción de sus fuertes, que habían de servir para su defensa pero también podrían emplearse para someterlos. Los de Guisa contaban además con bastantes enemigos en el país galo. El condestable no ocultaba su deseo de anular el prometido enlace entre la pequeña María y el Delfín, e incluso el Rey parecía resistirse a entregar a la regente de Escocia la dotación de cincuenta mil francos en oro que le asignaba cada año. El mes pasado, Northampton había oído decir que el tesorero general francés se quejaba de que el Monarca se había gastado en la Regente la friolera de dos millones de francos, cantidad que le parecía a todas luces excesiva. Northampton se sentía además irritado ante aquella espera forzosa que sabía habría de acarrearle más de un problema.
Sir Gilbert Dethick Knight, oficial de armas de la Orden de la Jarretera designado por el Rey en misión especial, tenía la mente ocupada en otros asuntos; por la módica paga de veinte chelines diarios, había recibido el encargo de hacer entrega a Su Majestad el rey de Francia de dos baúles repletos con los ropajes de la noble Orden de la Jarretera, bien envueltos en sendas sábanas de hilo holandés y conteniendo cada uno en su interior un bolsito lleno de fragante lavanda primorosamente bordado. Había conseguido cruzar el Canal sin contratiempos con su preciada carga, pero la perspectiva de velar por ella durante dos largas semanas en el Loira le ponía los pelos de punta.
Las cortes francesas y escocesas, diseminadas entre Angers y Châteaubriant, donde la construcción de tribunas, espectáculos y nuevos alojamientos duraba ya seis semanas, se habían tomado aquel viaje con calma y se dedicaban a disfrutar alegremente del ocio a expensas de los ingleses.
Los miembros de la comitiva de la Reina regente, a excepción de la propia María de Guisa y su hija, pernoctaron dos días a las afueras de Candé y lo pasaron en grande. Aprovechando la ausencia de la mitad del Consejo real, que había regresado a casa, pasearon por los hermosos jardines franceses bajo el benigno cielo de junio, dedicados a dormir, comer, leer, charlar y volar halcones. También se dedicaron a criticar con denuedo a sus anfitriones y a los ingleses. Al aire libre, las discusiones parecían disiparse.
Aquella situación resultó de lo más propicia para Robin Stewart. Tras dos días escondiéndose, de refugio en refugio, el arquero encontró con facilidad la carpa en forma de concha en la que Lymond se alojaba. Oculto en su interior, Stewart pudo corroborar a gusto la penosa impresión que el heraldo le había causado durante su intervención en el foso, impresión que ya había anticipado cuando le vio desde su prisión en la Torre de Londres. El hermoso galán que tenía delante poco tenía que ver con aquel estridente sujeto llamado Thady Boy con el que había compartido la cacería y la desaforada carrera por los tejados de Blois. Le resultaría más fácil liquidar a ese rutilante joven que al irlandés que en su día le hiciera partícipe de una gloria efímera.
Thady Boy se encontraba rodeado de un grupo de compatriotas escoceses. Stewart advirtió que trataban a Lymond con una familiaridad no exenta del debido respeto hacia su alcurnia. La nueva condición de servidor de la Reina que había asumido Lymond despertaba entre aquellas gentes la mayor de las expectaciones, y su temporal metamorfosis estaba en boca de toda la corte escocesa, desde Chinon hasta Candé.
Para muchos de ellos, era la primera oportunidad de conocer en persona a Francis Crawford de Lymond. Stewart supo, por su semblante solemne, que Lymond estaba jugando con ellos. Vio como George Douglas, que destilaba una afabilidad irónica hacia el heraldo, abandonaba su chulesca actitud engullido por el maremoto intelectual del otro e intentaba salir del atolladero lo mejor posible. Era obvio que Lymond carecía de paciencia aquella noche.
El día había sido caluroso. Tumbado en la hierba tibia, refrenando el hambre a medida que el atardecer desplegaba sus últimos rayos, Stewart escrutaba los conos de las marquesinas entoldadas con seda amarilla e iluminadas por las teas y, más allá, las ventanas del pueblo y del castillo de Candé que refulgían en las luces del ocaso. Proveniente de los prados, llegaba a sus oídos un rumor decreciente que conformaba un sonoro tapiz de voces y risas, de entrechocares de cubos, de ladridos y relinchos. La brisa del atardecer agitaba los pendones de dos colas y los pájaros nocturnos empezaban a manifestarse quedamente con sus quehaceres discretos. Cantó un mirlo.
Se hizo de noche y las fogatas se reflejaban en las miradas cual joyas engarzadas en un icono. Stewart se echó a los hombros la capa robada y se dirigió hacia el campamento al cubierto de la arboleda.
Alguien se estaba despidiendo. Restalló la lona de una tienda. Anfitriones y huéspedes salieron, agachados, nimbados por la luz titilante de las fogatas, hablando y riendo desaforadamente. Sonó una voz cristalina y agradable, perfectamente reconocible a pesar de su falta de acento, haciendo un comentario ligeramente burlón:
—Le monde est ennuyé de moy. Et moy pareillement de lui[18]. Me gustaría, con la venia de vuestras mercedes, pasear a solas mi mal humor.
Tras lo cual, con su cabello ribeteado de plata y con un semblante no exento de ironía, Lymond, cual maestro escaqueándose de una clase tediosa, salió con paso decidido del campamento hasta la linde del prado. Permaneció inmóvil y erguido un largo tiempo, presentándole la espalda a Stewart mientras contemplaba las hileras de tiendas que se confundían en la luz vacilante de las antorchas. Stewart aguardaba nervioso, al acecho, con un nudo en la garganta, impaciente ya por consumar lo que sería una victoria sin parangón.
Agarró el arco y le pareció frío y pesado. Colocó la flecha, confeccionada en madera de álamo y de punta afilada como una navaja, en el arco. Tensó la cuerda sigilosamente, notando en su oreja la suave caricia de las plumas de ganso, manejando gentilmente aquel instrumento de precisión, repartiendo equitativamente el esfuerzo en cada dedo con el que tensaba la cuerda al tiempo que cada músculo de su cuerpo obedecía instintivamente a una tarea para la que había sido largo tiempo entrenado. Apuntó y soltó la cuerda.
El silbido de la flecha hendiendo el aire de la noche duró lo que un suspiro y terminó en un vibrato de arpa, hincándose en el suelo, a un metro escaso de donde se hallaba Lymond, a su derecha. Este se dio la vuelta, agazapándose, recobrando en un instante sus reflejos felinos.
En el relente oscuro de la pradera no distinguió a nadie. Las tiendas estaban sumidas en el silencio. Una segunda flecha aterrizó a su izquierda levantando un remolino de polvo.
En una situación como aquella, gritar, correr o sacar la espada habría resultado igualmente inútil. Defenderse de un arquero en campo abierto es tarea poco menos que imposible. Pero Lymond, el rostro vuelto hacia la pequeña arboleda de donde había salido la segunda flecha, no hizo sonido alguno. La luz de la luna teñía su cara de una palidez espectral. Tampoco hizo ademán de desenvainar su espada. En silencio, comenzó a correr hacia el lugar de donde había partido la flecha.
Robin Stewart, con la boca seca y los nervios de punta, sintió que comenzaba a temblar. Levantó por tercera vez el arco, colocó en su sitio la flecha agitando suavemente sus cuatro plumas y apuntó la afilada cabeza de metal hacia el pecho de Lymond. Permaneció un segundo inmóvil conteniendo el aliento que pugnaba por escapar de su huesudo tórax y tiró.
La flecha alcanzó de lleno a Lymond en el pecho y después cayó a tierra. El corredor se detuvo momentáneamente, con la mano en la empuñadura de la espada enfundada. Después apartando el dardo de su camino de una furiosa patada, continuó decidido su carrera. No había ninguna duda: Desgraciadamente, Lymond llevaba puesta una cota de malla. Stewart, paralizado por el asombro, no tuvo tiempo de sacar otra flecha pues Lymond se le echaba encima. Stewart tiró al suelo el inútil arco y desenvainó su espada, presto a herir el vulnerable y pálido rostro y las desnudas manos que pudo entrever en la espesura.
Lymond no esgrimía espada alguna. Los dos hombres quedaron frente a frente durante un segundo; el arma del arquero cayó con violencia arrancando chispas azuladas de la malla metálica que protegía el hombro de Lymond, que consiguió esquivarle con una rápida finta. Después, el rubio joven retrocedió hacia las sombras, y se internó en el bosque a toda carrera alejándose de Robin Stewart.
No tenía escapatoria. El arquero salió tras él corriendo a grandes zancadas, perdiendo a veces terreno bajo el enmarañado sotobosque, pero guiado en todo momento por el rumor de las pisadas que imprimía veloz en su carrera Lymond, aplastando ramas y hojas secas a su paso. En un claro del bosque alejado del campamento, lo suficientemente apartado para que nadie pudiera oírlos, el arquero le dio alcance y Lymond, acorralado por fin, se volvió hacia él espada en mano. La luna teñía la hierba de escarcha. El acero destelló un segundo en la oscuridad, como fuego verde en el extraño ambiente opalino. Robin Stewart levantó entonces su propia espada y atacó.
Respiraban entrecortadamente mientras el sudor corría por el rostro del arquero, tan frío y seco momentos antes. Hasta entonces no habían pronunciado palabra alguna. No era necesario. Lymond le había estado esperando. Stewart se daba cuenta ahora. También suponía que Lymond era consciente de que aquello era el final. La muerte de un heraldo poco habría de cambiar la suerte de quien ya no tenía nada que perder. La cota de malla no le protegía las piernas. Ni las manos, ni la cabeza, ni los ojos. Ni tampoco el cuello. Aprovechando las crecientes sombras que proyectaba la plomiza luz de la luna a través del ramaje de las hayas, Robin Stewart, demacrado e invencible, pudo enfrentarse, por fin, con su bestia negra particular.
A pesar de no ser un hombre brillante, el arquero poseía el entrenamiento que proporciona la dura escuela de la servidumbre. Sintió un cosquilleo de placer al primer contacto con la espada de su contendiente, midiendo automáticamente el calibre de su enemigo. Las chispas centellearon, rojas, en la oscuridad, festejando el rumor de la primera embestida, que fue larga y salvaje. Tras una pausa volvieron a enfrentarse, esta vez más brevemente. Stewart retrocedió, la saliva seca alrededor de la sardónica mueca de su boca. Estaban empatados. Pero él, que ya no podía perder nada más en este mundo, era quien estaba más decidido de los dos. De lo más profundo de su garganta surgió un involuntario rugido de placer, tragó saliva y, agarrando la empuñadura de su espada con renovado brío, se concentró en su objetivo: el pálido rostro de su oponente.
Pero aquello, evidentemente, no iba a ser del gusto del otro. Con una prodigiosa parada, Lymond rechazó el mandoble destinado a segar sus espesas pestañas y cortarle la recta nariz. A continuación su brazo salió disparado hacia abajo para proteger sus piernas. Robin Stewart, batiéndose mudo y desesperado, cayó de pronto en la cuenta de que la dorada e incomparable voz seguía silenciosa.
Lo que el arquero ignoraba es que la razón de aquel silencio provenía de que en aquel momento tan peliagudo, Francis Crawford, además de contra él, luchaba contra unas irrefrenables ganas de reír.
Batirse con la espada en un claro del bosque a la luz de la luna conlleva una serie de riesgos: además de vigilar al oponente, uno debe mirar hacia arriba, de lo contrario la espada puede acabar hundida en una de las ramas que penden sobre la cabeza. El suelo que se pisa puede estar cubierto de enredaderas, así como de madrigueras de conejo, y el sorprendido graznido de un ave puede hacerle a uno meter la pata y ponerle los pelos de punta.
Hundidos en la vegetación hasta las rodillas, prosiguieron el combate brincando como si fueran dos juguetones duendecillos. En el silencioso bosque resonaban como un serrucho las respiraciones mientras los dos hombres, con los labios apretados, intentaban ahogar los jadeos. El arma de Stewart había herido levemente a Lymond en una ocasión, al comienzo del combate, y bajo el rubio cabello podía distinguirse un hilillo oscuro que brotaba de un rasguño. Stewart seguía ileso. Los helechos y las nudosas raíces bajo sus pies hacían cansada la lucha. Ninguno de los dos hombres estaba en su mejor forma; Stewart lucía aún sobre su cuerpo las recientes heridas del jabalí y Lymond estaba todavía convaleciente de sus pasadas dolencias. En aquellas condiciones, el oído se transformaba en un sentido tan precioso como la vista: aunque la mirada del oponente no delatara sus intenciones, el ligero sonido producido por el cambio de peso de una pierna a otra, podía constituir un inapreciable aviso del inminente movimiento. Stewart sentía el cuerpo resbaladizo de sudor dentro del jubón. Tenía la impresión de que su oponente comenzaba a mostrar una agilidad exagerada, pero aquello no le producía la menor inclinación a la risa. Los mandobles redoblaban arriba, abajo, a derecha e izquierda, retorciendo incesantemente su brazo. El arquero dirigía sus golpes con sombría exaltación con la intención de herir y mutilar a Lymond, haciéndole brincar para esquivarlo. Un violento mandoble arrancó una profusión de chispas a su cota de malla muy cerca del cuello. Lymond resopló y libró el hierro. Stewart saltó hacia atrás con una expresión de enardecido regocijo. De pronto una voz femenina, aguda y temblorosa dijo desde la espesura en francés:
—Georges! Qu’est-ce-que c’est? Ah, non, ne me laisse pas[19]!
