VI

Londres: La ortiga y el veneno

No por mirar la dentadura del hombre conocerás sus méritos como tampoco la edad es el criterio por el que el clan reparte las tierras entre los suyos ni tampoco la que le confiere el poder urticante a la ortiga. El hombre de honor que habla con su señor tiene derecho a que lo respeten.

Habían transcurrido tres semanas desde aquella primera y conflictiva visita que O’LiamRoe le hiciera a Harisson, a la que siguió su audaz actuación en la librería y la posterior visita al embajador Chémault, con la que concluyó su intervención en aquel asunto. Durante todo aquel tiempo, Margaret se había dedicado a jugar con el Príncipe como un niño con una ardilla.

Lo hacía por diversión y con gran habilidad no exenta de cierta ternura condescendiente. Él era perfectamente consciente. A pesar de ser un vago de siete suelas no le faltaba perspicacia. Pocas semanas antes, en la misma situación, O’LiamRoe habría aprovechado para pasar un rato agradable y, en cuanto la cosa hubiera empezado a ponerse algo incómoda, habría escapado sin dilación. Pero en la actualidad, aunque tuviera que blasfemar para su coleto en más de una ocasión, estaba decidido a devolver golpe por golpe.

No había vuelto a ver a Chémault. Una tarde, el rubio conde de Lennox entró en el recibidor y, tirando sobre una silla su sombrero con ademán indolente, dijo:

—Bien. Los han cogido. —El Príncipe nunca había podido entender qué veía la condesa en aquel hombre—. Los han cogido a los dos. Ahora podrán dejarme en paz de una vez por todas…

Lady Lennox le había seguido al estudio y allí los dos habían continuado discutiendo el asunto en privado. Aquella noche Phelim se hallaba absorto leyendo una de sus historias favoritas que trataba sobre dos perritos y una cáscara de huevo, cuando la condesa de Lennox entró en la sala. A la luz del fuego, con su vestido de finísimo tejido, semejaba una resplandeciente aparición; llevaba el cabello teñido de un rubio verdoso y adornado con una diadema de perlas lechosas.

—Las noticias que os traigo son mucho mejores que cualquier historieta sobre perros y cáscaras de huevo. Deberíais ir a Cheapside de vez en cuando, Príncipe. Puede ser casi tan emocionante como el mismo Dublín.

—¿Ah, sí? —O’LiamRoe estaba francamente interesado.

—Hoy han arrestado en Cheapside al arquero que os escoltó hasta Irlanda. Por lo visto ha confesado que tenía un plan para asesinar a la pequeña reina de Escocia.

—¿De veras? —O’LiamRoe puso los ojos en blanco—. Y yo que me pasé la travesía tranquilamente sentado en cubierta con los pies sobre la borda… Podría haberse deshecho de mí de un empujoncito.

¡Un futuro asesino!

—Un asesino a secas —dijo la condesa. Los rasgos de su bien dibujado rostro aparecían inocentes bañados por el resplandor de las llamas—. Cuando le apresaron, pasó por la espada a su delator. Un supuesto amigo suyo llamado Harisson.

—¡Qué diablos! —dijo el Príncipe—. Así son estos franceses. Ya que Harisson les había ayudado, lo mínimo que podrían haber hecho por él era protegerle.

En el subsiguiente silencio que siguió a sus palabras, los ojos de Margaret no se desviaron un segundo de su rostro, mirándole con una expresión ligeramente divertida.

—¿Pero, por qué asumís que el tal Harisson le delató a los franceses? Han sido los ingleses los que han apresado al arquero. Le han trasladado a la Torre esta noche.

Mientras escuchaba la historia, el Príncipe se preguntó qué sería lo que había salido mal. No parecía importar demasiado, en todo caso. Robin Stewart había confesado y podría hacerse justicia. Salió a relucir el nombre de un heraldo llamado Vervassal, pero a él no le sonaba de nada. Más tarde, pensando sobre ello, se preguntó si sería el mensajero que la Reina madre había enviado a Londres en respuesta a la misiva de la que era portador Piedar Dooly. Aquella noche pasó largo tiempo pensando también sobre Margaret Lennox.

La condesa había mostrado interés sobre su estancia en Francia, desde luego. El Príncipe se había acostumbrado al interés que su visita despertaba tras las preguntas, planteadas con discreción, eso sí, que le habían hecho Plaget y los demás, tratando de averiguar qué le habían ofrecido allí, de qué cosas se había enterado estando en la corte. El rumor que se había corrido en enero había tardado bastante en desaparecer: se decía que una enorme flota francesa se estaba preparando para invadir Irlanda y echar a los ingleses de la isla. Phelim no dio pábulo alguno a ese rumor. Francia había recuperado la soberanía sobre Boulogne y no tenía ningún interés en echar de la Verde Erin a Croft y demás secuaces ingleses, de quienes Phelim sospechaba que eran los que habían propagado tal infundio. Nada dijo de sus cavilaciones a los Lennox. No estaba muy seguro de lo que él mismo opinaba al respecto.

A algunos les había ido estupendamente bien gracias a Inglaterra. Tiempo atrás, Irlanda había estado gobernada por diputados de origen inglés, pero aquello había terminado hacía sesenta años y los diputados habían sido sucedidos por las grandes familias nobles, que se habían hecho con el poder. Aquellas poderosas familias, los Ormond, los Desmond, los Kildare, habían gobernado como reyes y repartido los puestos relevantes entre los suyos, quedándose también con los fondos del estado.

