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—Es evidente. Ellos asaltaron el Banco, la factoría de Wells & Fargo... Ese hombre es él, Zane Wolff, sin lugar a dudas...

Los pistoleros de Brad Losfield, miraron a éste con fijeza. El jefe de asalariados asintió, ceñudo, mirando en derredor, a lomos de su montura, cabalgando impávido.

—Lo sé —dijo— Siempre estuve seguro de que era así. Ahora, sólo nos falta esperar...

—Esperar, ¿dónde, patrón?

—Aquí. En el camino entre Laurel y Bearcreek. Estoy seguro de que seguirá esa ruta.

—¿Por qué motivo? —indagó uno de los pistoleros.

—Porque él sabe lo que anda buscando. Se ha propuesto atemorizar a algunos hombres. Y, si no consigue nada, los elimina. Es una especie de revancha... Busca una verdad que no puede encontrar. Y nosotros nos ocuparemos de que, en vez de esa verdad, encuentre... la muerte.

—La muerte... Hay que tener cuidado. Ese Wolff va con un grupo de compinches...

—Bah, tonterías. Son gentuza de baja calaña. Es Wolff quien me preocupa —confesó Losfield—. Cuidad de que él no escape o tenga ocasión de disparar. Es rápido y certero como pocos...

Los pistoleros asintieron, mientras se desplegaban, a un gesto autoritario de su jefe y cabecilla, tomando posiciones en el sendero. Encima de sus cabezas, el sol se nublaba de vez en cuando, y los parajes eran solitarios y abruptos, poco frecuentados por los viajeros y las diligencias. Pero Lonsfield parecía saber muy bien que, precisamente por tal razón, Zane Wolff llegaría pronto precisamente por ese camino, eludiendo el encuentro con otros posibles viajeros.

A fin de cuentas, Wolff era un forajido, un proscrito con la cabeza precio, e intentaría siempre pasar desapercibido, no ser visto, mientras se aproximaba a Red Lodge, donde su aguzado instinto le decía que se encontraba la clave de todo el misterio que rodeaba su existencia anterior, y los hechos sangrientos de aquel día, en el Banco de la población.

Ya en el camino hacia esa clave, había obstáculos virtualmente insalvables, como eran los asesinos a sueldo reclutados por Brad Losfield, especializado en reclutar gentuza de la más baja condición. Pero que conocían su oficio de asesinar por unos dólares de salario...

—Ahora, paciencia —dijo calmosamente Lonsfield, encendiendo un largo cigarro virginiano. Esperaremos lo que sea preciso. Pero tendremos lo que buscamos. Zane Wolff llegará aquí, tarde o temprano...

 

* * *

 

—Tarde o temprano... le daré caza. Estoy seguro. Tiene que estar cerca. Muy cerca, maldito sea.

El odio hacía temblar la voz del sheriff Bill Norton. Sus ojos brillaban, febriles. Pese a su debilidad extrema, pese al dolor agudo de sus heridas, el hombre de la ley, el implacable guardián de Zane, iba tras de su presa, como el más feroz de los mastines. Y su instinto de cazador de hombres, el mismo que le permitiera capturar a Zane en tierras de jurisdicción, le decía que la presa no estaba lejos de allí.

Había cabalgado mucho. Se ayudó de la rapidez de los ferrocarriles, para salvar la mayor distancia hasta aquel punto. Desde donde dejara el convoy de la Western Company, no había ya tramo ferroviario hacia Red Lodge. De modo que siguió la ruta a caballo, incansable, agotado pero firme en su propósito.

Zane Wolff no podría imaginar ahora, estaba bien seguro de ello, la proximidad del odiado adversario, del hombre a quien sin duda daría por muerto, allá en el bosquecillo donde fuera sorprendido por los rufianes que libertaron a Zane.

Bill Norton, a su paso por Laurel, había sabido de un hombre muerto en una cantina, y de una entidad ganadera asaltada, de la que, sin causar herido alguno ni daño físico a nadie, cinco hombres enmascarados se llevaron una considerable suma de dinero. El sheriff Norton estaba seguro de que esos cinco hombres eran la banda formada por Zane Wolff y sus libertadores.

