I

Blois: El molino en movimiento

El molino no se pone en marcha por sí solo. Alguien tiene que hacerlo. Justo es que quien lo ponga en movimiento sea quien asuma la responsabilidad[1].

Margaret Erskine pasó las semanas que siguieron dividida entre numerosos frentes. El viaje de Stewart a Irlanda podría durar hasta un mes, y eso si no sufría algún contratiempo en su misión que retrasara su vuelta. Así pues, disponía de un mes de espera. Un mes viendo cómo Thady Boy volvía a sus excesos con la habitual inconsciencia y aparente desenfado. Un mes viendo cómo Jenny, la gloriosa Jenny, se dedicaba tranquilamente a rodearse de una corte propia de admiradores no precisamente desinteresados. En menos de cuatro meses nacería el bastardo real, su futuro medio hermano o media hermana. Margaret era perfectamente consciente de las reacciones que aquello estaba provocando entre el círculo de mujeres próximas al Rey. A Jenny, sin embargo, no parecía importarle demasiado dada la nula atención que les prestaba. Ella nunca había esperado ser tratada con especial deferencia. Asumía simplemente que, una vez la noticia se hiciera pública, esa deferencia llegaría por sí sola.

Por suerte, había transcurrido bastante menos de un mes cuando las silenciosas súplicas de Margaret, preocupada cada vez más por la suerte de Lymond, se cumplieron. Mucho antes de lo que ella se hubiera atrevido a esperar, Richard Crawford, tercer barón de Culter, acompañado de un séquito reducido pero selecto, llegaba a Blois obedeciendo al requerimiento real.

El mismo día de su llegada, por la mañana temprano, regresaba también a la corte John Stewart d’Aubigny. Volvía de una breve estancia en su castillo de La Verrerie, por lo que no estaba al tanto de las últimas noticias. Tan pronto como le fue posible, acudió a ver a Thady para preguntarle la razón por la que había partido O’LiamRoe. Le acompañaba George Douglas. El bardo se encontraba en la terraza jugando a los aros en compañía de un grupito de lo más eufórico. A la mirada especulativa de sir George no escaparon los ojos hinchados, la pérdida de peso y el aire general de abandono del joven. Al primer vistazo, Douglas llegó a la conclusión de que Lymond había estado enfermo de gravedad y que aún no se hallaba del todo recuperado.

Sin embargo, Thady Boy respondió a las cuestiones de d’Aubigny en su acostumbrado tono desenfadado.

—¿Acaso desconfiáis de la versión oficial? El Príncipe recibió un mensaje urgente de su casa. Al menos eso dijo.

—Ya lo sé —dijo lord d’Aubigny rápidamente—. Pero…

—No cabe duda de que sois un excelente conocedor del género humano —le interrumpió Thady, jovial—. Por supuesto que no hubo tal mensaje. Phelim O’LiamRoe se sentía deprimido, impotente e incapaz. Estaba verdaderamente de lo más esquivo. El amor trastocó todos sus planes y decidió que lo mejor sería volver a casa. Oonagh O’Dwyer era lo único que mantenía a O’LiamRoe en Francia. Creía que todo el mundo estaba enterado de eso.

—Desde luego todo el mundo está enterado —intervino educadamente George Douglas— de la famosa serenata que les ofreció su bardo el mes pasado.

Aliviado, lord d’Aubigny ignoró el comentario.

—Menos mal. Me preocupaba que pudiera haberse marchado por culpa de Stewart. Robin es un buen hombre, pero bastante inestable, ya sabéis. Un poco errático, a decir verdad. Imagino que ya sabréis que os cogió mucho cariño. Incluso llegó a amenazarme hace poco con llevaros con él a Irlanda. Y luego se pasó al extremo opuesto. La última vez que lo vi echaba pestes de todos los irlandeses. Inestable, como os digo. Por eso temía que quizás hubiese dicho o hecho algo…

La enigmática sonrisa de Thady Boy se ensanchó aún más.

—Robin Stewart es un buen arquero, Excelencia, pero demasiado dependiente de los demás. De todas formas no es culpa suya que O’LiamRoe se haya marchado. Fue más bien al contrario, diría yo. O’LiamRoe le dijo a la cara que yo no tenía intención alguna de irme con él a Irlanda, lo cual era cierto, pero yo se lo habría explicado con otras palabras, más escogidas, digamos. Creo que aquello le sentó fatal. Vi a Robin justo antes de que partiera y he de deciros, señor mío, que dudo seriamente que volváis a ver a ese tipo.

Lord d’Aubigny no pareció afectado en lo más mínimo por aquella aseveración.

—¿Y qué me decís de vos, Ballagh? —preguntó amablemente, cambiando de tema—. Vos os quedaréis, espero.

—Todo el tiempo que el Rey lo desee.

—Entonces tenéis que volver a La Verrerie. Tengo unos cuantos amigos invitados que están deseando oíros tocar. —Todo lo relacionado con el arte era la pasión de lord d’Aubigny—. ¿Os estáis quedando aquí en Blois?

Parte de la corte tenía intención de trasladarse río arriba en breve.

—Parece que sí. Voy adónde me llevan.

D’Enghien, harto de esperar, rodeó al bardo por los hombros con ademán acaparador.

—Querido —dijo tras sonreír a los recién llegados de forma somera—, estáis paralizando todo el juego. ¿Os sentís bien?

La sonrisa de suficiencia de sir George estuvo a punto de provocar que Lymond le soltara alguna de sus frases cortantes.

—Más le vale, si va a medirse con ese hombre de Cornualles —apuntó sir George.

Thady Boy intentó disimular su sorpresa. Sacó el aro de metal y se lo cedió distraídamente al exquisito y elegante d’Enghien.

—¿Qué hombre de Cornualles? —preguntó.

El pequeño silencio que sobrevino puso a Lymond sobre aviso.

—Esta noche venís a lo del cardenal, ¿no es cierto? —preguntó d’Enghien—. Pero por supuesto que iréis. Todo el mundo va a ir.

—Después de la cena tendrá lugar un espectáculo de lucha libre —explicó sir George Douglas—. Dicen por ahí que habéis retado a uno de los luchadores. ¿Acaso no es cierto?

El cetrino rostro del bardo reflejó sucesivamente sorpresa, enfado, resignación y por último un salvaje y sospechoso entusiasmo.

—No, no lo es —repuso alegremente Thady Boy—. Parece que alguien quiere añadir un poco de picante a los postres. Puede que el propio cardenal Charles. Pero en materia de retos, Dhia, yo nunca me resisto.

Mientras Lymond pronunciaba aquellas palabras, su hermano, Richard Crawford, entraba en el patio y desmontaba al otro lado del castillo.

Dado que el Rey, tras recibir la carta anónima, tenía en el punto de mira tanto a la Reina regente como a sus súbditos escoceses, nadie se atrevió a avisar a Lymond de la llegada de lord Culter. En todo caso, mientras su hermano era recibido por el condestable y llevado a presencia del rey de Francia y de la Reina regente, a quien saludó con tranquilo aplomo, Lymond se dedicó a buscar infructuosamente a cierto luchador.

A última hora de la tarde el hombre de Cornualles seguía sin aparecer, lo cual era un dato bastante significativo en sí mismo. Lymond decidió no perder más el tiempo buscándolo. Se fue derecho a su habitación y se obligó a descansar durante una hora tumbado en su lujosa cama decorada con incrustaciones de carey. Después, tras arreglarse de manera bastante inadecuada para la cena del cardenal Lorraine, un grupo de invitados pasó a recogerlo. El tono subido de las conversaciones de sus compañeros denotaba la excesiva cantidad de aqua vitae que circulaba por sus venas. El pequeño grupo se dirigió al Hotel de Guisa por su cuenta, evitando hacerlo con la comitiva oficial, entre la que se encontraban la familia real, Diana y el condestable. María de Guisa, reina regente de Escocia, hermana del cardenal, los esperaba allí junto con otro de sus hermanos, el duque de Guisa, con los Erskine y con lord Culter.

