Capítulo 6
Sábado. Priss había faltado dos noches a las lecturas del hospital. Aquella noche esperaba poder ir, pero no sabía si le sería posible ir a la ciudad. Todavía tardarían una semana en reparar su coche y el que le había prometido su casa de seguros aún no estaba disponible. Se le ocurrieron muchas cosas desagradables sobre una ciudad como New Hope, con una única agencia de alquiler de coches.
Sus desgracias tenían que haber ocurrido aquel fin de semana. En New Hope, cuando el cuatro de julio caía en fin de semana, la fiesta se alargaba durante tres días llegaba gente de los alrededores y cada vehículo disponible se transformaba en una carroza para el desfile.
Jake le comentó que le buscaría un coche, pero, si lo hacía, se sentiría más dependiente de él de lo
que ya estaba. Aquella idea la puso nerviosa por razones que no se atrevía a considerar.
-¿Avispas en el trasero? -le preguntó Pete, que la estaba enseñando a hacer café, y ella asintió, por que era una buena descripción de cómo se sentía.
Jake había salido hacia Forth Worth a primera hora de la mañana, para ver a unos caballos. Luego, tenía que contratar a un transportista para que los llevase a Bar Nothing.
No le echaba de menos, por supuesto que no le echaba de menos, se decía. Sorprendentemente, Pete era una gran compañía. una vez que los dos se pusieron de acuerdo en que ella era un completo desastre en la cocina y que Pete podía darle mil vueltas a cualquier cocinero de New Hope, desde el famoso chef de Autobús a Sue Ellen, experta en cocina casera.
-Pero no hay quien supere la tarta de limón de Sue Ellen -opinó Priss, leal a una mujer a la que admiraba más que a ninguna otra persona con excepción de Rosalie: su amiga se quedó huérfana a los siete años, empezó a trabajar a los nueve y se mantuvo a sí misma desde entonces sin perder su fe en Dios, la Iglesia y ella misma.
-Eso es que no has probado mi pudding --dijo Pete. Priss sólo pudo responder que no, efectivamente, no.
-Coco, pasas y compota de manzana. Es deliciosa. Mañana haré una comida especial. Supongo que Jake llegará a tiempo.
Priss no le había preguntado, pero esperaba que Jake volviera aquel mismo día. Aunque la verdad era que no sabía cuánto tiempo podría llevar un negocio como aquél. Lo que sí pensó fue que podría tener otros asuntos de qué ocuparse, como una amante en Forth Worth. Podría tener una docena de amantes, porque era soltero y la clase de hombre ante el que cualquier mujer con las hormonas razonable mente saludables no podría resistirse. El cielo sabía que ella tenía que hacer verdaderos esfuerzos por mantenerse bajo control cuando estaba cerca de ella.
Aquélla era otra razón por la que necesitaba encontrar un vehículo cuanto antes y buscar, lo antes posible, otro techo bajo el que dormir.
-¿Por qué pones una cáscara de huevo en el café? -preguntó.
-Sirve para asentar el grano -dijo Pete sirviéndole una taza-. Así se hace el buen café, no como lo hacen esas cafeteras eléctricas modernas.
Priss dio un sorbo y frunció el ceño, luego añadió dos cucharillas de azúcar y echó leche.
-Interesante -dijo.
Cuando el sol secó la mayor parte de la lluvia del día anterior, dejando sólo unos cuantos charcos en los baches más profundos, Priss sentía ciertos dolores que nunca había sentido. Le dolían las manos de tanto barrer y más de una vez le dieron calambres en las piernas. Hizo varios viajes para subir al piso de arriba la colada del día anterior, cambió las sábanas, barrió el piso y, después de tanto andar, tuvo que quitarse las botas de piel.
Pete, debido a sus deberes culinarios, desapareció después de darle a Priss una lista de cosas que quedaban por hacer. Hasta que no se dirigió, agotada, a la cocina, no descubrió que lo que Pete llamaba «una comida digna de una reina» no era. más que unas patatas cocidas, y que desde el mediodía estaba tumbado en el sofá del cuarto de estar, viendo la televisión. .
