BIENVENIDO

Sábado

Martin McLeighton estuvo en el entierro, aunque no en el posterior duelo que celebramos en casa, y aguardó el día de rigor antes de citarnos a mi hermana y a mí. Como abogado y amigo, él fue quien ayudó a mamá a reclamar la indemnización a la serrería de Salmo tras la muerte de mi padre. También quien consiguió para ella una pensión vitalicia con la que alimentarnos.

A pesar de residir en Leaven siempre se había preocupado por nosotros, siendo una de aquellas personas que a través de su profesión se implican en las vidas de sus clientes como si de un familiar más se tratara. Y si bien nunca sabré cómo y cuándo el bueno de Martin entró en nuestras vidas, ahora sé que aquella mañana en la que acudió para firmar los papeles sería la última vez que volvería a verlo.

Ya en el cementerio nos había avisado de que acudiría la mañana siguiente y que, si aquella situación suponía un problema para ambos, lo pospondríamos. Conocía bien tales lides y, por tanto, que el segundo día tras la pérdida solía resultar más duro que el primero.

Y sobre todo más largo.

Caroline no puso reparo en recibirnos en la casa que compartía con Cameron, aunque sí una condición: hablaría con nosotros por separado. Yo en principio me negué. Al fin y al cabo seguíamos siendo la misma familia. Sin embargo no tardé en comprender que no había vuelto para remover las turbias aguas y que lo único que necesitaba Carol era tiempo, por lo que al final acepté.

Entrando a Salmo por la Cascade, pasada la gasolinera de Jack y a apenas doscientos metros del viejo puente de hierro que sortea el Snoqualmie River, mi hermana y su marido se habían construido una gran casa parcialmente oculta entre frondosos abetos donde tan solo las ardillas podían espiarlos.

Llegué a la hora indicada y descubrí una mansión lo suficientemente grande como para alojar a la mitad del pueblo. Aquello me quebrantó. Un poco más, si cabía. Pese a que ya era algo que creía haber asumido a lo largo de mi vida, es difícil vivir sintiéndose prescindible.

Las imponentes puertas de entrada, de acero oscuro galvanizado, se hallaban abiertas y a un lado de las mismas, en un recodo de gravilla, advertí estacionado el viejo Ford Mercury de Martin.

Eso sí que es fidelidad, chico.

En el interior, un ancho camino fratasado, flanqueado por bajos setos bien acicalados y farolas negras intercaladas, ascendía hasta dar con un alargado soportal, ocupando todo el ancho de una casa de dos pisos, sótano y un garaje adjunto con un portón del mismo fosco metal que la entrada.

A veces, con los hermanos mayores sucede como con las primeras versiones de los coches, que salen defectuosos y posteriores versiones los corrigen. El ejemplo del camino que no hay que seguir. Como la rojiza luz de un faro maldito que solo te acabará estrellado contra las hambrientas rocas de la noche.

Aunque de aquella infernal llama que me guiara, poco quedara ya.

En el porche esperaba Cameron, que fumaba un cigarrillo junto a una mesa inundada de papeles y una jarra con lo que parecía zumo de naranja, rodeada por cuatro vasos vacíos. Vestía igual de elegante que el día anterior, pero esta vez no portaba corbata.

En cuanto me vio ascender se alzó y vino a saludarme. Yo sabía que aquella situación le incomodaba, y en el color malva bajo sus ojos, también que lo había pasado mal a su manera. Siempre he creído que no se debe olvidar nunca a aquellos que nos acompañan en el dolor, ya que nuestra propia pena es un velo que nos impide ver la inestimable ayuda que aportan. Y solo cuando no hay nadie que nos abrace en esa madrugada en vela, que nos susurre que pase lo que pase estarán ahí, es cuando nos damos cuenta de lo necesarias que son. Y Cameron había hecho mucho, no solo por mi hermana, sino por hacer de su soledad una tribu de viejos amigos.

—¿Cómo vas, Robert?

—Hola, Cam. Bien, gracias.

—Sabes que… —comenzó a decir él.

—Tranquilo, lo entiendo y te agradezco que te preocupes, pero esto no tiene nada que ver contigo.

Él asintió levemente, momento que aproveché para tratar de transmitir algo de positivismo.

—¿Sabes qué es lo bueno de las situaciones desfavorables?

—Que pueden mejorar —respondió.

—Sí, pero sobre todo que por eso nunca son definitivas.

—Espero que las cosas se arreglen.

—Solo tiempo, Cam. Solo tiempo.

Martin McLeighton apareció entonces en el soportal entornando la puerta de entrada principal. Antes de mediar palabra alguna, me abrazó.

—¿Todo bien, chico? —preguntó.

—Sí —mentí—. Gracias, Martin.

—No hay de qué. Por favor toma asiento —dijo señalando la mesa.

—Bueno, si me necesitan yo estaré adentro —agregó Cameron—. ¿Te apetece tomar algo, Robert?

—No, gracias.

—¿Y usted, señor McLeighton?

—Nada, gracias. Será breve.

Y lo fue.

 

†††

Mi hermana no salió en ningún momento, ni tampoco se me invitó a entrar. Cameron, tan considerado como siempre, nos despidió y el anciano se ofreció para acercarme hasta el motel. Yo insistí en que el aire veraniego de la mañana me vendría bien para despejarme y aclarar mis ideas. Además, mi curiosidad me empujaba a dar una vuelta por el pueblo. Necesitaba saber cómo me recibirían sus inquisitorias ventanas, otrora mudos testigos de mis travesuras. También de mi partida.

El testamento de mamá especificaba que la casa pasaba a ser propiedad de Caroline, en tanto que gran parte del dinero que había ahorrado sería para mí... siempre y cuando mi hermana fuese la administradora.

Aquella decisión volvió a abrirme la herida. El mero hecho de pensar que mamá tuviese la convicción de que, tras su funeral, cogería el dinero y me largaría de nuevo, anudaba las cuerdas de mi calcinada garganta. Supongo que, al fin y al cabo, me lo gané a pulso.

Caminé hacia el pueblo mientras pugnaba por no pensar en lo que mi madre tuvo en la cabeza justo antes de morir. Para ello, centré todos mis esfuerzos en deliberar la manera de corregir todo cuanto de mí dependiera. En primer lugar, buscaría trabajo. Después compraría un hogar en Salmo. Visitaría el cementerio a diario. Le llevaría un ramo de flores y esas cosas que hacen los buenos hijos. Estaba convencido de que con el tiempo Carol me perdonaría, al fin y al cabo no dejaba de ser mi hermanita pequeña, y cuando en algún momento nos enfadáramos de nuevo, me volvería a echar en cara todas esas cosas que seguirían doliendo. Aunque cada vez menos.

Con aquellos pensamientos danzando frente a mí, vislumbré el alto campanario de la iglesia y recordé la última vez que pisé una. Fue cuando me confesé al padre Sherman y debía de tener unos quince años. El mismo párroco, mucho más viejo, pero con la misma voz de siempre, había oficiado en el cementerio el funeral de mamá, tan asidua de lo divino. Desde entonces hasta ahora la Lista de Pecados podría recopilarse en una enciclopedia.

Seguí las vías del viejo ferrocarril que dividía Salmo en dos y que en el pasado fue el orgullo de sus habitantes. De hecho, el pueblo fue construido alrededor de un vagón desde donde se realizaban las labores de mantenimiento rápido y el aprovisionamiento de agua y carbón al Great Northern Railway, el cual cubría la distancia entre Saint Paul y Seattle. Así, el pueblo fue creado en sus inicios por trabajadores del ferrocarril y, poco a poco, fue creciendo hasta que el vagón se retiró, quedando como mero símbolo de Salmo.

En su lugar se construyó una pequeña estación, donde la locomotora realizaba su parada hasta ocho veces al día para trasladar a sus habitantes, transportar el correo y todo tipo de material procedente de la industria maderera.

Muchos de los mejores trenes en la historia del país se detuvieron aquí: el Great Northern Flyer, el Oriental Limited, el Western Star o el Empire Builder entre otros. El tren sobrevivió a diversas épocas de recesión a las que supo adaptarse, e incluso a varias tragedias. Una de ellas sucedió en Wellington, pueblo vecino de Salmo situado a la salida del Cascade Tunnel, el más largo del país, que atraviesa el Stevens Pass y donde en 1910 un alud de nieve, rocas y troncos se llevó por delante la vida de noventa y seis personas.

El desastre obligó a buscar una nueva vía más corta y segura, y aunque en un principio la antigua continuó funcionando únicamente para el transporte de mercancías con dos trenes diarios, llegó el día en que la línea quedó suspendida definitivamente y condenada al olvido, con sus vías apenas visibles ya, engullidas por todo tipo de plantas silvestres.

Pasé junto al ayuntamiento, que había renovado sus instalaciones, así como la oficina del sheriff adjunta y la plaza frontal, la cual a su vez servía como nexo de entrada a la iglesia situada justo enfrente. En ella, unos niños jugaban con una pelota mientras sus madres chismorreaban observándome de soslayo. Entonces pensé en el pequeño Danny y, de nuevo, en todo lo que me había perdido.

John tenía libre todo el fin de semana y se había marchado a pasar el día al lago Wenatchee con Elizabeth y su hijo. Por la tarde había insistido en que vendría a buscarme al motel para presentarme a su familia y cenar con ellos.

Exteriormente la iglesia, de estilo románico —o al menos eso nos decían en el colegio—, seguía siendo igual de hermosa y al contrario de lo que suele suceder con la magnificencia de los recuerdos, me pareció incluso más grande de lo que la recordaba. Justo detrás se ubicaba el cementerio de Salmo, el cual llegaba a extenderse hasta arañarle terreno al frondoso bosque.

Empujé una de las gigantescas puertas de madera recién barnizada, que cedió lentamente a mi impulso. Pese a que adentro había algunas personas, sobre todo ancianas, ninguna desatendió sus plegarias para ver al nuevo visitante.

La luz que penetraba por las coloridas vidrieras parecía resistir a duras penas ante la penumbra, en lo que parecía una batalla por conquistar aquel pedazo de cielo en la tierra. Mojé mis dedos en el agua bendita. Estaba fría. Después me santigüé. La segunda vez que hacía aquel gesto en apenas unas horas.

Creía en Dios, puede que más como el souvenir de una infancia en la que temía la admonición divina que como el Creador Absoluto. Aunque seguramente más que de creencias, tan solo se trataba de esperanza. No había nada que deseara más que mis padres estuvieran felices en alguna parte. Esperándonos a Carol y a mí. Tal vez para empezar otra vida, con otro aspecto y otros nombres, para que la muerte tardara en encontrarnos de nuevo, como si Dios fuera el jefe de un programa de protección de testigos.

Tomé asiento en un banco cercano a la entrada pero en la parte más alejada de la puerta, y observé durante un largo rato el alto techo. Giré mi cabeza entonces hacia el confesionario e intuí que adentro debía estar el padre Sherman. Un hilo de luz aparecía por debajo de la cortinilla, mientras que la de al lado se hallaba plegada mostrando un reclinatorio de madera vacío.

Me pregunté cuántos secretos habrían pasado por ahí, más aun tratándose de un pueblo tan pequeño y creyente como Salmo. Puede que haya quién pueda vivir con ellos, pero de lo que estoy seguro es que nadie quiere llevárselos al Otro Lado.