A aquellas alturas Richard Crawford de Culter había sido largamente informado sobre todo lo concerniente a su hermano pequeño.

Erskine le había preparado lo mejor que había podido. Le había hecho un resumen de todas sus actuaciones junto con un desapasionado relato sobre su conflictivo comportamiento. Lord Culter lo escuchó con una calma absoluta. En una o dos ocasiones torció el gesto en una mueca.

—Bueno Tom —dijo finalmente—, vos conocéis a Francis tan bien como yo. ¿No habréis perdido la confianza en él, espero?

—No. —La respuesta de Erskine fue inmediata—. Pero os lo advierto, Richard, estad preparado.

—¿Qué pasa? ¿Es que va a aparecer vestido con campanillas y abanico? —Al ver la expresión de duda en el rostro de Tom, se respondió a sí mismo—: No, evidentemente, no. Aunque seguro que le encantaría. Posiblemente causaría furor, por lo que he podido captar de la idiosincrasia de esta excéntrica corte francesa. —Los ojos grises de Richard Crawford tenían una expresión divertida—. Gracias, Tom. Me habéis prevenido con creces.

La templanza de Richard, su decidido aplomo, que a veces podía rayar en lo excesivo, resultaba como un bálsamo en aquellos momentos de intranquilidad y desasosiego enfermizos. En esa serenidad radicaba la gran fuerza de Culter. Era un hombre fornido, tranquilo y bien parecido, que contaba unos treinta y cinco años.

Tras su apariencia sencilla se escondía un hombre íntegro en aquellos tiempos en los que era difícil poder fiarse de alguien. Pareciera como si desde su infancia se hubiera dedicado a contrarrestar la conducta disipada y temeraria de su hermano pequeño, poniendo en ello tanto empeño como el otro en sus aventuras. Porque en lo que Francis había recorrido Europa deslumbrando y cosechando su controvertida fama, Richard había permanecido en casa cuidando de sus extensas posesiones, luchando por defenderlas cuando había sido necesario. Amaba a sus tierras y a Mariotta, su morena esposa irlandesa, por encima de todas las cosas.

Por distintas razones, tanto él como su madre se habían sentido aliviados cuando Lymond, teñido de moreno y con aire sardónico, había partido para Francia en busca de placeres y aventuras. Richard no deseaba viajar a Francia con la Reina regente por su propia situación familiar. La Reina, en todo caso, deseaba que permaneciera en el país, pues era uno de los pocos hombres en los que podía confiar. Cuando la misiva del Rey de Francia llegó a Midculter invitándole con insistencia, la carta de la Reina que la acompañaba, censurada y escueta, le indicó con claridad que no era ella quien requería su presencia y que su reacción al encontrarse con él iba a estar seguramente sometida a vigilancia. El rey de Francia había incluido también una invitación para su madre, Sybilla. Lord Culter, por un momento, había dudado en enseñársela, pero después, avergonzado, se la había llevado.

La rubia y delicada belleza que había heredado Lymond podía verse claramente en Sybilla: el albo cabello, las mejillas sonrosadas, los ojos azules.

—Es Francis, desde luego —dijo nada más leer las dos cartas—. Se habrá embarcado en otro de sus grandiosos proyectos poniéndolo todo patas arriba y haciendo locuras hasta maitines… ¿Crees que esperan que aparezca su madre, como una gallina clueca escocesa, toda ingenuidad y amor maternal? Será un placer rechazar la invitación.

Hacía tiempo ya que era de todos conocido que, aunque Sybilla adoraba a sus dos hijos, su alma pertenecía al más pequeño. Richard no sentía envidia; se sentía lo suficientemente feliz en Midculter, su hogar, como para no negarle a su hermano ninguna parcela de cariño o consuelo adicional. Sybilla estaba dotada de una inteligencia formidable y un atinado control de sus impulsos, como su reacción demostró una vez más.

Le miró preocupada.

—Es una lástima. No es el mejor momento para marcharte.

Él también estaba pensando en Mariotta.

—O bien la Reina tiene problemas, o bien es Francis… o ambos —dijo Richard casi antes de que su madre terminara de hablar—. Cuanto antes vaya y averigüe en qué está metido el necio de vuestro hijo, antes estaremos los dos de vuelta.

A lo largo de su prolongada existencia Sybilla había perfeccionado un absoluto autocontrol. Aunque hubiera decidido acompañarlo a Francia, nadie hubiera podido adivinar qué pensamientos se ocultaban tras el semblante de aquella respetable dama.

Pero ella sabía, pues le conocía tan bien como a sí misma, que, de viajar a Francia y encontrarse frente a frente con ese otro hijo más joven, quizás la expresión de Lymond sí le delatara a él.

El caso de Richard, obviamente, era muy distinto.

En medio de aquella comitiva de Borbones bastante achispados, Thady Boy llegó a la Rue Chemonton e hizo su entrada en el Hotel de Guisa. La estancia, de grandes dimensiones y techo bajo, estaba ya ocupada por su anfitrión y por su hermana, púrpura cardenalicia y regias sedas codo con codo, brillando relucientes.

Margaret Erskine los vio llegar. También vio cómo la mirada de Culter se posaba sobre su hermano brevemente, para desviarse a continuación. Los ojos azules de Lymond se encontraron por un instante con los grises de Richard y después siguieron su recorrido impertérritos e inyectados en sangre hacia su cardenalicio objetivo. Ninguno de los hermanos demostró el menor asomo de reconocimiento. No cabía duda de que aquella pareja era de lo más competente.

Siguió una cena principesca exquisitamente servida. Sin esfuerzo aparente, lord Culter se enfrascó en una conversación intrascendente, perfectamente adecuada, con sus compañeros de mesa. Sólo Margaret, debido al estado de hipersensibilidad aguda en el que se hallaba, pudo darse cuenta de que su atención no se desviaba de su hermano en ningún momento. El comportamiento de Lymond, como era habitual, rozaba los límites de lo correcto. Cada vez con mayor frecuencia, los comensales que se sentaban a su lado prorrumpían en alegres carcajadas que retumbaban en la estancia como disparos de cañón. Entre ellos, la voz del bardo resaltaba a veces en un tono algo difuso, acorde con la ingesta de alcohol que solía llevar consumido a aquellas horas del día. Cuando los tableros comenzaron a ser desmontados, tanto él como sus compañeros habían bebido en cantidad más que suficiente. Estaban preparados para secundar al bardo en cualquiera de sus extravagantes ocurrencias. Hasta aquel momento, nadie se había molestado en pedirle que tocara.

Al percatarse del estado en el que se encontraba el bardo, el cardenal hizo llamar a los dos luchadores previstos para el primer combate.

Las justas, la esgrima y la lucha con varas o porras eran pasatiempos apreciados desde antiguo. Existía una gran afición en general y tales peleas estaban rodeadas de un ambiente de júbilo y frescura, de bullicio y de aprensión y también de una alegría un tanto morbosa. De nuevo, sólo Margaret parecía haberse percatado aquella noche de la extraña tensión que impregnaba la atmósfera. Parecía como si, de pronto, el espacio que hasta el momento habían ocupado las risas y el ambiente de camaradería hubiese comenzado a encogerse, sustituido por un sentimiento opresivo y amorfo. Corría el rumor de que el jefe de los luchadores, el hombre de Cornualles, había sido retado por Thady. Fuera cierto o no, el bardo parecía dispuesto a luchar y dejó de conversar para dedicarse por entero a estudiar los movimientos de su futuro adversario que ya había entrado en liza contra el primer contendiente. Margaret advirtió que cierta ansiedad afloraba en el macilento rostro de Lymond. Aquello la preocupó. Por regla general, los pensamientos del joven no solían verse reflejados en su rostro con tanta facilidad.

