VOLVER

Un viernes de julio.

Ahí seguía en mi habitación, el viejo póster con el platillo volante sobrevolando las enormes y blancas letras I WANT TO BELIEVE, invencible ante la avalancha de tiempo que lo había asolado. A veces sucede con las cosas que menos esperamos o incluso con aquellas que ya no recordamos, que de pronto revolvemos algún cajón y voilà, ahí siguen tal y como las dejamos hace ya… diecisiete años. De todos modos siempre he creído que cualquier cosa que haya sido capaz de aguardar al olvido tanto tiempo, bien podría esperar un poco más.

Como el armario rojo imitación de una cabina de teléfono británica que no me atreví a abrir. Mamá solía decirme que todos tenemos un armario dentro de nosotros que esconde al coco, al monstruo de afilados dientes y amarillentos ojos. Y hasta el más santo de los hombres en toda la faz de la tierra tiene un armario dentro, desde donde de vez en cuando asoma sus garras el diablo. Supongo que era su manera de decirme que los únicos fantasmas que pueblan el mundo son los que todos llevamos en el interior. El modo en que una madre consigue que un hijo no tenga miedo y además se porte bien.

Si todo seguía tal y como quedó desde que me marché de casa fue gracias a ella. Sé que quebré su existencia y en el fondo contribuí a su muerte, como no tardó en reprocharme Caroline. Su voz de niña todavía resuena en mi cabeza como mil campanas repicando en la tormenta.

¿A qué vienes ahora, Robert? ¿A elegir el ataúd? ¿O es que quieres bailar sobre su tumba?

Sucede que muchas veces los hijos herimos a los padres y no le damos importancia porque la palabra «perdón» viene en su cargo, y quizá lo peor de todo es cuando lo dejamos pasar. Dejamos pasar los cumpleaños, las Navidades, los días de Acción de Gracias y todas esas ocasiones inventadas probablemente por gente arrepentida que se quedó sola en el mundo. Y aunque mamá guardó hace tiempo el cuchillo en el cajón de los cubiertos, sé que la puñalada nunca dejó de sangrar hacia adentro. Donde las heridas nunca se cierran.

Jana fue la empuñadura. Una chica con evidentes encantos pero, como no tardé en descubrir, con una sutura donde debía estar su alma. Ella me arrastró hasta Nevada con apenas diecinueve años, y de ahí en adelante, de un lado para otro, sin migas por el camino que me recordaran dónde estaban aquellos que de verdad me querían… hasta ahora, que mamá se ha desangrado por completo.

Mi cuñado Cameron me dijo por teléfono que la muerte se la llevó mientras dormía, como ella siempre deseó. Aunque de todas maneras qué más da, si ya no se puede volver atrás. Ni olvidar sin envejecer. Y tanto Carol como yo precisaremos de ese tiempo para perdonarme.

Ojalá hubiera podido decir que mi madre me faltó en algún momento de mis años locos. Pero lo cierto es que nunca la necesité tanto hasta que escuché a mi cuñado pronunciar la palabra «embolia». Ya era tarde. Quizá lo peor de todo es que sabía que pasaría, porque el Hombre del Chubasquero Naranja había venido a visitarme la noche anterior, y como cada vez que eso sucedía… algo en mi vida acababa bajo tierra.

Con la botella de licor prácticamente vacía sobre mis desnudos muslos, y sus afligidas pero serenas palabras zumbando en todos los resquicios de mi cabeza, me sentí muy alejado. Pero no únicamente en el espacio medido en kilómetros, sino en esa infranqueable distancia que solo puede estimarse a través de los recuerdos.

Nunca olvida uno dónde estaba ni qué hacía cuando recibe malas noticias. En mi caso, justo antes de la fatídica llamada, miraba una porno alquilada mientras quemaba mi garganta a tragos. Ni siquiera colgué. Con mis devaluadas lágrimas desbordándose me quedé observando el desvencijado mando del video junto al teléfono, anhelando en él un mágico botón que me permitiera rebobinar la peli de mi vida.

Como siempre, la salida fácil, Robert.

Pero bien sabía que no lo había. ¡Joder, si ni tan siquiera funcionaba el muy jodido! Aquella noche vomité en el baño todo cuanto mi estómago albergaba, aunque la culpa no cayó al retrete sino que se quedó adentro. Y de momento aquí sigue, alimentándose de mis entrañas, como esas cosas que ya no se pueden cambiar.

Como la lluvia en Seattle. Como las supersticiones. Como la muerte. Como… La Ausencia.

Salmo es un pequeño pueblo del condado de King, en el estado de Washington. Se halla junto al Wenatchee National Forest, en las Cascade Mountains y la única carretera que lo comunica con el resto del mundo es la sinuosa federal US21. Por ella se llega a Leavenworth, la ciudad más cercana situada a menos de treinta kilómetros hacia al este, conocida como «La ciudad bávara». Desde su construcción alrededor de un vagón de servicio, Salmo siempre fue un pueblo muy ligado al Great Northern Railway y a la industria maderera.

1 Conocida en la zona como la Cascade Highway.

Podría decir que es el pueblo de mi infancia pero no el pueblo de mi vida, al menos de momento. Para que eso pueda afirmarse con toda certeza, se dice que uno debe pasar en él al menos tres cuartas partes del total de sus años. Y hasta ahora mi vida se ha repartido entre Las Vegas, Denver, Tulsa, Sioux Falls, Billings… y cualquier lugar de la América Profunda donde hubiese un motel con habitaciones libres.

Cuando el Greyhound se detuvo en la gasolinera del viejo Jack Wennagan, respiré de nuevo aquel aire. El percutor de mi lagrimal se recargó al instante, y aunque a duras penas logré dominar el gatillo, en ese preciso momento me sorprendí repitiendo, esta vez en voz alta, la pregunta que había estado azorando mi corazón durante todo el trayecto. Como si mamá, allá donde estuviera, tomara como rehén mis propias palabras:

¿Por qué has tardado tanto?

Y allí estaba el viejo Jack. Sentado en su oxidada silla con las mismas gafas de culo de vaso de hacía cuarenta años, la misma boina atiborrada de mugre a juego con su mono marrón, y su eterno palillo en los labios que prácticamente se había convertido en una extensión más de su decrépito cuerpo.

Tenía la mirada puesta en mi dirección, aunque con toda certeza ni siquiera sería capaz de reconocerme. Desde que lo conocía, apenas podía ver más allá de un palmo de sus narices.

La brisa de la mañana acarició entonces mi cara. Portaba el dulce aroma de gasolina, bosque y verano típico de la región. Sin embargo, más que a cualquier otra cosa, olía a juventud perdida.

Salmo resultaba un maravilloso lugar para vivir, con sus cuatro estaciones bien diferenciadas, pero sin excesiva variación entre ambos extremos. Durante la época estival, se podía disfrutar del río y sus reservas forestales bajo un atemperado calor, mientras que en invierno el intenso frío se confinaba tan solo al Steven Pass que delimita el condado, donde se podía practicar todo tipo de deportes de esquí.

Nadie más aparte de mí bajó del autobús, que con un sonoro chirrido cerró sus puertas y prosiguió su camino hasta Seattle por la Cascade.

Arrastrando mi malherida maleta crucé el puente de hierro. El carcomido cartel de madera, al que la humedad había desfigurado parte de sus letras, me dio la bienvenida al pueblo.

WELCOME TO SALMO

Ascendiendo por la pequeña carretera de entrada, orlada de abetos Douglas y sicomoros, por fin vislumbré las primeras casas. A diferencia de las ciudades donde todo se mide en segundos, en los pueblos como Salmo suele suceder que la medición del tiempo se toma en años. Y si bien las agujas de un reloj viajan a la misma velocidad, la percepción de su éxodo es muy diferente para sus habitantes.

¿Recuerdas el año en que la inundación se llevó el granero de los Wells?

Oh, sí… fue el mismo en el que el tren dejó de pasar por aquí, ¿verdad?

En Salmo todo parecía ajeno al paso de las estaciones, como si desde que me fuese una burbuja temporal lo hubiese protegido de cualquier cambio. Una suerte de magnetosfera particular que resguardara a aquel lugar de los vientos del tiempo. Y no solo porque todo permaneciera en su sitio, sino sobre todo porque mantenía el mismo aspecto. El cartel de bienvenida, la gasolinera de Jack, el café de Claire, el vivero de Desmond, el ayuntamiento con la oficina del sheriff adjunta, la plaza enfrente con la iglesia y su campanario… Lo único que parecía haber sufrido una metamorfosis era «El Buster», que había pasado de ser una pequeña tienda de ultramarinos a convertirse en un hipermercado con un letrero casi tan alto como la propia atalaya divina.

