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Ésta trataría sobre un hombre que secuestra a una mujer. Linda. El hombre no sería Stan, sino un pobre infeliz incitado a ello al pasarse el día viendo mujeres hermosas y no poder tocarlas, ni siquiera hablar con ellas, salvo para dejarlas entrar o salir del estudio. El vigilante de seguridad de Universal. Sólo que no sería Universal, sino algún estudio de mierda perdido en el culo del mundo donde hacen películas cutres de usar y tirar. Red. Red el bobo. Red el hambriento. Red el soñador. Red Reemer. Un día, el pobre Red revienta. Tal vez es uno de esos días de mucho calor en Los Ángeles, El quinto día de calor consecutivo, ése sería su título provisional. El pobre Red lleva días sin dormir. Está nervioso y no para de dar vueltas, sin poder quitarse de la cabeza a esa chica, la chica que entra y sale del aparcamiento en el Cadillac de Stan, o uno igual, una rubia, con un montón de pelo maravillosamente rizado ondeando al viento, siempre con una gran sonrisa y un saludo cordial. Mientras Red babea al ver su escote, ella entra y sale. Él no tiene ni idea de lo que hace, supone que es actriz de una de las sórdidas películas que producen por allí; así que un día en el que el calor le está friendo el cerebro y tiene que tragarse la bronca de algún ejecutivo gordo acompañado de una preciosidad, después de haberse pasado horas y horas de pie bajo el calor abrasador, digiriendo los insultos del ejecutivo y recordando la sonrisa desagradable de aquella preciosidad, llega la rubia en el Cadillac, ofreciéndole una gran sonrisa amable, y entonces algo se dispara. Red se mete en el coche a su lado, saca su arma y la apunta.
—Gira a la derecha y sigue recto —dice a la cara de sorpresa.
Stan se dio cuenta de que la chica de su historia no era Linda en absoluto, sino una persona nueva, alguien que no conocía. Una secretaria, no una actriz. Todo lo que Red pensaba de ella era falso. Así que sería un misterio. Iba a ser divertido.
Stan se sentía feliz de volver a escribir. El trabajo centraba su día. Se levantaba temprano, nadaba, se preparaba el desayuno, comía escuchando la radio fuera o en el rincón del desayuno, y luego, en calzoncillos, entraba en el dormitorio que había convertido en su estudio. Escribía un capítulo cada día, cada uno representaba una hora en la historia, igual que en sus dos primeras novelas. Sólo que ésta no sólo tenía a Red y Sissie —la rubia—, sino también a Frank Greise, alias «Greasy» Frank, detective del Departamento de Policía de Los Ángeles, que es asignado al caso de la secretaria desaparecida porque nadie cree que sea importante. El pobre Frank sólo es policía porque no logró entrar en el departamento de bomberos. Su única ambición es que la jornada pase para poder comenzar a beber. Frank tiene la norma de no beber antes de que se ponga el sol, porque tiende a terminar borracho como una cuba. Así pues, uno de cada dos capítulos lo protagonizaría el desgraciado Greasy Frank, el último hombre en el mundo del que uno esperaría que resolviera un crimen. Y por supuesto no lo hace. Sólo se encuentra con el caso resuelto. Aunque Stan no sabía exactamente cómo iba a llegar hasta ese punto, sabía qué ocurriría al final de la historia. Red se convencería gradualmente a sí mismo de que ella lo amaba. Ella le daría todos los motivos para que él lo pensara, y el lector también debía creerlo. Por fin, casi al final del libro, cuando, pese a su torpeza y estupidez, Red tiene tanto a la chica como el dinero del rescate y parece que van a huir juntos a Brasil, le entrega el arma mientras se baja la cremallera de la bragueta y ella, como ésta es la primera oportunidad que tiene para dispararle, le dispara. Justo en ese momento llega Greasy Frank, borracho como una cuba. Otro triunfo de la justicia.