Durante el combate su intranquilidad fue en aumento. El contendiente más menudo no le resultaba familiar. El otro púgil, oriundo de Cornualles, ya había luchado en otra ocasión en la corte, concretamente en la noche de diciembre en la que Thady Boy había despertado a todo Blois con su carrera por los tejados. Era un hombretón sólido, de más de un metro ochenta de estatura, con brazos y piernas largos y poderosos y la tez pálida y rojiza característica de los rubios. Tenía el cráneo afeitado, al igual que su compañero. Ambos vestían un atuendo de piel de gamuza que se adaptaba a sus cuerpos como una segunda piel y llevaban los pies descalzos. Las armas eran las habituales en aquel tipo de lucha: la porra de madera y el escudo rematado en un pincho de hierro. El aceite hacía relucir sus tensos y abultados músculos. Los luchadores gruñían, jadeaban, gemían y entraban en colisión y sus siluetas, recias, pringosas y afeitadas, rojizas a la luz del fuego, parecían de teca barnizada.

Hipnotizada, Margaret se dio cuenta de algo más. Cada vez que podía desviar su atención del combate, el púgil de Cornualles dirigía la vista hacia Thady Boy. Tras las albinas pestañas del hombre, su mirada poseía poca o nula inteligencia. Y ninguna amabilidad. Parecía expresar desprecio, pensó la joven, y excitación, y algo que no supo identificar. Lymond, situado más cerca de los dos luchadores, si lo hizo: reconoció claramente en la mirada de aquellos pálidos ojos ribeteados de rojo, el regodeo y la anticipación del deseo de matar.

El primer combate terminó pronto. Había sido razonablemente emocionante y fue premiado con un tibio aplauso. El vino circuló de nuevo por las mesas y los susurros e intercambios parecieron anticipar el momento que todos esperaban y que se cernía sobre unos pocos, conscientes del peligro y preocupados, como una amenaza insoportable. En el cuadrilátero vacío apareció la silueta de Thady Boy, majestuosamente solemne. El bardo, porra y escudo en mano, llevaba puesta una arrugada camisa y unos bastos bombachos de seda rellenos de lana. Hacía ya tiempo que su elaborado atuendo requería de un relleno adicional para seguir manteniendo su aspecto original; por lo demás, su estilo de vida estaba convirtiendo el resto de la ficción en realidad. Frente a él esperaba ahora, ligeramente agachado y vestido con la suave gamuza, el buey de Cornualles. El fuego teñía de rojo sus ojos, la calva cabeza y el hierro del pincho de su escudo.

Margaret sintió frío, se puso pálida y desvió rápidamente la mirada. Junto a ella, el perfil chato y rectilíneo de Richard Crawford no pareció inmutarse. No movió ni un músculo. Sus ojos no expresaron la menor aprensión. Por un momento, Margaret se preguntó si aquel hombre sentía verdadero aprecio por su hermano o si simplemente le movía el sentido del deber.

El combate comenzó a gran velocidad, pues el hombre de Cornualles estaba decidido a desarmar a su oponente rápidamente. Su enorme y resbaladizo corpachón se movía con sorprendente agilidad. Pero Thady Boy no le iba a la zaga. La pesada porra del de Cornualles salió volando hacia el bardo como una flecha pero este, moviéndose con inusitada rapidez, esquivó hábilmente el arma que se estampó contra el muro, tras rozar la cabeza de un incauto sirviente que estaba quitando platos de la mesa. Thady se colocó tras su oponente y silbó. Al volverse, el hombre de Cornualles se topó con dos golpes de escudo que resonaron contra el propio y tras prorrumpir en juramentos tuvo que retirarse y ponerse a resguardo.

Molesto, el púgil de Cornualles atacó impaciente durante unos minutos más. Las porras impactaban sobre carne y metal, pero ambos conseguían esquivar los peores golpes con habilidad. No sería así por mucho tiempo. Aún no estaban cansados, aunque la respiración del bardo sonaba pesada y agitada. Erskine, que le había visto luchar contra su hermano, ligero y templado como una espada, observaba preocupado su menguada pericia. Entonces, de improviso, Thady Boy retrocedió y lanzó con todas sus fuerzas el escudo sobre su oponente.

El escudo resonó con fuerza al alcanzar al otro en la muñeca, protegida con una muñequera de piel, y fue a caer a un rincón, girando sobre sí mismo y llevándose la porra del oponente consigo. Ahora a Thady le quedaba sólo la porra; el hombre de Cornualles ya no la tenía, pero conservaba su escudo.

La ola de comentarios se desvaneció nada más empezar. Los luchadores volvían a moverse en círculos, esta vez más despacio. Tras las blancas pestañas, los ojos del contrincante de Thady se habían transformado en dos finas rendijas. El hombre se movía con la mano derecha desplegada intentando aproximarse a su oponente. Entonces, rápido como una serpiente abalanzándose sobre su presa, lanzó una patada hacia la ingle del bardo. Los ridículos bombachos rellenos de lana amortiguaron el impacto y Thady aprovechó para atacar con la porra. El hombre de Cornualles intentó apartar la cabeza, pero fue en vano. Sobre todo porque el golpe de Thady Boy no iba dirigido allí, sino al borde de su escudo; este se quebró con un crujido de arriba abajo y el pincho que remataba la parte inferior cayó de golpe clavándose sobre la espinilla del hombre. El luchador retrocedió, mascullando de dolor y sujetándose la pierna. Thady sonrió y lanzó al aire su porra, en un pequeño alarde de malabarismo. El púgil de Cornualles calló. Los murmullos y las risas también. En el silencio que se apoderó de la estancia, el hombre de Cornualles comenzó a avanzar cojeando hacia el bardo.

Aunque no disponía ya de arma ni de escudo, tenía empero una ventaja sobre Lymond: un abrazo mortal y un cuerpo aceitado difícil de asir. Además, era un profesional de la lucha, una bestia peligrosa que no necesitaba recurrir al ingenio porque llevaba aprendida la lección de ese tipo de pelea en sus baqueteados huesos.

Avanzó hacia Thady. Lymond consiguió golpearle con la porra en el hombro. Los duros y bien entrenados músculos del luchador resistieron el golpe. Sus poderosos brazos se ciñeron sobre el bardo como tenazas de acero y lo levantaron lentamente en el aire por encima de su cabeza.

El movimiento, perfectamente medido, pecó al final de exceso de confianza. En el momento en el que el hombre se disponía a lanzar a Lymond contra el suelo, este echó todo su peso hacia delante y, con todas las fuerzas que le quedaban, pateó con los talones las corvas del luchador.

Un hombre de menos peso habría caído. El de Cornualles, sorprendido por la treta, tropezó y se enfureció al constatar que no podría estampar a su adversario contra el suelo. Optó finalmente por dejarse caer hacia delante, de tal manera que Thady Boy, aferrado a su tórax sería el primero en caer y tocar el suelo con ambos hombros.

Los púgiles se incorporaron. El de Cornualles había puntuado, por lo que si Thady quería ganar, tendría que derribarle dos veces. Por suerte todavía conservaba su porra.

Amenazó con ella a su contrincante con el fin de evitar otro abrazo de oso. En la estancia hacía un calor sofocante. El aire estaba viciado, cargado de una mezcla de olores provenientes de los alimentos distribuidos por las fuentes: el hígado y el jengibre, la empanada y la carne de venado, el penetrante aroma del queso de Milán. Los asistentes, apoyados en expectante silencio sobre las paredes revestidas de paneles de roble parecían, con sus ropajes de satén arrugados, un montón de gavilanes desplumados en una jaula.

