TORMENTA

En cuanto llegué a la escalera, la débil luz proveniente de arriba debió de marcharse a otra parte. Seguramente muy lejos de allí, temerosa de la tempestad que arreciaba, sumiéndome de nuevo en la oscuridad. Un trueno me confirmó que la tormenta había vuelto, si es que en algún momento se había marchado.

Gracias a mi linterna, observé en el suelo un reguero de sangre. Sabía que los vampiros podían regenerarse de sus heridas casi de inmediato, aunque en el estado del Príncipe puede que le costase algo más. Pensé que quizá solo se trataba de la sangre del propio Johnny, chorreando de su repulsiva boca, y aquella idea me generó una desazón aún mayor.

Una vez arriba, la huidiza luz de un rayo iluminó brevemente el amplio salón. Fue una imagen cegadora que me obligó a cerrar los ojos. Pero lo que había visto seguía allí, sobrepuesto a la negrura de los párpados.

Sin abrirlos, la pude ver.

Era una anciana de espaldas, apoyada contra el pasamanos ascendente. Se hallaba empapada y tenía el grasiento cabello espaciado, revelando viscosas ampollas palpitantes entre sus mechones, como si en cualquier momento fuesen a explotar impregnándolo todo de podrido líquido cefalorraquídeo.

Vestía únicamente la parte de arriba de un embarrado camisón, y llevaba puesto una especie de pañal color añil —quizás tan solo era su propia piel necrosada— a punto de desplomarse debido al peso de los excrementos.

Abrí los ojos. Para entonces ya se había dado la vuelta.

Era mamá.

Reconocí su rostro a pesar de su tumefacto pellejo, hinchado por los gases que conformaba una sola masa deforme. Abrió los labios. Apenas dos arrugas encarnadas, supurando más pus. Pero no fue para decir algo. No había dientes, ni tampoco lengua. Solo oscuridad.

Sentí una mezcla de asco y cariño. Un sentimiento parecido al que deben de sopesar los amantes ancianos. Ni siquiera pensé. Lo único que podía hacer era temblar mientras alumbraba torpemente con la linterna aquel inmundo orificio.

Entonces distinguí un ojo en su interior. Tan pronto el haz lo iluminó, este contrajo su pupila y se revolvió frenético en todas direcciones. Parecía tan asustado como yo.

Todavía con la boca abierta, poco a poco en la frente de mamá fueron apareciendo varias letras en forma de cicatriz.

Primero una «J».

Luego una «O».

Después una «S».

Una «A»...

Comprendí qué palabra formaba. Pero sobre todo de quién era aquel ojo. Lo había visto mil veces, y ahora estaba tan perdido en las tinieblas del búnker como en aquella boca troquelada por la Muerte. Implorando que lo rescatase. Pero antes, debía impedir que aquel ser escapara de la casa.

De súbito, el cadáver de mamá comenzó a diluirse en un glutinoso y fétido miasma, mientras su masa hecha papilla caía al suelo, filtrándose poco a poco por las rendijas de las tablas, rumbo al sótano.

Hacia su hogar.

En apenas unos instantes que me parecieron toda una eternidad, desapareció sin más. El olor a muerte y deshechos permaneció en el ambiente, pero el temblor y el dolor nunca se irían a lo largo de aquella noche.

El cielo atronó, y poco a poco, el sonido fue desvaneciéndose en un infausto eco, para dejar paso al golpeteo constante de una puerta contra su tope y la lluvia azotando el precario tejado.

En cuanto recuperé la voluntad, comprobé que tanto la puerta del hall como la contrapuerta con la mosquitera se hallaban abiertas, rehenes del viento a merced de su voluntad.

Aunque el vampiro había llegado hasta allí —como indicaba el rastro de sangre en el entablado—, en ningún momento este salía al exterior, sino que regresaba sobre sus pasos hacia el piso de arriba. Quizás al fin y al cabo, dada su extrema debilidad, la trampa de las cruces había funcionado y la única manera de no tener que atravesarlas era buscar otra salida.

Fui a la cocina donde, tras revolver en varios cajones, localicé un pequeño botiquín con un frasco de calmantes. Antes de guardarlo en el bolsillo, me tragué dos pastillas de antiinflamatorio que acompañé junto a un trago de cerveza desbravada. Después así el arma de mi cintura y le quité el seguro. Mientras la sostenía, me dejé reconfortar por el cálido tacto de su gatillo. Daba igual que estuviera en desventaja, que apenas pudiera moverme o que ni siquiera fuera capaz de andar en línea recta debido al mareo. También me importaba una mierda que esa bestia se hallara escondida en algún rincón de la casa, aguardando agazapada para rebanarme la carótida. Me daba lo mismo porque pensaba luchar. Y moriría haciéndolo.

Volví a las escaleras y rastreé las marcas de sangre. Caminé muy despacio, con el arma en una mano y la linterna en la otra, como había visto hacer en las películas. Sin embargo, las trazas se fueron debilitando y una vez arriba, apenas pude distinguir alguna que otra gota furtiva.

Mientras avanzaba por el pasillo, la lluvia pareció acelerar su descarga con mayor virulencia y las tablillas de madera crujieron bajo mis pies.

Mi dedo temblaba sobre el percutor y la linterna hacía lo propio, moviendo su luz de un lado a otro. Temía que en cualquier momento el vampiro me alcanzara por detrás o incluso que emergiera por alguna de las puertas. Vista la rapidez con la que atacó a Johnny, ni siquiera tendría tiempo de parpadear. Me hallaba a su merced. Pero mi único propósito era que al menos no pudiera salir de allí.

Pasé junto al baño. Tenía la puerta entornada y apenas resignaba una rendija lo suficientemente amplia como para poder ver el espejo y el lavabo. Un relámpago iluminó entonces fugazmente el interior y observé mi propio rostro reflejado. Estaba casi tan desvaído como el de Johnny. Recordé que los nosferatu no se reflejan en los espejos, por lo que aquel podría resultarle un buen escondite.

Aguanté la respiración para poder percibir mejor cualquier ruido ajeno a la tormenta. Pero solo escuché la lluvia sacudiendo el tejado. Acto seguido empujé la puerta con el cañón de mi pistola. Esta cedió en un desagradable silbido hasta que permaneció lo suficiente abierta como para que pudiese entrar sin rozarla.

Entré.

En un resuelto movimiento, que volvió a costarme un espantoso dolor en el costado, apunté hacia la bañera. Pero allí no había nadie.

La voz de Keller volvió entonces a mi mente.

El cuarto principal, mira en el cuarto principal, hijo.