Quién sabe, a lo mejor ese autobús tenía un Condensador de Flujo en el motor, y entonces puede que mamá no haya muerto y simplemente te esté esperando en casa…

Volví a ella.

Pero si de algo estaba seguro es de que los muertos nunca vuelven una vez que se han marchado. Seguramente porque están mejor allí donde van.

Y hablando de muertos… ¿Y la Casa de las Cruces? ¿Estará todavía en pie? ¿Se la habrá llevado alguna tempestad, dejando al descubierto los cadáveres de los niños sacrificados?

De la «Casa de las Cruces», como es conocida desde que tengo uso de razón, siempre se contó que escondía algo. Algunos decían que niños raptados de otros pueblos, otros que su misterioso dueño profanaba tumbas y trasladaba sus restos a la casa para practicar extraños rituales con ellos, e incluso llegaron a asegurar que este tenía un pacto con el diablo.

Porque las historias de la infancia nunca se olvidan. Permanecen ahí, en algún insondable lugar de la mente, en estado comatoso, y al igual que una simple esencia puede evocarnos tiempos pasados, basta percibir un nombre en labios ajenos para hacerlas regresar.

Durante años mamá tuvo que cargar con mi hermana Caroline y conmigo, puesto que mi padre murió en un accidente en la serrería cuando nosotros éramos unos críos. Y aunque Carol es la pequeña —ocho años menor—, como mujer que es, digamos que maduró antes y mejor.

Ella siempre fue la niña de mis ojos. Incluso cuando ya empezaba a salir con chicos, estos debían pasar antes mi Veredicto De Hermano Mayor. Y sin embargo… bueno, hasta en eso también supo elegir mejor.

Por lo poco que pude advertir, es feliz con Cam, su marido. Un chico del pueblo que no solo se limitó a proseguir el negocio familiar del supermercado Buster, sino que además hizo de él una franquicia para pequeños pueblos del condado donde poder comprar de todo a un precio asequible.

El enorme cartel a la entrada que rezaba: BUSTER: Supermercados para el pueblo, fue lo primero que captó mi atención. Cuando salí de Salmo, «El Buster» era la diminuta tienda donde los críos robaban chocolatinas y en donde no podías comprar tabaco o alcohol porque su padre, Bernard, conocía a los tuyos.

Recuerdo que el viejo Bern —así lo llamaban antes de que un cáncer de hueso se lo llevara con él—, un hombre de la «vieja escuela», entusiasta de las armas y reconocido por su mal carácter, solía repetir que en un negocio como aquel su preciado Winchester valía más que cualquier sistema de seguridad.

Ahora la pequeña tienda era un recinto con un gran aparcamiento enfrente, repleto de coches de otros pueblos vecinos y carros de la compra con soporte para bebés. Y ya no había rifles, sino cámaras y vigilantes ataviados con uniforme.

Puede que gracias a su éxito, Cameron Buster no solo fuera el hombre más adinerado de Salmo, sino también uno de los más prósperos de todo el condado. Él y Carol se conocieron durante el verano hacía ya más de diez años. Al parecer el bueno de Cameron no solo era un «manitas», sino que por fortuna había heredado el carácter materno en lugar del de su padre. Y eso lo convertía en un tipo tan simpático como servicial.

Mi madre acudió al supermercado y comentó con una vecina que tenía una fuga de agua en el fregadero. Cam se ofreció para arreglárselo, supongo que a sabiendas de que Carol estaría allí —pues a pesar de todo continúo sin creer en la bondad absoluta—. Al fin y al cabo ahora sé de la suerte que tuvo mamá al haber tenido un segundo hijo. Hija, en este caso.

Gracias a ella, la soledad siempre pasó de largo por casa.

Algunas de esas cosas me las contaba Carol cuando de vez en cuando me acordaba de llamar desde alguna desolada cabina. De alguna desolada ciudad. En alguna desolada noche.

¿Dónde estás, hermano?

Aquí, cariño, no muy lejos, he conseguido trabajo de vigilante. Me pagan bien y no me puedo quejar. Y mamá, ¿cómo está?

Como siempre, Robert. ¿Cuándo vas a volver?

Bueno, ya sabes que a veces los vientos de la vida soplan en contra y…

Ya. Sabes, he conocido a un chico, es un cielo. Le conoces, es el hijo de Bern Buster. Cameron…

¡Ah, claro! El hijo de ese cascarrabias. Muy bien hermanita, me alegro por ti. Te tengo que dejar que hay una amiga esperándome y no quiero que me deje sin azúcar…

†††

Salí de aquella habitación que pese a todo seguía siendo mi cuarto. La misma que, probablemente, algún día será el dormitorio de otra persona o acaso un despacho, cuando las palabras de mi madre resonaron de nuevo en mi cabeza como si las susurrara abrazada a mi nuca.

Solo el mal perdura eternamente, hijo.

¿Y la culpa, mamá? Porque eso te olvidaste de advertírmelo…

Nos aferramos a las cosas como si fuesen a durar toda la vida. Como si nuestro cerebro no permitiese la idea de que algún día dará igual que hayamos cambiado los muebles, que nos hayamos comprado el último modelo de televisor o gastado una fortuna en ese descapotable tan especial. Pues qué es un cementerio de coches más que un cementerio de sueños muertos. O lo que es peor, olvidados.

Simplemente, mamá se limitó a enseñarme que cuanto antes aceptemos la idea de que nada es para siempre, mejor aceptaremos el porvenir. Pero sobre todo a nosotros mismos.

Me dispuse a bajar las escaleras hacia el salón, si bien antes de poner siquiera un pie en el primer peldaño, no pude evitar desviar la mirada.

No lo hagas.

Observé al fondo su habitación. Tenía la puerta ligeramente entornada, en lo que parecía una furtiva llamada.

No lo hagas. Solo te hará daño.

Si pensáramos con el corazón y sintiéramos con la cabeza las cosas serían bien distintas. Pero quien nos inventó equivocó el lado y no hay Hoja de Reclamaciones al nacer.

Me acerqué a la puerta y así el pomo. Todavía olía al perfume de vainilla de mamá. Era una fragancia barata del Buster que desde siempre había usado, pero era «suya», y eso la hacía especial.

Aquel olor… el aroma que acompañó mi infancia y quién sabe si el día de mi nacimiento. Tan pronto como la esencia penetró en mis fosas nasales se me humedecieron los ojos y mis fuliginosos pulmones se encogieron, oprimiéndome el pecho.

Abrí la puerta contra mi voluntad, pero no entré. Me quedé bajo el umbral. Entonces, cuando observé su cama hecha, acabé de derrumbarme. Probablemente Ann —la mejor amiga de Carol— se habría encargado de ello.

Siempre he creído que no hay un sentimiento mayor de devastación emocional que ver la cama vacía de un ser querido que nunca más volverá a soñar en ella. Más aún si es la cama donde te refugiabas cuando los truenos amenazaban tu mundo de dragones y mazmorras.

Apenas podía respirar. No pude resistirlo más y cerré la puerta de golpe, esta vez sí, respondiendo a mi propia voluntad. Mientras las silentes lágrimas hacían suya mi mejor camisa, me enjugué el rostro con las manos y decidí que lo mejor sería bajar a tomar el aire.

Abajo, una multitud de personas vestidas en su mayor parte con ropa oscura, conversaba sosteniendo una copa. Desde el rellano observé que Cameron fumaba en el porche apoyado contra la baranda de madera.

Se le veía muy abatido y pese a que la última imagen que tenía de él era la de un niño en bicicleta, ya estaba hecho un hombre. Vestía un elegante traje negro, camisa a juego y corbata de tono marrón chocolate. Entretanto, casi la totalidad del pueblo deambulaba por la casa para arropar a mi hermana, que sollozaba sentada en el sillón del salón en el que tantas noches de invierno había pasado mamá aguardando.

Gary Mortimer, el loco del vecino de al lado, también estaba allí. Se le podía reconocer fácilmente ya que, pese a su lejanía con la adolescencia, vestía pantalones de camuflaje y botas militares con una negra camiseta picada.

Desde que lo recuerdo había sido una persona problemática que vivía con su hermano Leonard, postrado en una silla de ruedas. Los dos combatieron en la Guerra de Vietnam y ambos fueron heridos, pero Leo ni siquiera podía comer por sí mismo debido a los trozos de metralla que le dejaron tetrapléjico.

