EL SENTIDO MUDO
Nada más memorable que un olor. Puede ser inesperado, momentáneo y fugaz, y aun así evocar un verano de la infancia junto a un lago en Poconos, cuando los arbustos de fresas silvestres estaban cargados de bolitas suculentas, y el sexo opuesto era tan misterioso como los viajes al espacio; otro olor nos trae horas de pasión en una playa iluminada por la luna en Florida, mientras el cactus que florece de noche llenaba el aire con un perfume denso, y enormes moscardones rondaban las flores con un grave zumbido de alas; un tercer olor evoca una cena familiar con carne al horno, pastas y patatas, en un agosto caluroso en una ciudad del Medio Oeste, cuando los padres de una aún vivían. Los olores detonan suavemente en nuestra memoria como minas, ocultos bajo la hierba de muchos años y experiencias. Pero basta tropezar con un invisible cable de olor, y los recuerdos explotan al instante. Una visión compleja surge arrolladora de bajo tierra y nos da en la cara.
En todas las culturas ha habido siempre gente obsesionada con los olores, gente que en ocasiones ha vertido perfumes en los Niágaras de la extravagancia. La Ruta de la Seda abrió el Oriente al mundo occidental, pero el camino de los aromas abrió el corazón de la naturaleza. Nuestros antepasados más remotos se desplazaron entre los frutos de la tierra con narices vigilantes y precisas, siguiendo las estaciones olor por olor, muy a gusto en esa alacena desbordante. Podemos detectar más de diez mil olores diferentes; tantos, en realidad, que la memoria nos fallaría si tratáramos de catalogar todo lo que representan. En El perro de los Baskerville, Sherlock Holmes identifica a una mujer por el olor de su papel de cartas, y hace notar que «hay setenta y cinco perfumes que un experto criminalista debe poder distinguir con claridad si quiere hacer bien su trabajo». La cantidad no es grande. Después de todo, cualquiera con «nariz» para el crimen debería poder olfatear a los culpables por su tweed, su tinte de cabello, su talco, el cuero de sus zapatos italianos, y otros innumerables elementos aromáticos, por no mencionar los olores, radiantes y sin nombre, que desciframos sin saberlo siquiera. El cerebro es un buen operario. Sigue con su trabajo mientras nosotros estamos ocupados en actuar. Aunque cualquiera juraría que no es posible hacer tal cosa, hay estudios que demuestran que tanto niños como adultos pueden determinar, sólo por el olor, si una prenda de vestir ha sido usada por un hombre o una mujer.
Nuestro sentido del olfato puede tener una precisión extravagante, pero es casi imposible describir cómo huele algo a alguien que no lo ha olido. El olor de las páginas de un libro nuevo, por ejemplo, o el de las primeras páginas salidas de un mimeógrafo húmedas aún de tinta, o el de un cadáver, o las sutiles diferencias de olores entre flores de una misma familia. El olor es el sentido mudo, el que no tiene palabras. A falta de vocabulario, nos quedamos con la lengua paralizada, en busca de palabras en un mar de placer y exaltación desarticulados. Vemos sólo cuando hay luz suficiente, gustamos cuando nos ponemos cosas en la boca, tocamos cuando hacemos contacto con algo o alguien, oímos sólo los sonidos que sobrepasan cierto umbral de volumen. Pero olemos siempre, cada vez que respiramos. Nos cubrimos los ojos y dejamos de ver, nos tapamos las orejas y dejamos de oír, pero si nos tapamos la nariz y tratamos de dejar de oler, nos morimos. Etimológicamente hablando, el aliento no es neutral y transparente: es aire de cocina; vivimos en un constante hervor a fuego lento. Hay un horno en nuestras células, y cuando respiramos pasamos el mundo a través de nuestros cuerpos, lo cocinamos ligeramente, y volvemos a soltarlo, levemente alterado por habernos conocido.