Tras una angustiosa pausa, los arbustos se abrieron para dar paso a un joven medio desnudo y bastante ebrio en actitud beligerante, en quien el arquero reconoció al primer vistazo a uno de los que compartía la tienda con Lymond. Stewart le lanzó una mirada cargada de odio.
—¡En nombre de Dios! ¿Qué está ocurriendo aquí…? —exclamó George—. ¡Crawford! —dijo reconociéndolo.
Lymond esquivó la inmóvil espada de Stewart y en tres zancadas se plantó en el claro haciéndose bien visible a la luz de la luna.
—¡George, gracias a Dios! ¿Le habéis visto? Ha huido por allí —dijo jadeante, señalando con la espada hacia el bosque en la dirección opuesta en la que Robin Stewart se encontraba oculto entre las sombras.
Stewart, que se aprestaba a acabar con dos hombres en lugar de uno, se frenó en el último instante, el corazón desbocado.
—¿A quién? —preguntó el joven irritado.
—Era uno de los mercenarios. Un ladrón, supongo. En cuanto os oyó, salió huyendo.
—Aïe! Bertrand! —La voz de la joven resonó en el silencio—. Ç’aurait dû être Bertrand![20]
Había aparecido en un extremo del claro, con el cabello revuelto. Una lugareña, sin duda, pensó Stewart. La joven llevaba un largo y rústico sayón de holgada factura que contrastaba con los ceñidos y asfixiantes corsés de moda que llevaban las damas, revelando su humilde cuna. Ni ella ni su acompañante parecían haberse fijado en los tupidos árboles que se apretaban al borde del claro, detrás de Lymond. Tras un momento de duda, el arquero retrocedió ocultándose entre ellos.
—¿Era un hombre robusto? —El impulsivo amante parecía repentinamente interesado—. ¿Con la barba negra y un chaleco apestoso de cuero mal curtido?
—¡Por Cristo! Así es —dijo Lymond tras una mínima pausa. Después continuó en tono pensativo—: Ciertamente soltaba un cierto tufillo… ¿Su hermano?
—Mi marido —dijo la chica y gimió—: Seguro que os seguirá, Georges. No parará hasta mataros. ¡Rápido! —insistió tirándole del brazo—. Tenéis que huir.
—Marchaos en aquella dirección —dijo señalando el lugar por donde habían venido—. Es el camino más corto para volver al campamento. —Hizo una pausa—. ¡Pero hombre! ¿Seréis estúpido? ¿Es que no lleváis espada?
George, balanceándose ligeramente, estalló:
—¡Lo mataré con mis propias ma…
—No tendréis la menor oportunidad. Aquí, tomad la mía.
El joven extendió su mano hacia el arma pero la retiró inmediatamente.
—¿Pero y vos…?
—A mí no volverá a molestarme. Le hecho probar mi acero. Además, a estas alturas ya sabrá que se ha equivocado de hombre. Apresuraos, imbécil. Y buena suerte.
Empujado por su amada, George no lo dudó un segundo más. Con la joven de una mano y la espada en la otra, desapareció raudo en la espesura. Lymond, solo a la luz de la luna, se dejó caer entre jadeos sobre la alfombra de helechos, sin fuerzas ya para contener la risa.
—Esto se parece cada vez más a un concurso de disparates —dijo Francis Crawford sentándose cuando se le hubo pasado el ataque—. Antes de rebanarme el cuello, querido Robin, ¿podríamos hablar?
Mucho más tarde, Stewart constataría que el destino había intervenido para ayudarlo. Pero en aquel preciso momento, mientras se esforzaba por aplacar la ciega furia que lo embargaba, lo único que sabía a ciencia cierta era que Lymond no había aprovechado la oportunidad que le había caído del cielo para delatarle o para escapar, sino que en lugar de eso, había realizado un inconfundible e incontestable gesto de neutralidad: había entregado a otro su espada, quedándose desarmado.
Estaban solos en el bosque. La soledad se hizo palpable en cuanto se apagó el rumor de las apresuradas pisadas. Las voces y el entrechocar de las armas habían alejado cualquier atisbo de vida salvaje de los alrededores, dejándolos únicamente en el claro a él y a Lymond. Stewart, tembloroso e invadido del sudor frío y la náusea que se produce tras los momentos de extrema tensión, se acercó espada en mano hacia su enemigo, que seguía sentado en el suelo en medio del claro del bosque.
Se quedó mirando un largo momento el largo cuello del joven, expuesto y vulnerable.
—¿Puede saberse para qué habéis hecho eso? —preguntó furioso el arquero—. Queréis algo de mí, ¿no es cierto? Algo que necesitáis para vuestra propia supervivencia ¿verdad? Al menos eso espero. De todas formas tened por seguro que no pienso atender vuestro deseo y que no saldré de este bosque sin haberos antes arrebatado la vida.
—Condenado y muerto por su propia soberbia. Sí, sí, ya sé. ¿Cómo logró lord d’Aubigny que os escaparais?
—¡Lord d’Aubigny! —La sorpresa hizo enmudecer al arquero durante unos instantes. Después exclamó—: He escapado sin la ayuda de nadie, gracias. ¿Acaso estáis loco? Su Excelencia, como bien sabéis, tiene más razones que nadie para desear que me ejecuten.
—¿Ah, sí? La última vez que le disparasteis no le hicisteis sangre precisamente, querido mío. Vuestra libertad sólo podría beneficiarle.
—¿Cómo? —Su voz sonó llena de desprecio.
—Pues matándome a mí, evidentemente —dijo Lymond con calma—. Y después, cuando acabara con la pequeña Reina, cargándoos a vos con el crimen. Sólo después encontrarán vuestro cadáver. —Hizo una pausa—. Uno de vuestros guardianes se compadeció de vos, ¿verdad? Y se aseguró de que supierais dónde encontrarle cuando estuvierais libre, ¿no es cierto? Alguien bastante listo, desde luego, porque consiguió despistar a uno de mis hombres que estaba encargado de seguiros.
Nadie le había ayudado a escapar, insistió tozudamente entre maldiciones, con la dirección de André Spens quemándole en el bolsillo y su arco algo más allá, tirado en el bosque. Era cierto que ese hombre se había mostrado amable con él, pero de ahí a ayudarle a escapar…
Su expresión debió delatar sus pensamientos, porque Lymond se dirigió a él de nuevo:
—Pensé que querríais saber la verdad —dijo con suavidad—. La muerte de la pequeña María convertiría a d’Aubigny en un hombre muy poderoso. ¿Queréis que ese hombre la asesine?
Lo último que el arquero deseaba era contribuir a la gloria de aquel odioso caballero. Pero ¿cómo podría evitarlo?
—Claro, qué cabeza la mía, se me olvidaba —dijo ásperamente Robin Stewart—. Vos, que sois experto en aquelarres, no tenéis más que hacer un conjuro y echar unos polvillos en una marmita y ¡puf!, lord d’Aubigny desaparece del mapa. Siempre y cuando yo os perdone la vida, por supuesto.
—Os equivocáis. Yo no soy imprescindible —dijo Lymond, para sorpresa del arquero—. Si os empeñáis en matarme, difícilmente podré impedíroslo. No se trata de mí. Pero os aseguro que la única forma de incriminar a d’Aubigny es que os entreguéis.
El rugido de incredulidad de Stewart acabó transformándose en una risotada, a lo que Lymond añadió con frialdad:
—¿Por qué no? ¿Para qué diablos os habéis escapado si no? ¿No decís que ya no deseáis vivir?
El arquero discurría a toda velocidad.
—¿Y vos por qué no le habéis pedido a ese estúpido muchacho de antes que os ayudara a apresarme? ¡Ah, claro! Os convenía más tenerme de testigo contra Su Excelencia. Pensasteis que os ayudaría en vuestro plan, entregándome por gratitud hacia vos.
—Quizás —dijo Francis Crawford. Había permanecido sentado durante toda la conversación, el cuerpo apoyado sobre sus manos extendidas tras la espalda. La oscuridad velaba la expresión de su rostro como un paño de gasa—. Todo parece indicar que el hombre que os ayudó a escapar puede ser el encargado de matar a la pequeña Reina; quizás sea, incluso, uno de los que lo hayan intentado anteriormente. Podríais ayudarme a perjudicar a d’Aubigny si me decís su nombre. Para hacernos daño a ambos, lo único que podéis hacer es matarme a mí aquí y ahora y a continuación entregaros al condestable contándole lo de vuestra huida amañada como atenuante. D’Aubigny no se atreverá a intentar matar a la Reina mientras vos estáis en prisión. Y entretanto, puede que encuentren pruebas contra él a través del hombre que os ha ayudado a escapar.
Una vez expuesto lo anterior, Lymond sacó de su bolsillo un pañuelo de seda, lo desdobló y procedió a limpiarse cuidadosamente la sangre que manchaba su rostro.
Observándolo a la tamizada luz de la luna, rodeado del silencioso bosque de hojas inmóviles y mullidos helechos, Robin Stewart meditaba sobre aquella disquisición, a cuya lógica aplastante hubiera sin duda prestado oídos sordos media hora antes, cegado por la ira y sediento de sangre. Tuvo que reconocer, aunque de mala gana, que Lymond había expuesto la situación con extraordinaria pericia.
—Si me hubierais apresado hace un rato, posiblemente también hubiera perjudicado a d’Aubigny al confesar los detalles de mi, según vos, amañada huida. —Aquello necesitaba una aclaración—. Entonces, ¿por qué habéis actuado como lo habéis hecho?
—Creo que os debo un voto de confianza —dijo Lymond secamente—. Sé que no estáis en esta situación por propia voluntad, así que me parece justo que tengáis la oportunidad de decidir por vos mismo el camino a seguir.
Stewart avanzó hacia Lymond. No conseguía ver su rostro. De pie, con la espada proyectando su afilada sombra sobre aquel pálido cuello, el arquero dijo:
—Quitaos entonces esa cota de malla que lleváis.
El silencio pareció alargarse de manera interminable. Lymond, sin pronunciar palabra, desató y se quitó el jubón y después la cota de malla. El metal tintineó levemente, como el rumor de una pandereta agitada en la lejanía, como la cadena del ancla que asciende suavemente a la cubierta de una nave alejada de puerto: ¿Estaría partiendo quizás la última nave…?
—Ya está —dijo Lymond—. ¿Estáis satisfecho?
Palabras demasiado banales para lo que podía consumarse. Stewart, tenso hasta lo indecible, había conseguido por fin distinguir el rostro de su enemigo. No había rastro de temor en la expresión de Lymond. Aquellas nobles y delicadas facciones tan sólo mostraban unos ojos pensativos algo ensombrecidos. Era fácil deducir que Francis Crawford no sabía lo que él, Stewart, habría de hacer. Aguardaba con encomiable paciencia su decisión.
El peso de la espada devolvió al arquero a la realidad. Aferró con fuerza la empuñadura y la levantó de nuevo. La tenue luz serpenteó con acentos argénteos por su filo.
—¿Estáis satisfecho? —La voz de Lymond sonó de nuevo, desprovista de emoción.
Aquellas palabras parecieron abrirse paso por entre la triste maraña de sentimientos del arquero hasta alcanzar el palpitante núcleo que contenía la marea de emociones que, desbordándose, treparon por su flaca garganta haciendo que la prominente nuez del hombre se agitara cómicamente. Stewart cayó de rodillas soltando la espada, que aterrizó con un ruido sordo sobre la oscura hierba y, cubriéndose el rostro con las huesudas manos, estalló en sollozos.
Francis Crawford, cuyo pundonor jamás le hubiera permitido semejante desahogo, se mantuvo totalmente inmóvil. «Je t’en ferai si grande vengeance Qu’on le saura par toute France», como alguien escribiera antaño. «Tan grande será mi venganza que toda Francia lo sabrá». Noble era la lid.
Empero, nada había de noble en aquella piltrafa plañidera y desmelenada que se había hincado de hinojos a sus pies. Después de exteriorizar sus sentimientos, Stewart se sintió aliviado y, enjugándose las lágrimas que le resbalaban por el rostro, recobró el aliento, abrió los ojos y se quedó mirando el suelo.
Las palabras que se disponía a proferir iban a sonar sentimentales, la contracción de sus labios no dejaba lugar a dudas a este respecto. ¡Necio de él! Aún no se había dado cuenta de que alguien con la experiencia y el temple de Lymond podría haberle sojuzgado, arrebatado la espada y llevado de vuelta al campamento descamisado y desarmado, sin tener que recurrir para ello a la ayuda de jóvenes pisaverdes semidesnudos ni de sus amantes…
El arquero alzó la mirada con el ceño fruncido. Antes siquiera de que pudiera pronunciar palabra alguna Lymond le espetó:
—Pero vamos a ver, la bastardía no es motivo suficiente para todo esto y si no, recordad a Bayard. ¿Quién es vuestro padre? ¿El último Señor de Aubigny? ¿Roberto el Viejo?