El púgil sabía que su victoria pasaba por arrebatarle a Thady la porra. Esquivó varias veces los golpes lanzados por el bardo. Por fin consiguió asir el brazo de Thady y retorcérselo hasta hacerle soltar la porra. Thady giró para salir de la llave que amenazaba con partirle el brazo. El otro desistió y se lanzó hacia el arma caída. Thady, al darse cuenta de la intención de su oponente, no se lo pensó dos veces: alargó la pierna y el púgil de Cornualles cayó al suelo, zancadilleado. El punto se lo llevaba maese Ballagh.

El luchador permaneció en el suelo aturdido durante unos segundos. El breve lapso fue aprovechado por Thady Boy. Jadeando y bañado en sudor cogió tres cajas de mazapán glaseado de una de las mesas para arrojárselas a su oponente. Con un rugido, el de Cornualles rodó sobre sí mismo y se puso en pie recubierto de una capa de un blanco resplandeciente. Thady sonrió: el azúcar pegado sobre el cuerpo de su contrincante haría más fácil el poder agarrarlo.

El combate prosiguió. El de Cornualles bufaba furioso cual fiera inquietante. Estaban igualados en puntos y sin armas. Thady comprobó rápidamente y muy a su pesar que no todo era ventaja en la treta del mazapán de azúcar: el azúcar se desprendía del cuerpo de su contrincante cada vez que este giraba, de tal forma que, por momentos, tenía la impresión de enfrentarse a una nube plateada que le cegaba los ojos. Por fin, los contrincantes se engancharon con fiereza.

La lucha a brazo partido era uno de los deportes más duros y brutales. El problema para Thady era que tenía que vérselas con un auténtico especialista en eso de romper huesos. Thady intentó darle un rodillazo en el esternón pero su contrincante bloqueó el golpe con los codos y lanzó con la palma abierta un golpe hacia la nariz del bardo con la evidente intención de incrustarle el hueso nasal primario en el cerebro. Thady consiguió esquivar el golpe, no así la patada que acompañaba al ataque. Empujado en el vientre, Thady tuvo suficientes reflejos como para aprovechar el impulso de la caída, girar antes de estamparse en el suelo y, apoyando las manos en el suelo en un acrobático pino, aprisionar el cuello de su oponente entre sus piernas. Ambos contendientes cayeron aparatosamente. Los dos cuerpos se revolvieron en el suelo, en una sucesión de llaves y contrallaves mientras los espectadores jaleaban con voces escandalosas a uno u otro contrincante.

El silencio se hizo de nuevo. El de Cornualles había conseguido incorporarse, levantando en vilo a Thady, rodeándole la parte inferior del pecho con sus potentes brazos. Thady sintió que sus costillas y su espina dorsal no iban a aguantar mucho más la tremenda presión. Haciendo acopio del poco aire que le quedaba en los pulmones, soltó un aullido de dolor y golpeó con ambos puños los oídos de su contrincante. Este se desplomó, arrastrando en su caída a Thady Boy. Durante unos segundos ambos cuerpos permanecieron inmóviles, yertos en el suelo. Por fin, Thady Boy apartó los brazos que momentos antes habían intentado matarle. Recuperó el suficiente resuello para aprisionar en su brazo el cuello del púgil, que estaba recobrándose del terrible dolor que le aquejaba los oídos y de los que emanaba un hilo de sangre.

Lymond aumentó la presión de su brazo. Poco a poco la calva cabeza del hombre comenzó a doblarse sobre su amplio pecho, empujada por el inexorable abrazo del bardo y comenzando a descoyuntarse.

En aquel momento, en el silencio que los envolvía a ambos en medio de los murmullos y la absorta mirada de la corte, Thady Boy se dirigió al hombre de Cornualles.

Sus palabras no llegaron hasta los espectadores, pero el luchador sí le entendió. Escuchó con los ojos en blanco mientras el sudor se deslizaba por su rostro. Después, una voz siseante respondió desde la aplastada garganta:

—Mienten, lis mentirent, done.

Thady Boy volvió a preguntarle. Entre sus dedos largos e implacables, la reluciente cabeza se hundía lentamente y la rubicunda tez estaba tomando un matiz amoratado. De nuevo, la respuesta del hombre fue negativa.

Lo que tuvo lugar a continuación provocaría más de un controvertido comentario entre los indolentes espectadores. El bardo habló una vez más y, en esa ocasión, relajó la presión un ápice, El luchador le respondió con voz ronca y aquella vez el bardo pareció darse por satisfecho.

Thady Boy relajó su abrazo, se retiró un poco y, en el momento en el que el hombre de Cornualles inhalaba la primera bocanada de aire, el brazo de Thady, como una exhalación, agarró al hombre bajo la barbilla y con un golpe seco tiró del cuello hacia arriba y atrás. El atroz crujido fue audible en toda la abarrotada estancia. El cuerpo del robusto luchador cayó desmadejado sobre el suelo con los ojos en blanco y el cuello torcido en una imposible postura.

Thady Boy se agachó y se sentó en el suelo con expresión complacida, alarmada y vagamente acongojada.

—Pues sí que soy torpe —dijo—. No vais a creerlo: lo he matado.

Aquello provocó un autenticó delirio que constituyó el clímax de la velada. La satisfacción de la audiencia era palpable mientras sonaban los aplausos, los bravos y las risas exageradas; como también lo era su falta de sorpresa ante lo acontecido. Todos asumían que su maravillosa mascota pagaría adecuadamente por su bebida. Como un monstruoso fruto escarchado, el luchador muerto yacía en el cuadrilátero vacío, los perros lamiéndole los párpados.

La velada terminó pronto. El Rey abandonó la estancia con su séquito y con la Reina, pero Thady Boy Ballagh, de lo más animado tras haber cumplido en el combate por los pelos, permaneció en compañía de sus admiradores. En el momento en que María de Guisa se levantó para marcharse, Thady Boy se puso en pie y, con paso inseguro, se dirigió hacia el séquito escocés.

Margaret Erskine lo vio aproximarse sin dar crédito a sus ojos. El bardo le ofreció una achispada sonrisa al pasar y siguió su camino hasta lord Culter. Richard Crawford, con el rostro petrificado, se encontró con los azules ojos de su hermano, que le miraba a un palmo de distancia. Un olor a sudor rancio, a vino y a borrachera hirió su olfato.

Las palabras de Thady Boy sonaron provocadoras pero estaban cargadas de un sentimiento cálido y sincero.

—Ven a verme uno de estos días si quieres, hermano. Pronto, antes de que te marches para Amboise.

Margaret vio la mirada vacilante en los grises ojos de Richard. Advirtió el rápido vistazo que dio a su alrededor, como temiendo que alguien pudiera oírlos.

—El señor d’Enghien nos está mirando —dijo Richard con precaución.

—Está celoso —dijo Thady Boy riéndose maliciosamente. Luego hizo ademán de marcharse.

—La gente hablará. ¿Cómo puedo ir a verte? —dijo Richard sonriendo mientras hablaba en el mismo tono casi inaudible.

Un dedo largo y sucio le acaricio la barbilla.

—Eres demasiado prudente —dijo Thady Boy en tono lastimero—. Los únicos que importan a estas alturas saben ya de sobra quien soy. Pero si gustas, puedes deleitarnos, a ellos y a mí, con maravillosas estratagemas. Que duermas bien, cariño, y que tengas sueños modestos…

Thady Boy siguió por allí un buen rato todavía, acompañado de madame Marguerite, que había acudido a su lado. El señor d’Enghien trajo más bebida.

Margaret Erskine no pudo ver con quién regresaba al castillo.

A la mañana siguiente, la corte escocesa de la reina María de Guisa comenzó sus preparativos para mudarse a los nuevos aposentos en Amboise. Thady Boy fue convencido a su vez para trasladarse a una estancia más cómoda en el ala del castillo que quedaría vacía.

A media mañana, mientras recogía sus cosas, recibió la visita de lord Culter. Richard permaneció en silencio en el umbral, esperando a que Lymond hablara primero.