UN MAPA DEL OLFATO
El aliento siempre tiene dos movimientos, salvo en dos ocasiones de nuestra vida: el comienzo y el fin. Al nacer, inhalamos por primera vez; al morir, exhalamos por última vez. Entre medio, a lo largo de toda la vida, cada acto de respiración hace pasar el aire por nuestros órganos olfativos. Cada día, respiramos unas veintitrés mil cuarenta veces y movemos doce metros cúbicos de aire. Tardamos unos cinco segundos en respirar —dos segundos para inhalar y tres para exhalar— y, en ese lapso, las moléculas de olor fluyen por nuestros sistemas. Al inhalar y exhalar, sentimos olores. Los olores nos cubren, giran alrededor de nosotros, entran en nuestros cuerpos, emanan de nosotros. Vivimos en un constante baño de olores. Aun así, cuando tratamos de describir un olor, nos faltan las palabras. Las palabras son pequeñas formas en el lujurioso caos del mundo. Pero son formas, enfocan el mundo, acotan ideas, enfilan pensamientos, pintan las acuarelas de la percepción. La novela A sangre fría, de Truman Capote, es la crónica de la miseria de dos asesinos que cometieron juntos un crimen especialmente horrible. Un psicólogo criminalista, tratando de explicar el hecho, observó que ninguno de ellos habría sido capaz de realizar el crimen por sí solo, pero juntos formaban una tercera persona, alguien que sí era capaz de matar. Pienso en las metáforas como un caso más benigno pero igualmente poderoso de lo que los químicos llaman «hypergolic». Se pueden tomar dos sustancias, reunirías, y producir algo poderosamente diferente (sal de mesa), a veces hasta explosivo (nitroglicerina). El encanto del lenguaje reside en que, aun siendo algo hecho por el hombre, en algunas raras ocasiones puede capturar emociones y sensaciones que no existen. Pero los lazos fisiológicos entre el olfato y los centros del lenguaje en el cerebro son patéticamente débiles. No sucede lo mismo con los lazos entre el olfato y el centro de la memoria, un camino que puede llevarnos muy lejos en el tiempo y la distancia. O los lazos entre nuestros otros sentidos y el lenguaje. Cuando vemos algo, podemos describirlo con minucioso detalle, en una cascada de imágenes. Podemos arrastrarnos por su superficie como una hormiga, trazando el mapa de cada rasgo, sintiendo cada textura, y describiéndola con adjetivos visuales como roja, azul, brillante, grande, etcétera. Pero ¿quién puede describir un olor? Cuando utilizamos palabras como ahumado, sulfuroso, floral, frutal, dulce, estamos describiendo olores en términos de otras cosas (el humo, el azufre, las flores, las frutas, el azúcar). Los olores pueden ser nuestros amigos más queridos, pero no podemos recordar sus nombres. En lugar de eso, tendemos a describir cómo nos hacen sentir. Y así calificamos los olores de «inmundo», «asfixiante», «nauseabundo», «agradable», «delicioso», «hipnótico» o «excitante».
Mi madre me contó una vez un paseo que dio con mi padre por los naranjales de Indian River, en Florida, cuando los árboles estaban llenos de flores, y el aire, cargado de perfume. Mi madre se sintió abrumada de placer. «¿A qué olía?», le pregunté. «Oh, era algo delicioso, un olor que te embriagaba». «Sí, pero ¿a qué olía ese olor?», volví a preguntar. «¿A naranja?». En ese caso, yo habría podido comprarle a mi madre un frasco de agua de colonia, hecha con neroli (aceite de naranjas), bergamota (extracto de las cáscaras de ese fruto) y otros ingredientes. Ese perfume fue creado en el siglo XVIII, y era el favorito de Madame du Barry. (Aunque es probable que el uso del neroli como perfume se remonte a la época de las Sabinas). «Oh, no», me respondió con seguridad, «no tiene nada que ver con las naranjas. Es un olor delicioso. Un olor maravilloso». «Descríbelo», le rogué. Ella se limitó a levantar las manos en un gesto de desesperación ante mi testarudez.
Pruebe usted. Describa el olor de su amante, de su hijo, de su padre. O simplemente trate de describir uno de esos estereotipos aromáticos que la mayoría puede reconocer con los ojos vendados, sólo por el olor: una zapatería, una panadería, una iglesia, una carnicería, una librería. ¿Pero acaso puede describir el olor de su sillón favorito o de su sótano o de su coche? En su libro El lugar de las flores donde queda el polen, el novelista Paul West dice que «la sangre huele como el polvo». Una buena metáfora, cuya eficacia estriba en que es indirecta, como lo son siempre las metáforas de olores. Otro testigo fascinantemente subjetivo es el novelista Witold Gombrowicz, quien en el primer volumen de su diario recuerda haber desayunado en el Hermitage «con A. y su esposa. La comida olía como un retrete de lujo». Presumo que les habían servido riñones en el desayuno, riñones que el autor no aceptaba por más caros y refinados que fueran. Tratándose de los mapas del olfato, necesitamos cartógrafos sensuales que inventen nuevas palabras, cada una tan precisa como un mojón o un poste de dirección. Debería haber una palabra para designar el olor que tiene la cabeza de un bebé, que huele a talco y frescura, incontaminado por la vida y la dieta. Los pingüinos huelen netamente a pingüino, un olor tan específico y peculiar, que debería haber un adjetivo sucinto que lo expresara. Píngüido hace pensar en algo aceitoso, y no serviría. Pingüinino parece el nombre de una cadena de montañas. Olor a pingüino es lo más obvio, pero no hace más que clasificar sin describir. Si todos los matices de un color tienen su nombre (pensemos en los lavandas, malvas, fucsias, ciruelas y lilas), ¿quién dará nombre a todos los tonos y matices de un olor? Es como si nos hubieran hipnotizado en masa y nos hubieran inducido a un olvido selectivo. También puede ser que, en parte, los olores nos conmuevan tan profundamente precisamente porque no podemos pronunciar sus nombres. En un mundo en el que reina la palabra, y hasta las maravillas más extrañas se nos ofrecen para una inmediata disección verbal, los olores suelen estar en la punta de la lengua, pero no más allá, y eso les da una suerte de distancia mágica, un misterio, un poder sin nombre, un aura sagrada.
