PROLOGO
“Las cosas y las personas, en muchas ocasiones, no son lo que parecen. “Y esa diferencia abismal en la apariencia y la realidad, puede prestarse a tremendos errores que afectan a los demás, y cambian el curso de los acontecimientos.
(Ned Buntline, en su serie de cuadernillos y fascículos dedicados a un pintoresco personaje del Oeste que, tal vez, jamás existió: Zane Wolff, el hombre que, según Buntline y su imaginación de autor de relatos de diez centavos, fue sheriff... y asesino).
Ned Buntline era muy conocido en los pueblos fronterizos.
Especialmente, desde que empezó a publicar los cuadernos semanales de Buffalo Bill, el héroe de la frontera. Las multicolores portadas de los folletines por entregas con las peripecias imaginarias del explorador William F. Cody, ya eran visibles en librerías y puestos de venta de muchas ciudades del Oeste.
Buntline entró en la cantina de Red Lodge, Montana, con los últimos ejemplares de los cuadernos de Buffalo Bill, recién editados en el Este, todavía en la franja del servicio postal de Estados Unidos. Acababa de retirarlo en las oficinas de Correos de Red Lodge, y sólo entró en la cantina de El Placer de Virginia City, como pomposamente se llamaba, para refrescar su garganta con una buena cerveza. Pero entonces se encontró con otro nuevo personaje para su ínfima historia literaria, tan pobre en estilo y calidad, como rica en rendimiento económico. Buntline pasaría a la historia, sin duda, como uno de los peores escritores del país. Pero también como el que más dinero ganaría, en menos tiempo y con mayor facilidad, gracias a su habilidad innata para lanzar a sus héroes de papel el primitivismo violento del Oeste, a las páginas impresas de sus folletines{1}.
Buntline sólo tuvo tiempo de pedir una jarra doble de cerveza de la mejor clase que tuvieran en la cantina. Apenas puso la jarra en sus labios y probó el dorado líquido espumoso, cuando las cosas se complicaron cerca de él.
—Es mejor que no se mueva ni intente defenderse. Está arrestado, en nombre de la ley —dijo la fría voz, cerca de Buntline.
A pesar de ello, el escritor supo que sí intentaban moverse. De modo instintivo, con unos reflejos casi propios de sus criaturas de ficción novelesca, se dejó caer de rodillas y abandonó la jarra de cerveza sobre el mostrador.
Ned Buntline demostró entonces que no sólo era hábil y rápido con la pluma, sino también con sus nervios y sus movimientos reflejos. Porque inmediatamente, el estampido del arma de fuego, reventó en mil pedazos el grueso vidrio de la jarra de cerveza, lanzando sus trozos y el dorado líquido, entre salpicaduras de espuma, contra Ned y todos los que le rodeaban.
Los ojos astutos y vivaces del escritor, buscaron agudamente el origen de todo aquello, justo cuando restallaba el segundo disparo en la cantina, una voz de hombre aullaba una blasfemia dolorosa, y un cuerpo caía, dando tumbos, entre taburetes y mesas volcadas. Botellas y vasos se hicieron añicos.
Borrosamente, Buntline descubrió la alta figura de un hombre con placa de latón, donde la palabra “SHERIFF” era visible sobre la estrella metálica. Ese hombre empuñaba un “Colt” humeante, recién disparado. Otra arma yacía en tierra, humeando también; era la que pulverizó la cerveza del escritor, como podía haber pulverizado la cabeza de Buntline, de no haber reaccionado éste con tan gran sentido de la prudencia.
—Creo que se lo advertí, amigo —habló glacialmente el representante de la ley, amartillando de nuevo su arma, y apuntando con ella al tipo tendido en tierra, de cuyo codo derecho brotaba la sangre, entre huesos astilladlos por un proyectil de calibre 45—. Era mala cosa intentar algo así. Ahora, tendrá que aguantarse con ese codo roto, que dolerá bastante, suponiendo que no tengan que amputarle el brazo, para impedir complicaciones más graves. Dije que es la ley quien le arresta, y usted debió obedecer a la autoridad que yo represento en estos momentos.
