III
Blois: La angustia permanece
Hay lugares en los que el peligro acecha, en los que imperan la soledad y la oscuridad, como en los bosques. Son las moradas de ladrones y forajidos y hasta que no se materialice el peligro la angustia permanece.
En algún lugar parecía sonar una voz. No era capaz de entender las palabras. De hecho, pensó el joven tumbado en la cama, era absurdo intentar captar el significado. El entendimiento se encontraba más allá del límite que le imponía el duermevela, la frustración e incluso el dolor. En el mundo inaccesible y remoto de la conciencia, la voz parecía repetirse incansable, una y otra vez.
No era una voz que pudiera calificarse de relajante en ningún caso. Era una voz impaciente, irritante incluso.
—Tenéis los ojos abiertos —dijo la voz, cortante—. ¡Miradme! Podéis ver. Si lo deseáis, os administraré más opio, pero más tarde…
—¡Vaya, qué amable! —pensó no sin cierta ironía el joven tumbado en la cama. Recordó, azuzado por el dolor, lo acontecido poco antes en la Tour des Minimes. El corcel de Condé se había desplomado sobre él. Los tremendos golpes recibidos le habían llevado a pensar que había llegado su hora.
Sin embargo, parecía que la Muerte había vuelto a dejarle de lado. Tenía una pierna entablillada. El solo hecho de respirar le resultaba doloroso. Acertó a adivinar que tenía las costillas vendadas. En el letargo provocado por la ingestión de la potente droga, sintió el cansancio ocasionado por la gran pérdida de sangre que había sin duda sufrido. ¡Dios! Richard o bien Tom Erskine o quienquiera que fuera la enfermera de rostro cerúleo que le estaba cuidando lo iba a tener difícil… Un prístino y súbito arrebato de vivida cólera pudo con su decaimiento y se adueñó de su ser. Francis Crawford de Lymond giro la cabeza con brusquedad.
Descubrió que quien así le hablaba no era ni más ni menos que Oonagh O’Dwyer. Su rostro, enmarcado por su negra cabellera cual velo nimbado por la luz de aquel grisáceo día, le observaba con los ojos muy abiertos. Si Lymond hubiera recobrado toda su capacidad visual, se hubiera visto reflejado en aquellos ojos inmensos. La voz dejó de retumbar en sus oídos. Durante una o dos inspiraciones expiraciones, el silencio se hizo de nuevo. Luego Oonagh se alejó y Lymond distinguió un techo pintado donde antes se le había aparecido el opalino rostro. Pero oyó su voz de nuevo, esta vez pensativa. Oonagh se ocupaba de algo fuera del alcance de la vista de Lymond y sus movimientos distorsionaban el eco que a él le llegaba.
—Qué terco sois, creí que nunca conseguiría despertaros —dijo Oonagh—. Ansío saber cómo os sentís estando en vuestro estado y además en deuda conmigo.
Oonagh O’Dwyer. Ella sabía bien que, independientemente de cuál fuera su estado, él siempre aceptaría un reto de su parte. Lymond carraspeó para hacer su voz mínimamente inteligible.
—Estar en deuda con vos estando en… plena forma. Eso sí que me placería —consiguió mascullar—. ¿Me habéis traído vos aquí?
Oonagh se acercó a su lecho y le miró.
—No me gusta que me coaccionen —dijo en tono resuelto—. Decidí que si sobrevivíais os sacaría de allí. Fuisteis afortunado, pues yacíais al pie de la Torre. Yo disponía de un barco, oculto en la niebla, y dos hombres me ayudaron a trasladaros.
—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces?
—¿De verdad que no tenéis idea? —preguntó, divertida, Oonagh—. Lleváis cinco días sin conocimiento, señor Crawford.
¡Cinco días! Su cerebro registró la sensación de sorpresa pero una oleada de dolor insoportable le dejó atontado de nuevo. La habitación se alejó de él y el rostro de la mujer flotó, irreal, las hojas del trampantojo del techo superponiéndose y como prendidas en su cabello. Se aferró a la mirada altiva de Oonagh durante un instante que se le antojó infinito. Empezó a toser y notó como si una colada de acero se arrastrara por su garganta. Volvió a sumirse en la gélida oscuridad.
Cuando volvió a despertar, la luz era diferente, de un nuevo día. Su cuerpo seguía encorsetado en vendajes. Grandes ventanales daban a un balcón inundado de luz. Había, dispuestos por toda la habitación, candiles de cuyas mechas recién apagadas se desprendía un olor agrio. Lymond dedujo, por los enardecidos y paradisíacos sueños que le habían visitado y por el dolor incipiente que empezaba a atenazarle, que el humo desprendido por los candiles tenía como cometido el adormecerle.
