OCASO

Miércoles

Nadie recordaba cómo se había producido, aunque desde entonces los habitantes de Salmo se referirían a aquel año como «el año en el que se quemó la iglesia», a lo que siempre otro vecino añadiría «y la gasolinera de Jack».

A la mañana siguiente al extraño suceso, el fuego persistía a pesar de que la lluvia no había dejado de caer. Como si El Todopoderoso ambicionara apagar su propia hoguera. Pese a sus esfuerzos y al de los bomberos, lo único que quedaría de la iglesia serían sus ruinas.

Tras tomarme de nuevo un par de calmantes, acudí a la comisaría. Steve me recibió en un pequeño cuarto con una expresión a medio camino entre la preocupación y una honda tristeza. Portaba una venda enrojecida por la sangre alrededor de la frente, muy posiblemente debido a un corte. Pero el suboficial al mando ya no vestía el uniforme, y apenas podía creer que estuviese hablando con el mismo chico que apenas unas horas antes me había perseguido e incluso me había disparado.

Con una expresión de evidente angustia me informó de que Johnny había desaparecido y de que encontraron su coche frente a la plaza de la iglesia, por lo que temían que hubiera perecido en el incendio. También me contó que, por algún motivo y a la espera del resultado de balística, suponían que el sheriff Seckman había disparado con su pistola reglamentaria a Gary, que permanecía en el hospital recuperándose de sus heridas. Este decía no recordar nada a pesar de que habían encontrado su pistola junto a un charco, por lo que estaba detenido como principal sospechoso a la espera de que el incendio se extinguiera por completo y comenzaran las labores de búsqueda.

Para la policía, el mayor problema era que la iglesia había quedado prácticamente destruida y según los bomberos la temperatura interior podía haber superado los novecientos grados centígrados, lo que irremediablemente habría convertido en cenizas a quien estuviera allí.

Yo sabía que había otras víctimas y, aparte de mi temor acerca de Johnny, mi mayor miedo era que no hubieran muerto del todo. Con insistencia le pregunté al joven agente acerca de ello, y lo único que pudo confirmarme fue el fallecimiento de la familia Wennagan, que incluía al viejo Jack y a su hijo Dean, calcinados en la explosión de la gasolinera.

Pese a que todos ellos habían muerto por mi culpa, y que aquel sentimiento de responsabilidad se iría hundiendo cada vez más en mí a medida que fuera envejeciendo, al menos me quedaba el consuelo de no verme obligado a buscarlos en el depósito de cadáveres para atravesar sus corazones.

Intuía que el Príncipe se había alimentado de ellos, así como del padre Sherman, lo que le habría bastado para recuperar gran parte de su poder y realizar aquel llamamiento colectivo con el que convertirnos voluntariamente los unos a los otros. Sobre Johnny no diría nada, al menos no hasta que estuviera seguro de cuál de las dos opciones había elegido el destino para él.

Steve me dejó acompañarlo para hablar con Elizabeth. Quería dejarle abierta la puerta a la esperanza, decirle que existía una posibilidad de que su marido reapareciera en cualquier momento. Al fin y al cabo, yo la tenía y se lo debía a mi amigo. Eso… y también todo lo demás.

Aquella misma mañana, el joven suboficial y yo fuimos hasta Grotto para hablar con su esposa mientras, más que nunca en toda mi vida, deseé que anocheciera.

 

 

†††

Antes de volver a la Casa de las Cruces, ahora mi casa, me obligué a comer un sándwich. Mis fuerzas se hallaban en la reserva y los antiinflamatorios, si bien mitigaban en parte el dolor físico, comenzaban a hacer estragos en mi estómago vacío.

La imagen de Elizabeth abrazada a su hijo Danny había acabado por quebrarme del todo. Y pasara lo que pasara a partir de entonces, su solo recuerdo futuro sería capaz de nublar todos y cada uno de los días de mi vida.

El sol había vuelto a hacerse dueño del cielo de Salmo y el temporal veraniego se había marchado con aquella autocaravana. Aún nos quedaba una esperanza a todos. Una posibilidad que necesitaba descubrir cuanto antes.

