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La única forma que tenía Dick de recuperarse del golpe que le había asestado Jaime era ser generoso.
—No sé qué plan tienes —dijo con su voz más profunda—, pero si necesitas el nombre de un buen agente…
Jaime parecía sorprendida. Bien. Dick continuó alabando a Robert P. Mills como un hombre amable y generoso que, como era uno de los peces pequeños, ofrecía a sus clientes una gran cantidad de atención personal.
—Se le dan mejor la novela negra y la ciencia-ficción, pero también sabe cómo mover la novela en general.
—Me halaga que me lo ofrezcas —dijo Jaime.
Dick se echó a reír.
—Bueno, lo único que puedo hacer es recomendarte. Después dependerá de ti.
Ambos rieron.
Dick se sintió aún más generoso cuando Charlie entró con una bolsa de comida y Kira durmiendo en sus brazos, y Jaime le habló de la oferta de Dick.
—¡Es genial! —dijo Charlie.
—Si quieres una buena mecanógrafa —dijo Dick—, Linda tiene un montón de tiempo en el trabajo.
—Oh yo, yo nunca le pediría —dijo Jaime—. Estoy dispuesta a pagar.
—Ella aceptará el dinero —dijo Dick, y sonrió a los dos, que le devolvieron la sonrisa.
Linda mecanografió el manuscrito por treinta dólares: un original y dos copias. Dick no lo había leído y no había estado en la reunión entre Jaime y Linda cuando el manuscrito cambió de manos.
—¿Qué tal es? —le preguntó a Linda una noche.
—Es bueno. —Linda estaba sentada en el sofá de la sala de estar, leyendo una revista.
—¿Cómo de bueno? —bromeó Dick.
Linda lo miró por encima del hombro.
—Es muy femenino. La gente no lo va a comprar.
—Eso no puedes saberlo —dijo Dick alegremente.
Más tarde, cuando Linda trajo el trabajo completo a casa en una caja de cartón, Dick echó un vistazo, fingiendo que estaba examinando la mecanografía.
—Es hermoso —le dijo a Linda.
—Te refieres al mecanografiado.
Pero Dick ya estaba leyendo. Todo muy simple. Sentimental. Sensiblero, tendría que decir. Pasó a otra página. Lo mismo. Reminiscencia ligera y sentimental. No era competencia. Dick se sintió feliz, pero enseguida se avergonzó de sí mismo. El tiempo, el esfuerzo. Él mismo nunca lo había conseguido, y Jaime merecía toda alabanza posible sólo por el hecho de haberlo escrito. Aunque sólo fuera por las trescientas y pico páginas que se había liquidado en menos de un año. Mucho menos, si recordaba bien cuándo había empezado Jaime. Tuvo que decirse a sí mismo que había salvado todos los escollos. Bien por Jaime.
—Muy bien mecanografiado —le dijo a Linda después—, pero yo no contaría con una venta rápida. Si yo fuera Jaime.
—No lo eres.
La novela de Jaime no era su mayor problema. Podrían pasar meses antes de que la cuestión se resolviera. Por el momento, Dick tenía que preocuparse por su propio trabajo. ¿Era hora de empezar su novela? ¿Se había establecido una meta artificial esperando otra gran venta? Puede que la incertidumbre lo estuviera matando y fuera hora de olvidarse de Playboy. Tal vez si empezara una novela terminaría con su racha de mala suerte. Había estado pensando que tardaría un año o dos, tal vez incluso más, en escribir una novela, si es que Charlie servía como ejemplo. Y se había acobardado ante la idea. Pero Jaime lo había hecho en cuestión de meses. Él haría lo mismo. Con sus experiencias vitales, escribiría un libro mucho más interesante.
Podía oír el desprecio de Linda si llegaba a enterarse. «Culo veo, culo quiero». Ajá. Si empezaba una novela tendría que mantenerlo en secreto ante Linda y todos los demás. Eso significaría comerse el resto de su cuenta bancaria sin enviar ningún relato al mercado. Tenía diecinueve historias en circulación, diez con Mills, y nueve que él mismo estaba enviando a pequeñas revistas. ¿Qué rendimiento podía esperar de esos diecinueve relatos? Sacó las copias y las miró de una en una. Estaba lloviendo copiosamente y tenía las puertas abiertas para dejar que el aire fresco entrara. Por lo general, una tarde examinando su obra podía ser maravillosamente agradable, pero no ese día. Se dio cuenta, con el corazón encogido, de que la mayoría de su producción, tal vez toda ella, era, bueno, no tan buena como la recordaba. Ni demasiado buena ni muy comercial. Mientras seguía lloviendo, el ánimo de Dick fue cayendo por los suelos. Cuando Linda llegó a casa, ya se sentía agotado y miserable.
—¿Dónde está la cena? —preguntó Linda.
Dick se había olvidado por completo de preparar algo. Ni siquiera había descongelado las chuletas de cordero.
—Lo siento.
No se explicó, sólo se sentó muy rígido en el sofá, con los pies en la mesita y las manos metidas en los bolsillos.
—Tengo hambre, maldita sea. —Linda entró en el dormitorio.
Dick la oyó desnudarse. Se preguntó si era lo suficientemente hombre para entrar allí, agarrarla, tirarla al suelo y hacerle el amor. Eso lo ayudaría. Pero también lo mataría. ¿Y si ella lo apartaba? «¡Oh, para ya!». Se sentiría como un idiota. Además, notaba la entrepierna fría, no caliente.
—Estaba trabajando —dijo.
Linda salió a la puerta de la habitación, desnuda de cintura para arriba.
—Salgamos.
—¿Con esta lluvia?
—Mira, vete a la mierda —dijo Linda, y volvió a entrar en el dormitorio.
Era demasiado tarde para replicar «¡Vete a la mierda tú!». De todos modos, tenía miedo. Cuando Linda volvió a salir de la habitación iba vestida para salir, con unos shorts tejanos, una camisa de hombre azul, el sombrero de fieltro marrón de Dick y su impermeable de color verde oscuro. Estaba espléndida.
—¿Adónde vas?
—Voy a salir a cenar.
—No podemos cenar fuera todas las noches.
—Qué pena —dijo Linda, y se fue.
Fuera caían chuzos de punta. Linda había desaparecido bajo la lluvia. Puede que no volviera a verla nunca. Pero se sentía incapaz de hacer nada al respecto en su actual estado de ánimo. Al cabo de un rato se fue a la cocina, sacó el paquete de chuletas de cordero y lo abrió. No tenía ningún sentido pasar hambre.
Linda llegó a casa a las nueve, empapada y sin dirigirle la palabra. Él justo estaba friendo las chuletas.
—¿Te queda sitio para una chuleta de cordero? —dijo en voz alta.
No hubo respuesta. Tal vez le hubiera bajado la regla.