FANTASÍA

Un toque cremoso de suculento sonido azul, de olor parecido a las fresas algo viejas en una fuente de latón, es lo que se siente cuando mamá se acerca, envuelta por un halo de color, de charla y de un perfume denso como espeso jarabe dorado. Los recién nacidos viven inmersos en olas en las que se han fundido visión, sonido, tacto, gusto y, especialmente, olor. Como nos recuerdan Daphne y Charles Maurer en El mundo del recién nacido:

Su mundo huele para él como para nosotros el nuestro, salvo que él no percibe el olor como algo que sólo entra por su nariz. Oye los olores, los ve, y los toca. Su mundo es una mezcla de aromas picantes…, sonidos de olor amargo, visiones de olor dulce y presiones de olor agrio contra la piel. Si pudiéramos visitar el mundo del recién nacido, nos creeríamos dentro de una perfumería alucinógena.

Con el tiempo, el recién nacido aprende a clasificar y domesticar sus impresiones sensoriales, algunas de las cuales tienen nombre, muchas de las cuales seguirán para siempre innominadas. Las cosas que eluden nuestra aprehensión verbal son difíciles de manipular y casi imposibles de recordar. Una agradable sensación en la nursery se desvanece después en las categorías rigurosas del sentido común. Pero, para algunas personas, esa mezcla sensorial nunca se pierde, y siguen sintiendo el gusto de las judías cuando oyen la palabra «Francis», como me dijo una mujer, o ven amarillo al tocar una superficie mate, o huelen el paso del tiempo. La estimulación de un sentido estimula otro: el nombre técnico es sinestesia, del griego syn (junto) y aisthanestai (percibir). Una gruesa manta de percepción es tejida hebra a hebra. Una palabra similar es síntesis, en la que la manta de pensamiento es tejida idea por idea, y que originalmente se refería a la ropa de muselina liviana que llevaban los antiguos romanos.

La vida cotidiana es una constante arremetida sobre las percepciones, y todos experimentamos alguna mezcla de los sentidos. De acuerdo con los psicólogos de la Gestalt, cuando se le pide a la gente que relacione una lista de palabras sin sentido con formas y colores, identifica ciertos sonidos con ciertas formas según esquemas precisos. Lo más sorprendente es que sucede así ya provenga la persona de los Estados Unidos, Inglaterra, la península Mahali o el lago Tanganika. Las personas con intensa sinestesia también tienden a responder de forma predecible. Una investigación hecha sobre dos mil sinestesistas de diversas culturas reveló muchas similitudes en los colores que asignaban a los sonidos. Por ejemplo, se suelen asociar los sonidos graves con colores oscuros, y los agudos, con los claros. Nuestros sentidos tienen por sí mismos una cierta dosis de sinestesia. Si se deseara crear sinestesia instantánea, podría hacerse con una dosis de mescalina o de hachís, que intensificarían las conexiones nerviosas entre los sentidos. Los que experimentan naturalmente una sinestesia intensa en su vida corriente son raros, sólo una de cada quinientas mil personas, aproximadamente. El neurólogo Richard Cytowic remite el fenómeno al sistema límbico, la parte más primitiva del cerebro, por lo que llama a los sinestesistas «fósiles cognitivos vivientes», porque puede tratarse de personas cuyo sistema límbico no esté enteramente gobernado por el córtex, mucho más complejo y de evolución más reciente. En sus palabras, «la sinestesia (…) puede ser un recuerdo de cómo veían, oían, olían, gustaban y tocaban los primeros mamíferos».

Mientras que la sinestesia puede llevar a la locura a algunas personas, a otras puede sacarlas de ella. Mientras supone una pequeña plaga para las personas que no desean toda esa sobrecarga sensorial, puede revigorizar a aquellos que son indeleblemente creativos. Algunos de los más famosos sinestesistas han sido artistas. Los compositores Alexandr Scriabin y Nikolái Rimski-Korsakov asociaban libremente colores con música cuando creaban. Para Rimski-Korsakov, la tonalidad de do mayor era blanco; para Scriabin, era roja. Para Rimski-Korsakov, la mayor era rosada; para Scriabin, era verde. Resultan sorprendentes las coincidencias de sus sinestesias música-color. Ambos asociaban mi mayor con azul (para Rimski-Korsakov era azul zafiro; para Scriabin, azul celeste), la bemol mayor con violeta (para Rimski-Korsakov, un violeta grisáceo, para Scriabin, violeta rojizo), re mayor con amarillo, etc.

