7

El padre de Jaime había tenido una amante y murió en el apartamento de ella; de hecho, en la cama de ella. Sin embargo, Jaime no descubrió nada de eso hasta la noche anterior al funeral de su padre. Todo lo que sabía era que había muerto fuera de casa, de una apoplejía.

Habría sido exagerado decir que Jaime y su padre estaban distanciados en el momento de su muerte, pero ciertamente habían discutido. A causa de Charlie, por supuesto. Después de su primera noche juntos, Charlie la había llevado a su casa alrededor de las ocho de la mañana, una mañana clara y brillante cargada de promesas. Ella ya estaba perdidamente enamorada de él, pero todavía no se había dado cuenta. De hecho, pensaba que todo el mundo se sentiría de ese modo después de hacer el amor toda la noche. Esperaba sentirse así muchas mañanas de su vida. No podía entender por qué había esperado tanto.

—Es aquí, ¿eh? —dijo Charlie, entrecerrando los ojos para mirar la casa—. Parece una mansión auténtica.

Jaime lo besó y salió del coche.

—Te veo en clase. —Le sonrió.

—Claro. —Le devolvió la sonrisa.

A Jaime le sorprendió encontrarse a su padre en bata en el comedor. Había olvidado que lo habían despedido o no se había dado cuenta de que por supuesto eso significaba que a partir de entonces estaría en casa a todas horas. A menos que encontrara otro trabajo. Tenía un aspecto espantoso, sentado allí con esa bata de satén azul con solapas rosadas. No llevaba las gafas y sus ojos rojos parecían los de un mono, como los de los primates del zoo. Ojos viejos, tristes y locos, pensó Jaime, e intentó sortear la situación.

—Buenos días, papá —dijo, y se sentó en su lugar habitual a la mesa.

—¿Qué coño te crees presentándote a las ocho de la mañana?

—Tengo hambre —dijo ella, justo cuando su madre llegó desde la cocina, resacosa, con su salto de cama rosa y su vieja cofia que la hacía parecer Martha Washington.

Su madre llevaba la cafetera, y mientras su padre empezaba su discurso, Jaime tendió su taza para que la llenara. Charlie era demasiado mayor para ella, por supuesto. Y aparcaba coches, por más que tuviera ambiciones de ser escritor. Todo el mundo quería ser escritor. Entretanto, él era sólo un aparcacoches y un violador, o casi, porque tenía que haber seducido o forzado de alguna manera a Jaime. Se preguntó qué habría dicho su padre si hubiera sabido que la de Charlie había sido su primera vez. No se lo explicó. Aceptó el sermón con la cabeza alta, tomando el café. No tenía ninguna intención de mostrarse arrepentida. No se sentía arrepentida en lo más mínimo. Su padre insistió en que no saldría con Charlie nunca más, pero su madre la salvó.

—Cariño —le dijo—, no podemos pedirle que no tenga citas.

—¡Podemos pedirle que se aleje de hombres que le doblan la edad! —dijo Farley enfadado, con su cara roja poniéndose todavía más roja.

—No, no podemos —dijo su madre con calma.

Y ahí terminó la discusión. Pero su padre sin duda había muerto sintiéndose mal respecto a su hija.

El hermano de Jaime, Bill, llegó en avión desde Taipan, bronceado y afligido. Había una especie de velatorio en la casa esa tarde antes del funeral, con un puñado de periodistas vestidos con sus mejores trajes azules, de pie en la sala de estar, emborrachándose y hablando de los buenos tiempos. Después de que echaran por la escalera de entrada al último periodista borracho, Jaime y su hermano se sentaron con las piernas cruzadas en sus camas gemelas en el que había sido el dormitorio de Bill y hablaron. Jaime no sabía muy bien cómo se sentía respecto a Bill. Él siempre había odiado a su padre, y ahora era difícil soportar su culpa y su tristeza. Era su hermano, por supuesto, y eso tenía que haber significado algo, pero Jaime se sentía notablemente distante, incluso después de una ausencia tan larga. Bill había pasado dos años en el extranjero y era seis años mayor que ella, un hombre joven pero maduro que había elegido una vida en la administración pública. Tenía un rostro enjuto, el cuerpo delgado y era el más alto de la familia con un metro setenta y tres. Su único rasgo atractivo eran unos ojos azules aún más duros y más oscuros que los suyos.

—Sabes dónde murió papá, ¿verdad? —le dijo a Jaime finalmente.

Le habló a Jaime de la amante y le explicó que toda su vida había sido una farsa, y la familia feliz, una mentira. Su padre había sido promiscuo durante años. A esa querida en concreto le pagaba el alquiler.

—¿De dónde sacaba el dinero? —se oyó preguntar Jaime desde las profundidades de su aturdimiento.

Bill no sabía nada de dinero. Pero sí sabía que su padre había muerto durante el acto sexual, que enseguida se había instaurado el rígor mortis y que había sido difícil sacar el cadáver del apartamento de Pine Street, con los policías y el personal de la ambulancia riendo y haciendo chistes porque conocían al viejo Farley Froward; todo el mundo lo conocía y todo el mundo sabía que el viejo Fairly Farley habría sido igual de cruel y habría hecho los mismos chistes.