Salí del baño al tiempo que otro trueno cercano logró estremecer de nuevo los cimientos de la casa. Fue un estruendo acompañado de otro sonido que no llegué a descifrar, y que de un modo macabro me recordó al cráneo de aquella niña chocando contra el parabrisas.

Con la misma cautela me fui acercando hasta la habitación principal. Una vez allí, pude percibir con mayor claridad el rumor de la lluvia. Para cuando enfoqué el interior con la linterna, pensé que todo había acabado.

La ventana estaba rota en mil pedazos y el agua irrumpía con violencia por ella, empapando parte del enmaderado suelo. Me fui acercando, aunque en todo momento me mantenía pegado a la pared. Podía tratarse de una trampa y la bestia, incapaz de atravesar al vuelo aquel campo de cruces, todavía podía estar escondida en algún rincón de aquella habitación.

¿Has mirado debajo de la cama? ¿Dentro del armario? ¿Acaso no tenemos un armario dentro de nosotros que esconde al coco, al monstruo de afilados dientes y amarillentos ojos?

Me asomé tímidamente por el agujero. Pese a ello, me empapé al instante. El viento sacudía frenético las gotas de lluvia hacia mí, como si pretendiera ahuyentarme. Desde allí arriba, observé el todoterreno de Johnny, con las luces de la sirena encendida.

Entonces lo vi claro. Keller sabía que en cualquier otra circunstancia, mientras el Príncipe estuviera alimentado, no tendría problema en atravesar el jardín, y hasta orinar en él si así lo quisiera. Pero en tal situación de debilidad, en el caso de escapar, las cruces podrían retenerlo y la sangre de un solo hombre no sería suficiente para darle la fuerza necesaria. Por ello, la única manera de atravesar a cierta distancia aquel terreno infestado de cruces era precisamente la que el vampiro había previsto. Sobrevolarlas.

Con independencia de cuál fuera mi estado, evitó el enfrentamiento directo porque no se sentía en condiciones. Y por eso había huido a tiempo para aprovisionarse de fuerzas. Como buen guerrero, no subestimó a su enemigo. Algo que yo sí hice. Ahora el pueblo de Salmo se hallaba en serio peligro. Y por mi culpa, pasara lo que pasara, ya era tarde para evitarlo.

Esperaba que los calmantes hicieran su efecto, pero el dolor era tan fuerte que aunque pudiera reducir su intensidad, apenas notaría la mejora. De todos modos había llegado a un punto en el que me conformaba con poder moverme sin sentir la necesidad de gritar.

Llegué hasta la verja, donde los lobos seguían aguardándome a pesar de la tromba de agua que caía y de que su líder ya no estaba ahí abajo. Nada más advertir mi presencia, se lanzaron contra la valla gruñendo y descubriéndome sus colmillos como posesos. Tuve que realizar varios disparos al proceloso cielo para ahuyentarlos.

El Tahoe de John casi rozaba la verja, tenía las sirenas iluminadas aunque sin sonido, el motor apagado y las llaves puestas. Me pregunté cómo demonios había podido entrar y entonces recordé que me pareció escuchar disparos mientras estaba en el búnker (seguramente para dispersar a los lobos). Pero la verja era prácticamente impenetrable...

En ese momento observé la posición del coche y la luz de la sirena me reveló un tenue rastro de barro sobre el capó, que el aguacero aún no había logrado diluir del todo.

Saltó. El bueno de Johnny…

Arranqué el coche patrulla y cogí la radio:

—A todas las unidades, hay un… me informan de que hay un hombre muy peligroso suelto en Salmo. Va armado y viste con una capa negra, cierren todas las posibles salidas al pueblo. Ordenen a los vecinos que permanezcan en sus casas, que no salgan bajo ninguna circunstancia y que no le abran sus puertas. Repito, asesino muy peligroso y armado anda suelto. Corten la Cascade en ambos sentidos y decreten el toque de queda. Cambio y corto.

Camino del túnel observé por el retrovisor iluminarse fugazmente la Casa de las Cruces bajo la fosforescencia de un relámpago. Asumir que mi mejor y único amigo ahora estaba allí abajo, y que el ser más sanguinario volaba libre, me hizo sentirme de nuevo el hombre más miserable que haya existido sobre la faz de la tierra.

†††

Cuando llegué a Salmo lo primero que pude comprobar era que el corte de luz había sido generalizado y que todo el pueblo se hallaba sumido en la más completa oscuridad.

Un oficial me confirmó por radio que ya estaban tomando medidas, si bien recordé entonces que tendría que inventar una historia que contar a los chicos cuando me preguntaran qué hacía yo con el coche patrulla del sheriff dando órdenes. Y sobre todo, qué había sucedido con su jefe. Pero primero debía advertir a Carol.

De camino a su casa y justo a la altura del desvío del Sicomoro Quemado, me crucé con uno de los coches de policía que supuse se dirigía a cerrar la Cascade. Me dio las luces al tiempo que a través del espejo retrovisor advertí que frenaba, pero al comprobar que yo continuaba mi camino, hizo lo propio.

Diluviaba como si el día del Juicio Final hubiera llegado, y para cuando arribé a casa de Carol el limpiaparabrisas se movía tan rápido que parecía dispuesto a salir volando en cualquier instante. Justo entonces, distinguí el Escalade frente al portón exterior, y bajo un paraguas sacudido por el viento Cameron pugnaba por abrirlo manualmente.

Bajé del coche como pude, sintiendo el punzante dolor que parecía querer convertirse en una parte más de mi ser. En apenas unos segundos, ya me había calado hasta el alma.

De súbito, un espeluznante estruendo se escuchó en alguna parte del pueblo. Ya solo quedaba esperar que los cuatro jinetes descendieran y con ellos el cielo se precipitara sobre nosotros.

Sabes que eso no ha sido un trueno, ¿verdad?

Había sonado como si una bomba hubiese estallado cerca de allí. Y a pesar de que Carol permanecía dentro del coche, también lo escuchó. En cuanto me vio, se apeó de él con la preocupación manifiesta en su delicado rostro.

—¿Qué ha sucedido, Robert? —preguntó nerviosa.

Una vez hubo abierto por completo el portón, Cameron se acercó a nosotros con el paraguas, pretendiendo cubrirnos a los tres, pero debido a la virulencia del viento ya resultaba imposible que pudiera protegerse siquiera a sí mismo.

—No tengo ni idea —grité para sobreponer mis palabras al ruido de la tormenta—. Ha sonado como una...

Mi hermana debió de darse cuenta de que en el coche de policía no había nadie más.

