18
Stan no estaba robando en casas en ese momento en particular, sino que se ganaba la vida robando ropa para un tipo. El tipo tenía una lista regular de clientes empresarios para los que robaba. El cliente le decía al tipo lo que quería, el tipo se lo decía a Stan y Stan entraba en la tienda vestido con ropa vieja del Ejército de Salvación y salía vestido con los artículos solicitados. Era fácil, pero requería temple. No era como meterse en una casa, pero era divertido, emocionante. Había que ir con cuidado para no entusiasmarte y ceder al impulso de llevarte todo lo que veías. «Nunca robes nada al salir» era un viejo y sensato consejo carcelario.
Un día entró en Sichel’s, la mejor tienda para caballeros de Portland, para llevarse una chaqueta de pelo de camello talla cuarenta y dos, y se topó con Marty Greenberg. Estaba de pie delante de los espejos triples, contemplándose con un abrigo nuevo. Marty sonrió con malicia y exhibió el abrigo.
—¿Te gusta?
—Eh, está bien —dijo Stan.
No sabía cómo podía permitirse Marty un abrigo de cien dólares, pero no preguntó. Ya no iba a poder robar nada. Sintió que la energía que había reunido se escapaba, dejándolo vacío y deprimido. Observó a Marty mientras se probaba cosas, y se dio cuenta de que el tipo sólo estaba pasando un buen rato. Stan fingió que él también había ido sólo para echar un vistazo.
—La mejor tienda de Portland —dijo Marty.
—Eso he oído.
Estaban a la vuelta de la esquina de Jolly Joan’s.
—Vamos a saludar a mi novia —dijo Marty.
Hacía sol en la calle, un día de primavera agradable salvo por el viento frío. Caminaron juntos, con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada hacia el viento. Por alguna razón, el simple hecho de ver a Marty hacía que Stan se sintiera un hombre diferente. Siempre podía volver y llevarse la chaqueta más tarde, aunque no quería intentarlo en Sichel’s otra vez tan pronto. Fahey-Brockman, al otro lado de Broadway, tenía buenas chaquetas.
—¿Cómo va la escritura? —le preguntó Marty.
Sostuvo abierta la puerta de cristal de Jolly Joan’s y Stan entró en esa nube de calor y ruido.
—Va muy bien —dijo.
Conocer a todas esas personas nuevas había hecho que Stan se cohibiera a la hora de sentarse toda la noche a escribir en sus cuadernos. Antes, sólo estaba pasando el rato. Ahora escribía. Y esos otros tipos tenían sus mujeres, tenían facilidad con las mujeres. De hecho, a menos que hubiera entendido algo mal, tanto Marty Greenberg como el famoso Dick Dubonet tenían mujeres que trabajaban, y Marty ni siquiera podía esgrimir la excusa de que estaba escribiendo. Marty era un filósofo, y cuando se decidiera a escribir sus pensamientos, lo haría en una gran obra a la que todo el mundo tendría que prestar atención. Pero mientras tanto, dejaba que su novia o compañera de piso o lo que fuese hiciera el trabajo y pagara el alquiler. Stan conocía a un par de proxenetas de la cárcel. Eran divertidos, como Marty. Cuando no estaban en la cárcel, se pasaban el día en el Desert Room hablando de sus grandes planes. Igual que Marty, sólo que los grandes planes de Marty eran filosóficos en lugar de empresariales, si ésa era la palabra correcta.
Stan no dejó de escribir. Se aseguró de escribir dos horas por noche, recordando la pregunta desdeñosa de Dick. Pero se cansó de doblar sus dedos cortos y regordetes alrededor de un bolígrafo y escribir con el cuaderno en la rodilla. Si iba en serio con eso, tendría que aprender mecanografía. Pensó en robar una máquina de escribir, pero descartó la idea de inmediato. Robar era una parte de su vida. Quería que la escritura fuera otra diferente. Buena, pura. Que no formara parte de la enfermedad que, tenía que reconocerlo, regía su vida. El enfermizo deseo sexual que se apoderaba de él en los días que robaba. Lo que iba a condenarlo. Extraño, enfermo, incalificable. Marty lo consideraba un héroe por robar casas, pero no conocía ningún detalle, sólo que Stan había «robado un poco de vez en cuando». Dicho con una sonrisa socarrona, como si Stan fuera Jesse James.