La paz de la que había disfrutado merced a ese humo era, sin duda, el mejor tratamiento para su cuerpo dolorido y fracturado. Pero fundamentalmente servía a los propósitos de ella. Lymond no se llamaba a engaño respecto de Oonagh O’Dwyer. Se quedó mirándola sin que ella se diera cuenta. Estaba sentada junto al fuego, en el mismo lugar en que estuviera aquella noche, junto a O’LiamRoe, en la que les había ofrecido aquella inolvidable serenata. La luz sesgada de los ventanales acentuaba sus altos pómulos y sus negras cejas; la tensión y el cansancio le habían dibujado oscuras sombras bajo los ojos como sendas huellas en la blanca nieve de su piel. Tenía los labios apretados.
—¿A quién estáis esperando? ¿A vuestra tía? —preguntó con voz neutra.
La joven juntó las manos entrelazándolas sobre su regazo. Después se recostó en su asiento y dirigió la mirada hacia el improvisado lecho sin exteriorizar sus pensamientos. La ausencia de sueño, la soledad y las preocupaciones de los últimos días se notaban en su aspecto, sin afeites y algo descuidado, pero ponían más de relieve si cabe su belleza.
—Si así fuera, ya estaríais muerto —dijo Oonagh en tono gélido escogiendo cuidadosamente sus palabras.
No se oía nada en la casa. Ningún ruido proveniente de las cocinas, ningún sonido de pisadas por las escaleras. La casa estaba vacía, por lo visto. Y su tía no estaba al corriente. Los tejados que alcanzaba a ver a través de los ventanales le resultaban familiares. Recordó de pronto la Tour des Minimes y se preguntó cuántos habrían salido heridos. En todo caso, decidió no malgastar sus preguntas.
—¿Habéis roto relaciones acaso con los caballeros que han intentado matarme?
Oonagh sonrió.
—Podría decirse que estábamos en desacuerdo respecto de un tema secundario —dijo—. Pero no os hagáis ilusiones sobre vuestra libertad. Estáis prisionero pero, tanto por lo que a ellos respecta como por nuestros mutuos intereses, estáis tan bien como muerto. En cuanto a ellos, lo que ignoran no les puede molestar.
Lymond permaneció en silencio intentando pensar. Mucho tiempo atrás, en Escocia, Mariotta le había hablado de Oonagh O’Dwyer.
Antes incluso del episodio de Ruán y del bochornoso incidente de O’LiamRoe en las pistas de tenis, Lymond ya desconfiaba de ella. Pero la joven se había resistido a cualquier intento de aproximación, sin molestarse en ocultarle, por otro lado, que conocía perfectamente la verdadera identidad de Thady Boy. Y sin embargo, el hombre del que había intentado librarse había sido O’LiamRoe. Robin Stewart y su jefe también habían querido deshacerse de O’LiamRoe, convencidos de que el Príncipe era Lymond. Rila había sabido la verdad desde el principio, pero no los había sacado de su error.
Después, cuando Robin Stewart se enteró de quien era quien, supuestamente había informado a su superior. El resultado de aquello había sido el accidente de la Tour des Minimes. Cuando se descubrió que Oonagh conocía la identidad de Thady con antelación, esta había sido probablemente presionada y puesta a prueba y ella, conociendo el plan de asesinarle de antemano, había decidido, típico en ella, mantenerse al margen y no salvarle… pero rescatarle en caso de que sobreviviera. Por lo tanto, el caballero de cuyas presiones se resentía y el superior de Robin Stewart, eran la misma persona.
¿Pero quién era? No se lo había dicho. Lymond siguió dándole vueltas al tema. Su tía, por lo visto, no estaba al corriente de la situación. Si él se encontraba, como sospechaba, en el vacío Hôtel Moûtier, Oonagh no debía tener fácil el poder visitarle a su antojo. Sólo disponía, por lo que podía recordar, de una vieja doncella y dos mozos. Estaba claro que la joven no tenía intención de liberarle pues no quería correr riesgo alguno, pero ahora que él se encontraba despierto, ¿cómo pretendía retenerle allí? Intentaría averiguarlo con disimulo.
—¿No teméis que vuestro amigo el caballero, se entere de vuestra misericordiosa acción y nos descubra aquí a ambos? Mi desaparición de Amboise habrá levantado sospechas. Los cadáveres no andan.
—Y los heridos hablan demasiado —dijo Oonagh—, sobre todo los que beben en exceso. Mi amigo el caballero, como vos le llamáis, tiene las cosas muy claras. Está convencido de que vuestra desaparición obedece a que vuestra gente os ha quitado de en medio para evitar quedar al descubierto al desvelarse vuestro disfraz y falsa identidad. Lo habrá interpretado como un regalo de Dios.
—¿Debo entender que pretende transferir sus atenciones a mi hermano, entonces? —No estaba empleando mucha diplomacia en sus preguntas, pero no pudo evitarlo.
Se produjo un breve silencio.
—No creo que haga nada hasta dar con Robin Stewart.