—¡Usted no... no es el sheriff de Red Lodge! —aulló el herido, lívido, encogido en el suelo, con el rostro convulso y una mano aferrando su codo destrozado—. ¡No tiene jurisdicción aquí para detenerme!
—Se equivoca —rió entre dientes el hombre de la estrella de latón—. Llevo conmigo un documento especial, firmado por el gobernador de Montana. En él, se me autoriza a buscar a usted y a otros como usted... hasta donde lleguen, siempre que sea dentro del territorio de Montana. Y las autoridades deben ser siempre respetadas, no lo olvide.
El herido se limitó a sollozar ahogadamente, entre improperios. La sangre corría por el suelo de la cantina, mojando la tierra removida que formaba su tosco pavimento. Los demás clientes, impresionados, por la escena, se mantenían callados, encogidos, asistiendo a la situación dramática. Buntline era solamente uno más en el grupo, y sus ojos perspicaces se clavaban en aquel joven y alto sheriff, en su rostro enjuto, curtido, en sus inteligentes ojos grises, duros y fríos. Acaso buscando en él madera de héroe novelesco; quizá intuyendo que el férreo representante de la ley podía ser, andando el tiempo, un personaje de su galería de míticos triunfadores literarios, a diez centavos el ejemplar.
Pero todavía faltaba saber qué sucedía exactamente allí, para hacer del personaje desconocido una leyenda viviente, enfrentada a peripecias sin fin, que su imaginación creadora le pondría sobre el terreno impreso de los cuadernillos populares.
—Sé que no es usted sino un esbirro más de la gentuza tras la que voy ahora —hablaba con tono helado el sheriff—. Pero también sé que puede conducirme a su jefe, y eso es lo que he venido a buscar. Eso es lo que necesito averiguar lo antes posible. Y no me detendré ante nada, con tal de alcanzar mi objetivo, usted lo sabe.
—¿Qué...qué pretende que haga yo? —gimió el herido, mirando con temor el arma amartillada, fija amenazadoramente en él—. Le juro que nada sé, en nada puedo ayudarle, sheriff, maldito sea usted. Se equivoca conmigo, lo prometo...
—Menos promesas y juramentos, amigo —cortó el hombre de la placa de latón con frialdad—. No me gusta hacer daño a un tipo indefenso y, además, malherido. Pero si me obliga a ello, su codo roto no va a ser obstáculo para que me porte duramente con usted. Eso, puedo asegurárselo de antemano.
—¡No puedo hacerlo! —jaleó el herido—. ¡No sé nada de nada, no entiendo lo que espera de mí, por todos los diablos!
—Sólo espero ayuda. Ayuda que no dudaré en exigir por la fuerza. Soy capaz de todo, con tal de llegar al fondo de esta cuestión, no lo dude. De modo que... adelante. Y pronto. Dispongo de muy poco tiempo para resolver mis problemas. Ese tiempo me obliga a hacer lo que haré... si me obliga a ello —y apoyó el cañón de su arma en la .sien del herido, que palideció más aún, al advertir el leve temblor del dedo curvado sobre el gatillo del arma.
Reinó un profundo silencio en la cantina. Todos esperaban, de un momento a otro, el estampido mortífero del arma que rozaba la sien del herido. Pero éste, por fin, lanzó un gemido ronco, y su voz sonó, quebrada, patética casi:
—No, no, por Dios... No haga eso, sheriff... Hablaré. Hablaré... Diré la verdad... Todo cuanto sé sobre este asunto... ¡Pero aparte el dedo de ese gatillo! ¡Cualquier presión... resultaría irremediable!...
—Seguro —rió el sheriff fríamente.
Y de repente, su dedo presionó el gatillo.