Pese a que en un principio estaba decidido a hablar con él, finalmente no lo hice. Ni tampoco recé. No consideraba merecer atención divina. Si bien después de todo lo que sucedería continuación, reconozco mi error. Debí de haberme confesado en aquel momento, cuando aún estaba a tiempo de recibir el perdón celestial. Ahora ya es tarde y mucho me temo que no habrá protección de testigos alguna para mi alma.

†††

John Seckman, para mí Johnny y para el resto de Salmo el «sheriff John», por fin apareció en el aparcamiento del motel con veinte minutos de retraso. Esta vez lo hizo en un Volvo V90 ranchera. Tiré al asfalto —no sin cierta lástima— el medio cigarrillo largo que me quedaba y subí al coche.

—Lo siento, Robert, ha surgido algo y me ha tenido entretenido —dijo incluso antes de que me sentara.

—No te preocupes, socio, acabo de salir —mentí.

—Nos aguarda un salmón «especialidad Seckman».

—¿Lo has hecho tú? —pregunté asombrado.

—Además de pescarlo.

—Entonces me aseguraré primero de que aún no boquee.

Ambos reímos.

—Vivo a diez minutos del pueblo.

—Ya me dijiste. Conozco Grotto; por si no lo recuerdas, nací aquí.

—Sí. Casi lo había olvidado —añadió con su media sonrisa—. Aunque ahora apenas quedamos allí una pequeña comunidad de diez vecinos.

—Supongo que al vivir alejado de Salmo estarás más tranquilo.

—Ya sabes cómo sois la gente del pueblo y cuanto menos contacto como ciudadano tenga con ellos… mejor.

—Yo haría lo mismo.

—Además, por suerte tenemos la suficiente cobertura de la policía estatal y...

—Un momento, ¿no vivía en Grotto aquel tipo…? ¿Cómo se llamaba?

—¿A quién te refieres?

—Al gordo aquel que le traía los barriles de cerveza a Grant.

—Sí, es cierto. ¿Cómo se llamaba?

—No me acuerdo.

—¿No decía que tocaba la guitarra y que fue telonero de los Deep Purple o algo así?

—Sí, y cada vez que entraba al Tatanka subía al escenario el muy colgado.

Ambos reímos.

—Era todo un personaje, el muy cabrón —añadí.

Cuando por fin retomamos la normalidad, Johnny dijo:

—Ahora que me lo has recordado me pregunto qué será de él.

—Seguramente esté de gira con Whitesnake —respondí, divertido.

Pero Johnny no rio esta vez. En su rostro volví a percibir la misma nostálgica mímica que la última vez.

Con aquella sonrisa de ida y vuelta, preguntó:

—¿Y si fue verdad…?

—¿A qué te refieres?

—A que el tipo ese tocara la guitarra como los putos ángeles. Pero que como era gordo, sudoroso y trabajaba para algún proveedor, nadie le creyó.

—Dudo mucho que ese…

—¿Lo ves? —cortó—. Te basas únicamente en una impresión. Ni tan siquiera nos acordamos de cómo se llamaba, tan solo de que estaba rellenito y de que era todo un personaje.

No dije nada y aguardé a que mi amigo terminase su discurso. Al fin y al cabo seguía siendo el mismo.

—Vivimos en una sociedad de apariencias, socio. La gente me ve de uniforme y con placa, y sienten respeto. «Es un agente de la ley» —apuntó Johnny agravando el tono de voz—. Luego ven a un tipo muy bien trajeado y con un maletín de cuero atado a la muñeca y dicen: «Oh, debe de ser un tipo importante». En cambio, el gordito que reparte cervezas al bar del pueblo es un fracasado que vive en una caravana llena de cajas de pizza. Y a lo mejor el policía es un puto pedófilo y el pez gordo se dedica a ganar miles de dólares vertiendo productos tóxicos para una multinacional de vete a saber dónde. Todo lo basamos en eso Robert, en las apariencias… Las jodidas apariencias que lo único que hacen es infundirnos suposiciones. Y esas suposiciones, al final, son la impresión que queda de las personas cuando las recordamos. La única verdad de la gente que en realidad no llegamos a conocer. El injusto recuerdo.

—Joder... Admito que es injusto, vale. Pero Grant sí conocía a aquel tipo, y decía que el muy cabrón…

—No es por él en concreto, Robert. Es por todo. Si ese tipo hubiera tocado con los Purple y nos hubiera enseñado una foto o algo, o si hubiera entrado en el garito con el mismísimo David Coverdale, entonces ahora dejaría de ser el gordito de los barriles y tendría un nombre.

—Tal vez —dije.

—El problema de esta sociedad es que la imagen ha prostituido a la persona, a sus valores. Y no hay nada más engañoso que la imagen. ¿Sabes? Me hubiera gustado conocer a aquel tipo, comprobar si de verdad tuvo algún talento.

—Estoy convencido de que lo tenía —dije.

—¿Tú crees?

—Y tanto. Según Grant, el muy desgraciado conseguía beberse parte de los barriles... Y eso que estaban sellados. ¡Hay que ser un jodido genio!

Johnny trató de aguantar la risa, pero finalmente estalló en una carcajada que yo auxilié. Al verlo reír de aquella manera, sentí una precaria felicidad. Pero felicidad al fin y al cabo.

Después de una pausa pretendí cambiar de tema. Pese a todo, continuaba advirtiendo cierto trasfondo de tristeza en mi amigo. Y precisamente melancolía era lo único que había inhalado desde que pusiera un pie en el pueblo.

—Por cierto, ¿qué tal en el lago? —pregunté.

—Genial, el pequeño Danny ya pesca mejor que su padre.

—Tengo ganas de conocerlo.

—Es un chico muy listo para su edad, menos mal que salió a Liz.

—¿Y vendrán más? —pregunté yo, girando el cuello hacia la parte posterior del coche, donde había anclada una sillita de niño.

—Quién sabe —respondió encogiéndose de hombros.

En la radio, la dulce voz de una joven anunció la canción Wasted years de los Maiden. Justo cuando la eléctrica comenzó a dar sus primeros acordes, regresé nuevamente a aquellos viejos tiempos de finales de los ochenta.

Veía a Johnny y a los chicos tomando unas cervezas en el Tatanka, al gordito con el barril en la carretilla y a un grupo de mala muerte venido de Calgary para ofrecernos un concierto de algo parecido al rock, que complementaban con la palabra «alternativo». No importaba, porque Grant los echaría pronto a la calle y le daría caña a ese nuevo reproductor de disco compacto que causaba sensación. Entonces Rebecca o Tricia propondrían irnos de marcha a la ciudad, lejos de aquel pueblo de zombis, pero alguno tendría que estudiar o ayudar a su padre a la mañana siguiente y el único plan disponible era bajar a fumar hierba a La Cueva con los chicos de Calgary.

—Ya hemos llegado —dijo Johnny.

Don´t waste your time always searching for those wasted years…3

3 No pierdas el tiempo siempre buscando aquellos malgastados años…

†††

Elizabeth era más baja y morena de lo que la imaginaba. En su piel parecía que, si se rascaba lo suficiente, como en un polvoriento mapa del tesoro, se podía encontrar el rastro indio. De hecho, en el estado de Washington era muy habitual hallar parentescos remotos de antiguas tribus indígenas.

El pequeño Danny tenía cuatro años y también poseía ciertos rasgos tribales, sin duda heredados de su estirpe materna. El resto de la cara era la viva imagen de John cuando era un crío. Y si alguien conoció al Johnny Niño, fui yo.

Tras las cortesías de rigor, Elizabeth me presentó de nuevo sus condolencias. Se excusó de no haber podido acudir al funeral y nos sirvió una cena maravillosa.

—Cómo que has hecho tú el salmón —dijo con la boca abierta ante mi sola mención—. Que no te engañe, Johnny solo sabe cocinar huevos fritos.

—Vaya… me has descubierto, aunque no podrás negar el mérito de haber pescado el mejor salmón del lago —alegó él.

La cena fue muy agradable, justo lo que necesitaba. Contamos infinidad de inconfesables anécdotas que su mujer desconocía sobre nuestra infancia y también me descubrieron cómo se conocieron ellos. Hacía demasiado tiempo como para acordarme de cuándo fue la última vez que había disfrutado de una comida casera. Con ellos me sentí al instante como si formara parte de su familia, de hecho Johnny lo había sido y esos parentescos, al igual que sucede con los de sangre, nunca se pierden del todo.

Tras los postres, él y yo nos quedamos en el porche fumando un cigarrillo que acompañamos con un bourbon, mientras que Elizabeth y el Pequeño Sheriff se quedaron adentro viendo la televisión. La temperatura exterior era agradable y lucía una noche preciosa, pero sobre todo y lo más importante, libre de mosquitos.

—¿Y bien, qué te ha parecido? —preguntó él en voz baja.

—Tienes un tesoro, socio. Una hermosa esposa que te adora, que cocina de maravilla, y también un crío que en unos años te enseñará cosas que ni siquiera sabes que existen.

Él se limitó a asentir con la misma apenada mirada. En aquel momento estaba convencido de que, si hubiera podido enfocar un microscopio sobre sus ojos, habría podido ver en ellos un lúgubre desfile de recuerdos con Rebecca a la cabeza.

A veces deseo haber bajado aquella noche…

No tenía duda de que, pese a toda la felicidad que pudiera rodearle, mi viejo compañero la echaba de menos. Y seguro que aún la veía cada noche en aquel oscuro bosque frente al soportal de su casa. Lo imaginaba sentado allí mismo, con un cigarrillo colgando de sus labios, su esposa a un lado, su hijo al otro, y enfrente, entre los negros abetos, el fantasma de una mujer con una cicatriz en su pálida muñeca. La misma con la que llamaba cada noche a la puerta de su memoria.

—No escuches a tus recuerdos —le susurré entonces.

—No es tan fácil, socio.

—Lo sé. ¿Sabes? Cuando era un crío y murió mi abuela, recuerdo que mi padre solía repetirle a mi madre que los recuerdos son muertos a los que nos encadenamos con la esperanza de que no nos abandonen nunca, porque en el fondo deseamos creer que nos harán compañía. Y tenemos tanto miedo al olvido que no nos damos cuenta de que, vayamos donde vayamos, deberemos cargar con ellos porque ya no tienen vida. Sé que es jodido de aceptar. Mi padre también se fue y acabo de enterrar a mi madre. Pero cada mañana, cuando me despierto, intento no revolver nicho alguno. No es mucho, pero ese es el mejor consejo de amigo que puedo darte.

John giró la cabeza hacia la casa para cerciorarse de que, a través de la mosquitera de la contrapuerta, se oía la televisión lo suficientemente fuerte.

—No es que eche de menos nada, es que sencillamente no dejo de preguntarme… Ya sabes, lo que pudo ser y no fue.

En ese momento, por alguna razón la película de la noche anterior acudió a mi mente.

—Ya tienes el tesoro. Y si uno no debe cargar con nada de lo que haya pasado, mucho menos con aquello que nunca sucedió. ¡Eres un goonie, joder!

John me miró con su sonrisa partida al tiempo que exhalaba el humo de sus pulmones.

—Mírame —dijo—, tendría que estar ayudándote yo a ti y en cambio…

—Y lo estás haciendo, créeme.

Hubo una pausa. Después añadió:

—Siempre sabías lo que estaba pensando.