Pero el viejo rey Enrique se negó a consentirlo. Así que mandó volver a los Lores Diputados, como los llamaban. Tras una revuelta interna en la que un O’Neill se había hecho coronar rey en Tara, la gran mayoría de los nobles ora fueron muertos, ora abandonaron el país, ora fueron sobornados para marcharse a Inglaterra. Gerald de Kildare, el muchacho de diez años cuya familia había reclamado su derecho a gobernar y acabado por arruinar a los Kildare para siempre, huyó a Italia, con lo que la revuelta se extinguió prácticamente.

Entonces comenzaron a volar condados como pienso para gallinas. Al menos cuarenta lores y señores se sometieron a cambio de títulos concedidos por los ingleses, renunciaron al Papa y se comprometieron a ayudar al Lord Diputado en sus incursiones. Todos aquellos caballeros adquirieron casas y tierras en los alrededores de Dublín para poder alojar a sus sirvientes y a sus caballos cuando acudían en tropel al Parlamento. Todos ellos enviaban a sus hijos a estudiar a Inglaterra o al Palé[5].

Ahora, aunque la situación parecía ir asentándose, el nombre de uno de los señores que aún permanecía en la Torre de Londres sonaba cada vez con mayor frecuencia. Brian O’Connor, lord de Offaly, cuñado de Silken Thomas y principal apoyo del joven Gerald, había sido condenado a muerte tras el famoso indulto de Maynooth. Todas sus tierras habían sido confiscadas y había sido encerrado en la Torre de Londres, pero eso no había disminuido un ápice su actitud desafiante. Su hijo Cormac, que estaba libre, desposeído de sus tierras y tampoco se había acogido al indulto, clamaba venganza. O’LiamRoe pensaba en todo aquello. También pensaba en el ex rebelde Conn O’Neill, que se había hecho coronar rey en Tara y luego había prestado juramento al rey de Inglaterra a cambio del título de conde de Tyrone. «Renuncio para siempre a emplear el nombre de O’Neill. Tanto yo como mis descendientes seguiremos las costumbres inglesas. Prometo también obedecer las leyes del Rey inglés. Y no me relacionaré ni ayudaré a ninguno de los enemigos del Rey, ni a traidor o rebelde alguno…».

El Príncipe pensaba también en la perra Luadhas y se dijo para sí que, aunque el rey de Francia le hubiera ofrecido el anillo de Gyges y una dotación de diez mil hombres, él habría seguido negándose a quedarse en aquel país y habría regresado a su hogar, llevándose el libro sobre perros y la cáscara de huevo con él.

Un día más tarde, sentado a la luz del ocaso junto a Margaret Douglas, que cosía rodeada por sus doncellas, al preguntarle la dama con insistencia sobre su estancia en Francia, le habló del gran ollave que había estado a su servicio llamado Thady Boy Ballagh. Le habló de aquella vez que el bardo había llenado el estafermo de agua caliente en Saint Germain y de cómo había montado sobre un elefante en las fiestas de Ruán; le contó cómo había hecho juegos malabares en una cena del Rey, del espectáculo teatral que acabó en batalla campal en el sótano de una imprenta clandestina y de la carrera de obstáculos que había organizado por la noche, en la que acabó subido a la aguja de la iglesia de Saint Lomer. A veces vacilaba en el relato de aquellas peripecias, pues le resultaba penoso recordarlas, pero Margaret insistía en tirarle de la lengua y él siguió narrando historias y provocando las risitas de las doncellas. Finalmente, Margaret le preguntó.

—¿Y qué ha sido de vuestro espléndido Thady Boy? Me dijisteis que permaneció en Francia a vuestro regreso.

O’LiamRoe se quedó en silencio. Se pasó la mano por el afeitado rostro y por los suaves y rubios cabellos hasta dejarla, inmóvil, sobre la pechera de seda de su camisa.

—Es una triste historia. Lo cierto es que el pobre… murió.

El rostro de Margaret se demudó y sus ojos adquirieron una expresión de asombro por unos instantes. Luego bajó los ojos y acarició la tapa de su costurero de alabastro.

—Eso no me lo habíais contado. ¿De qué murió?

—Me he enterado hace poco. —Se sintió incapaz de seguir hablando. Después de una pausa, O’LiamRoe dijo enfadado—: Era un tipo alocado, endiabladamente imprudente y él mismo cavó su propia tumba.

El rostro de lady Lennox tenía una extraña expresión, entre asombrada y satisfecha. Parecía estar confirmando algo que ya sospechaba. De pronto, en la mente del Príncipe comenzaron a encajar algunas piezas. Recordó que ella y Lymond habían sido amantes tiempo atrás, que ella le había traicionado y el joven casi había muerto por su culpa. También sabía que Lymond, a cambio, le había engañado a ella al final y había conseguido restaurar su buen nombre. Recordó también que George Douglas era el tío de Margaret y que aquel hombre era uno de los pocos que sabía que Thady Boy y Lymond eran la misma persona. Lady Lennox, deliberadamente, le había hecho hablar del bardo para conocer su opinión sobre Lymond.