DE VIOLETAS Y NEURONAS
Las violetas huelen como terrones de azúcar negro empapados en limón, y como el terciopelo, podría decir, haciendo lo que hacemos siempre: definir un olor por medio de otro olor o por medio de otro sentido. En una carta famosa, Napoleón le decía a Josefina que «no se bañara» durante las dos semanas que faltaban para que se encontraran, y así poder gozar de todos sus aromas naturales. Pero Napoleón y Josefina también adoraban las violetas. Ella solía utilizar un perfume con aroma a violeta, que era su marca característica. Cuando murió, en 1814, Napoleón plantó violetas en su tumba. Poco antes de partir hacia su exilio en Santa Elena, hizo una peregrinación a la sepultura, cortó algunas violetas y las guardó en un relicario, que llevó siempre colgado del cuello: allí quedaron hasta el fin de su vida. Las calles del Londres del siglo XIX estaban llenas de chicas pobres que vendían ramitos de violetas y de lavanda. De hecho, la sinfonía Londres, de Ralph Vaughan Williams, incluye una interpretación orquestal del pregón de las floristas. La violeta se resiste al arte del perfumista, y siempre lo ha hecho. Es posible hacer un perfume de alta calidad a partir de la violeta, pero resulta excesivamente difícil y caro. Sólo los más ricos pueden permitírselo; pero siempre ha habido emperatrices, dandis, creadores de moda y extravagantes como para mantener con vida el negocio de los perfumes. El secreto de la violeta, que algunos encuentran empalagoso hasta la náusea, es que no suscita en nosotros ninguna reacción duradera. En palabras de Shakespeare, es:
Rápido, efímero, dulce, breve,
el perfume y el anhelo de un minuto.
Las violetas contienen ionono, que bloquea nuestro sentido del olfato. La flor sigue despidiendo su fragancia, pero ya no somos capaces de olería. Nos apartamos de ella un minuto o dos, y el perfume regresa a nosotros. Enseguida vuelve a desvanecerse, y así sucesivamente. Fue muy característico de Josefina —mujer de sensualidad plena aunque ocasionalmente enigmática— elegir como su marca un aroma que asalta la nariz como una explosión súbita de perfume durante un segundo, para enseguida dejarnos vacíos de olor, y volver a atacarnos. Ningún aroma dispone de una técnica más refinada de seducción. Aparece, desaparece, aparece, desaparece, juega al escondite con nuestros sentidos, y no tenemos modo de oponernos. Hasta tal punto embrujó la violeta a los antiguos atenienses, que la eligieron como la flor oficial de la ciudad, y como su símbolo. Las mujeres victorianas se endulzaban el aliento con pastillas de violeta, especialmente si habían estado bebiendo. Mientras escribo este párrafo, estoy saboreando una pastilla Choward’s Violet, «la fragancia que refresca» según su publicidad, y el aroma dulzón y algo húmedo de la violeta me embriaga. Por otra parte, en el Amazonas, calenté una vez en el fuego un caldo de Casca preciosa, un pariente del sasafrás, cuya corteza macerada no tardó en perfumarme la cara, el cabello, la ropa, el cuarto y la mente con aroma de violetas ardientes de una sutileza exquisita. Si las violetas nos han atraído, obsesionado, repelido y en general interesado durante siglos, ¿por qué es tan difícil describir su aroma como no sea indirectamente? ¿Acaso olemos indirectamente? De ninguna manera.
El olfato es el más directo de todos nuestros sentidos. Cuando me acerco una violeta a la nariz e inhalo, las moléculas de olor suben flotando por la cavidad nasal, más allá del puente de la nariz, donde las absorbe la mucosa, que contiene células receptoras provistas de filamentos microscópicos llamados «cilias». Cinco millones de estas células disparan impulsos al bulbo olfatorio del cerebro o centro del olfato. Esas células son peculiares de la nariz. Si se destruye una neurona en el cerebro, habrá desaparecido para siempre; no volverá a crecer. Si se dañan neuronas de los ojos o de los oídos, ambos órganos quedarán dañados irreparablemente. Sin embargo las neuronas de la nariz se reemplazan más o menos cada treinta días y, a diferencia de otras neuronas del cuerpo, se asoman al exterior y aspiran el aire como un arrecife de anémonas.