—¿Y qué haces tú con el coche de…?

—Escucha, Carol, ahora no tengo tiempo —volví a decir elevando el tono de voz—, solo tienes que prometerme algo.

—¿Qué pasa, Robert? Me estás asustando.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Cameron ojiplático.

—Escuchad, los dos. Es muy importante. Pase lo que pase y venga quien venga esta noche a vuestra casa, no le dejéis entrar. No importa lo que os diga. No le escuchéis. Encerraos ahí dentro a cal y canto, y repito, pase lo que pase… no salgáis hasta mañana por la mañana.

—¿Qué... estás diciendo, Robert? ¡Por Dios, tienes mala cara! —gritó esta vez Carol.

—Tranquila, no es nada. Solo quiero que me lo prometáis.

En ese momento así a Cameron del hombro, disimulando sin éxito la dolencia que aquel simple movimiento me provocó.

—Cam, sé que harás todo lo que fuera necesario para proteger a mi hermana y al bebé. Solo te pido que si alguien se presenta aquí, aunque vaya vestido de policía, no le dejéis entrar. Ni siquiera a mí, por favor. Solo por esta noche, tenéis que prometérmelo.

—De acuerdo —dijo sin borrar aquella expresión de angustia.

Acto seguido besé a mi hermana en la frente, sintiendo el sabor de las gotas de lluvia que caían de su pelo.

—Mañana por la mañana te lo contaré —mentí.

—¿Tiene esto algo que ver con…?

Pero mi sola mirada bastó para que no concluyera la pregunta.

Sin mirar atrás, regresé al coche patrulla y enfilé rumbo a la comisaría para avisar a los chicos. Apenas hube entrado en el pueblo, la frecuencia policial sonó anunciando lo que había sucedido:

Atención a todas las unidades, ha habido una explosión en la gasolinera de los Wennagan. Las líneas de teléfono están cortadas y solicitamos aviso al Departamento de Bomberos del condado. Repito…

Instantes después, la voz de un oficial contestó, ofreciéndose al aviso. Aunque una frase no dejaba de reflejarse en mi parabrisas, inamovible ante las aceleradas escobillas:

Las líneas están cortadas…

De inmediato pensé en el Príncipe, moviéndose en su terreno favorito. La oscuridad. Y en el viejo Jack y su familia, que vivían justo detrás de la gasolinera. Durante el trayecto hasta las dependencias de la policía, recé cuanto recordaba para que todos ellos hubieran sobrevivido. Pero sobre todo —y lo más importante—, para que conservasen toda su sangre.

Cuando por fin pude intuir la oscura plaza situada entre la oficina del sheriff y la iglesia, tuve que frenar violentamente.

El morro del Tahoe apenas quedó a un par de centímetros de algo, mientras los potentes faros iluminaban una pegatina en la que decía:

U wanna kiss my ass?

Con el tacto de la pistola oprimiendo mi abdomen me apeé del coche. Conforme me fui acercando, comencé a percibir un hedor insoportable. Giré la silla de ruedas hacia mí para observar con horror a Leonard. Se hallaba desnudo por completo y empapado no solo por la lluvia, sino por sus propias deposiciones.

Los halógenos del todoterreno mostraron con detalle su decrépito y macilento cuerpo repleto de cicatrices, posiblemente fruto de la guerra. O puede que de la tortura a la que el loco de su hermano lo había sometido durante años. No obstante, lo más aterrador de aquella imagen eran sus ojos, blancos en su totalidad, como si se los hubieran volteado.

Desde algún rincón de su celda mental, creí descifrar en aquella turbadora mirada un ruego desesperado, suplicándome que acabara con todo aquello de una vez y le volase la tapa de los sesos. Para mis adentros, susurré:

—¿Qué coño…?

La voz de su hermano vibró entonces tras de mí y no me dejó acabar aquella pregunta:

—Lo estamos esperando.

Me revolví y apunté con el arma a Gary, que me observaba con la idéntica expresión de loco que cuando llenaba de plomo al Amarillo. Pero sobre todo, con los mismos ojos nevados por la locura que su hermano. Si bien entonces, bajo la lluvia de efímeros relámpagos, más que un perturbado, parecía un auténtico espectro.

—¿Qué estás diciendo?

—Él nos ha convocado aquí, en la plaza de la iglesia. Frente a la casa de tu Dios.

—¿Él?

—El Príncipe de la Noche, hijo. Él nos avisó de que tratarías de impedirlo.

—Gary, creo que deberías llevarte a tu hermano a casa y…

El Zumbado profirió una sonora carcajada. No era humana.

—¿Mi hermano? Él será mi ofrenda al Señor de las Bestias. Nació para ofrecerle su sangre… mamá me lo dijo.

—Estás… estás mal de la cabeza.

—También me dijo que dirías esas cosas y que intentarías acabar con nosotros.

Gary se acercó a mí lentamente al tiempo que yo reculaba, sin dejar de apuntar en ningún momento al lunático vecino de mi infancia.

—No dejaré que lo estropees, hijo. Pronto estaremos todos en la plaza, y el Príncipe nos guiará a través de la noche hacia la Salvación Eterna.

—¡Atrás, Gary! —ordené.

Pero Gary seguía acercándose cada vez más.

—¡Te atraparé como me ordenó!

En ese momento, El Zumbado sacó una pistola que había estado ocultando en la entrepierna. Sin tiempo para pensar, no le di opción alguna y apreté el gatillo. Ambos tuvimos suerte y el disparo solo le alcanzó en el hombro. Gary soltó el arma, que tras una acrobática cabriola cayó a un charco. En su caída, emitió un desgarrador grito de dolor.

Pese al ruido ensordecedor del disparo, mi mareada cabeza logró transcribir aquel intenso pitido en palabras. Primero en susurros, y más tarde en pavorosos alaridos que reverberaban en el interior de mi cráneo cual infernal eco.

Él nos ha convocado aquí a todos, en la plaza de la iglesia…

Leonard comenzó a trazar círculos con la silla de modo incontrolable. Parecía estar bailando bajo la lluvia. Y lo peor de todo era que solo él podía escuchar la música.

Era consciente de que el Príncipe de la Noche poseía la capacidad de comunicarse a través de la mente, de hablar con quien quisiera e incluso de convencer a aquellas personas débiles o mentalmente desequilibradas. Como Gary. Como Leonard.

Como…

Podía impedir que Carol le abriera la puerta, pero no podía impedirle que de un modo u otro se comunicase con ella. Incluso que lo hiciera a través de una especie de conciencia colectiva. De nuevo, me hallaba a su merced. Todos lo estábamos.