El rostro de Stewart se demudó, con la boca semiabierta. No es que guardara un gran parecido con d’Aubigny, pero no podía descartarse el parentesco. Su tío abuelo había conservado, en su ancianidad, un gran vigor. Stewart tragó saliva. Por fin acertó a decir, no sin cierto temblor en la voz:
—No puedo probarlo. En todo caso, ella estaba fuera de la tahona. No se casaron. Si lo hubieran hecho…
—Hoy se os daría a vos el trato de lord d’Aubigny. A cualquiera en vuestra situación se le nublaría el juicio fácilmente. Habríais sido un buen amo, ¿o no?
Stewart se arrastró a gatas hasta un tocón cercano en el que se encaramó, sentado.
—Tan bueno como él —masculló con violencia.
—¿De veras lo pensáis? Imagino que podríais haber hostigado a vuestros protestantes, pero ¿acaso habríais valorado adecuadamente vuestros bonitos edificios adornándolos con obras de arte? ¿Habríais gastado sus buenos dineros en joyas y ropajes finos, en músicos y tapices? Ni él ni vos tenéis dotes de mando. Ninguno de los dos se ha cubierto de honores en los campos de lid. Si en las armas no destacáis, habéis de perfeccionar los placenteros artes del ocio.
—¿Con qué recursos?
Preso de una ira incipiente, Stewart se ofuscó y, revolviéndose cual jabalí, exclamó:
—John Stewart de Aubigny vive y vivirá entre sedas y vino gracias a su apellido. Al igual que lo hacéis vos. Os tomáis la vida, todos los de vuestra casta, como si el mundo fuera un mullido lecho. ¡Los placenteros artes del ocio! ¡Válgame Dios! Cuando uno nace con derecho a una mala cuchara y a un raído vestido, cuando lo único que se puede llevar a la boca y lo único que lleva a cuestas y lo único que le guarece es el condenado sudor de su propio cuerpo, ¡malditas las ganas que le quedan de meterse en los placenteros jaleos del ocio!
—En otras palabras —repuso Lymond desde la oscuridad, con un tono absolutamente indiferente—, vuestro impuesto oficio se limitaba a ser práctico. Cuando corrimos juntos la carrera de obstáculos, llevabais las calzas agujereadas, la bolsa vacía y vuestro cabello necesitaba un buen corte. Vuestros modales, tanto en vuestras relaciones sociales como en las personales, corresponden a los del hijo de una panadera. Vuestro alojamiento, cada vez que he podido verlo, no brillaba precisamente por su orden ni por su limpieza. En la esgrima, acabo de constatar que tenéis una marcada tendencia a lanzar estocadas a la izquierda, defecto sobre el que sin duda habéis debido ser prevenido en repetidas ocasiones. Y desde luego, no sois capaz de esquivar un coup de Jarnac[21]; he ensayado esta noche tres veces esa finta con vos… Todo lo que acabo de mencionar tiene que ver con vuestro oficio, Robin. El éxito que tanto anheláis sólo se consigue con tesón, esmerándose en el trabajo. Debéis refinaros. Todo lo que hagáis debéis realizarlo de forma concienzuda y esmerada. No debéis pasaros la vida suspirando por los señoríos que no poseéis ni envidiando las cualidades de los demás. No hace falta ser un genio para poder llegar lejos en la vida —afirmó Lymond—. Pero jamás conseguiréis nada si vuestra energía la dedicáis al resentimiento y a soñar con lo que no poseéis. Nunca os dedicasteis con verdadero ahínco a ser un excelente arquero; nunca pusisteis el alma en ello. Al final, habéis conseguido no ser ni gran señor ni buen soldado, sino un saco de rencores mal avenidos.
Lymond hizo una pausa y recorrió con su mirada la tensa y andrajosa figura sobre el tocón.
—Desearía —continuó Lymond incisivo, sin la menor indulgencia—, que nos hubiéramos encontrado hace cinco años. Me habríais odiado, como ahora lo hacéis, pero los Stewart contarían en estos momentos con un hombre.
—¡Creado por vos! —Stewart se había puesto en pie de un salto. Su cabeza bloqueó el resplandor de la luna.
Lymond respondió en tono sardónico:
—No es necesario destacar en nada para poder enseñar.
—Excepto en hipocresía —dijo Robin Stewart—. Vos me enseñasteis a respetaros y mientras, estabais trabajando como espía. ¿Y a O’LiamRoe? ¿Qué le enseñasteis a él? —Soltó una risotada que sonó forzada—. Ya he visto que ahora va afeitado. Rompió el juramento que me había hecho sin pestañear siquiera, después de que volvierais a hablar con él. ¿Tampoco él es ni un gran señor ni un hombre práctico, verdad?
—Al contrario —dijo Lymond—. Está bastante cerca de ser ambas cosas.
—Para cuando Francis Crawford haya acabado con él, no será ninguna de las dos —replicó Stewart, los brazos colgándole flácidos a ambos lados del cuerpo, como dos ásperas y abandonadas maromas—. Caerá llorando de rodillas a vuestros pies. —La ronca voz del arquero se interrumpió, asfixiada por la repugnancia que sentía de sí mismo. Cogió aire y prosiguió—: No sois demasiado comprensivo con los bastardos, ¿verdad? No os hace mucha gracia que ensuciemos con nuestras patazas vuestra pulcras alfombras hasta que aprendamos buenos modales, ¿cierto? ¿Qué opina de eso Richard Culter?
Se hizo un silencio.
—¿De que? —preguntó Lymond con voz tranquila.
—De las costumbres de vuestro famoso abuelo. Un reconocido hombre de familia. Pero algo descuidado con el lecho en el que se acostaba. ¿Qué opina Su Excelencia sobre los rumores que corren?
Lymond se levantó. A pesar de no ser tan alto como el arquero, su voz poseía una cualidad tal que pareció cortar en tiras el espacio que los separaba.
—¿De qué rumores habláis, Stewart?
El arquero se apartó unos pasos. No contestó directamente.
—Al actual heredero al título le han puesto Kevin, ¿no es cierto? Se lo oí comentar a la mujer de Erskine en una ocasión. Vuestra madre no quería que le pusieran Francis, ni tampoco el nombre de vuestro padre. Creo que podéis imaginaros la razón.
El arquero no alcanzó a ver el brazo de Lymond, solo sintió el brutal puñetazo sobre su tenso y huesudo rostro. La luna pareció fraccionarse en minúsculos planetas que se disolvieron sobre sus mejillas mientras caía.
Cuando despertó se encontraba solo, tendido entre la espesura del bosque, su arco y su espada junto a él. No debía haber sido fácil para Lymond encontrar su arco.
Robin Stewart se incorporó y, llevándose a la cara las manos, apretadas en sendos puños, maldijo a Francis Crawford con una voz cargada de odio y añoranza.
Hacía calor. En Châteaubriant las guirnaldas se marchitaban y la pintura, aún fresca, que lucían el nuevo palacio y la vieja fortaleza feudal, se ampollaba en trémulos cabujones. El calor agostaba los jardines y parques de la que fuera la antigua residencia de la amante del viejo Rey hasta que su marido se abriera las venas. Los poemas que los amantes se escribieron impregnaban aún el ambiente. La corte y los miembros más importantes de la embajada inglesa se alojarían juntos en uno de los espléndidos castillos que el condestable poseía en la ciudad. Las celebraciones en honor a la inminente embajada tendrían lugar en la entrada, en la cámara de audiencias y su galería y en el exterior, en el nuevo lago y sobre el recién estrenado campo de justas. Las fiestas habían sido planeadas en tono austero, acorde con la severa etiqueta que imperaba en la corte en los últimos tiempos. Los espectáculos previstos para amenizar la estancia de los invitados estarían también sometidos a la estricta etiqueta.
El mariscal de St. André, que se dirigía a Londres, había pasado antes por el castillo del condestable, donde había sido despedido con sus correspondientes festejos. Después había seguido su camino tranquilamente hacia la capital inglesa para otorgar a Su Majestad el rey de Inglaterra la Orden de St. Michel y hacerle una serie de interesantes propuestas. El mariscal viajaba con un séquito de setecientas personas, varios cargamentos de trigo, la mejor banda de músicos del Rey, un personal de cocina de vastas proporciones y Boisdaulphin, el nuevo embajador francés, que llevaba, además, cien barricas de vino para su propio consumo.
El mariscal, que dejaba en casa a un hijo recién nacido, no había dado muestras de lamentar el presente viaje. Por su parte, el condestable no había entrado en detalles acerca de la destitución del embajador francés, Chémault. El mariscal de St. André se había puesto en camino con su nutrido séquito, deteniéndose al pasar por Saumur, donde estaba la embajada inglesa. Paralelamente, sir James Mason, que veía aproximarse encantado el final de su labor como embajador en Francia y esperaba impaciente el momento de pasarle a su afortunado sucesor las dos mil setecientas onzas de plata y valores que tenía en su poder, partió también para reunirse con sus paisanos en su lento viaje hacia Nantes.
En Châteaubriant todo estaba a punto para la llegada de los ingleses. Francia era verdaderamente experta en esta suerte de preparativos. Los invitados que llegaban a suelo francés, tanto los que lo hacían de buena gana como los que no, acababan por caer admirados ante el inagotable fasto que se ponía en movimiento para recibirlos. O’LiamRoe seguía todavía por allí, aquejado de una suerte de incómoda admiración por los inminentes eventos.
En realidad se había quedado a causa de la pequeña Reina. Stewart seguía en paradero desconocido. Desde la cacería con el guepardo, O’LiamRoe era bienvenido en la reducida corte de la Regente, pero él mantenía las distancias para no comprometer a Lymond.
A pesar de que sus sentimientos hacia Francis Crawford seguían siendo más bien amargos, no se sentía capaz de acusarle de algo que sabía no había cometido. Además, no le quedaba más remedio que reconocer que, por muy irreverente, despótico, rebelde y anárquico que aquel joven fuera, su presencia constituía la principal esperanza de salvación de la pequeña reina María. Por si fuera poco, a medida que los días pasaban, se le hacía más evidente, con gran dolor de su corazón, que aquella esperanza se sustentaba, como Lymond le había dejado claro, en la intervención de Oonagh O’Dwyer.
O’Connor no estaba alojado en el castillo por una cuestión obviamente diplomática que al príncipe de Barrow, con su manifiesta y probada neutralidad, no le afectaba. La señora Boyle y su sobrina, igualmente neutrales e inofensivas, estaban invitadas a asistir a los eventos que se celebrarían en el castillo. Durante la estancia de la embajada inglesa, las dos damas residirían en la ciudad, en la que habían alquilado un alojamiento que, sin duda, compartirían con el mencionado O’Connor hasta que la embajada inglesa prosiguiera su camino.
Los ingleses no habían llegado todavía. Quien sí lo había hecho era la Reina regente con su séquito. O’LiamRoe acudió a visitar a la pequeña María tras solicitar el permiso de madame Françoise d’Estamville, dame de Paroy, la poco atractiva y rigurosa institutriz que había sustituido a Jenny Fleming y que cobraba cinco veces el salario (el remunerado en metálico, se entiende) de su antecesora. Una voz agradable y familiar proveniente de la estancia le hizo detenerse ante la puerta:
—Rey y Reina de Cantelon, ¿cuántas millas hay hasta Babilón?
A aquello siguió una risa infantil.
—Venga, seguid —dijo Lymond, a lo que la voz infantil, de marcado acento francés, continuó—:
—Ocho y ocho y otras ocho. No —le previno la voz infantil—, pedidme que las sume.
—No es necesario. —Lymond sonaba ofendido—. Puedo hacerlo yo solo.
Se hizo una larga pausa.
—Estáis tardando mucho —dijo María.
—No me metáis prisa.
—Yo puedo hacerlo mucho más rápido —dijo la niña—. Son veinticuatro.
—¡Es injusto! ¡Es injusto! Me falta educación —dijo aquella voz hermosa y cantarina—. Puedo contar con los dedos de las manos y los pies, pero a partir de ahí, debo confiar en mi buena y noble princesa María. ¿Lo repetimos?
—Vale.
—Rey y Reina de Cantelon, ¿cuántas millas hay hasta Babilón?
—Ocho y ocho y otras ocho.
—¿Llegaré allí aún de día?
—Si tenéis buen caballo y un buen guía.
—¿De cuántos hombres disponéis?
—De más de los que vos nunca tendréis. —Los dos se rieron a la vez.
Un paje abrió la puerta.
Mientras salía, Lymond se dirigió al Príncipe, que aguardaba en el umbral:
—¡Hola, Minerva recubierto de sudor! Como podéis ver, de momento no ha habido ningún intento. Sonreíd, Phelim. Fui a ver a vuestra dama pero no la encontré en casa.
O’LiamRoe soltó un largo y penoso suspiro.
—¿No hay nada que pueda hacer para impedíroslo?
El rostro de Lymond se endureció.
—Entrad ahí —dijo sosteniendo la puerta abierta—. Y después volved a hacerme la pregunta, si podéis.