Gary había enloquecido y muchas noches salía borracho a la parte trasera de la casa a disparar a un saco de arena. «El Amarillo», como él lo llamaba.

Mamá nos decía que así se aliviaba, pero yo sabía que aparte de ser un alcohólico estaba loco. Y que algún día le volaría los sesos a alguien.

En cuanto me vio en el rellano se dirigió a mí, y me abrazó con la cara desencajada. Entonces descubrí que seguía dándome miedo.

—Te acompaño en el sentimiento —dijo con su habitual voz alquitranada de todo lo fumado entre fuego de artillería.

—Gracias, Gary.

—Sabes, en Saigón sentí lo que tú sientes ahora, hijo. Lo sentía cada día...

Cuando pensé que ya había acabado continuó:

—Tenía un coronel que llevaba una libreta siempre encima. En ella había apuntado los nombres de las personas que conocía. Pero según iban muriendo las iba tachando el muy cabrón. Cada noche contaba. Contaba los Tachados, así los llamaba él. Y los que todavía no lo estaban. Los Vivos. Y siempre repetía que cuando los jodidos Tachados le ganaran el puto partido a los Vivos, se retiraría a su granja de Connecticut a recoger cerezas. La muerte camina a nuestro lado, hijo.

—Gracias, Gary —dije de nuevo.

El Zumbado —como lo bautizamos en casa— volvió junto al grupo de gente que rehuía su compañía sin disimulo.

Supongo que esa historia ya se la habría contado a Caroline, aunque esperaba que no lo hubiera hecho. Ella siempre fue demasiado impresionable. Al menos la Carol que dejé atrás.

Salí al soportal junto a Cameron, a quien a pesar de conocer poco, albergaba la certeza de que era un buen tipo. Solo por el mero hecho de haber ayudado a mamá en su día ya merecía mis respetos, pero si a eso añadía que tanto ella como mi hermana le adoraban, ya no cabía duda posible.

Es un buen tipo.

Desde el porche giré la mirada hacia la casa de los Mortimer y vi a Leo en el jardín. Estaba muy desmejorado y repleto de babas, postrado en su vieja silla recubierta con las mismas pegatinas de siempre, tan descoloridas como su tez. Y la bandera americana —o lo que quedaba de ella, sin unos cuantos estados—, sobre ambas ruedas opacas. Una de ellas decía:

U wanna kiss my ass?2

2 ¿Quieres besarme el culo?

Trató de hacerme un gesto agitando la cabeza. Supongo que fue un saludo, aunque más bien resultó una horrible mueca repleta de espumosa saliva salpicando en derredor.

¡Hola, Leo! —exclamé con una desértica sonrisa, pues no había sentimiento alguno de júbilo en ella.

Cam me ofreció uno de sus Camel y lo prendió.

—Gracias —musité una vez hube expulsado el humo—. Joder, el propio país que lo envió a una guerra, que lo sentó en esa silla con una pensión de mierda y una carta de «gracias por los servicios prestados»... y su hermano tiene los santos huevos de pegarle unas banderitas en las ruedas. Hay que joderse.

—Sí, bueno… supongo que es lo único que le queda. Una manera de seguir aferrado.

—No es justo —murmuré con la mirada perdida en la calle. Mi viejo lugar de recreo.

—A fin de cuentas, ¿qué es justo?

—No sé. La democracia, tal vez —respondí sin pensar demasiado.

—No creo que vivamos en un sistema justo, Robert. Democrático sí, pero justo… No olvides que tu voto vale lo mismo que el de ese loco —dijo al tiempo que gesticulaba con la cabeza hacia el interior—. Al fin y al cabo todo es una lotería.

Cameron tenía razón. Asentí, encogiéndome de hombros mientras la mayor parte del humo se despedía de mis pulmones para fundirse con la veraniega brisa de Salmo.

—Al menos —continuó esforzándose por esbozar una sonrisa—, la patria nos aporta una falsa sensación de orgullo cuando deciden por nosotros arrasar un país al otro lado del mundo. A mucha gente esas atrocidades la reconforta.

Percibí su intento por animarme y agradecía aquel gesto, como muchos otros que había tenido con mi familia. A pesar de que ya lo conocía, él apenas tenía once años el día que me marché y, a diferencia de mí, pertenecía a otra generación. La de los noventa.

—Cuánto tiempo, ¿eh, Cam? Cuando me fui de aquí eras un mocoso de diez u once años.

—Ahora soy un mocoso de veintiocho.

—¿Qué tal os va?

—Bien. Tu hermana y yo nos queremos. Ella lo está llevando mal, sabes…

—Lo sé.

Me acomodé en el almohadillado balancín, donde mamá se sentaba junto a las amigas para cotillear con el pretexto de tomar café.

Qué sería de nuestras vidas sin esos pecados veniales.

—… y le llevará tiempo —concluyó.

—De todos modos pienso quedarme en Salmo. Es mi única hermana... Joder, ella es lo único que me queda.

Cameron me miró con cierta condescendencia y probablemente con escasa convicción.

—Acabará perdonándote. Te ha echado mucho de menos todo este tiempo.

—Me dijo que ahora eras todo un hombre de éxito —dije tratando de soslayar el tema.

—Sigo siendo el mismo, Robert.

Yo sonreí.

—Mi hermana ha tenido mucha suerte, y me alegro de que seas tú.

Cam asintió, complacido.

—Tengo entendido que os habéis construido una gran casa en la entrada del pueblo. Debe de ser una suerte eso de vivir sin vecinos —dije ladeando el humo en dirección a la vivienda del Zumbado.

—Sí. Yo pretendía mudarme a Seattle y establecer allí mis oficinas, en lugar de hacerlo en Leaven.

—Pero ella no quería dejar a mamá.

Cameron agachó la cabeza con una triste sonrisa bosquejada en el rostro.

—Estaba muy unida a ella. Y creo que fue la mejor decisión —añadió.

Durante un instante ambos permanecimos sin decir nada, pero necesitaba hablar con alguien. En aquel momento lo precisaba tanto como el respirar.

—¿Y ahora qué? ¿Seguiréis en Salmo?

—Claro. Este es nuestro hogar, estamos tranquilos y nos gustaría que aquí creciera nuestro hijo.

—Vuestro… —balbucí completamente sorprendido al tiempo que absorbí el humo tanto como pude.

En un primer momento Cameron me observó extrañado, si bien no tardó en escudriñar el cielo moviendo la cabeza de un lado para otro, reteniendo aquella tenue sonrisa.

—Debí sospechar que no te lo diría... Carol está embarazada.

Supongo que mi sorpresa se evidenció en mi rostro, pues no podía creer que mi hermana no me lo hubiera comentado. De hecho apenas me había dirigido la palabra desde que llegué y durante una importante parte de su vida yo tan solo fui el hueco vacío en la silla del comedor.

Su ausencia.

—¡Vaya! No sé… no sé qué decir… Enhorabuena, Cameron.

—Gracias.

—Debe de estar de pocos meses.

—Poco más de dos.

—Es… es genial, de verdad. Me alegro mucho por vosotros.

—Lo cierto es que estamos muy ilusionados. Hacía tiempo que lo buscábamos y como podrás imaginar le hubiera gustado tenerlo antes...

—Sí. Habría sido una abuela estupenda, como también fue una gran madre.

Y tú un mal hijo.

—Bueno, ¿y qué tal te ha ido a ti? —preguntó Cameron dando un rodeo sobre la herida para evitar pisarla.

Sin levantarme, arrojé el cigarrillo al entablillado suelo de madera y lo pisoteé con rabia, arrepintiéndome en cuanto percibí el cenicero sobre la mesa.

—Bien, supongo —mentí—. Siempre hay cosas de las que arrepentirse y eso suele suceder cuando, o bien has vivido muy deprisa, o bien eres un completo idiota. En mi caso creo que ambas conclusiones serían acertadas.

Cameron se incorporó sacudiéndose un poco de ceniza caída sobre su impoluto traje.

—Lo que pasó… pasó —dijo al tiempo que apagaba la colilla en el cenizal y posaba su mano sobre mi hombro—. Ya sabes lo que dicen, el cuello se puede quebrar de tanto mirar atrás. O peor aún, acostumbrar.

—Lo sé —dije superponiendo mi mano sobre la suya.

—Voy adentro con Carol.

—Vale.

Justo antes de que atravesara el umbral de la puerta, dije:

—Gracias, Cam. Gracias por ocuparte de todo. Por el entierro, por este catering, por tu ayuda... pero sobre todo por haber estado ahí.

