KELLER

Nací en Küsnacht, una pequeña comunidad adinerada de Zürich. Y conmigo nació la llamada Gran Depresión, cuando la crisis, fruto de la codicia norteamericana, fue exportada al resto del mundo. Incluido al mío.

Mi padre era el director de una importante compañía de relojes con sede en Estados Unidos, a la que accedió gracias a mi tío. Él había llegado a este país para expandir su mercado tiempo antes que su hermano, que prosiguió en nuestra sede en Suiza.

Aunque ambos ya nacieron ricos de cuna, a mi tío le agradaba despilfarrar dinero, mientras que mi padre poseía el talento de mi abuelo: sabía sacarle provecho a cualquier idea para su beneficio, por pequeña que esta fuera, siempre desde la discreción. Así, cuando acabó la Gran Guerra, fue nombrado presidente de la compañía y, al poco, su volumen de riqueza alcanzó valores incalculables.

Pese a que mi padre insistía en que la familia se trasladara definitivamente a América —lo que supondría el fin de los muchos viajes que debía realizar para estar con mi madre—, ella quiso permanecer al lado de mi abuela y acompañarla en sus últimos y lánguidos días. Pero sobre todo, su principal deseo era que su primer hijo brotara en Europa y fuera suizo, «no solo de corazón sino de tierra», como ella solía decir.

Al poco tiempo de nacer yo, mi padre decidió que era el momento oportuno para trasladarnos a una hermosa casa en New Hampshire, junto al lago. Según él, una gran tragedia económica amenazaba el mundo y solo podría afrontarla estando cerca, pues tras la guerra, el mercado americano suponía casi la totalidad de los beneficios. Meses después así sucedió y comenzó la llamada Gran Crisis.

Es en época de dificultades cuando más se precisa del talento, y como ya te he dicho, mi padre poseía uno especial. Muchos bancos quebraron, numerosos empleados fueron despedidos de las fábricas y si bien el capital de su industria sufrió importantes pérdidas, supo aprovecharse de sus relaciones con el gobierno y el ejército de diversos países para proveer tanto a su maquinaria de guerra como a sus soldados, abaratando no solo el producto sino también su mano de obra.

Cuando cumplí nueve años, la economía volvía a florecer y por aquel entonces mi madre ya pensaba en volver a Suiza. Pese a sus arduos esfuerzos por adaptarse, el modo de vida norteamericano no parecía estar hecho para ella.

Sin embargo, en Europa se desató la Segunda Guerra Mundial, y aunque nuestro país siempre se mantuvo al margen, aquel terrible acontecimiento frustró sus planes y esperanzas. Apenas dos años después, el día que yo cumplía once, falleció a consecuencia de una enfermedad cardiaca.

La misma que yo heredé.

En aquel entonces recuerdo que mi padre sufrió mucho. Le oía llorar en el despacho contiguo a su habitación, aunque cuando salía de él no afectaba el aspecto de un hombre destrozado, sino que mostraba su expresión de fortaleza tan característica. Él creía que un hombre tan solo se definía por la imagen que proyectara en los demás, y las apariencias lo eran todo en nuestra clase social.

Por desgracia, no tardó en caer las garras del bourbon y sus días se convirtieron en noches. Te diré algo, hijo: el alcohol es el peor de los enemigos porque viene cuando más lo necesitas, y siempre te deja ganar al principio.

A pesar de la ayuda de mi tío, mi padre nunca llegó a recuperarse de la pérdida de mi madre. Jamás dijo nada acerca de ello, pero el paso de los días me desveló que más que la soledad, lo que en realidad lo consumía era el no haber estado a su lado el tiempo necesario. Y tal hecho, para el propietario de una importante compañía relojera, resultaba una cruel ironía.

Una vez, durante una de esas tardes de primavera en el jardín que alargaban la luz solar vaticinando la llegada del estío, me confesó que nunca llegó a conocer a mi madre del todo. La había provisto de todo tipo de lujos, incluso tenía una servidumbre a su servicio, pero lo único que ella siempre deseó fue ser feliz a su lado, serlo con nosotros. Y a día de hoy, mi respuesta a esa incómoda pregunta, varía en función del número de vasos vacíos.

A raíz de aquello, mi padre desarrolló una especie de obsesión acerca del tiempo, lo que supuso un drástico cambio en su visión de la vida, y como fiel compañera de viaje, tal ofuscación le persiguió hasta el día de su muerte.

Sus problemas para conciliar el sueño se acrecentaron y en aquella mansión de New Hampshire quedaron demasiados recuerdos afilados que lo desangraban poco a poco. Fue su doctor quien casi le obligó a cambiar de aires. Le dijo que si las cosas proseguían por esa senda, podría arrastrarnos a todos con él. Yo estaba a punto de cumplir trece años y para entonces mi padre tomó la decisión de centrar el resto de sus días en mí.

Deseaba que creciera conforme a sus valores, que desarrollara mis propias virtudes, pero teniendo siempre presente que el valor más preciado de un hombre es su tiempo. Una vez más, de un momento de dificultad personal, supo obtener beneficio.

Era evidente que mi padre no pretendía que cometiera el mismo error que él y permaneciera preso en mitad de la clepsidra. Así pues, vendió el cincuenta y uno por ciento de sus títulos a mi tío —a quien la crisis había golpeado más fuerte debido a su manera de hacer las cosas—, escogió un lugar tranquilo para acabar sus días y mantuvo a raya al alcohol. Fue el año en que nos fuimos a vivir a Cape Cod.

Nos trasladamos todos, incluido el servicio. La mansión que mi padre adquirió le significó una auténtica fortuna, pero el dinero nunca había supuesto un problema para él, más aún después de la venta de su parte.

Sin duda era la más hermosa de todo el Cabo, situada en la parte más oriental de Chatham. Era un lugar maravilloso; de hecho mi padre solía repetir a menudo cuánto le hubiera gustado a mi madre. A mí tampoco me cabía duda. Desde cualquier ventana se divisaba el infinito Atlántico en el horizonte, y pese a que la envolvían extraordinarios jardines, tenía su propia playa privada y un embarcadero con amarres.

No solo se trataba de la más espectacular de la región, sino que además era la única construida enteramente de oscuro mármol de Purbeck, en el estilo gótico propio de las islas británicas, con sus ménsulas y gárgolas coronando ventanas y terrazas, confiriéndole un aspecto tan tenebroso como bello.

Al parecer, cuando su antiguo propietario un excéntrico millonario irlandés falleció, la residencia fue heredada por su único hijo, que había roto cualquier tipo de relaciones con su padre tiempo atrás y malvivía arruinado en Boston. Tan pronto como advirtió los considerables gastos que conllevaba su legítima, puso en venta la casa a través de una importante agencia y mi padre no se lo pensó cuando le fue ofrecida.

Según el propio agente inmobiliario, aquella mansión era sin lugar a dudas una de las más lujosas de todo el país. Y dadas las circunstancias, una oportunidad única que no duraría mucho a la venta. Fuera en la época que fuese, reliquias como aquella no se ofertaban ni por todo el oro del mundo.

Mi vida en el Cabo comportó un sustancial cambio en mis costumbres. Ingresé en una nueva escuela superior, lo que supuso dejar en mera correspondencia las pocas amistades que tenía. Me inscribí en la academia de música para continuar mis estudios de piano, y conocí a otros niños tan adinerados como carentes de interés, pero sobre todo, en apenas dos años pasé más tiempo con mi padre que el que había pasado en trece.

Solíamos caminar por nuestra playa privada y pescar en bote, en tanto que su empeño se centraba en enseñarme a ver más allá de lo que mis ojos pudieran contemplar. En transmitirme su talento para salir airoso de retos difíciles a través del «arte del análisis», como él lo llamaba. Siempre decía que hasta el más débil puede vencer al enemigo más poderoso si llega a conocerlo lo suficiente. Y debe de ser por ello que con los años hice de la observación y la deducción mi escudo para afrontar la vida anticipándome a cualquier vicisitud.

Aunque como te he dicho, fue su obsesión por el valor del tiempo lo que consumía sus días, pues creía firmemente que quien fuera capaz de dominarlo, dominaría el mundo entero. Y como siempre, una vez más, estaba a punto de descubrir que tenía razón.

Nunca olvidaré la primera vez que conocí al Príncipe. Fue una tarde de noviembre, llovía con intensidad y de manera aleatoria el viento golpeaba los puntiagudos ventanales empapando los cristales y causando la desazonada sensación de que allí afuera, el mundo acariciaba su fin.

Yo tocaba el piano en el salón, pues la música siempre me relajaba en las noches de tormenta, mientras que mi padre disfrutaba de la compañía de un buen maltés, previamente dosificado por Nadine, nuestra ama de llaves. Entonces Paul, el capataz de la propiedad, entró junto a ella con visible expresión de preocupación. Ambos la albergaban.

A pesar de su aspecto robusto y curtido, Paul siempre había sido moderado en las formas y jamás mostraba sus verdaderas emociones. Seguramente siguiendo el consejo de mi padre, o puede que como una lección aprendida en la calle. Pero aquella noche de invierno, hasta en la mismísima oscuridad hubiera podido vislumbrar la angustia en sus ojos.

—Disculpe la molestia, señor, pero un barco ha amarrado en nuestro embarcadero.

—Puede que intente protegerse de la tormenta —dijo mi padre con su habitual tranquilidad.

—No lo creo, señor.

—¿Por qué?

—Verá, se trata de una goleta muy antigua y solo han desembarcado dos hombres. Aunque no he sido capaz de distinguir la bandera, por el tipo de navío y su tamaño le aseguro que no son de la zona, y que su patrón debe de ser un hombre muy adinerado para disponer de tal reliquia.

—El hogar de los Keller está abierto a todo aquel que lo necesite, sobre todo en esta noche de tempestad. Por favor, Nadine, disponga todo cuanto sea necesario. Y Paul, acompáñelos hasta la entrada. Sea amable.

—Sí, señor —respondieron casi al unísono.

Recuerdo que mi padre me pidió que continuara tocando. Yo me hallaba algo intrigado por lo misterioso de la interrupción y me costó retomar el Claro de luna de Beethoven, nuestra pieza favorita.

Mi padre debió de apercibirse. Acto seguido se levantó, se acercó a mí y me susurró:

—Cuando hagas algo, hijo, procura hacerlo empleando tus cinco sentidos. Más aún si pretendes honrar el nombre de la música.

Poco tiempo después, las puertas del salón se abrieron y apareció Paul acompañando a dos hombres. Uno de ellos, de fabulosa altura cercana a los dos metros y que debía de mediar la treintena, vestía de un modo más propio del siglo pasado, con un oscuro sombrero de copa alta que protegía parte de una morena melena. De su traje pendía una larga capa de seda negra que le cubría todo el cuerpo, posiblemente ocultando su delgadez, y apenas descubría en su corte una especie de largo bastón que subyugó mi atención de un modo inusual. Probablemente fuera debido a que no podía distinguirlo bien y parecía mantenerlo oculto en todo momento.

Sin embargo, lo que más me aterró fue su tez, de una palidez fantasmal. Y a juzgar por el rostro de Paul, a él también le perturbaba.

Sus ojos eran negros, lo que en contraste con su piel le confería una mirada penetrante. Tenía la nariz aguileña y sus fosas nasales algo dilatadas, como si con ellas fuese capaz de oler a kilómetros de allí.

No hizo falta que pronunciara sus primeras palabras para que nos diéramos cuenta de que no era norteamericano. Su acompañante, en cambio, era de estatura corriente, portaba gafas y un maletín de cuero con gotas de agua surcando sus pliegues. Vestía de un modo refinado un traje con raya diplomática, tal y como lo haría un banquero o un abogado, y para cuando observé que permanecía de pie junto a la puerta aguardando, adiviné al instante que debía de trabajar para el primero.

Algo que mi padre ya sabría en cuanto los vio entrar.

—Sea usted bienvenido a mi humilde morada —dijo extendiendo su mano hacia el más alto.

—Bien hallado —replicó este con un ostensible acento balcánico, al tiempo que correspondía al gesto tendiendo su nacarada y huesuda mano.

—Diría que viene de bien lejos.

—En efecto, vengo de los Cárpatos. Es curioso, podemos perder nuestra fortuna, nuestras amistades e incluso nuestra arena vital… pero nunca el acento. Mi nombre es Nikolay Vriel, Conde de Bran. Y él es mi abogado, del bufete Stevenson & Spencer

—dijo señalando a su ayudante.

Mi padre asintió con una sonrisa.

—Un honor conocerle, Conde de Bran; yo soy Oscar Keller, y este es mi hijo, el primero y único de la familia —indicó con su mano hacia donde yo estaba.

Aquel hombre me miró con sus lóbregos e inexpresivos ojos e inclinó levemente la cabeza en un ademán.

—El placer de conocerles es mío —apuntó.

—Por favor, tome asiento —le instó mi padre—. Paul, puede usted retirarse.

El capataz obedeció y se marchó cerrando la puerta tras de sí.

—Y bien, señor Vriel, ¿ha tenido problemas con la tormenta?

—En realidad, no. Mi visita se debe únicamente a un motivo.

—Pues quedo a su disposición.

—Muy bien. Seré lo más conciso posible. Como usted ha comentado, vengo de lejos, y aunque a lo largo del año vivo en diversas partes del mundo, hasta hace poco no había tenido el placer de conocer este hermoso trozo de tierra junto al océano. Sin duda es un entorno maravilloso y con el tiempo tengo el propósito de mudarme aquí.

—¿Se refiere a Cape Cod?

—Me refiero a su casa, señor Keller. Aprecio su virtuosa arquitectura, la efigie de poderío que refleja sobre la arena de la playa cada atardecer, y desearía hacer de ella mi futura residencia.

Mi padre se reclinó hacia atrás mientras me dedicaba una efímera mirada. Después, su tono de voz, amable hasta entonces, se tornó más seco y distante.

—Mucho me temo que le han debido de informar mal. Mi casa no está en venta, señor Vriel.

—Lo sé. La gente como usted o como yo no precisa vender, pero lo que pretendo no es comprar esta asombrosa propiedad… sino su herencia. Como le he dicho, es mi propósito, y un verdadero hombre de negocios no puede desistir de una idea sin presentar otra que pueda ser de su satisfacción.

—Le escucho, pues —dijo mi padre intrigado.

—Verá, normalmente yo nunca me encargo de estas cosas personalmente, sino que lo hace el bufete Stevenson & Spencer, con sede en Londres —dijo señalando al abogado del maletín—. De este modo, he adquirido innumerables propiedades a lo largo y ancho del mundo. Con todo, es tan grande mi deseo de trasladarme a esta singular y bella mansión en el futuro, y por tanto de que usted pueda tomar mucho más en consideración mi proposición, que he decidido acudir en persona. Y pese a que pudiera resultar pretencioso, debería sentirse halagado, pues han sido muy contadas las ocasiones en las que hice tal cosa. Dicho esto, espero que no le moleste que sea mi abogado quien le explique en qué consiste dicha propuesta. Las leyes internacionales no son mi fuerte.

Con diligencia, el hombre trajeado se acercó hasta ellos con su maletín. Lo abrió y extrajo unos documentos que posó sobre la mesa de centro. A continuación, como si ya lo tuviese automatizado, comenzó a recitar con evidente acento británico:

—La propuesta, señor Keller, es la siguiente: nuestro cliente, el señor Nikolay Vriel, le compraría esta casa en vida. Evidentemente se le pagaría con efecto inmediato, por lo que los muros quedarían a nombre de nuestro representado, que sin embargo no podría habitar en ella hasta que usted fallezca, siempre por causas naturales como se especifica en el contrato. Pues si algo trágico le sucediera a usted, perdería su posesión, que de forma instantáneo recaería en la persona que tuviera a bien designar en su momento a tal efecto. Por lo que, a través de dicho acuerdo, usted podrá disponer de una cuantiosa cantidad de dinero por adelantado y disfrutando de su propiedad hasta el día de su defunción. Obviamente, el precio quedaría íntimo a su elección, si bien tomando tal azarosa transacción como una lenitiva en el valor de mercado. Viene todo detalladamente especificado en este contrato que le dejo aquí.

—Bien... esto plantea una incógnita —dijo mi padre con una especie de sarcástica mueca—. Aunque usted es visiblemente más joven que yo, ¿qué sucedería si es quien perece antes?

El conde de Bran devolvió la sonrisa, mostrando una perfecta y blanquecina dentadura.

—Veo que es tan sutil como presuponía, señor Keller. Más que una incógnita, es sin duda la mayor ventaja añadida de la que usted dispondrá. En el caso de que yo conociera la muerte antes que usted, se quedaría con el dinero y a la vez mantendría la propiedad de la casa.

En ese momento, mi padre se levantó enérgicamente del sofá y se dirigió al mueble bar, donde cogió otra copa:

—¿Qué tomarán, señores? —preguntó.

—Se lo agradezco —replicó el conde, pero mi estómago es la única parte de mi cuerpo que no puedo dominar.

—Yo tampoco tomaré nada, señor Keller. Se lo agradezco

—añadió el abogado, que tras cerrar su maletín y dejar los documentos sobre la mesa, volvió a situarse junto a la puerta.

—Muy bien, entonces permítanme rellenar esta copa vacía —dijo mi padre, al tiempo que servía en un dosificador un poco de whisky y lo vertía en un nuevo vaso.