Los azules ojos de O’LiamRoe mantuvieron impasible su mirada, ocultando a la condesa aquel descubrimiento. Se hizo un pesado silencio que ninguno de los dos interrumpió. Las damas tornaron a hablar en susurros. La luz del ocaso teñía de un tono dorado las sedas plateadas de los vestidos e iluminaba las pequeñas partículas de polvo que parecían envolverlos como una mágica aureola. El mono de la condesa, soltándose de su correa, saltó de mesa en mesa sin que nadie se diera cuenta, hasta alcanzar uno de los cuadros de la pared. Desde allí, abriendo sus rosadas manitas, brincó hasta el arquitrabe de estuco que se abría sobre la blanca puerta de doble hoja de la estancia. Estaba allí sentado, con sus ojillos tan brillantes como la cadena de oro que rodeaba su cuello, cuando las puertas se abrieron y un paje anunció la visita del heraldo Vervassal.

Cuando el heraldo entró, en la estancia sólo quedaban O’LiamRoe y Margaret, pues la condesa se había deshecho de sus doncellas. Un hombre joven avanzó de entre las sombras, seguido por un lacayo que portaba un bastón. Era rubio, de constitución delicada y parecía irradiar de él una especie de brillo tenue, como si estuviese hecho de cristal. Cuando entró en la estancia, el mono, dando un gritito, saltó sobre su elegante tabardo, dorado como un ocaso sobre el mar.

—¡Vaya! ¡A esto se le llama una bienvenida familiar! —dijo Lymond—. Qué amable de vuestra parte, lady Lennox.

O’LiamRoe se quedó agradablemente sorprendido ante el desparpajo del joven. Por lo que él sabía, los heraldos no solían dirigirse a las mujeres de la realeza con tanto desparpajo. Miró a la condesa con curiosidad. Su belleza rubia, que el Príncipe había estado admirando breves momentos antes, pareció de pronto resplandecer extrañamente, quizás por efecto de su cabello, que llevaba últimamente teñido de rubio platino. Margaret exhaló un entrecortado suspiro, casi un jadeo. El ambiente, ligero y animado hasta hacía poco, se hizo mortalmente denso. O’LiamRoe, captando la tensión con un instinto digno de sus célticos ancestros, sintió que se le ponían los pelos de punta. Dirigió de nuevo la vista hacia el heraldo Vervassal.

La actitud del joven caballero no parecía muy acorde con la ligereza con la que había saludado a la condesa. Por el contrario, parecía emanar de él una suerte de fuerza contenida, una energía apenas disimulada por su actitud, que recordaba más bien a un témpano de hielo. O’LiamRoe se dio cuenta de que el joven le estaba observando y desvió la mirada. Entonces el heraldo posó de nuevo la suya sobre lady Lennox quien, aunque O’LiamRoe no pudiera saberlo, tenía ante sus ojos una imagen bien distinta: veía el rostro incólume del adolescente de hace ocho años y superponiéndose a él, otro más reciente, cincelado a golpe de martillo, de un carismático y poderoso líder. Luego, aquel rostro pareció haber mudado en otro distinto y desconocido para ella, en el que sí reconocía la brillante inteligencia, ensombrecida por un malestar fruto de alguna dolencia que le resultaba difícil de ocultar y sometida bajo una indiferencia helada y oscura que contrastaba sobremanera con la cálida trivialidad que irradiaba O’LiamRoe.

Todas aquellas imágenes resucitaron en Margaret un torrente de emociones que durante años se había esforzado en ahogar por completo. Lady Lennox, guardando silencio, contempló a Lymond. O’LiamRoe, tras observar a ambos de nuevo, volvió a toparse con la mirada curiosa y directa del heraldo. Se sintió extrañamente conmovido y algo molesto, y sonrió.

Los ojos azules del joven centellearon. El heraldo puso al monito sobre su mano.

—La guerre a ses douceurs, l’hymen a ses alarmes[6] —dijo Lymond—. La emoción os ha hecho olvidar vuestros modales, Margaret. ¿Es que no vais a presentarme?

El tono de aquella voz, la música especial que poseía incluso cuando su dueño estaba perdidamente borracho, dejó paralizado a O’LiamRoe. El corazón le dio un brinco y pareció querer salírsele por la boca. Sintió como le invadía un sudor frío.

Las palabras de Lymond parecieron devolver a Margaret, como por arte de magia, el control que había perdido.

—Señor Francis Crawford —dijo en tono firme con su voz fuerte y agresiva—, O’LiamRoe, príncipe de Barrow y señor de Slieve Bloom en Irlanda.

—Me siento honrado —dijo aquel resucitado y desconocido Thady Boy Ballagh de modales exquisitos mirando al animalito que sostenía en su mano—. Pero, por Dios, vaya un nombre más estúpido para un mono.

Después pareció caer en la cuenta de la presencia de O’LiamRoe.

Sentado bien tieso en su silla frente a la condesa, Phelim vio al joven rubio tomar asiento con el mono botando como una pelota sobre su mano izquierda abierta; reparó entonces en la diestra de Lymond. Parecía extrañamente inmóvil. Mientras especulaba sobre aquello, la voz de Margaret interrumpió bruscamente sus pensamientos.

—Espero que no os sintáis confundido ante esta sorpresa, Príncipe —le dijo con voz sardónica lady Lennox—. Las resurrecciones son uno de los aburridos pasatiempos favoritos de Francis. De haber sabido que planeaba esta, no hubiera seguido con nuestra farsa particular.

—Querida mía —intervino Lymond—, la sorpresa es mía, de par cinq mille millions de charretées de diables[7] —dijo, mientras sujetaba al mono por la barbilla contra su rodilla y miraba a O’LiamRoe con expresión interrogante—. Le cancre vous est venu aux moustaches[8]. ¡Vuestros bigotes, Phelim! ¿El cambio repentino de país os los ha debilitado?