Las regiones olfativas que se encuentran en la parte superior de cada fosa nasal son amarillas y están ricamente humedecidas y llenas de sustancias grasas. Pensamos en la herencia como la fuerza que determina la altura que tendremos, la forma de nuestra cara y el color del cabello. Pero la herencia también determina el matiz de amarillo del área olfativa. Cuanto más oscuro sea el color, más agudo será el sentido del olfato del individuo. Los albinos tienen mal olfato. Los animales, que pueden oler con fantástica precisión, tienen regiones olfativas de un tono muy oscuro; las nuestras son amarillo claro. Las de un fox-terrier son marrón rojizo, las de un gato, de un intenso marrón mostaza. Un científico afirma que los hombres de piel oscura tienen regiones olfativas más oscuras y, en consecuencia, deberían tener un olfato más sensible. Cuando el bulbo olfativo detecta algo —durante la comida, el acto sexual, un encuentro emocional, un paseo por el parque—, se lo comunica a la corteza cerebral y envía un mensaje directo al sistema límbico, una sección misteriosa, antigua e intensamente emocional de nuestro cerebro en la que sentimos, gozamos e inventamos. A diferencia de otros sentidos, el olfato no necesita intérprete. El efecto es inmediato y no es diluido por el lenguaje, el pensamiento o la traducción. Un olor puede ser abrumadoramente nostálgico porque desencadena poderosas imágenes y emociones antes de que tengamos tiempo de precisarlas. Lo que vemos u oímos puede desvanecerse muy pronto en el desván de la memoria a corto plazo, pero, como señala Edwin T. Morris en su libro Fragrance, «con los olores casi no hay memoria a corto plazo». Todo es a largo plazo. Más aún, el olfato estimula el aprendizaje y la retentiva. «Cuando a los niños se les daba información olfativa junto con una lista de palabras», observaba Morris, «la lista era recordada con mucha más facilidad que cuando se daba sin los acompañamientos olfativos». Cuando le regalamos un perfume a alguien, le entregamos una memoria líquida. Kipling tenía razón: «Los olores son más seguros que las visiones y los sonidos para hacer sonar las cuerdas del corazón».
LA FORMA DEL OLOR
Todos los olores entran dentro de unas pocas categorías básicas, casi como los colores primarios: mentolado (menta), floral (rosas), etéreo (peras), almizclado (almizcle), resinoso (alcanfor), pestilente (huevos podridos) y acre (vinagre). Por eso los fabricantes de perfumes han tenido tanto éxito mezclando aromas florales o acercándose a los umbrales adecuados de lo almizclado o lo frutal. Ya no se necesitan sustancias naturales; actualmente pueden hacerse perfumes en los laboratorios, partiendo de moléculas. Uno de los primeros perfumes basados en un aroma completamente sintético (un aldehído)[2] fue el Chanel Nº 5, que fue creado en 1922 y desde entonces ha seguido siendo un clásico de sensual femineidad. También ha dado origen a algunas respuestas memorables. Cuando le preguntaron a Marilyn Monroe qué se ponía para dormir, respondió con picardía: «Unas gotas de Chanel Nº 5.» La nota superior de este perfume —es decir, lo primero que se huele— es el aldehído, y después la nariz detecta la nota intermedia de jazmín, rosa, lirio del valle, lirio de Florencia e ylang-ylang, hasta captar finalmente la nota de base, que transporta el perfume y lo hace durar: vetiver, madera de sándalo y de cedro, vainilla, ámbar, algalia y almizcle. Las notas de base son siempre de origen animal, antiguos emisarios de olor, que nos llevan a bosques y sabanas.
Durante siglos, el hombre atormentó y a veces diezmó especies animales en busca de cuatro secreciones glandulares: el ámbar gris (fluido aceitoso que segregan ciertas ballenas para proteger su estómago del hueso afilado de la jibia o del pico afilado del calamar, de los que se alimentan), el castóreo (que se encuentra en el saco abdominal de castores canadienses y rusos, animales que lo emplean principalmente para marcar sus territorios), la algalia (una secreción de aspecto semejante a la miel, proveniente del área genital de un felino de Etiopía, nocturno y carnívoro) y el almizcle (una secreción roja, gelatinosa, que se extrae del vientre de un cérvido asiático). ¿Cómo descubrió el hombre que los sacos anales de ciertos animales contenían fragancias? El bestialismo era común entre pastores, en algunas de esas regiones, y no se lo puede ignorar como una de las explicaciones posibles. El almizcle animal es un pariente muy cercano de la testosterona humana y podemos olerlo en porciones tan ínfimas como 0,000000000000032 de onza. Afortunadamente, hoy los químicos han creado veinte almizcles sintéticos, en parte porque las especies animales correspondientes están en peligro de extinción, y en parte para asegurar una consistencia de olor difícil de lograr con las sustancias naturales. Una pregunta obvia es por qué las secreciones de las glándulas odoríferas de animales como ciervos, castores, felinos y otros pueden despertar el deseo sexual en el ser humano. La respuesta parece estar en que estos olores toman la misma forma química que un esteroide, y cuando los olemos podemos responder como lo haríamos a las feromonas humanas. De hecho, en un experimento llevado a cabo en International Flavors and Fragrances, las mujeres que olían almizcle desarrollaban ciclos menstruales más cortos, ovulaban con más frecuencia y les resultaba más fácil concebir. ¿Entonces el perfume es importante? ¿No se reduce al frasco y la publicidad? No necesariamente. ¿Los olores pueden influirnos biológicamente? Sin duda alguna. El almizcle produce un cambio hormonal en la mujer que lo huele. En cuanto a por qué nos puede excitar el olor de las flores, puede decirse que las flores tienen una poderosa vida sexual. El perfume de una flor declara ante el mundo que es fértil, deseable, y que está disponible, con sus órganos sexuales empapados de néctar. Su olor nos recuerda de algún modo la fertilidad, el vigor, la fuerza vital, y todo el optimismo, las expectativas y el florecer apasionado de la juventud. Inhalamos su aroma ardiente, a cualquier edad, y nos sentimos jóvenes y núbiles, en un mundo inflamado por el deseo.