Aunque seguía teniendo sus batallas con la bebida, su nueva vida y sobre todo su ocupación para conmigo, le habían hecho un hombre mucho más prudente. Volvió al sofá, sobre el cual se reclinó con las piernas cruzadas y saboreó su licor.

—No puedo negar que es una oferta… extraña —alegó una vez hubo bebido.

—Lo es, señor Keller, pero convendrá conmigo que, entre hombres como nosotros, lo convencional resulta... aburrido.

—Lo siento, señor Vriel, sin duda ha hecho usted un largo viaje, pero no puedo más que declinar su oferta.

Entonces mi padre me miró, esta vez fijamente, y añadió:

—Y si Dios respeta las leyes de la naturaleza, mi hijo heredará este hogar.

—Muy bien —dijo Nikolay, incorporándose—. Creo que ya he abusado demasiado de su amabilidad. Solo permítame una última cosa.

—Por supuesto —replicó mi padre mientras hacía lo propio para despedir a sus invitados.

—Prométame que no sepultará mi propuesta y que la tomará en consideración una última vez más. Entienda que es un asunto de vital importancia.

—De acuerdo, tiene usted mi palabra.

En ese momento los dos estrecharon su mano.

—Ahora debo marchar, está anocheciendo.

Mi padre titubeó ante aquella última frase. Yo nunca la olvidaré, pues si bien no comprendí su significado entonces, vino acompañada de una especie de escalofrío que recorrió todo mi cuerpo.

—Con esta tormenta no podría permitirlo. Quizás debería quedarse el tiempo que...

—Agradezco su cálida hospitalidad señor Keller, pero como le digo debo marchar. Insisto.

El abogado hizo un ademán de despedida con la cabeza e inmediatamente después, ambos fueron atendidos por Paul y Nadine en la sala de recepción, que los acompañaron hasta la puerta.

†††

Recuerdo que aquel extraño personaje me produjo pesadillas en las noches sucesivas a su visita. No solo su aspecto físico o su luctuoso modo de vestir, sino también su acento, o incluso su modo de pronunciar aquellas palabras me atribulaban.

Los días se sucedieron en el Cabo y el invierno dejó paso a la primavera. Para aquel entonces, por fortuna ya me había olvidado de la desdichada visita y los jadeantes despertares en mitad de la noche cesaron.

Mi padre y yo continuábamos cada tarde nuestros paseos por la playa y conversábamos acerca del mundo, de los negocios o incluso de Dios. Y aunque yo era el alumno más aplicado de la escuela (cosa que hacía sin esfuerzo, no solo debido a mi inteligencia, sino porque carecía de amigos que pudieran distraerme), aprendí mucho más en aquellas conversaciones que con los profesores.

Los dos compartíamos la pena de echar de menos a mamá, y si el amor no nos había unido hasta entonces, sí lo hizo su pérdida. Ella parecía volver cada noche para llenar la copa de mi padre, y aunque como hombre de férrea voluntad había sabido controlar sus impulsos, de vez en cuando daba su codo a torcer. Mi único miedo era que aquellas contadas ocasiones a espaldas de Nadine, se convirtieran en rutina, como lo fue en la casa del lago. Sin embargo, cuando Emma Saultier llegó a nuestras vidas, aquellos fantasmas desaparecieron.

Era mucho más joven que mi padre y al igual que él, había sufrido la pérdida. Su padre, que era vecino nuestro, falleció durante un accidente con su velero e incluso recuerdo que acudimos al multitudinario funeral. Toda la alta sociedad se dio cita en la Iglesia Presbiteriana Congregacional para ofrecerle el último adiós.

Emma residía en su casa de Boston y hacía poco tiempo que había perdido también a su marido en la guerra, estando ella embarazada. Tras el aciago accidente de su padre, heredó la propiedad colindante a la nuestra, por lo que de la noche a la mañana se vio a cargo de un hijo pequeño y de una mansión tan preciosa como enorme que su padre le había adjudicado junto al resto de la servidumbre.

Al igual que hiciera el anterior propietario de nuestra casa, tan pronto como se legalizaron todos los documentos sucesorios, contactó con su vecino más próximo, mi padre, para requerirle consejo. Y así fue como la conoció.

Pero Cape Cod era una pieza de tierra tan extraordinaria que acababa por atraparte, y a pesar de que ella conoció aquel lugar tan durante los veranos que pasaba junto a su padre, poco a poco fue mudando su idea inicial y finalmente la retiró del mercado.

Puede que fuera el destino lo que uniera a mi padre y a Emma, aunque yo siempre creí que fue algo más poderoso y que a lo largo de mi vida he desenmascarado en más de una ocasión. La necesidad.

Fuera lo que fuera, ella supuso su salvavidas, el peso justo en la balanza que le faltaba para alcanzar su tan escurridizo equilibrio vital. Y aunque los primeros días que acompañaba a Emma al teatro o incluso a cenar se le distinguía entusiasmado, yo ya sabía —porque él me lo reveló y no porque lo descubriera por experiencia propia—, que el amor admitía diferentes formas de sentirlo. Que por mucho que se pudiera amar a alguien, el amor por su recuerdo siempre sería era más fuerte. Sobre todo, si la persona amada se lo llevó consigo. Y mi madre formaba parte de él, todos los días de su vida.

Yo le decía que lo entendía (aunque no fuera cierto, pues en mi corazón no ha quedado resquicio alguno para amar a nadie más), e incluso me sentía feliz por él. Por nosotros. La señorita Saultier se había convertido en una bendición para los Keller, incluido mi preocupado tío, quien cambiaba de mujer como lo hacía de sombrero.

Para cuando regresó el invierno, Emma ya formaba parte de nuestra vida cotidiana e incluso pretendía contraer segundas nupcias, pese a que él mostraba sus reticencias. Sus voluntades permanecían prisioneras de su espacio y tiempo, a merced de los rumores de la alta sociedad residente en el Cabo, los cuales perturbaban más de lo debido a las familias. Y como ya he dicho, para mi padre la imagen era esencial.

Una tarde de domingo, mientras nos hallábamos los tres reunidos en el salón y yo ojeaba un catálogo de viajes, Paul volvió interrumpir nuestra rutina.

—Señor Keller. Es ese señor, el conde de Bran… ¿lo recuerda? Ha vuelto.

Recuerdo que Emma observó de un modo curioso a mi padre, porque entonces supe al instante que no le había mencionado nada acerca de la proposición de compra.

Abandoné el catálogo sobre la mesa y una sensación de malestar se apoderó de mí. Hasta entonces, había logrado olvidar el episodio donde apareció por primera vez aquel extraño, pero en ese momento, antes incluso de que Nikolay Vriel cruzase la puerta, ya recordaba hasta el último detalle de su ser.

—Hazlo pasar —respondió mi padre sin pestañear.

Recuerdo que Paul hizo algo que me produjo más inquietud, tal vez más por lo inusual que por el mensaje subyacente en sí. Se permitió dar su opinión.

—Señor, con el debido respeto, no creo que sea una buena…

Ahí se detuvo. La desafiante mirada de su regente fue suficiente. De inmediato se perdió en el interior de la casa y mi padre aprovechó para indicarle a Emma que se retirara, pues se trataba de una mera cuestión de negocios, a lo que ella aceptó sin réplica.

A continuación gesticuló hacia mí para que permaneciera allí junto a él, pese a que lo que más me apetecía era salir a la carrera. No tardé en dilucidar que aquello que mi padre tuviera que decirle, tenía que ver conmigo.

Unos minutos después, apareció por fin Nikolay Vriel, conde de Bran, recién fugado de mi recuerdo. Exangüe como un espectro, con su nariz afilada, sus fosas nasales tan abiertas y negras como si de fosas comunes se tratara y la misma negra capa rodeando su cuerpo, ocultando el bastón.

Si bien, a diferencia de la vez anterior, en esta ocasión había entrado con dos corpulentos sirvientes sin traje que aguardaron discretamente en el salón de recepción.

—Bienvenido de nuevo, señor Vriel —dijo mi padre tendiéndole la mano y ofreciéndole la mejor de sus sonrisas.

—Bien hallado nuevamente, señor Keller —replicó este correspondiendo el gesto.

—Ya conoce a mi hijo así que, por favor, tome asiento.

—Gracias.

Con un gesto sereno, se aposentó en la misma butaca donde lo había hecho apenas un año antes. Pero esta vez, el conde de Bran apoyó el bastón que me había llamado extrañamente la atención en la butaca, por lo que quedó claramente ante mi vista.

Mis temores cobraron sentido de pronto, produciéndome aún mayor exaltación. Era de madera oscura y no se trataba de un báculo corriente, sino que se hallaba tallado de modo artesanal. Su empuñadura estaba cincelada por lo que parecía formar la cabeza animal y la parte inferior, con la que apoyaba, incomprensiblemente finalizaba en afilada punta.

—Esta vez insistiré en que me acompañe usted —dijo mi padre al tiempo que tomaba dos copas del mueble bar.

—Mucho me temo que debo rechazar, de nuevo. El alcohol no me sienta bien.

—¿Y a quién sí, señor Vriel?

Este sonrió levemente, volviendo a descubrir su blancuzca dentadura, que casi podía afirmarse que permanecía en idéntico estado que la última vez.

Mi padre se sirvió el licor y se acomodó por fin en el sofá. El mero hecho de corroborar que el whisky le proporcionaba una familiar sensación de comodidad, me devolvió viejos fantasmas. Si bien debo reconocer que, en aquella tarde, mis temores eran mucho mayores que aquel.

—Supongo que habrá cumplido la promesa que me hizo, señor Keller.

—Por supuesto. Un hombre no es más que lo que vale su palabra.

—Celebro oír eso. En estos tiempos es muy difícil encontrar hombres de verdad.

—Verá... poco tiempo después de su marcha, traté de recabar información acerca de usted. Eso ya debió de suponerlo.

Vriel asentía levemente con la cabeza dibujando una especie de mueca en su rostro, como si se si sintiera halagado.

—Hablé con amigos en el extranjero —continuó mi padre mientras realizaba una pausa para atender a su bebida—, e incluso consulté a algunas personas del mundo inmobiliario...

—Y apostaría toda mi fortuna a que nadie pudo hablarle de mí.

—En efecto.

—Si hay algo que he aprendido hasta ahora, señor Keller, es que el paso del tiempo es capaz de borrar los nombres, incluso aquellos grabados más fuertemente en la piedra.

—No le sigo.

Vriel volvió a mostrar su pulcra sonrisa.

—Me refiero a que ni usted ni sus amistades podrá conocer nunca a una persona por un simple nombre. De hecho, las personas más poderosas e inteligentes siempre permanecen en la sombra, donde el resplandor dorado no pueda cegarlos.

—Conozco a muchas personas poderosas —rebatió mi padre con cierto orgullo.

—Entonces permítame dudar de su verdadero poder. Aquellos que mueven el mundo están dentro de su eje, y créame, allí solo hay oscuridad. Verá, señor Keller… yo provengo de un linaje europeo, como usted. Y si bien mis riquezas se dividen a lo largo y ancho del mundo, mi nombre ha permanecido siempre en esas tinieblas que denominan «anonimato». De hecho, y como ya sabrá, la fortuna y el éxito poseen diversos nombres y ninguno de ellos es el verdadero.

—Debo suponer pues, que no me dio a conocer su auténtica identidad —señaló mi padre.

—No solo espero que lo suponga, sino sobre todo que lo comprenda.

—Señor conde, no tengo por costumbre confiar en gente que me miente.

—Como ya le he dicho, espero que entienda las circunstancias. Un hombre como yo no puede permitirse el lujo de quedar expuesto, ni de recibir una respuesta por su parte condicionada a lo que otros hayan podido contarle... o mentirle, que generalmente y para el caso, pudiera ser lo mismo.

Mi padre respiró profundamente y dio otro sorbo de su copa. Posiblemente aquella era la primera vez que se enfrentaba a alguien capaz de ir un paso por delante de él. Y pese a que supo disimularlo tan bien como siempre, como buen aprendiz de observador, pude advertir en su rostro dos emociones a partes iguales. La del respeto y, por primera vez desde la muerte de mamá, la del desconcierto.

—Entonces, ¿quién es usted en realidad, señor...?

—Soy conde de Bran, y del resto solo incumbe que soy aquel que puede pagarle una increíble suma por esta mansión ya mismo, y que después de eso, se marchará con un acuerdo por escrito y no volverá a ver jamás.

Mi padre no dijo nada, permitiéndose unos segundos de silencio antes de tomar de nuevo la palabra.

—Como le dije, estudié los documentos de su abogado e incluso los mandé al bufete que representa a mi familia en Zürich. Sin duda es un trato legal e interesante, no se lo negaré, pero mucho me temo que mi respuesta carece ahora de valor señor… conde.

—Me sonroja reconocer que ahora el que no es capaz de seguirle soy yo.

—Mi hijo es ahora el propietario legítimo de esta casa, y estoy convencido de que encontrará otras casas de igual belleza en la zona.

El conde de Bran torció el gesto y me observó de soslayo, provocando de inmediato que desviara mi mirada hacia el fuego de la chimenea. Pero ni siquiera el calor de aquella llama mitigaba el efecto en mi cuerpo de su glacial mirada.

Mi padre continuó:

—Tras su visita del año pasado me asaltaron muchas dudas, y por qué no reconocerlo, también viejos fantasmas. No relativos a usted, ni mucho menos, sino acerca de mí mismo. Así pues, decidí hacer lo que cualquier padre responsable habría hecho, que no es otra cosa que legársela en vida a mi hijo. De este modo, yo tan solo puedo ser su custodio hasta que cumpla la mayoría de edad. ¿Es usted padre, señor conde?

Comprendí entonces la razón de que mi padre me hubiera instado a permanecer en el salón: pretendía darme la noticia. Deseaba que supiera que para él yo era lo más importante.

Conocía además que, pese a que podía llegar a resultar extremadamente cruel en los negocios, nunca utilizaba faroles y si alguna vez me decía que el cielo estaba en llamas, significaba que el mismísimo Apocalipsis había llegado.

El conde se alzó sin la ayuda del bastón, que permaneció apoyado en el mismo lugar, pero no respondió. En lugar de ello, entrelazó sus manos tras su capa y caminó a paso lento hasta el puntiagudo ventanal. Afuera la tarde era álgida y el atardecer comenzaba a desplegar su fosco telón.

A través del reflejo en el cristal, pude apreciar cómo una chispa emergía de sus ojos y desprendía el hielo adherido con su sola mirada. Recuerdo que pensé que tal vez se trataba del viento, pero entonces aún era un niño ingenuo.

Al fin, contestó:

—Sí. Tengo muchos hijos, señor Keller. Tantos como la propia noche.

Pese a que no comprendí a qué se refería, comencé a albergar un oscuro presentimiento y deseé con todas mis fuerzas que aquel extraño se marchara para no volver jamás.

A mi padre no pareció importarle aquella enigmática respuesta. Sin desviar la mirada de su vaso, añadió:

—Entonces estoy convencido de que comprenderá la decisión que he tomado, pues confío en su buen juicio.

Sin embargo la expresión del conde seguía siendo la misma. No así el destello de su mirada, que ahora ocupaba la totalidad de sus ojos convertida en una refulgente llama.

—Cuando dice que le asaltaron las dudas, señor Keller, lo que pretende decir es que debido a sus problemas con la bebida, no se fía de sí mismo. ¿Verdad?

A pesar del desconcierto que intuí tras el impasible rostro de mi padre, no perdió la compostura ni el tono cuando respondió:

—Me parece que en este salón el único que tiene un problema con el alcohol es su estómago.

El conde de Bran dejó de observar el exterior y se dio la vuelta, hacia donde estaba mi padre.

—Yo también he hecho mis averiguaciones. No pensará que he venido aquí sin conocer nada acerca de su vida. De su difunta esposa, o incluso de aquella que pretende convertirse en su futura mujer y ahora descansa en las habitaciones superiores.

El gesto de mi padre se vulneró al fin. Posó la copa en la mesa y el rictus de su boca se tensó a causa de la ofensa. Aunque, cual mecanismo de defensa, continuó sin variar la cadencia de voz:

—Lo que por lo que veo no debieron contarle, es que soy una persona muy paciente cuando un negocio me interesa, y poco cuando no. Así pues, creo que ha llegado la hora de que se marche. Por mi parte le deseo toda la suerte que un hombre como usted pueda necesitar.

Pero el conde no se marchó. No entonces.

—Recordará que la última vez que nos vimos le dije que su decisión resultaba de vital importancia. Quizás usted debió de suponer que se trataba de una mera frase hecha, o acaso que dicha afirmación únicamente me atañía a mí. Con todo señor Keller, fue más que una proposición. Fue una advertencia que alguien de su inteligencia no debería haber obviado. Y si dicha expresión con la palabra «vital» en ella afectaba a alguna vida, era precisamente a la suya… Ya ha anochecido.

Finalmente mi padre dejó escapar el último soplo de paciencia que le quedaba en su interior y, por primera vez en mi breve vida, le escuché elevar el tono de voz de aquella manera tan... dubitativa.

—¡Paul! —voceó.

Nuestro capataz apareció presto, con expresión seria y el mismo titubeo en los ojos.

—Diga, señor.

—Acompañe a nuestro invitado hasta la puerta, por favor.

Si bien el conde era mucho más alto que Paul, este último parecía más corpulento. Y digo «parecía», porque en cuanto Paul hubo puesto una mano sobre su capa, el conde la agarró en un movimiento tan veloz como inapreciable para el ojo humano, quebrando los huesos de su brazo como si fueran mantequilla.