—Ha vuelto a las andadas —masculló entre dientes, rabiosamente, al reanudar la marcha, desde Laurel hasta Bearcreek—, Maldito sea, le cazaré aunque sea lo último que haga en mi vida. Y si no tengo fuerzas para llevarle hasta el patíbulo de Red Lodge... ¡le mataré con mis propias manos, lo juro!

Un juramento así, en labios de un hombre de hierro como Bill Norton, era la más firme e implacable promesa que se podía imaginar. Norton la cumpliría por encima de todo... o moriría en el empeño, a no dudar.

Ciertamente, las horas inmediatas de Zane Wolff, estaban marcadas por el sello dramático de la violencia y de la muerte.

Varios hombres, con diversos motivos, avanzaban a su encuentro. Llevaban la ira y la decisión de matar en sus corazones, y las armas en sus manos. Uno u otro tema que salirse con la suya. Después de todo, Zane Wolff no era un superhombre. Sólo un hombre.

Pero también era un hombre dispuesto a todo con tal de alcanzar su objetivo: la verdad de un delito que él jamás cometió...

Crepitaron los rifles rabiosamente.

Los alaridos de agonía llenaron la quietud de la tarde con una nota de brusca, feroz virulencia.

Zachary Reed recibió varias balas en pleno rostro y con la cabeza convertida en una informe pulpa sanguinolenta, se derrumbó del caballo, dando volteretas por el polvo, sujeto aún por una pierna al estribo, mientras la cabalgadura, aterrorizada, se alejaba al galope, terminando de destrozar a su desdichado jinete.

Chris Burke fue más afortunado, porque las balas sólo le alcanzaron en los brazos y el costado. Pero esa fortuna duró poco. Otra rociada de proyectiles acribilló su pecho, llenando el tórax de orificios sangrantes, por los que escapó su vida, entre borbotones de la hemorragia mortal.

—¡Malditos! —aulló Budd Garrick, enfebrecido, encabritando su caballo y lanzándose atrás, mientras los proyectiles silbaban en derredor suyo rabiosamente—. ¡Una emboscada! ¡Nos han tendido una trampa! ¡Atrás, Wolff, atrás!...

Zane no necesitaba advertencias. Apenas vio saltar hechos guiñapos ensangrentados a los dos hombres de Garrick, él mismo brincó del caballo, arrojándose sobre Fay, que cabalgaba a su lado, y cubriendo con su cuerpo el de ella, se deslizó, arrastrándola consigo, hacia unos peñascos situados al borde del sendero. Simultáneamente, con su mano zurda desenfundó el revólver y lo hizo llamear sobre los hombres apostados entre arbustos y peñascos.

No disparó al azar. No podía permitirse ese lujo. Lo hizo sobre dos sombras fugaces que asomaban entre los parapetos naturales del sendero. Sonrió ferozmente, al oír un doble alarido de dolor. Dos cuerpos saltaron al sendero, entre una acre polvareda. Ya había dos enemigos menos.

Pero esa posible equilibración de fuerzas, sufrió un brusco altibajo, cuando el propio Garrick, que hacía fuego furiosamente sobres sus enemigos, exhaló un grito agudo, se agitó como en un bailoteo siniestro, soltando sus armas y abriendo los brazos en cruz, para ir a golpear unas rocas, donde dejó largas estrías de sangre, antes de caer dando volteretas al centro de la senda. Allí, se agitó aún, movido su cuerpo por varios proyectiles que remachaban la obra.

Rápido, Zane alzó su cuerpo e hizo fuego de nuevo. Un pistolero enemigo saltó dando volteretas, para caer no lejos de donde yacía Garrick. Otro enemigo, herido por éste antes de su muerte, dejó de disparar, perdiendo su arma y doblándose sobre las rocas de su parapeto, vacilante. Un balazo de Zane le voló el cráneo, terminando con él.

Respiró entre dientes, jadeante, el joven luchador. Afectaba a Fay contra sí, cubriéndola de posibles riesgos entre los peñascos. Repuso rápidamente las balas en su arma, y miró a la joven con patética expresión.

—Lo siento, querida —murmuró—. Te he metido en un buen lío... Esa gente viene por mí, no hay la menor duda.

