1
La soledad de los dos hombres, terminó súbitamente.
Del mismo modo, el silencio, y la quietud estática de la mañana soleada, entre los altos árboles frondosos, los riscos y la espesura de la ladera boscosa.
Todo terminó con los disparos, súbito y violentos.
Las armas de fuego ladraron en el mediodía de sol, calor y aroma a pinos y a cedros, quebrando la apacible calma silenciosa con su estruendo áspero. Y mezclándose, con los olores de bosque, el acre hedor a pólvora, y con el silbido musical de los pájaros, el zumbido agrio de las balas.
El hombre de la placa de latón, emitió un agudo grito. Cabalgaba detrás. Ante él, otro jinete, esposado y erguido en la silla, estaba incapacitado para cualquier acción, bajo la amenaza del rifle de su escolta.
'Saltó el rifle de las manos del jinete de atrás. De su mano derecha goteó sangre. Al mismo tiempo, dio un respingo el cuerpo en la silla, y se fue a tierra, dando volteretas, entre un ramalazo virulento de sangre caliente.
El hombre de la ley rodó por la ladera, dejando salpicaduras escarlata en la hojarasca y en la rojiza tierra blanda. Los disparos cesaron, quedando solamente en el aire el eco de las detonaciones recientes. Las que habían roto la calma y la cabalgada tranquila de los dos hombres, prisionero y guardián.
Súbitamente, todo había cambiado: el paisaje, la situación de ambos jinetes. Las aves revoloteaban inquietas sobre la espesura, asustadas por los estampidos. El caballo sin jinete trataba, relinchando, dilatado su hocico, y el cuerpo ensangrentado del representante de la ley, inmovilizado ya al fondo de la ladera, entre matorrales que frenaban su caída, tenía todas las trazas de ser simplemente, un cadáver.
El preso miró en derredor. Bajo el ala del sombrero gris, los ojos, de un gris mucho más oscuro y metálico, escudriñaron el paraje. No descubrió presencia humana alguna, pero su rostro aparecía tenso, su boca apretada, y sus fosas nasales vibraban, levemente dilatadas, como olfateando el aire.
Estaba seguro de que, cuando menos, tres armas de fuego habían disparado contra su vigilante. Tres armas que, sin duda, corresponderían a otros tiradores, en buena lógica. El preso parecía convencido, en su interior, de que no eran tantos como la leyenda aseguraba, los que sabían manejar dos revólveres al mismo tiempo, y probaban ser perfectos ambidextros. Por tanto, la lógica afirmaba que había un mínimo de tres hombres armados, en los parajes circundantes.
Tres hombres que acababan de librarle del cautiverio. Y de la muerte tal vez. De esto, el jinete esposado parecería plenamente seguro. Y él sabía bien cuáles eran sus razones para pensar así.
¡Eh! —llamó en voz alta, girando la cabeza en tomo, apoyadas sus muñecas sobre el pomo de la silla. El sol centelleaba fríamente en las dos pulseras de acero que ligaban ambas manos—, ¿Quién está ahí? ¿Quién ha disparado? ¿Qué es lo que sucede?
Una voz le llegó de la espesura, sin que su dueño se dejara ver lo más mínimo:
—Será mejor que no intentes evadirte, Wolff. Somos amigos tuyos. Por eso ha caído el sheriff Norton bajo nuestro fuego...
—Entiendo. ¿Venís a liberarme?
—Sí. A eso hemos venido. ¿Satisfecho, Wolff?
—Imaginad. Me espera la horca al término de este viaje. No es un destino agradable para nadie. ¿Qué os mueve a ayudarme? No creí tener amigos...
—Siempre hay sorpresas, y no todas han de ser desagradables, muchacho —la voz rió de buena gana—. Vamos a sacarte de este lío. Pero, eso sí, esperamos que, cuando menos, seas lo bastante agradecido...
—¿Agradecido? Aún no me habéis permitido demostrarlo en modo alguno, seáis vosotros quienes fuereis.