En cuanto el eco de Gary se desvaneció, otra voz muy distinta y con un acento especial, ocupó su lugar en mi caja de hueso.

Quieres matarlo, ¿verdad, Robert? Es lo que deseas. Dispárale, como me disparaste a mí en el sótano. Cuando descubras a qué sabe arrebatarle la vida a un ser humano, no querrás probar otra cosa. No hay droga más adictiva que la sangre, chico.

Pero conmigo no podría. Al menos no de ese modo.

Me acerqué a Gary, que me miraba con aquella mirada de ultratumba mientras se esforzaba por levantarse. Apoyé mi pie contra su herida. Volvió a desplomarse sobre su espalda al tiempo que se retorcía de dolor. Pese a todo, no sentía la mínima lástima por aquel tipo.

—¿Crees que eres el único que me ha disparado? —dijo apretando los dientes—. Esas ratas del Viet Cong me acribillaron desde sus madrigueras, pero yo sobreviví gracias a Él para poder estar aquí esta noche, hijo. ¡Ya es tarde, jodido desertor! Nosotros sobreviviremos, pero para ti no hay salvación.

Jamás había disparado a nadie en toda mi vida. Al menos a nadie que estuviera vivo y no volara. Y aunque siempre creí que tarde o temprano alguien le metería una bala en el cuerpo a aquel chiflado, nunca imaginé que sería yo quien lo hiciera.

No había manera de avisar a ninguna ambulancia y la única con la que contaba Salmo se hallaba en el centro médico, que solo permanecía abierto durante la noche para eventuales urgencias. Si bien, advirtiendo su herida en el hombro, no albergaba duda de que Gary sobreviviría.

Nosotros sobreviviremos, pero para ti no hay salvación…

De súbito, El Zumbado me agarró por el tobillo desde el suelo sin apenas fuerza y comenzó a reír a carcajadas, mientras que Leonard no cesaba de hacer girar la silla, emitiendo escalofriantes sonidos guturales y espumarajos que se fundían sobre sus propios deshechos.

—Ya no hay… salvación para ti —dijo Gary, y continuó riendo.

La lluvia parecía haber disminuido levemente su intensidad y los rayos se alejaban cada vez más en su particular conflagración con el estruendo celeste.

Me zafé de su mano con un puntapié y me dirigí al maletero, donde encontré una manta térmica. Aunque al principio apenas podía contener la silla sin aullar de dolor, al final el cansancio hizo que desistiera. Soportando a duras penas el nauseabundo olor que desprendía, por fin pude cubrir el cuerpo de Leo. Al menos, lo que quedaba de él.

—Llamaré a una ambulancia, Gary —dije.

Pero Gary no parecía escucharme. Seguía dominado por aquella carcajada inhumana, que me recordó la de los payasos que emergen de las cajas sorpresa.

Regresé al coche y cerré de un portazo. Los faros alumbraban la teatral escena. El Zumbado, tirado en el suelo con un sanguinolento agujero, en tanto que su hermano se convulsionaba en la silla bajo la manta térmica.

Golpeé el volante con rabia y me maldije por haberme detenido, por no haberme limitado a sortear a Leonard. Porque todo cuanto estaba sucediendo, incluso con aquellos dos, llevaba mi firma en el apartado «Responsables».

También la de Keller.

Traté de apartar aquellos umbrosos pensamientos y di marcha atrás. Entonces, al observar a través de la rociada luna trasera, contemplé horrorizado cómo una abstracta multitud caminaba en procesión hacia mí. Apenas podía creer lo que mis ojos avistaban. Aunque por desgracia, aquella sensación era algo a lo que ya me había habituado.

Con la tenebrosa imagen de los vecinos de Salmo recorriendo la tormenta sin un solo paraguas, aceleré lo más rápido que pude —y esquivando esta vez a los Mortimer—, me marché de allí.

†††

Aparqué el coche frente a la plaza situada justo al final de la calle y que enfrentaba a la iglesia y a la oficina del sheriff. En ella, pude intuir la figura de un agente de policía sentado sobre un banco. Dejé el motor encendido y activé las largas antes de bajarme del todoterreno. Estas finalmente me descubrieron a Steve, ayudante de Johnny, a quien ya conocía incluso de la infancia.

Vestía de uniforme, pero no llevaba su sombrero reglamentario. Se hallaba sentado bajo el chaparrón con la cabeza gacha, como si no le preocupara el aguacero ni la situación. Algo lo mantenía pegado a ese banco. La escena me puso los pelos de punta.

Conforme me acercaba, fui ralentizando mi paso hasta detenerme por completo. Entonces pude percibir con más claridad que no era solo agua lo que le empapaba. También había sangre.

En un rápido movimiento más propio de un animal, me miró con los mismos ojos en blanco que Gary y Leonard. Y con toda seguridad, los mismos que los de la multitud que no tardaría en llegar.

Se puso en pie, aún más rápido incluso. Y sin mediar palabra comenzó a caminar hacia donde yo estaba. De cualquier forma supuse que habría perdido la facultad de mover los labios, pues bajo la amarillenta luz de los faros lucían añiles como si llevaran días muertos.

No pretendía sacar mi arma. No deseaba que nadie más resultara herido, no al menos hasta que fuera una cuestión de vida o muerte.

—Mierda, Steve… Tú también.

Sin pensarlo dos veces eché a correr. Steve debía detenerme y por supuesto ya me imaginaba quién se lo había ordenado. Lo hice en dirección a la iglesia. Puede que el templo de Dios fuese el único bastión capaz de acabar con el Príncipe, o incluso de devolverle a aquella gente la cordura. Entonces, mientras el afilado cuchillo del dolor volvía a acariciar mis entrañas, un rayo de esperanza me sobrevino a la mente en forma de nombre:

Sherman.

El padre Sherman.

 

 

†††

Apenas debía de haber unos cincuenta metros hasta la iglesia, aunque había que subir bastantes escalones. Cuando en mi carrera percibí detrás de mí el sonido de un disparo, los metros se convirtieron en kilómetros.

Dispara a las piernas, no quiere matarte, y probablemente Gary tampoco… Al menos no de momento.

Gracias a Dios, falló. La bala solo rozó mi pie, pero me desestabilizó. Avancé en aleatorio zigzag lo cual redujo mi velocidad, pero le hizo errar dos veces más. Mientras subía los escalones de dos en dos, saqué la pistola. Si los enormes portones se hallaban cerrados, no me quedaría más remedio que girarme y batirme a tiro limpio con aquel chico. Y a diferencia de mí, él tenía práctica.