Cameron Buster no dijo nada antes de volver adentro. Las buenas personas como él no necesitan decir nada para que sepamos que lo hizo por amor.

La tarde comenzaba a ganar terreno a la mañana. Volví a mirar a mi derecha y vi cómo Leo peleaba por quitarse de encima un pájaro. Sentí aún mayor desconsuelo, pero cada cual tiene su propia lucha. Pronto el loco de su hermano llegaría a casa y quién sabe lo que ocurriría entonces. Recuerdo que mi padre solía decir que los demonios despiertan con la noche y que son los mismos ángeles que podemos encontrar durante el día comprando el pan, lavando el coche o ayudando a los ancianos a cruzar la calle.

Él tampoco habría estado orgulloso de mí. Y tal vez no me hubiera permitido marcharme como lo hice, con la cartera vacía y una mochila llena de sueños. Aunque acabara perdiendo ambas cosas.

No obstante, el Gran Joe Carson tuvo un accidente cuando yo apenas llegaba a la primera década de mi vida.

¿Por qué has tardado tanto, chico?

†††

La mayoría de vecinos ya se habían marchado a sus casas y para cuando acabara el fin de semana, el lunes vendría de igual modo. Así, sin más. Como si mamá no hubiera existido. Y eso es algo que desde siempre me ha aterrado. Que la vida prosiga su vano curso. Que la gente siga riendo, bebiendo o bailando ajenos a mi desgracia. Pues al fin y al cabo, deseo creer que cuando morimos nuestro corazón no se detiene del todo. Deseo creer que permanece vivo. Deseo creer que cuando alguien nos evoca se producen en él imperceptibles impulsos eléctricos, tan débiles que resultan indetectables para los médicos, haciéndolo latir allá donde esté. ¡Joder! Uno nunca puede morir del todo mientras haya otro que aún lo vea vivir en sus recuerdos.

En el pequeño salón ahora quedaban Carol y Cameron, Ann Shepard, la mejor amiga de la infancia de mi hermana junto a su marido Billy Tur-Tur-Nerd (como era conocido en el pueblo debido a su tartamudez y a su aspecto de sabiondo repeinado), Richard Collins, el único amigo varón —y homosexual— de mamá y, cómo no, Adelle Chesterton y Betty LaFleur, íntimas amigas con las que mi madre echaba cada martes en el club su partida de cartas y los jueves un café en el porche de casa. Tan ácidas que podrían llegar al centro de la tierra solo con escupir palabras.

Ya había anochecido afuera cuando unos pasos crujieron el entablillado del soportal. No cabía duda, era el sonido de unas botas. Yo me encontraba en la cocina, con una Coors medio vacía y un cenicero medio lleno. Desde allí podía ver a mi hermana y a Ann abrazadas, compartiendo llanto, y al bueno de Dick de pie, junto a Adelle y Betty, observándolas con los ojos enrojecidos mientras Cameron y su amigo Bill debatían sobre el futuro de los Seahawks.

Dos golpes secos sonaron en la puerta. De inmediato me levanté. Por el escueto cristal junto a la misma pude distinguir la alta e inconfundible figura del que fuera mi mejor amigo de la infancia, John Seckman.

Pero no fue hasta que abrí, que supe a quién tenía realmente delante.

—Hola, Robert —dijo quitándose el sombrero y apretándolo contra su pecho. Su voz, quebrada, desprendía el mismo tono grave que le había caracterizado desde que era un crío, haciéndolo parecer siempre más mayor.

—Buenas noches… sheriff.

No podía creer que aquel chico que tanto aborreciera la autoridad y a todo aquello que dictara órdenes en los ochenta, fuese ahora el encargado de hacerlas cumplir.

—Me alegro de verte, aunque no en estas circunstancias —dijo afligido—. Te acompaño en el sentimiento.

—Gracias, Johnny. Te estaba esperando.

—Ella era una madre para mí, y si no he estado presente hoy en el funeral es porque… —dijo incapaz de terminar, con la mirada lacrimosa.

—Prefieres que tu último recuerdo sea otro, lo sé —zanjé justo antes de fundirnos en un abrazo—. Pasa, por favor. Sabes que esta casa es tan tuya como mía.

Y era cierto. Johnny pasaba más tiempo en mi casa que en la suya propia, y en cuanto acababa el colegio venía a jugar conmigo al jardín trasero. Muchas veces espiábamos a los Mortimer y mamá nos reñía. También acechábamos a las chicas en el vestuario, con la inestimable colaboración de Eddie, y así, poco a poco, se fue desvelando el enigmático mundo adolescente ante nosotros.

Tiempo antes de marcharme nos peleamos. Él decía que aquella camarera buscavidas del Tatanka me traería problemas y acabaría por arruinarme la vida. Yo le decía que ella me quería, que era fuego real. Sin embargo, el tiempo me enseñó que quien de verdad la amaba era yo, que el sheriff Seckman tenía razón y que, a veces, las balas de fogueo son las que dejan heridas más jodidas.

El Tatanka era un bar de mala muerte del pueblo, pero al menos era «Nuestro Bar». Un cuchitril donde le brindaban la oportunidad a grupos de música de la zona que empezaban, con la fútil pretensión de descubrir algún día a los nuevos Rolling. Un lugar donde, por otra parte, siempre sospeché que las cucarachas tenían descuento.

Johnny pasó al salón y abrazó a Carol, mientras yo aguardaba en la cocina. Saludó al resto de los presentes y pude comprobar cómo todas las miradas hacia él eran de admiración. Pero lejos de cualquier sentimiento de envidia, yo también me sentí orgulloso. Mi antiguo mejor amigo, al que renuncié por una yonqui adicta al sexo, había vuelto. Aunque en realidad quien lo había hecho era yo.

Tras unas palabras de pésame a mi hermana, John vino conmigo a la cocina. Acabé de un trago con la otra mitad de la cerveza y me propuse acabar de rellenar el cenicero. En cuanto le vi entrar, fui el primero en hablar:

—No me dirás que ha vuelto la Ley Seca...

Este dejó el sombrero sobre la mesa y sonrió levemente al tiempo que tomaba asiento frente a mí.

—Solo cuando estoy de servicio… y mi turno ya ha acabado.

Le saqué una cerveza de la nevera que Cameron se había encargado de colmar y le ofrecí uno de mis cigarrillos.

—Y bien, ¿cómo un hombre que aborrecía cualquier tipo de uniforme lleva ahora uno gris oscuro con sombrero incluido?

—Dicen que del amor al odio hay una frontera sin garita.

—No decías eso hace quince años —repliqué—, si lo hubieras hecho, tal vez… —Pero callé. Él sonrió y evitó el tema con sutileza.

—Me alisté en la academia. Después de abandonar el instituto era la única salida, ¿sabes? O eso o el ejército, y luego… bueno, acabé de adjunto del sheriff Nolan y tras infinidad de cafés y exámenes, fui propuesto por mi superior y electo como el sheriff más joven e inexperto que haya habido jamás en todo el condado —dijo con su media sonrisa tan particular.

—Todavía no puedo creerlo. Mi hermana me comentó algo pero creí que estaba de broma y ni siquiera la tomé en serio. De vez en cuando preguntaba por ti, ¿sabes?

—De vez en cuando… ya es mucho —dijo él, sonriendo de nuevo—. ¿Te quedarás en Salmo?

—Sí. Intentaré recuperar el tiempo perdido.

Inmediatamente volví a dirigir mi abatida mirada hacia el salón, donde mi hermana prorrumpía en sollozos. Añadí:

—Aunque supongo que hay cosas que cuando se vuelven a encontrar, ya nunca estarán completas.

 

†††

John Seckman y Robert Carson, dos viejos amigos ochenteros, permanecíamos de pie junto al Chevy Tahoe con la palabra SHERIFF pintada sobre sendos laterales y una azulada sirena de lado a lado en el techo.

Carol y Cam ya se habían marchado, cerrando con llave la casa. Sabía que mi hermana no me ofrecería un lugar donde dormir y si alguien podía llegar a comprender aquello, era precisamente yo.

Johnny hizo un amago al percatarse de la situación, pero para evitarle cualquier compromiso —sobre todo ahora que sabía que había formado una familia—, me apresuré a tranquilizarle explicándole que tenía alquilada una habitación en el Hickson Inn, el motel a la salida de Salmo donde me había instalado.