Los rayos de sol borran algunos olores, como puede atestiguar cualquiera que haya tendido al sol ropa de cama húmeda. Aun así, lo que queda puede seguir oliendo a rancio y producirnos rechazo. Necesitamos apenas ocho moléculas de una sustancia para desencadenar un impulso en una terminal nerviosa, pero deben activarse cuarenta terminales nerviosas antes de que podamos oler algo. No todo tiene olor: sólo las sustancias suficientemente volátiles como para difundir partículas microscópicas en el aire. Muchas cosas que encontramos todos los días —incluyendo piedra, vidrio, acero y marfil— no evaporan nada cuando están a temperatura ambiente, por lo que no las olemos. Si se calienta una col, se vuelve más volátil (algunas de sus partículas se evaporan en el aire) y de repente huele de forma más intensa. La ingravidez hace que, en el espacio, los astronautas pierdan el gusto y el olfato. En ausencia de gravedad, las moléculas no pueden volatilizarse, por lo que muy pocas de ellas se adentran lo suficiente en nuestra nariz como para que podamos registrarlas como olores. Esto constituye un problema para los nutricionistas que inventan comidas para el espacio exterior. Gran parte del sabor de la comida depende de su olor. Algunos químicos han llegado a sugerir que el vino es simplemente un líquido insípido con una fuerte fragancia. Si uno toma vino estando resfriado, no sentirá más que gusto a agua. Antes de poder sentir el gusto de algo, es preciso que ese algo haya sido disuelto en un líquido (por ejemplo, un caramelo duro tiene que fundirse en la saliva), y antes de que algo pueda ser olfateado, tiene que estar en el aire. Distinguiremos sólo cuatro sabores: dulce, ácido, salado y amargo. Lo que significa que todo lo demás que llamamos «sabor» es en realidad «olor». Y muchas de las comidas que pensamos que podemos oler, sólo podemos gustarlas. El azúcar no es volátil, por lo que no lo olemos, aun cuando lo saboreamos con intensidad. Si tenemos en la boca algo delicioso, que queremos saborear y estudiar, exhalamos; eso impulsa el aire de nuestra boca a través de nuestros receptores olfativos, de modo que podamos olerlo mejor.
Pero ¿cómo se las arregla el cerebro para reconocer y catalogar tantos olores? Una teoría del olfato, la teoría «estereoquímica» de J. E. Amoore, analiza la conexión entre las formas geométricas de las moléculas y las sensaciones odoríferas que producen. Cuando aparece una molécula de la forma adecuada, se inserta en el nicho de la neurona y desde allí dispara un impulso nervioso al cerebro. Los olores almizclados tienen moléculas en forma de disco, que se adecúan al espacio elíptico de la neurona. Los olores mentolados tienen una molécula de forma triangular que se adecúa a un espacio en forma de V. Los olores alcanforados tienen una molécula esférica que se adapta a un espacio elíptico, pero es más pequeña que la del almizcle. Los olores etéreos tienen una molécula en forma de vara, que se adecúa a un espacio en forma de surco. Los olores florales tienen una molécula en forma de disco con un tallo, lo que se adecua a un espacio en forma de cavidad y surco. Los olores pútridos tienen una carga negativa que es atraída por un espacio cargado positivamente. Y los olores acres tienen una carga positiva que se adecua a un espacio cargado negativamente. Hay olores que se adecuan a un par de espacios al mismo tiempo, con lo que producen un efecto de ramillete o combinación. Amoore presentó esta teoría en 1949, pero ya había sido propuesta en el 60 a. C. por Lucrecio, un poeta de espíritu amplio, en su enciclopedia personal de conocimiento y reflexión, Sobre la naturaleza de las cosas. La metáfora de la cerradura y la llave parece explicar cada vez más aspectos de la naturaleza, como si el mundo fuera un salón con muchas puertas cerradas. O bien puede ser que la cerradura y la llave sean parte de la imaginería familiar, uno de los pocos modos en que los seres humanos pueden dar sentido al mundo que los rodea (el lenguaje y las matemáticas son los otros dos). Como dijo una vez Abram Maslow: «Si la única herramienta de que dispone un hombre es una llave, se imaginará todos los problemas bajo la forma de una cerradura».
Algunos olores son fabulosos cuando están diluidos, y verdaderamente repulsivos cuando no lo están. El olor fecal de la algalia pura es lo bastante desagradable como para revolver el estómago, pero en pequeñas dosis convierte el perfume en un afrodisíaco. Una pequeña porción de algunos aromas (alcanfor, éter, aceite de clavo de olor, por ejemplo) es excesiva, embota la nariz y hace imposible el ejercicio del olfato. Algunas sustancias huelen como otras de las que parecen muy remotas, en el equivalente nasal de desagrado (almendras amargas como cianuro; huevos podridos como azufre). Muchas personas normalmente tienen «puntos ciegos», especialmente respecto de algunos almizcles, y otras pueden detectar aromas débiles y fugaces. Cuando pensamos en lo que es normal que sientan los seres humanos, tendemos a ser prudentes en exceso. Una cosa sorprendente del olfato es la amplitud del espectro de respuesta que se encuentra a lo largo de la curva que llamamos normal.