—Ni tú sabes lo que piensas —dije de nuevo pretendiendo forzarle la sonrisa completa. Una vez más, sin éxito.

—Mañana a las diez nos espera la señorita Patricia Henderson.

—¿Has llamado al centro? —pregunté con una mezcla de alegría y temor.

—Sí, hablé con el director Stern y nos recibirá en persona. El domingo es día de visitas.

—¿Y cómo está?

—Bueno… No hablamos de eso, la verdad.

—Johnny, puedes decírmelo.

Mi amigo respiró profundamente antes de responder.

—En estado catatónico. La tienen en una especie de habitación de vigilancia continua.

—Joder. ¿Te acuerdas los pedos que se pillaba la tía? —dije de nuevo tratando de suavizar la noche.

John rio esta vez y yo me contagié. Lo hicimos durante un buen rato, hasta que aquel sentimiento pasó y nos sumimos en un profundo silencio acompasado por el reconfortante cantar de los grillos y el rumor de la televisión.

El bourbon había empezado a surtir su efecto y se podía palpar la aflicción en el semblante de mi compañero. Acaso simplemente el mero reflejo del mío.

—No la dejaremos sola —dije.

—Ella ya no está, socio. Se marchó. Ya no la verás beberse una caja de cervezas, ni comerse la hamburguesa más grande del jodido estado.

—Supongo que eso tendrá un tratamiento psiquiátrico, como todo.

—No hay tratamiento para la locura.

—No lo sabes. Mañana le contaremos al doctor Stern lo que sabemos de ella; tal vez así…

—Tal vez nada, Robert. ¿Por qué te niegas a verlo?

—Porque no hay nada que ver. Está enferma. Algún cable se le cruzó a esa chica en algún momento de su vida y no hay más.

—¿En algún momento de su vida?

—Sí, en algún momento de su vida adulta. Aunque en cierto modo ya tenía algún cortocircuito cuando éramos críos.

Mi broma pasó de soslayo.

—No me digas que no…

De pronto John giró la cabeza porque dejamos de percibir el murmullo de la televisión. Elizabeth y el pequeño Danny, a quien los ojos se le cerraban de cansancio, salieron a darnos las buenas noches.

—Ha sido un verdadero placer conocerte, Elizabeth —dije levantándome y besándola en la mejilla—. Y a ti también, Danny.

—Igualmente —replicó ella haciendo lo propio—. Nos vamos a la cama, no hagas ruido cuando vuelvas, cariño.

—Tranquila, no tardaré. Buenas noches —dijo él, y a continuación le dio un beso en la frente a su hijo—. Buenas noches, campeón.

Madre e hijo volvieron al interior de la casa y Johnny aguardó antes de retomar la conversación; recordaba bien dónde había sido interrumpida, a pesar de mis esfuerzos por desviarla.

—Brindo por tu felicidad, Johnny, y por la de tu familia
—dije elevando mi copa.

—Y yo brindo por la nuestra, que es la misma —correspondió él golpeando con delicadeza ambos cristales.

Entonces volvió a donde pretendía:

—No quieres ver la relación, ¿verdad?

Resignado, contesté.

—Era el destino de cada uno. ¡Joder tío, no hay nada más!

—¿Quieres decir que el destino quiso que Rebecca, Andrew, Diane, Edward y Patricia intentaran acabar con sus vidas y que todos, salvo Tricia, lo consiguieran? Así, como si nada...

—¿Y qué te hace pensar que el desencadenante para todos ellos fuera precisamente aquella noche de acampada?

John permaneció en silencio, dubitativo.

—Venga, hombre —continué yo—. No se sostiene. ¿Acaso crees que…?

—Escúchame, Robert —dijo John con la expresión aún más adusta—, en aquella maldita casa se escuchaban aullidos. Sabes tan bien como yo que nos entusiasmó la idea de que Andrew se llevara su rifle por si algún lobo decidía acercarse hasta nosotros, ¿verdad?

Asentí y él prosiguió.

—¿Y por qué los lobos siguen acudiendo a su verja cada noche? ¿Y cómo explicas todas las cruces de esa casa? Venga, adelante, cuéntame tu teoría.

Esta vez resoplé.

—Vale. Mi teoría es que el propietario de la casa es un fanático religioso peleado con el mundo. Por eso mandó instalar cruces por todos lados en lo que en su día tuvo que ser una preciosa mansión colonial. También creo que a pesar de su fanatismo y excentricidad, Keller tiene una vida detrás como la de todos nosotros, con cosas de las que arrepentirse. Y seguro que lo único que esconde dentro es un anciano que necesita bien poco para que te cuente sus batallitas. En cuanto a los lobos... acudirán en busca de comida. Basta que el viejo les haya dado de comer una noche para que al día siguiente aparezcan en manada. Es lógico. Los lobos son animales de costumbres, como las viejas supersticiones, que nunca cambian, ¿verdad, socio?

—Yo lo único que creo es que cinco amigos nuestros acamparon una noche ahí abajo y que hace justo diez años decidieron suicidarse. En el mismo año.

—Espera… ¿estás diciendo que…?

—Sí. Eso estoy diciendo: en el mismo jodido año —respondió antes de que terminara mi pregunta—. Curioso, ¿verdad?

Durante un buen rato ninguno de nosotros volvió a hablar y el único sonido reinante fue el proveniente de la Orquesta Sinfónica de Grillos. Había refrescado levemente, aunque la temperatura continuaba siendo agradable. De vez en cuando la brisa se alzaba entre los abetos, transportando consigo una vivificante fragancia que parecía susurrar: «bienvenido a casa». Quizás, «en el mismo año».

—Yo tampoco creo en las historias de fantasmas. Imagínate, un sheriff atemorizado por un… lo que sea. Pero no se trata de espíritus. Lo que quiera que haya ahí abajo, en esa casa, fue capaz de acabar con cuatro vidas. Con cuatro de nuestros amigos. A lo mejor, incluso con nuestra infancia. Y mañana comprobarás por ti mismo que en realidad son cinco.

Nuevamente debieron transcurrir al menos un par de minutos, donde calada tras calada, ninguno dijo nada. Yo no deseaba continuar conversando acerca de aquellas supersticiones. No las creía. De hecho, nunca había creído en fantasmas. Entonces me acordé de mamá. De mi padre. Y deseé hacerlo.

—Mi madre me ha dejado sus ahorros —dije por fin, tratando de cambiar el rumbo de la conversación.

John pareció tardar en asimilarlo. Al fin, añadió:

—Me alegro, socio.

—Ella pensaba que me volvería a marchar, así que decidió que Carol fuera quien administrara el dinero. En el testamento dejó una frase para mí.

—¿Una frase?

—Sí. «Que Dios te acompañe en este viaje, Robbie».

Tragué saliva como pude. De nuevo, al pronunciar aquellas palabras, se me había formado una maraña de culpa en la garganta. Sentía ganas de llorar, y las tres copas de whisky no es que mejorasen precisamente la situación. Tampoco hubiera sido la primera vez que John me hubiese visto hacerlo.

Ni por desgracia, la última.

Al final contuve las lágrimas, respiré hondo y continué:

—Supongo que hizo lo correcto. Y aunque ya no esté, no quiero volver a fallarle.

—Tú no le fallaste.

—Sí, sí que lo hice. Os fallé a todos. Pero ya sabes lo que dicen aquí, solo hay una carretera y el coche que nos dan no tiene frenos ni marcha atrás.

John asintió.

—Carol sigue sin hablarte, ¿verdad?

—Sí —asentí—. Y la entiendo.

—¿Y la casa?

—Es suya.

—De todos modos no creo que a ella le importara que…

—comenzó a decir John.

—No —zanjé—, ni hablar. No podría. Buscaré un trabajo como Dios manda en Salmo y con los ahorros compraré mi propia casa. Mientras tanto viviré de alquiler hasta que pueda permitírmelo. Sé que es lo que ella hubiera querido y su testamento es la prueba. La evidencia de que ella, desde algún lugar al otro lado, quiere que suceda.

—Un conocido me comentó hace algunas semanas que necesitaban mano de obra en la planta de cemento de Index. Y también vas a necesitar un coche… miraré a ver qué puedo hacer con los pocos confiscados y te lo haré saber.

—Gracias, John.

—No me las des, es lo menos…

—No lo digo por eso, sino por cómo me has acogido. Es cierto eso de que se puede reconocer a los buenos amigos porque te encienden su mechero cuando a uno se le hace de noche.

—Tú hubieras hecho lo mismo, socio.

—Eso quiero creer —dije antes de encender el último cigarrillo de mi paquete.

†††

Johnny me llevó de vuelta al Hickson pasada la medianoche y quedó en recogerme a las nueve de la mañana del día siguiente. Bellingham estaba a una hora y media de allí y necesitaría estar despejado —aunque sobre todo lúcido— para hacerle entrar en razón.

Dejé la ducha para por la mañana y pedí en recepción que me despertaran a las ocho. Tumbado en la cama con el pijama de verano, al igual que la noche anterior, intenté evadirme. No obstante, las palabras de Johnny, de Carol y el testamento de mamá no dejaban de deambular por mi mente:

A veces deseo haber bajado aquella noche.

¿O es que quieres bailar sobre su tumba?

Que Dios te acompañe en este viaje, Robbie.

La tele. ¡Eso es! Enciéndela… ella te dirá en qué pensar.

Cogí el mando y apreté el botón rojo. No respondió. Recordé entonces que, como muchos televisores, solo se encendía apretando el número del canal. Cambié de canales hasta que di con uno en el que estaban echando Juegos de guerra. Hacía muchos años que no la había vuelto a ver, así que la dejé de fondo mientras aguardaba a percibir los pasos de Morfeo por el pasillo.

En ese instante de lucidez plena justo antes de caer rendido, y que solo con el tiempo acabas recordando (el «fogonazo» creo que lo llaman), una frase relampagueó en mi mente como sobre un campo de ondulantes maizales en plena tormenta.

En el mismo año.

†††

Era verano.

Andrew West había llegado el primero y esperaba donde siempre, en La Cueva junto al río, nuestro punto de reunión habitual en la «Jungla de Salmo» —patente de Eddie—.

Hasta allí se llegaba bajando un escarpado sendero que había detrás del vagón abandonado, el mismo que un día fuera símbolo del pueblo. Una vez llegabas hasta él, te adentrabas un par de metros en el frondoso bosque y entonces, como por arte de magia, aparecía el sendero. Claro que había que tener algo de imaginación no solo para verlo, sino para llamarlo así.

La Cueva era una especie de agujero excavado en una inmensa roca adjunta al río y que ofrecía espacio suficiente para unas diez personas, amén de unas envidiables vistas. Solo nosotros éramos los propietarios de aquel descubrimiento, o al menos así constaba en el Registro de la Propiedad de Fantasía de Salmo. Por si quedaba alguna duda, habíamos dejado constancia escrita firmando con grafitti nuestros nombres en el interior.

Andy había llevado el Marlin calibre veintidós de su padre y allí estaba, custodiando aquella nuestra Cueva, aguardando a que todos llegáramos. Además de ostentar la fama de ser el más sensato del grupo, también era el más puntual. Tenía un saco de dormir pertinentemente recogido sobre su mochila y algunas provisiones dentro de ella. Todo un hombre responsable en el cuerpo de un adolescente.