Muchos escritores han estado especialmente dotados de sinestesia, o bien han sido muy convincentes describiéndola. El doctor Johnson dijo una vez que el rojo escarlata «no representaba a nada tanto como al sonido de una trompeta». Baudelaire se enorgullecía de su esperanto sensorial, y su soneto sobre las correspondencias entre perfumes, colores y sonidos influyó mucho en el movimiento simbolista, amante de la sinestesia. La palabra «símbolo» viene del griego symballein, «arrojar juntos», y, según explica el Diccionario Columbia de la literatura europea moderna, los simbolistas creían que «todas las artes son traducciones paralelas de un misterio fundamental. Los sentidos se corresponden: un sonido puede ser traducido mediante un perfume, y un perfume mediante una visión (…) Obsesionados por estas correspondencias horizontales», y empleando la sugerencia antes que una comunicación directa, buscaron «el Uno oculto en la Naturaleza detrás de los Muchos». Rimbaud, que les asignaba colores a cada uno de los sonidos de las vocales, y una vez describió la A como «negro corsé peludo de moscas zumbonas», decía que el único camino por el que un artista puede llegar a las verdades de la vida es experimentando «toda forma de amor, de sufrimiento, de locura» y preparándose para «un largo, inmenso y planeado desorden de todos los sentidos». Los simbolistas, que eran ávidos usuarios de drogas, se deleitaron con el modo en que los alucinógenos intensificaban todos sus sentidos a la vez. Habrían apreciado (aunque por poco tiempo) la experiencia de tomar LSD viendo la película de Walt Disney Fantasía, en la que el color puro sigue las líneas de la música clásica. Pocos artistas han escrito sobre la sinestesia con la precisión y el encanto con que lo hizo Vladimir Nabokov, quien en Habla, memoria analiza lo que llama su «audición coloreada»:

Quizás «audición» no sea del todo exacto, ya que la sensación de color parece ser producida por el acto de formar oralmente una letra determinada mientras imagino su perfil. La a larga del alfabeto inglés (…) tiene para mí el color de la madera a la intemperie, mientras que la a francesa evoca una lustrosa superficie de ébano. Este grupo negro también incluye la g sonora (caucho vulcanizado) y la r (un trapo hollinoso en el momento de ser rasgado). De los blancos se encargan el color gachas de avena de la n, el flexible tallarín de la l, y el espejito manual con montura de marfil de la o. Me desconcierta mi on francés, que veo como la desbordante tensión superficial del alcohol en un vaso pequeño. Pasando al grupo azul, aparece la acerada x, la nubarrón z y la huckleberry k. Como entre sonido y forma existe una sutil interacción veo la q más parda que la k, mientras que la s no tiene el azul claro de la c, sino una curiosa mezcla de azul celeste y nácar. Los tonos adyacentes no se mezclan, y los diptongos no tienen colores propios, a no ser que estén representados por un único carácter en algún otro idioma (así, la letra gris-vellota, tricorne, que representa en ruso el sonido sh, una letra tan antigua como los juncos del Nilo, influye en su representación inglesa).

(…) La palabra que significa arco iris, un arco iris primario y decididamente fangoso, en mi idioma particular es la casi impronunciable kzspygu. Según tengo entendido, el primer autor que estudió la audition colorée fue un médico albino de Erlangen, en 1812.

Las confesiones de un sinestesista deben de sonar tediosas y ostentosas para quienes están protegidos de estas filtraciones y corrientes de aire por murallas más sólidas que las mías. Para mi madre, sin embargo, todo esto era completamente normal. Esta cuestión se planteó, un día de mi séptimo año, mientras utilizaba distraídamente un montón de los viejos cubos del alfabeto para construir una torre. Sin darle importancia, le comenté a mi madre que ningún cubo tenía el color que le correspondía. Entonces descubrimos que alguna de las letras de ella tenían el mismo color que las mías, y que, además, ella también se sentía afectada ópticamente por las notas musicales. En mí, éstas no evocaban el menor cromatismo.