El grito del capataz atrajo a Nadine, y con ella a dos novatas doncellas a su cargo que se hallaban en periodo de prácticas y que acudieron asustadas.

Acto seguido, el conde aferró la cabeza de Paul entretanto sus dedos se transformaron en unas horribles garras que introdujo en el cuero cabelludo del pobre hombre, derramando al instante ríos de sangre que declinaban por toda su cara.

Pese a los fútiles intentos por zafarse, el conde lo mantenía prisionero, recordándome al halcón que atrapa a su presa y que, suceda lo que suceda, no la soltará. Entonces, con la otra mano, utilizó sus dedos índice y corazón a modo de cuchillos, introduciéndolos poco a poco en los ojos de Paul mientras sus pupilas reventaban convertidas en gelatina.

En el mismo tono sereno, dijo:

—Ahora tus ojos contemplarán el verdadero terror, Paul Lascard.

Nunca olvidaré el sonido que aquello produjo. Ni tampoco el cuerpo del capataz, curtido en mil reyertas, retorciéndose en una lenta y trémula agonía cuando sus zarpas se hendieron en su cerebro. De hecho, de todo cuanto sucedió aquella noche no he podido olvidar nada.

Ni tampoco me lo permití.

Mi padre se hallaba bloqueado, impotente ante aquella situación tan sobrenatural. Recordé que la única vez que lo había visto en un estado parecido, fue horas después de que el médico le comunicara el fallecimiento de mi madre. En definitiva, las circunstancias le superaron, como habría hecho con cualquier ser humano por muy fuerte que fuese.

La tez de su rostro había palidecido y a pesar de todo, trataba de mantener una compostura que bien sabía que ya no tenía. Sin poder evitarlo, se agachó y vomitó sobre la alfombra.

Nadine y las otras dos doncellas desaparecieron despavoridas en el interior de la casa, donde se escuchó un alboroto que acabó con el sonido de varios gritos despavoridos. No fue difícil adivinar que, en aquel momento, la servidumbre del conde ya había dado buena cuenta de la nuestra.

Nikolay Vriel, o como quiera que se llamara, no era un hombre. Ni tampoco poseía la fuerza de uno, ni de dos... ni siquiera de cincuenta. Aunque únicamente cuando se acercó a mi padre pude ver realmente qué era.

Sus ojos ya no ardían. Ahora se habían tornado fuliginosos y en su boca se alineaban infinidad de pequeñas cuchillas a modo de áureos colmillos, tan afilados que casi podían cortar los ojos de aquellos que osaran mirarlos.

Aquello solo podía ser una cosa.

Con un arrojo que nunca imaginé albergar, me abalancé sobre la bestia en un intento de proteger a mi padre. Sin embargo, con su mano repleta de garras me apartó como quien aparta un mosquito.

Caí unos cuantos metros hacia atrás al tiempo que, paso a paso, se acercaba a él. En su camino, tomó el bastón reclinado en la butaca.

La voz de Emma, que entraba por la otra puerta con expresión lívida, me hizo girar la cabeza en su dirección justo en el momento en que aquel ser lo clavó a modo de estaca en el vientre de mi padre, atravesándolo de lado a lado.

Gracias a ella, no lo vi.

—Yo deseaba esta casa, señor Keller —dijo ahora una voz mucho más grave, propia de una animal—, y créame, he sido considerado. ¡Hasta vine en persona! Así que, si no puede ser mía... que el infierno sea pues su heredero.

Mi padre apenas podía hablar. En su interior todos los órganos comenzaban a fallar y de su boca emanaba un hilo de sangre que gota a gota caía impregnando la alfombra persa. No hizo falta que dijera nada, ya que el conde prosiguió bramando sin desclavar en ningún momento su cayado asesino.

—Supongo que ahora que ya ha anochecido sabrá quién soy. ¡Soy el que hace muchas lunas fue conde de Bran, aquel que siempre perdura, aquel que ha pasado siglos de hambre pero sobrevive, aquel que, pese a haber probado el amargo sabor de la derrota, el tiempo siempre convierte en vencedor! ¡Yo soy el Príncipe de la Noche y Capitán de las Legiones De Quienes No Pueden Morir! Pero sobre todo… aquel que acabará con su sufrimiento. Ahora se reunirá de una vez por todas con su amada esposa, y un poquito más tarde llegará su hijo —dijo girando su cabeza hacia mí, en tanto que me mostraba su espantosa dentadura.

Ante la terrorífica escena que se extendía frente a nosotros, Emma agarró el atizador de la chimenea y se lanzó a por él mientras que yo, aunque algo aturdido por el fuerte golpe, pude reincorporarme.

El conde desvió el hierro con otro raudo gesto y la tomó por el cuello con las cuchillas de su otra mano, levantándola varios palmos del suelo justo a la altura de su cabeza.

—Pero si no le parece mal, señor Keller —prosiguió el conde, sin dejar de remover las entrañas de mi padre, girando el bastón como quien da cuerda a un reloj—, convertiré antes a esta bella señorita en una de los nuestros y la uniré a mi preciado harén.

A continuación, el conde empujó el bastón lo suficiente para que mi padre cayera sobre el sofá con él aún clavado.

Se hallaba consciente, pero era incapaz de moverse. La estaca, con aquella horrenda cabeza de animal tallada en su empuñadura, le atravesaba las entrañas.

La fiera ladeó el cuello de Emma y clavó sus colmillos en él, ahogando en parte su grito de dolor. La sangre emergía a borbotones que él sorbía con avidez.

Por puro instinto, corrí hacia mi padre e intenté desencajar el bastón. Sabía que de todos modos no tenía opciones de supervivencia, y que incluso extraerlo, resultaría contraproducente. Sin embargo, hijo, te sorprendería cuántas cosas hacemos sin esperanza por aquellos a los que amamos. Mi padre no moriría con eso en su cuerpo; no mientras a mí me quedara el mínimo hálito de vida. Al menos humana.

Logré extraer aquella estaca, que sujeté con fuerza por si debía volver a usarla como arma. La vidriosa mirada de mi padre fue de un orgullo como nunca antes había contemplado en sus ojos, ni siquiera cuando los profesores me elegían como alumno ejemplar al final del curso o cuando los asistentes aplaudían tras un concierto de nuestra orquesta local conmigo al piano. Supongo que en sus últimos estertores de vida, también sintió miedo por lo que pudiera sucedernos a Emma y a mí. Aunque al menos, aquel bastón infernal ya había dejado de hacerle daño.

El conde permanecía ocupado con el cuello de Emma cuando ella, tal vez en su último soplo de vida mortal y aún consciente de que yo permanecía allí, gimió la palabra:

—Búnkeeeeer.

Esté donde esté, siempre le estaré agradecido por aquel gemido. En cuanto comprendí que solo aquella podía ser mi única salida, corrí. La última imagen que tengo del salón es la de Emma desplomándose en el suelo y el espantajo observándome con sus negros ojos y la boca repleta de ensangrentados colmillos.

Yo era el siguiente.

†††

Cuando llegué a las escaleras, miré hacia atrás. Aquello venía hacia mí levitando, con lo que parecían dos alas cartilaginosas ahora desplegadas bajo la capa. Entonces fui a donde ella me dijo y en lugar de partir escaleras arriba, bajé al sótano. De hecho, si hubiera pretendido subir me habría alcanzado de inmediato. Hacia abajo podía correr más rápido, saltando los escalones de tres en tres sin perder el equilibrio.

Todavía le llevaba algo de ventaja. Mientras aceleraba con toda mi alma, me sorprendí portando en mi mano derecha el bastón con las vísceras de mi padre. Por alguna razón, más allá del hecho de poder utilizarlo en mi defensa no había sido capaz de soltarlo. Aunque con el tiempo llegué al corolario de que si no lo hice fue porque, inconscientemente, sabía que aquello constituía el último lazo de unión material con él… con ellos. Lo último que compartimos y por lo que se sintió orgulloso. Lo último que aprecié en sus ojos.

Temerosos por los acontecimientos derivados de la Gran Guerra, en aquella época resultaba corriente que algunos propietarios, sobre todo de la costa nordeste, instalaran bajo sus casas refugios antiaéreos. Así, el antiguo dueño mandó construir un búnker en el sótano de la mansión, y para cuando mis ojos divisaron la escotilla de titanio abierta de par en par, bendije aquella idea más que nunca.

En cuanto mi pie tentó el metálico peldaño de la escalera, el vampiro ya estaba cerca. Tenía la boca abierta, mostrando sus colmillos empapados en sangre, mientras profería un avieso sonido similar al bufido de un felino.

Por fortuna, logré meterme dentro y cerrar la escotilla a tiempo. Esta poseía un sistema mediante el cual, una vez cerrada, se bloqueaba y tan solo podía abrirse desde dentro girando una inmensa rueda de acero. Por ello la servidumbre de la casa debía mantenerla siempre abierta, ya que de lo contrario únicamente podría abrirse con la ayuda de una llave especial que mi padre guardaba en una de sus cajas fuertes.

Caí al suelo, saltándome la mayoría de los empinados peldaños restantes. El bastón cayó a mi lado, produciendo un sonido que seguramente el Príncipe pudo distinguir. Sin apenas aire en los pulmones debido al golpe, escuché a aquel ser demoníaco tratar de abrir la compuerta de forma violenta. Sabía que poseía la fuerza de mil hombres, tal vez más, pero también albergaba la certeza de que ni un ejército entero podría abrirla.

¿Sabes, hijo? Después, con el tiempo, al revivir esos momentos supe que lo que me llevó a abrigar dicha certeza fue la esperanza. Nunca la subestimes, pues junto a Emma y al «arte del análisis», fue la causa de mi salvación.

Recé para que se marchara, para que se olvidara de mí. Pero aquella bestia de las tinieblas no parecía responder ante el mismo Dios que yo. Esta vez, fue su voz serena con acento balcánico la que escuché:

—Abre la compuerta, chico. Abre la compuerta y te prometo que tu vida nunca más será deseo. Te colmaré con aquello que anhelas… tan solo a cambio de ese bastón.

No respondí. Pretendía que pensara que mi caída me había dejado inconsciente, o mejor aún, que me había desnucado. Sin embargo, por lo poco que había leído sobre vampiros, intuía que podía leer mi pensamiento con sus negros ojos, tanto como oler mi miedo con aquellos nichos por los que respiraba.

—Sé que estás despierto, chico. Y también sé que has pensado en tu mamá y en tu papá. Se te ha pasado por la cabeza que, dentro de lo malo, tal vez yo pueda hacer algo bueno por ti y mandarte junto a ellos. Como antes, como en la casa del lago, cuando erais felices de verdad. Abre la compuerta, entrégame ese bastón y te regalaré aquella vida. Otra vez.

Pese a mi templanza, pese a mi valentía, pese a que había mantenido la suficiente fuerza para arrancar aquella vara infernal y llevármela conmigo, incluso pese a haber escapado con él de aquella bestia… seguía siendo un niño. Y al escuchar sus palabras, me acabé de derrumbar.

Lloré amargamente, ya sin pretensión alguna por ocultar el eco de mi llanto.

—Vamos, sal aquí y te prometo que las lágrimas que derrames serán de felicidad. Puede que necesites tiempo para reflexionar, como tu padre, así que te lo voy a dar. Te daré una oportunidad. Voy a subir un momento ahí arriba, pues tengo un par de pequeños asuntos pendientes —así lo llamó—. Pero bajaré de nuevo para que me expongas tu decisión. Debes saber que si decides permanecer ahí abajo, chico, arderás devorado por las llamas en una terrible agonía y posiblemente nada acabe para ti. Si por el contrario, decides abrir esta compuerta, te doy mi palabra de que te dejaré elegir la vida que desees.

La mente perversa de aquel ser aspiraba a hacerme dudar, a creer que era él quién tenía la mano ganadora. Pero si algo había aprendido bien, era precisamente a desenmascarar a los tramposos. Y yo tenía la ensangrentada carta que él tanto deseaba.

De un modo extraño, poco a poco dejé de percibir su presencia ahí arriba y sentí cómo se alejaba. Pese a ello, de ninguna de las maneras pensaba salir, pues me aferraba a la vida. Aunque sobre todo, lo hacía a un sentimiento que nunca conocí hasta aquella fatídica noche y que se ha impuesto en mi corazón desde entonces, durante todos y cada uno de los días de mi vida.

En el interior de la cámara gozaba de todo tipo de suministros: conservas en lata, arroz deshidratado, agua, botiquín de primeros auxilios, máscaras de gas, baterías, linternas... Sin embargo, mi principal baza era una salida en uno de los muros de hormigón que ocultaba un diminuto túnel, apenas lo suficientemente grande para que cupiera una persona adulta de proporciones normales.

No poseía iluminación y si bien nunca antes lo había recorrido, mi padre me reveló que conducía a la parte trasera de la casa donde desembocaba en una pequeña escotilla oculta en uno de los jardines.

Entonces tomé la decisión más lógica, y aguardé a que el Príncipe regresara para poder escapar. Al menos, así tendría la certeza de que él todavía estaría en el interior de la casa. Me incorporé y de súbito sentí un fuerte dolor en los tobillos que habían flexionado demasiado en la caída.

Inspeccioné la habitación por si necesitara cualquier cosa en mi escapada, pero tan solo tomé una de las linternas comprobando con éxito su funcionamiento, ya que el peso innecesario podía jugar en mi contra si debía de salir a la carrera.

De nuevo, poco a poco volví a sentir aquella maléfica presencia incrementándose. No sé si fue debido al trauma que me causó el hecho de que hubiera acabado con la vida de mis seres queridos, o seguramente fuera cosa de aquel bastón, pero por alguna extraña razón, El Príncipe y yo nos hallábamos interconectados.

Desconocía también si tal sensación la podía sentir yo solo, o acaso le sucediera a todos los pobres mortales que tuvieran la desgracia de cruzarse en su camino.

Sea como fuere, sentí que había vuelto. Y entonces volvió a hablar:

—Te alegrará saber que acabo de prenderle fuego a toda la parte superior de la casa, así que no disponemos mucho tiempo, chico. posees algo que me pertenece y yo puedo salvar tu vida de las llamas. Cambiaré una cosa y como te prometí, podrás elegir. Y bien... ¿aceptas el trato?

Más que miedo, que sin duda lo abrazaba, lo que advertía en mi interior era un profundo odio hacia aquel vampiro. Y créeme que mientras pronunciaba aquellas palabras, me imaginé aceptando su «trato» para justo después, atravesarlo con aquella maldita estaca, como había hecho él con mi padre. Así quedaría allí para que las llamas lo consumieran, si es que resultaba cierto lo que acababa de decirme.

Pero a pesar de que tales sentimientos eran tan reales como tú o como yo, y de que como ya te he dicho, albergaba la ingenuidad inherente de la infancia, al menos fui consciente de que contra él no podía hacer nada.

Concluí pues, que debía centrar todos mis esfuerzos en lo que de verdad pudiera resultarme útil para cumplir mi propósito, que no era otro que sobrevivir. Pero antes de ello, la necesidad de desahogar mi corazón me ganó el pulso y con todas mis fuerzas grité:

—¡Jamás volverás a ver este bastón! Ahora es mío y mientras lo tenga, tú también lo serás —grité al borde del llanto.

A continuación escuché una especie de gruñido amplificado que retumbó en cada rincón de aquel refugio. La misma voz animal volvió a emerger al mundo de un modo tremebundo:

—Devuéeeeelvemelooooo…

¡No! —exclamé yo apretando los dientes.

—Muy bien, maldito bastardo, pues recuerda estas palabras cuando las llamas devoren tus entrañas y no las olvides hasta entonces: ¡Esta será tu tumba! ¿Me oyes? ¡Tu tumba!

Una vez hubo dicho aquello, su figura comenzó a sentirse cada vez más débil. Sin perder más tiempo me introduje en el túnel, consciente de que iba con algo de retraso.

Recuerdo que mientras lo recorría, con el cayado en una mano y la linterna en la otra, continué escuchando tras de mí sus palabras, como si me persiguieran en la oscuridad para darme caza, resonando una y otra vez: «esta será tu tumba».

Teniendo presente que portaba ropa ligera, que nos hallábamos inmersos en el pleno invierno y que allí abajo la humedad marina aumentaba exponencialmente la sensación de frío, comencé a tiritar y a caminar cada vez más rápido para entrar en calor.

Al fin, tras una eternidad que en realidad apenas debieron ser un par de minutos, arribé al final del túnel.

Al igual que en el refugio, este constaba de una alta escalera metálica que ascendía hasta una escotilla opaca, la cual solo podía abrirse desde dentro. Mis plañideros ojos por fin se llevaron una alegría. Saldría de allí y me ocultaría en el inmenso jardín trasero al amparo de la glacial noche, hasta que el sol volviera a rescatarme.

Sin embargo, la providencia que hasta aquel momento me había amparado, decidió darme la espalda. Justo en un momento como aquel.

La compuerta, a diferencia de la otra, se hallaba cerrada y tenía la misma rueda giratoria de acero junto a los escalones. Intenté girarla con todas mis fuerzas —al menos todas las fuerzas que un niño pudiera albergar—, pero fue en vano. La corrosión, fruto del acusado relente del lugar, la había endurecido sobremanera. Llegué incluso a cavilar que ni siquiera aquel sanguinario animal podría moverla.

