2
La Flor del Arco Iris.
Un bello nombre para una vulgar cantina. Pero lo de la “Flor”, comenzó a tener su sentido apenas se vieron dentro del local.
El rasgueo de guitarra atrajo su atención hacia el fondo del umbrío establecimiento de paredes de madera y adobe encalado, con viejos grabados al daguerrotipo, representando escenas de cacerías búfalos, batallas de la Guerra Civil e incluso una épica imagen del general George Washington, cruzando en canoa el río Delaware, en los tiempos heroicos de la lucha por la Independencia.
Eran notas alegres, de música parecida a la mexicana. Zane la identificó en seguida. Música tejana, mezcla de balada vaquera y canción criolla, de más abajo del río Grande. Esperó ver a algún mestizo rasgueando ese instrumento, sobre el entarimado que servía de pequeño escenario al local.
No se trataba de ningún mestizo. Ni de ningún mexicano o latino. Ni siquiera se trataba de un hombre.
Era una mujer. Una mujer joven... y rubia.
Rubia y de aspecto sereno y tranquilo. De grandes ojos claros y tez pálida, como si el fuerte sol de Montana no hiriese habitualmente su epidermis. Tenía boca carnosa, suave y bien dibujada. Entonó una balada con melodioso tono, sobre aquellas notas de guitarra, frescas y amables.
—Eh, una bonita chica —ponderó Burke, con un silbido entre dientes—, Y toca bien.
—Tiene muy bella voz —admitió Garrick, ceñudo—. Uf, casi había olvidado que existían muchachas rubias, pálidas y bonitas... Y por el diablo que me gusta verlas... y sentirlas cerca, Zane.
Quiso acercarse al entarimado, con ojos brillantes, fijos en la muchacha. Zane le frenó con mano firme.
—Quieto, Budd —silabeó.
—¿Eh, qué...? —se revolvió a él, malhumorado—, Eh, muchacho, ¿qué te has creído? Soy yo quien manda en este grupo, y no tú...
—Escucha, Garrick —silabeó Zane—, Si alguien ve que haces cosas que no debes, yendo un sheriff contigo, empezarán a sospechar que no somos lo que parecemos. Los representantes de la ley observan una disciplina y un respeto siempre.
—¡Al diablo con la disciplina! —rezongó Budd Garrick, furioso—. Yo doy las órdenes y...
—Zane tiene razón —silabeó entre dientes Zachary Reed con rapidez—. Budd, no hagas tonterías. Con el dinero del Banco sobrarán las chicas rubias, morenas o pelirrojas. Si ahora sacas los pies del tiesto, a lo mejor acabamos todos en la horca, sin tiempo para evitarlo.
Garrick meditó la situación. Dificultosamente, desvió los ojos de la rubia muchacha de la guitarra, que seguía con su dulce balada tejana.
—Está bien —refunfuñó—. Dejaré que Zane parezca el jefe del grupo..., pero sólo ante los extraños. Y este juego estúpido terminará cuando tengamos el dinero en el bolsillo, ¿entendido, amigo?
—Claro —sonrió Wolff gravemente—. No tengo el menor deseo de ser jefe de una pandilla de rufianes, Budd. Sólo estoy colaborando con mis salvadores, como te prometí...
De mala gana, se sentó en una mesa. Lo hicieron también Burke y Reed. Zane Wolff giró la cabeza hacia el mostrador, donde un hombre rollizo, calvo y con bigotes engomados, como las estrías de pelo con las que en vano pretendía ocultar su lustroso cráneo pelado, secaba vasos con admirable rapidez.
—¡Eh, amigo! —llamó Zane—. ¿Hay comida caliente y un trago de fresca cerveza par un grupo de agentes de la ley, cansados de perseguir a un rufián con la cabeza a precio?
La muchacha dejó de rasguear inmediatamente su guitarra y detuvo la canción. Les miró, muy fija. El cantinero asintió, presuroso, rodeando el largo mostrador y dirigiéndose hacia ellos, solícito.