Al terminar la jornada de trabajo, Stan nadaba otro rato, se preparaba la comida o salía. Le gustaba conducir toda la tarde. En cierto sentido, era repulsivo. Había un montón de autoestopistas, y Stan tenía que reconocerse a sí mismo que recogía a las chicas y las llevaba a distintos lugares con la esperanza de echar un polvo. Todavía era demasiado tímido para insinuarse, pero si una de ellas se le insinuaba, perfecto. Ninguna lo hizo. Algunas trataban de engañarlo poniéndose en plan sexy y fingiendo que estaban interesadas para conseguir que las llevara adonde ellas querían, pero luego se bajaban del coche de un salto. Muchas eran muy jóvenes, y Stan en cierto modo se avergonzaba de sí mismo y se desviaba de su camino por llevar a las más jóvenes para que ningún otro pervertido pudiera recogerlas. Era generoso por su parte, pero no le servía para echar un polvo. Muchas lo llamaban Papi o Viejo, y tenía treinta años.
Cada dos semanas iba al centro para visitar a su agente de la libertad condicional. El tipo se llamaba Bob Gomez, y era un hombre de unos cincuenta años que estaba entusiasmado con las posibilidades de Stan en la industria del cine. Parecía impresionado por la venta de libros de Stan y le dijo que si alguna vez necesitaba un trabajo de verdad, él haría todo lo que estuviera en su mano.
—Mucha gente lo intenta en la industria del cine —dijo. Mostró su diente de oro—. Yo mismo lo probaría si no tuviera ya un buen trabajo.
Las noches eran difíciles. Era el momento de la tentación. Hora de levantar pesas. Stan no tenía específicamente prohibido beber, sólo beber con ladrones. Pero esta cuestión con las mujeres estaba empezando a superarlo, y se imaginaba entonándose, flirteando con quien no debía y terminando de nuevo en la cárcel. Había oído rumores de Hollywood durante toda su vida; entonces, ¿por qué sus amigos de Hollywood no se lo ponían en bandeja? Ni siquiera llamaban. Se preguntó por su amistad fácil, su aparente sinceridad y franqueza. ¿Por qué no le conseguían citas con actrices? Se echó a reír. Se estaba convirtiendo en Red. Bueno, Red no era tan mal tipo. Sólo un fracasado. Red estaría yendo de bar en bar, intentando echar un polvo con ese culo lleno de granos. Stan era más inteligente. Se quedaba en casa leyendo. Cuando salía, iba al cine. En general, le entraba el sueño alrededor de las diez.
Terminó Ola de calor en seis semanas, dos borradores completos. La dejó reposar un día, la leyó y le gustó. Llevó el manuscrito a un servicio de mecanografía de Highland, cerca de Franklin, donde lo mecanografiaron y enviaron una copia a Knox Burger. Todavía no había tenido noticias de Bud Fishkin ni de Evarts Ziegler, por lo que llevó una copia a la oficina de Ziegler en Sunset, y se marchó sin pedir hablar con su agente. Nunca había estado allí antes. El lugar parecía la sala de espera de un médico. O de un dentista. Más bien de un dentista, y se alegró de dejar la novela y marcharse sin más.
Ziggie llamó al cabo de dos días.
—Creo que puedo vender esto —dijo.
Stan colgó después de unos minutos de agradable conversación acerca de su libro, y se preguntó qué hacer con el resto de su día. No se le había ocurrido preguntar por Fishkin, y Ziggie no había dicho nada. Tenía un montón de tiempo y dinero. Y libertad. Tuvo que echarse a reír. Si no encontraba a una chica con la que al menos hablar, se volvería loco. Era realmente culpa suya. Hacían falta agallas para seducir a una chica. Su problema era que carecía de agallas. Tenía que ir a un bar, sí, un bar, y sentarse, tomar unas copas, evaluar a las mujeres presentes, había mujeres solteras por todas partes, y luego acercarse a una de ellas y decir algo tentador: «¡Hola!», o bien «¡Oh Dios mío, eres muy atractiva!», o bien «Oye, nena, ¿cómo te va?».
El problema de aprender a relacionarte con novelas baratas era que en realidad no te proporcionaban ninguna buena frase para ligar. Stan estaba seguro de que necesitaba una buena frase para ligar. La verdad en este caso no iba a funcionar. «Ejem, soy un escritor joven bastante acaudalado y estoy aquí en Hollywood para trabajar en el cine». Claro que sí, payaso. Igual que los últimos diez tipos que lo intentaron con esa frase.
Con un suspiro y un golpe en la mesa de la cocina, Stan decidió seguir adelante y probar. Si se le quebraba la voz en medio de la frase, ¿qué? ¿Qué podían hacerle? ¿Meterlo en el hoyo?