O’LiamRoe le sostuvo la mirada.
—¿Y Robin Stewart? —dijo sin retirar sus pálidos ojos del rostro de Lymond—. ¿Hay alguna novedad?
—Eso depende —dijo Lymond en tono neutro— de lo que vos llaméis novedad. Ayer estuve con él… tuvimos una conversación interesante, aunque algo ambigua.
—¡Virgen santa! —dijo O’LiamRoe desconcertado—. ¿De veras habló con vos? —Y añadió rápidamente—: ¿Cómo terminasteis? ¿Dónde está ahora? ¿Volvió a escaparse?
Lymond tardó en responder.
—Terminamos —dijo Lymond observando detenidamente el agitado rostro del Príncipe—, él inconsciente de un puñetazo en la cara y yo marchándome. Por lo que yo sé, sigue libre.
—Pero… —empezó O’LiamRoe levantando el tono, para bajarlo rápidamente a continuación— pero eso deja a la niña a merced de lord d’Aubigny… A menos de que hayáis encontrado pruebas contra él. ¿Lo habéis hecho?
Lymond negó con su rubia cabeza.
—Ya os lo he dicho. Nuestra común amiga no es fácil de encontrar. Imagino que es cosa de la señora Boyle. Pero tendrá que hacer acto de presencia en la corte para asistir a las grandes Lupercalias en honor a los ingleses.
Durante la breve visita que O’LiamRoe había hecho a la irlandesa, Oonagh, su blanco rostro marcado con un feo moratón, se le había quedado mirando con expresión arrogante y le había preguntado:
—¿Pero se puede saber qué le debéis vos a Ballagh, Phelim O’LiamRoe? ¿Es que estáis mal de la cabeza? —Luego, con expresión grave, continuó—: Está bien, sabed que por mi parte no tiene nada que temer. Si le acusara de ser Thady Boy Ballagh, seguramente yo misma tendría que responder a unas cuantas preguntas. Pero os lo advierto, más le vale dejarme tranquila, de lo contrario me las arreglaré para que le expulsen de Francia con mofa y escarnio.
Ahora Lymond le estaba diciendo que le había perdonado la vida al arquero a cambio de la de Oonagh.
—¿Y esta súbita ternura por el infortunado Robin? —añadió O’LiamRoe—. Por lo visto parece que ahora preferís sacrificar a Oonagh.
—Espero —repuso Lymond secamente— no tener que sacrificar a nadie. En cuanto a Stewart, me pareció justo no entregar el árbol caído al hacha del leñador, nada más.
—¿Y qué pasará con Oonagh?
—Mi querido Phelim —dijo Lymond separándose de él—, dejad de preocuparos. Ya me conocéis. Todo es cuestión de discurrir. Todo está en nuestra cabeza. El intelecto es nuestro verdadero maestro.
—Pues intentad —dijo el príncipe de Barrow con expresión grave—, decirle eso a Cormac O’Connor.
La corte estaba expectante. Durante todo aquel tiempo, aparentemente, la actitud generalizada hacia lord d’Aubigny no había experimentado ningún cambio. La acusación contra él parecía haber quedado agazapada en el inconsciente colectivo, a la espera de un posible paso en falso de d’Aubigny, que se daba perfecta cuenta de todo aquello. Pese a las atenciones, la cortesía y el cariñoso trato que Enrique le prodigaba, podría decirse que hasta en mayor medida que antes, d’Aubigny se sentía poseído por una franca desazón. Presa de una especie de furor infantil, viajó desde Angers hasta Châteaubriant y de allí, aprovechando el primer día que tuvo libre, hasta Nantes, de donde se trajo unas piezas de cristalería ahumada y una estatua de marfil y pan de oro atribuida a Fidias que debía medir aproximadamente medio metro de altura.
La belleza de la escultura despertó corteses cumplidos entre sus amistades, pero d’Aubigny necesitaba algo más que aquellas parcas alabanzas para aplacar su estado de ánimo. Fue precisamente Francis Crawford, el heraldo Vervassal, quien inclinado sobre la hermosa pieza pronunció las palabras que Su Excelencia necesitaba oír:
—Hay una parecida en Roma. Nunca he visto nada tan exquisito. —Y prosiguió comparándola con otras obras de arte, con un discurso erudito que ponía de relieve su extraordinaria sensibilidad. Aquellas palabras, a pesar de estar lampando por los elogios, le supieron a d’Aubigny como un caramelo envenenado.
Sin embargo, desde fuera, nadie hubiera podido adivinar que el heraldo y d’Aubigny fueran enemigos. Desde hacía ya una semana, Francis Crawford no se despegaba de John Stewart de Aubigny, interpretando a la perfección su papel de ferviente admirador y colega escocés. Tan solo cuando Su Excelencia realizaba las tareas propias de su cargo o bien cuando se retiraba a dormir, perdía de vista a Lymond. Durante el resto del tiempo, era rara la ocasión en que John Stewart, al levantar la vista de la joya que en ese momento estuviera admirando, o del manuscrito que estuviera leyendo, no se encontrara con la presencia de aquel elegante heraldo de la Reina madre vigilándolo de cerca. La situación rondaba ya lo ridículo hasta para alguien como lord d’Aubigny, cuya perspicacia no podía calificarse precisamente de aguda, a pesar de lo cual se esforzaba en mantenerse lo más tranquilo e indiferente posible. Después de todo, se decía, aquello no podría durar mucho tiempo.
En los ratos que Lymond tenía libre, Margaret Erskine solía acudir a visitarle. Richard, antes de partir, la había informado brevemente respecto del nuevo papel de su hermano. Poco después del episodio del jabalí, cuando ella y Francis se habían encontrado por fin, el joven, parco en palabras sobre su propia situación y planes como era característico en él, sí se había extendido sin embargo sobre la breve experiencia sajona de O’LiamRoe, describiéndosela con tal gracia que la había hecho llorar de risa. Había de nuevo brillo en su clara mirada y sus movimientos habían recuperado esa cualidad felina y elástica tan peculiar suya. Parecía totalmente repuesto en cuerpo y espíritu, aunque Francis, en ningún momento aludió al pasado.
El viernes de la llegada de Northampton, Lymond, paseándose despreocupadamente por los vacíos aposentos de la Reina madre, comentaba con Margaret:
—Querida mía, ¿habéis visto las calles? Están tan repletas de banderines como un tendedero y parece que están escribiendo sonetos en las propias estatuas. ¿Creéis que conseguirán encandilar a esos norteños de sangre fría?
—Según O’LiamRoe —dijo plácidamente Margaret—, en Westminter todas las estatuas tienen las peanas recubiertas de versos.
—Pero aquí en Francia, querida, las firman además —dijo Lymond, que acababa de llegar de la tienda de un perfumero y despedía una fragancia de rosas. Lucía también joyas de exquisita factura. Era evidente que tenía intención de acudir al baile. Sir George Douglas, que pasaba por allí magníficamente ataviado, se lo quedó mirando y sonrió.
—¡Qué donaire el de Vuestra Merced! Vais a deslumbrar a Lady Lennox —dijo.
Fue sin embargo al marido de Lady Lennox, Mathew Stewart, a quien Lymond vio primero. Estaba junto a Northhampton en el momento en el que este presentaba sus respetos a las dos reinas escocesas. Lymond observó con expresión grave cómo el marqués le hacía una triple reverencia a María de Guisa, enjoyada cual cetáceo recubierto de moluscos y, acto seguido, besaba la delicada mano de la pequeña Reina, que había cubierto sus rizos pelirrojos con un precioso bonete de Moncel cuajado de perlas. La pequeña Soberana entonó con la gravedad requerida por el protocolo una frase en latín. Sin embargo, no podía ocultar, por el color encendido de su rostro, la incomodidad que sentía su cuerpo enderezado por el apretado corpiño y enmallado con mangas y medias adornadas con profusión de bordados, que si bien eran de seda no por ello facilitaban la respiración de la pequeña María.
Tampoco los hombres muy principales que se habían congregado alrededor de las regias anfitrionas, vestidos con blusas, jubones, camisas y con calzones holgados y ceñidos al talle parecían estar demasiado cómodos. El duque de Guisa, instalado en una calma jupiteriana, había dejado unas huellas oscuras en la vaina de su espada, y la barba de George Douglas, otrora hermosamente puntiaguda, pendía fláccidamente bajo su barbilla. Más tarde, cuando las Reinas procedían a recibir al escogido grupo que se había acercado hasta el estrado, el conde de Lennox se acercó hasta el tío de su esposa.
Tanto sir George Douglas como el conde de Lennox, Matthew Stewart, se sentían en Francia a sus anchas. Durante once años, Matthew había vivido y luchado en ese país. Hacía tan solo ocho que el conde lo había abandonado en busca de pastos más verdes donde medrar. Su deserción en favor de Inglaterra había provocado el anatema del viejo rey de Francia y perjudicado a su hermano John Stewart de Aubigny, que había sido enviado a prisión en represalia. Pero había llovido mucho desde entonces. Inglaterra y Francia estaban a punto de convertirse en aliados y d’Aubigny era en la actualidad uno de los amigos íntimos del Rey. Aunque Warwick, que se había convertido recientemente a la religión reformada, no estuviera actualmente en los mejores términos con Lennox, todo saldría bien si Margaret conseguía mantener a raya a ese incómodo caballero llamado Francis Crawford de Lymond y si no le ocurría ningún percance a la joven reina de Escocia; al menos ninguno que pudiera hacer recaer sospechas sobre su implicación. Desde aquella conversación que mantuviera con su hermano John tiempo atrás sobre cierto delicado y escabroso asunto, le había horrorizado constatar que las actividades de d’Aubigny en Francia no hacían más que salpicar a los Lennox en Londres. Ocurriese lo que ocurriese, él no quería tener nada que ver. Margaret y él ya tenían la vida suficientemente complicada por su condición de católicos en un país de religión reformada.
Para exorcizar sus preocupaciones, Matthew Stewart llevaba encima toda su colección de joyas y se había vestido con gran esmero. Sir George, a quien tanto oropel no impresionaba lo más mínimo, le vio acercarse divertido.
—Qué encuentros más sorprendentes tiene uno que padecer —dijo cuando el otro estovo lo suficientemente cerca para oírlo—. ¿Os parece conveniente esta visita, Matthew? Tenía entendido que no erais demasiado bienvenido en Francia.
La mirada apática de aquellos ojos desteñidos pareció cobrar vida. Matthew le miró con expresión airada.
—Siempre he respetado vuestra opinión sobre lo que puede o no considerarse como conveniente, querido George, pero ¿no creéis que nuestra presencia rebaja en cierto modo la rigidez dogmática de esta embajada? Imagino que ya habréis oído los rumores sobre lo sucedido en Saumur, donde ninguno de mis colegas reformados se inclinó ante el cáliz. En Orleáns no se les ocurrió otra cosa que repartir pan consagrado entre el populacho y en Angers, la delegación entera habría sido masacrada de no ser por la intervención del marqués.
—No lo sabía —dijo Douglas, francamente interesado—. ¿Qué hicieron?
—Sacaron una de las imágenes sagradas de la iglesia —dijo lord Lennox secamente—, y la pasearon por las calles tocada con un sombrero.
Sir George se rió.
—Pues allí no despertó precisamente el júbilo de la población —repuso Lennox—. En Nantes tuvieron que sacar las estatuas de los jardines y meterlas en casa para protegerlas de los ingleses que, por supuesto, llevan todo el viaje comiendo carne regularmente sin observar el precepto católico. Desde luego que este no es —dijo lord Lennox, las ajadas mejillas cubiertas de rubor— el mejor momento para poner a prueba la paciencia de los franceses. Los chistes que circulan sobre el Santo Padre no caen demasiado bien en general.
—Pues entonces vos tendréis que hacer chistes sobre Warwick. Es una suerte al menos —dijo sir George, que no parecía en absoluto desanimado—, que Robin Stewart ya no esté con nosotros. Vuestro hermano lleva buscándoos desde que llegasteis. ¿Le habéis visto ya?
—No —respondió Matthew Stewart con sequedad—. Las aficiones de John me resultan un tanto fastidiosas.
—¿De veras? —preguntó sir George abriendo mucho los ojos con expresión de divertida sorpresa—. Así que no compartís las pasiones de nuestro querido d’Aubigny… Por cierto, ¿qué tal con la Reina madre? Su Majestad no es una mujer rencorosa. Después de todo rechazó la oferta de matrimonio de Bothwell al igual que lo hizo con la vuestra. ¿Habéis conocido ya a su nuevo heraldo? Tengo entendido que es un oficial encantador.
Sir George estaba convencido de que el conde de Lennox ya había detectado la presencia del heraldo Vervassal, cuyo tabardo bordado en azul, rojo y oro, reparado de los daños que le inflingiera el jabalí, resplandecía en medio de la elegante corte de María de Escocia.
—Si os referís a Lymond —dijo Matthew fríamente—, tuve ocasión de verle en Londres. No entiendo que pueda fiarse de alguien como él. Un caballero superficial capaz de venderle sus servicios al mejor postor.