—No os esforcéis tanto, Francis —dijo la condesa en tono tranquilo. Levantó su bordado y lo extendió sobre sus rodillas—. El Red Lion. Se los afeitó a causa del disfraz.

La única respuesta posible era hacer como si supiese que su pequeña expedición era de dominio público. O’LiamRoe, sentado junto a Francis Crawford, hizo exactamente eso. No obstante, con los nervios de punta, se dio cuenta de que las palabras de lady Lennox parecían haber afectado a Lymond. En la momentánea pausa que siguió a las palabras de Margaret, O’LiamRoe, adelantándose a Lymond, dijo en tono de disculpa:

—Estaba decidido a parecer un inglés. Son buena gente, los ingleses, pero no tienen ni la mitad de pelo que el que hay en una pestaña de un solo hombre de Meath.

—¡Cielos! —exclamó Lymond—. ¿Pero para qué las quieren? Todos los hombres de Meath que he conocido tenían los ojos escabechados como rábanos[9]. Podía uno limpiarse los zapatos en sus pestañas que ellos ni parpadeaban. De todas formas, da igual. Tu ne fais pas miracles, mais merveilles[10].

—No entiende francés —dijo Margaret Lennox, cogiendo la preciosa cajita de alabastro que contenía sus hilos y sedas. Parecía haber recobrado por completo la serenidad—. ¿Acaso lo habéis olvidado? La verdad es que por lo que he oído sobre vuestro comportamiento en Francia, no me extrañaría que no recordarais absolutamente nada. Os habéis dedicado a beber como un cosaco aprovechando cualquier excusa, llegando a tal punto de degradación que olvidasteis la prudencia más elemental, si no me equivoco. Que típico de vos, Francis. Y ahora aparecéis aquí, después de que alguien os rescatara seguramente con considerable riesgo para su persona, cuajado de diamantes y paseando lo que queda de vuestro maltrecho cerebro y de vuestras patéticas heridas como una cruz. ¿Estáis herido de verdad? ¿O camináis así por una apuesta?

Incrédulo, O’LiamRoe vio cómo la caja de alabastro volaba en dirección al inmovilizado brazo derecho de Lymond, que aparecía expuesto bajo el abierto tabardo. El brazo izquierdo de Lymond se alzó para detener el golpe, pero fue el Príncipe, más ágil, quien lo interceptó. Cayó de rodillas empujando sin querer la silla de Lymond. La pesada caja golpeó de rebote con fuerza sobre la cabeza del mono.

El golpe fue mortal. El animalito se desplomó sin emitir sonido alguno y fue recogido por O’LiamRoe, que depositó la peluda bola en el suelo con delicadeza, haciendo tintinear su dorada cadena. Francis Crawford se inclinó hacia él con el rostro impasible como una máscara. Sus ojos, desenfocados, evitaron mirarlos a él o al mono. El príncipe de Barrow, impotente, miró en dirección a Margaret Lennox, cuya pálida y leonada belleza le recordó por un instante a otro animal y a otra muerte.

—Olía mal —dijo la condesa, apoyándose sobre el respaldo de su silla mientras observaba como O’LiamRoe volvía a su asiento. Lymond recogió al mono muerto del suelo y lo colocó sobre la mesa que tenía a su lado.

—Al menos nos ha permitido disfrutar de la espeluznante exhibición de vuestra impotencia, querida. ¿Qué deseáis de mí? ¿Dinero? ¿Trabajo? ¿Pretendéis ocultar el hedor del aire viciado y de la corrupción con algún perfume que engañe al Emperador? Ese aire de casta reprobación no os sienta nada bien. Os habéis pasado a la religión reformada, lo sé. ¿Habéis acabado con lo la transubstanciación y demás tonterías del estilo, verdad? ¿Matthew también se ha vuelto luterano?

Aquello había conseguido enmudecer a la condesa.

—¿No? —volvió a preguntar Lymond en tono acusador.

—No.

—Pues os aconsejo —dijo Lymond en tono amable—, que lo piense seriamente. Entretanto, he venido a buscar a O’LiamRoe para ahorraros el trabajo de tener que pedirle que se vaya. —Tras aquello el príncipe de Barrow, intentando sin conseguirlo pensar con rapidez, se encontró a su antiguo ollave dirigiéndose a él—: ¿Venís conmigo a Durham House? Puedo esperaros afuera mientras Piedar hace el equipaje.

O’LiamRoe era consciente de que se encontraba atrapado en una situación peligrosa y amarga que ni le concernía ni le interesaba ni tenía en ella responsabilidad alguna. Por otro lado, no tenía intención de pasar en Hackney ni un minuto más de lo estrictamente necesario. Pero estaba igualmente decidido a sacar de su vida todo lo relacionado con los asuntos de Francis Crawford. No le apetecía para nada ir a Durham House.

—Iré a una posada —afirmó escuetamente el irlandés.

Margaret sonrió a los dos hombres. Sus manos, que sobresalían de las amplias mangas ribeteadas de piel de su vestido, estaban ahora apoyadas indolentemente en su regazo.

—Querido muchacho, vuestro encantador malabarista, vuestro Abdallah al Kaddah aquí presente, no lo consentirá. Quiere que le ayudéis a llevarse a Robin Stewart a Francia. —Tras aquellas palabras, se volvió hacia el heraldo y, sosteniéndole la mirada, se echó a reír.

Lymond la observó imperturbable, con su dorada cabeza apoyada sobre el respaldo de la silla.

