9
Jaime pensó que la regla se le había interrumpido por la muerte de su padre. Pero no, estaba embarazada, y obviamente se había quedado embarazada en su primera noche de amor. Y encima, cuando se lo había contado a su madre, Edna le había soltado:
—Muy bien. Entonces eres responsabilidad suya. Vete a vivir con él.
—Oh, claro —respondió Jaime, pensando en el lujoso apartamento de Charlie.
En esa primera noche, Charlie había abierto la cremallera de su saco de dormir, lo había extendido en el suelo al lado del camastro y habían hecho el amor allí. Después, cuando ella sintió sueño, sólo se puso algo de ropa encima y se durmió. Pero no podía imaginarse viviendo de ese modo. Era una chica de clase media. No estaba acostumbrada a la pobreza. Y de todos modos, no creía que a Charlie fuera a hacerle gracia ser padre. En realidad, no había alternativa. Los abortos costaban dinero.
Ella y su madre vivían en la casa mientras los promotores inmobiliarios trataban de venderla, y había desconocidos en su hogar todo el tiempo. La mayor parte de las cosas buenas ya se habían vendido en subasta y la casa se le hacía extraña, llena de insólitos ecos. Daba la impresión de que su padre sólo estuviera de vacaciones y se hubiera marchado sin ellas. Jaime lo echaba de menos, pero también se sentía resentida por su ausencia. ¿Por qué no nos ha llevado con él? Esperaba verlo entrar por la puerta de la calle, con el cuello negro del abrigo subido, el sombrero de fieltro gris calado hasta las cejas, manchas de lluvia en las gafas y el bigote. Su madre estaba ocupada vendiendo sus pertenencias y buscando un apartamento que pudieran permitirse y que no estuviera en un barrio bajo, y ella trataba de hacer los trabajos de la facultad, prestar atención en las clases y escribir. Había estado trabajando en un relato corto sobre una chica muy parecida a ella misma. No iba muy bien y ya no parecía tener sentido. Le habían ocurrido demasiadas cosas desde que había empezado la historia. Tiró las páginas a la papelera. No habían vendido ninguno de sus muebles personales. Su habitación seguía intacta, la única habitación intacta de la casa. La única con una alfombra, aunque no fuera persa. Todavía no le había dicho a Charlie que estaba embarazada. Él se había retirado después de la muerte de su padre, por una cuestión elemental de educación, o porque la consideraba demasiado fácil. Cuando se encontraban siempre parecía amable y preocupado, pero ella se mostraba distante, como si la muerte de su padre la hubiera afectado profundamente, tan profundamente como podría haberle afectado a un personaje de una novela rusa, aunque Jaime sólo había leído una, Anna Karenina.
Por fin, un día en clase, cuando el profesor Clark estaba buscando algo en un libro, Charlie le dio un golpecito en el hombro y Jaime se volvió. Los ojos de él parecían dorados ese día.
—Hola —le dijo él.
—Estoy embarazada —dijo ella, y se volvió.
Aturdida, escuchó al profesor Clark leyendo los Upanishads (estaban trabajando Pasaje a la India) y esperó la reacción de Charlie, aunque él no podía interrumpir la clase. Entonces él la tocó en el hombro y Jaime supo, sólo por ese sencillo golpecito, que todo iría bien. Se echó a llorar. En ese momento, Clark la miró y tuvo que ver el brillo de las lágrimas. Sus ojos azules se ensancharon y volvió a la lectura. «No es la clase, Walt», quería decirle Jaime. Sacó un pañuelo de papel del bolso y se sonó ruidosamente.
—Gesundheit! —susurró Charlie, y Jaime sintió la mano de él en su nuca.
Clark sonrió y siguió leyendo. Cuando sonó el timbre, Jaime se levantó y se volvió hacia Charlie. Sabía que tenía los ojos fatal, pero Charlie sólo la atrajo hacia su seno y ella lloró contra su cazadora.