CASCADAS DE LUZ
Gran parte de la vida pasa a un segundo plano, pero es tarea del arte arrojar cascadas de luz en las sombras y volver a crear la vida. Muchos escritores han estado gloriosamente sintonizados con los olores: el té de Proust con la magdalena; las flores de Colette, que la devolvían a los jardines de su infancia y a su madre, Sido; el desfile de olores urbanos en Virginia Woolf; los recuerdos de Joyce de la orina del bebé y el hule, de lo sagrado y lo pecaminoso; la acacia mojada por la lluvia de Kipling, que le recordaba su hogar, y los mezclados olores de los barracones en la vida militar («un solo aliento (…) es toda Arabia»); el «hedor de Petrogrado» de Dostoievsky los cuadernos de Coleridge, en los que anotaba que «un estercolero a distancia huele como el almizcle, y un perro muerto, como flores viejas»; las páginas líricas de Flaubert sobre los olores de las pantuflas y los guantes de su amante, que él guardaba en un cajón de su escritorio; los paseos de Thoreau a la luz de la luna por campos en que el trigo olía a seco, los arbustos de fresas a húmedo, y las bayas a «pequeños confites»; las exploraciones de Baudelaire en el mundo de los olores hasta que su «alma se elevaba al perfume como el alma de otros se eleva a la música»; la descripción que hace Milton de los olores que Dios encuentra agradables para Su divina nariz, y los que prefiere Satán, gran aficionado al aroma de la carroña («De la matanza, presa innumerable (…) olor de vivientes cadáveres»); Robert Herrick olfateando a su amada con celo fetichista, para comprobar que sus «pechos, labios, manos, caderas, piernas (…) son todos / ricamente aromáticos», y «Todas las especies del Oriente / están confundidas ahí»; el elogio que hace Walt Whitman del sudor, «que huele mejor que la plegaria»; La robe prétexte, de François Mauriac, que es la adolescencia recordada a través de sus olores; «El cuento del molinero», de Chaucer, donde encontramos una de las primeras menciones en la literatura de un desodorante de aliento; los símiles milagrosamente delicados que encuentra Shakespeare para las flores (a la violeta le dice: «Dulce ladrona, ¿de dónde tomaste tu dulzura, sino del aliento de mi amado?»); el armario de ropa de cama de Czeslaw Milosz, «lleno del mudo tumulto del recuerdo»; la obsesión de Joris-Karl Huysmans con las alucinaciones nasales, y el olor de licores y sudor de mujeres que llena su novela hedonística À rebours, lasciva y casi inimaginablemente decadente. De un personaje femenino, Huysmans dice que era «una mujer nerviosa y desequilibrada, a la que le gustaba macerarse los pezones en perfume, pero que en realidad experimentaba un éxtasis genuino y abrumador cuando un peine le hacía cosquillas en la cabeza y podía, mientras su amante la acariciaba, sentir el olor del hollín, de la humedad de una casa en construcción bajo la lluvia, o del polvo de una tormenta de verano».
El poema más lleno de aromas de todos los tiempos, El Cantar de los Cantares, de Salomón, evita hablar de olores corporales, o inclusive naturales, y aun así teje una voluptuosa historia de amor alrededor de perfumes y ungüentos. En las tierras áridas donde sucede la historia, la gente se perfumaba con frecuencia y bien, y esa pareja cuyas bodas se aproximan habla poéticamente de amor y rivaliza en elogios tiernos e ingeniosos. Cuando él comparte la mesa con ella, es «un haz de mirra» o «un ramillete de los viñedos de En-ge-di», o bien es musculoso y esbelto como «una joven gacela». Para él, la virginidad de ella es «un jardín secreto…, una fuente callada, un manantial vedado». Sus labios «rebosan como un panal: miel y leche hay bajo su lengua; y el olor de tus ropas es como el aroma del Líbano». Él le dice que en la noche de bodas entrará en su jardín, y hace la lista de todas las frutas y especias que sabe que encontrará allí: incienso, mirra, azafrán, granadas, áloe, cinamomo, cálamo y otros tesoros. Ella tejerá una tela de amor alrededor de él, y llenará sus sentidos hasta que desborden de una riqueza oceánica. Tanto la conmueve a ella este tributo de amor, y tanto se ha inflamado su deseo, que responde que sí, que abrirá las puertas de su jardín para él: «Despiértate, viento del norte; y ven tú, del sur; soplad sobre mi jardín y llevaos mis perfumes. Que mi amado entre en su jardín y coma sus mejores frutos».