Aquello significaba que la desaparición del arquero había sorprendido a su propio superior. Sorprendido y preocupado. ¿Temería que Stewart pudiera traicionarle? ¿O planeaba echarle la culpa al arquero en caso de que alguno de sus futuros planes se torciera? Y, ¿cómo habría descubierto ese desconocido caballero que Stewart había desaparecido? Dios, tenía que conseguir que Oonagh le dijera su nombre.
El dolor comenzó de nuevo a apoderarse de él envolviéndolo en una especie de bruma blanquecina.
—Pero seguramente Stewart regresará pronto seguramente —dijo con falsa ingenuidad. Por la expresión de Oonagh adivinó que todo disimulo era superfluo con aquella mujer.
—Oh, venga, querido. George Paris sirve a todo el que le paga —dijo sonriendo—. ¿Creéis acaso que vuestra pequeña entrevista en la Isle d’Or os la concedían a vos en exclusiva?
Lymond oía su voz más lejana cada vez. El sol se estaba poniendo. Sabía que no le quedaba mucho tiempo. Haciendo un supremo esfuerzo, Lymond volvió a dirigirse a ella:
—Si ese hombre es descubierto os arrastrará con él. Y si no lo es, se volverá contra vos antes o después para protegerse. Decidme su nombre y dejad que yo me encargue de él. Sé cómo tratar este tipo de asuntos. Estoy entrenado para ello, tengo experiencia y vocación. Os prometo que nadie tiene tanta como yo. Confiad en mí. Soy vuestra única baza. Tenéis la oportunidad de hacer algo, aquí y ahora, que os hará pasar a la posteridad y os beneficiará mil veces más que lo que habéis planeado. Si esperáis más tiempo estaréis perdida. Lo perderéis todo. Eso también os lo prometo. Y si lo perdéis todo, ¿en qué os convertiríais?
La joven se había levantado. En sus manos sostenía una vela encendida. Protegiéndola para que no se apagara, cruzó la habitación y encendió con ella los candiles. Un olor apestoso y dulzón invadió la estancia. Luego se quedó de pie mirándolo, la espesa mata de sus rizados cabellos como una aureola de reflejos broncíneos entorno a su rostro.
—¿En qué me convertiría? —dijo con voz cansada y teñida de amargura—. En alguien como Thady Boy Ballagh, seguramente.
Francis Crawford, postrado en su lecho con los ojos muy abiertos, guardó silencio.
Oonagh alcanzó la puerta y se volvió hacia él.
—Confiaría a Phelim O’LiamRoe mi secreto antes que a vos. Os quedaréis aquí hasta que envíe a alguien para veros. Y se hará lo que esa persona opine que deba hacerse. Si escapáis y acudís a vuestros amigos escoceses, yo misma informaré al rey de Francia de dónde puede encontraros. Si acudís a vuestros amigos franceses, si sois visto en las calles, fuera de este lugar, seréis juzgado por herejía, hurto y alta traición. Amboise y Blois están repletos de caza recompensas que van tras vuestra pista desde la semana pasada. Todos y cada uno de los barcos que zarpan de Nantes están siendo registrados para evitar que huyáis. Todas las pruebas del accidente de la Tour des Minimes os acusan de haber sido quien puso allí la cuerda asesina. Se han encontrado en vuestros aposentos joyas pertenecientes a la Corona. Vuestra identidad está siendo cuestionada. Tal y como están las cosas, hay evidencias más que suficientes para que os cuelguen por espía. Como veréis la situación es fascinante. Pensad en ella la próxima vez que os despertéis… Buenas noches. Que durmáis bien —dijo Oonagh O’Dwyer.
La joven, sin saberlo, había cometido un grave error. Las nuevas que ella le había dado habían despertado en Lymond un sentimiento de desafío y hasta una momentánea e involuntaria admiración. Pero sus últimas palabras le provocaron un ataque de ira, fría y terrible. Tenía el brazo izquierdo y las piernas atadas a la cama, pero el derecho, en cabestrillo por las fracturas de la clavícula y la muñeca, estaba relativamente libre. Ignorando el dolor agudísimo que le producía el menor movimiento, sacó el brazo derecho del cabestrillo y asestó un golpe con toda la violencia de que fue capaz sobre el candil que tenía más cerca.
El resultado fue mejor de lo que había esperado. El suelo estaba cubierto de una esterilla de junco seca. El candil de aceite rodó prendiendo fuego a la esterilla e iluminando el resto del suelo, brillante y pulido con cera. El esfuerzo del golpe, con la clavícula rota, sumió a Lymond en la oscuridad. Oonagh, que se encontraba a pocos pasos de la puerta le vio perder el conocimiento mientras su brazo se desplomaba, fuera del cabestrillo, iluminado por el fuego. La joven lanzó un grito, llamó a su mozo y se abalanzó hacia la habitación.
El fuerte dolor le espabiló por un momento mientras le cortaban las ataduras para liberarle. Abrió los ojos y al ver la expresión febril y enfadada de la joven, se rió en su cara. Le sacaron por la puerta.