Me hallaba atrapado, casi podía sentir la congelación trepar por mis piernas y lo peor de todo era que mi principal baza hasta entonces, la esperanza, comenzaba a abandonarme. Mi hoja de ruta pronto sería una escueta esquela.

Reaccioné y me puse en marcha lo más rápido que pude, pues si me quedaba allí, malgastando inútilmente las fuerzas, la baja temperatura no tardaría en quebrantar mi juicio. Entonces, entretanto emprendía el regreso por el túnel, percibí la etérea voz de mi padre.

Evidentemente solo estaba en mi mente, y pese a que era consciente de ello, logró que recobrase la sensatez y me arropó, como esa manta con la que un ser querido te envuelve cuando te quedas dormido en el sofá. Sobre todo, cuando te hayas en soledad.

Únicamente me quedaba una salida en la escotilla del refugio y todo lo que no fuera emerger por ella significaría la muerte, más tarde o más temprano. Dentro de aquella evidencia coexistían dos posibilidades. La primera era que el Príncipe no hubiera dicho la verdad acerca del fuego y continuara allí arriba escondido, esperando a su presa. Aguardándome a mí. La otra era justo lo contrario, con lo que él ya no estaría… pero sí las llamas. En tal caso, al encontrarme con el fuego sobre mi cabeza en lugar de bajo mis pies, tendría pocas posibilidades de salir con vida.

Aunque debido a aquel misterioso nexo de unión ya había sentido evaporarse su presencia, antes de abrir la compuerta debía cerciorarme de que ya no estaba. Así pues, una vez en el búnker, me acerqué a la escalera y aguardé, ansiando sentir algo… pero aquella bestia parecía haber dicho la verdad, huyendo del fuego y abandonando su preciado tesoro junto a mí.

Sin tiempo para madurar siquiera que podía equivocarme, me armé de valor y giré con todas mis fuerzas la rueda. Entonces, la compuerta se abrió produciendo un hueco sonido.

Demoré unos instantes en los que temí que el vampiro la acabara de abrir por completo, asomando su aterrador rostro repleto de afilados colmillos y sus centelleantes ojos clavados en mí.

Pero no apareció.

Justo antes de ascender los peldaños y empujar la pesada escotilla, escuché de nuevo la voz de mi padre que pronunció aquellas tres palabras desde algún lugar: «Máscara de gas».

Por lo poco que sabía acerca de los «no muertos», tan solo había unas pocas formas de acabar con ellos, y el fuego se contaba entre ellas. Así pues, supuse que ya debería de estar lejos, posiblemente observando el incendio desde su barco. Tal vez con amargo sabor, pues al menos su preciado bastón y lo que este significara para él, se quedó conmigo.

Lo que vino a continuación lo albergo un tanto borroso en la memoria y apenas soy capaz de recordar ciertos fragmentos. Dado el hermetismo de aquel sótano, tan solo podía salir de la casa retornando a la planta superior, y recuerdo que en cuanto accedí a ella por la escalera, una llamarada me brindó una cálida bienvenida.

De inmediato me coloqué la máscara para evitar que el intenso humo intoxicara mis pulmones y me dejara inconsciente, mientras me afanaba en ocultar el bastón en la pernera de mi pantalón para preservarlo del fuego. Si lograba salir, lo haría con aquel trozo de muerte ensangrentado.

Pensé incluso en sacar a mi padre de allí, pero a pesar de que ya no volví a oír su voz aquella noche, abrigaba la certeza de que él no lo hubiera aprobado. De hecho, de haber sido así, no estaría aquí contándote esto.

Gracias a la máscara de gas pude llegar a tientas hasta la mitad del salón, si bien el fuego no tardó en abalanzarse sobre mí y me abrasó hasta el punto de que me vi obligado a desprenderme de la máscara. Las correas de goma se habían fundido junto a mi piel, que se fue con ellas al quitármela. Con un insufrible dolor recorriendo todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo, no duraría mucho antes de desmayarme.

Lo último que recuerdo fue que corrí a ciegas entre las llamas y el humo hacia una de las ventanas bajas del recibidor. Después de aquello, cuando abrí los ojos de nuevo, una joven vestida con una bata blanca me observaba con asombro, como si estuviera viendo a un muerto. Entonces desapareció de mi campo visual gritando: «¡El chico ha vuelto, doctor, ha vuelto del más allá!».

Y ambas cosas eran ciertas.

Pasé en coma casi un año. Al parecer, la caída por la ventana me había provocado un traumatismo craneal severo, lo que sumado a las graves quemaduras que albergaba por todo el cuerpo y que me provocaron innumerables infecciones, había hecho perder la esperanza a los médicos, que incluso, por orden de mi tío, avisaron al sacerdote para que me fuera aplicada la extremaunción.

Según las enfermeras, era cuestión de tiempo que la máquina a la que se hallaban ligados mis signos vitales emitiera el continuo y fatídico pitido final. Así que, según la medicina, yo soy un milagro.

Me contaron que los periódicos publicaron la noticia, y que el incendio fue a causa de un incidente en la cocina. Incluso mi tío, que se había trasladado a la zona, guardó un ejemplar del Boston Globe Tribune que jamás leí. El inspector de policía al mando vino a visitarme, aunque le mentí diciéndole que no recordaba nada. Tampoco insistió mucho, pues según los médicos, debido a la larga convalecencia, lo más probable era que no recuperase la memoria nunca.

De todas formas, ¿qué podía hacer el cuerpo de policía ante lo que yo había vivido? De hecho, aun en el caso de que me hubiesen creído y de que hubiesen podido emprender algún tipo de acción, yo no lo hubiese permitido.

Durante la larga recuperación sentí un considerable dolor. De hecho, nunca he dejado de sentirlo. Pero créeme, el daño físico no me preocupaba, pues lo que de verdad me roía por dentro era un sentimiento hasta entonces desconocido para mí. Una emoción que mi corazón había comenzado a desenvolver en ese búnker hasta el punto de dominarlo por completo.

Si la esperanza había salvado mi vida, hijo, la venganza es lo que la ha mantenido desde entonces.

 

†††

Durante mi convalecencia, mi tío siempre se mantuvo a mi lado. Fue él quien, al poco de regresar del más allá, mientras luchaba por recuperar el control de mi endeble cuerpo, me hizo el regalo más especial que me han hecho nunca: el bastón del Príncipe de la Noche, al que me hallaron aferrado y que desecharon de las pruebas.

Mi bastón. El mismo que ahora ves aquí y que nunca envejece. Y aunque me llevó tiempo acostumbrarme a su extraña forma, ahora ya sabes, que pese al accidente o a mi edad, si lo utilizo es únicamente para no perder el contacto en ningún momento con mi memoria.

Los días pasaron y la rehabilitación fue ardua, si bien al final logré volver a controlar mis músculos. Abandoné el hospital y me instalé con mi tío, quien desde la muerte de mi padre había tomado la decisión de jubilarse anticipadamente, cediendo su cargo en la compañía y vendiendo sus tan codiciados títulos.

Junto a él retorné a mi tierra natal y nos trasladamos a su mansión de Zürich, donde pensó que estaríamos más cómodos, lejos de aquel trágico lugar.

Como puedes comprobar, jamás me recuperé por completo, y todavía me sobreviven las quemaduras como recuerdo de aquella noche, y sobre todo el sufrimiento por las dos caras… Eso jamás me dejará.

A pesar de ello, quise reincorporarme a los estudios cuanto antes, pues llevaba casi dos años de retraso y precisaba toda la formación que me fuera posible. Como te he dicho, mi vida había cobrado un nuevo sentido de repente y tenía una misión que cumplir.

Ya instalado en Suiza, comencé a estudiar en un colegio privado y en poco menos de seis meses de duro esfuerzo, ya había recuperado un año. Aun con la barrera del idioma —que si bien conocía desde la cuna gracias a mi madre, me vi en la obligación de aprender a escribir—, no hice otra cosa que instruirme hasta el punto de que mi tío, que nunca me exigía nada salvo que departiera de vez en cuando con el psiquiatra, le contó a este mi obsesión por la lectura.

El doctor no cejaba de animarme a que saliera con amigos, a que me relacionara e incluso me recetó diversas medicaciones que yo fingí tomar. La realidad era que yo no necesitaba a nadie, como tampoco nadie pretendía relacionarse con un chico demacrado como yo. Y tal hecho no me importaba lo más mínimo.

Lo único que deseaba era recuperar el tiempo perdido, sobre todo cuando la voz de mi padre afloraba en mis sueños para alertarme, aunque seguramente se trataba tan solo de mi subconsciente. En cualquier caso, me rogaba que olvidara mi propósito, que un corazón vengativo sucumbirá en el momento que vea consumada su venganza. Pero aquello no quise escucharlo entonces… y ahora ya es demasiado tarde.

Con un año de retraso, ingresé en la universidad, donde me doctoré en Historia. Por aquel entonces vivíamos en una hermosa mansión en Küsnacht, y al cumplir la mayoría de edad todos los bienes de mi padre recayeron en mí, incluida la indemnización del seguro de vida.

Poseía tanta riqueza como para vivir durante siete opulentas vidas sin necesidad de nada más. Pero ni siquiera aquella situación de prosperidad pudo aplacar mis ansias. Más bien al contrario. Me licencié en menos tiempo del previsto y mi tío enfermó por culpa del tabaco o la bebida. No estoy seguro, pero probablemente fue por ambas cosas.

Cuando los doctores se lo prohibieron, empeñado en que disfrutara de los «placeres de la existencia», como él los llamaba, me enseñó a fumar y me regaló su querida pipa de espuma de mar. Esta misma.

Pero la buena vida le comenzaba a cobrar su factura, y lo que en un principio fue la visita del doctor un par de veces por semana, no tardó en tornarse un médico privado a su disposición a diario.

Yo era su único heredero legítimo, si bien repartió la otra mitad de su herencia entre Clara, su fiel cuidadora que después pasó a cuidar de mí, y el hijo de Emma Saultier que residía con su abuela.

Una noche de invierno, mi moribundo tío me hizo llamar a su lecho de agonía. No podía hablar porque apenas le quedaba garganta. En su lugar, me entregó un sobre en el que semanas antes había redactado una carta que todavía conservo. Al igual que su pipa y su recuerdo.

Decía:

Aunque eres el hijo que nunca quise tener, deseo que sepas que me voy feliz, satisfecho y agradecido con la vida. Sé que sabrás cuidar de toda tu fortuna porque eres un Keller y también que nunca dejarás de instruir tu alma con la lectura, así que tales menesteres están de más viniendo de alguien como yo. Pero si hay un consejo que este viejo puede darte, es este: no vuelvas atrás tu mirada. Vive el presente. Aprovecha cada instante de tu vida como si fuera el último, pero ante todo, no permitas que el dolor o el odio nublen tus días... son nefastos inquilinos y solo pagan el alquiler en rencor. Así que, cuanto más tiempo emplees en echarlos, más difícil te resultará después. Solo me queda aguardar que, si volvemos a encontrarnos en otro lugar, me cuentes que te arrepientes de haber cometido muchas cosas estúpidas, porque entonces ambos sabremos que habrá valido la pena tu viaje. Nuestro viaje.

Tu tío, que te quiere.

No puedo decir que fuera un padre para mí, porque no fue el caso. Me adoptó, pero yo ya estaba educado, incluso mejor que él. Así que lo único que hizo fue poner a mi disposición todo cuanto me fuera necesario, no solo para recuperarme física y mentalmente del trauma, sino para que fuera feliz. Y eso quizás es más de lo que muchos hayan hecho por sus hijos.

Bebía, fumaba, jugaba y era un reconocido mujeriego, por lo que su estilo de vida no colmaba en absoluto mis aspiraciones. Sin embargo aquella noche, junto a su lecho de muerte, comprendí que en la manera en la que vivía sus días supo hallarle un sentido a su vida.

Sé que ahora, esté donde esté, no debe de andar muy contento pues no seguí su consejo, si bien, consiguió que me apercibiera de algo muy importante: de que cuando yo muera —que será pronto, hijo—, lo habré hecho procurándole un sentido a todos y cada uno de mis días.

Permanecí en la mansión de mi tío en Zürich, que ahora portaba mi nombre. Jamás me inquieté en lo referente a los aspectos económicos, ya que de ello se encargaba el servicio de asesores fiscales de mi familia, y a pesar de que Clara recibió parte de sus bienes, se quedó junto al resto de la servidumbre para atender mis necesidades, lo cual le agradecí profundamente.

Antes incluso de licenciarme, la universidad me ofreció un puesto entre su prestigioso profesorado que rechacé. Ya conocía la historia de la humanidad y en ese momento sentí que debía comenzar a construir la mía. Así pues, durante el siguiente año me dediqué a recopilar toda la información posible acerca de los vampiros.

No pretendía que la servidumbre pensara que estaba enloqueciendo, así que prácticamente vivía entre la biblioteca pública y la de la universidad, rodeado de lámparas de escritorio, montañas de libros y nubes de humo provenientes de mi pipa.

Examiné infinidad de manuscritos absorbiendo conocimientos que se impregnaban a mi mente cual esponja, pero ante todo, como ya podrás imaginar, ansiaba un nombre. Un solo nombre.

Cuando hube acabado toda bibliografía existente concerniente al mundo de los «no muertos», comencé a buscar en las viejas librerías. Todos los libreros de la ciudad me indicaban libros que, o bien ya había leído, o bien carecían de valor.

Todos, menos uno.

Una lluviosa noche de abril descubrí por casualidad la librería más recóndita de Zúrich, en el barrio de Niederdorf. Tan pronto como posé mi mano sobre el pomo de la puerta, su anciano propietario se hallaba a punto de girar el cartel que indicaba el cierre.

Lucía una prominente barba blanca que le envolvía el cuello, y observaba con recelo mi monstruoso aspecto desde sus diminutos ojos, ocultos tras unos anteojos redondos que relumbraban con el movimiento. Visiblemente malhumorado y tras resoplar de modo ostensible, me permitió entrar.

Más que una librería, aquella tienda era un pequeño salón de dos alturas conectados por una escalera de caracol al fondo, con una gran chimenea en un lateral apenas visible por la infinidad de libros apelotonados, y de la que solo perduraban las ascuas.

En el piso superior se ubicaba la vivienda del librero y, por lo poco que pude apreciar desde mi posición, vivía solo. Su alargado dedo anular carente de marca, así como su aspecto descuidado terminaron por confirmármelo.

Como ya se había convertido en hábito, algo avergonzado le demandé un libro acerca de vampirismo que hasta entonces no conociera. Sin torcer el gesto (lo cual me extrañó pues era el primero en no sorprenderse ante mi petición), me mostró unos cuantos volúmenes antiguos que para mi desventura ya había leído. Me expuso que no tenía más, aunque pareció intrigado por mis constantes preguntas acerca de dónde podría obtenerlos.

—¿Por qué precisa saber tanto acerca del bluatsauger 8, joven? —me preguntó.

8 En alemán, «bebedor de sangre»

Evidentemente no pensaba revelar nada, por lo que utilicé la misma respuesta que ofrecía al resto de libreros, o incluso a los bibliotecarios cotillas.

—Estoy documentando un trabajo para la Universidad.

El anciano sonrió y negó varias veces con la cabeza.

—Con todos los libros que dice haber leído podría realizar centenares de trabajos… No. Usted busca algo diferente. Lo leo en sus ojos.

Permanecí silente al tiempo que él se acercaba a mí, y a través de sus impolutas lentes escrutó la calcinada piel de mi rostro. Como si fuera capaz de interpretar en ella mi mapa vital, acaso de contemplar su fuego creador.

—Conozco a alguien… —dijo por fin mientras se daba la vuelta y se alejaba unos pasos— o conocía, pues recuso saber si continúa vivo todavía. Él sabe todo lo que hay que saber en el mundo sobre… ellos.

Sin girarse en momento alguno hacia mí, se aproximó hasta la chimenea donde las ascuas se aferraban al aura para seguir viviendo.

—Posee una reliquia —continuó el librero—, lo que se conoce como un «incunable», del que solo se conoce un ejemplar.

Aquella palabra significó un verdadero soplo de entusiasmo, por más que mi expresión reflejara su habitual serenidad. El anciano prosiguió sin desviar en ningún momento su mirada de la moribunda lumbre.

—El libro es anónimo y se escribió en eslavo antiguo. Como ya sabrá, una lengua extinguida hace mucho tiempo. Por fortuna, si quedara alguien en este mundo capaz de traducirlo... es él.

Cada segundo que pasaba me hallaba más intrigado.

—¿Cuál es el título? —pregunté ansioso.

Entonces, de súbito, volví a escuchar las palabras que durante diez años solo había podido escuchar más que en mi cabeza, pero que pronunciadas por otra voz sonaban incluso mucho más sombrías. Más perturbadoras. De hecho, su simple mención colmó mis ojos de llamas hasta el punto que habría hecho renacer el fuego de aquella chimenea con una simple mirada.

—El Príncipe de la Noche —dijo por fin.

El librero se giró entonces y fijó sus pupilas en las mías, acercándose de nuevo. A juzgar por su reacción, no debió de gustarle lo que contempló.

—Joven, ese libro no es un simple y corriente libro. Y resulta obvio que es el que anda buscando. Así que, sea lo que sea lo que trama, sea prudente. Hay esferas que uno no debe visitar a no ser que asuma el riesgo de no regresar de ellas jamás, y no sé si usted…

—Descuide —interrumpí en cuanto hube recobrado la serenidad necesaria como para poder dialogar con calma—. ¿Y dónde dice que puedo encontrar a su amigo?