—¿Queréis apostar? —inquirió Lymond.

—Mejor apostad conmigo. —Una nueva voz, un poco rasposa, de tenor, resonó en la puerta a sus espaldas. O’LiamRoe se volvió para ver a Matthew entrar. Bajo sus ojos, que relucían con una mirada intensa, había dos profundas ojeras y sostenía, haciéndolo girar en sus pálidas manos, un objeto negro y dorado—. Vuestro paje era reacio a dármelo, pero pensé que probablemente os vendría bien apoyaros en él. —Tiró el bastón en su dirección y el heraldo lo atrapó—. Apostad conmigo —repitió Matthew Stewart, conde de Lennox, poniéndose ante la chimenea y mirándolos a todos con los puños apretados—. Yo tengo más que perder.

Un momento más tarde se dominó y acercándose, les sirvió una copa de vino.

—Si volvéis a poner los pies en Francia seréis arrestado por vuestra pasada actuación como Thady Boy Ballagh, culpable del execrable accidente del castillo de Amboise. George, que no os estima precisamente, se ocupará de ello.

—La esposa del hijo de George es actualmente la heredera de Morton —dijo Francis Crawford—. Y por mucho que alguien pudiera sospechar que Thady Boy Ballagh y yo somos la misma persona, nadie puede probarlo.

—Perdonadme —dijo O’LiamRoe. Todos se volvieron a mirarlo—. Ya sé que puede parecer excesivamente curioso por mi parte, pero ¿podríais explicarme por qué razón habríamos de acompañar ninguno de nosotros a Stewart a Francia? ¿No es cierto que ya ha confesado?

Lennox sonrió y Lymond, tras una breve pausa, le reconoció que así era.

—En efecto. Por lo que veo, el supuesto secreto de estado no lo es tal, que Dieus assoille. El arquero ha confesado, Phelim, pero por razones obvias, Warwick no debe de estar demasiado dispuesto a facilitarnos una copia de su confesión, por censurada que esté. Y esa es la única prueba sólida que existe contra él. Si Warwick se la queda, puede persuadir a Stewart de que sea lo más discreto posible respecto al propio Warwick. Además, sin tener su confesión escrita, querido amigo, puede ser bastante complicado procesar al mismo Stewart. Por eso es tan necesario vuestro testimonio.

—¡Vaya, que lástima! —dijo O’LiamRoe con poco entusiasmo rascándose la cabeza con el rostro brillando a la suave luz del atardecer—. Es una verdadera fatalidad, pero yo tengo que regresar a Slieve Bloom sin falta este verano. No tengo tiempo de viajar a Francia.

—No os preocupéis —dijo Matthew Lennox—. No va a ser necesario. Stewart no saldrá jamás vivo de la Torre de Londres.

O’LiamRoe estaba harto de que lo tomaran por idiota.

—¿Eso creéis? Pues por lo que yo tengo entendido, la reputación de Warwick depende de que Stewart llegue sano y salvo a Francia.

La condesa, abandonando el hosco silencio en el que se había refugiado al intervenir su marido, fue la que le contestó:

—Naturalmente que lord Warwick le quiere vivo —dijo—. Nadie está más preocupado por su salud que Su Excelencia. Pero Stewart, querido Príncipe, ha intentado ya dos veces suicidarse y ahora mismo está en huelga de hambre. —Se levantó despacio. Era una mujer alta, de formas espléndidas—. Matthew, el Príncipe nos deja. Perdonadme. Tengo asuntos que atender.

En aquella enorme casa llena hasta arriba de sirvientes de todo tipo, su presencia no era requerida en ninguna parte, en realidad.

—No os retiréis condesa —dijo Lymond en tono amable—. Nadie os persigue a vos de momento.

Margaret se paró en seco e irguió la cabeza, pero fue su marido el que intervino:

—¿Adónde vais O’LiamRoe? ¿A una posada?

—El señor de Culter me aconsejará un buen lugar, sin duda. —El Príncipe había recordado finalmente el título de Lymond.

—¿Quién? —preguntó la condesa y prorrumpió en carcajadas sin mirarle a él sino a Lymond, que seguía apaciblemente recostado en su asiento con el rostro impasible—. Príncipe, os queda aún mucho por aprender. ¿Os habéis creído que este hombre es un rico heredero porque lleva ese tabardo prestado y cuatro joyas? Irlanda ha vencido, O’LiamRoe. Mariotta, la mujer de Culter, ha dado a luz un varón. Así pues, el heredero actual…

Se hizo un momentáneo silencio. O’LiamRoe vio a la condesa mirar a Francis Crawford, pero este no la miraba a ella. Una corriente de animadversión circuló como un relámpago entre Lennox y Lymond. A continuación, Lymond se puso en pie con un curioso y gracioso brinco.

—¿Importa eso algo, acaso? —dijo.

¡Dhia! Le importa a los que salen favorecidos —dijo plácidamente O’LiamRoe—. Mirad si no a lady Fleming. Ayer me llegó la noticia de Escocia. El país entero está emocionado. Ha tenido un varón. Un estupendo hijo bastardo del poderoso rey de Francia.

Lo había dicho con buena intención. Aunque estaba aprendiendo sobre la marcha, no se esperaba la reacción que provocaron sus palabras. Lymond se hallaba a su lado, sus ropas resplandecían a la luz del sol vespertino y tenía los ojos entrecerrados por la claridad.

