5

 

Era el momento adecuado.

Bill Norton, sheriff de Miles City, se irguió levemente. Escuchó. Todo era silencio en la casa del médico. Dormían sus habitantes. Y él, ya sin fiebre ni complicaciones, no precisaba enfermero de tumo durante las largas noches.

Había contado con todo eso cuando trazó su plan. Apartó las ropas de la cama. Ponerse en pie, le costó dolorosos tirones de los puntos de su persona donde las cicatrices aún recordaban su trance entre la vida y la muerta, allá en la ruta, frente a los asesinos que liberaron a Zane Wolff.

Pese a ello, se mantuvo en pie, apoyado dolorosamente en el muro, apretando los labios para no gritar sus quejas. Lívido, con ojos fulgurantes, con expresión febril y piernas temblorosas. Pero poseído de una energía indómita, de una helada furia y de una implacable decisión de llegar a donde fuese para recuperar a su cautivo y llevarle hasta el patíbulo.

Mientras no consiguiera eso, no se podía sentir feliz en modo alguno. Sabía odiar como nadie. Sabía ser inexorable como persona alguna. Y si era preciso, desconocía la piedad y se parecía más a una fiera sanguinaria que a un ser humano.

Era esa fuerza interior, esa decisión inquebrantable y feroz la que le mantenía en pie, a pesar de todos los dolores y debilidades. Y también la que le permitió dar el primer paso, el segundo, el tercero...

Luego, tuvo que tomar aliento, descansar unos minutos, recuperar fuerzas. Y vuelta a empezar. No tenía prisa. Disponía de toda la noche para conseguir lo que pretendía. Y lo conseguiría, estaba decidido a ello. No importaban los sacrificios. Ni el dolor físico.

Un par de horas más tarde, Bill Norton estaba incluso vestido. Las ropas nuevas que se hiciera comprar por el médico, para cuando pudiera salir de allí, se ajustaban a su cuerpo erguido, rígido por el dolor y por los tirones de las cicatrices.

Sólo faltaba un arma. Y un caballo. Sería suficiente para él.

Dio varios pasos. Ya podía andar. Era una simple cuestión de voluntad férrea, de energía sobrehumana al servicio de una idea fija, casi obsesiva: la revancha. La captura de su presa. El cumplimiento de una misión. Todo aquello en lo que Bill Norton, sheriff de Miles City, jamás había fallado.

Sólo que esta vez, muchas cosas serían diferentes. Antes de que la soga recibiera a su presa, Zane Wolff lamentaría mil veces haber huido y no haber muerto antes de caer en manos de su guardián. Porque ahora, Norton iba ser algo más que un conductor del preso, iba a ser, a la vez, verdugo implacable, vengativo hasta el sadismo. Sabía ser cruel, muy cruel, cuando era preciso.

Su odio por Wolff era puramente animal. Aquellas heridas, aquel trance, iba pagarlo el preso evadido en su propia carne. No importaba cuándo, daría alcance a Wolff. Estaba seguro de eso. Y le torturaría, le golpearía y haría sufrir lo indecible, hasta que llegaran a su punto de destino, donde la horca esperaba.

Esa era una de las fuerzas que sostenía al hombre convaleciente y le empujaban a la evasión, a la lucha. Era lo que le animaba a proseguir.

Nadie advirtió en la casa que el sheriff abandonaba ésta, sigilosa, calladamente, dando silenciosos, lentos pasos, con rictus de dolor. Más tarde, Bill Norton alcanzaba primeras casas del pueblo, se aproximaba a una herrería y establo, y golpeaba las puertas, para solicitar de su dueño la venta de un caballo.

Este se lo proporcionó, sin que Norton le discutiera el precio. Partió, sin arma alguna sobre sí, dispuesto a adquirirla más adelante, en cualquier otro lugar del camino. Cabalgaba rígido, erguido en la silla, sintiendo dolores lacerantes recorriendo todo su cuerpo como trallazos. Pero soportando todo estoicamente, tragándose la agonía de aquellas sensaciones físicas tan agotadora. Y dispuesto a tomar su revancha en breve. Muy en breve...