Pero Dios estaba de mi parte.

Cuando llegué a la puerta, esta se abrió y una bala se incrustó en la madera del portón, a escasos centímetros del muslo de mi pierna derecha. Pude percibir el olor del metal caliente y pensé en lo horrible que resultaba que aquella aciaga emanación fuese lo último que algunas personas se llevaran consigo al otro lado.

Dudé si Steve sería capaz de entrar en La Casa del Señor. Ahora su dios era otro. De cualquier forma, me niego a seguir llamando a aquel chico por su nombre, porque Steve ya no era Steve, sino el nosferatu que se había clavado en su mente torneando sus ojos.

Tal vez sea con esa cara con la que nosotros vemos nuestra propia oscuridad… y «ellos» pueden ver a través de las tinieblas.

Cerré de nuevo la puerta y corrí a esconderme en un pequeño recodo tras el tablón de anuncios. En ningún momento aparté mi dedo del percutor.

El interior de la iglesia se hallaba en penumbra, iluminado tan solo por unas escasas velas colocadas a ambos lados, en el transepto. El aire allí dentro era más denso, y el hedor a cera e incienso parecía haberlo corrompido.

Aguardé a que la enorme puerta chirriara de un momento a otro y el pobre chico empapado en sangre apareciese, buscándome con sus ojos en blanco. En caso de que me descubriera, esta vez no me quedaría más remedio que disparar como hice con Gary. Aunque posiblemente con peor resultado.

Para cuando los segundos se convirtieron en minutos, supe que nunca entraría. Aquel lugar se lo impedía.

Salí de mi escondite con cautela, sin dejar de empuñar la pistola de Johnny. Pensé en él. Y en Carol. Y también en que si el pueblo entero de Salmo todavía no se había congregado ya en aquella plaza, no tardaría en hacerlo.

—¡Padre Sherman! —grité. Mi voz resonó en el templo como el chirrío de un gozne enmohecido.

Ya que la iglesia estaba abierta para sus fieles, pensé que lo más probable era que el padre Sherman estuviera en la sacristía. Sin embargo, cuando pasé junto al confesionario, pude distinguir bajo la cortina una enfermiza luz amarillenta y un hábito negro rozando el suelo.

Entonces el párroco respondió con su anciana y reconfortante voz. La misma que, a pesar del paso del tiempo, siempre había tenido:

—Adelante, hijo.

Lo pensé dos veces. Aquel podía resultar un escondite demasiado obvio en el caso de que Steve, o cualquier otro loco vecino de Salmo, decidiesen entrar en mi busca. Aun así, no podía dejar pasar aquella oportunidad. Necesitaba hablar con alguien. Aliviar mi alma e incluso por qué no, pedir piedad por ella.

Ya no habrá protección de testigos para ti, chico. No olvides que has partido en dos las leyes divinas y has dejado salir de la tumba a un muerto…

Entré al confesionario sosteniendo el arma reglamentaria entre mis húmedas manos. Si había alguien en toda la faz de la tierra capaz de ayudarme, ese era el padre Sherman. Mi única esperanza. Al fin y al cabo, en aquel infierno él era la mano derecha de Dios.

En el pequeño compartimiento tan solo había un angosto reclinatorio de madera y, sobre este, en la pared, una pieza de metal repleta de diminutos agujeros que resguardaba el anonimato del pecador y conectaba con el otro lado, donde se situaba el sacerdote.

Me arrodillé sobre la banqueta al tiempo que un baladro de dolor se escurrió entre mis labios.

—Ave María Purísima —dije en un susurro, sorprendido ante el hecho de recordar la jaculatoria de entrada.

—Sin pecado concebida. Que el Señor habite en tu corazón para que puedas arrepentirte con humildad de tus pecados. Dime, hijo, ¿hace mucho que no te confiesas?

Tragué saliva. Estaba amarga.

—Sí, padre.

—Y bien, ¿cuáles son tus pecados?

—He hecho algo malo. Muy malo.

—Te escucho, hijo.

—Por mi culpa ha muerto un hombre. Probablemente hayan muerto muchos más… y temo que esta noche seguirá muriendo gente.

Tras aquellas palabras, a mi mente acudieron las imágenes de Johnny tirado en el sótano, junto al viejo Jack y su hijo Dean, que convertidos en una pira humana me señalaban con el dedo mientras Gary reía desde el suelo con un agujero en su hombro tan negro como la noche.

Sin apenas darme cuenta, las lágrimas comenzaron a desbordar por mis mejillas.

El padre replicó en un tono algo nervioso, aunque manteniendo su habitual calma y serenidad.

—¿Qué hiciste? —preguntó.

—Cometí un error… y... lo dejé escapar.

—¿A quién dejaste escapar, hijo?

—Es una larga historia, padre.

—Tenemos tiempo.

—Me temo que no. La… —me detuve un instante pensando muy bien cómo definirlo—, la persona a la que dejé escapar ha convocado a todo el pueblo en la plaza.

—¿Para qué?

—No lo sé, pero creo que quiere formar de nuevo su ejército de súbditos.

—¿Ejército de súbditos?

—Padre… sé que no me creerá, que pensará que estoy loco.

—Prueba.

—Le hablo de los enemigos de Dios. Le hablo de… le hablo de vampiros.

El padre Sherman no dijo nada. Para cuando volví a escuchar mis propias palabras repetidas en mi mente, supe que definitivamente me tomaría por un trastornado. Pese a ello, el párroco mostró su característica comprensión.

—¿Y dices que los ha convocado esta noche? ¿Dónde?

—Frente a la iglesia.

—Así que dices que hay un vampiro suelto que ha emplazado a todos los habitantes de Salmo para que se reúnan con él, frente a nuestro templo…

—Sí, padre. Escuche... Sé que es casi imposible de creer, pero por favor, le ruego que aparte cualquier prejuicio. Usted me conoce desde la cuna. He cometido errores, lo sé, pero no he perdido la cabeza. Al menos no de momento. Tiene que creerme —dije con desesperación.

—Bien, hijo, supongamos que te creo. Supongamos que ese vampiro ha convocado a todos los habitantes del pueblo como dices para convertirlos en un igual. ¿Por qué no ha podido convencerte a ti?

—Solo puede convencer a los más débiles, padre. Y yo ya me enfrenté a él.

—¿Y qué papel puedo desempeñar yo en todo esto?

—A usted no puede hacerle nada. Usted es un siervo de Dios, y aquel que lo condenó siglos atrás es su mayor enemigo. De hecho ni siquiera puede entrar aquí.