—Si sigue vivo… residirá en París. Espere aquí —ordenó, al tiempo que subía por la escalera de caracol al piso superior y el entablillado de madera retumbaba a su paso.

—¿Cómo conoció a ese hombre? —pregunté alzando la voz para que pudiera escucharme desde arriba.

Sin embargo, hasta que el anciano no hubo bajado cuidadosamente las escaleras, no respondió.

—Supongo que del mismo modo que usted.

—¿A qué se refiere?

El librero agitó su cabeza de un lado otro y trazó una sonrisa estropeada por la edad.

—Porque alguien lo puso en mi camino.

Me entregó entonces un trozo de papel en el que, con turbada letra pero comprensible al fin y al cabo, aparecía escrito:

Monsieur Kaladze. 7, Rue Guisarde. Paris.

—Como le he dicho joven, no sé si vivirá todavía. En ese caso, asegúrese de que no se haya conver... bueno, si ha de buscarlo, hágalo durante el día.

Lo miré extrañado. Obviamente sabía a qué se refería, aunque no acababa de comprenderlo. El librero prosiguió, sin inmutarse:

—Dígale que le envía Klaus Moser. Y no lo olvide, no cruce esa frontera si no se halla realmente preparado. Yo decidí no hacerlo y me enorgullece decir que he gozado de una venturosa vida.

Asentí mientras le tendía mi mano, y tras agradecerle su inestimable ayuda, salí afuera con aquel papel bien resguardado de la lluvia. Sus palabras me habían puesto la piel de gallina, o tal vez fueran las polizontes y frías gotas que se colaban por mi nuca. Daba igual, pues la única sensación que recuerdo con claridad era la de alegría. Y si la retengo tan bien es precisamente porque llevaba mucho tiempo sin sentirla. Sin duda, me hallaba en el buen camino y mi búsqueda no había hecho más que comenzar.

Aquella misma noche pedí a Clara que me preparase un liviano equipaje, ya que partiría al amanecer. Guardé a mano la dirección, si bien desde el mismo momento en el que la leí, prácticamente vivía en ella.

 

†††

La Gare d´Austerlitz me recibió a principios de la tarde con más lluvia. Me instalé en un hotel situado en la Place Vendôme, donde nada más acomodarme, me puse a repasar cómo debía de hacer mi presentación ante el señor Kaladze y qué palabras emplear. Siempre en el supuesto de que continuara con vida.

A pesar de albergar el convencimiento de que hablaría alemán —el cual se contaba entre mis idiomas habituales—, tampoco supondría problema alguno si pretendiera dialogar en francés, pues gracias al esfuerzo de mi madre lo entendía a la perfección y podía expresarme con total corrección.

Allá a donde esté, que Dios la guarde en su gloria.

Antes de abandonar la habitación, tomé mi gabardina, más pesada de lo habitual (y no precisamente porque estuviese mojada), comandé un taxi en la recepción y le pedí al conductor que me llevara al número siete de la Rue Guisarde, ubicada en pleno barrio de St. Germain-des-Prés.

Hacía el frío húmedo típico de la ciudad, y de todas aquellas ciudades en las que un río atraviesa su corazón. Aunque había dejado de llover y la noche se cernía sobre la cité, si hay algo que todo buen viajero conoce es que en París nunca deja de llover porque es la ciudad a donde Dios se retira a llorar cuando contempla el mundo.

El número siete constaba de una fachada de rojiza madera deslucida por las inclemencias y dos cristaleras empañadas a ambos lados, custodiando la pequeña puerta central, también parcialmente acristalada desde su mitad hacia arriba.

En una de las esquinas superiores, un cartel a merced del viento rezaba: Librairie K.

Empujé la puerta y el tintineo de una campanilla quebró por un instante la calma que allí parecía respirarse. La temperatura, en contraste con el gélido exterior, resultaba cálida y mientras recorría sus estantes de madera plenos de libros, comencé a atisbar cierto grado de nerviosismo. Era consciente de que aquel resultaba un paso fundamental en mi búsqueda. Más que un paso, acaso el único puente.

La estancia era de planta rectangular, repleta de anaqueles y con una cortina al fondo, precedida por un mostrador en forma de media luna en uno de los laterales. Frente a este, había un antiguo piano de pared con la tapa del teclado levantada, lo cual indicaba que había sido utilizado no hacía mucho.

A primera vista allí no parecía haber nadie, así que me entretuve ojeando algunos tomos sobre los cuales no albergaba el mínimo interés, salvo por el hecho de hacer todo el ruido que me fuera posible, incluso aclarándome la garganta en varias ocasiones, para hacerme notar.

Al fin, una atractiva joven que debía de tener mi edad, apareció de dentro para recibirme. Tenía el cabello rubio cortado hasta sus hombros y la tez nívea, si bien lo que captó mi atención fue el enorme crucifijo de oro visible sobre el cuello de su camisa.

Puede que fuera mi quemado rostro lo que le infundiera desconfianza, quizá hasta miedo —algo comprensible por otra parte—, el motivo por el cual su tono de voz sonó arisco.

—¿Puedo ayudarle en algo?

No pronunció la palabra monsieur. Y a todas luces aquel simple hecho indicaba que mi presencia allí no era bienvenida.

—Sí. Buscaba al señor Kaladze.

La joven me miró todavía con mayor desconfianza.

—El señor Kaladze… ya no trabaja aquí.

—Y dígame si es tan amable, ¿dónde puedo encontrarlo?

—¿Quién es usted?

—Verá, él no me conoce pero me han dicho que…

—Se jubiló hace mucho tiempo —interrumpió ella.

—¿Y no sabría dónde podría encontrarlo?

—No.

—Por favor, es muy importante —dije—. No se deje engañar por mi aspecto.

—Lo siento —replicó de nuevo secamente.

De repente, escuché tras el trastero un sonido similar al que hacen los libros al caer, y en la penumbra tras la cortina pude intuir la figura de un hombre.

La mujer se percató y de inmediato vociferó:

Papá, rentre9.

9 Entra

—¿Quién lo pregunta? —dijo una alquitranada voz en la que el tabaco había dejado su indeleble huella.

—¿Es usted el señor Kaladze?

La joven inclinó la mirada y fue a prestar ayuda a su padre, quien se tambaleaba al tiempo que se acercaba a mí, apoyado en un bastón.

Cuando por fin pude contemplarlo con más detalle, aprecié que tenía el pelo canoso, las cejas muy pobladas de idéntica tonalidad sobre sus ojos verdes y unas enormes y desproporcionadas orejas en relación a su cabeza.

—Sí —respondió este—. Y si no desea comprar nada, mejor será que se marche.

Pese a sus malos modos, la alegría invadió mi corazón. No solo lo había encontrado, sino que además estaba vivo. Al menos de día.

—En realidad sí que me gustaría adquirir algo, señor —repliqué.

—¿Qué estás buscando?

—Tengo entendido que usted tiene un libro… especial. Además de ser la única persona en el mundo entero capaz de traducirlo.

—Yo no traduzco nada —zanjó con el mismo tono hosco—. Tan solo me dedico a vender libros.

—Escuche señor —dijo entonces su hija—, mi padre no se encuentra bien, así que le rogaría por favor que se marche.

Respiré muy hondo. Quería que supiera que no iba a dar mi brazo a torcer así como así. No al menos tan cerca de mi objetivo.

—Señor Kaladze —dije obviando la recomendación de su hija—, busco un libro en concreto que usted conoce bien.

Miré en derredor, por si en la librería hubiese alguien más que se me escapara al entrar, tal vez oculto entre los estantes. Aunque cuando se trataba de observar, yo nunca me equivocaba.

—Márchate —dijo mientras daba media vuelta y volvía a la trastienda.

Entonces recordé las palabras del librero de Zürich:

—Me envía Klaus Moser.

El anciano se detuvo y con cierta dificultad se giró lentamente, observándome desde la penumbra. A continuación, volvió a acercarse hasta mí. Lo hizo muy despacio, rechazando la ayuda de su hija y apoyándose en su báculo para caminar, como si contara cada uno de sus pasos. En ningún momento apartó sus ojos de mi desfigurada cara.

—Vuelve adentro, Marie.

Mais papá

—Haz lo que te digo. Estaré bien.

La joven suspiró y acto seguido se perdió en la trastienda, no sin antes dedicarme una evidente expresión de reconcomio.

—Dices que te envía ese viejo cobarde —susurró una vez llegó hasta donde yo estaba.

Decidí aprovechar la ocasión.

—Me dijo que usted poseía el último ejemplar de un incunable acerca del vampirismo, y que, por supuesto, es el único en poder descifrar su contenido.

Esta vez el anciano dio dos pasos hacia atrás y tuve que agarrarlo pues, a pesar del bastón, a punto estuvo de perder el equilibrio.

Se había quedado sin habla y sus ojos parecían recorrer a toda velocidad todos y cada uno de los rincones de aquel lugar. Ante el incómodo silencio, añadí:

—Me dijo que usted me ayudaría… como le ayudó a él.

El señor Kaladze no parecía capaz de pronunciar palabra alguna, aunque al fin respondió:

—Lo siento, pero me temo que no debo hacerlo.

—¿No debe? ¿Cómo que no debe?

—Hay fronteras que es mejor no cruzar.

Pensé entonces que, pese a que pudiera encontrar otro ejemplar del manuscrito (lo cual resultaría imposible), seguramente no hallaría a otra persona viva en el mundo que pudiera traducir aquella extinguida lengua.

—Dígame, ¿a Klaus Moser se lo tradujo? —pregunté intuyendo la respuesta.

—Por supuesto que no.

Ante la posibilidad de dilapidar aquella oportunidad, en un desesperado intento rogué:

—Le pagaré lo que me pida, señor Kaladze. Solo porque me lo traduzca.

—No lo entiendes, no es una cuestión de dinero…

Hizo una pausa y prosiguió:

—¿Has oído hablar de los libros malditos?

—Con todos mis respetos, debo decirle que no creo en esas cosas.

—Escúchame con atención. Yo ya descifré ese viejo manuscrito hace mucho tiempo, antes incluso de que tú nacieras. Y créeme, su contenido no es nada... agradable. De hecho ya hace años que se convirtió en cenizas.

De súbito me sobrevino una amarga decepción. Si bien, al menos me quedaba la esperanza de que aquel anciano recordara su contenido.

—Pero se acordará —dije manteniendo el gesto sereno.

—Déjalo. No eres más que un curioso con mucho dinero y tiempo que perder que cree haber descubierto algo.

—Me temo que se equivoca, señor Kaladze.

—Y yo me temo que deberías salir por esa puerta y olvidarlo todo. Por tu bien y por el de tu familia. Créeme, el infierno existe y es mejor no encontrar sus escaleras.

Lo más parecido a una sonrisa se esbozó entonces en mi quemado rostro.

—Se ha fijado en mis cicatrices como se fijan todos. Pero al igual que el resto, no ha sabido apreciarlo. Señor Kaladze, yo ya regresé del infierno. Y allí conocí a la bestia que tuvo la desgracia de cruzarse en mi camino una noche de noviembre. Una bestia que al que los siglos han conocido como el Príncipe de la Noche.

Ante sus ojos abiertos de sorpresa, decidí que había llegado la hora de jugar mi última baza o mi camino acabaría allí, sin más. Así que, frente a su estupefacto rostro, abrí mi gabardina y extraje de ella mi última carta.

Mi carta ensangrentada.

—Y no solo bajé esas escaleras... sino que con este bastón que le arrebaté, volví a subirlas.

†††

El señor Kaladze se llamaba Jozsef. Había nacido en los territorios magiares de Gyor, consagrándose en la clandestinidad como probablemente el mayor caza-vampiros que haya existido, sin embargo su dominio fue el mundo entero.

Como me reveló, había recorrido todos sus confines, estaca oculta, en busca del mismo ser que había destruido mi vida y que, al mismo tiempo, le había ungido un sentido.

Y sentado frente a aquel arcaico cazador, fui consciente de que el destino había comenzado a preparar aquel encuentro desde que con trece años cayera en el búnker.

Jozsef cerró la tienda, mandó a su hija a hacer la compra y amablemente me invitó a tomar un té caliente en la trastienda. Durante casi veinte minutos estuvo examinando el bastón con sus lentes de cerca puestas, bien próximo a la lámpara como haría un orfebre.

Por mi parte no me había quedado más remedio que revelar mi gran secreto, aquel que no confesé nunca a nadie. Ni siquiera a mi tío.

Cuando concluyó, el señor Kaladze continuaba sin dar crédito a lo que tenía entre manos. Me contempló fijamente durante unos segundos, y con la apenada voz de un anciano que recorrió hasta el último rincón de la tierra en su busca y siempre salió derrotado, musitó:

—Este bastón posee un valor incalculable. Y creo que todavía no eres consciente.

—Lo sé. Sobre todo para mí.

—No sostengo duda alguna de que, por desgracia, conociste a esa animal. Y lo siento por ti. Créeme, me compadezco de todo cuanto te sucedió.

—Yo lo siento por él, señor Kaladze.

Jozsef me miró sorprendido, y añadió en la misma débil cadencia de voz:

—Un hombre muy sabio me dijo una vez que el odio es capaz de cegar al mismo sol, y que por ello nuestras peores acciones solemos acometerlas en la más absoluta oscuridad. Albergas demasiado odio en tu corazón y eso puede oscurecer tus días.

—Créame, los ojos se acostumbran a la noche, tan solo precisan tiempo. Y hay un factor que olvida y que compensa cualquier obstáculo. Yo poseo todos los solsticios que Dios me otorgue para atraparlo, en cambio mi enemigo, pese a creer que dispone de una eternidad por delante, apenas atesora el tiempo que yo tarde en encontrarlo. Y si hay alguna virtud que yo pueda derrochar, esa es la paciencia.

El viejo asintió, con una ligera sonrisa perfilada en su rostro.

—Me recuerdas mucho a alguien… asumes la misma determinación que yo tenía a tu edad, pero mucho más amueblada la cabeza. Sabes lo que quieres y sobre todo por qué lo quieres, si bien la curiosidad no es la razón.

—Necesito que me cuente todo lo que ese libro le contó a usted.

Entonces me devolvió el bastón. Sus ojos color helecho tornaron a los míos, esta vez con una fulguración especial en ellos, y con la emoción agarrada a sus castigadas cuerdas vocales, carraspeó antes de susurrar:

—Por fin Dios me envía un heredero.

No supe qué decir, pero bien podía apreciar a qué se refería. Se levantó de su silla y durante unos instantes se perdió en un pequeño semisótano de la trastienda. Cuando regresó portaba en su mano una funda con un libro adentro. O al menos, lo que quedaba de él.

Lo extrajo de la tela, lo posó sobre la mesa y movió el flexo lumínico para poder distinguirlo mejor. Entonces, sin abandonar aquella efervescente mirada, anunció:

—Aquí lo tienes. El otro ejemplar de El Príncipe de la Noche.

Durante todo el tiempo me había esforzado en ocultar cualquier emoción que revelara la más nimia debilidad. Incluso cuando le narré lo sucedido aquella noche, como te lo he contado a ti, lo hice con la misma serenidad. Pero cuando mis ojos contemplaron aquel libro… cuando mis ojos contemplaron aquel libro, no pude evitar emocionarme.

Como historiador me hallaba ante una reliquia, pero como hombre, como hijo y como el último de los Keller, me encontraba ante el libro que desenmascararía por fin al verdugo de mi padre. A mi enemigo.

Pugné contra mis sentimientos para recuperar la compostura y deshacer aquel susceptible silencio con una pregunta:

—¿Otro ejemplar? Klaus me dijo que solo se conocía uno.

—Eso es lo que yo le dije, pero estoy convencido de que hay otro... y lo tiene la Bestia.

—¿Quiere decir que quién lo escribió…?

—Su biógrafo.

—¿Biógrafo? ¿Y quién fue?

—Nunca lo supe, aunque dada la antigüedad del manuscrito para él solo hay dos opciones. O que esté muerto, o que no lo esté. Y en cualquiera de los dos casos, sería imposible conocerlo.

Asentí al tiempo que el señor Kaladze continuó.

—Al igual que a ti, fue un librero quien me habló por primera vez de este libro. Por aquel entonces yo me marché a Bratislava a estudiar música junto a una reconocida pianista, camarada de mi familia. En mis ratos libres acudía a diario a la biblioteca, donde descubrí por casualidad el oscuro mundo de los vampiros que hasta entonces para mí tan solo formaba parte de la cultura popular.

Devoraba libros enteros sobre el tema, y tal hecho llamó la atención de uno de los jóvenes encargados del registro… entenderás que la juventud no es algo que vaya ligado a la discreción. Fue así como conocí a Klaus, la misma persona que tú conociste, aunque más joven. O eso espero.

A pesar de que llevaba menos tiempo que yo en Bratislava, me acompañó a una pequeña librería de la ciudad donde sabía que podría hallar toda clase de información que no encontraría en su biblioteca. Lo mismo que, más de medio siglo después, ha vuelto a hacer contigo. Allí, el librero que nos atendió nos contó acerca de la leyenda de una rara avis dentro del mundo de las letras, que el biógrafo del Príncipe de los No Muertos había escrito hacía siglos, en una lengua ya extinta.

Klaus y yo entablamos amistad y compartimos parte de nuestro verdor vital, sin embargo el tiempo me manifestó que para él, a diferencia de para mí, el mundo vampírico no era una pasión sino más bien un mero entretenimiento. No voy a negarte que aquello me disgustó y con el discurrir de los días, nuestros caminos se fueron separando hasta que terminamos peleándonos.