—No te impacientes. Vas a vemos muy pronto la cara... — hubo un corto silencio—. Tu vigilante está sin duda más muerto que mi bisabuela. Le metimos al menos cuatro balas en su sucio cuerpo. Nadie podrá decir que Bill Norton, el temido y terrible Bill Norton, era tan duro de pelar, muchacho. Hemos podido acabar con él, y eso que nos tendrá que agradecer un buen puñado de personas que le odiaban con toda su alma...
El preso entornó los ojos. Su rostro curtido, anguloso, joven y enérgico, no reveló emoción alguna al ver surgir, uno a uno, a los tres hombres.
Porque eran tres, como él imaginara. Tres hombres inquietantes, duros y hoscos. Emergían entre matorrales o desde detrás de los árboles. Uno, saltó de la frondosa copa de uno de los recios cedros cercanos. En sus manos, un riñe “Winchester” humeaba aún tenuemente.
Observó el libertado a sus tres ocasionales amigos, sin que apareciese aún la menor emoción en sus facciones ásperas y herméticas, bajo el gris sombrero de alas abarquilladas.
Ninguno de ellos, pese a su papel providencial, le resultaba particularmente agradable o simpático. Sus facciones eran duras y malencaradas, su aspecto desaseado y vulgar, y su modo de mirar, ofrecía una luz acerada y fría en el fondo de sus pupilas. Eran hombres capaces de cualquier cosa. Y, posiblemente, ninguna buena. '
Pero les debía la vida, con toda seguridad. Y si le soltaban aquellas esposas y le daban un arma, les debería también su libertad. En un momento en que nada de eso parecía a su alcance, aquellos rufianes habían intervenido, para decantar de un lado los acontecimientos.
Se preguntaba todavía, interiormente, por qué... Era la primera vez que veía a sus salvadores.
—¿Dónde está la llave de tus esposas, amigo? —preguntó uno del trío, fornido y pelirrojo, de crespa barba y ojos muy azules, pequeños y estrechos—. ¿Hay que rebuscar en el cadáver de ese tipo?
—No creo que haga falta —rechazó Wolff, mirándole con el ceño fruncido—. Creo recordar que la metió en esa bolsa que cuelga del arzón de su silla, junto con otras cosas... Iba muy confiado. Seguro que no se esperaba algo así.
—Seguro —rió el pelirrojo, rebuscando en la bolsa citada. Extrajo, entre viandas, municiones, tabaco y pasquines de recompensa, arrugados y manoseados, un llavero del que pendían cuatro llaves de mayor tamaño, y una pequeña, apropiada para la cerradura de unas esposas.
—Seguro que son las llaves de alguna celda —comentó el bandido, estudiando las llaves más grandes. Luego, se aproximó a Zane Wolff. En un momento, la pequeña llave dejó libre al detenido. Las esposas cayeron al suelo. Se frotó las muñecas el joven, con evidente alivio.
—Es como dejar de llevar encima, un lastre de cien libras —suspiró—. Oh, Dios qué distinto se siente uno así...
—Lo imagino —rió el de los cabellos rojos—. No debe ser nada agradable. Espero que yo no conozca nunca personalmente esa experiencia, Wolff... Bien, ya eres libre, muchacho. Sabes que nos lo debes a nosotros.
—Exacto —afirmó sombríamente el joven prisionero. Les estudió, uno por uno—. Nunca os vi antes de ahora, estoy seguro. ¿Por qué lo hicisteis, en ese caso?
—Oh... Es que Bill Norton no nos caía demasiado bien — dijo uno, soltando una seca carcajada—. Es todo un motivo, ¿eh?
—Si, pero no el único, imagino —habló Wolff con cierta sequedad, estudiando a los tres individuos de mala catadura — a quienes tanto debía —¿Qué os mueve a ponerme en libertad?
Los tres se miraron. El pelirrojo se encogió de hombros.
—Muerto Norton, no hay razón para que tú sigas esposado, ¿no te parece? Aunque no nos conozcamos personalmente, nos sentimos identificados contigo, muchacho.
—Y conocéis mi nombre —señaló Wolff, perspicaz.