—Tenemos judías con carne, tocino frito, tortas de maíz, tasajo y buena cerveza, señor Marshall —dijo, ceremonioso, el cantinero.
—Sólo soy sheriff, y mis compañeros comisarios accidentales —rectificó Zane secamente—. Sírvanos un poco de cada cosa. Y mucha cerveza, eso sí.
—En seguida, señor —afirmó el hombre, deseoso de atenderles.
—Sólo una pregunta: ¿ha visto pasar por aquí a un tipo solitario, vestido enteramente de negro, con ojos muy claros y pelo rubio? Ese tipo es Zane Wolff, salteador de Bancos y homicida peligroso. Dan dos mil dólares por su cabeza.
—No, no señor —tragó saliva el cantinero, como si temiera que pudieran sospechar de su sinceridad. Meneó enérgicamente la cabeza—. De haberle visto, esas señas resultan inconfundibles. Si le viese... ¿a quién puedo dirigirme?
—A nadie. Si lo ve, lo mejor será que se esconda donde él no lo vea —rió Zane, de buena gana—. No conoce usted a Zane Wolff. Es capaz de dejarle el pellejo hecho un colador, sólo para divertirse.
—Cielo, qué tipo... —se estremeció el cantinero—. Espeto que no pase por Rainbow, para mi suerte.
Si tienen aquí un Banco que pueda atraer su codicia, no le extrañe que sus deseos no se vean cumplidos, amigos. Olfatea el dinero fácil como la hiena huele la sangre.
—¿El Banco?—el cantinero se echó a reír—. Oh, nunca hay demasiado dinero en él... salvo los días de nómina. Y en ésos, siempre están los Bradley para cuidar de los fondos.
—¿Los Bradley? —Zane arrugó el ceño—. Me suena ese nombre, pero no recuerdo de qué...
—Son Morgan y Derek Bradley —terció la voz dulce y suave de la rubia guitarrista, acercándose a la mesa. Miró la placa de latón de Zane, y luego contempló el rostro de éste, con aire observador—. Fueron guardianes de la Wells & Fargo y del Unión Pacífico. Saben manejar bien un rifle o un revólver, y son expertos en la tarea de proteger sacas de dinero y cosas así, sheriff. No debe temer por el Banco ni por el dinero de Rainbow. Está seguro, no lo dude.
—Bien, no lo dudo —aceptó Zane, mientras advertía la repentina expresión inquieta de sus accidentales compañeros de viaje. Sonrió, inclinándose cortés ante la joven—. ¿Ha oído hablar de Bill Norton, señorita...?
—Sí. Siempre se oye hablar de la gente famosa.
—¿Y... no le ha visto nunca?
—Nunca. No sé que pasara jamás por Rainbow. Esto es muy insignificante, sheriff.
—Bien. Todo tiene arreglo en la vida —rió Zane Wolff—, Yo soy Bill Norton, señorita. Al fin me ha conocido usted... y he pasado por Rainbow una vez en mi vida.
La muchacha rubia le contemplaba fijamente, con ojos glaciales. Había dejado su guitarra apoyada en el muro. De súbito, y de un modo imprevisible para todos los presentes, sepultó la mano entre sus senos, que se marcaban nítidamente bajo su blusa, y extrajo de entre ellos una navaja, con la que se precipitó sobre Zane Wolff, gritando:
—¡Canalla! ¡Cobarde asesino!... ¡Siempre esperé este momento durante años!...
Y la afilada hoja de acero, en medio de la total paralización sorpresiva de los presentes, cayó hacia la garganta de Zane Wolff.
* * *
—¡Es Bill Norton, el sheriff!
Se quedaron mirándose los hombres, sorprendidos. Luego, contemplaron al herido que yacía sobre el camastro, bañado todavía en sangre, y respirando con dificultad.
