Capítulo XXIII

FUE por la mañana: a los dos días de haber perdido de vista, al profesor.

Serían las once.

Elsa y yo acabábamos de desayunar y leíamos los periódicos que seguían dando cuenta de los enormes temporales que azotaban a la Gran Bretaña y que todavía continuaban produciendo estragos en toda la Europa occidental.

Teníamos las luces encendidas, pues aunque era por la mañana el día estaba tan oscuro, por la negra cerrazón de las nubes, que parecía de noche.

La lluvia caía a torrentes y desde nuestra ventana no se vislumbraba apenas el perfil de la ciudad toda ella borrosa, casi invisible tras las espesas cortinas de agua.

De pronto el vaso con jugo de naranja, que estaba sobre el velador tocando con una botella, produjo un fuerte tintineo e inmediatamente un vivo resplandor iluminó la habitación.

Di, asustado, un brinco. Lo mismo hizo Elsa.

A través de la ventana vimos el cielo teñido de una luz blanca, de un brillo cegador que paulatinamente fue decreciendo hasta convertirse en un tono violeta.

No sé el tiempo que duró todo aquello: acaso segundos, tal vez minutos.

Cuando el color cárdeno desapareció, sobrevino una explosión horrible que hizo estremecer todo el edificio y luego nos vimos envueltos en una completa oscuridad: las luces de la habitación se habían apagado.

Sonaron unos timbres en los pasillos y, a continuación, un ruido de pasos precipitados con abrir y cerrar de puertas.

Después oímos el clamor de las sirenas.

Sin decirnos nada Elsa y yo echamos a correr por el pasillo adelante.

El ascensor no funcionaba y bajamos aprisa las escaleras, obstaculizadas por la gente del hotel que huía de todos los pisos atropelladamente.

En el vestíbulo la confusión era espantosa. Mucha gente salía a la calle presa de pánico.

"¿Qué pasa?" —escribí, pasándole la nota a un empleado.

"¡Todo el mundo a los refugios!” —redactó rápidamente.

Quise preguntarle cuál era el refugio más próximo, pero ya el empleado había echado a correr sin prestarnos la menor atención, a pesar de las buenas propinas que le dábamos todos los días precisamente por sus atenciones.

Se veía que había llegado la hora de echar por la borda todos los compromisos y no había más ley que la de conservar la vida a toda costa.

Comenzaba a descomponerse eso que se llama en toda sociedad bien organizada las buenas formas; después vendría el derrumbamiento del orden social ante ese impulso primigenio que, entre nosotros, se conoce con el nombre de strugle life.

Algunos se refugiaron en los sótanos del hotel; otros, sin reparar en que éstos estaban abarrotados ya de gente, querían a toda costa meterse allí también. El hombre de las multitudes quería morir en rebaño. Hasta en la muerte le asustaba la soledad.

I—luimos a la calle, marchamos a refugiarnos en el "metro", cerca de Trafalgar Square.

No hicimos más que llegar cuando sobrevino otra horrible explosión: esta vez más cerca.

Algunos rezagados quisieron entrar y fueron arrojados de allí a palos y a puntapiés.

Intervinieron unos cuantos agentes de policía y los asaltantes se introdujeron atropelladamente.

Nos metimos vía adelante por donde apenas se podía dar un paso y tuvimos que abrirnos camino a fuerza de codazos.

Para dominar el tumulto alguien se hizo escuchar, dando órdenes por medio de un altavoz. Pero la confusión era enorme.

Se oían gritos, lamentos y chillidos.

Después de mucho caminar nos detuvimos entre un pequeño grupo, compuesto en su mayoría por mujeres, artistas de variedades, a quien las explosiones había sorprendido cuando estaba ensayando sin darle tiempo a cambiar de ropa.

Algunas del grupo se cubrían con albornoces; otras llevaban la espalda y los muslos al aire y tiritaban de frío, deshechas en llantos.

Había tres agentes manipulando una estación de radio.

Me acerqué a uno de ellos en demanda de noticias e hice las preguntas como tenía por costumbre.

Le miró un poco irritado y le dije que era sordomudo.

Entonces se compadeció y escribió:

"Es un ataque atómico… ¡La guerra!”

Dejó de escribir al oírse otras dos explosiones que hicieron retemblar la bóveda, y arrojó el lápiz y el papel.

Sus dos compañeros, que tenían los auriculares puestos, se levantaron pálidos y se quitaron los cascos. Los llantos y los gritos de la muchedumbre arreciaron.

Elsa estaba presa de una tremenda excitación nerviosa, aunque tenía los ojos secos.

La vi desencajada, con la mirada fija y ausente y, al hablarle tratando de tranquilizarla, no me contestó. En aquel instante se apagaron las luces y Elsa murmuró:

—¡Salgamos de aquí!

—¡Imposible! Es un ataque atómico… Fuera encontraríamos la muerte.

—No digo salir fuera, sino salir de aquí: cerca de alguna entrada. ¡Es necesario!

—Pero cerca de la entrada será peligroso.

—Tan peligrosa es la entrada como lo es quedarse aquí. ¡Sigue adelante!

Luego cambió de parecer y dimos la vuelta, volviendo a nuestro punto de partida.

Nos abrimos paso palpando en la oscuridad, donde la confusión había aumentado porque había crecido aún más la multitud.

Tuvimos que arrimarnos a la pared chapoteando en el agua que corría a los lados de la vía.

Íbamos retrocediendo con muchas dificultades, tropezando aquí y allá.

Alguien se había preocupado de encender unos reflectores cuya luz, al ser proyectada a lo largo del túnel, daba a la espesa muchedumbre de hombres y mujeres un aspecto de condenados.

No se veían más que cabezas gesticulantes, rostros crispados, muecas dolorosas o histéricas, ojos agrandados por el terror o enrojecidos por las lágrimas.

Era una escena dantesca que ponía frío en la medula.

Gracias a los reflectores pudimos descubrir el andén de la estación que momentos antes habíamos abandonado.

Di un salto y pude encaramarme a él, sin embargo, un agente me impidió que permaneciese por más tiempo allí.

De repente vi al policía descender del andén, mientras un grito de horror era proferido por millares de gargantas.