—Aquí me tienes. El rey de los bardos en carne y hueso, lozano y floreciente. Entra. Estoy sobrio, consciente y no pienso atentar contra tu virtud —dijo Lymond sonriendo en tono amable.

La actitud reservada de Richard desapareció como por ensalmo. Cerrando la puerta, devolvió a su hermano la sonrisa y se acercó para abrazarlo. Al sentir el cuerpo de Francis entre sus brazos, Richard sintió lástima por él. Luego se fijó en su cabello teñido y reseco, su piel avejentada y la mirada opaca de sus otrora penetrantes ojos, enrojecidos y velados por noches de insomnio y de humo.

—Eres un demonio, Francis —dijo.

Había pensado que le resultaría difícil hablar con él, pero las palabras acudieron a sus labios con naturalidad. Le puso al día de los asuntos familiares y contestó sus someras preguntas, pero se dio cuenta enseguida de que en realidad Lymond estaba mucho menos interesado por las nuevas reformas de Midculter que por el estado de la política del país.

Hablaron de los problemas de Escocia mientras afuera una lluvia invernal caía incesante durante toda la mañana. La habitación medio desmantelada se veía oscura y sucia, apenas iluminada por un fuego tristón que despedía volutas de humo caprichoso. La mirada de Lymond se detuvo de pronto sobre un cofre abierto a sus pies. Levantándose, desapareció rápidamente en la habitación contigua. Al poco rato regresó trayendo una toalla y las correas de su baúl. Las arrojó sobre el resto de sus desordenadas pertenencias y después cerró el cofre vacío y se sentó encima.

—¿Qué ha pasado con Morton? —preguntó—. La Reina puede comprar a Douglas si cree que le puede ser útil. Él desea a cambio una embajada, pero eso sería una auténtica locura.

El condado de Morton tenía tres pretendientes, pero la disputa estaba realmente entre lord Maxwell y el hijo de George Douglas.

—Tengo entendido que ha amenazado con descubrirte —dijo Richard. Inmediatamente se arrepintió de sus palabras al ver la expresión de su hermano.

—Pero si aquello no tuvo la menor importancia —dijo Lymond con gesto de sorpresa. Fue una simple travesura por su parte. Estoy casi seguro de que ha sido él quien se las ha ingeniado para que te invitaran a venir. Siempre está tramando o participando en intrigas, pero en el fondo, si le quitáramos a los complots la parte que ha tramado George Douglas, el resultado sería el mismo. Puede que incluso fuera peor. De lo que estoy seguro es de que si la Regente le concede la herencia de Morton él se pondrá de su lado. Dudo que con eso se juegue la lealtad de Maxwell. Ese ya tiene suficiente poder. Seguro que se contentaría con dinero a cambio del condado. La Reina va a necesitar todo el apoyo posible para poder contrarrestar la estupidez desastrosa de… ¿Te has enterado del jueguecito de Jenny, no?

Richard torció el gesto.

—Es la comidilla de toda Escocia —dijo—. Aquí habrá causado un gran revuelo, imagino.

Lymond se puso en pie. Sus movimientos parecían más lentos de lo que su hermano recordaba.

—Ya lo creo. Diana, la rubia y deslumbrante Diana, reconocido faro de la noche, llegó a palidecer y oscurecerse. El condestable está recogiendo velas y el Rey también. Y desde luego Catalina está esperando la primera oportunidad para enviar a Jenny a casa. Todo ha sido de lo más agradable y conveniente, como ves.

—Tengo entendido que Tom y Margaret hicieron todo lo posible por evitar que las cosas llegaran tan lejos. Sé que tú también lo intentaste.

—Así fue —dijo Lymond—. Ella se sintió de lo más halagada. Tuve que luchar con denuedo por mi reputación.

Lymond se puso de nuevo a recoger sus cosas mientras hablaba de forma intermitente. Richard escuchó su relato tranquilo y desapasionado sobre los miembros más relevantes de la corte. Sonaba alarmantemente verídico, a la vez que extremadamente gracioso y preciso. Hasta el momento no habían tocado el asunto por el que Lymond había venido a Francia. En medio del relato Lymond dijo, sin alterar el tono de voz:

—Espera un momento, ahora vuelvo. —Y salió de la estancia por la misma puerta que lo había hecho momentos antes.

La falta de énfasis engañó por un momento a Richard. Pero transcurridos cinco minutos sin que el otro regresara, se dio cuenta de que ocurría algo extraño. Cruzó la habitación en dos zancadas y entró en la estancia en la que había desaparecido su hermano.

Lymond no tuvo la menor oportunidad de disimular el ataque que estaba sufriendo. Incluso Richard, acostumbrado a ver hombres enfermos, no recordaba haber visto a ninguno en tan mal estado.

Respirando entrecortadamente ante la impresión, se arrodilló junto a su hermano y le sostuvo hasta que el ataque hubo pasado. Después, con suavidad, lo levantó en sus fuertes brazos y lo depositó sobre el elaborado lecho de carey.

Lymond tenía los ojos cerrados. Los moratones del reciente combate resaltaban azules sobre su pálida piel. Su rostro, a la clara luz de la mañana, tenía el aspecto que Margaret Erskine le había contado. La noche anterior, a la tamizada luz de las velas, su increíble talento como actor no había dejado traslucir su verdadero estado. Cuando por fin pareció recuperarse un poco, Richard se inclinó sobre la cama.

—Tú, maldito jovenzuelo, ¿olvidas acaso lo bien que te conozco? —dijo en un tono casi malévolo—. ¿Se supone que debo creer que te ha sentado mal el desayuno o que estás embarazado también tú, maldita sea?

Lymond esperó bastante antes de contestar, resistiéndose a respirar siquiera.

—Richard —pidió tras unos instantes—, ya sé que no es hora de beber pero ¿no podrías traerme…?

—No —respondió Richard tajante.

—¿Una pinta de clarete, tan sólo?

Por un instante, la mirada suplicante de aquellos ojos azules dejaron traslucir la acuciante necesidad que Lymond sentía. La mirada de los ojos grises de Richard le convenció de la inutilidad de su petición, y sin añadir comentario alguno se bebió el agua, que fue todo lo que su hermano accedió a traerle.

Poco después Lymond se incorporó con precaución y se abrazó una de sus piernas enfundadas en calzas de malla.

—Perdona. Tengo las tripas desechas y los músculos no me responden como es debido. Dios sabe que actualmente soy un insulto al decoro, pero ya se me pasará.

—¿Cuándo —preguntó Richard con el rostro impasible y sin alterar el tono—, comiste algo sólido por última vez?

—Líquidos —dijo Lymond—. Me sientan mejor los líquidos fuertes y fermentados. Néctar dorado, como a las hadas. —Rió brevemente—. No voy a morirme de hambre, te lo prometo. Si el eremita Nicolás pudo soportarlo, yo no voy a ser menos. Esto no va a durar mucho más.

—¿Cuánto más? —Richard seguía preguntando implacable, negándose a aceptar evasivas—. Los Erskine creen que quieres conseguir pruebas de la culpabilidad de Stewart, en caso de que este regrese.

Las manos de Lymond, sucias e inmóviles, yacían sobre su regazo.

—Es cierto, en parte. Las pruebas de que dispongo serían de poca relevancia ante un juez. Mis testigos son una prostituta de Dieppe, un escocés que se hace pasar por hindú y otro escocés que pasa por ser irlandés. Pero lo cierto es que no creo que Stewart vaya a volver…

—En ese caso, no parece tan difícil conseguir una acusación —dijo Richard intentando contener su mal humor—. Déjaselo a Erskine. Yo le ayudaré. No hace ninguna falta que te quedes, además, sabes que si hiciera falta podemos ocuparnos de él, si vuelve. Sin que haga falta llevarlo a juicio.

—¿Y matarlo sin más? No. No me parece bien, Richard. Sé que le obligaron a hacerlo. Intentó evitarlo hasta el final.

