2 años después
Un viernes de julio
Nada había cambiado en Salmo, salvo el hecho de que reinstalaron una nueva gasolinera y una iglesia justo en el mismo lugar donde estuvieron las anteriores, como si nada hubiera sucedido. Si bien el nuevo templo era mucho más moderno y con toda clase de sistemas contra incendio, y la estación de servicio pertenecía a una conocida petrolera multinacional.
La otra novedad concerniente a mi vida fue que me había convertido en tío y que, por desgracia, mi costilla nunca llegaría a soldarse del todo. Tampoco muchos otros sentimientos lo hicieron.
El verano se había adelantado y con él una pequeña tregua ante un invierno pasado más frío que de costumbre. En cuanto a la Casa de las Cruces, permanecía exactamente en el mismo estado que cuando Keller me la legó, incluidas las dichosas goteras.
Ya estaba anocheciendo cuando bajé al sótano. La humedad seguía siendo su propietaria. Tampoco había reformado nada ahí abajo, de hecho, lo único que sustituí fue la bombilla que adquirí en los almacenes Buster. Todo lo demás continuaba allí cual terrorífico cuadro, incluido el hedor a cripta, la silla de mimbre y la compuerta del búnker.
Me acerqué hasta ella y me puse en cuclillas. La observé con absurda nostalgia. Infinidad de evocaciones acudieron fieles a su cita hasta que el sonido de una sirena proveniente del exterior me liberó del recuerdo.
Fue un sonido corto, como el que hacen los agentes de policía para llamar la atención, aunque lo suficientemente agudo como para que pudiese percibirlo desde cualquier parte de la casa. De cualquier forma, las puertas del hall y de la verja estaban abiertas de par en par. Ya no había peligro.
Al escuchar aquello, su nombre regresó hasta mis lánguidos labios en forma de susurro:
—John...
De súbito, su voz emergió desde el interior del búnker atravesando más que el titanio.
—¡Robert! ¡Gracias a Dios! ¡Sácame de aquí! ¡Me estoy desangrando!
Con la voz quebrada por el llanto, volví a repetir las mismas palabras de entonces. Las mismas de cada anochecer:
—Escúchame, Johnny, todo ha salido bien. Ya he hablado con tu mujer y tu hijo, y están al corriente de todo lo que ha pasado. La compuerta está bloqueada y mañana por la mañana vendrán a arreglarla. Solo necesito que estés despierto para entonces. Estoy aquí contigo y no te dejaré solo, socio.
Regresé al piso de arriba con la esperanza de que, tal vez, al día siguiente, John Seckman fuera aquel joven que me salvó la vida y ya no me implorase que le abriera la compuerta para poder abalanzarse sobre mi carótida.
Volvería a abajo al amanecer, aún con la descorazonadora certeza de que el silencio sería de nuevo la única respuesta tras aquella compuerta.
Mientras subía los dolientes escalones me enjugué los ojos y salí afuera, donde el todoterreno policial me aguardaba con el motor encendido. Steve, adjunto del nuevo sheriff y que pasaba a visitarme de vez en cuando, estaba apoyado sobre la puerta abierta del conductor. Tuvo que elevar la voz para superar el estruendo del veterano motor.
—¿Todo bien por aquí?
—Todo bien, Steve—respondí—. Gracias.
—¿Qué tal van esas goteras?
—Invencibles.
—Ya sabes que si necesitas ayuda, mi tío podría techarte de nuevo la casa entera. Es la época, y la pizarra es su especialidad.
—Lo tengo en cuenta, pero de momento trataré de hacerlo yo solo —mentí. Las goteras me importaban una mierda.
—De acuerdo, Robert. Ya sabes que cualquier cosa que necesites... solo tienes que avisarme.
—Lo sé. Gracias por pasar, Steve.
—De nada, para eso estamos.
Volvió a subirse al coche y se marchó de allí hasta la semana siguiente, día arriba o día abajo.
Me senté en la vieja mecedora y prendí un cigarrillo. Con Johnny no había lobos, tal vez porque nunca hubo maldad alguna en él, ni tampoco habría salvajismo si consiguiera salir. Simplemente se limitaría a alimentarse, como cualquier otro animal responde a sus instintos. Sin crueldad, que es justo lo que distingue a los hombres de cualquier otro ser vivo. Aunque John Seckman ya no fuera ninguna de esas dos cosas. De todas formas, si existen los vampiros sin malignidad, seguro que mi amigo debía de ser uno de ellos.
Los vertiginosos acontecimientos me habían transformado en una persona muy diferente de la que era cuando llegué. Con el tiempo me he convertido precisamente en aquello que traté de evitar, precipitándolo todo y sentenciando a mi amigo. Ahora yo era Keller, y ambos compartíamos la misma vida de condenación. Si bien, el motivo que regía nuestros días fuera muy diferente.
Sigo pensando que, una vez que aquella bestia pereció bajo el fuego, nació una esperanza. Y a ella me sigo aferrando cada amanecer.
Recuperarán de golpe la vida y también los años que a Dios deben…
También sé que llegará un día en que tendré que hacerlo. En que dejaré de percibirlo como el último superviviente del grupo que todavía me clama ayuda, y comenzaré a verlo como una fiera enjaulada que sufre. Pero hoy no. ¡Joder, es mi amigo! Y cuando decida bajar una mañana y atravesar su corazón, estaré ensartando el mío también. O al menos, lo poco que queda de él.
Si por el contrario decidiera apretar el gatillo sobre mi boca o colgar la cuerda sobre el árbol, estaría condenando a su vez a más personas inocentes. Aquellas que un buen día entraran en la casa, tal vez unos chicos curiosos que acamparan frente a ella una tarde, que decidieran entrar y bajaran al sótano…
No pasa un solo momento sin que piense que debía ser yo quien estuviera ahí abajo, sin que recuerde a la familia Wennagan, al párroco Sherman, ni tampoco al pequeño Danny, ni a Elizabeth…
Ni a Keller.
He deseado volver a odiar como entonces al despiadado ser que mató a mi padre y condenó a mis amigos, pues al igual que los clavos, solo un sentimiento tan extremo puede sacar a otro. Pero por mucho que lo he anhelado, no lo he vuelto a hallar. Como si se hubiese hecho cenizas en la iglesia. Ahora mi corazón no es más que una balanza condenada a bascular, en un lado la esperanza nada más despertar. En el otro, la culpa durante el resto del día.
Ya he tachado los nombres que faltaban en la corteza, incluido el mío. Creo que era lo más justo. Los chicos no han vuelto a reunirse conmigo en el soportal, aunque eso ya lo supe desde que los vi a la salida del túnel.
Mi entrada.
Sin el ser que los condenó, sus almas por fin descansan en paz. Tampoco he vuelto a ver a Grace, aunque todavía guardo su número escrito de su puño y letra en alguna parte, bien a resguardo para que el alcohol no pueda localizarlo y no pueda arruinar su vida, también.
Estoy convencido de que la lavadora no ha dejado de funcionar durante todo este tiempo, aunque al menos el Hombre del Chubasquero Naranja no ha regresado. Eso ya es suficiente.
Los cuervos se han ido, pero las demás aves siguen pasando de largo por aquí. Bajo las ramas centenarias donde debía estar el Refugio Anti-Osos, y recordando las palabras que Keller me dijo justo antes de marcharse, termino esta historia.
Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, al contrario... la hacen más profunda.
Qué razón tenía.
Salmo.