—Según mi experiencia, si la Regente le concede poder, él no dudará en emplearlo para intimidarla a ella. Decís que es superficial, pero ¿no lo somos todos un poco? —dijo sir George—. En el fondo, aquí no hacemos otra cosa que mendigar, aunque llevemos una copa de oro en las manos. Estoy de acuerdo con vos en que nuestro amigo se muestra excesivamente orgulloso y va por ahí presumiendo de su apostura. Estaría encantado de verle cometer algún desliz. Al igual que lo estaría Margaret, sin duda. Ella estaría incluso dispuesta a darle un empujoncito para animarlo, ¿no creéis? —La mirada del marido de Margaret, perdida entre la multitud de cortesanos, se volvió con brusquedad hacia el afable rostro de sir George—. En cuyo caso —prosiguió, ensanchando su sonrisa—, yo seré el primero en aplaudirla.
Sir George pronunció aquellas últimas palabras con especial retintín, aludiendo al desliz de Margaret en el pasado. El cerúleo rostro del conde de Lennox palideció aún más, preocupado porque pudieran escucharlos. Cerca de ellos, unos cuantos caballeros, al tanto sobre los rumores que relacionaban a la condesa con Lymond, al ver la expresión de odio de su rostro demudado, hicieron una mueca.
Sir George, que se sentía bastante invulnerable desde que su hijo se había desposado con la heredera de Morton, no pareció afectado en lo más mínimo.
Tras la recepción tuvo lugar el banquete, y tras el banquete la mascarada. Después dio comienzo el baile en el gran patio, donde las nuevas fuentes habían sido llenadas de vino tinto sobre el que flotaban a aquellas horas multitud de insectos. Los enrejados que separaban a los danzantes de la cúpula estrellada del firmamento aparecían cuajados de racimos de uva moscatel.
El espacio se llenó con las primeras notas del branle, al que siguieron gallarda, chacona, alemanda, pavana y minueto español. La música inundó el patio y flotó entre los frutales, sofocando el torpe francés proveniente de gargantas inglesas mezclado con el otro, más hermoso, que pronunciaban los cortesanos más cultos y refinados del mundo.
Desde la majestuosa arcada colindante con el Château Neuf, la reina Catalina observaba la danza rodeada de sus damas, entre las que se encontraba Margaret Lennox.
En el gran patio, las parejas progresaban al son de la música en una profusión de satenes y terciopelos, de sedas bordadas con rutilantes gemas y brocados de oro y plata, las plumas de avestruz de los bonetes y tocados rozando los racimos de uvas de las pérgolas. Gallardos caballeros de esbeltas piernas y anchos hombros sonreían, y sostenían en sus enguantadas manos a las damas, espléndidas con sus escotes cuajados de joyas, sus cejas cuidadosamente depiladas, las amplias mangas flotando como trémulas mariposas sobre las delicadas manos que, levantando el borde de los vestidos, dejaban al descubierto porciones de medias y bailarinas venecianas. Lo más granado de aquellas tres naciones inclinaba su altiva cabeza, se detenía, se dispersaba y volvía a reunirse dibujando arabescos sobre la pista de baile.
Más tarde los danzantes fueron sustituidos por cupidos que, provistos de humeantes antorchas, bailaron una moresca en el amplio patio. Damiselas tapadas con velos y caballeros enmascarados cantaron y recitaron versos. En aquella velada no hubo tartas de proporciones gigantescas, ni leones, ni estatuas vivientes… La fantasía quedó relegada para ocasiones venideras. En cambio, los pajes repartieron guirnaldas de flores, vino y cestos de mimbres con hermosas máscaras de gato.
Oonagh O’Dwyer, con su oscuro cabello recogido y enjoyado, su estilizada silueta oculta bajo el rígido damasco de su vestido, escogió la de un gato persa, sus verdes ojos centelleando como esmeraldas bajo la piel gris ceniza de la máscara. La radiante sonrisa que dibujaban sus labios perfectos había captado la atención del atezado Tom Butler, décimo conde de Ormond, uno de los zalameros jóvenes irlandeses que O’LiamRoe había conocido en Londres y que había llegado con la embajada inglesa. Ormond se había criado con Eduardo de Inglaterra, y consideraba aquel país como el suyo propio.
Oonagh, consciente del escrutinio al que el joven la estaba sometiendo, se concentró en seguir el astuto y malicioso plan en el que se había embarcado. El joven parecía presa fácil de sus encantos, como su tía Theresa le había vaticinado. También Cormac, la mirada encendida por la emoción de un nuevo plan, había dicho:
—Claro que ella puede cautivarle, ¿pero cuánto tiempo creéis que podrá mantenerlo en esa situación? Porque de eso se trata, mi adorada, oscura y fría sirena. Ahí está el reto, mi morena sirena, necesitaréis de todo vuestro encanto y persuasión para atraeros a ese cachorro suave y perfumado y sacarlo de su nido inglés. No será fácil —dijo mientras acariciaba con mano perezosa la tensa mandíbula de la mujer y observaba la fina red que la falta de sueño había tejido bajo aquellos insondables ojos—. No, no será fácil —repitió—, pero lo haréis, corazón mío. Por el amor que me profesáis, lo haréis.
Así pues Oonagh, ocultando bajo la máscara el crudo testimonio del pasado enfado de su amante, había aceptado aquel baile con el décimo conde de Ormond, pensando con desmayo que en algún lugar, bajo aquellas pérgolas, en la cálida y perfumada noche, se encontraba el joven que había llegado a Francia con el único y decidido propósito de desafiarla. Mientras bailaba en brazos del conde había olvidado por un instante que él también podría estar allí, entre los danzantes, o bien al resguardo de la oscuridad de los jardines, o bajo la tibia luz del castillo y de la arcada. No llegó a verlo siquiera cuando, de la mano de su pareja, avanzando al compás de la música, una voz cálida y dulce como la miel le llegó a los oídos. La voz se desvaneció poco después, llevada por el vaivén preestablecido de la danza palaciega, para volver otra vez, desde otro ángulo, audible lo justo entre los compases de la música y el rumor de las conversaciones.
Sin poder evitarlo, giró en redondo y lo vio.
Ante ella, sin antifaz, se hallaba el joven cuya imagen pervivía en sus recuerdos desde que, vendado y sedado, yaciera postrado y prisionero en su habitación de Blois. También él, acostumbrado a ser el blanco de tantas miradas durante aquel viaje a Angers, reconoció en los ojos de Oonagh la expresión imperturbable que tan bien recordaba. La música cesó, la danza amainó. La pareja de Oonagh se dio entonces la vuelta para encararse con Francis Crawford, que seguía dirigiéndose a ella con total naturalidad, en sus ojos una mirada maliciosa que nada bueno dejaba presagiar.
—C’est Belaud, mon petit chat gris, C’est Belaud, la mort aux rats… Petit museau, petites dents[22].
Buder, que no entendía el francés, contestó en un inglés ceceante, frío y atiplado:
—Dispensadme, ¿sois acaso el heraldo?
—De su Alteza Nobilísima y Excelentísima la reina madre de Escocia. Me llamo Crawford y solicito de Vuestra Merced que me conceda el llevar a esta dama a presencia de mi Reina.
Después de un breve silencio, Buder contestó en tono de fastidio:
—¿Desea la Reina madre hablar con la señora O’Dwyer?
—Con la venia de Vuestra Merced, y la de esta dama.
—¿Ha de ser ahora?
—A la mayor brevedad posible.
—No encuentro que este sea el momento más indicado, pero claro… —replicó en tono ligeramente desabrido el irlandés que había pasado gran parte de su existencia en calidad de paje en Londres.
—Lo entiendo —repuso tranquilamente Lymond. Acto seguido, ofreció su brazo a Oonagh.
Ella aceptó la invitación de Lymond, no porque pensara, ni por asomo, que la Reina madre quisiera realmente hablar con ella sino porque no se le ocurría nada que pudiera hacer para evitarlo. Lymond, con aquella hermosa mujer caminando a su lado, se apartó del conde de Ormond, dejándolo confundido en medio de la pista de baile. La señora Boyle, presa de un arrebato de furor, observó la escena desde una lejana arcada mientras una lívida Margaret Lennox se dejaba caer en su asiento, anonadada. La música volvió a sonar con fuerza y los dedos de cincuenta parejas de bailarines se entrelazaron gentilmente para emprender lentamente una pavana cerrándole inadvertidamente el paso a la enfurecida tía Theresa, que se había lanzado en pos de los dos jóvenes.
Para cuando por fin consiguió alcanzar el mullido césped de los jardines, Lymond había desaparecido junto con su sobrina.
Merced a un generoso soborno, no había ningún guarda ante la estancia oscura hasta la que Lymond había conducido a Oonagh. Nadie, aparte de ellos, ocupaba la habitación, a pesar de que sus ventanas con celosía dieran al salón de baile. Se trataba de un dormitorio pequeño y ordenado en el que flotaba un olor penetrante, difícil de identificar.
Al día siguiente, Oonagh tendría el brazo dolorido por la presión con la que Lymond la había sujetado cuando, sonriendo, le habló y la sacó de la muchedumbre festiva. Lymond sabía muy bien que Oonagh no estaba en condiciones de montar un escándalo. La tenía bien atrapada. Lymond supo, por los ojos dilatados y enfurecidos que brillaban tras la máscara, por la respiración jadeante y entrecortada que le agitaba el pecho, que aquella fiera estaba dispuesta resueltamente al combate. En la estancia mal iluminada de Château Neuf, Oonagh, silenciosa, con la mirada puesta en Lymond, sólo tenía en mente lo que se había propuesto tiempo atrás. Como el de ella, también el rostro de Lymond estaba en la penumbra, su piel y sus ropajes centelleantes húmedos y salpicados del tinto líquido de las fuentes. El joven la había soltado tan pronto hubieron entrado en el dormitorio. Seguía allí, inmóvil.
Oonagh se acercó a la ventana. Atisbo entre los espectadores que charlaban cortésmente y pudo distinguir la cabellera gris de la frustrada señora Boyle, que se dirigía hacia el castillo. No la dejarían entrar y aunque lo consiguiera no podría dar con ellos, tal era el número de estancias. Lymond, en todo caso, había corrido el cerrojo de la puerta.
La bella irlandesa miró hacia la pista de baile. El Conde de Ormond se había buscado otra pareja a quien dedicar sus amables y delicadas sonrisas inglesas. Tendría que posponer la tarea que Cormac le había encomendado. No le preocupaba; a Cormac sí que podía manipularlo. Sabía que cuando Cormac, en última instancia, recurría a los puños, era porque se había dado intelectualmente por vencido. Pero Oonagh llevaba tiempo preparándose para este encuentro, como un atleta entrenándose para enfrentarse en la palestra. Su mente estaba en tensión, fuerte, firme. Se giró a medias y su silueta se recortó en la tenue luz proveniente de la ventana. Apartó la careta y descubrió su rostro magullado.
Semioculto entre las sombras proyectadas por los encajes de la celosía, Lymond no aparentaba ni inquietud ni sorpresa.
—El precio a pagar por ser la Petite Pucelle d’Irlande[23] es muy alto, querida. Peores cosas hay, que ir de mano sudorosa en mano sudorosa, por mucho que la perspectiva os llene de espanto.
No contestó como habría hecho cualquier otra mujer: «¿Quién os lo dijo… Martine de Dieppe?». En lugar de eso, dijo:
—Antes de que os empeñéis en romper mis cadenas, haríais bien en averiguar si son tales. Nunca he hecho nada motivada por el miedo… Ni siquiera por temor a convertirme en una furcia cualquiera, Francis Crawford. O’LiamRoe es un sentimental, como sin duda vos sabéis. Si lo que os ha dicho es que estoy comprometida con Cormac por miedo al futuro, se equivoca.
—¿Ah sí? ¿Y que Cormac es un corazón joven y noble dispuesto a encenderse por Geraldine Ireland? ¡Hermoso debió de ser en verdad!
—El corazón noble sigue allí —contestó Oonagh—. ¿Qué diríais vos de él? ¿Qué se trata de un espectador o de un espía?
—Yo diría que es un hombre —repuso en tono jovial Lymond—, que no necesita que le mande ninguna mujer.
Oonagh se había llevado inconscientemente la mano a la cara. Se dio cuenta de ello cuando empezó a pellizcarse nerviosamente la mejilla. Apartó la mano. Inquirió no sin cierta amargura:
—¿Creéis que ansío el poder?
—Creo que habéis apostado vuestra vida en Cormac O’Connor y que habéis conservado vivo su primerizo amor en el níveo santuario de vuestro recuerdo sin reparar en que el deshielo tuvo lugar hace bastante tiempo. Las ambiciones de Cormac O’Connor no son hacia Irlanda sino hacia sí mismo. Puede que tenga todavía en alta estima vuestro cuerpo, pero más le interesa vuestra mente.
A Oonagh se le hizo un nudo en la garganta. Consiguió domeñar el arrebato de ira que amenazaba con ofuscarla.
—Y vos, ¿para qué me queréis? —masculló—. Los cementerios y las cárceles de Europa están repletas de almas fallidas a causa de Francis Crawford, la soledad y Dios.
