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Lo primero que le sorprendió de Hollywood fue lo mucho que le gustaba. La secretaria de Ratto le había conseguido una «suite de habitaciones» en el Tropicana Motel de Santa Mónica, que resultó ser un par de habitaciones malolientes con una nevera pequeña y ruidosa, una encimera de linóleo rojo en la que parecía que alguien había estado cortando cosas encima y una moqueta verde, vieja y raída, que cubría todo el suelo. El olor era complejo. Podía identificar orina, mierda, vómito, vino rancio, perfume y humo de tabaco, pero había otros aromas más escurridizos. La cama era demasiado dura y la camarera mexicana entraba en la habitación cuando le venía en gana. Había un pequeño restaurante en la planta baja que era famoso por sus desayunos, pero que siempre estaba repleto de músicos de rock que aparentemente eran los únicos otros clientes del motel. A Charlie le encantó de inmediato. Se sentía como en casa. Los rockeros eran amables y siempre se reían cuando decía que era escritor.
—¿Escritor, eh?
Había tenido la esperanza de pasar sin un coche, pero era imposible. Alquiló un Volkswagen Escarabajo en Dollar-A-Day que le costaba seis dólares por día, y conducía hasta el estudio cada mañana igual que cualquier empleado de oficina. Fishkin-Ratto se hallaba en 20th Century Fox, a unos tres kilómetros del motel, y Charlie se presentaba en el trabajo alrededor de las diez. Se pasaba el día sentado en el despacho de Ratto o en el de Fishkin. Los chicos, como empezó a llamarlos mentalmente, tenían varios proyectos además del de Charlie, pero mientras él estaba en la ciudad trataron de concentrarse en el suyo. El primer día se sentaron en el despacho de Bill con la puerta cerrada y hablaron de guerra y de películas de guerra en general. Le pidieron a Ethyl, la secretaria, que no les pasara ninguna llamada y se pasaron allí el día entero. A eso de las cinco y media, Bill sacó una botella de Jim Beam del cajón del escritorio y pulsó el timbre para que Ethyl trajera los vasos. Tomaron un par de bebidas, un ritual vespertino, y hablaron del reparto. Charlie estaba asombrado por el rango de actores mencionados para representar al personaje basado en él, pero después de un par de días comprendió que no tenía que tomarse en serio nada de lo que se hablara durante las copas vespertinas. En ese punto se interrumpía la prohibición de llamadas y siempre había alguien al teléfono. En ocasiones, Charlie tenía que salir y sentarse en la oficina de la secretaria. Aprendió a tener paciencia gracias al ejemplo de Ethyl, una mujer de unos cuarenta años que toda su vida había sido secretaria en Hollywood. Entre llamadas de teléfono y recados, hacía punto.
—Adelanto mucho aquí —le contó a Charlie.
La secretaria de Fishkin compartía la oficina y hacía crochet.
Cada día hablaban del argumento. Al cabo de un tiempo, Charlie observó algunas tendencias. Fishkin lo veía como una contundente película antibelicista, sucia, en blanco y negro quizá, sin estrellas, sólo los hechos de la vida real de Charlie.
—Casi casi como un documental —decía Fishkin—. El público está preparado para algo así.
Ratto, por su parte, parecía más ambicioso. Quería que la película la viera mucha gente.
—Hemos de llegar al público con esta historia —insistió—. Lo que tenemos que decir vale la pena, pero hay que atraerlos.
Quería a John Wayne. O algún otro de talla semejante, cuyo nombre llevara al público al cine.
—¿Y por qué no alguien de menos de cincuenta? —propuso Charlie sin rastro de ironía.
—Por supuesto, por supuesto —dijo Ratto.
Charlie consideraba que su máxima tarea consistía en escuchar. Ethyl ya le había dicho que no se preocupara por el formato del guion.
—Yo me ocupo de todo eso —dijo.
—Bien —dijo él—. Porque no tengo ni idea.
Ella le sonrió. Fishkin y Ratto estaban en sus oficinas, recibiendo llamadas.
—Deberías ver parte del material que recibimos —comentó ella—. Me paso horas descifrándolo.