—Eso es —asintió el otro—. Todo el mundo lo conoce. Después de todo, sabemos lo que saben los demás. Bill Norton te odia. Bill Norton te capturó y te llevaba al patíbulo. Ahora, las cosas han cambiado para bien. No puedes tener queja, muchacho.
—Y no la tengo. Pero cuando hay algo que no lo entiendo bien, me pongo nervioso. ¿Quiénes sois vosotros, exactamente?
—Mi nombre no te dirá nada: me llamo Budd. Budd Garrick. Mis amigos, son Chris Burke y Zachary Reed. Como verás, personas perfectamente desconocidas para ti, Wolff.
—Seguisteis al sheriff Norton. Tendisteis esa emboscada... y él cayó —dijo lentamente Wolff—. ¿Por qué? ¿Simple ajuste de cuentas?
—Quieres saber demasiado. ¿No te basta con estar libre, con poder cabalgar libremente, y marcharte a donde quieras, muchacho?
—No, no me basta —negó Wolff secamente—. Sé que hay algo más. Estoy seguro de ello. Me gustaría saber qué es.
—Eres obstinado, ¿eh? —refunfuñó el llamado Budd Garrick—. Y muy listo, Wolff. Está bien, te seré sincero. Sí, hay algo más. Y en ese algo, entras tú.
—Lo imaginaba. ¿Qué debo hacer, a cambio de mi libertad y de mi vida?
—No mucho, para lo que hemos hecho por ti. No debes preocuparte por ello. Imagino que valorarás en algo tu vida, ¿no es cierto Wolff?
—En mucho, para serte sincero —afirmó Zane, sin quitar sus calculadores y fríos ojos del rostro irónico de su salvador.
—Entonces, harás por nosotros lo que esperamos que hagas, ¿no es verdad?
—¿Qué es?
—Bueno, tú ibas a ser colgado por dos delitos graves: asalto con arma de fuego... y doble asesinato. ¿Me equivoco?
—No —Wolff apretó los labios—. No te equivocas. Esos fueron los cargos.
—A mí no tienes que venirme con protestas de inocencia y todo eso —hubo una risa sarcástica entre los labios resecos y agrietados del pelirrojo, que exhibió su amarillenta y desigual dentadura en un rictus nada agradable—. Por tanto, ahórrate discursos. Y acepta lo que vamos a pedirte.
—Aún no sé lo que es, Garrick —sonrió duramente Zane Wolff.
—Otro asalto a mano armada. Un robo, muchacho. Y, quizá, haya que matar a alguien también.
Zane Wolff le observó larga, fríamente. Su voz sonó seca:
¿Y si me negara, Garrick?
El pelirrojo se encogió de hombros. Miró tristemente a sus compinches.
—Entonces... —murmuró, con aire atribulado—. Entonces, Wolff, lamentándolo mucho... tendríamos que matarte nosotros. Ahora mismo.
Y desenfundó con celeridad, amartillando su revólver, y situándolo delante de Zane, dispuesto sin duda a apretar el gatillo, según cual fuese la respuesta de Zane Wolff a su proposición.
Wolff parecía meditar sobre una imposible salida ambigua en aquel saco. Su mirada calculadora, como indiferente, se fijaba en el arma de su adversario, que apuntaba directamente a su corazón. Sabía que una simple presión en el gatillo, culminaría trágicamente la peripecia, y no le gustaba la idea.
Tampoco parecía gustarle su silencio a los tres hombres. La amistosa apariencia inicial, poseía ahora algo de tensa hostilidad, como si temieran que el liberado no fuese a corresponder a su gesto.
Zane Wolff sonrió al fin veladamente. Las armas de los tres estaban fijas en él el revólver de Garrick, y los rifles de Burke y Reed.
¿Es necesaria tanta prevención? —inquirió fríamente—. Ni siquiera estoy armado.
—Zane Wolff tiene una fama inquietante —murmuró con sequedad Garrick—, No nos gusta fiamos de nadie. Sabemos lo que le costó a Bill Norton dar contigo y reducirte, amigo. Sería una torpeza por nuestra parte, dejamos sorprender por un tipo tan difícil como tú.