—¿Estás seguro de ello?

—Completamente padre, lo he comprobado. Uno de sus súbditos me disparó y me persiguió hasta aquí... pero no entró. Ellos tampoco pueden hacerlo, no mientras estén bajo su maligna influencia. Con usted no podría jamás.

El párroco Sherman hizo una pequeña pausa, como si estuviera reflexionando. Después añadió:

—Ya te lo dije, Robert. Si hay una palabra que no aparece en nuestro idioma, esa es precisamente la palabra «jamás».

Tan pronto como asimilé aquella frase traté de alzarme, pero ya no había fuerza en mis piernas. El pánico me había bloqueado. Acto seguido escuché una especie de bufido al otro lado, como el que hace un gato cuando muestra sus colmillos.

No podía ser cierto. Y sin embargo era tan real como aquel dolor. Como aquel miedo. Había vislumbrado el hábito color azabache, su voz seguía siendo la misma que la del hombre que me dio la comunión, que ofició el funeral de mi padre y años después el de mamá.

El strigoi interrumpió entonces mi aturdida reflexión, esta vez con su verdadera voz de lejano acento.

—¿Acaso confundiste el hábito con mi negra capa? ¿De verdad pensabas que no podría entrar aquí? ¿Que las cruces del templo de Dios me detendrían como me detuvieron las de esa casa?

Mi esperanza también se hizo añicos.

Ellos no pueden entrar, pero yo sí. Casi medio siglo sin sustento me debilitó, si bien, como podrás comprobar, ya he gozado del tiempo necesario para recuperarme, gracias a ti... Ya sabía que El Zumbado no sería capaz de retenerte, así que ordené a Steve que aguardara tu llegada y te hiciese entrar aquí. No creerás que falló por casualidad, ¿verdad, Robbie? Eres tan crédulo que abrigaste la vana expectativa de que el vasallo de tu Dios podría protegerte.

La adrenalina desbloqueó entonces mis músculos y por fin pude reaccionar. Y aunque aquel chupasangre era mucho más veloz que yo, al menos me ayudó a contener el ramalazo. Con el cañón de la pistola, apunté hacia la cortina al tiempo que la descorría. Esperaba encontrarme cara a cara con el vampiro, pero no salió al mismo tiempo que yo. En cambio, permaneció en el mismo sitio profiriendo la misma risa demencial que Gary. Entonces comprendí que, desde el principio, había sido la suya.

Intuí que a aquellas alturas la plaza frente a la iglesia debía de estar atestada de súbditos aguardando a su líder y esperándome a mí, atrapado en su trampa divina.

Sin cavilar, salí de allí y corrí hacia la sacristía. Se hallaba al otro lado del altar y desde ella se accedía al campanario. Las velas de ambos lados, que desplegaban sombras en su titubeante combustión, iluminaron mis pesados pasos.

De súbito, por encima de mi cabeza sentí volar la figura del Príncipe, que en una siniestra pirueta más propia de un acróbata, apareció justo frente a mí, bloqueándome el paso.

Apenas había luz; aun así pude ver que ya no era aquella figura con alas putrefacta y deforme, plagada de podridos colmillos, sino que había adquirido la forma de aquel hombre que Keller me describió con precisión.

Tenía la piel blanca y alisada como la nieve virgen, una nariz aguileña con dos amplios agujeros ovales y su capa negra envolviéndole todo el cuerpo. Su hábito.

—No temas, ya me he alimentado lo suficiente para recuperarme.

—¿Y el padre Sherman? —pregunté desafiante y sorprendido de mi propia fortaleza, tal vez fruto del odio que sentía al recordar todas sus víctimas.

Tus víctimas…

—Digamos que ha cumplido su voluntad.

—¿Qué... quieres decir?

Como si mi pregunta le hubiera molestado, el Príncipe elevó el tono de voz y en un grito vociferó:

—¡Por fin ha conocido a su Creador! ¡Se lo ha ganado!

En un gesto teatral, la bestia extendió sus larguiruchos brazos y todas las velas restantes de la iglesia prendieron, iluminando con mayor intensidad el lugar. Entonces lo vi.

En la enorme cruz que coronaba el muro tras el altar, yacía colgado el párroco de la misma horrible manera que Jesucristo. Solo que a diferencia del Hijo de Dios, algo brillaba en el lugar donde debían estar sus ojos. Era la refulgente llama de dos velas clavadas en sus cuencas oculares, abrasando sus cejas.

Aterrado reculé, golpeándome con uno de los bancos.

—Esta noche tú serás mi invitado, Robert Carson. Y cuando acabe mi propósito, me revelarás dónde puedo hallar a mi verdadero guardián.

Pese a mi situación, descubrí un soplo de consuelo en aquellas palabras. Al menos ya albergaba la absoluta certeza de que había ciertos pensamientos en mi mente a los que aquel strigoi no podía acceder. Y quizás ahí estribaba mi fortaleza. Acaso, mi carta ensangrentada.

—Si te acercas, dispararé.

El Príncipe volvió a reír en una sonora carcajada y se dirigió hasta uno de los laterales del transepto, donde tomó unos cuantos cirios prendidos.

—¿Sabes lo que esto significa? —preguntó.

No contesté, y continué alejándome a paso lento hacia atrás, esperando que no se apercibiera. Fue en balde, pues daba igual lo que hiciese.

—Estas velas —continuó el vampiro— son las súplicas del mundo. La gente viene aquí, las aviva y a través de fútiles letanías le pide a su Dios que resuelva sus problemas. Él les replica con desdeñoso silencio: «Verás, amados hijos desgraciados, soy omnipotente y podría resolverlos... pero no lo haré, pues debéis ser vosotros mismos quienes lo hagáis. Y a cambio de que respetéis mis reglas, os prometo una morada eterna aquí en el cielo». ¿Pero quién anhela una vida eterna para el alma pudiendo tenerla para el cuerpo, en este preciso momento, donde todo acontece?

Pronunciadas aquellas palabras, lanzó las velas contra las cortinas que adornaban la girola. Como si respondiera a una orden suya, de inmediato estas prendieron y el fuego comenzó a propagarse a un ritmo infernal.

—Así que Dios no te salvará, como tampoco ha salvado a su guerrero. ¡Porque tus malditos problemas debes resolverlos por ti mismo!

A continuación volvió a carcajearse, esta vez con mayor vesania. Entre las llamaradas, que se extendían por la iglesia a un vertiginoso compás, una oscura idea surcó mi mente.