La habitación había adquirido un tono dorado rojizo de un cromatismo sublime. Las doradas molduras y las rojas tapicerías de los muebles confundiéndose y mezclándose con el dorado resplandor de las rojizas llamas, oro sobre oro, rojo sobre rojo. A medida que bajaban por las escaleras, el fuego comenzaba a asomar por entre las tablas del techo sobre ellos.
La casa era de madera, como la de la mayoría de las de la vecindad. La calle ya se había llenado de gente. Un humo denso y negro salía por los ventanales en llamas del piso de arriba y se extendía por el patio. En el exterior, alguien reventó el cerrojo de la verja de entrada y, con un cubo en la mano, se dirigió a llenarlo a la fuente.
En teoría la casa estaba vacía. Oonagh no podía ser vista allí con Lymond. Nunca podría pasar desapercibida llevándolo con ella. Ocultos por el denso humo, decidieron abandonarle cerca de una puerta donde el fuego no había llegado todavía, cubierto con la capa de Oonagh. Las ropas que Lymond había llevado puestas cuando le trajo de Amboise yacían en un amasijo sobre el suelo de la entrada. La joven rebuscó entre ellas y sacó la máscara azteca. Tras un instante de vacilación, la arrojó al patio invocando al dios tolteca. Después dio media vuelta y partió con su sirviente, ocultos por la espesa humareda, para mezclarse con la multitud.
Lymond quedó allí, en silencio. Los sonidos llegaban hasta él con extraña claridad. Pensó que era el único de sus sentidos que permanecía inalterado, como si fuera independiente del resto de su ser. Las losetas de piedra del suelo parecían transmitirle con gran claridad todos y cada uno de los ruidos que tenían lugar algo más allá: unos pies calzados con pantuflas corriendo sobre el suelo adoquinado, el chirrido de las poleas, el sonido chispeante y argentino del salpicar del agua de un cubo lleno. Las voces gritando. Las ventanas que crujían y se rompían. El retumbar de una carreta portando más agua a toda velocidad. El agudo ladrido de un perro, que sonaba ululante, como si de una lechuza se tratara. Y cada vez más cerca, el crepitar del fuego extendiéndose por la casa y explotando por doquier, convirtiendo la casa de Hélie y Anne Moûtier en una gigantesca hoguera.
Justo antes de que el techo se desplomara, dos rateros más audaces que los demás consiguieron entrar por la parte de detrás del Hôtel Moûtier y se encontraron con Lymond. Confundiéndole con otro ratero, caído y medio inconsciente por el humo, le dieron una patada para despertarle. El hombre les hizo lo que les pareció una estupenda propuesta: a cambio de una enorme suma de dinero, tendrían que llevarlo en su carretilla hasta cierta dirección.
Los hombres no perdieron tiempo en discutir; después de todo, en aquella casa no quedaba ya prácticamente nada en pie. Tuvieron suerte porque minutos después, mientras se dirigían calle arriba, alejándose del fuego con aquel tipo tumbado sobre su carretilla y cubierto con mantas, Tosh, sin verlos, seguía el mismo camino.
La casa llamada Doubtance en la Rue des Papegaults no tenía cartel alguno que la anunciara. Pero no era necesario; todos conocían bien a qué menesteres se dedicaba.
La dama conocida como Doubtance se alojaba en la planta de arriba, sobre el bajo en el que vivía el usurero, de quien se decía que era su casero o incluso su dueño. Los rumores y leyendas se amontonaban entre las paredes de aquella casa como ratones en su madriguera.
La dama Doubtance era una mujer ya mayor, pero el mundo que habitaba lo era aún mucho más: era el mundo de la Francia de hacía trescientos años en el que los caballeros estaban en pleno apogeo y los trovadores cantaban sus gestas. Vestida con ropajes medievales, la dama iba del laúd a los libros y de los libros a su bordado. Jamás aparecía, ni física ni espiritualmente, a la luz del Blois humanista del siglo dieciséis. Sin embargo, muchas eran las gentes que acudían a ella en busca de información valiosa que podía proporcionarles si es que ella quería hacerlo. En las ocasiones en las que no deseaba hablar, los visitantes podían descender aquellas escaleras con un brazo lleno de arañazos o con las huellas del impacto de un jarrón sobre la mejilla. Y es que la dama no era precisamente un ratón, sino más bien un depredador de pálidos y brillantes ojos provisto de fuerte temperamento.
A quien nunca atacaba era al usurero Gaultier. El hombre tenía sus propios y periódicos asaltantes. Pero esos eran los gajes de su oficio. Era un hombrecillo pequeño, testarudo y astuto, no más rapaz que cualquier otro comerciante de Blois. Sentía auténtica pasión por su negocio, a pesar de lo peligroso que a veces podía resultar. Tenía una gran habilidad profesional. Cuando llegaba a sus manos una pieza de calidad, raramente volvía a manos de su propietario original.