Chascó el percutor bruscamente. Aulló, descompuesto, el herido, temiendo ver volar en pedazos su propio cráneo. Pero no sucedió nada de eso.
Solamente se captó un frío “clic” metálico, que dentro del cráneo del amenazado, retumbó casi con la misma virulencia que el estampido mortífero que temía tanto.
Cayó de espaldas, extenuado, convulso por el terror vivido. El representante de la ley amartilló de nuevo el arma con fría mueca irónica, y manifestó secamente:
—Era un orificio vacío. No había bala, amigo. Ahora, sí. Si apretara el gatillo de nuevo, esa cabeza saltaría en pedazos. Procuraré no apretarlo... si escucho la verdad en sus labios. ¿Enterado? ¡No esperaré más de tres segundos al inicio de la confesión... que será delante de todos los presentes... y en voz bien alta! Empiezo la cuenta: Uno...
—Oh, sheriff, espere, por todos los diablos... —jadeó el amenazado—. Debo ordenar mis ideas, saber por dónde debo empezar y...
—Dos —siguió, imperturbable, el hombre de la ley.
—Es que... mi vida valdrá muy poco si hablo y confieso todo lo que...
—¡Tres! —el dedo se curvó sobre el gatillo, el arma barrenó la sien del herido.
—¡Alto, alto, por favor! —aulló el amenazado—. Ya va. ya va. Todo lo que sé, es que el tipo que ha organizado todo esto, el asesino a quien usted busca, es en realidad...
—Puede disparar el arma y asesinar a ese\ pobre diablo, sheriff. Pero será lo último que haga. Está acorralado. No tiene escapatoria. ¿Quiere morir aquí mismo, en este momento? Como verá, nada más fácil para nosotros...
El hombre de la estrella de latón, miró en tomo fríamente, sin llegar a apretar el gatillo, mientras el hombre herido sollozaba ahogadamente, temiendo lo peor. Los ojos grises y fríos del representante de la ley, se clavaron en cada individuo armado, uno por uno.
Era verdad. El que hablara, esgrimía un rifle “Winchester” asestado sobre él. Había otros cuatro hombres con revólveres. Todas las armas le encañonaban. Bastaría que una sola disparase, para que él recibiera un pesado proyectil en su cabeza.
Ocupaban los puntos estratégicos de la cantina: el altillo, la puerta posterior, la de entrada... Era un cerco perfecto. Imposible evadirse de él.
—Muy bien —dijo lentamente, dejando caer su revólver, sin intentar vaciarlo sobre el individuo amenazado hasta entonces—. Creo que ustedes ganan... por ahora.
Se acercaron dos de los hombres armados. Apoyaron sus revólveres en los costados del sheriff alto, joven e inexpresivo. El que hablara antes remachó ahora con frialdad:
—Red Lodge va a conocer un suceso muy original... Quizá por primera vez en su vida, estos hombres presenciarán cómo un sheriff es ajusticiado... bajo la acusación de asesinato. Y ese sheriff va a ser usted, precisamente... Dese preso, en nombre de la ley... Vosotros, conducidle a la celda de la prisión que espera su llegada... Posiblemente mañana procederemos a su ejecución en la horca, si el juez Miller confirma la sentencia...
—¿El juez Miller? —peguntó el hombre que antes llevaba la iniciativa, y ahora pasaba a ser un hombre a merced de los demás, sobre cuyas muñecas se cerraron unas esposas con seco chasquido de acero—. ¿Está aquí también?
—Sí. Está aquí... y creo que presenciará gustoso la ejecución de un hombre que ha sido, a la vez, sheriff y asesino... — dijo con voz irónica el hombre que acababa de arrestarle... y en cuyo pecho ahora, al abrirse su pelliza de cuero, descubrió Ned Buntline el destello plateado de una placa de Marshall del territorio de Montana.
* * *
—Sheriff... y asesino. ¿Eso tiene sentido, amigo?