La sinestesia puede ser hereditaria, así que no es sorprendente que la madre de Nabokov la experimentara, ni que se manifestara de un modo ligeramente diferente en su hijo. No obstante, es incómodo pensar que Nabokov, Faulkner, Virginia Woolf, Huysmans, Baudelaire, Joyce, Dylan Thomas y otros notorios sinestesistas fueran seres más primitivos que la mayoría de la gente, aunque bien puede ser cierto. Los grandes artistas se sienten a gusto participando en el luminoso derrame de sensaciones, al que ellos agregan su propio Niágara sensorial. Seguramente, a Nabokov le habría divertido imaginarse más cerca que otros de sus antepasados mamíferos, a los que seguramente habría pintado en un ficticio salón de espejos con tenue, irónica delicadeza nabokoviana.

CORTEJANDO A LA MUSA

¡Qué gente tan extraña somos los escritores, los buscadores del mundo perfecto, de la frase gloriosa que de algún modo convertirá en palabra la exquisita avalancha de la conciencia! Los que vivimos en barrios mentales donde cualquier idea vagabunda puede conseguir un buen empleo si tiene el incentivo adecuado: un poco de bebida, unos azotes, una sutil seducción. Estaba a punto de decir que nuestras cabezas son nuestras oficinas o nuestros osarios, como si la creatividad viviera en una pequeña buhardilla del Soho. Sabemos que la mente no reside sólo en el cerebro, de modo que el dónde es tan misterioso como el cómo. Katherine Mansfield dijo una vez que necesitaba «trabajos de jardinería horriblemente pesados» para conseguir la inspiración, pero creo que se refería a algo más voluntarioso que los paseos de Picasso por el bosque de Fontainebleau, de donde salía con abrumadoras «indigestiones de verde» que se sentía impulsado a vaciar sobre una tela. O quizá era exactamente lo que quería decir, la dura jardinería de saber dónde y cómo y por cuánto tiempo y precisamente en qué dirección caminar, y la voluntad de salir y caminar con la mayor frecuencia posible, aun cuando una esté cansada o no esté de humor, o ya haya caminado sin resultado alguno. Los artistas son famosos por obligar a sus sentidos a ponerse en funcionamiento, y a veces han empleado con ellos notables trucos de sinestesia.

Dame Edith Sitwell se tendía en un ataúd abierto durante un rato, antes de empezar su escritura cotidiana. Cuando le conté este macabro capricho a un poeta amigo, me respondió ácidamente: «¡Qué pena que nadie tuviera la idea de cerrarlo con ella dentro!». Me imagino a Dame Edith ensayando la postura de la tumba como preludio al espectáculo sobre papel que le gustaba montar. Directo al grano nunca fue su estilo. Sólo su muy ridiculizada nariz era rígida, aunque se las arregló para mantenerla al margen la mayor parte de su vida. ¿Por qué entonces ese momento de soledad sombría y contenida espoleaba su creatividad? ¿Era el ataúd, el tacto, el olor, o el aire enrarecido los que hacían posible la creatividad?

El armario horizontal de Edith puede parecer una invención hasta que uno se entera de cómo cortejaron a la musa otros escritores. El poeta Schiller guardaba manzanas podridas bajo la tapa de su escritorio, e inhalaba su olor ácido cuando necesitaba encontrar la palabra justa. Después cerraba el escritorio, pero la fragancia permanecía en su cabeza. Los investigadores de la Universidad de Yale descubrieron que el olor de las manzanas pasadas tiene un poderoso efecto positivo sobre las personas, y puede evitar ataques de pánico. Schiller debió de intuirlo. Algo en el hedor rancio y dulzón de esas manzanas ponía en actividad su cerebro a la vez que tranquilizaba sus nervios. Amy Lowell, como George Sand, fumaba cigarros mientras escribía, y en 1915 compró nada menos que diez mil de sus tagarninas favoritas de Manila para asegurarse de que sus fuegos creativos no se apagaran. Fue ella la que dijo que solía «echar» ideas en su inconsciente «como se echan cartas en un buzón. Seis meses después, las palabras del poema empiezan a llegarme a la cabeza. (…) Las palabras parecen pronunciarse en mi cabeza, pero no hay nadie que las diga». Y después adquirían forma en una nube de humo. Tanto el doctor Samuel Johnson como el poeta W. H. Auden tomaban colosales cantidades de té; se dice que Johnson solía tomar veinticinco tazas de una sentada. Johnson murió de un ataque, pero no está claro si una cosa estuvo relacionada con la otra. Victor Hugo, Benjamin Franklin y muchos otros sentían que hacían mejor su trabajo si escribían desnudos. D. H. Lawrence confesó en una ocasión que le gustaba trepar desnudo a las moreras, fetiches de largos miembros y corteza áspera que estimulaban sus pensamientos.