—¿Cómo el hombre de Cornualles? —preguntó Richard, sarcástico.

Lymond guardó silencio durante unos instantes.

—O’LiamRoe estuvo en peligro desde que salió de Irlanda. Y fue básicamente porque alguien le confundió conmigo. Tú sabes quién es Abernaci. Ese hombre tiene amigos. Uno de ellos se llama Tosh. Adónde quiera que O’LiamRoe fuera, Tosh sólo o con alguno de sus colegas le iba siguiendo. Gracias a ellos O’LiamRoe salió con vida de una emboscada que le tendieron una noche, aquí, en Blois. El hombre de Cornualles estaba entre los que le atacaron aquella noche. Ese hombre asesinó a dos de los hombres de Tosh.

—Pues me parece que el matón de Cornualles se estaba arriesgando bastante al volver a aparecer por aquí, ¿no crees?

—El único que le vio en aquella emboscada murió más tarde. Anoche tenía la intención de acabar también conmigo. Yo no le había retado a combatir.

Richard no acababa de entenderlo.

—¿Cómo podía saber él que tú estabas involucrado? —preguntó con impaciencia mirando el tranquilo rostro de Francis.

Su hermano sonrió.

—Porque se lo diría Robin Stewart. El arquero conoce mi verdadera identidad; si no, ¿por qué habría querido envenenarme?

Aquello era evidente.

—¿Y cómo se enteró Robin Stewart? —preguntó Richard sin alterarse.

—¿Stewart? Es una larga historia. Al final tuvimos que ponérselo en bandeja. No es demasiado inteligente, el hombre. Lo que hicimos fue mandar a Stewart con un pretexto a la casa de Abernaci. Allí, Tosh sólo tuvo que mencionar que Thady Boy había estado en galeras para que el arquero pudiera sumar por fin dos y dos. El dato no sólo le resultó altamente sospechoso y alarmante, sino que además le recordó un comentario que había hecho lord d’Aubigny, que en una ocasión mencionó amablemente que el señor de Culter era un provinciano y ex esclavo de galeras. ¡Oh! No te lo tomes a mal. Después de todo, es la verdad. Para darle más evidencias, dejamos en el suelo de la habitación en la que estaba Tosh un tarugo de madera en el que Abernaci había grabado las armas de Culter. Espero que el amigo Stewart pensara que era un trabajo de encargo… Por cierto, la talla tiene cierto valor a su rústica manera. Deberías pedirle a Abernaci que te lo vendiera.

El viaje desde Escocia había sido largo y la pasada noche no había descansado demasiado bien. Richard se frotó los cansados ojos y luego dejó caer las manos en ademán de impotencia.

—Pero entonces, ¿tú querías que Robin Stewart se enterara de tu verdadera identidad?

—Pensé que era lo mejor —dijo Lymond con un deje de ironía en la voz. Después se quedó pensativo, para continuar al cabo de unos instantes—: Verás, yo sabía que él estaba intentando asesinar a la pequeña reina María y tenía que detenerle. Supuse que si se enteraba de mi identidad, vendría a por mí. O bien nos llevaría hasta alguno de sus cómplices. O, en el peor de los casos, abandonaría el país. Y en efecto, lo que hizo fue volver inmediatamente a la casa de Abernaci, robar el veneno y echarlo en mi ponche para intentar recuperar un mínimo su amor propio… Tengo que reconocer que no imaginé que tendría que habérmelas con una dosis mortal de belladona. Fue un error de cálculo. Lo juzgué mal. Aunque para ser justos, Stewart vino a verme antes de administrarme el veneno, pero O’LiamRoe apareció inoportunamente y nos interrumpió y las cosas se torcieron. Tampoco fue culpa de O’LiamRoe. Yo no estuve lo suficientemente fino porque debería haberlo esperado.

La mirada de Richard, intensa, rotunda, no se separó ni un segundo del rostro de su hermano.

—¿Me estás diciendo que sabías que Stewart estaba intentando hacer daño a la Reina?

—Bueno —dijo Lymond despacio—, esa es una posibilidad que yo había estado contemplando durante bastante tiempo. Me imagino que Margaret Erskine te habrá contado lo de los cotignac envenenados. Jenny despedía al vigilante de su puerta durante sus escapadas semanales. Cualquiera pudo haber entrado en las habitaciones durante las seis semanas que los dulces permanecieron allí y rociarlos con el arsénico. Pero a un arquero del Rey sin duda le resultaría más fácil que a otros. Por otro lado, Richard, el arsénico fue robado en St. Germain. Las únicas seis personas que estuvieron en la casa de fieras la mañana en que el veneno fue robado, aparte de la Reina y el Delfín, a los que obviamente podemos excluir, y de Pellaqin, de quien Abernaci se fía absolutamente, fueron Condé, St. André y su esposa, Jenny con su hijo y sir George Douglas. Pero también estuvo Robin Stewart, hecho que Abernaci olvidó mencionar cuando me hizo el recuento de visitantes. El arquero también había ido aquella mañana, para avisarle de nuestra visita.

»Otro de los atentados tuvo lugar durante la cacería con el famoso guepardo… Imagino que ya te lo habrán contado. Alguien llevó a la cacería la mascota de la Reina y la soltó justo al final, durante uno de los descansos. De todas las personas que he mencionado, sólo Stewart y St. André estuvieron en la casa de fieras y en la cacería y recuerdo perfectamente que St. André estuvo durante el descanso ajustando los estribos de su montura, bien visible todo el tiempo que duró la pausa. Además, ni St. André ni su esposa tienen motivo alguno para desear la muerte de la pequeña. Al contrario, el régimen actual les conviene más que cualquier otro. No tendrían nada que ganar.

»Stewart, sin embargo, pudo haber provocado el incendio que hubo en la primera posada en la que nos alojamos. También pudo robar el arsénico. Y además, él era uno de los pocos, junto con madame de Valentinois y algún otro cazador, que sabía antes de que comenzara la cacería que iban a llevar a un guepardo. De hecho, tras hacer algunas indagaciones, me enteré de que lo había sugerido él mismo, el muy torpe. Así pues, ¿quién sino él habría escogido ese mismo día para soltar a la liebre de la Reina? Por otro lado, es justo el tipo de persona que yo habría escogido para perpetrar una tarea semejante: trabajador, sin amigos, inquieto, miserable. Con una ambición insatisfecha de poder y admiración y un trabajo que no le puede reportar ni una cosa ni otra. La información que obtuvo el otro día en la casa de Abernaci nada habría significado para Robin Stewart a menos de que ya supiera que el tal Francis Crawford se encontraba en Francia de incógnito y con qué cometido. Así pues, al robarle el veneno a Tosh nos dio la prueba concluyente de su culpabilidad… En todo caso, ahora ya no está aquí, se ha marchado.

La conclusión era inevitable. Richard la sintió en la médula de los huesos.

—Lo que significa —dijo lentamente—, que si el hombre de Cornualles tenía intención de matarte, tuvo que ser enviado por otro, ¿no es cierto?

Lymond estaba sentado con las piernas encogidas y los brazos rodeándole las rodillas. Durante unos instantes se quedó mirando el colchón, pensativo.

—Robin Stewart no es un líder. Es un peón. El peón de alguien que quiere acabar con la pequeña María y que confundió a O’LiamRoe conmigo. Quienquiera que sea, ahora conoce la verdad. Es más, con un poco de suerte, también sabe que el hombre de Cornualles habló antes de morir. —Lymond hizo una pausa—. No le quedó más remedio que hablar —dijo Lymond secamente—. Era perfectamente consciente de que iba a romperle el cuello. Me dijo todo lo que sabía esperando salvar la vida a cambio.

El espeluznante sonido del cuello del luchador al quebrarse resonó de nuevo en los oídos de Richard. Le vinieron a la mente las palabras de su hermano: «Pues sí que soy torpe», había dicho y luego se había echado a reír.