En la macabra novela contemporánea El perfume, de Patrick Süskind, el héroe, que vive en París en el siglo XVIII, es un hombre nacido sin ningún olor personal, pero que desarrolla un prodigioso poder olfativo: «Pronto, había llegado a no oler simplemente la madera, sino las clases de madera: cedro, roble, pino, olmo, peral, jóvenes, viejas, mohosas, podridas, húmedas, y diferenciaba el olor de cada tabla, fragmento o astilla, y los diferenciaba como objetos con tanta claridad como otros no podrían haberlo hecho con la vista». Cuando toma un vaso de leche, puede sentir el olor de la vaca de la que proviene; cuando sale a caminar, puede identificar de inmediato el origen de cada humo. Su falta de olor humano asusta a la gente, que lo trata mal, y eso tuerce su personalidad. Termina creando olores personales para sí mismo, que los demás no advierten pero que le hacen parecer normal, incluyendo exquisiteces como «un olor anodino, un aroma ratonil y cotidiano en el que estaba presente el tono agrio y lechoso de la humanidad». Con el tiempo, se vuelve un perfumista criminal, que intenta destilar la esencia olorosa de ciertas personas, como si fueran flores.
Muchos escritores se han ocupado del modo en que los olores desencadenan amplias remembranzas. En Por el camino de Swann, Proust, ese gran sabueso de pistas olfativas por los bosques del lujo y el recuerdo, describe un momentáneo torbellino:
(…) daba unos paseos del reclinatorio a las butacas de espeso terciopelo, con sus cabeceras de crochet; y la lumbre, cociendo, como si fueran una pasta, los apetitosos olores cuajados en el aire de la habitación, y que estaban ya levantados y trabajados por la frescura soleada y húmeda de la mañana, los hojaldraba, los doraba, les daba arrugas y volumen para hacer un visible y palpable pastel provinciano, inmensa torta de manzanas, una torta en cuyo seno yo iba, después de ligeramente saboreados los aromas más cuscurrosos, finos y reputados, pero más secos también, de la cómoda, de la alacena y del papel rameado de la pared, a pegarme siempre con secreta codicia al olor mediocre, pegajoso, indigesto, soso y frutal de la colcha de flores.
A lo largo de toda su vida adulta, Charles Dickens dijo siempre que el mero olor del tipo de cola usado para pegar etiquetas a los frascos le devolvía con fuerza insoportable toda la angustia de sus primeros años, cuando la bancarrota había obligado a su padre a abandonarlo en el infernal almacén donde preparaban esos frascos. En el siglo X en Japón, una dama de la corte de maravilloso talento, Lady Murasaki Shikibu, escribió la primera novela genuina, La historia de Genji, una historia de amor que se desarrolla sobre un vasto fondo histórico y social, entre cuyos personajes hay perfumistas-alquimistas que crean aromas basados en el aura y el destino de un individuo. Una de las pruebas de maestría de los escritores, especialmente de los poetas, es su capacidad para describir olores. Si no pueden describir el olor de santidad en una iglesia, ¿cómo confiar en sus descripciones de los suburbios del corazón?
EL PALACIO DE INVIERNO DE LOS MONARCAS
Todos tenemos nuestros recuerdos aromáticos. Uno de los más vividos que tengo yo se refiere a un olor que era tanto vapor como olor. Una Navidad, viajaba por la costa de California con el Proyecto Monarca del Museo de Los Ángeles, buscando y rotulando grandes cantidades de mariposas monarca que hibernaban. Estos insectos prefieren pasar el invierno en bosques de eucaliptos, que son muy olorosos. La primera vez que entré en uno —y volvió a suceder todas las veces que volví a hacerlo—, los árboles me llenaron de repentinos recuerdos muy queridos de friegas mentoladas y resfriados infantiles. Comenzábamos subiendo a lo más alto de los árboles, donde cuelgan las mariposas en temblorosas guirnaldas doradas, y atrapábamos un grupo con largas redes. Después nos sentábamos en el suelo, densamente cubierto de escarchada sudafricana, una hierba crasa que es una de las muy escasas que pueden tolerar los aceites pesados que caen de los eucaliptos. Esos aceites alejan también a los insectos, y, salvo alguna rana arbórea del Pacífico que cantaba como alguien que busca los números de la combinación de una caja fuerte, o un chillón grajo que trataba de alimentarse de mariposas (cuyas alas contienen un veneno afín a la digitalina), los bosques estaban silenciosos, parecían fuera del mundo, y el silencio los hacía inmensos. Debido al vapor de los eucaliptos, yo no sólo los olía sino que los sentía en la nariz y la garganta. El sonido más fuerte era, de vez en cuando, el de una puerta abriéndose, con un quejido, pero ese ruido no era otro que el producido por la corteza del eucalipto al desgarrarse del tronco y caer a tierra, donde no tardaría en enrollarse como un papiro. Por dondequiera que mirara, parecía haber proclamas dejadas por algún antiguo escriba. Pero para mi nariz aquello era Illinois en la década de los años cincuenta. Era un día de escuela: yo estaba metida en la cama, abrigada y feliz, y mi madre me masajeaba el pecho con Vicks VapoRub. Ese aroma y el recuerdo agregaron serenidad a las horas pasadas en silencio en el bosque