Colette iniciaba su día de trabajo desparasitando a su gato, y no es difícil imaginar cómo las metódicas caricias y búsquedas en la piel del animal debían de poner a punto una mente tan voluptuosa. Después de todo, se trataba de una mujer que nunca pudo viajar con poco equipaje, pues insistía en llevar cosas tan esenciales como chocolate, queso, carnes, flores y una baguette incluso en breves salidas por su barrio. Hart Crane daba ruidosas fiestas, en medio de las cuales desaparecía de pronto, corría a una máquina de escribir, ponía un disco de una rumba cubana, después el Bolero de Ravel, después una canción sentimental, tras lo cual volvía a la fiesta, «la cara roja, los ojos ardientes, y el cabello ya gris de punta sobre el cráneo. Masticaba un cigarro de cinco centavos que se había olvidado de encender. En las manos traía dos o tres páginas escritas a máquina. (…) “Lee esto”, decía, “y dime si no es el poema más grrrande que se haya escrito nunca”». Esto lo cuenta Malcolm Cowley, quien da más ejemplos de cómo Crane le recordaba a «otro amigo, un famoso asesino del sueño», cuando el escritor «trataba de sacar a la inspiración de su escondite bebiendo, riéndose y poniendo discos».

Stendhal leía dos o tres páginas del Código Civil francés todas las mañanas, antes de trabajar en La Cartuja de Parma, «para captar el tono adecuado», según decía. Willa Cather leía la Biblia. Alejandro Dumas padre escribía sus artículos en papel color rosa, sus novelas en papel azul y sus poesías en papel amarillo. Un hombre muy ordenado, como se ve, y para curar su insomnio y regularizar sus hábitos comía una manzana todas las mañanas a las siete en punto bajo el Arco de Triunfo. Kipling pedía la tinta más negra que hubiera, y soñaba con tener a su servicio «un muchacho para molerme la tinta china», como si el mero peso de lo negro hiciera sus palabras tan indelebles como sus recuerdos.

Alfred de Musset, uno de los amantes de George Sand, confesaba que nunca estaba tan inspirado como cuando iba directamente de la cama donde había hecho el amor a su escritorio; y lo hacía con frecuencia. Pero no era tan directo como Voltaire, que empleaba la espalda desnuda de su amante como escritorio. Robert Louis Stevenson, Mark Twain y Truman Capote escribían acostados, y este último llegó a declararse «un escritor completamente horizontal». Los estudiantes de literatura suelen oír decir que Hemingway escribía de pie, pero no que antes les sacaba punta obsesivamente a los lápices; por otro lado, no se quedaba de pie por sentirse algo así como un centinela de la verdad, o para mantener erguida su prosa, sino porque un accidente de aviación le había dejado secuelas dolorosas en la espalda. Se dice que Poe escribía con su gato sentado en el hombro. Thomas Wolfe, Virginia Woolf y Lewis Carroll escribían de pie, y en su libro La vida literaria y otras curiosidades Robert Hendrikson cuenta que Aldous Huxley «solía escribir con la nariz». En El arte de ver, Huxley dice que «un poco de escritura con la nariz dará por resultado una mejora perceptible en una visión defectuosa».

