Capítulo V
CUANDO llegaron nuestras amigas y les contamos lo que pasaba se quedaron tan sorprendidas que no lo quisieron creer.
Después, así que les hicimos comprender en qué consistía la clave, tanto para la palabra escrita coma hablada y la razón de que aquello no era más que una reproducción de la Tierra, como si éste se mirase en un espejo, Elsa preguntó.
—Muy bien. Pero ¿y los habitantes?
—¡Cómo, los habitantes!
—Sí. ¿Van a ser también una copia de los que hay en la Tierra?
—Eso sería imposible—dijo el profesor.
—Imposible, no, porque la reina de aquí es exactamente igual a la reina de allá…
—¡Eso es verdad! —manifesté.
—Será una coincidencia —opinó Obermayer.
—Y el duque de Edimburgo, ¿también es una coincidencia?
—No sé.
—¿Dónde has visto al duque de Edimburgo? —Le pregunté a Elsa.
—En el periódico de ayer.
—Entonces no cabe duda. No sólo el planeta es copia del nuestro como tal planeta, sino que los hombres también están copiados… ¡Ahora más que nunca deseo ir a Gotte Brass!
—Sería verdaderamente diabólico —sugirió Obermayer —que se encontrase allí con su misma persona.
—¿Con mi misma persona?
—¡Claro!
—¡Pues eso es lo que quiero saber!
En el mapa tuvimos Elsa y yo que repasar una porción de nombres, leyéndolos al revés.
El profesor al vernos tan engolfados exclamó:
—¿No sería más sencillo preguntar a la dirección del hotel?
Efectivamente: era más sencillo y cogí el teléfono.
—No, no —dijo Obermayer—. Hablando no conseguirá usted nada. Baje y haga las preguntas escribiéndolas… Ya sabe cómo.
Fue sencillísimo. Pregunté por Tsewdrofrevah en Ekorbmep, o sea Haverfordwest, en el condado de Pembroke, y aquella misma noche ya teníamos en nuestro poder los billetes del ferrocarril.
Obermayer, al saber que también había cogido billete para él, puso muy mala cara. Declaró al fin: —No, no; vayan ustedes. Me quedaré aquí esperándoles.
Aquello no me gustó nada y se lo dije en privado a Elsa.
—Es igual: déjalo. Si quiere quedarse que se quede. No nos hace ninguna falta.
—Pero… ¿Y no crees que puede ocultar algún designio?
—¿Cuál?
—A lo mejor, marcharse…
—No, no creo que se marche.
—¡Quién lo sabe! Puede estar arrepentido… Además ¿por qué no ha de querer acompañarnos? ¿No te parece sospechoso?
—No te preocupes: ya lo arreglaré.
—¿Vas a decirle algo?
—No, tú déjame a mí.
Al día siguiente por la mañana aparecieron unos señores, entre—ellos el inspector del cabello alborotado y blanco, solicitando entrevistarse con el profesor Obermayer.
Los hicimos pasar y cuando el profesor habló con ellos, se despidió de nosotros muy sonriente, deseándonos un buen viaje.
Al quedarnos solos pregunté a Elsa si sabía a qué se debía aquella visita.
—Ya te lo explicará Oom. Ahora vamos a tomar el tren, que debe ser cerca de la hora.