—No te preocupes —le musitó ella, aferrándole por los hombros tiernamente—. Estoy a tu lado, y eso me compensa de todo. ¿Crees que sean gente de la ley, Zane?

—No, claro que no. Son pistoleros, asalariados de alguien. No quieren que llegue al final de la senda. Tienen miedo, ¿entiendes? Se enteraron de mi fuga, y no desean que llegue a Red Lodge con mis manos libres y un arma en la cintura... Llevarme esposado al patíbulo, era otra cosa...

—Dios mío, Zane, no puedes morir así... No es justo que esto suceda...

—Aún no estoy muerto —sonrió fieramente Wolff—. Y han caído bastantes de ellos. Claro que también hemos perdido a toda la pandilla de Garrick, y estamos solos... Solos frente a esa gente...

—¡Wolff! —llamó una voz potente— ¡Tira el arma y entrégate! ¡Si lo haces, respetaremos tu vida, palabra! ¡Pero si sigues resistiendo, será peor para ti!

Wolff sonrió, mirando huraño al exterior. Musitó a Fay:

—Mienten. No me dejarían vivo por nada del mundo... Escucha, Fay. Creo que están en peor situación de lo que creíamos, o no recurrirían a ese truco. Lo cierto es que no tienen por qué pactar nada. Les basta esperar a que intentemos salir de aquí, para cosemos a tiros. Si no lo hacen así, es porque las bajas son muchas... y deben quedar solamente dos de ellos. Ignoran si pueden abatirme, y prefieren actuar sobre seguro...

—¿Qué piensas hacer tú? —indagó Fay, curiosamente.

—Cualquier cosa, menos rendirme. Mientras no sepan que hay una mujer conmigo, todo irá bien, Fay. Tal vez creen que somos dos hombres, dos tiradores.

—Podría disparar a tu lado, si tuviera un arma. Pero todas están lejos de mi alcance —y señaló al exterior, el sendero polvoriento, donde yacían las armas de los combatientes abatidos en la lucha—. De cualquier modo, no puedes moverte de aquí...

—No —sus ojos brillaron— Pero hay algo que sí puedo hacer... Fay, ese arbusto que hay a tu lado... Arranca unas ramas, mientras yo disparo. Luego...

Siguió dándole instrucciones. Y él mientras tanto, siguió disparando desde dos ángulos diferentes, moviendo su brazo, como si hubiera dos tiradores. Luego, recargó rápido, y continuó el tiroteo, volviendo a recargar. Pero ya quedaban pocas balas en su canana. Miró a Fay.

La joven tenía hecho lo que le pidiera. Sonrió.

—Perfecto —dijo—. Yo apuntaré. Tú, Fay, sitúa sobre esas ramas entrelazadas, mi propio sombrero, y el pañuelo. Así como si eso fuera el rostro. Pon los guantes al final de los arbustos. La tarde declina, la luz no es muy buena...

Hizo chascar ruidosamente el arma sin dispararla. Luego, maldijo de modo que fuera audible en la calma de la tarde. Y masculló al fin, como de mala gana, en voz alta:

¡Eh, oíd! ¡Está bien! ¡Me entrego, si respetáis mi vida! ¿Puedo salir de aquí?

—Si sal de ahí... Antes, tira tu arma —ordenó la voz.

—¿Qué diablos importará eso? —rezongó en voz alta Zane—. No hay balas ya...

Y entonces hizo el gesto a Fay. Ella extrajo por entre las piedras el monigote hecho de ramajes y ropas...

Rápidamente, saltaron dos hombres fuera de los peldaños. Uno, rifle en mano. El otro, con revólver. Empezaron a coser a balazos la figura, que escapó de manos de Fay. Ella se parapetó rápidamente para no ser herida... y Zane disparó a su vez.

Vació las seis balas del cilindro de su “Colt. Fueron seis disparos veloces, certeros, implacables.

Losfield y su esbirro, los únicos supervivientes del grupo, jamás supieron cómo llegaba a ellos la muerte. Estaban seguros de haber acribillado a Zane, aprovechando lo que imaginaba un truco de su enemigo, por anticipación a él. Y, en vez de eso, ellos eran los cazados en la trampa. Y de modo mortal.