—¿Los Fleming? —dijo la condesa de Lennox con la cara pálida y los ojos brillantes. Se echó a reír—. Todas las mujeres de esa familia son unas putas.

Su marido se había apartado. Francis Crawford dejó en el suelo su bastón y, con las manos vacías, se volvió hacia ella en silencio. Su mirada, intensa y helada, se clavó en la mujer hasta que ella retiró la vista.

—Algunos se dedican a amar en esta vida —dijo entonces—. Otros a asesinar. —Y levantando el cadáver del monito con sus enjoyadas manos lo depositó en el regazo de Margaret como si de un recién nacido se tratara. Después, inclinando su dorada cabeza, hizo una reverencia y salió.

Al final se marcharon juntos. O’LiamRoe, que se encontraba bastante incómodo por todo lo acaecido, intentaba aparentar una calma que no sentía. En realidad, no sabía cómo deshacerse de la sensación indefinible de estar en deuda con Lymond, que pesaba como una losa sobre él. Ya en la calle, Lymond despidió a su paje y dijo:

—Cerca de aquí hay una posada. No os recomiendo que os alojéis allí, pero podríamos alquilar una habitación por una hora para hablar. Siento que hayáis tenido que presenciar esta desagradable conversación, así como mi repentina resurrección. Tendría que haberme imaginado que ella no os había contado que estaba vivo. —Hizo una pausa y continuó—: Por otro lado, si vuestra estancia en casa de los Lennox os estaba resultando agradable, os debo nuevamente disculpas. Pero en cualquier caso no creo que os hubieran alojado mucho más tiempo, pues se han indispuesto con Warwick y no les convenía teneros a vos con ellos. Aunque creo que ya os habéis dado cuenta de cómo están las cosas, al menos en parte.

—En parte —dijo O’LiamRoe. Tras un momento, preguntó—: ¿Está muy lejos esa posada? —Como Lymond no le contestara, el Príncipe, acercando su montura le dijo—: Dadme vuestras riendas.

Al rozar con sus manos las del joven, este retiró las suyas bruscamente.

—¡Por Dios, no hace falta! —exclamó Lymond—. No está lejos. Allí se ven las chimeneas, sobre esos árboles de ahí delante.

Después de aquello siguieron cabalgando los dos en silencio, uno detrás del otro.

Fue O’LiamRoe quien, una vez en la posada del Cisne, mandó a buscar la cena y el vino, y O’LiamRoe el único que realmente comió mientras desgranaba prodigiosos discursos en su estilo más florido sobre todos los temas habidos y por haber sobre los que un celta con cultura literaria puede hablar. Mientras comía y hablaba, el Príncipe echaba de vez en cuando una ojeada a Piedar Dooly, quien no despegaba la vista del resucitado ollave, resplandeciente de inmerecidas riquezas dignas del mismísimo Papa y recostado ante las saltarinas llamas de la chimenea. Se había quitado el tabardo y tenía la cabeza apoyada sobre un cojín mientras jugueteaba distraídamente con unas monedas. O’LiamRoe terminó de cenar y contempló a Lymond, que yacía a sus pies despreocupado como un chiquillo. Tenía un aspecto formidable. Había esperado que al verlo de cerca, desprovisto de su lujosa ropa, no lo encontraría tan impresionante como le había parecido en casa de los Lennox. Pero se había equivocado, reconoció para sí. El Príncipe se dio cuenta de que Lymond, que no había probado bocado, estaba esperando a que él terminara de cenar. Levantándose, despidió a Piedar:

—Piedar Dooly, bajad a buscaros una mujercita que os ayude a aligerar ese ceño.

La puerta se cerró de un portazo y él se acercó a la chimenea con sus andares desgarbados.

—Ahora podéis contarme —dijo— todo lo que queráis y aclararme este asunto. Tomaos el tiempo que os haga falta. Pero os prevengo: de aquí a una semana este que veis aquí estará en Slieve Bloom. Se acabaron Francia e Inglaterra. Estoy harto.

El joven rubio seguía jugueteando con las monedas, haciéndolas tintinear entre sus largos y finos dedos. Haciendo girar la corona, Lymond la lanzó hacia las llamas y, poniéndose un brazo bajo la cabeza, observó cómo la plata se fundía, la efigie del Rey derritiéndose penosamente hasta desaparecer.

—¿Qué os ofrecieron los ingleses a cambio de vuestra buena voluntad, para que abandonarais vuestro castillo y a vuestros siervos y soldados?

—Lo suficiente —contestó O’LiamRoe—. O incluso demasiado, dependiendo del punto de vista. —Hizo una pausa y después elijo—: Vaya historia rara que se traen esos dos con lo de Stewart. ¿Por qué razón no habrían de querer que lo condenaran?

Lymond volvió a mirar hacia el fuego de la chimenea.

—Porque Warwick es favorable a estrechar lazos con Francia, así que no desea que se haga público que pretendía aceptar la oferta de Stewart de canjear la vida de María a cambio de dinero, posición y alguna pequeña mansión en algún lado. Tendrá que enviarlo a Francia, de todos modos, antes o después. Pero probablemente Warwick le haya ofrecido a Stewart ocultar las pruebas de su plan a cambio de que el arquero no le acuse a él. Salvo la confesión de Stewart, no existe ninguna otra prueba digna de este nombre sobre la conjura, así que el arquero siempre podría alegar que Harisson estaba loco. Tal vez le salga bien.