Comieron, lo que Pete llamaba comida, con el fregadero lleno de platos sucios y entre una pila de ropa para planchar. Pete le había prometido enseñada a hacer las tareas de la casa. Si lograba, sobre vivir, Priss suponía que acabaría por aprender cómo no hacer las tareas de la casa.
-El cocinero nunca lava los platos -declaró Pete, levantándose de la mesa y abrochándose el cinturón. .
-Ah, ¿y quién tiene que hacerlo?
-Tú.
-Oh, bueno... está bien. ¿Dónde está el lavavajillas?
-Ahí -dijo Pete señalando la pila.
Aquella tarde,Priss aprendió a planchar la funda de una almohada y que quedara tan lisa como la frente de un viejo. También aprendió a planchar camisas, después de algunos consejos, aunque una de ellas acabó con la marca marrón de la plancha en la espalda. En cuanto a la camisa de seda negra... bueno, de todas formas, había encogido después de lavarla, así que tampoco importaba mucho que al planchar le hubiera hecho un agujero.
Entre las ruidosas celebraciones del cuatro de julio, que se prolongarían durante todo el fin de semana, Jake salió de Forth Worth con un contrato firmado en el bolsillo que acabaría por transformarse 1en una sabrosa comisión, dependiendo del número de compradores interesados en los caballos de Trow bridge. Eran caballos de primera calidad, pero su precio dependía del mercado.
Antes de volver intentó prolongar su estancia, hacer unas CUantas llamadas, quedar con una viuda a la que no había visto hacía ya dos meses y, tal vez, colaborar en la fiesta con algunos fuegos artificiales por su parte.
En vez de eso, se encontró en la autopista en dirección al norte, sabiendo que sólo estaba yendo 'en dirección a más problemas y diciéndose que su estupidez no conocía límites. Durante tres horas estuvo sentado a la mesa con Ben Trowbridge, compartiendo charla, cigarros y copa, mientras Ben hablaba de sus caballos y Jake concentraba toda su atención en estar un paso por delante de aquel viejo zorro.
Entonces, justo en mitad de una discusión sobre proyectos, precios y pedigrís, se sorprendió a sí mismo mirando al vacío, imaginando a una mujer con vaqueros ajustados y un rostro redondo y hermoso, con los ojos color miel y una boca sensual... y preguntándose a qué sabrían aquellos labios.
Trowbridge no era tonto, tal vez no tuviera aspectode ser muy avispado, pero su mirada era profunda penetrante, de modo que aprovechó aquel momento para volver sobre los puntos concretos del contrato.
Jake se vio obligado a concentrarse en la conversación.
Maldita mujer, se dijo.
Se recordó que lo único que quería era acostarse con ella, sin más, disfrutar con eUa del sexo, pero sólo temporalmente, lo que le parecía una aspiración' perfectamente1ícita.para un hombre adulto.
Pero eso era antes de averiguar que era la clase de mujer que había evitado como una enfermedad contagiosa durante toda su vida.
Jake sabía muy bien dónde se había equivocado.
Su primer error fue seguirla, entrar en aqueUa boutique infantil y conseguir que se tropezara para poder ponerle la mano encima. El segundo había sido llevarIa a su casa. En cuanto al tercero...
No estaba dispuesto a cometer más errores. De ningún modo. Estaba dispuesto a echarla de su casa, aunque tuviera que llevarla a Dallas y pagarle una suite en el mejor hotel de la ciudad. Le habría gustado pensar que era una cuestión de honor, pero tenía, la sensación de que se había convertido en una cuestión de supervivencia.
Un estallido de fuegos artificiales iluminó el cielo nocturno, sirviendo de marco a su irritación. Jake se dijo que a la avanzada edad de treinta y cinco años, con su vida finalmente encauzada, lo último que necesitaba era liarse con una mujer caprichosa y acostumbrada a un alto nivel de vida. Por muy atractiva que fuera.