Muchos escritores han buscado la inspiración caminando. Los poetas, en especial; hay un autor de sonetos en nuestro cuerpo, caminamos al ritmo de los yambos. Es el caso, famoso, de Wordsworth, y de John Clare, que salía en busca del horizonte y un día, ya loco, creyó haber llegado, y de A. E. Housman, quien, cuando se le pidió que definiera la poesía, tuvo la sensatez de responder: «No podría definir la poesía, como un fox-terrier no podría describir un ratón, pero creo que ambos reconocemos el objeto por los síntomas que nos provoca. (…) Si me obligaran (…) a nombrar la clase de objetos a los que pertenece la poesía, diría que es una secreción». Después de tomar medio litro de cerveza en el almuerzo, salía a hacer una caminata de cuatro o cinco kilómetros, y después secretaba.

Supongo que el objetivo de todas estas medidas es la concentración, ese espejismo petrificado, y pocos han escrito tan bien sobre ella como lo hizo Stephen Spender en su ensayo La confección de un poema:

Siempre hay una ligera tendencia del cuerpo a sabotear la atención de la mente proporcionando alguna distracción. Si esta necesidad de distracción puede ser dirigida en una dirección (como el olor de las manzanas podridas o el sabor del tabaco o el té), entonces las otras distracciones son eliminadas. Otra posible explicación es que el esfuerzo concentrado que supone escribir poesía es una actividad espiritual que hace que se olvide completamente, por el momento, que se tiene un cuerpo. Es una perturbación del equilibrio del cuerpo y la mente, y por ese motivo se necesita una suerte de ancla de sensación en el mundo físico.

Esto explica en parte por qué Benjamin Franklin, Edmond Rostand y otros escribían metidos en la bañera. De hecho, Franklin llevó la primera bañera a los Estados Unidos en la década de 1780, y disfrutaba de largas y reflexivas inmersiones, en el agua y en las ideas. Los antiguos romanos consideraban terapéutico bañarse en leche de burra e incluso en jugo de fresas. Yo tengo una bandeja de madera que puedo ajustar a los lados de la bañera de modo que puedo permanecer horas en un baño de burbujas, y escribir. En el baño, el agua desplaza gran parte del peso del cuerpo, y nos sentimos livianos, asimismo baja la presión sanguínea. Cuando la temperatura del agua y la del cuerpo convergen, mi mente se alza libre y viaja por sí misma. Un verano, de baño en baño, escribí toda una pieza teatral en verso, que consistía casi exclusivamente en monólogos dramáticos puestos en boca de la poetisa mexicana del siglo XVII sor Juana Inés de la Cruz, de su amante —un cortesano italiano—, y de otros actores de su tumultuosa vida. Quise deslizarme por los siglos como por una colina de pendiente suave. Los baños de inmersión eran perfectos para conseguirlo.

Los románticos eran aficionados al opio, y Coleridge confesaba abiertamente permitirse dos granos antes de escribir. La lista de escritores que subían a las alturas de la inspiración con el alcohol ocuparía todo un húmedo librito. El tónico de T. S. Eliot era virósico: prefería escribir cuando estaba con gripe. Los zumbidos de su cabeza, que le parecía llena de enaguas rozándose, le permitían romper los enlaces lógicos usuales entre las cosas, y su mente podía tomar nuevos caminos.

Sé de muchos escritores que escuchan una pieza de música durante todo el tiempo en que escriben un libro, y terminan oyendo quizá mil veces esa pieza en el curso de un año. Cuando escribía la novela El lugar de las flores donde está el polen, Paul West escuchó sin cesar las sonatinas de Ferruccio Busoni. Nunca pudo explicar por qué. John Ashbery empieza dando un paseo a pie, después se prepara una taza de un té francés llamado Indar, y escucha algo de música posromántica («la música de cámara de Franz Schmidt me resulta beneficiosa», me dijo). Hay escritores que se obsesionan con música popular corriente, otros con algún refinado preludio en especial, o con poemas sinfónicos. Creo que la música que eligen crea un marco mental alrededor de la esencia del libro. Cada vez que suena la música, recrea el terreno emocional donde el escritor sabe que vive su libro. Actuando como una ayuda mnemónica, conduce al auditor fetichista al mismo estado de calma alerta, como demostraría probablemente un electroencefalograma.