—¿Y puede saberse qué te dijo? —preguntó con voz inexpresiva.

—Nada —dijo Lymond al tiempo que levantaba la cabeza y reía con expresión de resignación—. ¡Oh, Dios! Va a darme otro ataque. Nada, no me dijo nada. Por eso tuve que matarlo.

Sobrevino un silencio. Francis, en la cama, estaba conteniendo la respiración con la cabeza entre los brazos y el cuerpo en tensión. Él siempre había sido capaz de beber sin padecer después de aquella manera. Debía tener el organismo auténticamente hecho trizas. Richard esperó con expresión grave y en silencio a que se le pasara. ¿Con qué frecuencia le darían estos ataques? ¿Y cómo podía ocupar su lugar en la corte en tal estado?

—Suele ocurrirme por la noche —dijo Lymond contestando a la pregunta que su hermano no se había atrevido a formular en voz alta—. Siento como si me hubiera tragado las sandalias de Empedocles enteras y tuviera que sacarlas de mis tripas.

Parecía que lo peor había pasado. Richard aguardó todavía unos instantes.

—Me estabas diciendo que Robin Stewart había sido contratado por alguien —continuó Richard—. Y que ese alguien piensa ahora que el hombre de Cornualles te ha confesado algo importante. Por lo tanto, está claro que volverán a intentar matarte. Vas a hacer otra vez de cebo, ¿no es eso? Tu papel favorito, vamos. —Culter no pudo disimular la rabia que se estaba apoderando de él.

—¿Se te ocurre algo mejor? —preguntó en tono conciliador el agente de la Reina regente.

Fuertemente apretado en su mano izquierda, Lymond sujetaba un pañuelo arrugado que había usado para contener el agudo ataque de tos que había padecido momentos antes. Con un movimiento brusco, su hermano lo arrancó de su mano y lo desplegó sobre las suyas. Numerosas manchas de sangre fresca empapaban el lienzo.

—¡Dios bendito, Francis! —exclamó Richard Crawford con una voz teñida de angustia—. Dios bendito, Dios bendito —repitió—. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Acaso debo escoger entre mi propio hijo y mi hermano?

Después enmudeció. El silencio se prolongó entre ellos. Tras un primer instante de sorpresa, el rostro de Lymond volvía a ser impenetrable. Cuando por fin habló, lo hizo en un tono deliberadamente intrascendente:

—He dado mi palabra de participar en el desfile de Carnaval dentro de dos semanas. Al día siguiente volveré a casa. ¿Te vale eso?

Richard tardó en contestar. Había esperado cualquier cosa menos aquello. Era una renuncia clara y completa. En tres frases, Francis estaba prometiendo abandonar su misión y sus esperanzas de atrapar al asesino, lo que por otro lado habría justificado el matar a un hombre que esperaba de él clemencia. Era un regalo brutal que él, lord Culter, pensaba aceptar sin escrúpulo alguno.

—Francis, no eres más que un muchacho —dijo Richard mientras contemplaba a su hermano, que ahora yacía sobre el lecho en mudo diálogo con el techo—. Todavía tienes toda la vida por delante.

Tumbado sobre la elaborada cama de marquetería de nácar y carey, Lymond no se movió lo más mínimo. Pero cuando habló, por una vez lo hizo sin asomo de ironía:

—Oh, sí —contestó—. Ya lo sé. La pregunta es, ¿para qué?

Faltaban dos semanas para Carnaval. Al día siguiente, la Reina regente se trasladó a Amboise con todo su séquito. Poco después, un Thady Boy algo menos escandaloso que de costumbre se dirigió hacia Neuvy para hacerles una visita a la señora Boyle y a su sobrina Oonagh O’Dwyer. La tía había salido, pero la casa estaba repleta de parientes y amigos, como solía. El bardo los obsequió con los últimos cotilleos de Blois y acabó bebiendo copiosamente, enfrascado en animada charla con un grupo de invitados. Tras evitar hábilmente la comida, Thady consiguió quedarse a solas con Oonagh O’Dwyer; o quizás fuera al revés.

—¿Y bien?

Estaban en un pequeño oratorio. El eco de sus voces rebotaba contra los sillares de piedra y las hermosas vidrieras dejaban traslucir una luz que teñía sus ropas de vivos colores. Había un órgano en la estancia que Thady tenía que ver imperativamente.

—¡Qué hermosura! —dijo Thady apreciativamente, refiriéndose al órgano—. Si me lo permitís, voy a probarlo. Podéis ayudarme con los fuelles.

Oonagh O’Dwyer no se movió. No se había peinado después del paseo a caballo que había dado aquella tarde y su melena negra y rizada caía como seda oscura sobre el cuello de piel de su vestido de brocado.

—Así que Phelim O’LiamRoe se fue por fin. Parece que tuvisteis mejor suerte que yo con ese tipo.

Thady Boy desvió la mirada del teclado y levantó hacia ella un rostro de expresión inocente.

—Yo le disgustaba aun más que vos —dijo en tono grave—. Un chico complicado, este O’LiamRoe. Creo que entre los dos le ayudamos un poco. ¿Tenéis algún mensaje que deba darle de vuestra parte?

Ella abrió los labios, pero los volvió a cerrar sin decir palabra. En lugar de hablar se subió a la plataforma y, agarrando los fuelles, le miró a través de los relucientes tubos.

—Así que regresáis a casa.

—El martes de Carnaval. Todavía no me he puesto a pregonarlo a los cuatro vientos. De hecho no soy muy partidario de las despedidas formales. Es mucho mejor no dar explicaciones. Por Dios, muchacha, este órgano es estupendo. Pero con vuestra escasa ayuda sólo van a poder oírnos los ratones.

La joven le contestó dando dos golpes a los tubos con ademán malhumorado. Thady, en respuesta, presionó con fuerza el teclado.

Un sonido agudo y metálico sostenido implacablemente le taladró los tímpanos. La joven se retiró de un salto, soltando los fuelles. El sonido cesó bruscamente. Se quedaron mirándose a los ojos fijamente. Después de un momento, Thady, que vestía un llamativo conjunto amarillo y no llevaba sombrero, inició un silencioso arpegio por el mudo teclado y terminó haciendo una parodia de la actuación del organista de la capilla. Tras observarle detenidamente durante un rato, finalmente ella le dio aire a los fuelles. El sonido del órgano llenó entonces la iglesia. La joven no despegó los ojos de las manos del bardo deslizándose en melodiosa caricia por las teclas.

Oonagh ya sabía que él tocaba bien. También sabía, o creía adivinar, cuánto significaba la música para él. El bardo, abandonando la parodia definitivamente, se adentró absorto por tranquilos pasajes musicales. Algunos le resultaban familiares y otros no.

—¿Y bien, creéis que Robin Stewart volverá algún día? —preguntó mirándole a través de los tubos mientras le daba aire a los fuelles automáticamente.

Thady Boy siguió interpretando su música sin apresurarse a responder.

—No lo creo. Estúpida criatura… Yo mismo le expliqué todas las razones por las cuales debía de abandonar Francia. —Dos irónicos ojos azules la miraron por encima de los tubos más pequeños—. ¿Acaso le echáis de menos?

La joven soltó los fuelles con expresión de impaciencia y rabia. La música enmudeció. Ballagh comenzó a silbar una nueva melodía acompañándose sobre el de nuevo enmudecido teclado hasta que Oonagh, aplacándose, volvió de nuevo a darle aire.

—¿Creéis —dijo el bardo— que ahora que O’LiamRoe ya no está, puede haber alguna esperanza para mí?

La intensidad de la melodía disminuyó por un momento para alcanzar a continuación un volumen que hizo vibrar los candeleros de plata.

—La marcha de O’LiamRoe —dijo Oonagh O’Dwyer—, no cambia nada en absoluto en lo que a vos respecta.