El otro le miró largamente. No hubo respuesta en principio. Era como si estuviera meditando sobre lo que acababa de oír en labios de su visitante.
Al final, un encogimiento de hombros y una respuesta ambigua:
—Puede que sí. Acaso tenga más sentido del que usted supone.
Ned Buntline respiró hondo. Estudió a la persona visitada, a través de los barrotes de hierro que formaban frontera divisoria entre ambos. La luz en el corredor de la prisión de Red Lodge, era escasa y vacilante. El quinqué colgaba del húmedo techo. A su claridad, el comisario armado de rifle paseaba rutinariamente, arriba y abajo, sin interrumpir al visitante ni al preso.
La popularidad del escritor del Oeste radicado en el Este, tenía esas ventajas. A otro, quizá no le hubieran permitido visitar al preso. Con él, era diferente. Todos pensaban que aparecerían un día u otro en sus obras, alcanzando, así la popularidad. Valía la pena conceder un favor al novelista, a cambio de una oportunidad semejante.
—¿Sabe que van a ahorcarle mañana? —indagó Buntline.
— Sí, lo sé. El juez Miller está en Red Lodge. El dictó sentencia contra mí anteriormente. Ahora, se limitará a confirmarla, y presidirá la ejecución. No hay otra alternativa.
—Parece muy tranquilo ante su destino.
—Lo estoy.
—¿Por qué? ¿Confía en que alguien le saque del apuro?
—No confío en nadie, señor. Sencillamente, espero lo que tenga que suceder. No será justo, pero no puedo hacer nada por evitarlo.
—¿Por qué no será justo? Usted mismo acepta su suerte.
—No puedo hacer otra cosa. Sabía que tenía poco tierno. Lo intenté todo. No hubo suerte, y mi tiempo se ha terminado.
—¿Qué buscaba?
—Una solución. Luchaba por mi vida. Perdí la partida.
—¿Es, realmente, un asesino, como dicen sus acusadores?
—De poco serviría que lo negase —rió cínicamente el preso—, ¿Usted ha oído alguna vez a un culpable admitir su culpabilidad?
—Tal vez no —el escritor sacudió la cabeza. Le miró fijamente—. ¿Sabe quién soy yo?
—Me lo han dicho. Se dedica a escribir. Hace importante a la gente mediocre del Oeste. Todos somos vulgares: simples seres humanos, con nuestros defectos y virtudes. Creo que usted nos convierte en héroes de leyenda. Y la gente se lo cree.
—Vivo de ello. No soy yo el culpable. Ni tampoco los héroes que elijo. La culpa es de mis lectores, que aceptan por buena mi palabra.
—¿Piensa elegirme a mí como un nuevo héroe de sus historias? —dijo irónicamente el sheriff prisionero.
—Quizá. Estoy aquí, porque su persona me interesa. Tenemos unos minutos, muy pocos... ¿Por qué no me cuenta en ese tiempo su historia? Puede que yo rehabilite su recuerdo...
—¿Qué diablos puede importarme a mí el recuerdo? Para entonces, ya estaré muerto. No me preocupa lo que piensen entonces de mí, sea bueno o malo.
—Entiendo. No quiere colaborar, ¿verdad? Usted... usted rechaza la posibilidad de narrar a alguien su vida.
—Los minutos que le hayan concedido, no serían suficientes para saber toda la historia, esté seguro, señor Buntline —cortó secamente el preso—. Hágame caso: olvide a un tipo llamado Bill Norton, y dedíquese a sus personajes de novelas baratas.
—Es que Bill Norton es un sheriff famoso —replicó Ned—, Y usted es Bill Norton. No puedo comprender que Bill Norton, un implacable defensor de la ley... sea ejecutado por asesino. Eso es lo que no entiendo, lo que hace apasionante su caso...
—Tal vez esté en un error desde el principio —sonrió el preso, enigmáticamente—. Un error que lo altera todo, señor.
—¿Qué error?