—Ya veo. Os interesa mi ayuda. Pero no os fiáis de mí.
—Yo nunca me fío de nadie. Pero si das tu palabra de ser amigo nuestro y colaborador en todo lo que te pidamos, es posible que admita tu buena fe, al embarcarte en la misma nave en que pensamos ir todos. Es todo lo que te pedimos, Zane.
—¿Mi palabra? ¿Cuánto puede valer la promesa, el honor de un tipo condenado a la horca, amigo mío? Sabes que soy un salteador, un criminal...
—No lo sé —suspiró Garrick—. Dicen que lo eres. Es posible que sea así, Zane Wolff. Pero también sé algo más: la gente que te conoce, dice que nunca diste tu palabra en falso. Tus promesas fueron siempre cumplidas. Hay quien me contó cierta historia de una venganza. Alguien te hizo gran daño, hace algunos años, ¿no es cierto, Wolff?
—Es una vieja historia que no te importa. Garrick —replicó acremente Zane.
—Te equivocas. Sí me interesa. Y mucho, amigo mío. Porque supe que habías prometido algo a un muerto. Sólo eso: una promesa ante una tumba. Diablo, y la cumpliste. Sé que liquidaste a tres tipos, uno por uno. Los tres eran peligrosos. Rápidos pistoleros a quienes nadie había vencido. Ahora están muertos. Tú los liquidaste, Zane. Por cumplir una promesa. Evidentemente sabes hacer honor a tu palabra. Eso es lo que me hace creer en ti. Da esa palabra ahora. Di que estarás a nuestro lado y nos ayudarás en todo lo que queremos hacer. Será suficiente para que te dé un arma... y bajemos las nuestras.
¿Y... si no acepto? ¿Si me niego a dar esa palabra?
—Será una pena que termine todo así para un tipo de tu clase, Wolff. Pero aunque lamente matarte... lo haré. No lo dudes.
—No, no lo dudo —suspiró Wolff cansadamente. Sonrió luego, mirándole fijamente—. No puedo prometer ciertas cosas, Garrick. Puedes disparar, si quieres. Lo único que haré es pagarte en cierto modo lo que has hecho por mí. Ya que estoy al margen de la ley, seguiré así. Os ayudaré. Pero a mi modo. No os traicionaré ni os entregaré, siempre que vosotros seáis también leales conmigo. Esa es la única promesa que os hago. Tomadla o dejadla, amigos.
—Muy bien. Promete eso, cuando menos —refunfuñó, ceñudo, Budd Garrick, el pelirrojo cabecilla del grupo—. Hazlo, Wolff.
—Prometido: os ayudaré en todo aquello que no sea derramar sangre inocente. Estaré a vuestro lado, colaborando en lo que no repugne a mi modo de ser. Y os seré leal... mientras lo seáis conmigo. Palabra. ¿Es suficiente?
—Sí —masculló Garrick—. Es suficiente.
—Pero Budd... —terció Zachary, con expresión hosca—. Creo que...
—Tú no crees nada —le atajó bruscamente su jefe—. Se termina aquí la historia, muchacho. Zane Wolff ha prometido algo. Me basta, por ahora. Bajad los rifles.
Enfundó su propio “Colt”, tras bajar el percutor suavemente, con su pulgar. Luego, buscó en sus ropas. Extrajo otra arma: un revólver de la misma marca “Colt”, calibre 38. Lo tendió a Zane.
—Es todo lo que tengo —dijo—. Creo que te servirá, hasta que puedas adquirir un 45 de los que a ti te gustan.
—No tengo dinero para comprar ni un juguete.
—Lo tendrás pronto, amigo. De momento, toma esto —, hurgó en su bolsillo, y tendió a Zane un estrujado, rugoso montón de billetes de diez dólares—. Es un anticipo, a cuenta de nuestros negocios inmediatos. Ahora, vamos ya. Si alguien encuentra el cuerpo del maldito Bill Norton, sheriff de Virginia City, valdrá la pena que estemos para entonces lo más lejos posible de este paraje.