—Yo no os propongo, linda amiga —repuso Lymond secamente—, estar a vuestro lado para el resto de mis días, ni siquiera aspiro a seduciros y cobrarme así el pago de vuestra deuda. Lo que os ofrezco es la oportunidad de revisar vuestros ideales y sacar de paso algo en claro. ¿O es que os parece acaso imposible que coincidan con los míos?
—Por atractiva que pudiera parecerme vuestra oferta, adolece sin embargo de poca claridad. Si, llevada por mi ardiente patriotismo, traicionara los oscuros designios de otros, vos habríais de refrenar vuestros instintos más carnales. Retornaríais a Escocia triunfante y ungido por la Fortuna, Cormac se pudriría en una cárcel francesa acusado de haber intentado arrebatarle la vida a un rival irlandés y yo, apartando la mirada de ese Mesías alevoso, me resignaría a vivir en un ambiente aburrido y mucho más sano.
—No dejaría de ser una mejora respecto de lo que sucedió en la Tour des Minimes. ¿Cuál de las plácidas y patrióticas cualidades de Cormac os impulsó a perpetrar tamaño experimento? ¿Había averiguado, quizás, lord d’Aubigny que Francis Crawford no era O’LiamRoe y sospechaba que habíais contribuido, en vuestro propio provecho, al asesinato del hombre equivocado? —Oonagh se removió, incómoda, pero Lymond no tenía intención de soltar su presa—. Bien sabemos que lord d’Aubigny es el villano en todo este asunto. No hace falta insistir en ello. Luego, cuando Stewart le contó quién se ocultaba tras la identidad de Thady Boy, Su Señoría se dio cabal cuenta de que vos le habíais engañado.
—Reconocedme el no haber obrado con ligereza —contestó Oonagh escuetamente—. Sabía desde hacía tiempo que Phelim O’LiamRoe no era un rival tan serio como para inquietar a Cormac. —Ante el silencio de Lymond, añadió—: Arriesgué mi vida por sacaros aquella noche de la Torre. ¿Qué más queríais que hiciera? Era o Cormac o todos vosotros.
—O Cormac o todos nosotros —repitió como para sus adentros Lymond, oculto en las sombras de la habitación—. Las ambiciones de Cormac, el porvenir de Irlanda, subastados al precio de nuestras vidas y también al precio de la reina María… ¿Acaso no sabéis que lord d’Aubigny intentó asesinarla? Pero ¡claro que lo sabéis! Sospecho que lleváis mucho tiempo compartiendo los secretos de d’Aubigny y de vuestra tía. Su Excelencia ha intentado quitarme de en medio porque sabía que me habían enviado a Francia para proteger a la pequeña Reina… La pregunta es ¿cómo se enteró de mi misión? Pues por alguien que estaba en Escocia, alguien que rondaba asiduamente el trono de la Reina madre con la esperanza de obtener de ella beneficios. ¡Vana esperanza, empero! Este alguien se interesaba en demasía por los Culter, tenía parientes en Londres y en Francia… Alguien muy allegado a d’Aubigny. Quién sabe, ¿Sir George Douglas, quizás?
Oonagh permaneció inmóvil ante las palabras de Lymond. Más tarde, se preguntaría si había sido precisamente su petrificada quietud lo que la había traicionado a los ojos de Lymond pues este, tras echarse a reír, continuó diciendo:
—Vos, por supuesto, sabíais a través de George Paris que la Reina regente acababa de proponer al por entonces desconocido O’LiamRoe, que visitara Francia. No había tiempo para atacarle en Irlanda, pero parecía sencillo hacerle perecer en un accidente durante su travesía. Después, Robin Stewart aportó su granito de arena animando a Destaiz a perpetrar el incendio de la posada «El Puercoespín», pero aquel torpe y fallido intento difícilmente podía pasar por un accidente fortuito, lo cual hizo que el arquero se ganase una buena reprimenda por parte de lord d’Aubigny. El siguiente intento de librarse de O’LiamRoe os correspondió a vos, querida Oonagh, cuando orquestasteis en Ruán el encuentro de O’LiamRoe con el Rey en la cancha de juego, haciéndole quedar como un idiota y consiguiendo que lo expulsaran del país. Pero por aquel entonces vos, por supuesto, ya habíais adivinado la verdad… ¿Qué fue lo que delató a vuestros ojos la verdadera identidad de Thady Boy? ¿Una mala actuación, un error gramatical, o quizás una especie de aura indefinible mezcla de las dos cosas?
—Vos aprendisteis gaélico de alguien de Appin hace mucho tiempo y recientemente habéis mejorado vuestro acento con alguien de Leinster, pero con frecuencia ponéis más énfasis en la segunda sílaba en lugar de en la primera, como se debe hacer. Es un error típico de un escocés —dijo Oonagh.
—Así que Stewart y Su Excelencia continuaron creyendo que O’LiamRoe era su apetecida víctima, y vos no les sacasteis de su error… D’Aubigny se llevó a la pobre Jenny Fleming a la Croix d’Or y la confrontó con el Príncipe. Debió pensar que ambos eran unos actores consumados. Y después debió de sentirse de lo más estúpido cuando se enteró de que en realidad no se conocían de antemano. Y a buen seguro se sentirá furioso, querida mía, si descubre que vos lo habéis sabido todo este tiempo.
—Eso es asunto mío —dijo Oonagh. Su voz sonó poco convincente hasta para ella misma—. Vos me pedisteis hace tiempo que os dejara lidiar con ese hombre. ¿Por qué no lo hacéis de una vez?
—Ya sabéis lo que quiero —dijo Lymond en tono tranquilo—. Necesito pruebas contra d’Aubigny. Destaiz murió. Alguien, además de Stewart, debió ayudarle en algún momento. D’Aubigny no puso la cuerda en Amboise con sus propias manos. Dadme un nombre. Eso será suficiente.
La tenue luz proveniente de la fiesta iluminaba a medias el magullado rostro de Oonagh, cuyas manos, aferradas al alféizar de la ventana, mostraban los nudillos blancos de la tensión. Estaba pensando. Pensaba en el episodio del órgano en Neuvy y el recuerdo agitó su respiración, lanzó al galope su corazón y aumentó sus temores. También recordó la humillante serenata en el Hôtel Moûtier, que tuvo lugar en el momento preciso en el que ella esperaba poder entrevistarse con d’Aubigny para comentarle la llegada de Cormac a Francia y recordarle su promesa de hablar con el Rey en favor del irlandés. Lymond, ahora se daba cuenta, debía de haberla tenido vigilada, pues se había quedado por allí para estar cerca de ella con el fin de comprobar si su repentina marcha de Neuvy tenía algo que ver con Cormac y, de ser así, descubrir con quién había quedado ella en Blois aquella noche. Debía saber que aquella era la única que pasaría allí, dado que al día siguiente tendría que volver a Neuvy puesto que los Moûtier se iban de la casa.
Pero Lymond no se había contentado con rondar por allí y esperar los acontecimientos, maldito fuera. Se había hecho acompañar por media corte y los había plantado bajo su ventana. Ella, de pie en el balcón, transida de ira y de vergüenza, se había visto obligada a recurrir a la ayuda de O’LiamRoe, que había accedido a enviar a Piedar Dooly al castillo de Blois con un mensaje suyo. Piedar había salido a hurtadillas del Hôtel Moûtier y, en respuesta a su mensaje, Robin Stewart había acudido a verla para recibir las noticias sobre la llegada de Cormac y hacérselas llegar a lord d’Aubigny. Pero también Lymond había conseguido frustrar aquello. Se había llevado con él a Robin Stewart en su carrera sobre los tejados y casi había logrado atraérselo a su causa. Por un momento, Oonagh se preguntó si O’LiamRoe le habría contado a Lymond que aquella noche había permitido que Piedar hiciera aquel recado para ella. Rápidamente, se deshizo de tal pensamiento. Había llegado la hora de demostrar su fuerza y su valor. No era momento de flaquezas ni de simpatizar con O’LiamRoe.
—No puedo ayudaros —dijo.
Se encontraban cada uno a un extremo de la vacía habitación. El silencio se cernió sobre ellos.
—Apelaremos entonces a vuestros sentimientos. —La voz de Lymond sonó tranquila—. La reina María no tiene más que ocho años.
—Ocho años, comida a manos llenas y un lecho perfumado donde dormir. Una niñera para vestirla y más joyas de las que le caben sobre el pecho. El mayor lujo al que aspira un niño irlandés es a un plato de comida.
—¿Y creéis que la rebelión que pretende Cormac les aportará mucha?
—Les traerá la libertad. Lo demás llegará después.
—Habláis como si María tuviera elección —dijo Lymond—. Su muerte provocará una guerra fratricida en Escocia, al igual que ha ocurrido en vuestra patria. ¿Es que no sois capaz de ver más allá de un solo hombre, de un solo país?
—Vos no me conocéis —dijo Oonagh.
—Conozco vuestro orgullo. Habéis intentado compensar la menguante catadura moral de vuestro amante agrandando su causa. Una mujer más humilde le hubiera apuñalado, simplemente.
Oonagh se quedó mirándolo; el contorno de su rostro se le aparecía borroso en la titilante penumbra mientras sentía cómo la rabia se apoderaba de ella.
—Entonces ya somos dos —dijo con dureza—. Un hombre menos vanidoso que vos le hubiera matado antes de que ella tuviera necesidad de hacerlo.
—Parecéis pensar que la muerte es el único camino. Nunca —dijo Lymond— se me ocurriría ofenderos con insulto semejante. En todo caso, sois una mujer comprometida con vuestra causa, ¿no es cierto? Lo que necesitáis en un nuevo Mesías. El príncipe de Barrow podría serlo.
—Quizás. —Oonagh sentía el sudor frío bajo el grueso tejido de damasco. Los ojos, cansados de mirar en aquella perfumada oscuridad, le escocían y sentía pesados los párpados.
Era consciente de que aquella era una batalla que difícilmente podría ganar. No se hacía ilusiones al respecto. Lymond haría todo lo necesario para conseguir la información que deseaba. El comportamiento hasta ahora moderado de Lymond obedecía al respeto que el joven sentía hacia su condición de mujer, no hacia su persona en concreto. Pero aquello no iba a durar mucho. Estaba entre la espada y la pared, enfrentada a sus propias convicciones. Sabía que tenía que recurrir a todo su ingenio.
—Pero vos le convenceríais de lo fútil de su empeño —dijo Oonagh escogiendo cuidadosamente sus palabras—. No importa. Príncipes ambiciosos en Irlanda hay tantos como gotas de agua en el océano. Alguno servirá.
Llevaba tanto tiempo preparándose para aquella inevitable contienda verbal que, siempre supo, habría de tener lugar entre ellos… Con la sangre palpitando en sus venas, esperó la réplica del joven. El silencio se alargó ahogando los leves murmullos de las charlas y las risas, engullendo el lejano rumor de la música y la danza.
Lymond dijo por fin:
—Así que nunca habéis amado.
—¿Lo habéis hecho vos? —replicó ella.
Lymond no contestó. En lugar de hacerlo, en un tono profundo que hizo que Oonagh cerrara repentinamente las manos en sendos puños, dijo:
—El hombre que hay en O’LiamRoe empieza a despertarse. No me interpondré. ¿Cómo podría?
—Así que debería —dijo ella en un tono rebosante de desprecio— abandonar a su suerte a una nación moribunda y enterrar su depauperado cadáver entre las malas hierbas de la hermosa campiña francesa. ¡Mostradme al hombre, medio despierto o despierto del todo, capaz de convencerme para hacer tal cosa!
Sus palabras sonaron poco convincentes hasta para ella misma. Palabras pronunciadas para persuadir, para clavarse tan profundamente en el otro como la espada se hinca en la tierra. De pie en aquella oscura habitación, haciendo frente a aquella voz aterciopelada e incorpórea contra la que oponía toda su energía, física y mental, Oonagh, a pesar de la fortaleza adquirida con los años, se sentía temblar. Tenía que evitar que Lymond le arrancara su secreto, que conociera su verdadera identidad. Mantendría su orgullo intacto a toda costa y conseguiría proteger a Cormac. ¡Por Dios!… pensó temblando, invadida de un sentimiento de furia. ¿Sería tan difícil de conquistar aquel joven como parecía? ¡Virgen santa! ¿Acaso iba a tener que hacerle la corte?
A pesar de la penumbra en la que ambos se hallaban sumidos, Oonagh estaba pendiente de cada uno de los movimientos de Lymond, pues su cuerpo respondía al del joven como si de una especie de caja de resonancia se tratara. A fuerza de escrutar en la oscuridad se hallaba como hipnotizada por el tenue resplandor que desprendían las joyas de su atuendo. Pero la tensión que la embargaba le impidió anticipar el silencioso acercamiento de Lymond hasta que fue demasiado tarde. Repentinamente se vio envuelta en su perfume y sintió unas manos posarse delicadamente sobre sus hombros.
—Hace un rato os prometí que sería capaz de contenerme… —susurró una voz junto a su oído—. Pero ¿no estaréis, mi sirena de verdosos cabellos, intentando seducirme vos, verdad?