El sexo, se dijo, era una necesidad legítima, como las vitaminas y él siempre trataba de cuidar su salud.
Comía bien, dormía ocho horas, bebía sólo una cerveza todas las noches y, siempre que podía, evitaba las bebidas más fuertes. En cuanto al sexo, ya no era tan frecuente como antes, pero, a medida que un hombre crece, se decía, discrimina mucho más.
El problema venía cuando empezaba a pensar en algo más que el sexo, a pensar, por ejemplo, en la sonrisa de una mtger en vez de en cómo acostarse con ella.
Mientras seguían los fuegos artificiales, Jake juró en silencio y se desvió de la autopista para dirigirse hacia el este por una carPetera secundaria. ¿Cuándo se había vuelto _u vida tan endiabladamente complicada?
Priss había decidido olvidarse de Jake. Lo último que necesitaba era mezclarse con un vaquero que ni siquiera tenía lavavajillas ni microondas y que tenía tanta fineza como un toro. Un hombre cuyo ligero contacto la estremecía de la cabeza a los pies. Que Dios la ayudase, se dijo, no era la mujer más lista de Texas, pero sabía muy bien que su vida pendía de un hilo.
Por esa razón se había negado a hacer más preguntas, a escuchar de labios de Pete más historias sobre Jake, como la de que le había rescatado de las calles y le había dado casa y comida.
El problema era que a Pete le encantaba tener público. Mientras Priss lavaba los platos, Pete le contó la primera vez que Jake ganó dinero en los rodeos.
Era un rodeo pequeño, una competición llena de muchachos que deseaban probar su hombría.
Jake ganó y se sintió tan orgulloso como un pavo real. Para celebrarlo, se mantuvo en pie un par de vueltas y, enfebrecido por la gloria, reservó habitación en el hotel más caro de la ciudad, para ducharse Y cambiarse de ropa.
Pero bajó al salón del hotel, bramando y preguntando _quién había estado revolviendo su habitación mientras él no estaba allí.
Pete sacudió la cabeza al recordar el suceso, pero Priss imaginó sin dificultad a un joven Jake Spencer, inexperto hasta el punto de no conocer el funcionamiento del servicio de habitaciones de un hotel de lujo, que se había limitado a ordenar su equipé!:ie y cambiar las sábanas.
No lo esperaban hasta la mañana siguiente, razón por la cual Priss no se había molestado en recogerse el pelo aquella tarde, y se pusieron a bailar. Por lo menos, Priss bailaba y Pete marcaba el ritmo de la canción que sonaba en la radio golpeando con dos cucharillas sobre la mesa. Decía que había tocado la batería con un grupo de country cuando trabajaba en el circuito de rodeos del este.
-¿Os estáis divirtiendo? -dijo Jake desde el umbral de la puerta, contemplando el cabello suelto de Priss.
Priss se quedó helada, inmóvil, con las manos sobre la cabeza.
-No te esperábamos hasta mañana -dijo Priss sin aliento, mientras Pete se metía las cucharillas en los bolsillos de la camisa sin dejar de tararear la canción que sonaba en la radio.
-¿Qué tal te ha ido? -preguntó el viejo, dándole a Priss tiempo de tranquilizarse.
-Bastante bien.
-Así que has conseguido algunas cabelleras.
-Sí.
-He oído decir que esos caballos son muy buenos -dijo Pete.
Priss miró a ambos hombres. Se sentía como una extraña, una sensación demasiado familiar para ella.
-¿Hay algo de cenar? -preguntó Jake, quitándose el sombrero y mesándose los cabellos. Parecía cansado.
-P. J. puede prepararte unas judías. Y queda mucho café -dijo Pete.
-¿P. J.? -dijo Jake con una sonrisa.
-Vamos, chica, hazle esas judías. En un cazo mediano, y nO olvides remover.
-No iniporta -dijo Jake-: He comido carne, Con eso me basta.
Seguía en el umbral, mirándola fríamente.