Así que se fue a la tienda de máquinas de escribir de enfrente de Gill’s, la gran librería, y se compró una Underwood portátil de segunda mano. No se lo contó a Marty. Se pasó por la librería de viejo de Cameron, compró un manual de mecanografía por un cuarto de dólar y se lo llevó a la habitación. Escribir no fue difícil, una vez que le pilló el truco a equilibrar la maquinita en las rodillas. Eligió un atril usado para sostener el libro de ejercicios. Después de cansarse de los ejercicios, se centró en la idea de copiar historias que le gustaban particularmente. Eso le serviría de práctica y aprendería un poco cómo trabajaban otros escritores, escritores de verdad.
La chica de Marty trabajaba en la barra de Jolly Joan’s. Era preciosa, tenía unos grandísimos ojos oscuros, la piel aceitunada y los pómulos altos, una auténtica belleza judía, una chica que podría ser una estrella de cine. Sonrió a través de la barra a Marty y limpió el espacio delante de él con un trapo húmedo.
—Hola, Marty —dijo ella, y luego sonrió a Stan.
Stan no recordaba que una mujer tan guapa le hubiera sonreído directamente nunca. Fue como un chute de morfina.
—¿Es tu amigo Stan? —Le dio la mano.
Gracias a Dios, la suya estaba seca.
—He oído hablar mucho de ti —continuó ella.
Tomó la comanda de café y se fue. Muy buen tipo, también, según comprobó Stan. Se volvió hacia Marty, que le sonrió.
—Sí —dijo Marty—. Se llama Alexandra Plotkin.
—Es preciosa —dijo Stan como un bobo.
—Asombrosamente bella. En realidad, es un problema. Ya sabes, esos acosadores que se te acercan y te dicen lo afortunado que eres de tener una chica así. Por supuesto, ella no es mi chica, pero no se lo digo.
Esa noche Stan intentó escribir, pero no logró quitarse de la cabeza el rostro de Alexandra. Sonriéndole. Renunció, puso su máquina de escribir en su caja de cartón debajo de la cama y trató de dormir. El sueño no llegaba, y se quedó tumbado en silencio, viendo la cara de ella acercándosele. Debió de terminar durmiéndose, porque se encontró en una casa grande, oscura y lúgubre, pero bien amueblada, caminando en calcetines cuando vio a Alexandra de pie en el centro de la sala, con los brazos a los costados. Cuando despertó, se sentía bien, complacido recordando el aspecto de ella en el sueño. No era la novia de Marty. Le había sonreído. Tal vez ella podría convertirse en su novia. Oh, joder. Qué estúpido. Tuvo que reírse de sí mismo, tumbado allí como un idiota y soñando despierto. Se agarró la polla como si le fuera la vida, ¿por qué no se había masturbado? Un misterio. Tal vez la respetaba demasiado. Y sin embargo, tal vez algún día podría tener realmente la oportunidad de —se negó incluso a usar palabras malsonantes refiriéndose a ella en su mente— acostarse con ella, de hacer el amor con ella.
Aunque estuviera dispuesto, no sabría cómo hacerlo. Las putas no te enseñan nada sobre el romanticismo. Tuvo una idea para un relato. Acerca de un ladrón que conoce a una chica. Una historia tonta, porque los ladrones no eran los protagonistas de las historias, pero se estaba escribiendo sola en su cabeza mientras estaba allí tumbado, y dejó que se escribiera. Cuatro días más tarde tenía la historia en papel, mecanografiada y todo. Al leerla, decidió que era tan buena como muchos de los relatos que había leído. Lo único que realmente necesitaba era una persona con estudios que lo ayudara a corregir la gramática y la ortografía. Sabía que su ortografía era terrible. Y tenía que lograr que la mecanografiara un profesional. Su escritura a máquina era demasiado caótica. Se preguntó cuánto podría pagarle Ellery Queen o alguna otra revista por el relato. En ese momento, sentado en el borde de la cama con las once páginas en sus manos, reconoció una gran similitud entre robar y escribir. Ambos eran asuntos intensamente privados.
La idea de mostrar su historia a Marty lo asustaba. Y sabía que tenía que pedirle a Dick Dubonet que la leyera. Marty en realidad no sabía nada acerca de ese tipo de escritura. El desdeñoso Dick Dubonet. A Stan se le encogió el estómago ante la imagen de Dubonet levantando la cabeza de sus páginas con esa expresión de desprecio. Stan no creía que fuera capaz de manejar la situación. Perdería esos nuevos amigos, y todo lo que su amistad parecía prometer. Por otro lado, si ni siquiera intentaba conseguir que leyeran su historia, era un pelele.