—Imaginar que yo sea, realmente... Bill Norton, sheriff de Montana.
—¿No lo es, acaso? Oí que todos le llamaban así...
—En Red Lodge, nadie me conoce. Ni conoce a Bill Norton. Todo puede ser muy diferente a como imaginó. Pero si le gusta la idea de elegir como nuevo héroe de sus aventuras a un sheriff criminal... adelante con su proyecto. Y que Dios ayude a los lectores que confíen en su obra...
—¿Pretende decirme que... no es Bill Norton? —insistió Ned.
—Serviría de algo que lo hiciera?
—Quizá. Si no lo fuese... ¿quién sería, realmente, usted?
—Ya le dije que es una larga historia. Pero si quiere conocerla de algún modo, busque a alguien... Quizá lo encuentre en Red Lodge... o quizá no. Dependerá de su lealtad hacia mí.
—¿Algún amigo, un camarada suyo...?
—Algo más que eso: una mujer.
—¿Una mujer? ¿Su esposa, su novia...
— Ni una cosa ni otra —suspiró el hombre de la celda—. Pero pudo ser ambas cosas a su tiempo... si todo hubiera ocurrido de otro modo. Búsquela. Y si la encuentra... pregúntele. Necesitará ayuda. Dinero, ¿comprende?. Si usted piensa sacar algún dinero de mi historia, puede permitirse el lujo de ayudarla, de sacarla de apuros... a cambio de la historia de un hombre que dijo llamarse Bill Norton... y que no era Bill Norton. Dígale que va de mi parte. Menciónele... un lugar llamado Arco Iris. Ella entenderá. Y se sincerará con usted...
—Vamos, termina su tiempo —les recordó el alguacil secamente, acercándose.
—¿Lo ve? —sonrió el preso—. No hubiera dado tiempo. Busque a la chica, señor Buntline...
—¿Cómo se llama ella?
Fay... Fay Conway... Búsquela por Red Lodge... y quizás termine por encontrarla. Ella conoce mi historia mejor que nadie. Por lo que ha vivido a mi lado... y por lo que yo le he contado. Por unos dólares de ayuda... quizá le dé material para uno de sus trabajos literarios... Suerte, señor Buntline...
El escritor se incorporó. Caminó hacia la salida. En la celda, un hombre se quedaba solo, esperando morir. Un hombre que había sido sheriff y criminal. Un hombre que iba a terminar en la horca.
Un hombre llamado... ¿llamado cómo?
* * *
—Zane. Zane Wolff.
—Zane Wolff... ¿Ese es su nombre verdadero, señorita Conway?
—Sí —suspiró ella. Le miró desde el otro lado de la mesa donde humeaba el plato de comida que aún no había probado—. Zane... Ese es su nombre.
—¿Y Bill Norton?
—Es otra persona. Otro hombre. Un auténtico sheriff...
Buntline contempló a Fay Conway, rubia y triste, joven y bella, atractiva y ensombrecida. Los ojos, de un verde profundo y oscuro, tenían un destello amargo y dolido.
—De modo que Zane es... un falsario —sentenció el escritor.
—¿Falsario? En cierto modo... —admitió Fay—, Las circunstancias le empujaron a esto. Pero él... él es inocente, señor.
—Sí, lo supongo —dijo escéptico el escritor.
—No, no lo supone —cortó ella, tajante—. Usted cree que proclamo una falsa inocencia, porque le amo y estoy convencida de ello.
—¿Le ama?
—Sí. Le amo.
—El... él dijo que no era su esposa, ni siquiera su novia...
—Y es cierto. Pero le amo. Creo que le ha enviado a mí por algo más que concederle una buena historia. Sabe que estoy en apuros. Y aun desde allí... ha querido ayudarme.
—Tal vez sea así, señorita. Pero personalmente opino que es una buena historia. Me gustaría que esa ejecución se aplazase, para que mi trabajo pudiera beneficiar en algún modo a ese hombre, librándole de la horca de un modo definitivo. Mis ediciones son capaces de tener esa fuerza.