Ya nada podrá salvarte…

Acaso, la única cosa que yo podía hacer y que él no deseaba. Por una vez, una sola vez, creí ser más astuto e invertí la dirección del cañón. Directo a mi boca. Al instante, percibí su amargo sabor metálico.

Curioso, el mismo que tiene la sangre.

En los negros ojos del nosferatu pude advertir por primera vez la flama de la incertidumbre.

—¡No lo harás! —gritó.

Si yo moría, jamás encontraría a Keller. Al menos no antes de que la muerte lo encontrara a él primero. Y eso era algo que ambos sabíamos.

Debía poner fin a toda la vorágine de mal que mi torpeza había desatado. Y aunque lo único que me importaba en aquellos momentos era no convertirme en uno de ellos, El Príncipe pronunció el nombre exacto que logró apartar la pistola de mi paladar poco a poco.

—Carol... ¿Es que no te importa?

En un fulminante movimiento el Príncipe me arrebató la pistola. Ni si quiera me importó. Tan solo aguardé a que en cualquier momento se abalanzara sobre mi cuello y ensartara sus infinitos cuchillos dentarios en mi carótida.

Pero nada de eso sucedió. En su lugar, la bestia me agarró por el cuello, y pese al calor desprendido por ese crematorio en el que se había convertido la iglesia, sentí por primera vez el gélido tacto de sus afiladas y cerúleas uñas.

Acto seguido nos elevamos unos metros en el viciado aire, alejándonos del fuego que ya devoraba la madera de los bancos. Y entonces voló. Y yo volé con él hacia los portones de la entrada, dejando atrás el cadáver del padre Sherman a merced de la deflagración.

†††

Afuera, prácticamente la totalidad de los habitantes de Salmo había formado en posición cual abominable Ejército del Mal. Continuaba lloviendo con intensidad, pero eso no parecía importar a la multitud. La imagen me horrorizó. Lo último que pude advertir antes de que el Príncipe me empujara haciéndome caer por los escalones, fue la misteriosa autocaravana aparcada en un rincón de la plaza.

Aterricé en el empapado suelo mientras mis huesos terminaban de quebrarse. Mi grito fue desgarrador, aunque nadie pareció percibirlo. Detrás de mí, sentí los pies de un vecino. Llevaba puestas unas zapatillas de estar por casa con la cara del Pato Donald enfangada, y a medida que mis nublados ojos fueron ascendiendo por la pernera de su pijama hacia el resto del cuerpo, descubrí con pavor que se trataba de Ann, la mejor amiga de mi hermana. Y junto a ella su perro fiel, Billy Tur-Tur-Nerd.

Qué… qué… bu… bu… bueno vol… vol… volver a ver… ver… verte.

Al igual que el resto, se hallaban poseídos por el Príncipe y mantenían sus globos oculares totalmente en blanco. Traté de captar su atención susurrándoles, pero ni tan siquiera me miraron. Su único interés se centraba en aquella bestia, que frente a los portones de la iglesia en llamas, comenzó a pregonar:

—Queridos súbditos, bienvenidos seáis. Como podéis comprobar —dijo al tiempo que con sus largas uñas señalaba el interior devorado por el fuego—, vuestro Dios se ha chamuscado, y la voz que os habla es la única que podrá guiaros entre las tinieblas en los malos momentos, como ha hecho esta noche. Uníos a mí y el tiempo dejará de ser esa guillotina que cercena vuestros sueños, vuestras ilusiones y que os separa de aquellos a los que amáis. Yo os prometo el fin de la pesadumbre y el comienzo de una antigua era perdida que volverá a reinar entre las sombras. Los «No Muertos» cambiaremos el destino del mundo y con este hombre —dijo entonces señalándome—, comenzará todo. Me enorgullece que mis antiguos soldados, más remotos incluso que la tierra que alumbró a este pueblo del raíl, me hayan encontrado… pero sobre todo, que nunca desistieran en su búsqueda. ¡En eso consiste la lealtad! Se hallan entre nosotros, y durante todo el tiempo que duró mi huida y después en mi cautiverio, no desistí de convocarlos cada noche, como hoy he hecho con vosotros. Ahora vuestro vecino, el señor Carson, me dirá lo que quiero saber. Y si lo hace... lo convertiré sin dolor, para que después él haga lo mismo con sus conocidos. ¡Y así, frente a las cenizas de vuestro Creador, nos beberemos los unos a los otros en lo que será la orgía de sangre más hermosa que los tiempos hayan concebido jamás!

La imagen del Príncipe resultaba todavía más estremecedora mientras los enormes portones escupían lenguas de fuego tras él. Sus cáusticos ojos no dejaban de acecharme, o a lo mejor eran los del párroco Sherman, con los cirios clavados y refulgiendo.

Pensé en Caroline, e imploré para que no estuviese allí presente. Ella no se merecía aquello. ¡Joder, nadie lo merecía! Aunque ya era tarde para lamentos. Ya era tarde para todo. O eso creía.

De pronto, una voz distinta a la del Príncipe pero igual de intensa, atravesó el espacio desde donde quiera que estuviera hasta mis oídos, y la bestia volvió a emitir aquel espeluznante bufido, si bien esta vez, fue distinto.

—¡Siempre gustaste de quemar aquello que no se plegara a tu voluntad!

En cuanto mi cerebro asimiló aquella frase, reconocí la característica voz de su dueño. El mayor enemigo de aquel ser inhumano. La persona más valiente que jamás conocí.

Keller.

Entonces, el único paraguas en aquella plaza emergió de entre la multitud y ascendió los escalones con pasmosa tranquilidad. Su imponente figura era inconfundible. Vestía de igual manera que la última vez que lo vi partir, con su traje de lino color perla y el sombrero panamá. Tenía una mano en el bolsillo, mientras que con la otra sostenía su protector de lluvia.

Pero había un detalle en él que no llegaba a entender. A pesar de que Keller llevaba paraguas, estaba tan empapado como el resto, hasta el punto de que cuando llegó arriba pude observar que su ropa goteaba incesantemente.

En un movimiento que nunca habría imaginado en un animal tan poderoso, el Príncipe dio un paso atrás para mantener la distancia. Desconfiaba, y que continuara mostrando sus horribles colmillos, cual fiera en alerta, era la viva prueba de ello.

Le odia tanto como le respeta… porque en el fondo, le teme.

Aquel temor hacia Keller no me tomó por sorpresa, al fin y al cabo se hallaba ante el ser humano que había podido con él, alargando un tormento que solo él era capaz de comprender. Lo que para aquella bestia, incapaz de rendirse al tiempo, debió de resultar un infinito viaje al cosmos de la amargura.