Johnny y yo llegamos juntos. Andy nos saludó como era típico en él, con un ademán rápido, mientras se sacaba de las orejas los auriculares de su walkman. Llevaba puesto su famoso chaleco naranja desgastado, similar al de un salvavidas, sobre el que teníamos serias dudas de si en realidad nació —y creció— ya con él. «Algún día se pondrá de moda», solía decir.

—¿Qué tal? —pregunté.

—Cansado de esperar. ¿Y los demás?

—¡Vaya! Has traído el rifle —exclamó Johnny, que de inmediato trató de cogerlo.

—¡Eh! —exclamó Andy apartándolo de golpe—. Que esto no es un juguete. Si mi padre se entera de que se lo he pillado estoy muerto.

—Venga tío, déjamelo. Estará descargada, supongo.

—Claro. Tengo la munición en la mochila.

—Venga, hombre —insistió él.

Andy aceptó a regañadientes sin quitarle ojo a su tesoro, mientras Johnny acariciaba el gatillo.

—Ten cuidado —advertí—, ya sabes que las carga el diablo.

En aquel momento aparecieron Becca, Tricia y Diane con una mochila a la espalda cada una y demasiado maquilladas para pasar una noche al raso. Si bien en realidad estábamos tan concentrados en el peligro que suponía John con aquella arma de fuego, que no creo que nadie más que yo se percatara. Sobre todo de Rebecca, exuberante con aquellos misiles a modo de pechos capaces de desatar la tercera guerra mundial en cualquier momento.

—¿Qué hacéis, chicos? —preguntó ésta.

Johnny las apuntó aunque con la mano fuera del percutor.

Inmediatamente las chicas se apartaron y su novia gritó:

—¡Aparta eso, gilipollas! ¡Eres un jodido idiota!

Andy, a quien no le divertía la escena, le quitó el Marlin a Johnny con enfado mientras este no dejaba de reír.

—¡Devuélveme eso, tarado!

—¿Cómo te atreves a quitarle el rifle al sheriff Seckman?

Diane le respondió:

—Menudo sheriff ibas a ser tú.

—¡Abajo la autoridad! —gritó este alzando el puño—. ¡Arriba la anarquía!

—No sé qué has visto en semejante personaje —le susurró Diane a Becca lo suficientemente alto como para que todos lo oyéramos.

—Yo a veces también me lo pregunto —replicó ella.

Miré mi reloj.

—¿Y Eddie? Ya son más de las cinco —pregunté.

—Lo raro sería que ya estuviera aquí —respondió Andrew.

—Otro para darle de comer aparte —añadió Diane.

—Pues él trae la tienda —apuntó Tricia.

—Podríamos ir hasta la casa nosotros y esperarle allí —dijo Rebecca, no del todo convencida.

—Ni de coña —rebatí—, si no nos ve, dará media vuelta y nos quedaremos esperándolo. Es un paranoias.

—Tiene razón —intervino mi mejor amigo—, habrá que esperarlo.

Y eso hicimos durante una media hora, hasta que al fin percibimos la voz de Edward ya desde el sendero.

—¡Esperadme! ¡Chicos! ¡Esperadme!

Salí de la Cueva y observé a lo lejos a Eddie. Tenía la pinta de un científico loco. Portaba una especie de gran saco de dormir sobre su mochila, que a tenor de lo abultada que era debía de pesar un quintal, y balanceaba su tísico cuerpo de un lado a otro a cada paso mientras trataba de encontrar un equilibrio imposible.

—¡Venga, Eddie! —grité.

Todos nos levantamos y salimos afuera para aplaudirle. Johnny comenzó a reír y a continuación lo hicimos todos cuando por fin llegó jadeando frente a nosotros. Sobre su cabeza, a modo de casco, llevaba una especie de escurridor de espagueti presionando las patillas de sus descuadradas gafas, lo que a su vez le llevó a realizar aquel gesto tan característico en él de empujarlas compulsivamente con el dedo anular hasta dejarlas momentáneamente fijas.

—Tenéis que ayudarme —dijo, apenas sin aire.

—Y una mierda —dijo Andrew—, son tus trastos así que te apañas tú solo.

—No seas imbécil, Andy —replicó Tricia—. Trae el saco, lo llevaré yo.

—Gracias, Tricia —replicó él con la lengua fuera.

—Joder... Está bien —gruñó Andy—, yo llevaré ese... Joder, ¿un escurridor?

—Madre mía, Eddie —añadí—, que solo vamos a estar una noche; esto no es una puta mudanza.

—Lo sé. Pero Rambo hubiera sido el tipo más feliz del mundo con lo que yo traigo.

—Si tú lo dices… —musitó Andy—. Venga, vamos. Todavía tenemos que elegir el terreno.

—Un momento —dijo Diane mirando a Johnny—. ¿Has traído…?

—¿La hierba? Por favor, la duda ofende, señorita.

—Y las birras las traigo yo —completé al tiempo que golpeaba mi mochila con orgullo.

—¡Bien! —exclamó Eddie aún sin aire—. Porque yo traigo el microondas para calentarlas un poco más.

Todos reímos.

Caminamos por el bosque bordeando el río durante unos cinco minutos hasta que llegamos al puente de madera. El «camino oficial» que llegaba hasta él provenía de la Cascade, pero el desvío a tomar había que conocerlo, porque no había cartel alguno sobre la carretera que lo indicara. Tan solo un sicomoro quemado desde hacía décadas.

A veces algún coche lo tomaba y descendía por un sendero de tierra repleto de baches, casi siempre impracticable durante los meses de invierno. Para cuando llegaba al viejo puente de madera que atravesaba el Snoqualmie River, permanecía aparcado a un lado y, quien fuera que estuviese dentro, utilizaba el puente como lugar de pesca, muy a pesar del cartel que indicaba claramente:

Do not fish from the bridge4

4 Prohibido pescar desde el puente

Pocos iban más allá. Los que se atrevían a cruzarlo llegaban a la otra orilla, donde a escasos metros, se abría otro sendero entre las faldas de las montañas que terminaba abruptamente en un siniestro túnel de unos cien metros de longitud excavado en la roca. Como si el propio camino también hubiese dado media vuelta.

Los que se adentraban aún más y decidían por cuenta y riesgo atravesarlo, llegaban a un vasto claro rodeado de más montañas y bosque. Y allí, al fondo, se intuía un cementerio al que acompañaba una imponente casa.

Sin embargo, conforme se avanzaba, caía uno en la cuenta de que no se trataba de ninguna necrópolis. Al menos pública. Y de que aquella mansión de estilo colonial construida en madera, situada a aproximadamente un kilómetro de La Cueva, y a poco más de dos kilómetros de Salmo —si se atajaba por el bosque—, tenía un nombre con el que la gente de Salmo la había rociado desde tiempos inmemoriales. Porque si hay algo que el tiempo no puede enterrar son las viejas supersticiones.

Siempre acaban sacando la mano cuando menos te lo esperas.

†††

Me desperté en mitad de la noche y miré mi viejo y desgastado Casio con doce melodías, que casi había conseguido fundirse en uno con mi muñeca. Tras él, mi piel todavía resguardaba el blanquecino tono con el que llegué al mundo.

Eran las cuatro de la madrugada. Estaba empapado en sudor y mi mente aún supuraba recuerdos.

Los recuerdos son muertos… Deja en paz a los muertos.

Apenas disponía de cuatro horas más de sueño, y por más que necesitara descansar, no lo deseaba. La conversación con Johnny me había afectado más de lo que en un principio supuse. Pero sobre todo, me había hecho volver.

Infinidad de dudas me asaltaron de repente, pero mis labios delinearon una sola pregunta sin voz.

¿Tendrá Tricia los mismos sueños?

 

†††

Domingo

El sanatorio New Greenwich se hallaba situado a la entrada de Bellingham, capital del condado de Whatcom. Ya en la interestatal cinco un gran cartel indicaba el desvío a tomar, signo inequívoco de la influencia que aquel centro tenía en la región.

Llegamos sobre las once de la mañana y pese a que la temperatura era agradable, el sol se hallaba oculto entre grises nubes que presagiaban lluvia.

Detenidos en un semáforo, como si de nuevo el Diabólico Ser de las Ondas quisiera gastarnos una ominosa broma, comenzó a susurrar a través de la radio los primeros acordes del Welcome home de Metallica.

En cuanto reconocí la canción observé a Johnny. Pero él parecía ajeno a todo, con la mirada perdida en los muros del centro que ya se vislumbraba a un lado de la carretera. Quién sabe si más allá de ellos imaginaba encontrar los despojos de la cordura. Acaso de lo sobrenatural. Aunque yo sabía que en un sitio así no hay más que desesperanza.

Entonces giré el botón para cambiar de emisora hasta que una cálida voz femenina nos ofreció las noticias locales.

«El alcalde Johnson inaugurará mañana el primer comedor social de Columbia… Se prevé que las obras del nuevo acceso de la autopista con aeropuerto finalicen a principios del año que viene… La policía ha detenido a un sospechoso en relación al robo de Cornwall Park… Durante el día de hoy tendremos una temperatura de veintitrés grados y riesgo de precipitaciones a media tarde…»

Welcome to New Greenwich where time stands stills, no one leaves and no one will, moon is full, never seems to change just labeled mentally deranged.5

5 Bienvenidos a New Greenwich donde el tiempo se detiene, donde nadie se marcha ni lo hará nunca, donde la luna siempre está llena y no parece cambiar, simplemente etiquetado como demente.

Cuando estacionamos el Volvo en el aparcamiento, pude por fin apreciar la inmensidad de aquel centro. Este se componía de un enorme edificio principal de color crema, cercado por dos edificios más pequeños de una tonalidad más oscura. Centrado en lo alto, un cartel acorde con aquella magnitud indicaba:

New Greenwich Mental Hospital

Frente al mismo, unos enormes y preciosos jardines muy bien cuidados ocupaban toda la extensión de la propiedad, como si quisieran mostrar al mundo de locos de ambos lados, que al fin y al cabo, aquel era un agradable lugar donde quedarse.

—Día de puertas abiertas —dijo Johnny echando el freno de mano.

Tras recorrer el ancho y profundo vergel entramos por fin al hall. Una lujosa recepción compuesta de varios tipos de mármol con un amplio mostrador de madera en la parte derecha, unas butacas acolchadas en su parte izquierda y otra sala justo enfrente, nos dio la bienvenida.

Bienvenidos a New Greenwich. Tu refugio en los días oscuros.

—Impresionante, ¿verdad? —dije.

Johnny silbó de admiración mientras asentía. Con la mirada puesta en los sillones, añadió:

—Le dan ganas a uno de perder la cabeza.

En el mostrador, tras un cartelito en el que se leía: Hoy les atiende Autumn, una señora de raza negra vestida con uniforme verde nos recibió:

—Sean bienvenidos a New Greenwich.

—Buenos días —comenzó diciendo mi amigo—, mi nombre es John Seckman y tenemos cita con el director Stern.

—Un momento, por favor —dijo ella al tiempo que tomaba el teléfono y apretaba un botón—. Clara, por favor, comunique al doctor Stern que su cita está aquí.

Después de asentir, seguramente a las instrucciones de la secretaria, la recepcionista añadió:

—Se lo diré. Gracias.

Tras colgar se dirigió a nosotros.