Él insistió en llevarme y finalmente acepté, pues la palabra «taxi» no era aceptada por la Real Academia de la Lengua de Salmo. Y pese a que la temperatura de la noche era agradable, prefería ahorrarme la caminata que ya había tenido que recorrer dos veces durante aquel día. Si bien, en realidad, lo que no me apetecía era estar solo.

—Ya sabes lo que dicen de la Cascade… A veces pasan cosas —dijo él.

—Sí, sobre todo si eres un chico atractivo como yo —añadí.

Ambos sonreímos.

—¿Sabes? Pasado el Hickson, dirección Leaven, hace algún tiempo abrieron una especie de bar para camioneros y la gente de alrededores. Supongo que lo verías de camino.

—No presté atención... Por cierto, ¿qué fue del Tatanka?

—Lo cerraron.

—¿Así? ¿Sin más?

—Me cogió en el ejército, pero creo que tuvieron un problema de licencias.

—Qué pena. En fin, supongo que cualquier lugar es bueno para emborracharse. Al menos será la primera vez que lo haga junto a la máxima autoridad.

†††

Aunque ya no estaba de servicio, Johnny mantenía la frecuencia interna de radio conectada. Esta no cesaba de emitir unas molestas interferencias que finalmente acabaron por exasperarle.

—A la mierda —dijo apretando un botón—, que avisen a Steve, que para eso está de ruta.

Acto seguido conectó el vetusto radiocasete y a través de las ondas una voz anunció Don´t change de INXS a medida que el sintetizador parecía envolver la noche.

—¡No me jodas! —exclamé.

—¿Qué pasa?

Al principio no pude siquiera articular palabra, pero tras unos instantes de emoción que erizaron el vello de mi piel, por fin dije:

—No te lo... no te lo vas a creer, pero cuando Jana y yo dejamos el pueblo, en el bus sonó esta misma canción nada más salir. Son de esas cosas que… ¡Joder, qué recuerdos!

—Tal vez fue un mensaje del Dios de la Música.

Yo sonreí. Pero era tan cierto como mi sorpresa.

—La fuerza del destino, Johnny. A veces ocurre. Como la historia del tipo ese de Tacoma.

—¿Qué historia?

—¿No te la contaron?

—No, que yo recuerde.

—No puedo creer que no la conozcas.

—En serio, no la conozco.

—Resulta que un tipo de Tacoma conoció a una chica en el bar de un hotel en Barbados.

—Espera... ¿Barbados?

—Sí. O de Oahu, eso es lo de menos. El caso es que él apenas tenía veinte años y la empresa le había pagado el viaje como premio por objetivos o algo parecido. Ella era australiana y un poco más mayor, creo. Se conocieron, tuvieron una historia y se despidieron. Así, sin más. Sin direcciones. Simplemente un último polvo como recuerdo. Pasaron veinte años, se dice pronto… cuando una noche cualquiera, en el mismo bar, del mismo hotel de Barbados donde se conocieron, volvieron a encontrarse.

—Y tú crees que fue una casualidad.

—Yo no lo llamo así. Dicen que la mujer ya era una madre que estaba con su marido y sus hijos de vacaciones, celebrando sus bodas de plata en la isla. Entonces, al entrar al bar, ella se queda petrificada. Él apenas ha cambiado y para cuando puede recobrar la voz, lo único que acierta a preguntarle es qué diablos está haciendo allí.

—¿Y...?

—Y el tipo sin inmutarse va y le dice: «Esperarte desde hace veinte años, cariño».

¡Vaya! —exclamó John con la sonrisa aún en su rostro—. ¿Quieres decir que todo está escrito?

—Simplemente que lo que llamamos «casualidades» no es más que un retorcido guion del destino. Estoy convencido de ello. Incluso muchas veces pasamos de largo porque simplemente no está en nuestro camino.

—Pero nosotros podemos elegir, cambiar de camino en el cruce.

—En realidad es el mismo camino, solo que nunca va en línea recta.

La metálica voz de Hutchence impregnó la atmósfera. Bajé la ventanilla del todoterreno y el aire de la noche golpeó mi cara. Era suave y húmedo, justo como lo recordaba. Esas cosas nunca cambian. Las noches de verano cuando siendo niños, John y yo bajábamos al río con las chicas. Unas cuantas cervezas, un poco de hierba, el Chupapilas (como llamábamos al radiocasete de Becca)… Jóvenes en busca del hombre que pretendían ser. Sin duda otro muy diferente del que acabaron hallando.

—Siempre tengo esta emisora sintonizada, ¿sabes? Solo pinchan música de los ochenta. Joder, ¡como si hubiera otra!

Con la ventanilla entreabierta, me recosté en el reposacabezas mientras vientos pasados con olor a espesura y carretera me hacían reflexionar acerca de todo cuanto dejé atrás.

—Sueles acordarte, ¿verdad? —pregunté yo sin dejar de observar cómo los faros del Chevy descubrían a su paso la desgastada línea amarilla sobre el asfalto.

Él tampoco me miró. Probablemente tragó saliva, porque no respondió. Sabía a lo que me refería. Y parecía que, pese a su actual estatus de mando y cierta prosperidad, tampoco deseaba haber abandonado aquella época. De hecho, algo me decía que esa emisora que escuchaba mantenía viva la llama que el presente aspiraba a enterrar. Aunque ya solo fuera la de un mechero al estrellado cielo de un concierto.

Seguí hablando, tal vez para que me dijera algo que pudiera consolarme. Pero bien sabía que nadie podría.

—Becca, Andy, Diane, los chicos… no sé… ¿Los has vuelto a ver?

—Patricia acabó en un centro de internamiento psiquiátrico en Bellingham —respondió con tono apagado—. Creo que no ha terminado demasiado bien. Y a Rebecca… le perdí la pista poco después de que tú te marcharas.

—Ella también te abandonó, ¿eh?

John no mostró su media sonrisa característica, como esperaba que hiciera. En su rostro, a pesar de la penumbra, pude percibir cierta melancolía.

—Sí. Aquel fue un año muy movido.

—Tenía una delantera impresionante —dije.

—La mejor del condado —añadió él, forzando el gesto.

—Ahora que lo pienso, he recorrido muchas ciudades a lo largo de estos años y no he conocido a ninguna que tuviera sus melones.

Johnny rio esta vez y yo lo secundé. Rebecca, Becca, fue su primera «novia oficial». Era una chica realmente hermosa y todos los críos del pueblo suspiraban por ella. No obstante, fue el bueno de John Seckman quien se la llevó al huerto. Tal vez porque fue el único, aparte de mí, que no le tiró los tejos. Y aunque todos sabíamos que le duraría poco, como siempre decía él:

—Que te quiten lo bailado, compañero —susurré.

Pese a la sonrisa residual tras su carcajada, su rostro continuaba teñido de nostalgia.

Y de algo más.

—Sí, que lo intenten… Se fue del pueblo. Creo que a Portland.

El coche avanzaba por la Cascade dirección Leaven cuando por fin, entre las altas copas, divisé un gigantesco cartel luminoso que anunciaba: TAPS BAR.

Era una gigantesca cabaña de madera parcialmente incrustada en la falda de la frondosa montaña. Su aparcamiento estaba atestado de coches, motos y algún que otro camión. Había para todos, y más que el parking de un bar parecía el de un Sears.

Acabas de enterrar a tu madre y tu única hermana te ha dejado dormir en un motel. Sí, necesitas ese trago, chico. Pero no olvides que por mucho que te escondas en la noche, el sol siempre te acaba encontrando en pelotas al amanecer.

—¿No te importa entrar con uniforme?

—No he tenido tiempo de cambiarme. Además, a los hombres les impone respeto y a las mujeres... ternura —dijo Johnny guiñando un ojo.

†††

Como era de esperar, el interior del bar estaba lleno de gente y sobre todo de una densa niebla fruto del humo. Tenía una enorme barra en la parte derecha y montones de mesas repartidas a lo largo del local, junto a tres mesas de billar y un par de máquinas de dardos, mientras en lo alto varias pantallas de televisión retransmitían todo tipo de deportes.

Nos acomodamos en una de las mesas con bancos acolchados, al calor de un par de pintas bien frías que una guapa camarera, con el pelo teñido y que no debía llegar aún a los veinte, nos sirvió.

—Tú no eres de por aquí, ¿verdad? —me preguntó con una vibrante voz de pito, muy adecuada para aquel trabajo.

En cierto modo, aquella pregunta me hizo reflexionar. Me disponía a contestar cuando John se me adelantó:

—Como se nota que tú no viviste los ochenta, jovencita.