—Estés donde estés, Zane Wolff... —susurró entre dientes, apretando los delgados labios, hasta formar con ellos una línea, entre la barba de varios días que poblaba su rostro enjuto, demacrado y frío—. Estés donde estés... Bill Norton llegará hasta ti. Y a partir de ese día, lamentarás incluso haber nacido.

 

* * *

 

El arma chascó agriamente entre los dedos nervudos de Zane Wolff.

—Bien —dijo—. Tendré que matarme...

Un destelló de terror asomó a los ojos del hombre que le contemplaba. Tragó saliva, y miró angustiado hacia el revólver amartillado que le encañonaba sin la más leve vacilación en el pulso firme de Zane.

—No... no se atreverá a eso... —jadeó—. Sería un asesinato... a sangre fría...

—¿Y bien? —rió entre dientes Wolff—. ¿No se supone que soy un asesino? Haré, sencillamente, lo que se espera que haga. Igual me ahorcarán por dos o por tres muertes, que por diez. Eres el primero de la lista. Dolan.

El llamado Dolan se estremeció. Tenía el rostro del color del yeso. Balbuceó torpemente unas palabras:

—Pero... ¿por qué, Wolff? ¿Por qué matarme a mí? ¡Yo no tengo culpa de nada!

—¿No? Escucha Dolan: me costó trabajo saber dónde te habías acomodado, después de servir de falso testigo para mis acusadores, señalándome como acusador y asesino. Te debieron pagar muy bien el trabajo, ¿no es cierto? Posiblemente con dinero robado. El que se supone que robé yo, ¿no es cierto?

—No... no sé de qué me habla... —farfulló Dolan, trémulo, dando un paso atrás.

—No intentes huir. Ni mientas, Dolan —suspiró Wolff glacialmente—. Todo eso es inútil. He venido a por ti. Eres el motivo de que esté hoy en Bighom River Town. Me abriste la puerta de tu flamante casa, de esta hacienda ganada tan fácilmente, porque no pudiste reconocerme, ¿no es cierto? Oh, claro que no. Tú no podías imaginar que yo... fuese aquel mismo Zane Wolff que conociste... Y sabes por qué he venido. Sabes bien lo que significa mi presencia aquí hoy. Soy el emisario de la Muerte para ti. El mensajero de la venganza, diría yo, si tuviera sentido del dramatismo. Pero lo dejaremos en algo más simple: soy un hombre que pide justicia. Verdadera justicia. Y nombres. Los nombres de todos los que tuvieron la culpa. Especialmente, un nombre: el tipo que os pagó. El jefe de vuestro grupo de embusteros y perjuros. El que mueve los hilos en la sombra. El que me envió a la horca, para librarse él de todo posible riesgo... ¡Vamos, Dolan! ¡Sólo esa información salvaría tu vida, puedes estar seguro de ello!

—Juro que no sé nada... ¡No sé nada, Wolff! —lloriqueó Dolan, cayendo de rodillas, implorante—. ¡Yo no le ocultaría nada si lo supiera! ¡Le prometo que nada sé, que no vi nunca el rostro del hombre que nos pagó para jurar como testigos contra usted en aquella ocasión! Pero haré lo que sea, con tal de reparar el mal que hice. ¡Tiene que creerme!

—Te creo —suspiró sarcásticamente Zane—, Pero te creeré más aún, Dolan, si firmas eso en un papel, y vienes conmigo a decir al Marshall local que Zane Wolff es inocente, y que tú y tus compinches recibisteis un soborno importante para mentir y enviar a un inocente al patíbulo. ¿Verdad que vas a hacerlo, Dolan, amigo?

Muy pálido, tembloroso, el otro reculó, instintivamente.

—Eso... eso significaría la cárcel... durante años... —jadeó.

—Sí, pero no demasiados... En cambio, callar significa la tumba inmediata, para la eternidad —agitó el arma, apoyando el largo cañón en su cabeza—. Elige, Dolan, elige...

—¡No, no, no dispare! —sollozó el hombre—. ¡No lo haga, por el amor de Dios! La vida... la vida es lo que más estimo... Renunciaré a todo... con tal de salvar el pellejo. Firmaré lo que sea, confesaré...Juro que voy a hacerlo, si...