Aquel nublado día de febrero en el que el fuego se desencadenó al final de su calle, fue precisamente en salvar sus posesiones en lo primero que pensó. Ayudado de su secretario y de un aprendiz, se apresuró a cargar en una carretilla sus preciados objetos mientras les llamaba la atención constantemente sobre el precio y valor de las piezas que manipulaban. Cuando la carretilla estuvo cargada hasta los topes, el prestamista la envió calle abajo por la empinada cuesta hasta el río, a cuyas orillas se habían congregado multitud de mujeres con sus pertenencias para guarecerlas del fuego.
Aquel carro era el único medio de transporte de que disponía, por lo que tuvo que aguardar hasta su regreso. El señor Gaultier se introdujo de nuevo en su cueva de Alí Baba y siguió reuniendo sus piezas favoritas con mirada frenética. Cuando salía por sexta vez al umbral de su casa, cargado con un astrolabio al que tenía tremendo aprecio, vio, como una milagrosa aparición entre el gentío, una carreta de mano de cuatro ruedas que avanzaba hacia él. Tirada por dos sudorosos individuos, la carreta salvó la empinada cuesta y, llegando al umbral de la casa Doubtance, se detuvo justo ante el astrolabio del prestamista, como anticipando su destino.
Antes casi de que los propietarios del carro lo hubieran introducido en el patio delantero y hubieran destapado y explicado la presencia del hombre inconsciente que transportaban, el señor Gaultier ya les había comprado la caretilla con ocupante incluido y los estaba despachando. En aquel momento no tuvo tiempo para asimilar las explicaciones de los dos truhanes ni para mirar más que de pasada aquel rostro, que coincidía con el que Archie Abernethy le había descrito tiempo atrás. El prestamista estaba acostumbrado a todo tipo de tareas. Borracho o no, aquel asunto era de menor importancia que lo que ahora le ocupaba, así que tendría que esperar. Georges Gaultier sacó de un tirón al inconsciente y maltrecho ocupante de su estupendo vehículo y lo colocó algo apartado bajo las escaleras para que se recuperara allí.
Tras atiborrar la carretilla, el prestamista miró un par de veces en derredor suyo y, tras observar la mala facha de Lymond, pensó con alivio que él por lo menos tenía la suerte de llevarse bien con sus empleados.
En una ocasión le pareció oír un movimiento procedente del hombre dormido.
—Amigo mío —dijo por si el otro le estuviera escuchando—, deberíais mejorar vuestro aspecto antes de que os vea vuestra esposa. Si subís arriba, madame os dará algo para despejaros. El fuego vendrá en esta dirección sólo si cambia el viento, y los hombres caminamos más veloces que mi astrolabio.
Finalmente, dejó momentáneamente de lado su tarea y, tirando de la sucia capa del joven, le transportó seis escalones arriba hasta el primer rellano de la escalera. El tipo abrió los ojos. El señor Gaultier sonrió.
—¡Madame! —llamó con voz carrasposa—. ¡Tenéis visita!
Aquellas fueron las primeras palabras coherentes que Francis Crawford oyó desde que abandonara la casa en llamas en el otro extremo de la calle. Recordaba vagamente a los rateros que le habían llevado en la carreta y el trato que con ellos había hecho con la esperanza de que Gaultier, que conocía de su existencia por Abernaci, pagara por él la suma prometida. También recordaba en nebulosa el accidentado trayecto hasta la casa cuya dirección Abernaci le había facilitado tiempo atrás. Y ahora aquella voz rasposa y gritona llamando a la mujer.
Para aquel entonces Lymond, con tremendo esfuerzo, había conseguido enderezarse. Con su mano sana agarró la barandilla de madera de la escalera. Apoyándose sobre su única pierna operativa, se izó y levantó la vista. Sus ojos se encontraron mirando el rostro de una mujer entrada en años. Tenía una piel apergaminada, bolsas bajo los ojos y dos trenzas de un imposible tono dorado que le colgaban de una peluca que había pasado de moda por lo menos hacía un siglo. Llevaba puesto un vestido largo, liso y vaporoso, sin verdugada. Sobre su arrugada y decidida boca, los orificios de su nariz parecían vetustos y enormes.
Se hizo un breve silencio que Lymond aprovechó para acabar de enderezarse y recuperar el control sobre su agitada respiración. El gótico rostro que se encontraba arriba en la escalera pareció sonreírle.
—Aucassin, damoisiaux, sire[3]! —observó la dama Doubtance citando en tono brusco al personaje medieval.
Lymond se sintió presa de un leve ataque de histérico regocijo ante el saludo y el aspecto de la dama y buscó en su turbia y ofuscada mente una respuesta apropiada.