La sombra de Lymond se superponía a la suya, proyectando una alargada silueta sobre las desnudas baldosas. Percibió su tibio aliento sobre la nuca, sus labios sonriendo contra su pelo. Oonagh levantó la barbilla y por un instante se quedó inmóvil, las dilatadas pupilas absortas en el vacío que poblaba aquella semipenumbra.
—¿Acaso tenéis miedo? —dijo al tiempo que apartaba las manos de él y se daba la vuelta para encararlo.
Recordaba bien sus facciones, pues había estudiado largamente aquel rostro mientras el malherido joven dormía postrado en la cama del Hôtel Moûtier, tiempo atrás. Pero nunca se había encontrado a solas con él, en un lugar cerrado y con Lymond en plena posesión de sus facultades. Estaba tan cerca de ella que podía sentir el calor que desprendía su piel. Las lámparas del jardín le permitieron distinguir unas pupilas de un azul profundo bajo las largas y rubias pestañas. La tenue luz nimbaba los cortos cabellos del joven de un halo plateado. Habló de nuevo en tono templado, pero Oonagh se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo por controlar la respiración:
—La estrella de Gormluba era hermosa. Blancas eran las perlas que dejaban entrever sus labios y blanca, como la nieve recién caída que corona las montañas, la piel que ocultaba su vestido. Su níveo cuello era esbelto y delicado. Su mullido pecho se alzaba en dos orgullosas cumbres y el rojo de sus labios hacía palidecer a la rosa más hermosa. La espuma de las olas parecía turbia al lado de la blancura inmaculada de sus manos. Sus ojos brillaban como los rayos del sol. Era tan bella la doncella de Gormluba que los poetas no encontraban palabras para describirla…
Aquellas palabras pronunciadas en gaélico le hicieron recordar el talento musical de Lymond, la destreza con la que acariciaba las cuerdas del laúd, la maestría de su canto. Ella le contestó en la misma lengua, su cuerpo respondiendo instintivamente al homenaje que le rendían sus palabras. Le miró a los ojos y sintió que se perdía en aquellas insondables pupilas color aciano.
Sin despegar de ella la mirada, Lymond cerró la gran contraventana interior sumiéndolos a ambos en la oscuridad. Oonagh todavía pudo captar un atisbo de su intensa expresión antes de que el pequeño rectángulo de baldosas que las luces del exterior había iluminado se desvaneciera por completo. Envueltos en aquella tibia oscuridad, la mujer sintió cómo Lymond, entrelazando con suavidad sus manos, la atraía hacia él para besarla.
Su cuerpo respondió al abrazo con inusitada violencia, derribando de un plumazo los muros de contención que su férrea voluntad había levantado. La embargó un sentimiento de triunfo indescriptible y, de haber sido capaz, le hubiera detenido, pero el torbellino de sus sentimientos arrasó todo vestigio de cordura haciéndola arder como una hoguera cuando él, con suma dulzura, encontró por fin su boca.
Cuando por fin Lymond separó los labios de los suyos y habló, no fue capaz de entender sus palabras. Consumida por el fuego que ella misma había contribuido a encender, su boca sedienta anegada por el cálido sabor de las lágrimas y nublado el entendimiento, consiguió a duras penas volver en sí. Lymond estaba arrodillado y la sostenía entre sus brazos.
—Lloráis, querida —dijo él—. Sois bienvenida, noble dama. Bienvenida con clarines y trompetas al mundo de los que sufren. Al mundo de los que somos vulnerables.
Ella había jugado y apostado sobre el hecho de que Francis Crawford habría de sucumbir a sus encantos. Se había creído su igual en aquella batalla en la que ambos, sin buscarlo, se hallaban enfrentados. Oonagh había llegado casi a amar a O’LiamRoe por su inocencia. Pero aquella noche había venido, convencida de que Lymond intentaría dominar su mente conquistando primero su cuerpo, dispuesta a mostrarle a aquel frívolo petimetre, por lo menos diez años más joven que ella, un atisbo de la pasión que era capaz de concitar; le vería de rodillas, prisionero de un sentimiento superior a todo lo que él se hubiera atrevido jamás a soñar. Había llegado preparada para disimular su furia y su desprecio, someterlo con sus artes y después, enmudecido y derrotado, darle la espalda para siempre. Quizás entonces los dejaría a Cormac y a ella en paz de una vez.
Su plan había acabado hecho cenizas.
Había sido ella quien, a la postre, había sucumbido a la tórrida y caprichosa pasión, mientras que Lymond (a mhuire, ¿cómo puede ser que no lo hubiera imaginado?), había mantenido en todo momento la mente clara y el ánimo templado, demostrando un control sobre sus emociones muy superior al suyo. Lo había sabido en el instante en que sus manos la acariciaron, mucho antes de que sus labios la apresaran en aquel terrible y cegador beso, esas manos sutiles y expertas, capaces de arrancar de ella los mismos registros que de los instrumentos que tan bien tocaba, esas manos que se movieron sobre su piel con la misma controlada maestría como si de un laúd se tratara. En verdad era poco lo que de él sabía y parecía, después de todo, que era todavía menos lo que sabía de sí misma.
—Siento el corazón escaldado —dijo mientras las lágrimas le caían lentamente por las mejillas.
Lymond se había quedado muy quieto. El calor que su piel desprendía poseía la atracción del hogar al regreso de una larga jornada a la intemperie en un campo cubierto de escarcha.
—No tenéis necesidad de ser vos quien controle la situación —dijo Lymond—. Estamos juntos en esto. Relajaos.
Oonagh apoyó entonces el rostro sobre su hombro, sintiendo la suave textura de la seda contra sus ojos cerrados. Él comenzó a acariciarla. Fue soltando, uno tras otro, broches y lazos hasta que su cuerpo, liberado por fin, quedó a merced de sus manos. Lymond siguió hablándole suavemente hasta que, envuelta en la cadencia de la música incomparable de su voz, la mujer perdió la noción de sí misma y se dejó llevar.
Las manos del joven la encontraron y aquellos dedos hábiles de músico tocaron, una a una, las cuerdas de su pasión despertándola de nuevo, robándole el aliento, desgranando acordes tempestuosos que retumbaron en la oscuridad y estallaron como un volcán, la lava recorriendo los ardientes senderos de su piel. Con inconcebible maestría, el joven la hizo rendirse, anegando con la embravecida melodía las desiertas playas de tantos años de noches insomnes. Sintiéndola a su completa merced, Lymond la levantó con suavidad y, balanceándose con su preciada carga entre los brazos, la depositó sobre el oscuro lecho sobre el que ella, desde el principio, había planeado entregarse.
Afuera el baile ya había terminado. Durante un rato todavía, las voces y las risas, ebrias de vino y música, parecieron prolongarse hasta desvanecerse en la brisa nocturna. Luego quedó solamente el rumor apagado y cansino de los sirvientes, el tintineo de las copas sobre las bandejas, las notas furtivas de los laúdes al retirarlos y el rasposo barrer de las escobas limpiando el amplio patio. Finalmente el oscuro Château Neuf y el Château Vieux quedaron sumidos en un silencio tan solo interrumpido por el sonido cristalino de las fuentes.
Detrás de más de una de aquellas ventanas, cortinas de satén protegían a los amantes de la luz de la luna, ocultando discretamente los juegos amorosos que tenían lugar en las oscuras estancias. Pero aquella noche la música continuó sonando para una mujer en particular hora tras hora, sin perder un ápice de su magnífica cadencia, recibiendo en ocasiones incluso más de lo que había solicitado, de lo que había soñado con solicitar. Había perdido la noción de dónde estaba, de quien era su compañero. Lymond la había hecho receptora del más preciado de sus dones. Por una noche, el joven había conseguido liberar el alma de Oonagh O’Dwyer y despojarla de todo pensamiento, de todo cálculo. Por una noche sola, ella era libre.
Ambos sabían que aquella primera vez sería también la última. Al comienzo no se conocían y cuando terminó tampoco, porque lo que ambos abrazaban era una ilusión y no un cuerpo. Lymond levantó la mirada, perdido en sus ensoñaciones, mientras ella, ajena al dulce calor de la tierra y la cosecha, tanto tiempo olvidadas, robaba aquellas horas a su destino.
Oonagh despertó poco después del amanecer cuando los mirlos, posados sobre los naranjos de los jardines, rompieron el silencio de la alborada. Volvió el rostro adormecida aún, sin recordar nada, las negras guedejas esparcidas sobre la almohada, pero no encontró la cabeza de Cormac durmiendo apaciblemente a su lado. En su lugar, con la barbilla apoyada sobre sus doblados brazos, Francis Crawford la observaba intensamente. La sábana había caído hacia un lado dejándole al descubierto los hombros. Parecía llevar largo tiempo despierto, pensando en silencio. Al ver que se despertaba, una sonrisa brillante iluminó su rostro. Fue una sonrisa fugaz, traviesa y amistosa a la vez.
—Sois una mujer soberbia, mi señora —le dijo en gaélico—. A fe mía que hemos pasado una noche galante, vos y yo. Si tuviera que pedirle a Dios que me favoreciera con alguno de sus dones, sería sin duda fuerzas lo que le pediría.
Oonagh se quedó mirando la mano de cuidadas uñas que sostenía la barbilla, el cabello pálido y revuelto enmarcando aquel delicado rostro de austera nobleza y la hermosa boca que pronunciaba aquellas palabras que, ella bien sabía, no eran ciertas. Poco a poco, a medida que la luz del amanecer le devolvía la memoria, las imágenes de la pasada noche, como gemas cayendo de un árbol fantástico, le recordaron por qué yacía en aquel lecho.
Había querido demostrar a Lymond que no tenía nada con qué negociar. Pero él le había entregado a cambio veinte veces el precio de su secreto, devolviéndole su orgullo. Ahora, desafiando las leyes más elementales, en contra de la más mínima hospitalidad, la más mínima humanidad, contra la esencia de su propio ser y de la de su pueblo, ella debía rechazarle.
Él le devolvió la mirada durante un largo instante antes de desviarla. Entonces Lymond, enterrando los codos entre las sábanas y acariciándose las cejas con las manos cubiertas de encaje, cerró los ojos y preguntó:
—¿Y bien Oonagh?
Ella se incorporó despacio, llena de amargura, la pesada seda de sus cabellos cayendo lacia sobre sus lacios brazos.
—Hubo una vez un rey llamado Cormac —dijo con voz neutra— que conocía bien a las mujeres. Decía de ellas que eran olvidadizas en el amor. Que no se les podía confiar secreto alguno. Que siempre tenían a mano algún pretexto para escabullirse del trabajo. Débiles en la batalla las llamaba, arpías en los conflictos domésticos. Sordas a toda directriz, vanas en la sociedad, inútiles en cualquier asunto práctico, elocuentes en lo insignificante. Debía temérselas como a las fieras, decía. Mejor azotarlas que consentirlas, someterlas que acariciarlas. —Hizo una pausa, para seguir a continuación—:
Hay gran verdad en esas palabras y prefiero ser yo quien las pronuncie, y no vos. Así que no, nada está bien ni llegará a estarlo hasta que Temair vuelva a convertirse en la morada de los héroes.
Él no movió la cabeza pero sus ojos, cerrados como estaban, parecieron contraerse, dejando traslucir lo trastornado que se sentía. Había esperado aquella respuesta. Las palabras no por floridas resultaban más dulces. Ella, que nunca hablaba con ternura, las había pronunciado con fiereza, dejando tras ellas el eco de un implícito desafío.
Sin condenar sus actos ni sus palabras Lymond dijo, simplemente:
—He fracasado, entonces. Es lo que pensaba. —Su voz sonó fría.
—Ambos, vos y yo negociamos con nieve que se derrite en nuestra manos —dijo Oonagh en voz baja, abrazándose las rodillas—. Es nuestro sino Francis. —Su madre le había dicho una vez aquellas mismas palabras, pero ella no se lo confesó a Lymond. Tampoco le contó la otra cosa que él no sabía.
Lymond se recostó sobre la espalda bruscamente. Tenía una expresión pensativa. Sobre su piel tostada destacaban claramente las recientes cicatrices de la Tour des Minimes.
—No me siento como un Diógenes.
—Ni yo como… —Le falló la voz y se interrumpió. Un instante después, furiosa consigo misma, reprochándose su debilidad, se dirigió a él de nuevo en un tono desprovisto de emoción y le dijo sin rodeos—: Os vendo la información que deseáis a cambio de cinco mil de los soldados franceses que residen en Escocia.
Tardó tanto en responder que Oonagh llegó a pensar que no lo haría.
—¿Y qué pasa si os desacredito a vos y a Cormac acusando a d’Aubigny? ¿Quién quedará entonces al frente de vuestro magnífico ejército?
—Tranquilizaos. No tengo intención de pedirle a O’LiamRoe que se arroje sobre las desnudas rocas de mi escaso aprecio. Buscaría a otro. —Se dio la vuelta para mirarlo—. ¿No creéis que la Regente estaría dispuesta a poner algo de su parte para salvar a su propia hija? Además, toda Escocia y media Francia están deseando poner fin a la ocupación francesa. ¿O es que teméis perder la posibilidad de convertiros en uno de los cachorros mantenidos de la Regente?