Muy bien —Wolff enfundó el arma tranquilamente—. Voy a escribirte un borrador de lo que tienes que firmar. Luego, vendrás conmigo a la oficina del marzal. Y te advierto que no te servirá de nada decir que yo soy Zane Wolff en persona. Ya ves mi placa. Aquí, ahora, soy para todos Bill Norton, el sheriff. Nadie admitiría que el auténtico Wolff iba a meterse solito en la boca del lobo...

Tomó un papel del encima de una mesa, mojó una pluma en tinta, y comenzó a escribir con rapidez. Mientras lo hacía, parecía haber descuidado totalmente la vigilancia de Dolan, su visitado.

Eso, evidentemente, era un error muy grave. Porque si Dolan apreciaba algo en su vida, no era sólo su pellejo, sino su comodidad, los lujos adquiridos, los bienes ganados tan indignamente. Y no iba a renunciar fácilmente a todo ello. En especial ahora, que vio a su temible visitante ocupado en la redacción de su confesión para el Marshall.

La mano de Dolan, subrepticiamente, deslizóse hacia un mueble inmediato... Tiró de una gaveta de la mesa sin producir el menor ruido. Un revólver negro, pavonado, apareció sobre los papeles. Lo tomó, rápido amartillándolo y dirigiéndolo contra el distraído Wolff, para coserle a tiros impunemente...

 

* * *

 

El juez Miller suspiró, tomando un sorbo de brandy. Luego miró risueñamente a su interlocutor, en el porche del edificio situado en la calle principal de Red Lodge.

—No pueden tardar. Si todo ha ido bien en estos días, amigo mío, pronto tendremos aquí a Bill Norton y su prisionero —dijo el magistrado—. Y pronto cumplirse la sentencia...

—Un criminal será borrado de la faz de la tierra, juez — asintió complacido Abner Busby, delegado del Gobierno de Estados Unidos para asuntos del territorio de Montana—. Pero eso no devolverá la vida a mi compañero Stuart Harper.

—Stuart Harper... —evocó el juez Hardy Miller—, Un gran muchacho aquel. Lástima que fuera tan brutalmente asesinado, junto con el alguacil Perkins, a manos de ese criminal sin conciencia llamado Wolff... El nos hubiera ayudado mucho a limpiar esta región de gentuza aparentemente honorable que no hace sino especular con tierras ricas en minerales, engañando a sus propietarios legítimos.

—Fue una lamentable coincidencia que estuviera ese día en el Banco, cuando fue atacado por Wolff —admitió el agente federal Busby, con expresión ceñuda—. Si el banquero Nichols no le hubiera citado ese día en su establecimiento...

—Así son las coincidencias de la vida, amigo Busby —resopló el magistrado—. El destino de Harper se fijó de un modo absurdo, por una serie de fatales casualidades. ¿Quién nos dice que nuestro propio destino no está marcado de igual modo, amigo mío?

—No me sorprendería, —confesó Busby, sacudiendo la cabeza—. Estoy investigando el asunto que Harper llevaba entre manos, para informar al Gobierno, pero confieso que no soy tan eficiente ni tan astuto como era él. Hasta ahora, no hice sino tropezarme con una serie de problemas insolubles. La sociedad que se lucra de esas tierras mineras, especulando, expoliando o coaccionando sobre los propietarios legales, sigue siendo un misterio para mí. Pero, evidentemente, ha de estar formada por gente importante de Montana, juez.

—Evidentemente. Mal servicio hizo a la justicia ese tipo, Wolff, al asesinar a su colega Harper. Por un simple delito vulgar de salteador, se echó a perder toda una cuidada e importante investigación sobre algo que afecta a todo Montana y, por ende, a los derechos de los ciudadanos de América y a la propia justicia y a la riqueza de esta región, Busby. De cualquier modo, le deseo suerte en sus pesquisas. Y confío en que, cuando menos, el hombre a quien juzgué en Miles City, donde Bill Norton fue capaz de capturarle, llegue aquí a cumplir su deuda con la sociedad justamente en el lugar donde cometió su horrible delito.