Me alegra comprobar que pese a todo, pese al tiempo, jamás perdimos el recuerdo el uno del otro… y de alguna manera, tú visita no solo es una palmaria prueba de ello, sino también de su fe en mí.

Acabé mis estudios y comencé a viajar por el mundo con la Orquesta Filarmónica de Bratislava, lo que me brindó la oportunidad de continuar mi búsqueda durante el poco tiempo libre del que disponíamos entre ensayos. Pero lo que en un principio tan solo fue una secreta indagación, pronto se tornó en una obsesión.

Abandoné mi carrera como pianista, lo cual supuso la deshonra en mi familia, y con el dinero ahorrado decidí recorrer todas y cada una de las librerías del mundo hasta encontrar lo que entonces tan solo era una simple leyenda.

En tanto que mi ansia de conocimiento alcanzó límites insospechados, no solo llegué a leer infinidad de manuscritos relacionados con el mundo de los «no muertos», sino que incluso aprendí a descifrar lenguas ya muertas. A dominar diferentes alfabetos en desuso con el único fin de poder comprender lo que aquel libro tuviera que decirme. Supongo que, como todas las cosas, hubo un motivo para que aquel libro existiera, pero ante todo para que yo lo encontrara. Y seguramente tú ahora te estarás preguntando lo mismo. La diferencia es que ya conoces el porqué.

Fue en una librería de El Cairo donde por casualidad me topé con este ejemplar que ahora tienes ante ti. Obviamente el librero no era consciente del tesoro que albergaba entre sus polvorientos estantes, y pese a que me afané en averiguar acerca de su procedencia, debía proceder de manera discreta, pues apenas había pagado por él unas cuantas libras egipcias y no pretendía que sospechara que se trataba de una auténtica reliquia.

Aunque completo, el libro se hallaba en un pésimo estado. Estaba deshilachado y no solo me vi obligado a reconstruirlo, sino que además tuve que utilizar almidón de maíz para eliminar el moho que había invadido sus páginas e impedían la lectura de parte de sus textos.

Fue en una mugrienta habitación de aquella caótica ciudad, sobre una áspera alfombra y a la luz de una lámpara de gas, donde conocí por fin al Príncipe de la Noche.

Fruto de mi obsesión no fui consciente de la importancia del dinero, y sin apenas apercibirme, de súbito me descubrí en la necesidad. Así pues, contra mi voluntad, hube de regresar a nuestras tierras en Gyor, junto a mi padre, un rico terrateniente que no me recibió de buen grado y me instaló con el resto de jornaleros a su cargo.

Como podrás imaginar mi regreso no fue fácil, pero al menos portaba el tesoro conmigo, y con mis dedos de teclas blancas y negras, repletas de heridas y callos, trabajé de sol a sol para ahorrar lo suficiente y poder así costearme mis clandestinos viajes.

Cada noche extraía de mi escondite el libro y trataba de descifrar sus textos, imaginándome cómo debía de ser aquel vampiro. Pero sobre todo, preguntándome dónde debía de estar.

Según su biógrafo, pese a gozar de diversos nombres y poseer innumerables títulos (entre ellos el de Conde de Bran, con el que se presentó a tu familia), en los textos se alude a él en algunas ocasiones como Vlad Draculea. Si bien, por regla general se le nombra sencillamente como El Príncipe, ya que es así como le conocen sus súbditos.

Acerca de su origen únicamente se dice que es hijo de Vlad Dracul, antiguo rey de Valaquia, y que fue engendrado en el castillo de Sighisoara por una mujer de la que solo se menciona sus iniciales: M.S.

Fue educado en el cristianismo y aunque no figura fecha alguna, esto debió de suceder a principios del siglo XV. Como ya bien conocerás, Dracul en rumano significa «dragón» y a la vez «demonio». Y tal fue la maldad de Vlad en su pugna contra los otomanos, que así fue nombrado durante su admisión en la Orden del Dragón que el Rey Segismundo de Hungría, en su afán de preservar el cristianismo frente al Imperio Otomano, celebró en el castillo de Núremberg.

Draculea, «el hijo del dragón», pronto demostró buenas dotes para el sadismo, al igual que su padre. El libro desvela que su progenitor celebró uno de sus habituales banquetes rodeado únicamente de famélicos moribundos a los cuales había cortado previamente la lengua, con el único propósito de hacerle reír mientras ansiaban comer los opíparos manjares preparados. Cuentan que propio Príncipe, no satisfecho con el sádico espectáculo de su padre, mandó extraerles sus tripas allí mismo para que también comieran de ellas.

Sin embargo, su padre traicionó su confianza y lo entregó al sultán turco como promesa de que no atacaría al Imperio Otomano. El Príncipe vivió desde entonces la mayor parte de su infancia recluido en lo alto de un torreón, conviviendo con ratas y pájaros a los cuales atrapaba con habilidad y torturaba antes de comerse.

A merced de un Dios extraño para él y víctima de la soledad, su carácter, ya de por sí sanguinario e inhumano, fue forjando a la bestia que a día de hoy aún pervive.

Vlad Dracul no cumplió su promesa y abandonó a su hijo a la muerte, pues pese a sentir reverencia por él, sus ansias de conquista y sobre todo su juramento a la Orden, constituía para su principal prioridad.

Así, el propio sultán otomano en persona decidió visitarlo en su celda para comunicarle la noticia de que su padre les había declarado la guerra, con lo que aquello suponía. Cuentan que en tal reunión, este quedó asombrado ante la crueldad de aquel muchacho. En sus ojos y en todos los huesos de animales muertos que lo acompañaban, vio el fiel reflejo de su enemigo. El mismo instinto asesino, la misma ferocidad… pero ya sin la llama del Dios que lo había abandonado en aquel torreón avivando su alma.

El Príncipe no le creyó y en un arrebato de ira se abalanzó sobre el sultán pretendiendo acabar con su vida mordiéndole en la yugular. Pero debido a su debilidad no fue capaz. Aprovechando la confusión de los guardias que rápidamente atendieron a su majestad, logró escabullirse y escapar de la torre oculto en una cesta de mimbre con mantos que utilizó como abrigo en su huida.

Durante días vagó al borde de la hipotermia por los montes Cárpatos camino de su tierra, en Transilvania. Se alimentó de toda clase de alimañas y esquivó a la muerte cada noche. Y era tal lo aterrador de aquellas tierras, que el propio sultán declaró oficialmente su muerte, pues nadie que osara a adentrarse en ellas regresaba con vida.

Narran los textos que el Príncipe halló un palo de madera que afiló para defenderse de los peligros y, que a la postre resultó crucial para su supervivencia. Con una puntiaguda piedra lo fue limando hasta convertirlo en lo más parecido a un arma.

Una noche, un lobo solitario le atacó y le mordió en la pierna causándole una profunda herida. Pese a ello, el Príncipe logró atravesar al animal con aquel bastón y darle muerte, con lo que aquel día obtuvo sustento.

En una pequeña fogata asó al coyote muerto y cauterizó su herida, si bien apenas podía caminar debido a la infección. Entonces, se quedó observando aquella afilada traviesa que empleaba para cazar y, entre terribles dolores, fue tallándolo para que en su lado opuesto se convirtiera en un bastón con el que apoyarse.

El Príncipe sintió un intenso pánico a la noche, pues no solo se hallaba rodeada de oscuridad y peligros, sino que era en ese momento tan gélido cuando debía descansar, y la angustia de no saber si se despertaría al amanecer lo consumía con mayor presteza incluso que la propia infección.

Cada noche, al abrigo de las fieras y al calor de una hoguera, tallaba en aquel cayado todo el miedo y el sufrimiento que padecía. En este bastón que le arrebataste… está grabado su tormento.

Perdido, agonizante y con la septicemia propagada por todo su cuerpo, una de aquellas noches cayó a la orilla del río Arges. Los textos dicen que se vio envuelto en una especie de delirio, en la que se le apareció un murciélago gigante de ojos rojos que se anunció como el mismísimo diablo. Este le reveló que su padre había muerto fruto de un brutal embate por parte del conde Hunyadi y la inestimable ayuda de los boyardos. A continuación, con sus garras le tomó el corazón, al tiempo que con ensangrentados ojos divisaba todo cuanto había en él. Tras ello, le dijo que su alma se hallaba repleta de odio y maldad, y que por tal motivo le ofrecería la oportunidad de escoger cumplir su condena divina en la tierra a cambio de convertirse en su mensajero.

Ante el ansia de venganza hacia aquellos que lo habían llevado hasta tal funesta situación, el Príncipe aceptó apenas sin aliento. Hecho que le permitiría resarcirse por los siglos de los siglos de todos sus enemigos y alzarse siempre victorioso. Entonces, el demonio elevó una de sus alas y con sus enormes colmillos se rasgó las venas, dándole de beber al moribundo Príncipe la sangre que este tomó, mientras la bestia aullaba:

Evitarás el día a riesgo de perecer y jamás volverás a temer a la noche, pues en ella no descansarás sino que gobernarás mi reino de sombras en la tierra, sirviendo a mis propósitos a cambio de poder infligir todo el mal que tu corazón ansíe, por siempre. Tú serás El Príncipe de la Oscuridad que guiará las Tropas del Infierno hacia el alma de los justos, el Capitán de Las Legiones De Quienes No Pueden Morir... que así sea.

Y así le fue concedida la inmortalidad, asegurándose de que el mal reinara en la tierra durante siglos.

El Príncipe despertó al atardecer. Ya no sentía frío, su herida había desaparecido bajo la piel y aunque en un principio bordeó el río donde había recibido su bautismo de sangre, pronto sintió que sus corrientes de agua dulce lo debilitaban casi hasta el punto de devolverlo al estado de fragilidad con el que había llegado hasta allí.

Decidió entonces limitarse a continuar su curso alejado de él, internándose en lo profundo del bosque. Ya no albergaba temor, pues los lobos, que hasta entonces solo habían sido enemigos, se acercaban con servidumbre cada noche e incluso cazaban para él.

Caminando con las sombras y descansando cuando el sol reinaba en la tierra, no solo logró retornar a Rumanía ante el estupor general, sino que desde el mismo momento en el que lo hizo, no tardó en granjearse el apodo de Draculae, el Strigoi, o lo que es lo mismo, El hijo del Dragón, el que regresó de la muerte.

Como hijo legítimo de sangre real, de inmediato fue coronado Príncipe de Transilvania y Rey de Valaquia ante la desconfianza del Conde Hunyadi y los boyardos.

En cuanto a los turcos, que un principio no dieron crédito y lo trataron cual mera propaganda, tan pronto como se extendió la certeza comenzó a cundir el temor entre ellos y muchos soldados del sultán desertaron, uniéndose a las tropas del Príncipe, dispuesto no solo a proteger al pueblo del Imperio Otomano, sino a conquistar el mundo entero junto todo aquel que decidiera unirse a él.

La sevicia con la que se empleó durante su reinado dejó pequeña la maldad de su padre. Una vez en el trono, masacró todo y a todos los que pudo, incluidos aquellos que le habían encumbrado. Eran tiempos muy inestables y no solo era consciente de ello, sino que supo aprovecharlo.

Siempre durante la noche mandó empalar de modo despiadado a los boyardos que habían derrocado a su padre a modo de venganza, para que por la mañana, el pueblo amaneciera con una advertencia de horror sobre sus colinas.

Al abrigo de la noche, también mandó quemar en la plaza pública de Sighisoara a todos los prisioneros que se hallaran en sus cárceles, simplemente como advertencia. En sus tierras, la cárcel sería la del otro mundo. Cuentan los textos que la humareda humana llegó hasta tal punto que pudo divisarse a lo largo y ancho de todo el reino.

El Príncipe fue temido no solo por sus enemigos externos, sino también por su propio pueblo al que defendía. Siempre actuando al amparo de la oscuridad, no tardó en ganarse un nuevo y definitivo apodo: El Príncipe de la Noche.

No tardó en invadir Bulgaria, y con los miles de prisioneros se aseguró no solo su propio sustento, sino también aquel que tenía previsto para su implacable plan. Antes de la crucial batalla del reino de Bosnia, ocupado por los turcos, mandó llamar a Niba, su general al mando e imagen durante el día, que le profesaba especial fervor y sumisión. Debido a la importancia que le otorgaba a aquella conquista (tanto moral como estratégica), decidió condenar a Niba y convertirlo en un nosferatu como él, a lo que su sirviente no se negó.

Le contó todo cuanto precisaba conocer acerca de los peligros que en su condición podía sufrir, y le ordenó a este que hiciera lo mismo con sus subordinados, y que a su vez estos hicieran lo propio con los soldados. Así, en menos de un mes, el Príncipe contaba con un ejército de inmortales vampiros con la fuerza de cien hombres cada uno.

Niba preparó sus tropas, que avanzaban a gran velocidad durante la oscuridad, alimentándose entre las pequeñas poblaciones extranjeras que iban encontrando a su paso. El ataque definitivo fue tan masivo como sangriento, y se llevó a cabo durante la noche, sorprendiendo al ejército otomano asentado en Bosnia.

A la mañana siguiente, cuando todas las huestes se ocultaron entre las ruinas y los sótanos de las ciudades, el campo de batalla parecía un gigantesco cementerio de turcos. Y lo más importante de todo… se había ganado la guerra.

Los pocos soldados otomanos que lograron sobrevivir y retornar, revelaron todo cuanto sus estupefactos ojos habían contemplado, incluso muchos de los soldados mordidos por el afán de alimentarse de los valacos, que en un principio parecían muertos, resucitaron al atardecer apenas un día después.

De inmediato, los altos cargos del sultán le comunicaron que aquellos revividos habían dejado de ser hombres, y se habían transformado en demonios sirviendo tan solo a sus propios instintos, por lo que fueron encadenados y expuestos en el desierto a la luz del sol para que hallaran la muerte.

Pese a que el ejército otomano se vio gravemente perjudicado en lo referente a efectivos, ni mucho menos se dio por vencido. De hecho, una vez analizado todo lo acontecido en la batalla y confirmado que el temible ejército del Príncipe solo podía atacar durante la noche, se planearon dos grandes ofensivas al amanecer tanto al sur como al norte de Valaquia con el único fin de acorralar al enemigo.

Las tropas del fiero Niba, fueron sorprendidas y el reino perdió muchas vidas a manos de los turcos, que si bien en un principio únicamente exterminaban a los vampiros ocultos en los sótanos de las casas, no tardaron en eliminar también a aquellos que no habían sido contaminados, ya que el Príncipe, en su afán de contener a las tropas otomanas, había comenzado a emplear a su vez un ejército diurno de soldados, conocidos como los Soldados del Sol.

Y así, de ese modo, fue como durante años el mundo contempló la mayor batalla entre el día y la noche, que a día de hoy continúa en el orbe entero de manera clandestina.

Los generales del Sultán, que habían demostrado una gran aptitud para la estrategia, le recomendaron el cese de toda ofensiva, empleando tan solo una simple táctica de contención. El fin era que, una vez sin prisioneros otomanos, el Príncipe se vería obligado a ofrecer como alimento para sus tropas vampíricas a su propio pueblo, e incluso a sus propios Soldados del Sol, lo cual comportaría de modo irrevocable el debilitamiento de su ejército, y por supuesto, el terror y la hambruna. El golpe definitivo a todo su imperio.

Y así sucedió, que en apenas un año, cercado en su propio reino, el abominable Príncipe exterminó a su propio pueblo para poder saciar la sed de sus tropas. Ante el miedo de perder el reino de Valaquia, concedió en armisticio el trono a su enemigo, para después ocultarse, habiendo dejado tras de sí un mundo de sufrimiento y oscuridad que será por siempre olvidado.

†††

—Obviamente, esa no es la versión histórica —dije por completo fascinado.

—En efecto. Con el tiempo las vidas pasadas no son más que lo que una pluma haya escrito sobre ellas. La historia no es más que tinta que nunca acaba de secarse, y por lo tanto puede modificarse.

—¿No revela el libro dónde huyó?

—No figura. Tan solo relata que abandonó su castillo en mitad de la noche y se marchó para seguir reinando en la oscuridad de las sombras.

—¿Cómo sabe que solo existen dos ejemplares del libro?

—No puedo más que suponerlo. La primera de las páginas, dónde debía constar la fecha, se halla arrancada. Pero en el trozo de papel que queda, menciona que es la segunda impresión, «únicamente para el pueblo».

—Y dígame señor Kaladze, ¿encontró alguna vez al Príncipe?

Jozsef me miró fijamente y en sus vencidos ojos encontré la respuesta:

—Jamás. Empleé todo el dinero que gané, incluso gran parte de mi herencia, en rastrear los vestigios de su reinado. Incluso me trasladé durante un tiempo a Brasov, pero lo único que hallé fue lo que la cultura popular ya había establecido.

—Será difícil encontrarlo —dije—, aunque el hecho de saber que puede esconderse en las sombras de cualquier noche del mundo, me procura la fuerza necesaria para proseguir mi búsqueda. Ahora, gracias a usted señor Kaladze, conozco a mi enemigo un poco más.

—Me alegra oír eso.

En ese momento, el anciano se alzó y yo lo secundé, ocultando de nuevo el bastón bajo mi gabardina:

—Le agradezco enormemente todo cuanto ha hecho por mí —añadí.