—¿Así que no cambia nada? —continuó imperturbable Thady Boy—. Qué extraña noticia, querida. Parece que os movéis en círculos de lo más elevados.

Ella no contestó. Durante un rato siguieron él tocando y ella dándole aire, llenando el opresivo silencio con la música. Estaban solos en la pequeña capilla. Los familiares sonidos de la casa llegaban amortiguados hasta ellos. El bardo arrancaba del órgano notas veloces que parecían quedar flotando en el reducido oratorio sobre los sillares de piedra blanca, los tapices de Gante y la madera pulimentada. Luego cesaron repentinamente. La joven seguía abriendo y cerrando mecánicamente las manos sobre los fuelles pero Thady Boy, que había levantado las manos del teclado, se quedó mirándola en el sibilante silencio que se produjo.

Oonagh, con los brazos doloridos de darle al fuelle, sintió cómo el rubor cubría la delicada piel de su rostro. Se levantó y miró al bardo desde la elevada plataforma.

—¿Entonces vais a privarnos del banquete permanente de vuestro embriagado ingenio? ¿Por qué este empeño en abandonarnos ahora?

Thady Boy, recostado a medias sobre su asiento, se había abrazado las rodillas.

—Como dice la canción, «Unos ojos grises miran hacia Erin; unos ojos grises llenos de lágrimas». Ya sé que es extraño, pero a pesar de lo estúpido que es ese hombre, siento un anhelo innegable por volver a ver a Robin Stewart. El martes de Carnaval me marcharé. Hasta entonces, este magnífico país tiene todavía tiempo suficiente para poder impresionarme. ¿Diríais vos —preguntó Thady con los ojos brillantes—, que existe alguna posibilidad de que pueda aún admirarme de algo?

La joven le miró con expresión inescrutable mientras agarraba con manos tensas los tubos cromados.

—No podría decirlo.

—¿Ah no? —dijo Thady Boy y, levantando la mano, separó los dedos de la joven aferrados a los tubos—. Esto no se hace así, querida. Qué lástima.

Ella retiró bruscamente sus manos y bajó de un salto de la plataforma sin esperar a que él la ayudara. Thady se puso en pie.

—Ya os lo dije —dijo Oonagh—. La marcha de O’LiamRoe no cambia nada. —La joven, enfrentada a él, respiraba agitadamente por el salto—. ¿Es que os creéis que no tengo acompañantes suficientes? ¿Qué no tengo bastante dónde escoger? Precisamente me he enterado de que acaba de llegar a la corte un magnífico lord, rico donde los haya, para llevarse a casa a su hermano pequeño. Deben de salir caras las niñeras en Escocia hoy en día.

Las manos de Thady Boy continuaron inmóviles sobre el teclado.

—Tendrá éxito, sin duda —dijo sin poder evitar que asomara a su voz un deje ligeramente burlón—. A pesar de lo arisco de su raza, su señoría es un espécimen bastante tolerable y además siente debilidad por las mujeres irlandesas. No es una mala elección para vos, podríais hacerla mucho peor, sin duda.

Si el bardo había esperado con aquello llevarla a su terreno, se equivocó de parte a parte. Los ojos de la joven le observaron con una mirada desdeñosa.

—No hay duda de que son una raza de costumbres absurdas —dijo la irlandesa—. El heredero segundón de un lord nunca se llama sencillamente por su nombre, sino que se le trata de señor de esto, o señor de aquello. Como en el caso del heredero de lord Culter, al que llaman, creo, señor de Culter, y que, desde luego, de señor no tiene un pelo.

Francis Crawford, en su día señor de Culter, calibró aquel sarcasmo durante un momento.

—Una verdadera lástima —dijo con voz seria al cabo de un rato—. Pero hay que ser comprensivo en estos casos. Después de todo, querida, el señor de Culter sólo tiene siete semanas y poco puede hacer desde su cuna en Midculter.

El joven se había levantado mientras hablaba. Se dirigió hacia la puerta y abriéndola, se detuvo un instante sonriendo con expresión angelical.

—Así que, hagáis lo que hagáis —dijo remarcando sus palabras y con una sonrisa más dulce si cabe—, nada de ello podrá perjudicar a los Culter, como veis. —Y, dando media vuelta, se marchó.

La puerta se cerró. Oonagh O’Dwyer se quedó mirándola con el rostro tenso. Dos bofetadas, una en cada mejilla, la sacaron de golpe de su ensoñación, lanzándola hacia atrás contra las esbeltas sillas doradas de la capilla.

—¡Zorra codiciosa, cabeza hueca! —exclamó tras ella Theresa Boyle con la cara congestionada y el cabello tieso—. ¿Os creéis que os he traído aquí para que os pongáis en celo con el primero que os encandile?

La alegre, juiciosa y chillona figura que había hecho su aparición en la posada del Puercoespín, allá en Dieppe, se había desvanecido. En su lugar, el rostro enrojecido de piel ajada que la miraba con ojos febriles, los dientes torcidos y la poderosa mandíbula erizada de pelos grises, recordaba la malvada expresión del guepardo el día de la cacería en el que había muerto la pequeña liebre.

Oonagh, recuperándose tras unos instantes de estupor, cogió un candelabro del altar para atizarle a su tía, pero esta se le adelantó sujetándola por las muñecas.

—Sé perfectamente lo que hago —dijo Oonagh en un tono que cortaba como un florete. Después añadió—: Tenéis la mente de una cucaracha. Si acabamos arrastrándonos por el lodo será sólo por culpa vuestra. No le he dicho nada a ese tipo. Habéis tenido que oírlo, el diablo se os lleve, ya que estabais escuchándonos.

—También estaba mirando —dijo Theresa Boyle—. Y no estoy ciega, precisamente. Ha sido el remate final para una dura jornada.

La señora Boyle la soltó y la joven se sentó al poco. Al darse cuenta de que aún sostenía en sus manos el candelabro, lo devolvió a su sitio.

—Entonces, ¿habéis ido a visitar a nuestro honorable amigo?

—Sí.

—¿Y ya sabe que Ballagh y Crawford de Lymond son la misma persona?

—Naturalmente que lo sabe. Me dio un recado para vos.

—¿Para mí? ¿Por qué? —preguntó Oonagh frunciendo el ceño, sin despegar la mirada de aquella boca dura y fiera.

La señora Boyle soltó una de sus habituales risas chillonas.

—¿Os habíais creído que iba a cargar yo con todas las culpas? —dijo la mujer—. «Oonagh O’Dwyer me ha engañado», me dijo nuestro amigo. «Oonagh O’Dwyer me hizo creer que Lymond y Phelim O’LiamRoe eran la misma persona. Ella dice que no lo hizo adrede. Pues entonces, por Dios que debe probármelo».

Se hizo un breve silencio.

—¿Cómo? —preguntó finalmente Oonagh.

Theresa Boyle se volvió hacia el órgano y dio una palmada sobre la madera con su mano. Un sonido desagradable, metálico y sordo, respondió al golpe.

—Thady Boy Ballagh morirá dentro de dos semanas.

—¿Entonces el plan sigue en pie? —El rostro pálido y ovalado de la joven no dejaba traslucir sus pensamientos.

—El plan para acabar con vuestro amigo músico sigue adelante. Pero si ponéis sobre aviso a maese Ballagh, o le distraéis, o si escapa de algún modo, con o sin vuestra ayuda, nuestra causa y vos, Oonagh O’Dwyer, estarán perdidas.

Los dedos de la mujer, gruesos, morenos y de uñas afiladas, estaban desplegados sobre el teclado del órgano. Oonagh se quedó mirándolos. Después se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Eso es lo que somos ahora? —preguntó con amargura mientras abría la puerta al cálido y animado mundo que parecía estar sólo a un paso—. ¿Nosotras y nuestra causa?