—Me gustaría ver algún material —dijo Charlie, y ella lo envió a casa con una pila de guiones, algunos convertidos en películas y otros no.
Charlie se tumbó en su cama dura, escuchando música alta a través de las paredes y leyendo. Al principio, le asombró lo estúpidos que parecían aquellos guiones, lo planos, lo aburridos y trillados. Lo poco literarios que eran. La gramática era penosa, la elección de palabras uniformemente mala, etcétera. No era lugar para un profesor de lengua. No obstante, después de leer una docena, Charlie se había hecho una mejor idea del trabajo. Tal vez el proyecto funcionara. No había sitio para todas las chorradas en las que Charlie siempre parecía empantanarse, listas de equipo, descripciones, cosas así. En un guion todo ese material queda de lado. El guionista no se inquieta por el detalle, sólo debe ceñirse a una historia en bruto y al diálogo.
Había algo maravilloso en ello, una vez que superó su asombro. No era de extrañar que todas sus novelas de guerra favoritas se hubieran convertido en películas penosas. Incluso la muy promocionada De aquí a la eternidad era en realidad una peli de mierda si la observabas con atención. Todo ese realismo en nombre de una verdad de mierda. Charlie tenía el deseo secreto de que su película no fuera una falacia. Que el realismo fuera en nombre del realismo. No quería engañar y, en cuanto a la verdad, no afirmaba conocerla. Salvo, por supuesto, que la verdad era mentira. Complicado.
Enseguida decidió que Fishkin, no Ratto, estaba más cerca de su punto de vista. De hecho, Bud Fishkin era más amable. Al puro estilo Hollywood, claro, pero eso no parecía significar lo que Charlie había asumido en un principio. Bud Fishkin era culto, civilizado, amante del jazz, marido y padre de dos niñas maravillosas a las que Charlie había supuesto en la playa. Tenía una bonita casa en la playa, nada ornamentada, pero desde luego tampoco chabacana, y su mujer, aunque actriz de profesión, era una gran cocinera y una espléndida conversadora, alguien que a Jaime le caería bien de inmediato. Por otra parte, Bill Ratto vivía solo en un apartamento lujoso, también a pie de playa como Fishkin, y daba la impresión de que apenas había desempaquetado las cosas de Nueva York. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Cinco, seis años? Todavía sin desembalar, con su colección de carteles, pinturas y dibujos apoyados contra la pared del salón junto a una chimenea que quemaba gas. Fishkin en su casa parecía cómodo y humano; Ratto en la suya era un perro en un albergue de animales, amistoso pero nervioso.
De un modo sutil, la relación se convirtió en un dos contra uno, con Ratto reconociendo que sus ideas eran «un poco grandiosas». Pero insistía en que hacer una película deprimente en blanco y negro no iba a inspirar a la gente que tenía el dinero.
—Esto no se vende así como así —dijo una vez, protestando ante la idea de Fishkin de que utilizaran actores noveles.
Fishkin se volvió hacia Charlie.
—¿Quieres ver a esos mismos viejos gordos de siempre en tu campo de inanición haciendo de extras?
Una discusión sencilla, fácil de ganar. Tendrían que usar chicos jóvenes, estudiantes de teatro para conseguir la imagen adecuada. Lo cual dictaba a su vez las edades de las estrellas. Nadie de más de treinta, ésa sería la regla.
—Espero que a los banqueros les guste —dijo Ratto.
Fishkin y Charlie intercambiaron miradas. Ratto estaba actuando como un auténtico chulo del estudio. Luego Charlie volvía al motel, o se sentaba en su nuevo bar favorito en esa misma calle, el Troubadour, y se daba cuenta de que podían estar jugando a poli bueno, poli malo. Sólo que no se le ocurría por qué. Todos querían lo mismo, ¿no? Todos querían ganar. Charlie supo al cabo de sólo un par de semanas que estaba realmente solo. Sin esperar a que se lo pidieran, empezó su guion, sentado en su cuarto apestoso, usando libretas amarillas de formato grande y escribiendo a lápiz, como había hecho al principio, hacía ya tantos años.