-¿Quieres que te caliente las judías de todas formas? -preguntó Priss. .
-No, Jake odia las judías verdes. Su madre no le daba otra cosa. Muchacho, tendrías que ver cómo baila esta chica. Baila mejor que aquella belleza por la qúe acabaste rompiéndote las dos piernas en Tulsa. Tienes que bailar con ella, Doc Bender dice que un hombre que no hace ejercicio acaba por no poder moverse.
-¿El ejercicio de lengua y mandíbulas también cuenta? –dijo Jake con sequedad.
Sonriendo, el viejo salió de la habitación, deteniéndose para volver a encender la radio, que había apagado al entrar Jake. Priss lo miró. Ojalá se hubiera ido a dormir después de la cena, se dijo. Cuando terminaron de cenar estaba tan cansada que apenas podía moverse, pero Pete puso una cara muy larga y a decir lo que solitaria que era la existencia para un viejo sin familia como él.
En la radio, Hal Ketchum estaba cantando una balada triste y amarga. Se escuchaba el ruido de los truenos en la lejanía. Era como el rq.ido de los cañones, pensó Priss, aunque nunca había oído cómo sonaban los cañones.
-¿Quieres... bailar? -dijo, preguntándose dé dónde había sacado el valor para pedírselo. E imaginó lo que sería estrecharse contra sus brazos, apoyar la mejilla contra su hombro, moverse en suave armonía...
-Gracias, pero no me gusta bailar.
-Oh -dijo Priss, y se Sonrojó.
-No lo hago bien, no puedo. Si supiera, me gustaría bailar contigo, pero me temo que si bailamos, voy a pisar esos bonitos zapatos rosas que llevas.
Los dos miraron los pies de Priss, descalzos, con las uñas pintadas de rosa. Priss trató de pensar en algo inteligente que decir, pero no se le ocurrió nada.
-Salgamos -dijo Jake-. Quiero enseñarte algo.
Lo primero q_e pensó Priss fue que Jake había encontrado un vehículo para ella. Ni siquiera se detuvo a pensar cómo podía haber llegado con dos vehículos a la vez.
Jake le agarró del brazo y la llevó hasta la barandilla del porche.
-Mira allí -dijo Jake, y ella miró:
-¿Dónde? -dijo Priss, que sólo veía la camioneta y el remolque de ganado vacío.
-Mira el cielo sobre la ciudad.
-¿El cielo? ¿Te refieres a aquel resplandor rosado?
-dijo Priss, mirando con atención.
El aire de la noche era fresco, cargado con el olor de la hierba, el polvo y los caballos. No había ninguna señal de tormenta, a pesar de los truenos que ella había oído.
Y, entonces, de pronto, hubo una explosión, y luego otra.
-iFuegos artificiales!
Jake, sonriendo, la miró con tanto orgullo como si fuera él el organizador de todo aquel despliegue.
-Bonito, ¿eh? Aunque a ti no te gusten mucho las celebraciones del cuatro de julio –bromeó Jake.
Su voz resonaba sobre el silencio de la noche, uniéndose al canto de los grillos y a los distantes estallidos.
-Lo que no me gustan son los desfiles. Los fuegos artificiales siempre me han gustado. Los veía desde la ventana de mi habitación cuando era pequeña.
-Yo los veía desde el tejado de mi casa.
Y desde los billares, y desde el garaje donde se reunían los peores individuos del barrio para emborracharse. Una vez desde la habitación de una prostituta, la mujer con la que se había iniciado, aunque aquel día los fuegos fueron un anticlímax.
Le rodeó los hombros con el brazo. Comenzaba a ser un hábito. Se dijo que no significaba nada, que tan sólo era un gesto amistoso, habitual en las gentes de aquel lugar.
Recordó que ella le había dicho que no le gustaba que la tocaran, pero también el modo en que se estrechaba contra él cada vez que le apoyaba el brazo sobre los hombros. Como una gata mojada retorciéndose en unas cálidas manos.