La chica se marchó con el cejo fruncido, sin saber muy bien qué había querido decir. Aunque tampoco parecía poder entenderlo de todos modos.

—Bien, sheriff. Ahora pensará que somos unos carcas —dije levantando mi vaso en forma de jarra.

—Brindo por ello —dijo él haciendo lo propio.

Permanecimos en silencio con las fracturadas muecas todavía en nuestro rostro. El olor a tabaco del ambiente me recordó lo mucho que necesitaba un cigarrillo. Le ofrecí uno a mi viejo amigo, que aceptó a regañadientes.

—¿Sabes? Es cierto que pensé muchas veces en ti —dije, recostándome contra el banco—. A veces, debajo de algún coche, con las manos llenas de grasa, o incluso de alguna puta, me preguntaba qué cojones estaría haciendo el bueno de Johnny.

—No sé si eso último me reconforta... Pero supongo que poca cosa. Papeleo y llevar el café de aquí para allá.

—Pero ahora eres «El Jefe». El Chico de la Estrella en el Pecho.

—Bueno, esa estrella que mencionas da más problemas de los que solventa.

—He visto cómo todos te miraban cuando hemos entrado. Te respetan y te necesitan. Eso es un buen premio.

—Suelo venir a menudo, es por eso.

—¿Y bien? Todavía no me has contado quién es la afortunada señora Seckman.

John sonrió al tiempo que bromeó:

—Camarera, otra jarra. O mejor, que sea un barril entero.

—En serio, ¿eres feliz? —pregunté, deseando que su respuesta fuera cualquier cosa menos el silencio.

—Supongo que sí.

—¿Supones?

—No sé, feliz… Depende de con quién me compares. Con Hugh Hefner o con un condenado a muerte. Todo depende.

—Creo que estás evitando la pregunta y deberías recordar que conmigo eso no te vale.

John volvió a sonreír a medias, esta vez agachando la cabeza y dándose por vencido.

—Lo dejaré en un «no me puedo quejar». Se llama Elizabeth. Es de Spokane. La conocí durante un viaje que hicimos en la academia a una conferencia sobre seguridad forestal en el estado.

—Vaya, me he perdido mucho.

—No te has perdido nada, socio. La rueda del molino siguió girando al mismo ritmo. Y seguirá haciéndolo cuando ya no estemos aquí.

—Elegí el camino equivocado. Supongo que lo más fácil hubiera sido seguir el que me marcaron cuando nací. No sé… tal vez buscar un empleo en la serrería como mi padre. O incluso en Leaven. Salir con una chica decente de por aquí, que en lugar de esnifar harina hiciera con ella algún pastel. De cereza a poder ser. Tener hijos y esas cosas que hace la gente de bien.

—Es el destino. Tú mismo lo dijiste, no debes culparte. Has seguido tu propio camino, solo que cuando viste que en realidad no llevaba a ningún lado, diste la vuelta.

—Sí. Pero tardé en volver.

—Y qué más da. Lo has hecho al fin y al cabo. Todo lo demás es relativo. Las circunstancias a tu alrededor son las que te hacen creer que has tardado, pero el hecho es lo realmente importante. Lo pasado, pasado está.

—Una máquina para viajar en el tiempo. Eso es todo cuanto necesito, joder.

—Si la tuviéramos, ¿acaso crees que estaríamos aquí tomándonos una cerveza?

Ambos reímos.

—Supongo que al final es en este bar donde acabaríamos —dije.

—Brindo por ello, Robert. Y porque vuelvan a fabricar un DeLorean que nos lleve de vuelta a la bendita ingenuidad —dijo levantando su vaso, al tiempo que esta vez los topamos en el aire.

—Bueno, estoy esperando que me hables del verdadero hombre de la casa, que ya te hace la competencia con su estrella de sheriff en el pecho. Pero que a diferencia de ti no lleva camisa, porque es de los de verdad.

El rostro de Johnny se iluminó, esta vez con una completa sonrisa.

—Es así. En solo cuatro añitos el peque ya es la alegría de mi vida.

—Enhorabuena, socio. Aunque venga con tanto retraso.

—Gracias. Lo cierto es que cuando Liz se quedó embarazada… Bueno, digamos que las cosas no marchaban demasiado bien entre nosotros en ese momento. Y luego nació Danny. Durante este tiempo me he ido convenciendo de que fue el regalo que Dios nos hizo para que nuestra felicidad en pareja no naufragara. El faro de nuestro viaje. Así que, cuando hay tormenta, los dos acabamos en el mismo sitio gracias a esa luz.

—Me alegra oír eso.

Johnny agachó la cabeza. Tenía la mirada triste e intuí que su amor por Elizabeth hacía tiempo que había sido reemplazado por el del pequeño Danny. No quise comprometerlo, pues la situación requería conversar de otros temas. Yo acababa de enterrar a mi madre y, pese a que siempre había sido fuerte mentalmente, el cuerpo me exigía distracción y, por supuesto, otra cerveza más.

—Por cierto, antes de que me olvide —dijo John sacando algo de su cartera—, toma mi tarjeta, ahí viene mi número privado.

—Gracias —dije echándole un vistazo y guardándola en el pantalón—. No sabía que la autoridad tuviera tarjetas más allá del 911.

—Es personal.

Hubo una pequeña pausa en la que todo parecía algo frío, y tal vez porque no deseaba que nuestro primer reencuentro, pese a mi coyuntura, fuera un momento amargo, intenté animarnos a ambos.

—Bueno, y ahora que eres el sheriff… ¿habéis conseguido rescatar los cuerpos de la Casa de las Cruces? —pregunté.

John alzó de inmediato la cabeza. Tenía la misma mueca de angustia que pude intuir en el coche. Aunque para ser más exactos, su expresión había tomado la forma del adolescente atormentado que conocí.

Hay ciertos temas que por mucha estrella que te escude, por muchos huesos que hayas roto y mucha guerra que hayas combatido, solo por el mero hecho de devolverte los terrores de la niñez, son capaces de partirte por la mitad. Porque quien vuelve al lugar de los hechos no es el hombre curtido que la vida ha convertido, sino aquel niño que habita dentro de él y todavía duerme con la luz encendida sin apartar los ojos del armario rojo. Por si acaso.

—Joder, Johnny, parece que hayas visto a un muerto.

—Ya sabes que ese tema…

—Vamos, hombre, aquello eran habladurías. Seguramente la casa la habrán vendido.

—No.

—¿Cómo que no?

—Lo que oyes.

—Me estás diciendo que…

—En el registro solo consta un propietario —cortó secamente.

—Un momento… ¿En el registro? ¿Acaso lo has…?

—Sí —volvió a anticiparse.

—¿Keller? —pegunté sorprendido y levantando la voz sin pretenderlo.

El nombre permaneció en el aire, entremezclado con aquella humareda, mientras que parecía envolvernos en un manto de eco. Poco a poco, se fue evaporando del ambiente, pero no de mi oído.

Keller… Keller… Keller…

Johnny no contestó y se limitó a asentir levemente con la cabeza.

—¿Desde hace ya más de treinta años? —volví a preguntar sin salir de mi asombro.

—Cuarenta. Así es.

—Y me estás diciendo que ese viejo chiflado todavía no… ¡Me estás diciendo que no ha salido de esa casa!

—Nunca. Al menos nadie recuerda haberlo visto fuera de su parcela.

—A lo mejor está muerto ahí dentro... —dije intentando de nuevo arrancarle una sonrisa.

—No, Robert. Solemos hacer rondas por allí. Ya sabes, a veces algunos gamberros bajan a fumar hierba o a beber.

—No me digas…

— Alguna vez hemos visto a ese viejo sentado en el porche.

—Y estoy seguro de que no habéis sido capaces siquiera de hablar con él, ni para darle los buenos días.

—En cuanto nos ve se mete de nuevo en la casa.

—¿Siguen los aullidos por allí? —pregunté.

—Y los lobos. Todo sigue igual.

John hizo una pausa e inspeccionó nervioso de un lado para otro, como si tuviera miedo de que alguien nos vigilara, antes de añadir:

—Esa maldita casa tiene algo. Algo que de algún modo los atrae.

—¿Desde entonces?

—Sé que ha pasado mucho tiempo, que hemos crecido y esas cosas, pero…

—Ahí no hay nadie, socio. Solo un viejo que le da de comer a esos animales. Que en el fondo siempre fueron y siguen siendo su única compañía.

—Si tú lo dices…

—Joder, apuesto a que esa casa se cae a pedazos.

—Igual de destartalada que cuando te marchaste, ni más ni menos —confirmó echándose hacia atrás.