—Pueden esperar ahí —dijo señalando las butacas—, el doctor ya está de camino.

—Muy amable, Autumm —replicó mi compañero—. Por cierto, tienes un nombre precioso.

—Muchas gracias —dijo ella mostrando una agradecida sonrisa, recrudecida por las evidentes manchas de nicotina.

Johnny me miró y después ambos dirigimos nuestra atención al solemne vestíbulo, sorprendidos ante aquella opulencia. No había duda de que si existían los sanatorios mentales de lujo, aquel se contaba entre ellos. Y de algún modo me reconfortó que nuestra amiga estuviera en aquel lugar.

Nos disponíamos a sentarnos cuando el grito de una mujer nos puso en alerta. Venía de uno de los ascensores de la sala de enfrente, al otro lado del hall. Inmediatamente comprobamos que se trataba de una señora de cierta edad que estaba siendo asistida por su marido y por un celador. Aunque no tardaron en perderse por uno de los laterales que quedaban ocultos a nuestra vista. Permanecimos tan sobrecogidos que no reparamos en la presencia de un hombre justo detrás de nosotros, quien con una voz serena, marcada por un ligero acento afrancesado, dijo:

—Su hijo padece esquizofrenia y casi desde que nació lleva tratando de acabar con la vida de sus padres.

Johnny y yo nos giramos al instante. Ante nosotros apareció un hombre de mediana estatura, elegantemente trajeado, con una prominente alopecia y una cuidada barba blanca, indicio de que debía estar más próximo de los sesenta que de los cincuenta.

Llevaba una tarjeta identificativa dorada con unas letras negras y una especie de carpeta bajo el brazo, con un nombre que no acerté a ver mecanografiado sobre un pequeño papel plastificado. No obstante, sí pude leer claramente el nombre en su identificación:

—Henry Stern —dijo al tiempo que nos tendió su mano.

—Encantado —dijo mi compañero—, yo soy John Seckman. Y él es mi amigo Robert Carson.

Ambos correspondimos al gesto.

—¿Cuántos pacientes atiende el hospital? —pregunté todavía algo angustiado.

—Doscientos internos y aproximadamente otros doscientos no residentes —respondió.

—¿Y se acuerda de todas las… enfermedades mentales de cada uno? —prolongué.

—Además de médico, soy el director de este hospital. Si no conociera qué les sucede a mis huéspedes no merecería mi puesto. Pese a que contamos con casi una treintena de psiquiatras altamente cualificados, si de algo puedo presumir es de saber todo lo que pasa entre estos muros.

—Es increíble —musitó Johnny.

—Si les parece, les invitaré a un café antes de entrar en materia. Por favor, Autumn —dijo dirigiéndose a la recepcionista—, entregue a estos caballeros una tarjeta de invitación.

—Enseguida, señor.

La mujer nos entregó unas tarjetas de color blanco, en las que podía leerse desde lejos la palabra «Guest».

Seguimos al doctor Stern a lo largo de varios pasillos, si bien nada más salir del vestíbulo el suelo de mármol se transformaba en linóleo de grisáceo tono, lo que por algún extraño motivo, me produjo una profunda inquietud.

Al fin llegamos a un enorme comedor en el que varias personas, supongo que familiares, tomaban un tentempié con vistas a una especie de parque interno.

La cafetería tenía acristalada toda una larga pared que daba al ajardinado patio, donde varias personas paseaban. Algunos de ellos eran pacientes, portando una amarillenta bata y deambulando sin rumbo como zombis bajo la atenta mirada de los celadores, que aprovechaban para conversar y fumarse un pitillo sobre los banquitos metálicos.

Al igual que me sucedió cuando pisé por primera vez el suelo de linóleo, volví a sentir un irracional nerviosismo. Pero sobre todo, una profunda soledad.

Durante gran parte del tiempo charlamos sobre temas insustanciales, como el tiempo o la seguridad de Bellingham. No albergaba duda alguna de que Johnny le había contado al director que era sheriff del condado de King. Aunque entonces no quise saber qué le dijo exactamente por teléfono para que nos atendiera personalmente con la cortesía de la que estaba haciendo gala, estaba a escasos minutos de comprobarlo por mí mismo.

Henry Stern parecía una persona muy afable e incluso tuvo una acertada idea con aquel café. Como buen conocedor de la mente humana, lo que realmente pretendía era prepararnos. Hacernos entender determinadas cosas antes de enfrentarnos a la realidad. O al menos, a la realidad de Tricia.

—Bien, chicos —dijo como si le estuviera hablando a su equipo de fútbol del instituto—, tengo entendido que fueron compañeros de la señorita Henderson hace muchos años y que compartieron su infancia con ella.

—Así es, doctor —me adelanté.

—Verán, ella está en el Sector de Seguridad. Lo llamamos así porque su entrada está totalmente prohibida a cualquier persona salvo al personal autorizado. Está en el ala oeste, y como su propio nombre indica, en un edificio de máxima protección. Ya habrán podido imaginar que en él se encuentran los pacientes, digamos… más conflictivos, ya sea con los demás o, como en el caso de Patricia, consigo mismos.

El hecho de llamarla por su nombre nos aportó la familiaridad que buscaba. Apuró el último sorbo de su descafeinado y continuó.

—Les seré sincero; solo los amigos que vengan con familiares pueden ver a los pacientes. En su caso, y al tratarse del Sector de Seguridad, ni siquiera los acompañantes de los familiares directos pueden entrar. Tampoco los jefes de policía, a no ser, claro, que se trate de un asunto criminal —dijo sonriendo, en referencia a Johnny, que le devolvió el gesto—. Y si hago una excepción con ustedes es precisamente por el bien de la señorita Henderson.

—¿A qué se refiere? —pregunté.

—Como sabrán, sus ancianos padres fallecieron al poco tiempo de que ella intentara acabar con su vida. De hecho, el estado es quien gestiona el seguro de vida que le permite vivir aquí. Así que desde entonces… Bueno, nadie que no sea del gobierno ha venido a verla.

—Espere —dije—, ¿quiere decir que ha estado… quiere decir que ha estado sola todo este tiempo?

—¿Sabe, señor Carson? Por mi experiencia sé que existen personas que nacen aparentemente sanas pero que han sido marcadas con una enfermedad incurable que en una etapa de su vida desarrollarán. Y hagan lo que hagan, la padecerán de forma inexorable. La mayoría de nosotros sufrimos esa enfermedad en algún momento de nuestra vida, aunque de un modo leve, como un catarro del que nos recuperamos en unos días. La diferencia en el caso de Patricia es que esa enfermedad, desde el momento en que se manifiesta, durará el resto de su vida.

—¿La locura? —preguntó Johnny con cierta avidez.

—La soledad, señores —respondió él—. Es inherente a su cuadro clínico.

Johnny y yo nos miramos durante un momento. Seguro que nos estábamos haciendo las mismas preguntas, y por supuesto que nos sentíamos igual de culpables por no haber venido antes.

—Son nueve años sin que nadie haya venido a visitarla. Y por desgracia, todavía es poco —añadió el doctor Stern con el gesto contraído—. Verán, su caso dentro del mundo de la psiquiatría es algo complejo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Johnny casi en un susurro, pues era evidente que le costaba articular palabra.

—Lo cierto es que ha sido atendida por uno de los mejores psiquiatras de la costa oeste, el doctor Crane, antiguo compañero del hospital y que ahora trabaja para nosotros específicamente en los casos más graves del Sector S. Los dos revisamos el caso de la señorita Henderson y nuestras conclusiones finales son muy similares: «Mente alejada».

Johnny y yo volvimos a mirarnos. Pero esta vez, como si la persona que teníamos enfrente no hablara nuestro mismo idioma. El doctor continuó, ajeno:

—Es lo que los latinos llamaban «demencia» y de la cual subyacen los brotes psicóticos y la catatonia, que la hacen ser un peligro, sobre todo para sí misma.

—¿Pero no es muy joven para eso? —pregunté.

—Hay muchos subtipos de demencia. En un principio fue Benedict Morel quien acuñó el término «demencia precoz» y que con el tiempo pasó a ser conocida simplemente como «esquizofrenia». Los psiquiatras cambiamos el nombre a las enfermedades para que parezca que hemos descubierto algo diferente
—dijo esbozando una sonrisa que ninguno mimetizamos—. Ese tipo de demencia precoz, como su nombre indica, suele de-sencadenarse en la etapa adolescente, y a partir de ahí y según la gravedad, va degenerando en mayor o menor intensidad.

Llegado a aquel punto, por fin pude hacerle al doctor Stern la pregunta.

¿Por qué no le hablas de la lavadora, Robert? Venga, chico. ¿Por qué no le cuentas nada acerca del Hombre del Chubasquero Naranja?...

—Dígame doctor, ¿hay alguna posibilidad de curación?

Henry Stern me miró fijamente. Con el mismo rostro impenetrable, versado en incontables momentos como aquellos en los que los familiares imploran una respuesta esperanzadora, recusó:

—Si por algo me gusta mi trabajo, señor Carson, es porque el cerebro es un universo aún por descubrir y porque a diferencia de otras especialidades médicas, en este campo nunca hay nada definitivo.

Los tres permanecimos sin decir nada. El sonido de una bandeja metálica cayendo al suelo en la cocina nos sobresaltó tanto a John como a mí.

—Si bien generalmente —continuó el director—, la esquizofrenia catatónica tiene un pronóstico… desalentador. Teniendo en cuenta sus antecedentes familiares así como la manera en la que se desencadenó, se puede afirmar que el caso de la señorita Henderson es un tanto anormal.

—¿Anormal? —pensé en voz alta.

—En toda enfermedad existen lo que se denomina «factores de buen pronóstico». Son aquellos que nos llevan a pensar que será reversible.

¿Acaso existe una palabra en nuestro idioma más bella que «reversible»?

—En su caso —prosiguió el doctor—, los análisis clínicos a los que se le sometió no indican enfermedad física alguna que desencadenara el proceso. También comprobamos que todo comenzó en una edad tardía, de un modo tan repentino como severo. Y no tenemos constancia de que su entorno fuese desfavorable, ni de que sufriera aislamiento social alguno. Además, el tratamiento fue debidamente completado por la paciente…

—¿Y sin embargo? —interrumpí deseoso de evidencias.

El director hizo una pausa, antes de continuar:

—Y sin embargo sigue atrapada en algún abismo desde hace nueve años.

Tú sabes dónde está ¿verdad, Johnny? Díselo como me lo dijiste a mí… Todavía está ahí abajo, acampada frente a esa maldita casa llena de cruces.

†††

Seguimos al doctor Stern por varios pasillos y pasamos dos controles de seguridad en los que fue revisada nuestra identificación así como la del propio director, quien sonreía orgulloso ante la aparente invulnerabilidad de su hospital. «Nuestra seguridad es tal que incluso el director debe identificarse», repitió una y otra vez, como un abuelo repite a sus nietos los mismos adagios.

Frente a nosotros se desplegaba un largo pasillo con puertas a ambos lados, y una ventana enrejada por ambas caras justo al fondo, filtrando una luctuosa luz carcelaria sobre el corredor, que mutaba sutilmente el viso del plomizo linóleo.

El suelo se hallaba pulcro y en cada una de las puertas de las habitaciones había una especie de ventanilla de doble hoja, similar a las de un avión, desde donde se podía atisbar el interior de las mismas.