—Bueno, de todas formas, con o sin pruebas, los franceses no le quitarán ya el ojo de encima —dijo O’LiamRoe con ligereza—. No veo la necesidad de que os involucréis en el asunto más, a menos de que lo que persigáis sea vengaros del arquero. ¿Sospechabais ya de Stewart en Francia? ¿Es por eso que os envenenó?

Una extraña expresión se apoderó del rostro de Lymond, entre arrepentida y triste.

—Sí que sospechaba de él. Pero esa no fue la razón por la que intentó matarme.

—¿Entonces por qué? —O’LiamRoe recordó de pronto al arquero de rodillas en el dormitorio allá en Blois.

—Él había descubierto mi identidad. Sabía que uno de nosotros dos era Crawford, pero al principio se equivocó y pensó que erais vos… Pero eso ya lo sabéis, Phelim.

El Príncipe asintió pensativo mirando más allá de las llamas, hacia la pared vacía. Recordó las cortinas en llamas de la posada del Puercoespín, la cancha de jeu de paume, el galeón que casi los hunde, las pisadas del cojo en la oscura callejuela de Blois. Pero sabía que algo se le quedaba en el tintero, algo que intentaba desentrañar. Su mirada seguía fija en la blanca pared cuando Lymond dijo:

—Pero el tema es que cuando vos y Robin Stewart os marchasteis, los ataques continuaron. Yo pasé entonces a ser el nuevo objetivo. Como me dieron por muerto les seguí la corriente. Ellos, por si acaso, para evitar que pudiera volver a aparecer en el panorama, se ocuparon de difundir el rumor de que fui yo quien provocó el accidente de Amboise. De ahí el comentario de Lennox de que me resultará complicado regresar a Francia. Ya veremos. De hecho, aparte de la Reina madre, los Erskine, mi hermano y un par de colegas y aliados, hay solo una persona que sabe a buen seguro que no he muerto y que me importa.

Lymond no se había movido. Parecía dirigirse al fuego de la chimenea. Su discurso era tan lúcido como el que el Príncipe recordaba haberle oído en contadas ocasiones cuando rebatía alguno de los argumentos de Michel Hérisson. El irlandés, sentado en una silla con las manos firmemente apretadas en torno a las rodillas se sentía cada vez más tenso y notó que empezaba a respirar de forma algo entrecortada.

—¿Queréis decir entonces que hay otro hombre involucrado en la conspiración para matar a la pequeña Reina? —preguntó el Príncipe, intentando concentrarse.

—Lo siento —dijo Francis Crawford volviéndose hacia el ruborizado rostro de O’LiamRoe—. Siento haberos dado la impresión de que me motivaba la diversión o la venganza. Robin Stewart tenía un jefe. Yo intenté separarle de ese hombre, pero fracasé. Bien por propia iniciativa, bien porque ambos discutieran, lo cierto es que Stewart abandonó a ese hombre y huyó, intentando vender sus servicios a otros. Independientemente de lo que le ocurra a Stewart, en algún lugar de Francia hay todavía un hombre que ha jurado deshacerse de la pequeña Reina. Stewart conoce su identidad. También la conoce otra persona, que quizás pudiera delatarlo. Tendré que escoger a cuál de los dos… persuadir para que me lo digan.

O’LiamRoe no era consciente de que se había puesto lívido.

—A ese estúpido de Stewart podéis manejarlo sin problema. Se derretirá en vuestras manos como si fuera de cera —dijo con aspereza—. Está en la Torre, y vos tenéis todo el poder necesario para interrogarlo, como heraldo que sois. ¿Qué os lo impide?

Se hizo un breve silencio. Después Lymond se movió y tras soltar un resoplido pareció relajarse.

—Ya lo he intentado Phelim. Él no quiere verme. Y está en huelga de hambre.

—Que el diablo se lo lleve —dijo O’LiamRoe con rabia—. No pienso ir a Francia.

Según pronunció aquellas palabras, se dio cuenta de que realmente estaba decidido a no volver al país galo. Lymond no insistió más.

—No os estoy pidiendo que vayáis a Francia —dijo con sencillez. Había vuelto a concentrarse en las llamas—. Lo que os pido es que vayáis a ver a Robin Stewart a la Torre y, o bien le sonsaquéis el nombre de su antiguo patrón, o bien le convenzáis de que acceda a verme.

O’LiamRoe reaccionó con violenta determinación. Se sentía agobiado por una situación que escapaba a su control, que le abrumaba.

—Os agradezco vuestra amable propuesta, pero ya he tenido bastante de secretos. Estoy seguro de que vos no podéis fallar, respaldado como estáis por las dos Reinas y con Warwick jugándose el pellejo si ese desgraciado muere.

—No estoy tan seguro —dijo Lymond. Soltó un largo suspiro. Se incorporó y apoyó su rubia cabeza entre las manos—. Decidme, Príncipe: ¿por qué no queréis volver a Francia?

Así que iba a empezar de nuevo.

—Dejadlo ya —dijo O’LiamRoe en tono sombrío, sintiéndose presa del desaliento—. No hay discusión posible al respecto.

—Lo discutiremos todo lo que sea necesario —dijo Lymond en tono inexpresivo—. ¿Por qué no queréis volver a Francia? Sabéis de sobra que ella intentó protegeros. Intentó evitar que volvierais al castillo aquella noche de la serenata. Y estoy seguro de que os ofreció… todo lo que vos pudierais desear para que os alejarais de Blois. Lo llevabais escrito en la cara el día que volvisteis de Neuvy.