Por supuesto, la casa de Charlie no sería un buen sitio para ellos. La casa familiar se había vendido, probablemente a precio de saldo, y Jaime y su madre tenían que mudarse en un mes. Edna parecía trastornada y estaba bebiendo demasiado. Jaime no podía hablar con ella. No sabía si era el momento más feliz de su vida o el peor. Sólo cuando estaba con Charlie se sentía bien. Sólo con Charlie se sentía a salvo. Y era una locura. ¿Qué sabía de él? Era de un pueblecito de Montana. Wain, Montana. Su madre estaba muerta y su padre trabajaba en un almacén de maderas. Había sido soldado y había ganado una medalla que su padre envidiaba. Sabía que era un escritor entusiasta con poco talento literario y por último sabía que en la universidad estatal todos pensaban que era el estudiante más prometedor. Probablemente porque era grande y fuerte y tenía una bonita sonrisa.
Salieron a fumar un cigarrillo bajo los árboles del patio entre el edificio de Humanidades y Ciencias Sociales y el de Administración. Llovía un poco.
—Pensaba que podrías estarlo —dijo él.
—¿Estar qué?
—Embarazada.
—¿Qué te hacía pensarlo?
Charlie sonrió.
—Porque quería que lo estuvieras —dijo. Puso su mano en la mejilla de ella, con el cigarrillo colgando románticamente de sus labios—. Ya sabes lo que siento por ti.
—¿El qué? —Jaime había traspasado la línea. Nunca debería haberle preguntado eso.
—Te quiero —dijo él.
—¡Ajá! —dijo otro estudiante al pasar.
Charlie le lanzó una sonrisa irónica, y se volvió hacia Jaime.
—Estoy loco por ti. Quiero casarme contigo. Quiero que tengamos hijos. Etcétera.
—Yo no quiero eso —se oyó decir Jaime—. Tengo que terminar la facultad.
—Puedo esperar —dijo Charlie. De repente, su rostro se retorció en una mueca de duda.
Jaime tuvo ganas de reírse de su expresión cómica al darse cuenta de que ella podría rechazarlo.
—Espera un segundo.
—Yo también te quiero —dijo ella.
—No estarás pensando en un aborto ni nada por el estilo ¿eh? —Había ansiedad en su voz. Tenía las manos en los brazos de ella, y el cigarrillo en la boca.
—No lo sé —dijo Jaime, sintiendo el poder—. No sé qué voy a hacer.
—Por favor, no lo hagas. —Charlie escupió el cigarrillo y la besó con urgencia—. ¿No lo entiendes? Somos perfectos el uno para el otro.
Ahora ella tenía el control.
—Vamos a dar un paseo y nos tomamos una buena taza de café malo —dijo.
Hablando en voz baja, caminaron del brazo por la cuesta cubierta de hierba hasta la cafetería, donde encontraron un grupo de escritores jóvenes sentados tomando un café. Jaime y Charlie se unieron a sus colegas, con el secreto ardiendo entre ellos. Vivirían juntos y tendrían el niño. Charlie, después de licenciarse, buscaría trabajo de maestro. Jaime tendría el bebé y se reincorporaría a la facultad. Lo compartirían todo. Si todavía se amaban al cabo de unos años, se casarían. Entonces ella tendría veintiuno y podría decidir.
Jaime miró a sus compañeros estudiantes. Sólo había hombres en torno a la mesa. Del puñado de mujeres del programa, ninguna se consideraba potencialmente buena escritora. En realidad, la mayoría de los estudiantes de escritura creativa terminarían en la docencia. Pocos se convertirían en escritores. En ese momento estaban hablando de dinero. Algunos se habían presentado al premio Eugene F. Saxon, diez mil dólares de la editorial MacMillan para el manuscrito parcial más prometedor. Jaime se habría presentado, pero no tenía ninguna novela.