-Mira allí -dijo con voz grave, señalando hacia delante e inclinándose para alinear la vista con Priss.
Olió su perfume, aunque, sobre todo, olía a jabón, champú y algodón.
Priss se cruzó de brazos y trató de concentrarse en los fuegos artificiales en lugar de en el hombre que tenía a su lado, demasiado cerca de ella. Una explosión de luz, circular y verde, apareció en la oscuridad, como si fuera una araña de cristal. Contuvo el aliento al ver cómo se extendía la luz sobre Denton County y se desvanecía suavemente.
Momentos más tarde oyó el distante estallido que antes confundiera con un trueno. Se le-hizo un nudo en la garganta y apretó los brazos contra sí. «No, ahora, no, tonta.» y volvió a oír' la voz de su madre: «Oh, por el amor del cielo, Priscilla" Joan, ¿por qué tienes que reaccionar así? Es tan vulgar.» Pero, vulgar o no, Priss nunca había sido capaz de ocultar sus sentimientos. y siempre afloraban en los momentos más embarazosos. ¿Cómo iba a explicar por qué lloraba cuando veía un desfile si ni siquiera ella podía entender la razón? ¿O por qué lloraba al ver despegar a un avión y desaparecer entre las nubes?
En ciertos días del mes, podía llorar al ver a un autobús saliendo de la- estación rumbo a un viaje desconocido.
Priss suspiró sonoramente y Jake se puso tenso Sin saber cómo, estaba entre sus brazos.
-Me decías algo? -murmuró.
Priss respiró profundamente, tratando de calmar su respiración. Le ardían los ojos y tenía la nariz húmeda. Buscó un pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón, y rozó, por esa razón, el sexo de Jake. Profirió un pequeño quejido y en el cielo hubo otro estallido de luz, seguido por la misma explosión distante.
-Lo siento, no quería... -dijo Priss, y suspiró. Jake le dio su propio pañuelo.
-Suénate -dijo, y Priss lo hizo.
-Lo siento. No sé por qué me pasa esto.
Jake tampoco lo sabía. Lo único que sabía era que las mujeres eran tan predecibles como un tornado. Y casi tan peligrosas.
-Una vez conocí a un hombre que solía llorar Cada vez que veía un vagabundo -dijo Jake, que en realidad no lo conocía, sino sólo había oído hablar de él, pero pensó que tal vez al oído, Priss se sentiría mejor.
-Ya te lavaré el pañuelo. La secadora ya funciona.
¿Quieres que te lo planche? He aprendido esta mañana.
-No te preocupes -le dijo Jake, preguntándose por qué no ponía los pies en polvo rosa antes de que fuera demasiado tarde.
Probablemente por el modo en que sus cabellos le acariciaban la barbilla, y del modo en que sus pequeñas y firmes nalgas se apretaban contra él.
-Son como bombas estallando en un campo de batalla, ¿verdad?
--Cómo?
-Los fuegos. ¿No te parece que son como bombas?
-Ahora que lo mencionas, supongo que sí.
Si se fijaba en ellos, probablemente le habrían recordado a los fuegos que solía haber en los rodeos importantes. Igual que aquella vez, cuando tenía trece años, y acabó borracho como una cuba despertándose a la mañana siguiente en el coro de una iglesia baptista con el peor dolor de cabeza de su vida y un amigo comiendo patatas fritas a su lado.
Priss se encogió de hombros y el cuerpo de Jake registró cada uno de sus perezosos movimientos. Cuando la estrechó imperceptiblemente entre los brazos, ella se apretó contra él. Jake estaba a punto de estallar. Lo único que necesitaba era encontrar el modo de mantener su entusiasmo bajo control. Priss suspiró, y Jake se preguntó si estaría pensando lo que él estaba pensando.
-Sabes, cuando era pequeña -dijo Priss suavemente-, mi madre me habló de su bisabuelo, que se llamaba Walter Raleigh Gilbert Ambrose, que estuvo en la guerra civil, y de su tatarabuelo, que luchó contra los ingleses en Virginia y murió como un héroe. ¿Crees que será por eso por lo que la música de los desfiles me hace llorar? Pensando en hombres como ellos, que se van a la guerra. Pero eso no explica lo de los aviones y los autocares, ¿verdad?