—¿Sabes? —dije intentando aportar algo del humor que tanto necesitaba—. Creo que la casa es una parte más de Keller y si él no envejece lo más mínimo, ella tampoco lo hace.

Pero Johnny no bromeaba con la Casa de las Cruces. De ninguna de las maneras. Ya desde la niñez siempre fue un tema que trataba de evitar, incluso cuando se hizo adolescente y se negó a quedarse...

—Nunca quisiste saber qué pasó aquella noche que acampamos frente a esa casa —dije sin borrar mi sonrisa—. Supongo que ahora, con esa estrella colgando del pecho, tendrá usted que escuchar mi testimonio, agente.

La expresión de mi amigo se agrió todavía más. Extrajo su paquete de Marlboro Light del bolsillo, me ofreció uno que acepté y con su mechero prendió ambos. Sus manos temblaban ligeramente.

—Sé que tú nunca llegaste a acampar —dijo al tiempo que expulsaba el humo y tosía brevemente.

—Mierda. ¿Có… cómo coño lo supiste? —pregunté con los ojos como platos.

Johnny tomó aire, como hacen algunas personas cuando van a decir algo importante. Tal vez un te quiero. Un adiós. O un…

Fue una embolia.

—Porque entonces no estarías aquí —respondió.

†††

No dije nada. Al menos no hasta que cesaron los escalofríos.

—¿Qué… qué estás diciendo? La cerveza te está empezando a…

—No, Robert. Lo sé. Sé quiénes se quedaron allí abajo aquella noche. Porque ahora todos ellos… no están.

—¿Cómo que no están? —pregunté sin lograr escapar de mi asombro.

—Están. Bajo tierra.

De pronto comencé a transpirar toda la cerveza a una velocidad mayor incluso que la que había empleado en ingerirla. Demasiadas emociones para un solo día. Demasiados reencuentros con el pasado. Demasiados muertos.

—¿Sabes? —continuó él—. Con la experiencia necesaria uno aprende a identificar sonidos. Incluso un único sonido puede parecernos el mismo a los seres humanos y, sin embargo, no tener ninguna relación con lo que creemos percibir. En aquel entonces nos parecían aullidos porque a esa casa, por alguna razón, siguen acudiendo esos lobos. Pero créeme, socio, cuando hacíamos las pruebas al aire libre y acampábamos en el bosque, presté mucha atención al aullido de esos animales… y por fin lo comprendí.

—¿A qué te refieres?

—A que el sonido que esas bestias emiten cuando están cerca de esa casa no es el mismo. Por aquí dicen que el aullido de un lobo es la lucha de su soledad contra su esperanza, y te puedo asegurar que en los aullidos de ahí abajo nunca ha habido nada de ambas.

—Estás de broma, ¿verdad?

—Antes, en el coche, te dije que les había perdido la pista a los chicos. Pero no es cierto. No sabía si debía contártelo, si era el momento apropiado. Ya me entiendes. Por si realmente pensabas quedarte o solo estabas de paso, así que… bueno, supongo que debes de saberlo.

—¿Qué tengo que saber? —pregunté. El mal presentimiento apareció de entre la neblina y se sentó justo a mi lado.

—Verás, sé que al final diste media vuelta cuando anochecía y que nunca llegaste a acampar porque Rebecca me lo dijo. Ella sí se quedó a pasar la noche, junto a Tricia y Diane. Andy y Edward también se quedaron, aunque ellos te guardaron el secreto.

Gracias chicos, amigos leales al fin y al cabo.

Yo permanecí en silencio, incapaz de interrumpirle y absorto en cada palabra que decía. Excluyendo cualquier otro ruido ambiental que no fuera su voz. Así, la música y las conversaciones ajenas del bar se detuvieron de repente, lo mismo que el rumor de las bolas de billar al golpearse y el resto de máquinas.

Solo su voz.

—Rebecca fue la primera. Poco tiempo después de que te marcharas se quedó colgada de un tipo de Redmond. Por lo poco que me dijo se marchó a vivir allí con él. Después es cierto que le perdí la pista. Ya estaba de adjunto aquí cuando recibí una llamada de su madre. Estaba destrozada y ya era muy mayor. Me dijo que su hija había…

Johnny hizo una pausa y dio un largo trago hasta acabar su vaso, evitando en todo momento derramar una sola lágrima pese a que su húmeda mirada lo delataba. Quise ayudar pero me hallaba por completo noqueado, incapaz de asumir lo que mi mejor y ahora único amigo me estaba relatando.

—Se casó. Se casó con el tipo ese de Redmond. Un tal Jimmy, quien creo recordar tenía algún tipo de relación con Sam Epcott, ya sabes, el antiguo director de la serrería. Después dio a luz a una niña, aunque nació muerta. Eso me contó su madre.

—Vaya —fue lo único que mis labios acertaron a articular.

Johnny prosiguió sin ni siquiera prestarme atención.

—La versión oficial dice que una noche Rebecca le rebanó el cuello a Jimmy mientras miraba la televisión, y que después se rajó las venas en la bañera. Pero entre nosotros, los polis, las versiones no son nunca las oficiales, ¿sabes? La realidad decía otra cosa muy distinta que nunca revelé a su madre. Según pude averiguar, tras el nacimiento de su hijo muerto, Rebecca perdió la cabeza y se volvió literalmente loca. Jimmy la llevó a un psiquiatra local y este a su vez la remitió a un centro especializado. Pero no pudieron hacer nada. O al menos no fueron capaces. En la escena del crimen jamás se encontró ningún cuchillo, Robert.

—¿Qué... qué quieres…?

—Que le comió el cuello a bocados —continuó sin parpadear—, y que después hizo lo mismo con la muñeca de su propia mano hasta arrancarse las venas de cuajo.

Sentí cómo los escalofríos helaban mi sangre. Tras tomar una gran bocanada de aire que en otro momento hubiera sido suficiente para hacerme caer redondo al suelo, por fin pude decir:

—Joder… no puede ser. Cuánto lo siento.

—¿Les traigo otra? —preguntó la Voz de Pito.

La misma camarera de antes apareció en escena, rompiendo esa burbuja espacial que parecía habernos envuelto para devolverme al otro mundo real. Pero ninguno de los dos la miró. Tanto Johnny como yo no cesamos de mirarnos el uno al otro. Y allí no parecía haber nadie más.

—Sí, por favor —dije al fin, ladeando la cabeza.

—Muy bien —masculló ella llevándose nuestras jarras vacías.

Y así permanecimos mi viejo amigo y yo hasta que la camarera repuso nuestra cerveza y volvió a marcharse. Entonces, John prosiguió.

—Y habría sido… por decirlo así, «el destino», como tú lo llamas. Que Becca simplemente siguió por el camino que acababa en el precipicio y no vio ninguna señal, ningún cartel…

—¿Pero?

—Pero Diane corrió la misma suerte. La hallaron colgada de un árbol en mitad del bosque. Sin apenas cara ni ojos porque los cuervos la encontraron mucho antes.

—¡Por Dios!

—No fue aquí, sino cerca de Salem. Al parecer, así por las buenas, una noche mientras volvía a casa detuvo su coche en el arcén de la carretera, lo dejó allí con los intermitentes puestos y se adentró un par de kilómetros en el bosque con una cuerda…

—No… no puede ser.

—Eso sigo pensando yo.

—¿Se colgó en el bosque? ¿Ella sola? Joder, no es posible. Alguien tuvo…

—Y sin embargo lo es —sentenció John.

Cerré los ojos. La imagen de Diane, la niña con dulce voz que conocí, apareció en mi oscuridad balanceando su cuerpo colgado a merced del viento, mientras a través de los imperfectos agujeros donde un día anidaron sus órbitas, podía vislumbrar el negro bosque a sus espaldas.

Aquella horrible imagen me hizo abrirlos al instante. Tragué saliva, aunque tardó una eternidad en recorrer mi garganta. Para cuando me hube recuperado en parte, tuve que echar mano de mi nuevo vaso para regar mi particular desierto de palabras.

—¿Y Andy?

—Enterrado en Portland. Consiguió doctorarse en medicina con una beca. La misma noche durante la fiesta de su graduación, se subió a la azotea de un edificio del campus y se lanzó al vacío. Según pude averiguar, un compañero suyo de habitación declaró que apenas momentos antes Andy se comportaba de manera extraña. Que estaba como poseído y no cesaba de repetir una palabra muy extraña que no recordó. La universidad se hizo cargo de todo y por ello sus padres, que habían acudido al acto, lo enterraron allí.