—Callaos —dijo. La tomó por los brazos y la obligó a recostarse sobre la almohada, pálida y ojerosa, respirando entrecortadamente—. No me obliga lealtad alguna a la Reina. Ni me mueve ninguna ambición. Pero lo que pedís es imposible. La situación del trono es actualmente demasiado insegura. Si la Reina madre perdiera su buen nombre aquí o en Escocia, sería derrocada y la niña podría morir igualmente.
Oonagh se volvió hacia él bruscamente. Lymond no intentó ocultar la divertida ironía que mostraba su expresión.
—Callaos —repitió—. Dejad de atormentar tan hermosa mañana. Yaced conmigo y no habléis. —Contra lo que podáis pensar, no me dedico a hacer negocios en la cama. Deseaba ofreceros una pequeña dosis de auto conocimiento. Eso es todo. Si no os parece suficiente motivo para decirme lo que deseo saber, bien está. No tengo nada más que vender.
Curiosamente fue entonces, frente a aquella tranquila y nada dramática exposición de los hechos, cuando Oonagh O’Dwyer se vino abajo. Agotada, enterró su oscura cabeza entre los brazos de Lymond y cerrando aquellos ojos verdes de sirena sollozó amargamente. Con ternura, el joven consoló a aquella mujer que, como Luadhas, había acabado atrapada en una lucha demasiado fiera para las de una raza como la suya.
Pero Lymond sabía que debía poner ante ella un último obstáculo. Durante el camino de regreso, tras recorrer pasillos vacíos y escaleras traseras con una habilidad que en otro momento le habrían arrancado a Oonagh una de sus irónicas sonrisas, el joven se detuvo ante una puerta de sólida factura.
—No es mi intención afligiros —dijo—. Pero creo que le debéis a vuestra causa el contemplar los cimientos sobre los cuales se alza. ¿Me acompañáis?
En aquel instante adivinó que la llevaba a ver a María. La indefensa Reina niña iba a ser después de todo el último dardo en el arco de Lymond. Sorprendida por lo poco original de aquel postrer intento de convencerla, Oonagh se quedó mirándolo. Decididamente no entendía a aquel hombre. Había estado tan segura de que él podía leer en ella como en un libro abierto y sin embargo…
Tuvieron que atravesar otras tres puertas ante las que se hallaban apostados sendos guardas discretamente armados, el último de los cuales era el propio joven Fleming, acompañado del paje Melville. En el interior, Margaret Erskine los hizo pasar, recibiéndolos con su acostumbrada calma. La luz de la clara mañana iluminó el rostro de Lymond, y Margaret intuitiva como era creyó adivinar un atisbo prometedor en su semblante. Tanto el tono de su voz como sus ademanes mostraban una excepcional claridad. Recordaba perfectamente a la irlandesa que lo acompañaba. La había visto por primera vez en la cacería con el guepardo, sujetando a la adorable perra de O’LiamRoe. También ella, ahora que lo pensaba, tenía un aspecto distinto esa mañana. Distinguió bajo su larga capa el vestido de damasco que luciera la pasada noche. Al entrar, la mujer se había echado para atrás la capucha en actitud desafiante, dejando al descubierto su larga melena suelta, desprovista de aderezos. En sus ojos había una expresión un tanto aturdida. Margaret bajó los suyos para ocultar su exasperación mientras Lymond hablaba.
—¡Necias! —pensó—. ¿Por qué se lo consentís? Otra lección más a la que tendremos que asistir. Un nuevo experimento. Otra vasija defectuosa que acabará rota.
—Por la noche está segura —estaba diciendo Lymond—, y también durante parte del día. Pero no podemos protegerla totalmente cuando está en público. Hoy no va a salir hasta la tarde, por ejemplo, lo que significa que estará segura hasta entonces. Por la tarde saldrá con su madre, acompañada de su séquito, para asistir a los deportes bretones y a los torneos que tendrán lugar en el campo de justas. Estará rodeada de toda nuestra gente de confianza, pero al estar en público siempre existe un riesgo. Por la noche diremos que se encuentra indispuesta para evitar que tenga que participar en la montería a la luz de las antorchas y la cena al aire libre que seguirá después. Mañana…
—Mañana tendrá que pasarse el día bien a la vista a causa de los ingleses. El Rey lo ha ordenado así. No hay forma de evitarlo —dijo Margaret disgustada— sin llamar la atención. ¿Queréis pasar a verla ahora?
—Si Janet da su permiso —dijo Lymond.
Tras él, Oonagh pensaba: Ya estamos. Ahora veremos su carita de rosa, su tierna manita, su cabello dorado rojizo extendido sobre la almohada… Una imagen adorable para enternecerme…
—Un momento —dijo Lymond en tono desconfiado—. ¿No estará dormida, verdad? —Y como Margaret asintiera, exclamó—: ¡Por el amor de Dios! Esta niña es un auténtico lirón. No hemos venido para ver su preciosa cara adormilada ni para asistir a su levée.
Lymond había hablado en serio. Cuando pasaron a ver a la pequeña María ya estaba prácticamente vestida y protestando como una brujita mientras le desenredaban sus rizos pelirrojos. Janet Sinclair, la fiel niñera que había sustituido a Jenny Fleming, molesta por la interrupción, hizo una ligera reverencia a modo de saludo y se separó unos pasos de la niña. Las dos damas de honor que la acompañaban, una de las cuales era la propia hermana de Margaret, y el paje abandonaron la habitación y se quedaron esperando fuera.
—Vuestra Graciosa Majestad —dijo Lymond—, esta es la señora Oonagh O’Dwyer, de Irlanda, a quien puede que ya hayáis conocido. Vuestra Señora madre la conoce bastante bien.
Los ojos color avellana de la pequeña se iluminaron bajo el fruncido ceño. Entre la pequeña Reina y el heraldo parecía existir una relación amistosa con un cierto aire paternal. Oonagh escuchó incrédula las palabras que Lymond dirigió a su joven Reina a continuación:
—La dama desea echar de Irlanda a los ingleses y sugiere que Vuestra Noble Gracia la asista cediéndole a los soldados franceses residentes en Escocia, que pasarían a engrosar las filas del ejército rebelde irlandés. ¿Vuestra Gracia está de acuerdo?
Oonagh pensó, impaciente: Dios bendito, esta niña tiene sólo ocho años. Además él ya me ha dicho que la Regente nunca lo aprobaría, cosa que yo ya sabía, desde luego. La irlandesa vio ruborizarse intensamente a la pequeña Reina, que irguiendo orgullosamente la cabeza se dirigió a ella mirándola a los ojos:
—Mis soldados franceses protegen mis dominios del inglés.
—No veo la necesidad de semejante protección —replicó Oonagh. Aquella conversación se le antojaba del todo superflua—, cuando estáis en paz con los ingleses. El tratado está a punto para ser firmado desde la semana pasada. Inglaterra es la parte más débil en estos momentos. No existe amenaza alguna bajo el gobierno de lord Warwick.
—Pero vuestro país también está en paz con Inglaterra, ¿no es cierto? Mis soldados franceses mantienen la paz entre los lores, porque muchos nobles celosos acaban por debilitar una nación.
—Nosotros —dijo Oonagh sintiendo disminuir la sensación de absurdo que la embargaba— deseamos expulsar del país a los usurpadores. También vos deberíais desear que los extranjeros abandonaran vuestra tierra.
—Los franceses son el pueblo de mi madre. Y el mío —dijo la niña.
—Bien cierto —confirmó Lymond interviniendo por primera vez—. Vuestros señores normandos acabaron por sentirse tan irlandeses, Oonagh, que fueron los que más problemas causaron a los ingleses. Ya veremos si pasa lo mismo con nuestros normando-escoceses.
Mirándole por encima de la cabeza de María, los ojos gris verdosos de Oonagh se encontraron con los de Lymond.
—Nuestros niños mueren. La libertad brilla por su ausencia y mientras tanto esta niña, que vive en tierra extranjera, se aferra a sus riquezas y al lujo como un cuervo al pellejo de una oveja.
—Es una insolente —dijo María dándose la vuelta y presentándole la espalda bien tiesa—. Decidle, señor Crawford, que estoy aquí para protegerme de los ingleses.
—¡Pero qué decís, niña! —exclamó Oonagh olvidando por un momento su rango—. ¡Los ingleses han acudido en solemne embajada y están aquí, en este preciso instante, pera pedir vuestra mano para su Rey!
María se dio media vuelta y la miró. Tenía las mejillas teñidas de rubor y sus ojos mostraban el enfado que sentía.
—¡Porque no pueden raptarme y obligarme a casarme por la fuerza como han intentado tantas veces! Ahora somos demasiado fuertes. Nosotros y nuestros franceses.
—Y nosotros en cambio somos débiles —dijo Oonagh y se quedó en silencio preguntándose cómo había pasado en pocos minutos de estar furiosa a tener que dar explicaciones.
María la observaba, concentrada en sus pensamientos. Tenía el rostro serio.
—Sé que mi madre desea que obtengáis ayuda. Constantemente solicita de mi padre, el Rey, que os la preste. Pero no dándoos soldados de Escocia. Eso sería…
—Sería como desmantelar un rompeolas para construir con sus piedras un establo —dijo secamente Francis Crawford—. No convenceréis a la dama, Majestad. Para ella ni siquiera vuestra vida vale un ápice.
María escuchó las palabras de Lymond sin despegar la vista de Oonagh. En aquel momento, ataviada con su rojo vestido, el brillante cabello revuelto, parecía una niña dócil y vulnerable. Una sonrisa resplandeciente iluminó su rubicundo rostro.
—¿Os lo ha confesado ella misma?
—Sí.
La sonrisa de la pequeña se ensanchó hasta lo indecible.
—¿Creéis que ha traído una daga? ¿La llevará encima? Preguntadle señor Francis. Porque yo —dijo la noble y poderosa princesa María Estuardo, reina de Escocia, mientras rebuscaba furiosamente bajo todo aquel rígido terciopelo rojo hasta dejar al descubierto combinación, calzas, ligas, zapatos, rodillas y el extremo de un lazo que acababa probablemente de soltarse de alguna de aquellas prendas—, porque yo —repitió por fin con aire triunfal alzando el pequeño puño apretado alrededor de un objeto puntiagudo y reluciente—, sí que tengo una.
La Reina niña irguió la cabeza desafiante, respirando agitadamente, sujetando en el puño la daga con aire amenazador.
—¡Intentad apuñalarme si os atrevéis! —increpó a su visitante.
Durante el extraño silencio que siguió, los ojos de Oonagh O’Dwyer se encontraron con los de su amante de una sola noche y allí se quedaron, atrapados en las azules profundidades de aquella mirada. La niña, tras unos instantes de espera, volvió a repetir el desafío en tono de decidida alegría:
—¡Vamos, intentad apuñalarme! ¡Os aseguro que os mataré yo a vos!
—Reservad vuestro acero para aquellos en los que confiáis —dijo Oonagh, que sentía un nudo en la garganta—. Son ellos los que en verdad suponen una amenaza para vos. Los que no son capaces de odiar, tampoco pueden amar. Deshaceos de los que os sirven con frialdad.
Una expresión de sorpresa se apoderó del rostro de la pequeña, que entreabrió los labios, olvidando la daga que aún esgrimía en la mano.
—Lo haría —dijo María—, pero es que no conozco a ninguno así. —Acto seguido, como para reafirmar su aseveración, cogió de la mano a Lymond.
Oonagh emitió un sonido involuntario, un pequeño grito, un lamento, una carcajada, ninguno de los presentes habría podido decirlo con exactitud. Se contuvo llevándose una mano a los labios. Un instante después, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta andando con rapidez. La puerta se abrió para cerrarse a continuación. Oonagh se había marchado.
—Quoi? —dijo María con el ceño fruncido, levantando la vista de sus manos entrelazadas para mirar el impasible rostro de Lymond.
—Excelente —dijo aquel apuesto joven con suavidad—. La dama se enfada con facilidad. ¿Pero creéis que era necesario, mi Reina, probar mi lealtad con sangre?
Le había hecho un pequeño corte sin darse cuenta al agarrarle de la mano, pues sostenía aún en ella la daga. La niña, contrita y preocupada, corrió en busca de vendas para curarle. Margaret Erskine había entrado en silencio y sostenía la puerta abierta mirando la escena. Lymond se volvió hacia ella enarcando las cejas.
—Tened paciencia, querida. Me tienen que curar las heridas.
—Salid de aquí; por mí podéis desangraros —dijo cortante la mujer que un día le ayudara a salvar la vida—. En lo tocante al sexo femenino todas vuestras heridas me parecen pocas.
La sonrisa abandonó los ojos de Francis Crawford.
—Era necesario —dijo.
—Pero fracasasteis, ¿verdad? A veces pienso que si fuerais estúpido, deformado o incluso un redomado vicioso, serviríais mejor a la Reina. Idos… Marchaos. No os quiero aquí.
Cuando Lymond salió en pos de la irlandesa, Margaret Erskine, mujer paciente y mesurada donde las hubiera, cogió una vasija de Palissy y, tras mirarla fijamente, la estampó contra el suelo.