—Te miro y me veo a mí, si bien con algunos años menos —replicó sonriendo—. Así que no creas que lo he hecho por ti. Este es un acto meramente egoísta.

Asentí, convencido de ello.

—¿Te quedarás en París?

—No, señor. Me marcharé mañana mismo por la mañana.

—No puedo dejar que te vayas así…

Jozsef asió el libro entre sus ajadas palmas y posó su mirada en él durante unos instantes, como si se despidiera en silencio. A continuación, tomó también su funda de tela y lo metió adentro. Con la delicadeza de quien entrega un legado, acaso una vida, lo puso en mis manos.

—Aunque tú y yo somos seres tejidos por las mismas agujas, yo sí pude elegir mi juventud. Nunca tuve un hijo varón, y de haberlo hecho, jamás le hubiera hablado de ese oscuro mundo. Ahora ya soy demasiado viejo para continuar buscando. Soy viudo, tengo una hija, una nieta maravillosa y un yerno sin muchas luces, pero trabajador y buen padre al menos. Así que, con mi vida ya resuelta, mi exploración termina aquí. A falta de hallar el mayor tesoro de todos, ya he encontrado todo cuanto necesito. Ahora es tuyo, de cazador a cazador. Dentro están todas mis notas, y aunque precisarás de la ayuda divina, algo en mi interior me dice que hallarás lo que ambos buscamos. Solo espero que cuando lo encuentres, los latidos de tu corazón latan tan fuerte que yo también pueda sentirlos allá adónde esté.

Emocionado, fui incapaz de articular palabra alguna que hiciera justicia al infinito agradecimiento que profesaba. Finalmente cerré mi mano diestra entorno al libro y con la otra abracé al señor Kaladze. Fue justo entonces cuando caí en la cuenta de que llevaba mucho tiempo sin hacer algo así. Tanto, que ni siquiera podía recordarlo.

—No le defraudaré, Jozsef.

Mientras ocultaba de nuevo el bastón bajo mi abrigo, la figura de su hija apareció difuminada en el exterior frente a la puerta de entrada. Portaba un paraguas y una abultada bolsa de la que sobresalía una baguette.

Con un ademán, el anciano me indicó que le abriera. Recorrí de nuevo los anaqueles repletos de libros con el mío bien abrazado bajo la tela protectora, y una sensación de optimismo invadió mi espíritu.

Nada más entrar, al tiempo que posaba la bolsa de la compra en el suelo y recogía su calado paraguas, Marie volvió a mostrarme su desconfiada expresión. Desde el mostrador, elevando ligeramente su ronca voz y guiñándome de forma fugaz un ojo, Jozsef dijo:

—Espero que le guste el libro, señor. Y que le ayude en su viaje.

—Seguro que sí.

Con aquellas palabras todavía regresando del artesonado, el abuelo tomó asiento en la banqueta del piano y comenzó a tocar.

Entonces, cual aventurado sortilegio, la música pareció acariciar mi quemada piel, pues lo último que recuerdo cuando salí a la lluvia parisina, fue el Mondscheinsonate10 de Beethoven portándome en volandas a través de mis recuerdos hasta la misma noche en que conocí al Príncipe. No solo el señor Kaladze me había guiñado un ojo, también lo acababa de hacer el destino.

10 Como se conoce al «Claro de Luna» de Beethoven en alemán.

†††

Nada más llegar al hotel guardé el libro a buen recaudo en la maleta y, albergando cierto cansancio pero consciente de que me costaría alcanzar el sueño, me recosté en la gigantesca cama mientras afuera la lluvia incrementaba su metrónomo de adagio a allegro, y yo repasaba mentalmente una y otra vez mis planes.

A la mañana siguiente tomaría el tren de vuelta a casa y tan pronto dejara atados todos los cabos, subiría al primer avión rumbo a los Estados Unidos. Porque aquí, hijo, comenzaría a fraguarse mi segunda parte del plan.

Desde mi desgracia, hasta que comenzara mis pesquisas, había estado reflexionando acerca de cuál era el método de actuación de aquel diabólico ser. Recordaba que había referido un prestigioso bufete de abogados llamado Stevenson & Spencer, y pese a que no lo había investigado, al tratarse de ámbitos legales, podía albergar la certeza de que existía. De hecho, de no haber sido así, mi padre lo habría mencionado.

Entonces, un buen día, me sobrevino a la mente una pregunta: ¿Cómo puede enriquecerse un ser inmortal que perdió todo cuanto poseía sin levantar sospechas? La respuesta se hallaba implícita en la misma interrogación: aprovechando su propia condición de inmortalidad.

Si bien en un principio solo pudo salir adelante empleando su enorme poder y cruento espíritu, ante la amenaza de ser cazado por gente como el señor Kaladze, el Príncipe se vio obligado a adaptarse a los tiempos y a reemplazar su poder destructivo por otro aún más demoledor, y sobre todo discreto: el económico.

Así pues, desde una posición social respetable y actuando desde la oscuridad, como él mismo dijo, cuando una propiedad le interesaba ofrecía dinero inmediato a cambio de un contrato legal, mediante el cual dicha propiedad sería suya una vez que su dueño falleciera. Siempre por causas naturales, como no podía ser de otro modo.

El propietario ideal, por regla general joven, ambicioso y sin herederos, solía aceptar impulsivamente la propuesta ya que los riesgos eran mínimos y de este modo podía disfrutar no solo del capital, sino también de su casa. A cambio, el precio pagado era sensiblemente menor al valor del mercado, pues no resultaba justo pagar la misma cantidad por un bien que no podía disfrutar y que tampoco resultaba certero que pudiera hacerlo alguna vez (al menos, a juicio del propietario).

De este modo y con todo el tiempo del mundo a su disposición, su método le sirvió para hacerse con pequeñas propiedades que no tardaron en convertirse en multitud, y que a su vez revendía a un precio mucho mayor que el que pagó para heredarlas. Hasta los vampiros especulan, hijo.

Sin nadie que soplara las velas de su tarta, pronto se convirtió en un hombre tan adinerado que directamente precisó de un bufete de asesores para que oficializaran sus deseos.

Sin embargo, cuanto mayor era su colección de bienes, mayor era su ambición y deseo de poder. Máxime, viniendo de poseer un reino entero. Tal anhelo le obligó a ansiar cada vez propiedades de mayor prestigio, y en tales casos los tratos se solían complicar pues las personas de una posición social tan elevada como mi familia, no codician el dinero tanto como la misma preponderancia que él deseaba.

Así que, cuando comprobó en persona que su mayor obsesión —en el que se había convertido nuestra casa en el Cabo—, no era complacida, entró en cólera y destruyó nuestras vidas. Desconozco si habrá hecho lo mismo en otras partes del mundo, debo suponer que sí. Pero gracias a su modus operandi, descubrí también la manera de hallarlo.

Lo primero que necesitaba era construir una hermosa casa en un lugar apartado, y ahí irrumpieron mis recuerdos, pues no podía dejar a la eventualidad más que lo justo. Recordé el campamento de verano al Monte Rainier al que mi padre me obligó a asistir. A pesar de mi negativa inicial (como ya conoces mi carácter desbordaba misantropía), aquella experiencia se convirtió en uno de los escasos hermosos recuerdos de mi vida. Y no solo porque me pareciera un magnífico lugar, sino porque con el tiempo me reveló el verdadero valor de la juventud, cuando los problemas nunca se quedaban a pasar la noche. Y por alguna razón, cada vez que durante mi estudio de los textos leía la palabra Cárpatos, siempre me venía a la mente aquel paisaje de infinitos bosques que me atrapó de niño. Así pues, tomé la decisión, y lo que tuviera que suceder, sería en este sublime estado de cielo terrenal.

Antes de venirme, dispuse todo para que Clara y el servicio tuvieran cuanto fuera necesario, si bien ella ya gozaba de una importante parte de la herencia de mi tío.

Se quedó con la casa y con mi promesa de que volvería algún día, como invitado. Por desgracia mi vieja asistenta ya no está en este mundo y ahora que yo ya estoy cruzando el umbral, es cuando quiero cumplir mi palabra. Nunca olvides, hijo, que las promesas no deben dejar de cumplirse solo porque la muerte haya cumplido las suyas primero.

Tras meses de investigación en la zona, escogí Salmo, pues reunía todas las condiciones que precisaba. Un lugar apartado del mundo entre escapados bosques, un pueblo pequeño que comunicaba con el resto del condado tan solo por una única carretera y que licitaba una gran parcela en mitad del bosque, justo al lado de un arroyo de agua dulce. Además, el acceso dependía legalmente de mí, siempre y cuando decidiera por cuenta propia costear un túnel que atravesara la montaña. Sin duda, el lugar perfecto.

El terreno era muchísimo más grande de lo que necesitaba, y lo más crucial, su suelo encajaba a la perfección en los planos que antes de marcharme encargué a un arquitecto con todo cuanto urgía.

Así pues, una empresa de Seattle construyó el túnel, y casi un año después, cimentó el esqueleto de esta casa, incluido el búnker en el sótano. Créeme cuando te digo que el precio total fue incluso superior al que pagó mi padre por nuestra mansión del Cabo.

Como bien sabrás, la serrería de Salmo alberga un departamento al por menor el cual provee a pequeños constructores de toda clase de maderas. Tú todavía no habías nacido, pero en aquel entonces tu padre era el encargado de aquel departamento. Apenas hablé con él un par de veces, pero respondió a tiempo a todos mis encargos y, siempre desde la discreción que previamente había rogado, me fue servido el maderaje necesario que transformó esta casa en el hogar que ves ahora.

Poco tiempo después y una vez instalado, Clara me envió el resto de mis enseres a través de una empresa de transportes. Yo lo dispuse todo y me aseguré de aislarme todo cuanto pudiera del pueblo, que como era de esperar se mostraba tan curioso como reticente ante el nuevo inquilino que se había instalado en pleno bosque, y que además, había perforado una de sus montañas.

Después de mucho trabajo y dedicación, la casa ya estaba preparada, pero sobre todo el búnker, que había quedado exactamente tal y como fue diseñado en los planos. Igual que el de mi antigua casa… aunque sin pasadizo alguno.

Una vez resuelta aquella parte del plan, quedaba la más arriesgada y por ello, la más trascendental. Con mi vieja máquina de escribir, herencia de mi tío, redacté una carta al bufete Stevenson & Spencer a la que adjunté un plano, firmando como el falso abogado de mi falso cliente, el señor Paul Saultier.

En ella notificaba que, tras su muerte por causas naturales, aquella lujosa propiedad en Salmo, situada en las coordenadas que figuraban en dicho plano, se transfería con carácter inmediato a la herencia de su cliente Nikolay Vriel, como se estableciera en el acuerdo presentado hacía diecinueve años por un miembro de su grupo de abogados, que fue quien se presentó en nombre del señor Vriel.

En la misma solicitaba al bufete a que, como se acordó en una de sus cláusulas, el nuevo propietario debía acudir en persona y provisto de su documentación para hacer valer dicho acuerdo y proceder a conocer los cambios estructurales de la propiedad. Así pues, les solicité que mediante misiva, me fuera indicada la fecha y la hora en la cual el señor Vriel y sus representantes legales se presentarían en la parcela para formalizar dicho acuerdo mediante la firma.

Aquella trampa era mi única esperanza, y a partir de ahí todo quedaba en las resbaladizas manos de la providencia, pues desconocía cómo reaccionaría el bufete, ya que evidentemente ellos no tendrían constancia alguna de aquel falso documento en sus ficheros. Como tampoco figuraba la firma del abogado que actuó en su nombre. Ni siquiera poseía la certeza de si el Príncipe figuraría como Nikolay Vriel, o incluso si todavía continuaba recurriendo al mismo bufete. Las posibilidades de éxito eran mínimas, pero no por ello pensaba rendirme.

Para cuando, semanas más tarde, por fin recibí la carta de contestación, mi corazón dio un vuelco.

En ella, Stevenson & Spencer me comunicaba que no tenía constancia alguna de aquel acuerdo, pero que una vez consultado con su cliente, el señor Vriel, había aceptado a acudir en persona junto a un miembro del bufete para solucionar aquel malentendido y firmar los documentos pertinentes, puesto que, debido a las innumerables propiedades de su cliente, el gabinete podría haber «traspapelado» dicho acuerdo (lo cual de ningún modo asumirían ante él). La llegada estaba prevista justo tres semanas después de la fecha de aquel escrito y bien especificado, «en cualquier momento antes del anochecer».

Habían transcurrido ya quince años desde que aquel animal salvaje quemara mis recuerdos, y digo bien, pues desde aquella noche cualquier recuerdo pasado quedó ensombrecido por la ceniza. Y por fin, después de tanto tiempo tendría una sola posibilidad para completar mi plan. O todo, o nada.

Sin demora, dispuse cuanto fue necesario en la casa, repasando cada día durante tres largas semanas el procedimiento a seguir. Contemplé todas las variables posibles que pudieran surgir y enterré bien profundo en el jardín trasero, junto al riachuelo, mi preciado tesoro en forma de bastón. Por si acaso.

De ese modo, la tensa espera se me antojó más llevadera, pues al fin y al cabo, ¿qué otro sentido tenía vivir en este lugar? ¿O en cualquier otro que no fuera el deseo de venganza?

Y como todo en la vida, hijo, el ansiado momento llegó.

†††

Era un día de verano como hoy, y pese al calor, me engalané con el mejor de mis trajes. Debía actuar como un abogado, pero a su vez también parecerlo.

Aguardé en el porche, con la mesa plagada de falsos documentos y manteniendo el rictus de tranquilidad a pesar de ocultar una pistola en la entrepierna, por si me viera en la obligación de utilizarla.

El atardecer caía sobre el firmamento de Salmo, mientras yo fumaba de la pipa de mi tío para tratar de aplacar los pocos nervios no chamuscados que pudieran quedarme. Recuerdo que cuando ya comencé a albergar la certeza de que no se presentarían, no precisé ver al Príncipe para sentir su presencia. Y no solo por el hecho de que de súbito una manada de lobos comenzara a aullar en algún lugar del bosque, sino porque aquel misterioso vínculo que se produjo entre nosotros en el búnker de Cape Cod... seguía vivo. Acaso enterrado en la parte trasera.

Créeme hijo, aquella tarde estival me sentí el hombre más feliz en toda la faz de la tierra, y además comprobé que hay ciertas cosas más allá de la razón que ni siquiera el tiempo es capaz de cambiar.

Tan pronto divisé las desfallecidas luces del coche irrumpiendo del túnel, mi corazón comenzó a bombear de modo vertiginoso. Y a tenor de los aullidos, el de los lobos también.

Posé la pipa en la mesa junto al resto de documentos y me puse en pie para esperarlos, esforzándome por mantener la serenidad.

Al principio de elaborar mi plan, mis dos mayores temores eran que el Príncipe no se presentara y que aquella tierra no le gustara. Si bien, al menos en mi cabeza, resultaba lo más parecido a su tierra.

Una vez enterrado el primer temor, cuando su abogado bajó para abrirle la puerta, temí que al ver la casa no fuera suficiente para él y se negara a entrar.

Pese a su manifiesta belleza, aquella alimaña vivía acostumbrada a otro tipo de suntuosidad. Pero incluso para tal posibilidad, también había preparado un subterfugio.

Cuando por fin apareció frente a mis ojos, apenas pude ver en él detalle alguno que distara del animal que se presentara frente a mi familia, hacía ya quince años. Tenía la misma alargada nariz, con sus enormes agujeros capaces de olisquear el miedo a distancia, los mismos terroríficos ojos negros y sobre todo aquella capa que le ocultaba el cuerpo entero. Aunque en aquella ocasión, había algo que ya no tenía... pero que yo sí.

El abogado vestía un elegante traje de color crema, atesoraba un marcado sobrepeso y debía de rondar la cincuentena. Si comparado conmigo ya era resultaba de menor estatura, contrapuesto a la altura de su cliente, parecía diminuto.

Antes de que dijera nada, bajé los escalones del soportal y le extendí la mano.

—Encantado, soy el señor Jozsef Kaladze. Abogado de mi difunto cliente, el señor Saultier.

—Igualmente —correspondió al gesto el abogado— yo soy Harry Truman, y represento a mi cliente, el señor Nikolay Vriel en nombre de Stevenson & Spencer.

El Príncipe pasó justo a mi lado, aunque me ignoró con socarronería. Sus ojos se hallaban recorriendo cada rincón de la casa. Por lo que sabía de los vampiros, podían leer el pensamiento e incluso modificarlo a voluntad en aquellos que fueran débiles mentalmente. Y si bien yo no poseía la fuerza de mil hombres como él, si había algo que tenía, era la fuerza mental de todo un ejército.

—Espero que no les haya resultado muy pesado el viaje —dije.

—Hemos viajado por separado —respondió el abogado.

—Muy bien caballeros, aquí tengo los papeles —indiqué señalando a esta misma mesa, mucho más flamante entonces.

En cuanto al engaño, no me importaba lo más mínimo que firmaran los documentos, pues lo único que precisaba era mostrarles el interior de la casa. El bufete de abogados negociaba en nombre del Príncipe, y como despacho consolidado eran conocedores de que no habían negociado aquella propiedad previamente, aunque confiaba en que no asumirían tal error ante su poderoso cliente y aguardarían al menos a leer mi contrato. Hecho que solía posponerse a la visita de rigor.