De regreso, le pedí a Steve que me dejara en el pueblo. Una vez se hubo marchado de vuelta a comisaría, caminé hasta la Casa de las Cruces como lo haría un muerto viviente. Pasé junto a La Cueva, que volvió a preguntarme por los chicos. Después crucé el puente de madera y para cuando llegué al túnel, me detuve.

Allí estaban todos ellos, menos Johnny. De espaldas a la oscura Boca del Payaso, y a su invernal garganta de tiempo. La misma que engulle tus días hasta que, sin darte cuenta, apareces al otro lado de tu vida con canas y una vejiga más cobarde.

No obstante, ya no eran los críos que bebieron y fumaron conmigo en el soportal, apenas unas horas antes. Ahora habían recuperado esa forma adulta y horrible con la que murieron.

Andy solo tenía visible una parte de la cabeza y se hallaba pavorosamente aplastada. Diane, dos enormes agujeros donde debían estar sus ojos. Eddie regurgitaba sin cesar tropezones de vómito, que se precipitaban por el carmín de sus labios hasta el suelo. Rebecca tenía la boca ensangrentada y trozos de carne, propios y ajenos, entre sus pajizos dientes, mientras que Patricia estaba igual que cuando la visitamos en el psiquiátrico, cadavérica bajo su bata de rayas verticales de color rosa.

Pensé que quizás, después de todo, el túnel hacia la Casa de las Cruces había representado para todos nosotros ese paso de la adolescencia a la madurez. Y para cuando aquella tarde quisimos volver... ya no éramos los mismos.

Al menos esta vez, tuve la certeza de que por fin habían encontrado la salida. La misma por la que entraron veinte años atrás.

Fue Andy quien, con una mustia inflexión, dijo:

—Ya podemos volver a casa, chicos.

†††

La puerta estaba abierta y la ventana de arriba destacaba ahora como la única en la que ya no había cinta aislante. La misma por la que había logrado escapar el Príncipe.

Todavía quedaban unas cuantas horas para que el sol se ocultara en algún lugar del bosque y Johnny despertara. Puede que todavía estuviera agonizando fruto de la septicemia, o tal vez la muerte del vampiro que lo condenó lo hubiera liberado de ella de inmediato. En ese caso, lo sacaría de allí para que recibiera atención médica y, una vez le contara todo lo sucedido, juntos pensaríamos la coartada ideal para todo. Incluido por qué se vio obligado a disparar a Gary.

Me senté en la mecedora del porche y me fumé el último de mis cigarrillos, mientras que la fatiga logró vencer a mi dolencia a modo de cabezadas. No podía dejar de pensar en cómo había cambiado el mundo. Mi mundo.

Tal vez ambos.

Descubrí que con la muerte de aquella bestia, el odio había desaparecido de mi turbado corazón para dejar vía libre a la tristeza. Recuerdo que, justo antes de abandonarme al sueño, hallé un denominador común entre la vida que dejé al marcharme de Salmo y la vida con la que tropecé después. Y estaba precisamente en aquella sangrienta lavadora.

 

†††

Tenía la impresión de que había sido únicamente un duermevela, aunque cuando desperté ya estaba anocheciendo. Cual escalofriante señal, aguardé un buen rato a que los lobos aparecieran. Al fin y al cabo, ahí abajo podía estar el sustituto de su amo. Pero no lo hicieron.

Después de casi medio siglo, por primera vez, aquella noche no hubo aullidos en la Casa de las Cruces. Ni tampoco gruñidos bajo la veraniega luna de Salmo, que ahora reinaba sobre un manto de estrellas.

Me levanté de la mecedora y el dolor de mis costillas me alertó de que, tarde o temprano, tendría que visitar a un médico. Mi madre solía decir que los calmantes mienten más de lo que curan. Por si acaso, extraje la caja de pastillas de mi bolsillo y volví a engañarme otra vez. Tenía algo que hacer más vital que ir al hospital.