—No lleva placa alguna encima... —protestó otro de los presentes.
—No importa. Pero es Norton. Le conozco bien. Además... ved esto: es una credencial firmada por el gobernador de Montana, para el traslado del prisionero Zane Wolff, reo de asesinato y asalto a mano armada, condenado a morir en la horca en Red Lodge, y a quien tenía que conducir hasta su trágico destino desde la ciudad de Miles City, al Este de Montana. Está bien claro escrito aquí.
—Miles City... Eso no está lejos.
—No, no lo está. Pero el sheriff está malherido, y de Zane Wolff no se ve ni rastro.
—Es un milagro que este tipo viva —dijo, señalando al inerte herido—. Es fuerte como una roca el tal Norton. Vamos, hay que curarle lo mejor posible, por el momento, y luego buscar algún médico y avisar a Miles City lo sucedido.
Eran tres hombres, todos ellos con el rudo aspecto de los gambusinos, buscadores eternos de los dorados filones de preciado metal, que jamás se les ofrecía generosamente por, la dura tierra roja de Montana. En su camino, habían hallado lo que creían era un cadáver... y había resultado ser un hombre grave, pero aún con vida, pese a las numerosas heridas de bala sufridas.
Momentos más tarde, la punta incandescente de un cuchillo calentado al fuego, extraía de unas heridas sangrantes las piezas de plomo dejadas allí por las armas de Budd Garrick y sus esbirros, al libertar al preso. Luego, un reguero de whisky, como desinfectante, corrió por los boquetes, como el mejor de los cauterizantes imaginables.
El herido se agitó, en convulsiones, acaso por el dolor, acaso por la fiebre. Pero a juicio de los gambusinos, parecía estar momentáneamente fuera de todo peligro.
—Me acercaré hasta Yellowstone Bend —dijo uno de los buscadores de mineral, encaminándose a su caballo—. Allí hay un médico que podrá hacerse cargo de ese hombre con ciertas garantías de éxito. Espero estar de vuelta mañana, a primera hora.
Los otros buscadores de oro asintieron, quedándose junto al herido, mientras su camarada se perdía al galope en la distancia. Uno de ellos comentó, mirando fijamente al sheriff Bill Norton:
—¿Quién le habrá dejado en este estado?
—Ese tipo, Zane Wolff, el asesino —dijo el otro—. Parece evidente, ¿no? O, cuando menos, gente amiga del prisionero, que libertó al condenado, creyendo dejar sin vida a su guardián.
—Me preocupa eso de la ausencia de la placa de su cargo... ¿Y sí se la hubieran quedado sus agresores? Aquí, en el pecho, hay huellas del alfiler que la sujetaba...
—Eso podría ser mala cosa, allá a donde fueran ellos. Una insignia de sheriff puede inducir a error a mucha gente... y servir a los intereses de unos bandidos sin escrúpulos, Kirk. Habrá que informar también de eso cuando denunciemos lo sucedido. Pero quizá para entonces sea ya demasiado tarde... y ese tal Wolff haya hecho alguna fechoría, haciéndose pasar por representante de la ley...
Bill Norton, entretanto, se agitaba en un delirio febril, tras la ruda cura de urgencia hecha en sus heridas. De las siguientes horas dependería que siguiera con vida... o su estado hiciera crisis, produciéndose un desenlace fatal.
Los dos gambusinos se miraron, resignados. Sabían que les esperaba una mala tarde y una pésima noche hasta que su compañero volviera al día siguiente, con un médico que pudiera tomar sobre sí la responsabilidad sobre aquel hombre en tan grave estado...
* * *
El texto del telegrama era sencillo y concreto:
“Sheriff Norton en grave estado con heridas bala. Zane Wolff evadido. Jeff Gardner, sheriff de Yellowstone Bend.”