-Los aviones y los autocares, sí -<dijo Jake, tratando de comprender lo que estaba oyendo, pero su mente prefería concentrarse en asuntos más importantes, como darle la vuelta entre sus brazos y besarla hasta que se le doblaran las rodillas y entonces irse a la cama.
«Irse a la cama. Qué bien. El bastardo de Baker acostándose con la pequeña princesa de los Barrington.»
Y entonces, Priss se dio, la vuelta y se puso de frente a él, pero protegiéndose con los brazos cruzados, y dijo:
-¿Sabes? Algunas veces tengo esas sensaciones.
A mi madre le sacaba de quicio que...
-Sé lo que quieres decir, cariño. Yo también siento lo mismo.
Qué diablos, se dijo Jake, y la besó.
Los fuegos artificiales eran un buen símil para describir lo que pasó. Y las arenas movedizas. Jake se dio cuenta de que se había metido en problemas en el instante en que rozó con los labios la boca de Priss. Era tan suave como una nube, pero cálida y dulce, como el whisky y la miel.
Priss le echó los brazos al cuello, y se apretó contra él como una planta trepadora.
Le besó con la boca cerrada, lo que para Jake fue, para su sorpresa, excitante. Pero tampoco se empeñó en mantenerla cerrada, porque Jake consiguió que la abriera sin esfuerzo. Y los fuegos artificiales se hicieron mayores. y más luminosos. Jake se sentía como un cohete a punto de despegar.
Mucho tiempo después, Priss se separó de él para tomar aire. Jake apoyó la barbilla sobre su cabeza y trató de encontrar un sentido a lo que había ocurrido. -Prissy, nena.
-Oh, Dios mío -dijo Priss suavemente-. No quería hacerlo.
Besar no era una nueva experiencia para ella. Ya la habían besado antes, muchas veces. Bueno, tal vez no muchas, pero las bastantes para que pudiera llamarlas besos, porque eran besos.
Pero aquellas otras veces no se parecían en nada a aquélla. Aquella vez fue presa de una sensación intensa, eléctrica, como si la oscuridad se iluminara
-Creo que será mejor que me vaya a. la cama -susurró.
-Sí, creo que es lo., mejor.
Priss se sintió algo decepcionada de que Jake renunciara tan rápido, pero probablemente era por el bien de los dos. Con todo lo que le había ocurrido desde el día de ayer, apenas se reconocía a sí misma.
Minutos después se masajeaba la cara con una crema hidratante, preguntándose por qué un hombre de la edad de Jake no sabía bailar. Todo el mundo sabía bailar. Ella había recibido lecciones de baile antes de abandonar el colegio.
Luego se preguntó qué pensaría acerca de los niños. ¿Qué había dicho de él Faith Harper? ¿Qué había estado casado?
Priss se cepilló el pelo lentamente, tratando de imaginar la clase de mujer con que se había casado Jake. Y si había estado casado, ¿dónde estaba su mujer? Porque, por mucho que lo intentara, no podía imaginara ninguna mujer que tuviera bastante suerte para capturar a un hombre como Jake Spencer y luego dejarlo escapar. No se parecía en nada a los chicos que había conocido en la universidad, o a los hombres con los que había salido desde entonces.
No era educado, de hecho, a su modo, era tan ajeno a la sociedad como ella, aunque por razones completamente distintos.
¿Cual sería su razón?, se preguntaba. Recordando el aspecto que tenía en la boutique infantil, rodeado de peluches y de mobiliario para niños, se preguntó si alguna vez había pensado en tener una familia.
Niños que lo siguieran allí donde fuera mientras él hacía... lo que hiciera.
Niñas con vaqueros que pudieran ponerse perdidas y dar gritos y subirse a los árboles y tener muñecas.