Por fin, el doctor se detuvo en el número 212.

—Señores, lo que antes he tratado de hacerles entender, y que reitero, es que si hoy están en este edificio, en esta sala y frente a esta puerta, es únicamente porque tal vez puedan aportar algo de luz a la señorita Henderson que ningún otro tratamiento pueda.

Johnny respondió por los dos:

—Le estamos muy agradecidos, señor Stern.

—Y yo estoy convencido de que Patricia lo estará aún más de que hayan venido. Bien —prosiguió—, antes de entrar y mientras llegan los enfermeros, hay ciertas cuestiones que deben tener en cuenta. Entiendo que su enfermedad podrá impresionarles, por ello les aviso de que no hablará, ya que sufre lo que denominamos «mutismo». Y probablemente tampoco la verán moverse.

John y yo asentimos levemente con la cabeza, seguramente igual de apenados.

—Verán, les diré lo mismo que les digo a los familiares de gente como ella: es como si Patricia estuviera dentro de una casa en un lugar lejano y desde la ventana les estuviera viendo. Sabe quiénes son, conoce sus nombres y quiere comunicarse; pero no puede porque para ello debe salir de esa casa que la mantiene presa. No significa que no desee reencontrarse con ustedes, pues no olviden que, y esto es lo más importante, su conciencia está viva.

Con aquella explicación ni siquiera caí en la cuenta de que los dos enfermeros habían llegado a nuestra altura. Para cuando uno de ellos abrió con llave la gruesa y pesada puerta, el rostro de Johnny ya estaba tan pálido como el de un cadáver que lleva días bajo tierra.

†††

Mi amigo fue el primero en sobresaltarse. Después lo hice yo. El cuarto tenía el piso enmoquetado y carecía de muebles, salvo por una cama acolchada casi a ras de suelo que resultaba visible desde la ventanilla. También había una puerta almohadillada en una de las paredes laterales, carente de pomo, y que, a pesar de estar cerrada, supuse que debía ocultar el baño.

Tricia estaba tumbada en el suelo frente a una ventana igualmente enrejada por ambas caras, mostrando ese mundo exterior tan lejano y quimérico para ella del que nos había hablado el doctor.

Se hallaba estirada con la mirada fija al techo, las piernas juntas y los brazos cruzados sobre el pecho, como si esperara a que la enterrasen. Cuando los enfermeros se dispusieron a rodearla, el doctor Stern hizo un gesto para que se retiraran. Debió de advertir que no los necesitaría. Estos entornaron la puerta y con el aire despreocupado que consiente la rutina, aguardaron afuera preparados por si acaso.

Nuestra amiga llevaba puesta una bata blanca con rayas verticales de color rosa, muy distinta a la amarillenta de los otros pacientes del patio. Tenía unos salidos y vidriosos ojos, que nunca habría concebido en otra persona que no estuviese muerta.

De aquella chica de mirada risueña no quedaba ni el más mínimo vestigio. Tampoco de sus flotadores, de los que repetía que le salvarían la vida «si el río llegara a desbordarse». De hecho, a pesar de que la bata no era ceñida, observando sus piernas, sus brazos y su demacrado rostro, pude entrever que allí abajo apenas quedaba carne que la hiciese flotar. Ahora, gracias a la macabra providencia, había pasado de ser la gordita a ser simplemente… la loca esquelética.

Al menos sigue viva, Johnny.

¿Viva? ¿A eso la llamas viva? Te lo dije, Robert. Sabemos dónde está, así que venga, coge tu mochila y bajemos allí. Vayamos a rescatarla.

—Tranquilos, es su postura habitual —dijo el doctor, rompiendo mis desagradables pensamientos.

Con todo aquello había olvidado prestar atención a la reacción de John, que seguía lívido desde que el director Stern explicara la metáfora de la casa. En sus manos también intuí un ligero temblor.

—Los pacientes en su situación adoptan posturas extrañas. En su caso, suele tumbarse frente a la ventana.

—Doctor —farfullé—, ¿cuánto peso ha…?

—Cincuenta y dos kilos —respondió de inmediato.

—¿No come? —pregunté.

—Le administramos nutrientes líquidos. No puede tragar nada.

—¿Cómo que no puede tragar nada? —pregunté desconcertado.

Usted no la ha visto zamparse un Big Mac con mostaza, alitas de pollo y patatas de una tacada.

—Cuando ocurrió aquel… —respondió el doctor, que como buen profesional procuraba medir siempre sus palabras—, incidente con la cuerda, desde entonces cada vez que intenta tragar algo sólido, digamos que es incapaz de hacerlo por sí misma.

Me puse en cuclillas junto a ella y sentí la necesidad de acariciar su blanquecina piel. Pero me reprimí. No hacía ni setenta y dos horas que acababa de perder a mi madre. En menos tiempo había perdido a Diane, a Rebecca, a Andrew, a Eddie… y ahora estaba ante lo que quedaba de Tricia. Johnny —quien definitivamente temblaba—, era el único amigo vivo que me quedaba de la infancia. En ese acre instante recordé las palabras del doctor acerca de que, estuviera donde estuviera, podía oírnos.

—Tricia —susurré—, soy yo, cariño, Robert. Y también ha venido Johnny… ¿Sabes? No te lo vas a creer pero ahora es sheriff de Salmo y nos protege. Protege al grupo, o al menos eso es lo que le hacemos creer —dije rebajando aún más el tono.

Pero ella permanecía con sus cristalizados ojos clavados en el techo, sin más respuesta que una especie de desagradable resuello fruto de su respiración.

—Sé que me escuchas, que me comprendes y que no puedes responderme. Pero no te preocupes, porque estés donde estés, no estás sola. Johnny y yo vamos a venir a verte. Cuidaremos de ti y cuando te recuperes nos iremos juntos a bailar como en los viejos tiempos. Venga, Johnny, no te quedes ahí parado —ordené como si lo hiciera a un crío—, ¿es que no ves que está aquí nuestra amiga?

Pero lo único que podía hacer Johnny era temblar. Había algo en ella que lo mantenía petrificado. Y teniendo en cuenta su personalidad, tan influenciada por las supersticiones, no me extrañó en absoluto.

—Ho… hola, Tricia —fue todo cuanto el sheriff del condado de King logró decir, no sin antes tragar saliva varias veces.

—No le hagas caso, Tricia —dije al tiempo que lo observaba de reojo—, ya sabes que el bueno de Johnny puede ser un auténtico capullo. ¿Sabes?, yo he vuelto al pueblo y pienso comprarme una casa allí. Buscaré trabajo e iré a pescar al río todos los días. Nunca debí marcharme, nunca debí abandonaros…

—Patricia —dijo de repente el doctor Stern, tal vez tratando de impedir que aspectos negativos pudiesen influir de algún modo en su estado—, a partir de ahora tus amigos vendrán a visitarte siempre que quieran y podrás pasear con ellos por el jardín cuando te recuperes.

—Claro, y te sacaremos de aquí —dije con una mezcla de rabia y tristeza ante aquella piadosa mentira—. Iremos a la Cueva, a comer hamburguesas y a bebernos toda la jodida cerveza del Tatanka. Tú solo ponte buena, ¿vale? —dije posando mi mano sobre las suyas, mientras una lágrima superaba el confín de mis ojos.

Por Dios, si está congelada.

—Doctor, su temperatura es muy baja. ¿Está seguro de que…?

—La señorita Henderson es anémica. De ahí su palidez y su temperatura corporal.

—Vaya… Lo tienes todo, corazón —dije afanándome por sonreír, aunque muy probablemente lo único que conseguí fue poco más que una afligida mueca—. Pero te recuperarás, porque ya estamos aquí para ayudarte. Volverás con nosotros y poco a poco superaremos todas las complicaciones. Juntos.

Me levanté con dificultad sintiendo un hormigueo en mis ingles. Observé de nuevo a Johnny, que había dejado de temblar, o al menos eso parecía. Tal vez mis palabras de ánimo aplacaron algo su angustia, si bien el tono de su piel, casi tan macilenta como la de la propia Tricia, indicaba que aquella sensación lo estaba consumiendo.

El director Stern, que cual ávido cazador de la psique no había cesado de escrutar en el rostro de nuestra amiga, me rodeó la cintura con su brazo para guiarme hacia la salida:

—Bueno, señores, creo que es la hora del aseo. Seguro que la próxima vez podrán quedarse más tiempo.

—Tricia —dije elevando el tono antes de voltearme—, volveremos. El capullo del sheriff y yo… no te dejaremos, ¿verdad Johnny? —pregunté girándome ahora hacia donde él estaba.

—Volveremos… claro que sí. Volveremos, compañera —dijo con la voz ronca y truncada.

En el momento en el que atravesábamos el umbral de la puerta, una espantosa voz nos paralizó a los tres. Era una voz grave, gutural y más propia de un hombre mórbido. Pero ninguno de los que estábamos en la habitación la había proferido. Sin duda, solo podía ser la voz de Tricia.

Johnny y yo nos dimos la vuelta al instante. El doctor, que ya había apartado el brazo de mi espalda, lo hizo más lentamente. Estábamos tan sorprendidos que no llegamos a comprender lo que dijo. Aunque la segunda vez que lo repitió, tampoco pudimos.

¡Josaici! —gritó, esta vez con mayor rabia.

Tenía la cabeza girada hacia nosotros y los ojos completamente en blanco.

—Está sufriendo un brote —ordenó el doctor Stern al tiempo que los enfermeros acudían presurosos.

—Parece poseída —añadí con cierta ansiedad.

Su demacrado cuerpo comenzó entonces a convulsionarse bajo su bata. De nuevo, desde su tráquea incapaz de tragar nada sólido, emergió una voz todavía más grave y propia de un animal.

JOSAICIIIII.

Lo último que vimos antes de que el doctor Stern nos empujara afuera y cerrase la puerta tras nosotros, fue cómo uno de los enfermeros la sujetaba mientras que el otro le administraba una inyección.

—¿Qué le pasa, doctor? ¿Qué le están haciendo? —pregunté, alterado.

—Ha sufrido un brote psicótico, tal vez fruto de la ansiedad. No se preocupen, en unos minutos todo volverá a la normalidad. Ahora, si hacen el favor de acompañarme…

—¿Qué ha dicho? —interrumpió Johnny, que ya no solo temblaba sino que además tenía los ojos casi fuera de sus órbitas.

—Se lo aseguro, señores, es la primera vez que dice algo semejante. Por regla general, cuando quiere hablar solo susurra repitiendo aquello que le decimos. Aunque, como digo, tampoco dicha situación puede considerarse frecuente.

—¿Tú lo has oído, verdad, Robert? —dijo Johnny fuera de sí, alzando su amputada voz—, ¿Lo has oído? ¿Has oído lo mismo que yo? ¡Dime que has oído esa jodida palabra!

†††

Nos despedimos del señor Stern, quien tuvo la amabilidad de acompañarnos hasta la puerta del vestíbulo. Desde que subimos al coche hasta que nos detuvimos en un restaurante para comer a la altura de Marysville, John y yo apenas cruzamos cuatro palabras, y ninguna fue sobre Tricia.

Era un diner típico de carretera, con el suelo en forma de tablero de ajedrez, una larga barra frontal con banquetas de escay rojo, y tras esta, la vaporosa cocina apenas visible. Pegadas a los ventanales se hallaban varias mesas con bancos acolchados del mismo tono rojizo.