—Sí, tienes razón —Wolff tomó el arma. Al enfundarla en su vacía pistolera, los ojos se quedaron clavados en el suelo, donde unas gotas de sangre marcaban el lugar donde cayó inicialmente el sheriff, antes de irse ladera abajo.
Su bota hurgó en la tierra, junto a la mancha de sangre. La placa de forma estrellada apareció entre el polvo. Manchada de tierra. Y de sangre. Estaba algo abollada, pero intacta, salvo la muesca hecha por la bala sobre el metal.
La tomó en sus dedos, soplando el polvo que la cubría. El alfiler con que se prendía al pecho, estaba abierto, deformado. Trató de enmendarlo. Garrick y sus compinches le miraban, intrigados.
—¿Para qué coges eso? —refunfuñó el bandido—. Nunca me gustaron esa clase de placas. Me dan alergia o algo parecido.
—Puede ser un recuerdo —sonrió gravemente Wolff—, Un curioso recuerdo de un día en el que quizá se decidió mi destino...
Y guardó la placa en su bolsillo, sin añadir una sola palabra más.
Momentos más tarde, eran cuatro jinetes unidos los que se alejaban del paraje. Abajo, en la ladera, el cuerpo del sheriff Bill Norton, yacía bañado en su sangre. Los jinetes se perdieron en la distancia.
* * *
El lugar tenía un poético nombre. En especial, atendiendo a su manifiesta fealdad en todos los aspectos.
Los cuatro hombres detuvieron sus cabalgaduras ante el tablón claveteado en la senda polvorienta, justo ante ellos, en la encrucijada de senderos:
RAINBOW 500 HABITANTES
—Rainbow{2}... —comentó entre dientes Budd Garrick, con una breve risa—. Curioso, ¿no?
—Es el nombre más absurdo que he visto —añadió Burke, soltando un salivazo contra el tablón donde las letras blancas señalaban aquella nominación—. Sobre todo, aplicado a ese sucio villorrio.
Burke era un tipo hosco y grosero. Tampoco poseía demasiadas luces. Pero tenía de razón. Zane Wolff, silencioso, estudió el amasijo de casas de adobe y ladrillo, formando una especie de plaza principal con cuatro calles en aspa, todas ellas muy cortas y angostas.
Rainbow era demasiado bello para ser aplicado a aquel sitio, admitió^. No tenía nada que recordase ciertamente, a. los momentos en que tras, la lluvia, la luz solar se descompone a través de las gotas de agua, formando la belleza policromada del arco iris. Allí no había color, ni luminosidad, ni encanto alguno. Era un sitio sórdido y miserable, con la excepción de dos o tres edificios de ladrillo, sólido y firmes, que desentonaban del conjunto.
—De todos modos, he oído hablar de Rainbow —terció Zachary Reed, frotándose su barbudo mentón—. Y tiene un Banco.
Los ojos de Garrick brillaron.
—Cierto —admitió—. Un Banco minero de alguna importancia. Aquí cerca hay minas. Las llaman precisamente las Minas del Arco Iris. Ahora entiendo por qué. Ese Banco se hace cargo de las nóminas y pagos de la compañía. No hay otro en muchas millas a la redonda.
—¿Qué pretendéis? —indagó ásperamente Zane.
—Eso está claro, ¿no? Robar ese Banco, amigo —Garrick se enfrentó a él, con expresión sombría—. Imagino que eso no será algo que vaya contra tus principios, ¿no, Zane?
Dudó el joven recién liberado. Sus ojos brillaban, pensativos. Apretó los labios. —Sabéis que me acusan precisamente de eso —murmuró—. Asalto con revólver... y dos homicidios.
—Claro. Esta vez no te echarás atrás, ¿no es cierto?
—No quiero matar a nadie más. Aquello fue... un accidente, digan los jueces lo que digan.
—No te pido que mates a nadie. Sólo que nos ayudes.
—¿A desvalijar un Banco?