—¿Cuándo te enteraste de todo esto? —le preguntó Jaime a Bill.

Su hermano esbozó su pequeña sonrisa y dijo:

—¿No estabas escuchando abajo?

—No estaba espiando —dijo Jaime con mezquindad.

Todo eso la hacía sentirse como si fuera otra persona, rondando en un rincón de la habitación, mirando a humanos estúpidos. Incluida ella, que no había pensado que fuera posible que su propio padre fuera infiel. O que alguna mujer lo quisiera. ¿Su madre también era una farsante?

—¿Y mamá? —preguntó.

—Mamá lo ha estado aguantando desde hace años. ¿Por qué crees que bebe tanto?

—Nunca pensé en eso.

Su padre estaba muerto, habían esparcido sus cenizas en el Pacífico dos días antes. Aparentemente, Jaime no lo había conocido en absoluto.

—¿Tienes algún secreto familiar más que contarme antes de subirte al avión?

Bill la miró de forma extraña.

—¿Qué quieres decir?

—¿Mamá sale con otros hombres? ¿La casa está alquilada de verdad? ¿Nuestro apellido es realmente Froward? ¿Alguna cosa más que tenga que saber de mí misma?

Su hermano se levantó, poniéndose colorado.

—No es necesario que te cabrees por esto —dijo misteriosamente, y salió de la habitación.

Ella había visto a Charlie varias veces en la facultad desde su noche de pasión e incluso habían vuelto a hacer el amor, en la parte de atrás del De Soto, aparcado junto al lago Merced. Este segundo episodio había clarificado un poco las cosas, porque ella no estaba segura de si significaba algo para Charlie o si no era más que un bonito cuerpo de jovencita. Después de algunas maniobras cómicas copularon de forma extremadamente apasionada y al final Charlie le dijo que estaba enamorado de ella.

—Oh, no, Charlie —dijo ella, incapaz de creerlo—. No hace falta que digas eso.

—Lo sé —dijo—, pero lo digo.

—Me gustas, Charlie —se oyó decir a sí misma—, pero no estoy preparada para el amor.

Era como el diálogo de una película mala.

Charlie rio.

—No hace falta que estés preparada para nada —dijo, y la llevó otra vez a la facultad.

Entonces su padre murió. Jaime se negó a dejar la escuela. Cuando vio a Charlie antes de la clase de Clark, él ya se había enterado de lo de su padre y le extendió los brazos sin decirle nada. Jaime apoyó la cabeza en el pecho de él. Uno de los otros chicos de la clase les sonrió y dijo:

—Estaba cantado.

—Me da igual —le dijo Charlie al chico, y puso los brazos en torno a ella—. Quizá no deberías estar aquí.

—Necesito esto —dijo Jaime, sin saber si se refería a la clase o a sus brazos.

Sin embargo, no vio a Charlie durante las vacaciones. Consiguió superar el parón sumergiéndose en sus deberes y escribiendo, y se encontró pasando mucho tiempo con su madre. No fue a North Beach, y se planteó sinceramente alejarse de San Francisco y no ver a nadie de toda esa gente nunca más. Podía hacer algunos trabajillos, observar la vida, escribir relatos cortos para ir aprendiendo y luego pasar a la novela.

Tendrían que vender la casa. Contaban con la indemnización de Farley, pero tenían muchas deudas. También tendrían que desprenderse del mobiliario bueno y del coche de la familia, un Buick del 57. Acabarían completamente arruinados. Edna había trabajado en el Chronicle hacía mucho tiempo, pero ahora odiaba el periódico y culpaba a sus directores de la muerte de Farley.

—Tenía la tensión alta por su culpa, y luego lo despidieron —le dijo muy seria a su hija cuando estaban sentadas en lo que por el momento seguía siendo su sala de estar.

Las dos tenían copas de vino. A Edna no parecía importarle el nuevo hábito de Jaime de beber. Las acercaba.

—¿Cómo vamos a ganar dinero? —preguntó Jaime.

—No lo sé —dijo Edna—. Tengo cuarenta y cuatro años. No creo que pueda adelgazar y conseguir a alguien que me mantenga a estas alturas de mi vida. —Se rio entre dientes y se mostró pícara—. Supongo que tendrás que hacerlo tú.

—¿Casarme con alguien que me mantenga?

—Los que ganan pasta son geniales —dijo su madre—. Oh. ¡Pasta!

Jaime no dejaba de reír. Pero su problema era real. Su madre había dicho que si vendían la casa y se trasladaban a un barrio menos caro, habría suficiente dinero para que Jaime terminara la facultad. Ninguna habló del deseo de toda una vida de Edna de trasladarse en otra dirección, a Pacific Heights. Su madre nunca conseguiría lo que quería. La vida no iba a regalarle nada más. Para Edna, había acabado.

—Oh, mamá —dijo Jaime con tristeza.

Los viernes en Enrico's
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