Más adelante no sería capaz de recordar, salvo en pesadillas, mucho de lo que a continuación se dijeron. Pero lo cierto es que a partir de entonces nunca volvería a sentir lo mismo hacia la balada de Aucassin y Nicolette. Haciendo un desesperado esfuerzo por ponerse a su nivel, consiguió articular:
—Hé Dieu, douce créature… si me caigo por la escalera, dulce criatura, me romperé el cuello. Y si me quedo aquí, me encontrarán y me quemarán en la hoguera.
—Aucassin: le beau, le blond… —dijo la dama en tono levemente autoritario—. Estáis herido: le sang vous coule des bras. Estáis sangrando por cincuenta sitios distintos al menos…
Y, recogiéndose la falda con estudiada delicadeza, comenzó a bajar la escalera en su dirección mientras recitaba:
Douce suer, com me plairoit
Se monter povie droit
Que que fust du recaoir
Que fusse lassus o toi!
… Cómo me placería estar allí arriba,
¡Allí arriba junto a Vuestra Merced!
Recordaba haber mirado hacia ella, un par de escalones más arriba, con la falda de brocado colgándole sobre el brazo y mostrando sus nudosos y viejos tobillos y sus puntiagudos escarpines. A pesar de su situación, el absurdo paralelismo entre su vida y la del protagonista de la balada le pareció de lo más gracioso. Recordaba haber intentado con denuedo, a pesar de sentirse a punto de desmayarse, contestarle con la cita correcta.
—Y de aquel modo el peregrino fue curado —recordó por fin. Pero después de aquello ya no recordaba cómo había remontado el último tramo de escalera y llegado hasta el lecho de la dama Doubtance.
Se despertó en dos ocasiones. En una de ellas el sonido de una espineta le sacó de un sueño febril. Se encontraba en los aposentos de la dama, una especie de cueva de gruesas paredes llena de libros viejos y brocados. Se quedó mirando fascinado su amarillo y aquilino perfil mientras tocaba la espineta. Parecía que le habían vuelto a vendar. El dolor, bajo aquellos vendajes, le pareció que había remitido un poco.
La dama terminó de tocar y levantándose, se acercó a él. Abernaci le había contado tiempo atrás que se dedicaba a leer el horóscopo. Creía recordar que también se decían otras cosas sobre la dama Doubtance. Solía estar misteriosamente informada de todo, era inquisitiva y curiosa hasta el agotamiento y de una objetividad fuera de lo común. Había sido en su día acusada de practicar la magia negra, pero nunca se llegó a probar nada… Ciertamente no parecía interesada en obtener poder o riqueza alguna. Sus diagramas astrológicos eran para ella como sus hijos. Su vida estaba por completo dedicada a obtener los datos e informaciones con los cuales confeccionarlos. Era una mujer que raramente se escandalizaba por nada; era ciertamente vieja en años, pero también lo era en sabiduría. Su filosofía de vida y sus opiniones eran justas, correctas, pero duras. Después de todo, los problemas que aquejaban a los mortales se reducían para ella a meras líneas en el trazado de sus diagramas.
Cuando estuvo lo bastante cerca para oírle, Lymond le dio las gracias y le rogó que informara a Abernaci de su paradero.
Después se dio cuenta de que había hablado en inglés, estúpidamente. El añoso rostro que sobresalía del cartilaginoso cuello le miró con expresión atenta enarcando las cejas. Una mano huesuda y llena de anillos extravagantes tocó sus labios, sellándolos.
—Or se chante —dijo—. Los rumores vuelan. Están buscándoos casa por casa. Habladnos en vuestra lengua a mí o al señor Gaultier si no podéis evitarlo, pero a nadie más… ¿Cuál fue la hora y el día de vuestro nacimiento?
Sus palabras en inglés tenían el acento típicamente descuidado del que habla muchas lenguas, interesado únicamente en hacerse comprender y sin preocuparse lo más mínimo por dominarlas en profundidad, como las almejas, cuyas conchas se desechan descuidadamente para consumir la carne que contienen. No le había preguntado por el año de su nacimiento. Cuando el joven le hubo respondido, ella se quedó observándolo durante largo rato con aquella intensa mirada suya algo estrábica y él tuvo de pronto la certeza de que la dama ya conocía aquel dato. En el momento en que le asaltó aquel pensamiento la mujer sonrió, las magras y arrugadas mejillas parecieron desaparecer, devoradas por una boca grande, dura y autoritaria.
—Sois un joven muy perceptivo. Yo conocí a vuestro abuelo —dijo—. Todavía me habla a veces.
—Mi abuelo está muerto —dijo Lymond.
Aquello era cierto, desde luego. El primer lord Culter, su abuelo, había sido un ser excepcional, muy querido tanto en Escocia como en Francia. Había muerto muchos años atrás y Lymond había recibido su nombre en honor suyo. Sin embargo aquellas palabras, dirigidas a ella, sonaron absurdas. Lymond las había pronunciado para protegerse, aunque no sabía bien de qué. Se daba cuenta de que ella, de alguna forma, había conocido a su abuelo. También tenía la certeza de que estaba informada de su muerte. Se sentía incapaz de adivinar qué más podría saber aquella mujer. Pero en aquel silencio que siguió a sus palabras podía sentir su mente, poderosa, extravagante y tenaz, escalando sus defensas.