—Eso no va a ser posible. Hay demasiada gente interesada en que él caiga. Y muy poca a su favor, señor Buntline.
—Lo imagino. Por eso no puedo hacerle promesas que no sea capaz de cumplir. Y lo único que está en mis manos hacer, es convertir en Zane en un personaje célebre.
—¿Después de muerto? —indagó ella amargamente.
—Eso... ya le digo que no puedo evitarlo —suspiró el escritor, inclinando la cabeza—. De todos modos, no será peor que la historia se publique, si realmente ese hombre tiene la madera de personaje popular que imagino. Y usted... usted podría cobrar unos derechos que le vendrían muy bien, y paliarían en algo su situación. Hágame caso, muchacha. Cuénteme esa historia. Ardo en deseos de conocerla...
—Muy bien; la va a conocer. Como usted dice, nada puede ser ya peor de lo que es. Y si Zane quiere que yo le relate los hechos que han conducido a este momento, no tendré el menor inconveniente, esté seguro.
—Perfecto —Buntline observó que seguía sin probar bocado—, ¿No va a comer?
—No tengo apetito —suspiró la joven—. Ha sido muy amable invitándome a almorzar en este restaurante, pero preferiría tomarme solamente el café, mientras le relato todo lo ocurrido.
—Muy bien. Adelante. La escucho...
Ella entornó los ojos, soñadores y melancólicos. Su rostro era de piel suave, no tenía la tez curtida o cubierta de polvo de muchas mujeres del Oeste, según su condición, y aquella palidez de sus mejillas era, sin duda, completamente natural, aunque quizá no habitual. Algún leve toque de color saludable debía teñir habitualmente el bonito rostro. Ahora, un tono quebrado ensombrecía tan bellas facciones. Era la angustia, el dolor y la amargura por el hombre a quien amaba, y que estaba a punto de subir los escalones del patíbulo.
Era la tensa espera de algo trágico e irremediable, que marcaría indeleblemente, y para siempre, su propia vida. Buntline podía advertir eso fácilmente.
Extrajo un pequeño librito de tapas de hule, su agenda y cuaderno de apuntes. Tomó el lápiz, disponiéndose a señalar allí todos los datos precisos.
Previamente, trazó unas rápidas letras irregulares, en la cabecera de la página. Era como la idea de un posible título. Acaso el que ocuparía la portada de cada uno de los cuadernos de emocionantes aventuras que, con brillantes portadas en color, se venderían por todo el Este, a diez centavos el ejemplar, narrando la historia verídica de un hombre de quien él podría crear una leyenda.
La historia de un hombre llamado Zane Wolff.
Un hombre de quien acababa de escribir descriptivamente en esa página, dos solas cosas, poco comunes entre sí:
SHERIFF...Y ASESINO
—La escucho, señorita Conway —dijo finalmente, con voz grave—. Adelante. ¿Cómo empezó la historia de Zane?
Ella tardó un momento en iniciar el relato. Cuando lo hizo, su voz era apagada y vacilante, aunque se hizo más firme y más nítida a medida que avanzaba en su historia:
—Creo que las cosas no tienen un principio, aunque sí tengan siempre un final. Muchas veces, se puede empezar por cualquier momento, en la vida de un hombre. Bastará, llegado cierto instante, el volver la vista atrás y recordar... Evocar cosas que condujeron al momento crucial en su camino. Yo, personalmente, iniciaría este relato en un momento en el que ya muchas cosas habían comenzado, y casi, casi, habían terminado ya, para Zane Wolff. Usted, que es escritor y posee imaginación, hará el resto, adornando todo aquello a lo que yo me refiera de pasada, haciendo volver la mirada atrás a los personajes del drama... Verá, señor Buntline; creo que todo comenzó para Zane, en esa fase decisiva, justamente cuando ya había sido condenado a muerte, y era conducido a la ejecución...