Durante los últimos diez minutos, el nombre de Oonagh O’Dwyer había estado latente entre los dos hombres, a pesar de no haber sido pronunciado. No era necesario. Sintiéndose esperanzado y desesperado a partes iguales, O’LiamRoe preguntó:

—Ella… ¿os ayudó también a vos después de que sufrierais el accidente?

Las llamas arrancaban destellos broncíneos de la cabellera de Lymond. El joven asintió en silencio y, sin levantar la cabeza, dijo:

—Oonagh bien sabe para quien trabajaba Robin Stewart, porque ella también lo hacía. Si Stewart muere, uno de los dos tendrá que ir a Francia y obligarla a decirnos su nombre.

—¡No! —exclamó con dureza O’LiamRoe.

Las manos de Francis Crawford abandonaron su rostro, pero siguió manteniendo la mirada baja.

—¿No? ¿Por qué no? Vos le gustáis. Tenemos que descubrir qué es lo que sabe. De lo contrario la niña morirá.

—Ya os lo he dicho. —La voz del Príncipe sonó desmayada—. No pienso volver a Francia.

—¿Pero por qué, Phelim? ¿Por qué?

La mirada abrasadora de color azul en el pálido rostro de Lymond se clavó en los ojos del Príncipe como un puñal.

—¿Por qué? —repitió de nuevo.

—Porque ella —dijo O’LiamRoe con voz terrible— es la amante de Cormac O’Connor.

En el rostro de Francis Crawford se fue desvaneciendo paulatinamente todo asomo de enfado. Las sombras se encargaron de ocultar otros cambios que el Príncipe no pudo ver.

—No sabía —dijo en un tono desprovisto de triunfalismo y emoción— si vos estabais al corriente.

El círculo se había cerrado. El torbellino de sentimientos que aquella rubia criatura que yacía a sus pies había desencadenado en su interior explotó en un ataque de furibunda ira: Lymond había abusado de su inocencia, le había herido en su más íntimo orgullo, le había mantenido en aquella obstinada ceguera. De una brusca patada empujó a Lymond haciendo que su cabeza y sus hombros quedaran iluminados por el resplandor de las llamas.

—¡Sois tan condenadamente inteligente! —dijo Phelim—. Todo lo sabéis. Los demás no somos más que títeres. No sólo la vieja Reina, sino el resto de nosotros, ya se trate de hombre, mujer o niño, todos somos unos ridículos idiotas.

—No por mi culpa —dijo Lymond—. Sus ojos, a plena luz, tenían un brillo animal.

—Por supuesto, mi querido muchacho, por supuesto. Pero vos los tenéis a todos colgando de los hilos, pendientes del menor movimiento de vuestro dedo meñique. Poco os importa quién saldrá herido, a quién perjudicáis cuando jugáis con vuestros títeres. Francis Crawford lo sabe todo de Oonagh, ¿no es cierto? O al menos lo suficiente para hacerla girar como una peonza en vuestras manos mientras nos empujáis a los demás en la dirección que más os conviene, ¿verdad?

»Yo estaba apenado por el desperdicio en el que os habíais convertido y por la negligencia con la que descuidabais vuestros deberes. ¿En qué momento decidisteis tenerme lástima por eso? ¿Y por qué? ¿Fue quizás mientras utilizabais a la propia pequeña para manejar a vuestro antojo, como si fuéramos borregos, a Stewart o a mí? No me extrañará nada —dijo el Príncipe, rebosando amargura— que Stewart se suicide uno de estos días. Le habéis embrujado con vuestras palabras, con vuestro divino discurso, vos, dotado en vuestra soberbia juventud con esa lengua prodigiosa capaz de destruir a todo el que se os ponga por delante… Ella os cuidó, ¿no es cierto? —no pudo evitar que sus palabras traicionaran sus sentimientos, expresando aquello que más le dolía—. ¿Os reísteis juntos, verdad? ¿Os lo pasasteis bien compartiendo vuestros secretos?

—Oonagh me dejó drogado y atado en el Hôtel Moûtier para que Cormac O’Connor decidiera qué hacer conmigo. Sólo empleando la violencia podremos obligarla a confesar su parte en este asunto. —El joven respiraba ahora agitadamente. Seguía apoyado sobre el codo y había vuelto a desviar la mirada del iracundo rostro del Príncipe.

—Así que, descartado como amante, lo que pretendéis ahora es que sea yo quien emplee con ella la violencia, ¿no es eso?

Se hizo una pausa. Después Francis Crawford habló de nuevo:

—Tengo un deber que cumplir. —Su voz sonó irreconocible.

O’LiamRoe soltó un juramento. Seguía maldiciendo cuando se puso en pie y comenzó a recoger las pocas pertenencias que Piedar Dooly había sacado de su bolsa de viaje. Después tiró unas monedas sobre la mesa y, cogiendo su capa, se plantó delante del rubio joven vestido con la exquisita camisa de tejido holandés que, tendido en silencio, observaba el pálido brillo de sus sortijas con expresión ausente, el hermoso rostro enmarcado por el resplandor que reflejaban los brillantes que llevaba en las orejas.

—Nunca he sentido especial aprecio por Robin Stewart, pero no me siento capaz de contemplar su cadáver flotando sobre las divinas aguas del deber de Francis Crawford. Iré a verle a la Torre de Londres. He dejado unas monedas sobre la mesa —dijo O’LiamRoe en un tono deliberadamente ofensivo— para pagar esta tarde de vuestra compañía. No puedo permitirme más de una noche con vos.