—Eso es —suspiró Garrick—: Hoy es viernes. Mañana es día de nóminas para los mineros. No podemos llegar más a tiempo, creo yo. Esta tarde, antes de que cierre el Banco, será el momento ideal: el dinero en la caja fuerte, los cajeros preparando la remesa... y ese pueblo confiado, sin temor a nadie. Este no es lugar de tránsito para nadie. No deben haber tenido un solo delito en años.
—Hoy les daremos diversión —se echó a reír Burke—, Ya ardo en deseos de acariciar esos billetes de Banco, muchachos...
—Aún no nos ha contestado, Zane —silabeó Garrick, acercándose a Zane más aún—. ¿Qué decide?
—Creo que no hay nada por decidir —murmuró Zane. Afirmó despacio—. He de ayudaros, me guste o no. Me habéis rescatado para eso, ¿no es cierto? La horca... o la senda de los atracos a Bancos, ferrocarriles o diligencias. Es mi alternativa, ¿verdad?
—Verdad —el voluminoso “Colt” volteó entre los dedos de su interlocutor, que le estudiaba, dubitativo—. ¿Qué resuelves finalmente, muchacho?
—Está bien. Os ayudaré. Creo que no hay otra salida.
—Hay otra —agitó el arma—. Pero no me gustaría recurrir a ella. No somos hermanitas de caridad que andemos liberando prisioneros de la Justicia por los caminos, Zane. Si hacemos un favor a un tipo, será siempre a cambio de algo... Sobre todo, si ese favor implica librar a ese tipo del lazo corredizo de cáñamo... y liquidar a un sheriff de la fama de Bill Norton.
—Vamos allá. Creo que mi destino está marcado ya, y no hay modo de eludirlo —resopló con fatiga Zane. Hurgó en sus bolsillos, y encontró un cigarro delgado y rugoso, que se llevó a los labios. Garrick le dio un fósforo encendido, con aire meditabundo. Sonrió, mientras él prendía el cigarro dificultosamente.
Zane retiró de su bolsillo los dedos que buscaran los fósforos, tenía entre ellos un objeto que brilló metálicamente a la luz solar.
—¿Recuerdas esto, Garrick? —preguntó despacio.
—Claro. Tu recuerdo sentimental: la placa estrellada cié Bill Norton. ¿Qué diablos haces con ella en la mano? Sabes que no me gusta ver cosas así.
—Pues tendrás que verla —sonrió duramente Zane. La prendió inesperadamente a su pecho y se dispuso a reanudar la marcha hacia el interior de Rainbow, el feo pueblo de bello nombre. Vamos ya. Veo allá una cantina, y será mejor tomar algo, de seguir adelante con vuestros planes de fácil enriquecimiento.
—Espera un momento, Zane —le aferró el brazo Garrick, con expresión brusca—. ¿Acaso te has vuelto loco muchacho? Esa estrella al pecho... ¿qué significa ahora?
—Dudo mucho que en Rainbow conozcan a Bill Norton. Pero de cualquier modo, antes de saber si ello es así, no nos costará mucho ganamos la confianza de la gente con esta placa. Seremos un grupo en pos de un forajido llamado Zane Wolff, evadido de la Justicia y convicto de homicidio y atraco con arma de fuego.
—¿Qué quieres decir?
—Yo seré el sheriff. Vosotros, mis alguaciles provisionales, nombrados por emergencia para ayudarme a dar caza a Zane Wolff, ¿entendido? Nadie sospechará de un grupo así, estoy convencido. Y menos que nadie, los tipos del Banco, ya veréis...
—Oye, Zane, tienes ideas geniales —ponderó Zachary Reed, boquiabierto—. Nunca se me hubiera ocurrido nada parecido, la verdad.
—Tampoco a mí —rezongó Budd Garrick—. Bien, Zane. Aceptado el plan... y adelante. Dijiste bien antes. Primero de todo, reponer fuerzas ante un plato de comida caliente... y remojar el gaznate. Vamos a esa cantina, a ultimar los detalles del asalto, entre trago y trago...
Momentos después, los cuatro hombres, con Zane Wolff al frente, convertido súbitamente en cabecilla obligado del grupo, atravesaban las puertas batientes de la cantina llamada The Rainbow Flower{3}.