Me detuve en el recibidor donde, tras dos días de intensas emociones, el espejo me devolvió un rostro desconocido. Sin duda no era Robert Carson la persona que aparecía frente a mí, sino aquella que había abandonado a su familia y dejado escapar al vampiro más poderoso sobre la faz de la tierra. Al menos mi aspecto, era el merecido.

Crucé el salón que permanecía silencioso y me fijé en el piano, afligido en su oscuro rincón. Como una amante olvidada a la que las arrugas han marchitado de deseo, al asumir que nadie lo volverá a acariciar cada noche como solo él solía hacer.

Encendí las luces, lo que de forma tenue me permitiría ver algo en el sótano que ya no tenía bombilla. Mientras descendía los peldaños una vomitiva pestilencia me obligó a detenerme. Era el olor a humedad, que ahora parecía haberse entremezclado con el hediondo vapor de la carne licuada.

Un insondable escalofrío surcó mi sangre cuando distinguí en la penumbra el sombrero plastificado de mi amigo, junto a la compuerta de titanio. Quebrantado tanto física como emocionalmente, llegué hasta él y me agaché para recogerlo. Aún estaba mojado. Con ambas manos lo sujeté contra mi ombligo. Entonces, allí de pie frente al búnker, respiré hondo y pronuncié su nombre:

—¿Johnny?

De súbito, como si hubiera estado aguardando a escuchar mi voz en la oscuridad, y con una vitalidad que no concordaba en nada con aquel hombre que apenas unas horas antes tuve que dejar caer al interior, gritó:

—¡Robert! ¡Gracias a Dios! ¡Sácame de aquí! ¡Me estoy desangrando!

—¡Johnny! —grité al tiempo que las lágrimas anublaban mis fatigados ojos y me arrodillaba frente a la compuerta.

—¡Sácame de aquí, socio!

Traté de controlar mi llanto para que no se asustara y le mentí. No quería cometer ningún otro error.

—Escúchame, Johnny, todo ha salido bien. Ya he hablado con tu mujer y tu hijo, y están al corriente de todo lo que ha pasado. La compuerta está bloqueada y mañana por la mañana vendrán a arreglarla. Solo necesito que estés despierto para entonces. Estoy aquí contigo y no te dejaré solo, socio.

—¡No me dejes aquí! ¡Sácame, por favor! ¡Me estoy desangrando!

Con las lágrimas ya desbocadas por mis sucias mejillas, el sombrero entre mis manos y las palabras de mi amigo ululando todavía en mis oídos, subí de nuevo las escaleras. La incertidumbre duraría hasta la mañana siguiente y ni siquiera contemplaba adelantarme a los acontecimientos. Lo único que podía (y debía) hacer era mantenerme distraído hasta entonces, recordando las palabras de Keller acerca de la muerte del Príncipe:

Hay dos posibilidades tras su muerte. Que aquellos a los que él mismo mordió recuperen de golpe la vida y también los años no envejecidos que a Dios deben… o prosigan su condena como hasta ahora, sin salvación alguna salvo la propia muerte.

Cogí una de las últimas latas de cerveza y salí al porche. La noche era fresca y agradable. Después de todo lo que había llovido, el olor a bosque mojado floreció de nuevo mis abriles perdidos. Una encargada de almacén que tuve en Sioux Falls solía repetir que hasta el infierno puede ser el mejor de los lugares si se está con la gente que amamos.

Silenciosas, comenzaron a desfilar en la socavada calle de mi memoria todas y cada una de las personas que marcaron de algún modo mi vida. Vestían sus mejores galas, como si acudieran a una fiesta. Acaso, a mi funeral mental.

No mamá... no existen los buenos recuerdos. Por un motivo u otro, todos acaban por envilecerse.

Allí asistieron mi madre, mi padre, Carol, Cameron, Jana, La Niña del Parabrisas, la Fulana Tejana del Cuchillo, Tricia, Becca, Andy, Diane, Eddie, Tyler, Grace, el bueno de Ben, el Vampiro de la Autocaravana, el Príncipe de la Noche, Keller...

Aunque faltaba alguien, y por mucho que lo busqué entre ellos, no pude encontrarlo. Sabía por qué no había venido, y lo peor de todo... sabía dónde estaba.

Jos aici.