—Sabía que te haría salir —dijo el vampiro con una mezcla de orgullo y desconfianza.

—¿Por qué no les cuentas a estas buenas gentes dónde has estado hasta ahora? —preguntó Keller como si le hablara a un viejo amigo.

Pero Keller no tenía camaradas y lo más parecido a uno se hallaba precisamente frente a él.

El Príncipe no respondió a su provocación. Permaneció alerta con la mirada fija en el anciano, escrutando cada uno de sus movimientos. Keller continuó, aunque esta vez, apenas en un susurro:

—¿Acaso cada amanecer temías que fuera el último?

—Ese fue el segundo gran error de tu vida. El primero fue salir con vida de aquella casa en Cape Cod.

—Mi único error fue dejar a ese pobre chico ante una responsabilidad tan grande —dijo él entonces mirándome por primera vez.

Asumo la culpa, hijo. No te tortures. Todo se precipitó… Yo lo precipité, pero no sufras, he venido para arreglarlo.

—Ya veo que el tiempo te ha maltratado —dijo entonces el vampiro con una sonrisa.

Ante las palabras del Príncipe, caí en la cuenta de que pese a convivir con él durante casi cincuenta años, aquella era la primera vez que se veían cara a cara desde entonces.

—No me quejo. Si bien la piel quemada no se regenera, al menos yo puedo afirmar que he vivido como he querido —respondió Keller mientras los negros ojos de la bestia parecieron enrojecer, resplandecientes de furia.

De golpe, los enormes portones consumidos por las llamas cedieron y se desplomaron sobre el suelo provocando un gran estruendo. Paradójicamente, la iglesia se había convertido en un infierno y ni siquiera la lluvia enviada desde el cielo parecía capaz de apaciguarlo.

Entretanto ni Ann, ni Billy, ni siquiera el súbdito del sombrero de piel humana, ni ninguno de todos los vecinos congregados allí, movía un solo músculo. No hasta que su líder se lo ordenara.

—Es cierto... en parte —respondió el vampiro mostrando sus infectos colmillos—, pero ahora tú morirás como yo quiera.

En apenas un abrir y cerrar de ojos, el Príncipe se abalanzó sobre el cuello de Keller al que mordió fieramente. Me extrañó que no opusiera resistencia, aunque percibí que el daño le hizo encogerse. Entonces, con su mano izquierda aferró fuertemente a su némesis mientras aguantaba el paraguas, al tiempo que con la otra, extrajo del bolsillo algo reluciente que no pude a apreciar con claridad hasta que lo prendió.

Era un mechero de gasolina.

¡Yo nací en el fuego y en el fuego moriré! —gritó Keller, en sus últimas y ahogadas palabras—. Hasta en eso te he vencido.

Lanzó el mechero sobre sí mismo. La llama se propagó de forma vertiginosa y pese a los intentos por zafarse del Príncipe, sus ropas no tardaron en fundirse en una única bola de calor. Ya era tarde. Este lanzó un horroroso aullido que debió de escucharse en todo el estado. A continuación, se elevó apenas un metro del empapado suelo arrastrando a su guardián consigo, y ambos cayeron sobre el portón en llamas, rodando hasta el interior de la iglesia.

Jamás regresaron.

Jamás.

Como por arte de magia, el sonido de la lluvia y el crepitar del fuego devorando el templo de Dios parecieron los dos únicos sonidos aceptados por el oído de los seres vivos. Aunque no tardó en aparecer otro que ya había escuchado antes. Otro que nada tenía que ver con la vida.

Los lamentos de las personas asesinadas por el Príncipe, emergieron de su particular ataúd de carne quemándose, pero mucho más amplificados, retumbando en todos y cada uno de los rincones de Salmo. Acaso liberados de su búnker particular.

Comprendí entonces que Keller se había empapado previamente de gasolina, y que utilizó el paraguas para que el agua no pudiera diluir la concentración. Supuso que el vampiro, pese a su inteligencia, permanecería tan obsesionado con él que pasaría por alto aquel detalle y para cuando el recelo se convirtiera en furia… por fin completaría el círculo de la venganza.

La venganza es un círculo destructivo, hijo, que acaba donde empezó, y que una vez que se cierra es imposible deshacerlo.

Keller tenía razón. No solo había elegido su propia muerte sino que también había sellado el destino del Príncipe y el de todos nosotros. Algo que debió hacer mucho tiempo atrás. Antes incluso de que el iluso crío decidiera jugar a las estacas para demostrar un valor que nunca albergó.

La lluvia no cesaba de caer, a pesar de que la tormenta ya había pasado. Temblaba a causa del dolor, que debido a mi caída no solo se había agravado, sino que ya apenas me permitía moverme.

A duras penas logré alzarme y observé a Ann, que había recuperado su color de ojos y los movía en todas direcciones aturdida, sin saber qué demonios hacía allí, al igual que el resto de los reunidos.

Subí renqueando buena parte de los escalones y mis pupilas recorrieron la plaza en toda su extensión. Los vecinos de Salmo, empapados, se miraban los unos a los otros, avergonzados y sin saber qué había sucedido.

Por extraño que pudiera parecer, nadie se dirigió una sola palabra, como si todavía se hallaran sumidos bajo los efectos de aquel trance. Poco a poco, de forma desordenada, regresaron a sus casas casi a la carrera, sin ni siquiera darse cuenta de que la iglesia se consumía bajo un fuego atroz.

Estaba convencido de que en cuanto amaneciese, aquel acontecimiento ya se habría borrado de la memoria colectiva. Caería en el olvido, al igual que una de tantas pesadillas, mientras que los habitantes de Salmo proseguirían con sus vidas como si nada. «Se produjo un incendio en la iglesia», dirían. Seguramente a causa de las velas, o algún fallo en el cableado, si es que podían determinarlo. «Pobre padre Sherman. Ahora Dios lo tiene en su gloria». Llorarían su muerte, pero nadie sabría jamás lo que en realidad sucedió. Ni que sus globos oculares se fundieron con la cera de sus plegarias. Eso no lo sabrían.

Al menos, algo bueno había salido de todo aquello. El Príncipe de la Noche había muerto.

Esta vez para siempre.

Con las llamas devorando la iglesia a mi espalda, busqué con la mirada la misteriosa autocaravana. Ya no quedaba rastro de ella. Ni tampoco de su propietario. Quizás al morir el Origen de Todos los Vampiros, la maldición se había roto y el súbdito había tenido que pagar a Dios la cuenta de los años debidos.

Quizás así, Johnny aún tenía una oportunidad…