—Zane Wolff... —comentó entre dientes Abner Busby—. A veces me he preguntado...

—¿Qué? —le miró el juez Miller curiosamente, con sus ojos entornados.

—No, nada. Es una tontería. Pero iba a sugerir si sería posible que hubiese sobre sus culpas... alguna sombra de duda razonable, juez.

—Ninguna —rechazó Miller, algo ofendido—. Los testigos, las evidencias... Todo le acusó sin lugar a vacilación alguna. De otro modo, jamás le hubiera sentenciado a la pena capital, Busby. Aparte esa idea de su mente. Oh, por cierto... Ahí viene nuestro común amigo el banquero Nichols... Hoy no ha debido tener mucha tarea en su Banco...

—Yo les dejo —habló Abner Busby, poniéndose cortésmente en pie—. Un funcionario del Gobierno, tiene las horas de holganza muy limitadas, por desgracia. Buenas tardes juez.

—Buenas tardes, querido Busby. Y repito que le deseo mucha suerte en su investigación oficial, por el bien de todos...

—Gracias, juez. Dios le oiga...

Se alejó el agente del Gobierno, y el juez se quedó esperando la llegada de Frank Nichols, el banquero de Red Lodge, perjudicado cuando el asalto que cometiera Zane Wolff en su establecimiento, tiempo atrás.

Los dos hombres se saludaron. Nichols se frotó el mentón, contemplando al agente Busby mientras éste se alejaba calle abajo.

—¿De qué hablaban ustedes dos? —indagó, curioso.

—Bah, de muchas cosas —se encogió de hombros el juez Miller—, Cosas que no están claras, como lo de Zane Wolff... Y cosas como el asunto del agente Harper, el que murió en manos de Wolff casualmente, complicando las cosas para nuestra región, ya que Abner Busby no puede saber exactamente hasta dónde habían llegado las averiguaciones de su colega y camarada, en la búsqueda de los responsables de las últimas especulaciones en estas tierras.

—Oh, eso... —Nichols pareció poco complacido con el tema, y sacudió la cabeza—. No es mi problema, juez. Lo que me hubiera gustado a mí, es recuperar el dinero que ese cerdo de Zane Wolff me robó. Lo de las tierras, es un problema de los propietarios... y del Gobierno.

—Sí, pero recuerde que yo represento a la justicia —frunció el ceño Miller—. Y me gustaría saber si hay alguien que pueda pagar por esos hechos tan poco claros y honrados. Existe una sociedad, eso es evidente. Sólo que nadie sabe quién la dirige ni quién especula, compra a bajo precio... y expolia o engaña a sus propietarios legales. Comentamos que, si usted no hubiera citado ese día a Stuart Harper en su Banco, quizá nunca hubiera ocurrido lo que entonces ocurrió, amigo mío.

—Vaya... —se irritó Nichols—, ¿Acaso eso me convierte en sospechoso de encubrir a esa sociedad o de formar parte de ella?

—Por Dios, Nichols no sea suspicaz. Hablamos solamente de Wolff y de su crimen, no de lo que Harpe estaba buscando. Lo demás fue todo casual, por desgracia para nuestro anterior agente del Gobierno. Busby no me parece tan listo como el otro. Es posible que el asunto termine por no resolverse.

—Diablo, deje todo eso ahora, juez. ¿No está pensando en Zane Wolff, como yo?

—Sólo de vez, en cuando —suspiró el magistrado—. Para mí Zane Wolff dejó de existir el día en que fue juzgado y condenado. Ahora, todo lo demás es trabajo de alguaciles y de verdugo.

—Aún no he visto a ese tipo en la soga, juez.

—Pero lo verá —bostezó Miller—, Ninguno de los reos a quienes yo condené a muerte, eludieron su justo castigo, Nichols.

Y apaciblemente, el juez Miller bostezó, retrepándose en el asiento, con la intención de dormir una buena siesta.

Nichols, el banquero, le miró con disgusto y luego se alejó, sin comentar absolutamente nada.