Tomamos asiento, uno en frente del otro, y permanecimos en silencio hasta que llegó la uniformada camarera.

—¿Tomarán el menú del día?

—¿Qué tienen? —pregunté ante la pasividad de mi amigo.

—Hamburguesa doble con queso, patatas, huevos escalfados y tarta de cerezas.

—Para mí perfecto —dije, aunque mi estómago no albergaba un mínimo resquicio para el hambre—. Que sean dos platos del día con dos cervezas… en honor a una vieja amiga.

La mujer se retiró y traté de perder mi mirada en el ventanal exterior. Pese a que continuaba nublado, la temperatura resultaba agradable y húmeda. Afuera, dos moteros de los de verdad (de los de barba y chaleco tres tallas más pequeño), habían estacionado sus Harley Davidson y se disponían a entrar.

Justo cuando les perdí de vista, el tintineo de la campanilla junto a la puerta anunció su presencia. Fue en ese preciso momento cuando Johnny retornó al mundo de los vivos y sacó el tema.

—¿Y bien? ¿Sigues sin creerme?

La camarera me procuró una pequeña tregua cuando trajo las dos cervezas. Inmediatamente le di un largo trago y Johnny hizo lo propio. Pero sin apartar un solo momento su inquisitiva mirada de mí. Ansiaba mi respuesta, como el poli malo en el interrogatorio.

Una vez puse de nuevo el vaso en posición vertical, finalmente se la di:

—Está enferma, eso es todo.

John sonrió satírico y sacudió la cabeza.

—¿Eso es todo? No me lo puedo creer. El mismo doctor lo ha dicho: «Conoce sus nombres y quiere comunicarse, pero está muy lejos y no puede, porque para ello debe salir de esa casa».

—Venga, John, parece mentira… hablaba en sentido metafórico.

—¡Y una mierda! —dijo en un tono tan alto que le sorprendió hasta a él mismo—. Él lo intuye —dijo, esta vez moderando la inflexión de su voz—. Estoy seguro de que sí. Es un profesional y algo habrá podido sacar de esa mente durante tantos años de estudio.

—¿No me digas? ¿Entonces por qué no le contaste tu interesante teoría sobre la acampada frente a la casa? Ah ya, a lo mejor tuviste miedo de que te encerraran a ti también.

Permaneció en silencio, y por un instante advertí la vergüenza en sus pupilas. Momento que no desaproveché para tratar de zanjar aquel asunto.

—Mira, Johnny, lo único que nos queda es una amiga de la infancia que, casualmente, necesita nuestra ayuda porque está bien jodida. Todo lo que tenemos que hacer es regresar aquí de vez en cuando y estar a su lado. ¡Joder, nueve años! Ha estado sola todo ese tiempo sin que nadie se ocupara de ella. Ni familia, ni amigas, ni vecinas. Solo nos tiene a nosotros. Y creo que deberíamos dejar esa historia y todas las demás para las viejas del pueblo, porque lo único real, lo único que nos queda de aquella época, de aquella amistad… está en ese manicomio. Ya lo has oído, esquizofrenia catatónica, surge de repente y ya está. No existe Keller en el mundo que sea capaz de aplicar su magia negra para que brote esa enfermedad.

—Y qué me dices de los demás, ¿eh? ¿Qué me dices de Eddie, de Diane, de Andrew… y de Becca? —dijo en un tono mucho más suave, como si le costara pronunciar aquel nombre y se arrepintiera de haber iniciado aquella frase.

—Pues una mierda de desgracia. Ya está, socio, se fueron.

—El mismo año —interrumpió John.

—Sí, vale. El mismo año. No hay ningún nexo de unión entre aquella acampada y el destino. Piénsalo, ¿qué otras cosas hicieron ellos juntos que tú y yo no hiciéramos? Seguro que fueron más de una docena.

En ese momento la camarera sirvió dos enormes platos con lo más parecido a una hamburguesa doble con queso, patatas fritas y huevos escalfados a cada lado de los mismos.

—Joder, no tengo nada de hambre —musité pretendiendo cambiar de tema.

—Solo aquella —susurró John.

—¿Qué dices?

—Me refiero a las cosas que hicieron juntos en las que tú y yo nunca estuvimos.

—Vaya, cómo no suponer que ya lo habrías pensado. Y seguro que has revisado todos y cada uno de los días de nuestra vida.

Esta vez fue Johnny quien perdió la mirada en el ventanal. Tras unos instantes en lo que lo único que se percibía era el ruido de la gente y de algunos platos cayendo al fregadero, al fin dijo:

—Hay algo que debes saber… Robert.

—Adelante.

Sin dejar de mirar aquello que viera por la ventana, su voz se quebró aún más.

—Muchas noches veo a Rebecca en sueños. Está tumbada en una bañera de agua roja con el brazo ensangrentado sobresaliendo, carcomido por la descomposición. Pero su cara sigue inmaculada. Es la misma niña bonita del colegio. ¿Y sabes qué es lo que me dice, Robert? ¿Sabes lo que me repite una y otra vez? —dijo, ahora centrando su mirada en mí con los ojos llorosos.

Hizo una pausa. Tragó saliva y con apenas un hilo de voz, a punto de resquebrajarse por el llanto, balbució:

Josaici... Josaici, cariño.

†††

Todos nos detuvimos frente al túnel. Tenía el aspecto de una enorme boca deformada de la que lo único que sabías era que podías entrar, pues se hallaba curvado y por ello no se veía el final.

La Boca del Payaso, chicos.

Cuando por fin se tomaba esa curva, se distinguía al fondo un imperfecto arco de luz con la sombra de una cruz colgada en su punto más alto. Vacilante de un lado a otro, a voluntad de las corrientes de viento.

Edward se puso a buscar la linterna en su mochila sin fondo, desparramando todos sus trastos por el suelo. Andy llevaba la suya colgada del cinturón y de inmediato la encendió.

—Déjalo ya, Eddie —dije.

—Pero es que mi linterna es especial. Alumbra a los lados también.

—Calla ya y vámonos, o te dejaremos atrás —apremió Andrew.

—¡Maldición! —exclamó él—. Esto no puede salir bien, Eddie.

Solo él podía decir palabras como «rayos» en lugar de «mierda» o «maldición» en lugar de «joder». Sin duda aquellos cómics infantiles que todavía leía, habían hecho de él un genuino idealista. Y alguna noche en que me había quedado a dormir en su casa, mientras nos quedábamos hasta tarde para ver alguna peli de marcianos en la tele, compartió sus sueños de adolescente conmigo.

Seré director de cine, Robert… y rodaré pelis como esta.

Ante la indiferencia del grupo se dio por vencido y de nuevo volvió a cargar sus trastos con la inestimable ayuda de Patricia, que tal vez sintiera algo especial por él. Puede que incluso ambos profesaran algo más que afecto o lástima el uno por el otro. El hecho es que Tricia era más fuerte que todos nosotros juntos y solía defenderlo.

Andrew y su rifle fueron los primeros en adentrarse.

†††

El sonido de una batería me despertó y me costó volver a ubicarme en el mundo real. Había sido la radio, donde sonaba The Cure. Debí quedarme dormido mientras hacía la digestión, y en cuanto reconocí la carretera supe que había sido prácticamente todo el camino.

El Volvo serpenteaba por la Cascade y para cuando tomamos el desvío en el Sicomoro Quemado, al instante supe a dónde nos dirigíamos. Aunque lo único que me importaba entonces era llegar a donde fuera para vaciar mi vejiga y fumarme un cigarrillo, ya que como buen padre de familia, en el coche de Johnny estaba totalmente prohibido. Al menos lo segundo.

El camino de tierra se desviaba a la derecha y descendía en una especie de zigzag repleto de pronunciados hoyos. Tras varios botes alcanzamos por fin un gran claro sin árboles, con un puente de madera sobrevolando el río.

Estaba seguro de que Johnny no diría nada hasta que llegásemos a donde pretendía. Parecía haberse sumido en un estado hipnótico hasta el punto en que me hizo dudar si realmente se habría dado cuenta de que me había despertado.

Me equivoqué.

Una vez pasado el puente nos adentramos entre ambas montañas, donde el negro túnel nos recibió al final. Como siempre.

La boca del payaso. Paaaaaasen y vean... Bienvenidos a la infancia, chicos. Os estaba esperando.

John empleó la misma voz que había empleado para confesarme sus sueños con Rebecca. Era un tono frágil en el que concurrían el pánico y la pena. Una voz que acompañaba a cada palabra de un escalofrío. Seguramente en ambos cuerpos.

La voz del miedo al recuerdo.

—Cuando me marché aquella tarde no tenía que madrugar al día siguiente. De hecho me pasé la mañana sin salir de mi cuarto. Después supe que tú también te habías marchado, y aunque nunca me revelaron la razón, desde entonces siempre he querido preguntarte cuál fue.

—Supongo que la misma que la tuya, porque me fui al poco tiempo de marcharte tú.

—Tuviste miedo, ¿verdad? —preguntó Johnny con su particular sonrisa inacabada—. ¿Sabes? Creo que ese día batí el récord de los cien metros en este puto túnel.

Entonces yo también sonreí.

—Pues el récord debió de durarte media hora, socio. Fueron los cien metros más largos y a la vez más cortos que he hecho en mi vida —alegué—. Si el jodido entrenador Johnson hubiera estado allí al final con su gorra y su cronómetro, se habría cagado en los pantalones.

Esta vez ambos reímos. Al fin y al cabo aquel se había convertido en una necesidad. Una vez que nuestra risa cesó y el sonido de la radio fue el único compañero de aquel ronroneo de motor, la sofocada voz de Johnny volvió a desprender la misma frecuencia de tristeza. También de miedo.

—Estoy convencido de que todos poseemos un aura. Una especie de Ángel de la Guarda que nos avisa cuando la cosa se va a poner fea. Creo que en aquella tarde, una especie de nexo de unión se estableció entre nosotros y que la voz que escuchamos fue la misma.

—¿Y por qué nosotros? ¿No ves lo absurdo que resulta? ¿Por qué entonces el resto se quedó a pasar la noche?

—Seguramente Diane, Tricia, Andy… a ellos también les habló. A ellos también les dijo: «Marchaos y no volváis si queréis envejecer. Si no queréis aparecer con las venas rajadas en una puta bañera, o colgados de un árbol mientras los cuervos se comen vuestra carne poco a poco». Solo que no escucharon. Y estoy convencido de que si no lo hicieron, fue por algún motivo.

De nuevo aguardé sus reflexiones que, si bien sustentaba su cable entre dos pilares de lógica, tan solo la superstición podía recorrerlo sin doblegarlo a su paso. Alquimia que yo nunca había creído.

Entonces, ¿por qué te marchaste aquella tarde? ¿Por qué corriste ese túnel como si te fuera la vida en ello, como si te persiguiera el payaso necrosado con dientes de cuchillo?

Joder, era un crío y los críos tienen miedo.

Claro, Robert. Sin supersticiones se vive mejor pero... ¿se vive más tiempo?

¿Y cuál es ese motivo? —pregunté.

—Debieron escuchar otra voz mucho más profunda. Más maligna y tan negra como la boca de ese túnel.

Resoplé.