No habría sabido decir cuánto tiempo duró aquel silencioso duelo mental. En algún lugar muy próximo a él sonó un largo suspiro, exhalado de forma casi inaudible y Lymond sintió de nuevo posarse sobre su frente aquellos dedos de anciana.
—Guardáis bien vuestros secretos —dijo la dama—. Felicitad de mi parte a Sybilla.
Tras escuchar aquellas palabras, Lymond se sintió invadido por el cansancio del que ha conseguido escalar la cumbre y volvió a perder el conocimiento.
La segunda vez que se despertó se encontró con que ya no estaba en la cama sino que yacía sobre una especie de sacos en el interior de un armario, compartiendo aquel reducido espacio con una serie de pequeños y exquisitos objetos. Afuera, la habitación estaba siendo revisada.
Pudo oír una serie de preguntas formuladas en tono serio y con una cortesía poco frecuente. El teniente y sus soldados estaban sin duda en deuda con la dama Doubtance. Una luz azulada se colaba por una pequeña rendija pero Lymond no se sintió con fuerzas para mirar por ella. El joven acarició los objetos de madreperla y bronce y las pequeñas piezas de laca y los brazaletes que había junto a su cabeza.
Oyó como los soldados y su teniente se marchaban, aparentemente satisfechos. La puerta del secreter se abrió y fue de nuevo llevado hasta la cama. Durante unos instantes le pareció imaginar el rostro de Oonagh O’Dwyer con unas trenzas rubias e incongruentes inclinado sobre el suyo, pero pronto reconoció a la dama Doubtance que le estaba observando, con el prestamista a su lado. Tras ellos, una figura familiar con turbante sonreía: Abernaci.
Ahora sabía qué era lo que debía hacer. Llevaba pensando en ello desde que había recuperado la conciencia, repitiendo para sí aquellas tres palabras como una letanía.
Pero la tensión extrema, la fiebre, las drogas, sus castigados músculos y el agotamiento mental y físico le impedían articularlas. Su voz no le respondía. La angustia le sumió en la oscuridad de nuevo. Se sintió prisionero en una especie de mudo y ciego vacío, incapaz de comunicarse con nadie.
Pero era necesario. Era urgente. Tenía que conseguirlo.
Lymond mantuvo los ojos cerrados y se esforzó en sacar de su cerebro aquella sensación de pánico. Cuando lo hubo conseguido, pudo por fin centrarse en el mensaje que quería transmitir y que parecía aguardarle en el fondo de su mente.
Las tres personas alrededor de su cama esperaban en un silencio que parecía hacerse interminable. Por fin la dama Doubtance habló; los ojos le brillaban con una extraña luminosidad. Dándose la vuelta, se giró hacia el mahout:
—Llevadle a Sevigny —dijo bruscamente en francés.
Al día siguiente el Hôtel Moûtier fue demolido para evitar el riesgo de derrumbe. Sobre el sótano de losas de piedra fueron encontradas las sucias ropas y la capa de plumas de Thady Boy. El resto de la mansión había quedado reducida a escombros y, si el bardo había muerto en su interior, como se decía, de él no quedaba ya nada en absoluto.
Durante un día y medio, su hermano, la Reina, lady Fleming y los Erskine estuvieron tan convencidos como el resto de que Lymond había muerto allí. Tom Erskine, que se sentía profunda y desesperadamente afectado, empezó a temer seriamente la reacción de Richard, sumido de momento en un obnubilado estupor. Pero finalmente el mensaje de Abernaci, escueto y claro, llegó hasta ellos. Lymond se encontraba en su casa, en Sevigny, pero nadie debía acercársele, ni siquiera Richard, ni los Erskine, ni nadie que ellos conocieran.
Se acabó febrero y llegó el mes de marzo. Las semanas iban pasando sin que se recibiera noticia alguna.
Richard pasó cabalgando ante Sevigny en una ocasión. Los árboles comenzaban a florecer y, por entre la bruma, las blancas torres sobresalían por encima de los altos muros. Pero estos eran demasiado elevados y los jardines demasiado extensos para permitirle ver nada más. Hasta aquel momento nunca había estado por allí. Al día siguiente, acompañado de un grupo de jóvenes atolondrados e irresponsables, sumido en una especie de incongruente e insondable vacío, Richard acudió a ver a un astrólogo a un excéntrico edificio al que llamaban Doubtance. La astróloga era una mujer. La dama le hizo el horóscopo y, mirándolo con una expresión benevolente que le resultó altamente irritante, le dio tan sólo un consejo:
—La primavera es una estación agradable para pasarla en Francia. Debéis quedaros aquí.