Cuando les pregunté a algunos amigos escritores sobre sus hábitos de trabajo, estaba segura de que inventarían algo en el momento: pararse al borde de una acequia y silbar el Jerusalén de Blake, quizá, o acariciar una flor. Pero la mayoría me juró que no tenía ningún hábito, ni superstición ni rutinas especiales. Llamé a William Gass y le presioné un poco:

—¿No tienes algún hábito especial de trabajo? —le pregunté, simulando toda la indiferencia posible. Habíamos sido colegas durante tres años en la Universidad de Washington, y yo sabía que su tranquila fachada de profesor ocultaba una textura mental de veras exótica.

—No, y lamento ser tan aburrido —suspiró. Por el teléfono pude oír cómo se sentaba en los escalones de la despensa. Y como su mente es algo así como una despensa atestada, me pareció adecuado.

—¿Cómo empiezas el día?

—Oh, salgo y tomo fotografías durante un par de horas —dijo.

—¿Qué fotografías?

—Las partes de la ciudad más destartaladas, rotas, olvidadas y maltratadas. Sobre todo basura y cosas podridas —dijo en un tono tranquilo, como haciendo a un lado algo sin importancia.

—¿Todos los días sales a fotografiar basura y cosas podridas?

—Casi todos.

—Y después escribes.

—Sí.

—¿Y no te parece un hábito especial?

—No.

Un amigo científico, distinguido y discreto, que ha publicado dos encantadores libros de ensayo sobre el mundo y su funcionamiento, me dijo que su fuente secreta de inspiración era «el sexo violento». No le pregunté más, pero noté que estaba muy delgado. Los poetas May Swenson y Howard Nemerov me dijeron que les gusta sentarse un rato todos los días y escribir cualquier cosa que les dicte dentro de sus cabezas «el Gran Dictador», como lo llama Nemerov, y después lo examinan para ver si hay algún diamante entre las piedras. Amy Clampitt, otra poetisa, me dijo que busca una ventana a través de la cual mirar, ya sea en una ciudad o en el tren o en la playa. Algo en el efecto del vidrio clarifica sus pensamientos. La novelista Mary Lee Settle salta de la cama y va directamente a la máquina de escribir, antes de que desaparezca el estado letárgico. Alphonso Lingis (cuyos libros tan especiales, Excesos y Libido, exploran las regiones de la sensualidad y la perversidad humanas) viaja por el mundo experimentando exotismos eróticos. Suele comunicar sus hallazgos en cartas a los amigos. Yo tengo algunas extraordinarias cartas suyas, mitad poesía, mitad antropología, que me envió desde una cárcel tailandesa (donde le robaba tiempo al espulgamiento para escribir), desde un convento en el Ecuador, desde Africa (donde practicaba submarinismo con la cineasta Leni Riefenstahl) y desde Bali (donde estaba tomando parte en rituales de fertilidad).

Estas proezas de autoexcitación son difíciles de explicar a los padres, que querrían creer que sus hijos hacen cosas razonablemente normales y se asocian con gente razonablemente normal, no gente que huele manzanas podridas y escribe desnuda. Mejor no decirles cómo al pintor J. M. W. Turner le gustaba que lo ataran al mástil de un barco, que saliera a navegar en medio de una tormenta, para poder sentirse realmente en el centro del tumulto. Son muchos los caminos que conducen a Roma, y algunos son salvajes y llenos de maleza y rocas, mientras que otros están pavimentados. Creo que les diré a mis padres que yo me inspiro mirando un ramo de rosas. O, mejor, que lo miro hasta que aparece una mariposa. La verdad es que, además de abrir y cerrar cajones mentales (que veo con la imaginación), de escribir en la bañera, de empezar cada día de verano eligiendo y disponiendo flores al estilo zen durante una hora, y de escuchar música obsesivamente (en este momento alimenta mis sentidos el concierto para oboe en re menor de Alessandro Marcello, en concreto su adagio), salgo a caminar a paso rápido una hora todos los días. La mitad del oxígeno del estado de Nueva York ha pasado por mis pulmones en un momento u otro. No sé si eso me ayuda o no. Mi musa es de sexo masculino, tiene la radiante piel plateada de la luna, y nunca me habla directamente.