Sus cuerpos ensangrentados cayeron dando volteretas en el polvo, hasta quedar inmóviles. Zane resopló, aliviado, mirando a Fay.

—Lo logramos... —susurró—. Hemos vencido, querida. Cayeron todos ellos... y hemos salvado la vida, siquiera sea sólo por el momento...

 

* * *

 

—¿Por qué hiciste eso, Zane? —preguntó ella suavemente.

—No quería tener nada de nadie —sonrió él, cansadamente—. Es mejor así, Fay. Si hice todas esas fechorías, fue solamente por cumplir mi palabra dada a Garrick. Era un granuja, pero le debía la vida y la libertad, y era justo pagarle a mi modo.

Fay Conway sonrió, mirando atrás. En la oficina del asombrado alguacil de Bearcreek, quedaba una bolsa conteniendo todos los miles de dólares robados en un Banco, una factoría de Wells & Fargo y un almacén ganadero. El alguacil devolvería todo ese dinero, que Zane afirmó haberse encontrado.

Y el alguacil nada sospechó, porque Zane le dijo eso luciendo su placa de sheriff, la que obtuviera de Bill Norton para ser, a la vez, sheriff y forajido.

—Cuando eso se sepa, estarás a salvo de toda acusación, querido —dijo Fay con esperanza en su cálida voz—. Estoy segura de que te indultarán por ello...

—No, Fay —rechazó él hoscamente—. No lo creo yo así, querida... Recuerda el crimen de Red Lodge. De ése, nadie puede librarme...

Siguieron adelante. Fay murmuró entre dientes:

—¿Viste... viste a alguien en Bearcreek?

—Sí —asintió Zane, ceñudo, moviendo la cabeza en sentido afirmativo.

—¿Y...?

—Nada, Fay. Tampoco esta vez logré nada. Todos callan, malditos sean...

—Entonces... ¿hay otra víctima? —musitó ella ahogadamente.

—No. en esta ocasión, no. Yo no voy a matar a esa gente. Sólo busco la verdad. Le di la ocasión de dispararme por la espalda. Y no lo hizo. Es un pobre diablo. Tiene ahora mujer e hijo. No quiere violencias, desea olvidar... y jura que siempre ignoró el nombre de la persona para quien trabajó en ese atraco.

—Pero ¿ha confesado que lo hicieron otros y no tú?

—Yo sé eso, Lo imposible es hacerles que confiesen ante la Justicia, porque serían ahorcados por ello. Me dijo que podía matarle, pero que él no confesaría la verdad, porque significaba su muerte, y tenía familia a la que mantener. Me dio pena, Fay. Y le dejé con vida. Ahora, descontando a ese hombre, sólo queda alguien en Red Lodge. Si también me falla... no sé cómo demostraré alguna vez mi inocencia...

Siguieron adelante. Ya sólo quedaba Red Lodge como punto de destino. Zane tenía confianza en que su aspecto de ahora le permitiera no ser reconocido en la ciudad donde fuera acusado de atraco y homicidio. Pero era un riesgo terrible el que corría. Y ni siquiera podía tener ya demasiada fe en lograr algo positivo de todo aquello...

Pero era preciso continuar. Especialmente ahora, cuando la solución podía estar tan cerca...

 

* * *

 

Bill Norton contempló la población. Respiró hondo.

—Ese maldito ha llegado muy lejos —masculló—. Red Lodge... Ha ido a meterse él solo en la boca del lobo. ¡Qué gran estúpido ha sido esta vez Zane Wolff! Yo me ocuparé de que no salga de ahí con vida... Es tu último paso, Wolff. El último hacia la horca...

Poco después, verdaderamente, esa convicción del sheriff Norton se hacía realidad.

Justamente cuando éste visitaba al Marshall local y le advertía la presencia de Zane Wolff en la ciudad, luciendo su propia placa de sheriff...

Lo demás, fue sencillo para la ley local. Y también para Bill Norton, simple testigo de los hechos, fuera de su jurisdicción. Pero triunfante, a fin de cuentas, frente a su odiado Zane Wolff, a quien tuvo la satisfacción de ver entrar en la prisión, a la espera de que se cumpliera en él la ejecución dictada por el juez Hardy Miller...