—Los West… ellos también se marcharon de aquí, ¿verdad?

—Sí, se mudaron a Portland con él cuando le dieron la beca. Allí vivía su abuela, ¿recuerdas?

Asentí. Pero lo último que deseaba era seguir recordando.

—¿Y Edward? —pregunté aterrado.

—Conforme empecé a atar cabos intenté ponerme en contacto con Eddie. Su familia se había trasladado a Seattle.

—¿Pero él se quedó aquí?

—No. Se marchó con ellos y poco tiempo después a probar suerte a Los Ángeles, donde sus padres le costearon una academia de cine, ya sabes que quería ser…

—Director —dije al tiempo que, por el gesto de Johnny, una apenada y fantasmal sonrisa debió de aparecerse en mi rostro— … nunca abandonó su sueño —susurré, esta vez casi para mis adentros.

No… Eddie no… por favor… ¡Si era la alegría en persona, joder!

En todas las infancias existe un bufón. Suele ser conocido como «el gracioso de la clase» y generalmente, como en el caso de Edward Brown, esconden un gran corazón. Nunca te negaba un favor y siempre tenía algún comentario divertido que decir sin importarle la situación. Una de esas escasas personas que deberían acudir a todos los funerales y allá donde sucedan las desgracias, porque hasta en esos momentos son capaces de aportar su fulgor, como solía llamarlo mamá.

—Fue el último —musitó Johnny—. Y como me temía, llegué tarde. Lo hallaron en un motel de mala muerte de las afueras. Se había tomado un bote entero de ansiolíticos junto a una botella de vodka. Cuando lo encontraron tenía… tenía la cara llena de maquillaje y los labios pintados.

—Mierda —dije cerrando los puños bajo la mesa, lleno de rabia.

—¿Sabes Robert? Siempre le preguntaba a tu hermana sobre ti, e incluso pensé en ir a buscarte para… Sabía que te habías marchado aquella noche que acampamos, así que tampoco… En fin, supe que te las arreglarías y temí que pensaras que me había vuelto loco o algo así. Sé que acabas de perder a tu madre y que deberíamos hablar de otra cosa, pero ellos eran nuestros amigos, y cuando me preguntaste… cuando me preguntaste por Rebecca y por los chicos…

Johnny apretó fuerte la mandíbula y comenzó a sollozar. Alargué mi brazo, incorporándome sobre la mesa, y lo posé sobre su hombro para tratar de consolarnos a los dos:

—Eh, tranquilo. Al fin y al cabo nos llevamos lo mejor de ellos y eso nadie nos lo podrá quitar —dije sin convencimiento alguno.

—Nunca debieron acampar allí —dijo de pronto alzando su rostro y dejando al descubierto sus vidriosos ojos.

—Venga Johnny, solo es una casualidad.

Recién pronunciada aquella palabra me di cuenta de mi error al emplearla.

—¿Casualidad? Tú no crees en la puta casualidad. ¿No es eso lo que me decías en el coche?

—Vale, el destino entonces. Nada más. Da igual cómo lo llames. Y es más, te diré algo… Un momento… ¿y Patricia? Dijiste que…

—Lo de Tricia es cierto, está internada en un sanatorio mental.

—Pero está viva.

—¿Sabes por qué está metida en una habitación acolchada, Robert?

No dije nada y deseé que mi amigo tampoco lo hiciera. Lo desee con todas mis fuerzas.

Pero lo dijo.

—Porque al igual que Diane intentó colgarse, aunque en el salón de su casa. Se preparó una cuerda lo suficientemente gruesa para que aguantara su peso y se subió a una silla. Solo que su cuello fue más fuerte que la viga carcomida.

—Dios santo —fue lo único que acerté a farfullar ante la desoladora imagen en mi mente—. Y todos tienen en común que…

—Lo tienen —cortó él, quizás ante el temor de hallar burla en mi voz—. Y también que todos se marcharon del pueblo.

—Yo también lo hice.

—Pero no te quedaste a pasar la noche con ellos ahí abajo

—zanjó mi amigo—. Esa es la diferencia.

Mantuvimos un inciso de unos segundos que parecieron toda una eternidad, sosteniéndonos la mirada el uno al otro.

—Todavía la quieres, ¿verdad? —farfullé en referencia a Rebecca.

Johnny desvió la mirada hacia el cielo techado y tardó en responder. Con eso bastaba.

—A veces deseo haber bajado aquella noche para quedarme junto a ella.

—Vamos, socio, ¿qué pretendes decir? ¿De verdad crees que allá abajo pasó algo? ¿Crees que está relacionado? Venga, hombre, ellos nunca hablaron del tema y siguieron con sus vidas. Como nosotros. Lo que les pasó ha sucedido mucho tiempo después.

—Míralo como quieras, pero sus vidas están acabadas, Robert.

—Joder —dije golpeando levemente la mesa ante la bofetada de realidad cortesía de John Seckman.

Agaché la cabeza. No podía ser verdad. En el trayecto en autobús hacia Salmo había pensado incluso en reunirlos a todos, recordar los viejos tiempos como estaba haciendo con Johnny. Tal vez irnos a cenar a algún restaurante elegante, volver a insultarnos como hacíamos antes y a emborracharnos hasta olvidar que al día siguiente cada uno debería proseguir su camino porque así estaba escrito en alguna parte.

Con ellos, al igual que con mamá, sentía como si toda mi infancia se hubiera colado de golpe por el retrete. Como si todo lo vivido perdiera el sentido que un día tuvo. De repente el nombre de Tricia retornó a mi cabeza, tal vez porque ella, aparte de Johnny, era el único tablón al que agarrarse en aquella tormenta que acababa de desatarse.

—¿Sabes? Voy a ir a verla —dije.

—¿A Patricia?

—Sí. Al menos ella sigue viva y supongo que se alegrará de verme… o de vernos.

Johnny resopló.

—No es por mí, Robert. Yo iría encantado, pero es perder el tiempo.

—Socio, desde hace diecisiete años estoy perdiendo el tiempo. Créeme, no me importará perder un día más.

—Patricia ya no es… Tricia. Ya no tiene el pelo cardado, ni tampoco lleva esas mallas de colores. Ahora lleva una bata blanca en la que pone: «Estoy como un cencerro».

—Me da igual. ¡Joder, si era como uno de nosotros! Bebía más cerveza que tú y que yo juntos, y ya sabes que le importaban una mierda los kilos de más, porque...

—Su corazón pesaba el doble de lo normal, ya lo sé —cortó mi amigo, recordando lo que ella solía decir.

—La haremos volver.

—¿Volver? —dijo esta vez el Johnny más mordaz—. ¿Sabes, socio? Tal vez su cuerpo esté ahora en ese puto manicomio, pero yo sé que nunca jamás regresará. Su cabeza todavía está ahí abajo. Acampada frente a esa maldita casa llena de cruces.

†††

Johnny se había marchado después de acompañarme hasta el Hickson. Estuvimos en ese bar poniéndonos al día a marchas forzadas hasta bien entrada la medianoche y pese a mi embriaguez no dejaba de recordar, señal de que todavía no estaba lo suficientemente borracho.

Me afanaba por evitarlo mientras la cabeza me daba vueltas, centrando la mirada en el pequeño y viejo televisor de la habitación en el que estaban echando Los Goonies. No obstante todo era en vano. Los ojos se me cerraban solos y de nuevo retornaba al vértigo de recuerdos, donde alrededor de una hoguera veía a mamá esperándome, a los chicos con las pupilas opalescentes sin decir palabra alguna porque algo en el fuego atraía su atención. Algo que se quemaba ahí en medio. Tal vez fueran las ocasiones perdidas, los años hechos ceniza, o quién sabe, lo mismo lo que ardía era mi cabeza que no paraba de girar y girar.

No deja de resultar chocante que mi primera noche en Salmo desde hacía diecisiete años la pasara en un motel de carretera. Aunque si nos atenemos a las circunstancias, supongo que sería lo más normal.

Venga, Robbie —solo mamá me llamaba así—, esto no está tan mal… después de todos los tugurios de mala muerte que te has tenido que tragar, en este al menos no hay fulanas que rebusquen en tu cartera, ni botellas vacías. Además, estás borracho y están a punto de encontrar a Willy «El Tuerto»…

Poco a poco sentí cómo el colchón, que debía de datar desde antes de Cristo, me engullía casi por completo hasta quedarme dormido. La última imagen que recuerdo de aquel largo y desolado día fue la del barco pirata surcando el horizonte.