Tom Erskine regresaba a casa a finales de mes. Parecía más que probable, a pesar de lo que ella se obstinaba en creer, que Jenny Fleming iría con él. Ambos harían parada en París y después cruzarían el Canal para detenerse en Inglaterra donde Tom Erskine tenía previsto presentar sus respetos al Monarca. Después proseguirían hacia el norte.
Un viaje por mar o en litera sería más directo y apropiado para la dama.
Richard se preguntaba si debía acompañarlos. Lo cierto es que, antes incluso del consejo de la astróloga, no había sentido el deseo de hacerlo. No tenía ninguna gana de enfrentarse a Sybilla sin tener información sobre su hermano. O con las noticias que en ese momento poseía. Se había roto la cabeza intentando desentrañar el misterio que rodeaba a Lymond, sin éxito alguno.
Había asumido la tarea de proteger él a la pequeña Reina, pero no había ocurrido nada en todas aquellas semanas. Lymond no estaba, no podía estar muerto, de lo contrario Abernaci ya le habría informado. Pero no quería ni imaginar el estado en el que debía de encontrarse su hermano para permanecer tantas semanas recluido en la más absoluta soledad, en aquel silencio desesperante. Sabía además que, debido a las pruebas que tan pérfidamente habían sido maquinadas para inculparle, su reaparición se hacía en todo caso imposible, pues sería condenado por robo y traición. Aquellos pensamientos le perseguían amargamente día y noche.
Aquella explícita condena de su hermano había provocado en Richard, tras el desconcierto y la incredulidad iniciales, una especie de extraño alivio. En cierto modo, Francis se encontraba ahora a salvo, aunque sólo fuera de sí mismo. El último acto criminal también había probado algo que tanto él como Erskine habían dudado en alguna ocasión. Estaba claro ahora que el hombre al que servía Stewart seguía en Francia. El arquero no había trabajado solo, ni ofrecido aquel enrevesado plan a alguien para medrar él. El plan había sido concebido por una mente complicada que residía en Francia y Stewart había sido un simple ejecutor.
Entre Richard y Erskine habían repasado todas las pistas de que disponían. Habían viajado hasta Neuvy para visitar a la joven irlandesa Oonagh O’Dwyer, a la que Thady Boy había ofrecido una serenata en la casa que se había incendiado tan misteriosamente. Pero la irlandesa no estaba. Su tía les informó de que la joven había partido con los Moûtier a una casa en el sur del país y se negó en redondo a facilitarles la dirección.
—¿Acaso no os parece suficiente desgracia que hayan perdido su hogar, incendiado por un malabarista vagabundo?
La señora afirmaba haber estado en Neuvy con su sobrina durante el episodio de la Tour des Minimes y también después. Los Moûtier eran una pareja inofensiva, conocida y respetada por sus vecinos. Finalmente Richard había llegado a la amarga conclusión de que Lymond debía de habérselas arreglado de algún modo para llegar por su cuenta hasta la casa de los Moûtier. Debía de saber con antelación que estaba vacía, como también debía de haber descubierto que existía un complot para inculparle y revelar su verdadera identidad. Nada había dicho a su hermano y allegados, pero Lymond debía de haberlo planificado así a propósito, pues en esa ignorancia radicaba su propia seguridad.
Entretanto, la Reina madre permanecía en Francia junto con la pequeña María. De momento no parecía tener intención alguna de regresar a Escocia. La corte de Francia continuaba ocupada, como era habitual, en pasar el tiempo de la manera más agradable posible.
Pero el ambiente carecía de la jovial despreocupación que la había caracterizado hasta hacía poco. Ya no había quien tuviera las hilarantes ocurrencias que habían marcado los meses anteriores. No hubo quien pusiera a las rameras de la ciudad a lomos de las vacas y las arreara calle abajo. La Cuaresma llegó a Blois y a Amboise y terminó en silencio, amarga y marchita, sin risas ni sátiras ni cancioncillas chuscas. Thady Boy había muerto. Mejor así. Pero su ausencia se notaba en cada evento.
La esencia de las fiestas y los juegos había cambiado radicalmente. Lo que hasta hacía poco había parecido picante e ingenioso, se revelaba ahora básicamente grosero. Lo que en su día fuera intenso y emocionante, ahora resultaba vulgar. Lo que fuera agudo e ingenioso, ahora parecía normal y corriente. Lo que habían asumido como un comportamiento audaz e impulsivo, parecía ahora escandaloso y estrambótico. La corte recuperó de un plumazo una estricta y rígida etiqueta. Los comentarios pecaban de un ingenio forzado y las réplicas sonaban sosas o hurañas. La flor y nata de Francia se sentía profunda y espiritualmente turbada, avergonzada de su reciente y radiante autocomplacencia. Si Thady Boy hubiera vuelto en aquel momento, incluso un Thady Boy absuelto de la traición que se le imputaba, hubieran mandado a sus lacayos que lo echaran de allí.