—Johnny, ya sabes lo que pienso de todo aquello y de…

—No se trata de lo que piensas, sino de lo que pretendes pensar. Dime una cosa, ¿qué probabilidades hay de que una muerta te susurre en sueños una palabra que no existe en nuestro idioma, que nunca jamás habías escuchado, y de que precisamente esa misma palabra, esa jodida palabra y no otra, la repita una amiga común que por poco, por bien poco, no acabó en el otro mundo junto al resto?

—Te lo he dicho mil veces, socio —alegué yo—. Creo que hay muchas cosas que no somos capaces de comprender hasta que en un momento dado alguien o algo las explica. Así de sencillo. Y hasta entonces es la única realidad que podemos asumir. Ya oíste al doctor, el cerebro está aún por descubrir. Suceden millones de cosas a nuestro alrededor y apenas podemos percibir o explicar una milésima parte. Creo que hay que conformarse con eso y sobre todo… —hice una pausa en la que fijé mi mirada en la negrura del túnel—, seguir adelante.

Johnny me conocía bien y sabía que si me lo proponía podía llegar a ser incluso más testarudo que él mismo, pese a que percibía el crepitar de una cierta inquietud dentro de mí.

Encendió las luces, aceleró y a ritmo lento recorrimos el túnel repleto de socavones. Los faros iluminaban la pared rocosa y los viejos tablones de madera cruzados en su interior, peligrosamente carcomidos por la humedad. Una vez completamos la curva, la imagen de la primera cruz refulgió en lo más profundo de mis recuerdos.

Todavía pendía de la parte más alta del imperfecto arco que conformaba la salida del túnel, y permanecía bien sujeta al podrido madero superior.

Johnny musitó:

—Te sigue impresionando, ¿verdad, Don Escéptico?

Sonreí, pero no contesté. Si hubiera dicho que no, habría sabido que mentía. Al fin y al cabo, ¿a quién no le impresiona retornar a los miedos de la niñez?

El coche desfiló justo por debajo de la cruz. Al instante apareció frente a nosotros el enorme claro sitiado por boscosas montañas, con el único árbol solitario en todo aquel espacio, en la fracción izquierda. Al fondo —visualmente casi a la falda de la montaña—, la Casa de las Cruces.

Se hallaba cercada por una valla oxidada compuesta de altos barrotes punzantes y una extensa barra transversal que los unía, ofreciendo asimismo la ilusoria impresión de estar formada también por cruces soldadas.

Centrada en la misma había dos puertas de igual altura y forma que el resto del vallado, que podían abrirse en forma de hoja. Entre ambas pendía una cadena con un candado, y encima de esta, un pedazo de madera a modo de cartel que atrajo la atención de Johnny.

—Mira... ahí hay algo —dijo con el cejo fruncido.

—¿Y qué, también es paranormal?

Pese a que en todo momento mi intención era la de quitar hierro al asunto, John me miró como si tuviera ganas de darme un puñetazo. Y tal vez me lo mereciera.

—El otro día no estaba, Don Escéptico.

—Deja de llamarme así, Don Agorero.

Sin embargo, conforme avanzamos la sensación de inquietud retornó a mi corazón y tuve que tragar saliva varias veces para deshacer el ya habitual nudo que parecía haberse instalado de ocupa en mi faringe.

El coche avanzó hasta casi rozar la verja, todavía con las luces encendidas. Entonces pudimos ver el cartel.

Constaba de una tabla de madera irregular con unas letras escritas en pintura roja que parecían haber sido trazadas por la mano de un niño. Acaso de un viejo trémulo.

O de un zombi de amarillenta bata...

Decía:

SE VENDE.

—Dios mío —susurró mi amigo—. La vende, Robert. Por primera vez en cuarenta y tantos años… esa bestia la vende.

Mi atención, embargada por aquel anuncio, había logrado que por un instante obviara la solemne casa que se ensanchaba frente a mis ojos.

Era de estilo colonial y exteriormente se hallaba construida en su totalidad con madera, ahora corrompida. Aunque la recordaba gris, poco rastro quedaba ya de aquella tonalidad que el tiempo había roído con sus afilados colmillos.

El tejado de pizarra amenazaba con caerse a pedazos en cualquier momento, y justo en los picos que conformaban el techado, sobre lo que parecían ser dos buhardillas, dos ladeadas cruces del mismo forjado que la verja, poseían a su vez muchas papeletas para salir volando cuando el viento decidiera.

El jardín frontal ocupaba prácticamente todo el ancho de la casa, y más bien parecía un pequeño cementerio de diferentes religiones juntas. Clavadas en la tierra, innumerables cruces de todas las formas posibles, encajadas de cualquier manera, la mayoría torcidas o astilladas. Había cruces latinas, griegas, egipcias, ortodoxas e incluso en forma de aspas. Todas eran de madera y podía apreciarse en ellas el reflejo del barniz reciente.

Le importan más que las paredes de su propio hogar.

Las ventanas carecían de cortinas, al menos visibles desde el exterior, y en todos sus cristales una especie de cinta aislante de color negro formaba una suerte de cruz. La guinda a tan funesta mirada.

La casa no poseía garaje adjunto, si bien a un lado de la parcela, una especie de construcción metálica (igualmente oxidada) cobijaba a una vieja furgoneta verde Volkswagen T2 de los años cincuenta.

Quise bajar del coche, pero en ese mismo instante John se interpuso en mis pensamientos e insertó la marcha atrás, dirigiéndose a la parte trasera. Allí, casi al borde de la verja, discurría un pequeño riachuelo que se perdía en el bosque y que debía confluir en alguna parte del Snoqualmie River.

—Es un lugar hermoso y tranquilo para vivir —dije—. Al menos en verano.

—Lo que es seguro es que no es un buen lugar para acampar —sentenció Johnny.

Sin detenerse, continuó a buen ritmo y completó la vuelta completa. Justo cuando pasamos por el lateral a la altura del porche, advertí desde mi lado una especie de sombrero en una de las marcadas ventanas inferiores.

—Está ahí —dije tragando saliva, apenas en un susurro.

Mi compañero frenó en seco e inmediatamente los dos observamos por la ventanilla. Pero ya no estaba.

—Juraría que lo he visto.

—Te creo, socio. Sabe que estamos aquí y que estamos rodeando su casa.

Sin que ninguno de los dos dijéramos nada, reemprendimos la marcha hasta pasados unos cien metros, donde se hallaba el solitario árbol.

Era el mismo roble centenario bajo el que acampamos aquella noche. Johnny dejó el motor y las luces prendidas al tiempo que levantó el freno de mano.

—¿Cuántas veces has venido por aquí? —pregunté.

—Alguna que otra, con el coche patrulla —respondió sin desviar la mirada del árbol—. Aunque si te soy sincero, es la primera vez que me detengo desde… entonces.

No dije nada. Su circunspecta y doliente voz, capaz de helarme hasta el aliento, añadió:

—Tú dirás que son cosas del destino, porque eres así… pero mañana hará justo veinte años.

—¿Veinte años? ¿A qué te refieres?

De inmediato comprendí y mis párpados casi rozaron mi pelo.

—¡Por Dios! ¿Cómo puede acelerarse el tiempo de esa manera, Johnny? ¡Ni que fuera el jodido Coche Fantástico con su Turbo Boost!

—Sabes de sobra que todo ocurre por una razón.

—La razón es que tú me has traído aquí.

—Yo no te he traído aquí. Fuiste tú quien… por desgracia tuvo que volver. Casi en el «veinte aniversario». O a tiempo, según lo mires.

Con aquella verdad todavía braceando en el nostálgico ambiente, Johnny se apeó del coche. Por un momento, a través del parabrisas del tiempo, lo vi cruzar hacia el viejo roble. Pero ya no era el sheriff de Salmo. Ni tampoco el padre de familia en el que se había convertido. Ahora llevaba puesta aquella ceñida chaqueta de Members Only color marrón y el pelo lacado hacia atrás. Después fueron mis sucias KangaROOS con bolsillo, con la llave de mi casa en él, las que tocaron el suelo.

En el árbol pude ver a Eddie tratando de montar con escaso éxito la tienda de campaña con una mano, mientras con la otra sostenía una especie de hoja con las instrucciones. Obviamente, escritas por él.

También estaban Becca y Tricia, extendiendo sus sacos de dormir y compartiendo cuchicheos, en tanto Diane y Andrew debatían acerca del peligro de los osos, y sobre cómo aquel Marlin los ahuyentaría. Estoy convencido de que él se sentía atraído por ella, aunque era muy reservado y apostaría a que nunca se lo confesó a nadie.

Todavía podía percibir sus risas. Estaban apoyados en el tronco al tiempo que Edward, asustado por la conversación que mantenían, pretendía construir ahora una especie de refugio sobre las ramas del roble.

El Refugio Anti-osos, chicos…

Me di cuenta de lo crudo y triste que puede resultar un simple árbol cuando alrededor de él se compartió un momento de infancia. Y entonces, sin el olor a marihuana pero con esa brisa típica de Salmo que te susurra «anda, ve y ponte un jersey», ante la imagen del roble centenario, mi corazón volvió a empequeñecerse. Un poco más.

—Los echo de menos, Johnny —le dije al llegar a su espalda.

—Yo también, socio.

Durante un buen rato no dijimos nada y permanecimos allí de pie, mirándonos sin observarnos. Entonces me acordé de algo:

—Oye… ¿recuerdas que grabamos nuestros nombres?

—Sí. Fue justo antes de marcharme. En la parte de atrás.

Ambos rodeamos al árbol, si bien Johnny, al estar más cerca, fue el primero en verlo.

También el primero en palidecer. Y el primero en retroceder de terror hasta el punto de trastabillarse y caer al suelo.

Acto seguido fui yo quien palideció, pero no retrocedí. Siempre fui menos impresionable, si bien debo reconocer que aquello no me gustó.

Sobre la corteza del árbol no solo quedaban nuestros nombres, tal y como los tallamos con la navaja de Andrew, sino que sobre los de Diane, Rebecca, Edward y el propio Andy, alguien había marcado una cruz latina.

En el de Patricia la cruz no era completa y solo aparecía tachada horizontalmente, mientras que el nombre de Johnny y el mío perduraban intactos el uno al lado del otro.

John Seckman no se levantó. Permaneció en el suelo con los ojos vidriosos y henchidos de rabia, acaso mordiéndose la lengua para no gritarme lo que ya sabía que diría.

Yo me adelanté:

—¿Quién cojo…?

—Me vas a decir que aquí han venido unos críos de Salmo y han tachado los nombres concretos de nuestros amigos, Robert. ¡Que es el puto destino!

Mi única respuesta posible la acababa de hacer trizas mi compañero. No dije nada. Tampoco hubiera sabido qué decir. Ni siquiera ahora encuentro las palabras.

No me quedó más remedio que contemplar la idea de que, quizás, debía existir algún tipo de amalgama entre aquella noche y el destino de cada uno de nosotros. Entre aquella casa repleta de cruces y nuestra vida.

O nuestra muerte.

Me acerqué a mi amigo y le tendí la mano para ayudarle a levantarse. Ambos recorrimos de nuevo con la mirada el vetusto tronco. Después, casi a la vez, la dirigimos hasta la casa, que se mostraba tan siniestra como siempre.

Como entonces, los dos nos marchamos antes del anochecer y dejamos al resto allí, fumando y riendo. Aunque al menos esta vez, no tuvimos que correr el túnel por separado.