La noticia corrió por Miles City como un reguero de pólvora. Desde el juez Miller, que juzgara a Zane Wolff, condenándole a la última pena, hasta Frabk Nichols, el banquero afectado por el robo con doble homicidio de que Zane fuera hallado culpable, pasando por Abner Busby, delegado del gobierno en Red Lodge, y presente en Miles City a causa del proceso contra Wolff, dado que otro delegado del gobierno, su colega Stuart Harver, había sido una de las víctimas del doble crimen cometido por Wolff durante los dramáticos momentos en que fue asaltado el Banco minero de Red Lodge por aquel enmascarado en quien los testigos reconocieron sin dificultad a Zane Wolff.
Todos se enteraron de los hechos acaecidos durante el viaje. Bill Norton, el hombre más seguro de sí mismo, había fracaso. Zane Wolff escapó de entre sus manos pese a ir, esposado y sin armas, y era él ahora quien estaba entre la vida’ y la muerte, en la casa de un médico de Yellowstone Bend.
Hubo muchas y variadas reacciones en Miles City, donde fuera capturado y juzgado Zane Wolff por el delito cometido en Red Lodge, para posteriormente, reclamado por el Marshall de este último lugar, sea trasladado a la ciudad en que debía pagar públicamente su delito, colgando de una soga en el patíbulo.
Y no todas, ciertamente, parecían favorables a que Zane fuese capturado de nuevo y llevado al cadalso par que se cumpliera la ley...
* * *
—No me gusta que eso haya sucedido. No me conviene en absoluto.
La voz sonó susurrante en las penumbras de aquel cuarto de hotel, desprovisto de otra luz que no fuese la que venía de la calle, y se filtraba tenuemente a través de los vidrios multicolores de la ventana. En la noche, la iluminación de la calle mayor era considerable, pero no bastaba para disipar las densas penumbras en la habitación. Además, el hombre que había hablado, lo hizo de espaldas a la ventana policromada, y su interlocutor, por tanto no podía identificar en absoluto aquel rostro ni tan siquiera la figura. La amplia capa y el sombrero de alta copa, encasquetado hasta muy abajo, contribuían a difuminar los verdaderos rasgos físicos del individuo.
Ambos estaban sentados a una mesa. Sobre ella, se apoyaban las manos enguantadas del desconocido.
—¿Qué se puede hacer ya? —suspiró el interlocutor del hombre de rostro envuelto en sombras—. Lo cierto es que él ha escapado... y no hay forma humana de saber dónde pueda estar ahora...
—Eso lo comprendo perfectamente —atajó con frialdad la dura voz del otro—. Escuche esto: es absolutamente preciso que Zane Wolff sea hallado.
—Pero... ¿cómo?
—Como sea. Hallado... y muerto.
—¿Muerto? —dudó su interlocutor—. Creí que prefería que fuese... ajusticiado.
No. No me basta con eso. Tal vez Wolff sepa utilizar en su favor esta libertad actual. Libertad era lo único que necesitaba para buscar a ciertas personas que él y yo sabemos. Es necesario ir más de prisa que él... o todo se derrumbará. Aun así, no puedo fiarme de lo que sepa o sospeche cuando se le capturase de nuevo. Es un riesgo que no deseo correr. Una acusación, una insinuación, podría despertar recelos, hacer que alguien investigara... No. Debe morir. Será cosa fácil. Haremos que su cabeza tenga un precio. Resultará razonable que alguien quiera cobrar la recompensa. Sucede todos los días en el Oeste.
—Entendido. Pero no será fácil dar con Wolff ahora.
—Claro que no. Hay que poner astucia y buen juicio en la búsqueda. No se trata de recorrer todo el Oeste ni tan siquiera todo Montana en su busca. Harían falta cientos de hombres para algo así, y cuantos menos sepan lo que pretendo, tanto mejor. Tú eres un fiel servidor mío. Espero que vuelvas a serlo.
—Estoy deseándolo, señor, pero... ¿en qué modo?
—¿Cuántos hombres tienes a tu servicio en estos momentos?