De cualquier forma, se trataba de una propiedad más y llegaba caída del cielo. Con total seguridad, tan pronto como recibieran las escrituras, su abogado negociaría con un agente inmobiliario de la zona su venta y el dinero pasaría a engrosar las múltiples cuentas multimillonarias que aquella bestia poseía a lo largo y ancho del mundo. Y quizás del tiempo.

—¿Ha sido reformada recientemente? —preguntó Truman.

Como esperaba aquella pregunta, ya tenía su pertinente respuesta.

—El señor Saultier mandó restaurarla en su totalidad apenas un año antes de fallecer. La ha dejado como nueva.

De repente el Príncipe pareció volver de donde quiera que tuviese su mente y empleó aquel sombrío tono de voz con acento balcánico.

—¿Jozsef Kaladze? ¿Es usted húngaro?

—En efecto —respondí sin apenas pensar que era la primera vez que me dirigía a él desde que estuviera encerrado en el búnker—. Aunque realicé parte de mis estudios en Alemania y el universitario aquí, en Estados Unidos.

—Y a riesgo de resultar indiscreto señor Kaladze, mi curiosidad es más fuerte que mi educación así que no puedo más que preguntarle, ¿qué le sucedió en el rostro?

Ante aquella pregunta actué tan resuelto como tenía previsto. De lo contrario, si los recuerdos del fuego en el Cabo, por difuminados que fueran, afloraban en mis ojos, corría el riesgo de ser descubierto. Así que para él, utilicé la misma mentira que para el resto:

—Un cazo de agua hirviendo cuando era pequeño me dejó este… recuerdo.

El conde asintió, no del todo convencido. Justo cuando se giró y se acercó a la puerta de entrada, de inmediato mi mente falló y cual meteorito de evocaciones proyectó las imágenes de Paul, de Emma y la de mi padre en el sofá con aquel bastón atravesando sus intestinos. Temiendo que aquella alimaña pudiera verlo, con rapidez proseguí mi plan, departiendo como lo haría un hombre de leyes:

—Si bien se restauró la totalidad de la propiedad, mi cliente respetó todas las estancias exactamente en la misma disposición… salvo una. Si les parece, antes de firmar los papeles debo mostrarle al nuevo propietario sus dominios, ya que como sabrán, según consta en el informe al haber sido renovada ulteriormente a dicho acuerdo, es mi obligación legal presentarle la nueva estancia modificada, para obtener su pleno consentimiento y no incurrir en cláusula alguna.

Se trata de un nuevo sótano donde mi cliente mandó construir una habitación a modo de refugio, repleta de todo tipo de lujos. Como se indica, cualquier cambio para mejorar la casa quedará resuelto dentro del acuerdo siempre y cuando su nuevo propietario esté conforme.

El Príncipe me observó fijamente con una mezcla de difidencia y desinterés, aunque por fortuna para entonces ya había recuperado de nuevo mi fuerza mental. Pese a mis sentimientos de odio y repulsión hacia aquel ser, no podía traicionar a mi inteligencia permitiéndome embargar por el corazón. Debía de ser fuerte y, sobre todo, confiar en que Dios estaría de mi lado, como lo estuvo quince años atrás.

Entramos en la casa y tanto el Príncipe como su abogado permanecieron observando los detalles del interior. Primero en el recibidor y posteriormente en el salón principal, sin molestarse siquiera en velar su completo desconocimiento de la misma.

Acto seguido ascendimos a las habitaciones superiores, aunque apenas expuse nada y actuaba con cierta desgana, como si tuviera ganas de acabar aquel trámite legal y marcharme cuanto antes. De lo contrario, podía provocar las sospechas de ambos.

Cuando alumbré y entramos en la biblioteca colindante a la parte trasera de la parcela, Nikolay Vriel comenzó a proferir un extraño gruñido de malestar más propio de una fiera. Un conocido escalofrío recorrió mi cuerpo, y por lo que pude observar en la mirada de Truman, no era yo el único.

—Espero que todo sea de su agrado, señor Vriel —señaló Truman con la frente empapada de sudor.

El Príncipe lo miró con desidia desde sus inhumanos ojos al tiempo que, dirigiéndose a mí, dijo:

—Dígame, señor Kaladze, el río que atravesamos para llegar hasta este lugar, ¿pasa por aquí cerca?

Al igual que para el resto de suposiciones, también disponía de una respuesta para aquello. De hecho, la presencia de un riachuelo cercano fue uno de los principales requisitos que debía albergar la parcela donde construiría la casa. Como me confirmó el auténtico Jozsef, los vampiros no soportan las corrientes de agua dulce y pura, hasta el punto de que puede llegar a debilitarlos. Por ello, no cabía engaño posible y cualquier mentira me hubiera delatado:

—Sí, señor Vriel, detrás de la casa hay un pequeño riachuelo proveniente del Snoqualmie River que según consta en la escritura forma parte de la propiedad.

El Príncipe se acercó a mí, siendo aquella la vez que más cerca habíamos estado el uno del otro desde que me golpeara en el salón de casa en el Cabo. Ansié percibir su aliento, pero sabía que carecía de él. Los muertos no necesitan aire para respirar.

De nuevo, con aquella lúgubre inflexión de voz, dirimió:

—Esta casa no es de mi gusto. No requiero ver más, así que firmemos los dichosos papeles cuanto antes y que la agencia se encargue de su venta.

—Como desee, señor Vriel —dijo Truman, que ya había calado de sudor prácticamente todo su traje.

—Muy bien, caballeros —advertí—. Sin embargo, antes de firmar tales documentos es mi obligación como garante de la ley mostrarles la modificación del sótano que mi cliente realizó. Será solo un momento, se está haciendo tarde y lo malo de vivir en soledad, como es mi caso, es que uno no tiene quien le prepare la cena —añadí con una sonrisa, con la pretensión de apaciguar un poco el ambiente—. Pero las leyes son las leyes.

Descendimos por las escaleras hasta la planta principal, y de ahí proseguimos nuestro descenso al pequeño sótano, primero aquel despiadado ser, después Truman y a continuación yo.

Este constaba de una estancia vacía, de igual tamaño que el salón superior, con una solitaria bombilla pendiendo de un cable en el centro de la misma. En cuanto El Príncipe posó un pie en el húmedo suelo de hormigón, esta parpadeó sutilmente, aunque lo suficiente para esplender una vibrante mueca entre mis incinerados labios.

Sus filamentos iluminaban una escotilla de titanio abierta en el centro del suelo, el cual incorporaba una especie de aro giratorio encima en forma de volante, al tiempo que deformes sombras parecían proyectarse en el resto del sótano, agitándose en un imperceptible vaivén.

Pensé que mi corazón se aceleraría. Que comenzaría a sudar y todo se me escaparía de las manos en el último momento. Porque, en mi debilidad, aquella bestia adivinaría mis intenciones.

Pero había repasado el plan tantas veces y contemplado tantas posibilidades sobre las que tenía preparada una solución inmediata, que ni siquiera me inquieté.

A diferencia del de nuestra casa en el Cabo, mandé construir el búnker de manera que solo pudiera abrirse desde fuera y no desde adentro. Así, ordené colocar la rueda justo encima de la compuerta que, una vez cerrada, aseguraba el cierre al girarla por completo.

—¿Un búnker? —preguntó Truman con los ojos desorbitados—. ¡Vaya!

—Sí —respondí aparentando normalidad—, aunque mi cliente lo estipuló en el anexo al contrato como «refugio antiaéreo».

—Si mal no recuerdo la guerra acabó —añadió con una sonrisa nerviosa el pequeño abogado mientras el Príncipe parecía recelar.

—Esas fueron justo las mismas palabras que le dije cuando me lo mostró. Pero según él, lo peor de la guerra es que cuando uno cree que ya no hay enemigos, es el momento de pensar que el enemigo somos nosotros mismos.

Truman asintió, mientras yo proseguía:

—Debo reconocer que es impresionante, ya que resulta un fabuloso trabajo de ingeniería y sin lugar a dudas, duplica el valor de la casa. Además, lo mejor de todo es que a parte de las necesidades básicas de supervivencia, mi cliente ubicó ahí bajo todo tipo de comodidades propias de un lujoso hotel.

—¿Desde dónde se abre? —preguntó Truman.

—Solo puede abrirse desde dentro —mentí—, por lo que si no se va a entrar, esta compuerta debe permanecer abierta, pues el propio peso se encarga del resto. Debo reconocer que la primera vez que lo vi me entraron unas tremendas ganas de construir uno en mi casa, y proclamar la guerra al mundo entero —dije de nuevo simulando una risa que quedó desterrada del rostro de mis interlocutores.

Conforme me fui acercando a él, recuerdo que me pregunté si el búnker le haría recordar al Príncipe lo sucedido en mi casa en el Cabo, o si, por otra parte, tan solo fue un día más en su imperecedera vida de destrucción como para merecer memoria. De hecho, y a pesar de la cólera que aquello me provocaba, ansiaba que fuera la segunda opción, pues si se daba la primera, mi plan no albergaría solución pese a mi pistola encubierta.

—Señor Vriel—dije con una sonrisa—, como futuro propietario de esta casa creo que le corresponde el honor de bajar a usted primero. Enseguida enciendo la luz.

El Príncipe se acercó a mí. Bajo la vaporosa luz proveniente de la bombilla pude intuir sus afiladas cuchillas ocultas en su boca, deseosas de surgir para saciar sus más sádicos instintos.

Pese a la emoción que me embargaba en el momento más crucial de mi vida, como tenía planeado, no abandoné mi sonrisa y centré mi mirada en Truman, evitando así cualquier contacto visual con aquel desalmado ser.

Pero cuando el Príncipe, en un ágil movimiento, puso un pie en la escalerilla interior, no pude reprimirme. Le miré a los ojos. No debía hacerlo, lo sé. Pero en el fondo de mí, anhelaba que la fiera recordase mi mirada. La misma que observó cómo atravesó a mi padre con el bastón, cómo acabó con la vida de Paul y de cómo convirtió a Emma en su perpetua carne de lujuria. Pero esta vez, a diferencia de aquella, deseaba que supiera que ya no era miedo lo que había en ella.

El vampiro comenzó a descender por la escalera de madera y el tiempo pareció ralentizarse. Una vez se halló en los últimos peldaños de la escalera, fue Truman quien, con la dificultad de su sobrepeso, se volteó con la intención de agacharse.

Inmediatamente lo aferré del brazo y me dedicó una mirada de confusión. En un rápido movimiento que había ensayado durante noches enteras hasta la consunción —y había soñado otras tantas hasta la obsesión—, cerré con toda la fuerza de mi alma aquella compuerta, que crujió bajo nuestros pies en un clanc metálico casi sinfónico, al tiempo que giré la rueda con energía para sellarla.

—¡Qué hace! —exclamó Truman alterado.

En otro veloz movimiento, que incluso me resultó hasta demasiado sencillo, de mi entrepierna extraje la pistola y con ella apunté al pecho del abogado. El Príncipe comprendió y de súbito comenzó a emitir unos alaridos que ningún ser vivo hubiera sido capaz de proferir. Ni siquiera ningún animal salvaje.

Entre aquellos gritos de odio, tuve que elevar el tono de voz para que el asustado y desconcertado abogado de Stevenson & Spencer pudiera escucharme. Y ni aun así resultaba suficiente.

—¡Escuche, señor Truman! ¿Lo oye, verdad? Lo oye tan bien como yo… y tan bien como yo sabe que esta casa no figura en ninguno de sus archivos.

La cara del abogado enrojecía y se volvía blanca por momentos bajo la exigua luz del sótano, flirteando con el desmayo.

El Príncipe golpeó con ímpetu la compuerta de titanio, sin éxito, mientras continuaba profiriendo su retahíla de alaridos. Mis recuerdos los identificaron al instante, si bien no era el momento de ocuparse de él. Ya tendría tiempo de hacerlo.

—Escúcheme, Harry, puedo meterlo con él ahí abajo... y se lo comerá vivo. Porque eso no es humano. Y algo me dice que desde el mismo momento en que lo recibió, una parte de usted pensó lo mismo.

—Yo... yo… —fue lo único que acertó a decir Truman, antes de agachar la cabeza para contemplar cómo empapaba sus pantalones con su propia orina.

—Esto es entre esa bestia y yo. ¡Escuche esos gritos! ¿Acaso cree que un ser humano como nosotros podría gritar así?

El abogado comenzó a dudar y me pareció reconocer en él una leve negación con la cabeza. Aunque era difícil sacar algo en claro de su trémulo cuerpo.

—No tengo la mínima intención de hacerle daño, señor Truman. Usted es tan inocente como yo, y como todas las personas a las que Eso ha matado. Pero le aseguro que ese animal de ahí abajo no lo es. Dijo que viajaron por separado, así que lo único que debe relatar es que su cliente jamás se presentó. Que tras verificarlo, la carta fue un simple error administrativo y que por lo tanto se vio obligado a regresar. Y ha de hacerlo cuanto antes para no levantar sospechas.Por momentos Truman pareció calmarse y comprender que le estaba ofreciendo una salida.

—¿Qué… qué pasará con…? —preguntó por fin con la mirada puesta en la compuerta.

—Eso es algo que no debería importarle más que a esa alimaña. Créame, el mundo entero estará mejor ahora.

—Me dijeron que… me dijeron que es nuestro cliente más…

—¡No! —interrumpí—. ¡Por el amor de Dios! ¡Escuche!

En ese momento, los gritos del vampiro se intensificaron mientras golpeaba con violencia la compuerta una y otra vez con sus garras. Truman retrocedió con una expresión de pánico esculpida en su sudoroso rostro.

Entonces guardé mi arma. Sabía que apenas unos instantes habían bastado para convencerlo y aquellos rugidos me facilitaron el trabajo. De no haberlo hecho le habría tenido que matar, y a la mañana siguiente lo habría abandonado en ese sótano como alimento. No tenía elección, pues nada ni nadie se interpondrían entre él y yo. Ni tan siquiera los recuerdos.

—Se lo dije. No precisa saber más, señor Truman. Hay momentos en la vida de uno que, con el tiempo, la mente acaba confundiéndolos con los sueños. Y le prometo que este será uno de ellos.

—Yo nunca… yo nunca he estado aquí —dijo por fin sin dejar de temblar.Asentí y lo acompañé al piso de arriba. Tan pronto como llegamos al soportal, quedamos paralizados de inmediato. Y aunque mi rostro —cual habitual mecanismo de seguridad—, pudiera mostrar la calma habitual, por primera vez sentí miedo ante el descontrol, pues no había contado con aquella situación.

Recuerdo que entonces fui consciente de que, a partir de aquel momento, mientras aquel ser permaneciera retenido ahí abajo, necesitaría afilar todavía más mi inteligencia. Mi enemigo no era un jugador cualquiera de la noche, sino alguien que había apostado toda su vida con las cartas marcadas.

A la altura de los escalones del porche, una manada de lobos gruñía y mostraba sus dientes, desafiantes a la espera de una embestida inminente. Y no albergaba duda de quién los había llamado.

Actué con denuedo y realicé dos disparos al aire al tiempo que los lobos se dispersaron. Si bien, intuía que no por mucho tiempo. Le dije a Truman que aprovechara la ocasión y este salió presto hacia el coche. Recuerdo que antes de subirse a él, me observó desde la puerta del conductor y alzando la voz, me preguntó:

—¿Qué es… Eso?

—Solo un mal sueño, Truman. Solo un mal sueño.

Asintió, como quién no precisa más, y se marchó de allí a toda prisa.

Afortunadamente para él, fue la última vez que lo vi.

†††

Tras asegurar la puerta de entrada antes de que los lobos regresaran, me detuve en el rellano. Me sentí pletórico de alegría, e incluso a pesar de que no era habitual, la euforia se apoderó de mí hasta el punto de que caí agotado en el piso. Las lágrimas recorrían mi demacrado rostro, como si lo hicieran por un cauce seco.

Dicen que antes de emprender un viaje de venganza deberás cavar dos tumbas, hijo… y eso fue precisamente lo que llevaba haciendo desde hacía quince años. Acababa de enterrar en vida a la bestia en una de ellas, y desde entonces hasta ahora, he ido ahondando la mía.

Me acordé de la botella de champagne que tenía preparada para celebrar mi victoria, pero todavía quedaba un detalle para completarla. Así pues, cuando me hube serenado, me incorporé y regresé al sótano.

Los rugidos del vampiro enjaulado, podridos de maldad y odio, retumbaban en las paredes cual infernal eco de sufrimiento.

Música para mis oídos, susurré.

Pude haber insonorizado la compuerta de titanio, pero si no lo hice, fue por una muy buena razón. Acaso, la razón de todo. Y cada anochecer, cuando yo me marcho a la cama y él se despierta, vuelvo a recordar el motivo.

Una vez abajo, cuando estuve a la altura de la compuerta, me agaché en el suelo. La fiera sintió mi presencia y cesó su terrorífica sinfonía de alaridos y golpes. Cual experimentado guerrero, aguardaba mis condiciones.

Solo que no las tenía. Ni siquiera una.

Entonces, pronuncié las mismas palabras que me habían perseguido por aquel oscuro túnel del búnker a lo largo de mi juventud y más allá de mis pesadillas:

—Esta… esta será tu tumba.

Por fortuna, sabía que los nosferatu poseen vasta memoria y no hizo falta más. Y así fue cómo cacé al Rey de Vampiros, a Vlad Draculea, el Strigoi, el Príncipe de la Noche y Capitán de las Legiones De Quienes No Pueden Morir. Y desde aquella noche, hijo… sigue aquí.

Bajo el suelo de esta casa.