—No más de ocho a diez...
—Serán suficientes. No es cosa de batir sitio por sitio, como en una cacería. Hay que ponerse en el lugar de Zane Wolff... y calcular lo que haría uno, estando en su puesto.
—¿Cree saberlo usted, señor?
—Creo que puedo intentarlo, sin muchas posibilidades de error —la voz ronca se apagó un poco más todavía, y la cabeza se inclinó, fundiéndose las borrosas facciones en una masa total de sombra—. El fue acusado en Red Lodge. El, se supone que cometió allí el delito de que se le acusa. Y él iba a ser ajusticiado en Red Lodge. Por tanto... puede que vuelva a Red Lodge.
—¿A Red Lodge? —se asombró su interlocutor—, Pero..., ¡pero eso sería meterse en la ratonera, señor! Y él lo sabe...
—Claro que lo sabe. Pero nuestro amigo Zane es muy listo. Creo que podría anticipar lo que hará en lo sucesivo; su característica melena larga, su bigote frondoso, su barbita recortada... Todo eso desaparecerá estoy convencido. Si hace eso, si tiñe sus cabellos, de un tono más oscuro, si abandona sus ropas habitualmente negras, si viste de otro modo y utiliza otra clase de sombrero... ¿qué nos quedará del anterior Zane Wolff? Me temo que apenas nada. Quizá a nosotros mismos nos costaría identificarle... Imagina que tiene enemigos. Y enemigos poderosos, que intentarán evitar que llegue demasiado lejos en su búsqueda. Por él buscará algo, de eso estoy seguro.
—Buscará... ¿el qué, señor? —se intrigó el otro.
—¿Es que no lo entiendes? —impacientóse el hombre misterioso—. Está muy claro, amigo Losfield: sabe que alguien le metió en el embrollo en que está ahora y que puede costarle el cuello. Buscará a ese alguien. Y sus motivos. Eso es lo que quiero impedir. Zane uno es tonto. Irá directamente a Red Lodge. Buscará en los lugares donde tuvieron lugar los hechos más significativos, antes de caer prisionero; Bighom River, Laurel, Bearcreek... y, naturalmente, Red Lodge.
—¿Seguro?
—Seguro. Apuesto triple contra sencillo, Losfield. Ve a tus hombres y prepara todo para dar caza a Zane Wolff... vivo o muerto. Si cae vivo en vuestras manos, ¡matadlo en el acto! Este es un anticipo, amigo. El resto, lo recibirás al morir Wolff.
Y la mano enguantada, que había desaparecido entre los pliegues de la capa por unos momentos, reapareció ahora sobre la mesa, dejando en ella un abanico... Un abanico formado por diez billetes de quinientos dólares, crujientes y nuevos.
Los ojos de Brad Losfield, jefe de un grupo de pistoleros que no acostumbraba fallar en sus misiones, brillaron codiciosamente. La mano recogió aquella suma. La voz dijo con firmeza:
—Dé por muerto a Zane Wolff, señor.
—Así lo espero —suspiró la voz susurrante en la zona de sombras—. Otra cosa, Losfield: la cabeza de Zane Wolff va a valer desde mañana dos mil dólares. Serán vuestros también, si él es entregado muerto...
Momentos más tarde, Losfield abandonaba el hotel donde se albergaba en Miles City tan extraño y enigmático personaje. No muchos minutos más tarde, el misterioso huésped a quien ni siquiera vieran el rostro los empleados del hotel, se descolgaba por una ventana posterior, hasta el patio de caballerizas, y de allí se alejaba hacia las calles de Miles City, eludiendo las zonas iluminadas. Sobre la mesa de la habitación alquilada por una sola noche, quedaba un billete de diez dólares, como pago de la misma, sin más detalles.
En cuanto al nombre de Jim Smith, que figuraba en el libro de registro, poco podría aclarar, caso de ser revisada en busca de indicios sobre la personalidad del desaparecido.