manipulando las exquisitas mariposas, criaturas delicadas llenas de vida y belleza, que viven de néctar, como los dioses de la antigüedad. Lo que hizo ese recuerdo doblemente dulce fue el modo en que se disponía en capas en mis sentidos. Aunque al principio el trabajo de rotular mariposas desencadenó recuerdos de mi infancia, después el trabajo mismo con las mariposas se volvió un recuerdo presto a desencadenarse con un olor y, lo que es más, reemplazó al recuerdo original: un día, en Manhattan, me detuve ante un florista callejero, como hago siempre que viajo, para comprar unas flores para mi cuarto de hotel. En dos tubos había ramas de eucaliptos de hoja redonda, hojas que todavía estaban frescas, de un verde azulado y superficie ligeramente áspera; algunas estaban rotas, y desprendían su vapor característico en el aire. A pesar del ruido del tráfico de la Tercera Avenida, de las perforadoras de la brigada municipal, del polvo que oscurecía el aire y de las nubes grises sobre la ciudad, al instante me sentí transportada a un bosquecillo de eucaliptos especialmente hermoso, cerca de Santa Barbara. Una nube de mariposas volaba sobre el lecho seco de un arroyo. Yo estaba sentada tranquilamente en el suelo, sacando otra mariposa monarca, oro y negro, de mi red, rotulándola con el mayor cuidado y arrojándola de vuelta al aire, donde la miraba un momento para asegurarme de que podía volar sin problemas con su pequeñísima etiqueta pegada a un ala. La paz de ese momento se hinchó sobre mí como una ola dispuesta a reventar, y saturó mis sentidos. El joven florista vietnamita me miró fijamente, y advertí que mis ojos se habían humedecido. Todo el episodio no pudo haber durado más que unos segundos, pero la combinación de memorias aromáticas le había dado al eucalipto un poder casi salvaje para conmoverme. Esa tarde fui a uno de mis comercios favoritos, una boutique, en el Village, donde preparan aceites de baño por encargo, utilizando una base de aceite de almendras dulces, o hacen champúes o lociones para el cuerpo a partir de otros ingredientes de perfumería. En mi ducha he colgado una bolsa de red azul como las que emplean las mujeres francesas para hacer la compra; en ella guardo una amplia variedad de lociones de baño, y la de eucalipto es una de las más balsámicas. ¿Cómo es posible que el encuentro casual de Dickens con unas pocas moléculas de cola, o el mío con el eucalipto, puedan transportarnos de regreso a un mundo que de otro modo sería inaccesible?
LOS OCÉANOS DENTRO DE NOSOTROS
Viajar en automóvil por entre campos cultivados en un atardecer de verano es toda una exploración de olores distintos: abono, hierba cortada, madreselvas, menta, paja, chalote, alquitrán de la carretera. Tropezar con olores nuevos es uno de los placeres de los viajes. En las primeras épocas de nuestra evolución no viajábamos por placer, sólo lo hacíamos en busca de comida, y los olores eran esenciales. Muchas formas de vida marina deben esperar a que la comida venga a rozarlas o ellas puedan alcanzarla con sus tentáculos. Pero nosotros, guiados por el olfato, nos hicimos nómadas que podíamos salir en busca de comida, cazarla e incluso elegir lo que más nos apetecía. En nuestra primera versión de la humanidad, la marina, también usábamos el olfato para encontrar pareja o detectar la proximidad de un tiburón. Y el olfato era además un probador de valor incalculable que nos permitía impedir que algo venenoso entrara por nuestra boca y llegara al delicado sistema cerrado de nuestro cuerpo. El olfato fue el primero de nuestros sentidos, y tuvo tanto éxito que, con el tiempo, el pequeño montículo de tejido olfativo situado encima del tendón nervioso se desarrolló hasta convertirse en el cerebro. Nuestros hemisferios cerebrales fueron originalmente pétalos del tallo olfatorio. Pensamos porque olemos.
Nuestro sentido del olfato, como tantas de nuestras funciones orgánicas, es un atavismo de aquel tiempo, al comienzo de la evolución, cuando vivíamos en los mares. Antes de que podamos notarlo, un olor debe empezar por disolverse en una solución acuosa que nuestras membranas mucosas puedan absorber. Practicando deportes acuáticos en las Bahamas, hace unos años, advertí por primera vez dos cosas: que llevamos el oceáno dentro de nosotros, y que nuestras venas son un reflejo de las mareas. En mi condición de mujer ser humano, con ovarios cuya producción se asemeja a las huevas del pez, al introducirme en el vientre suave y ondulante del mar del que salieron nuestros primeros antepasados hace milenios me sentí tan conmovida, que mis ojos se humedecieron bajo el agua, y mezclé mi sal con la del mar. Distraída con esos pensamientos, miré a mi alrededor para localizar la embarcación desde la cual me había zambullido. No la encontré. Pero no importaba: todo el mar era mi hogar.
Ese momento de misticismo me dejó la nariz irritada, y sentí dolor al salir a la superficie, hasta que me quité la máscara, me soné la nariz, y me tranquilicé. Pero nunca he olvidado ese sentido de pertenencia. Nuestra sangre es, en gran medida, agua salada, seguimos necesitando una solución salina (agua salada) para lavarnos los ojos o ponernos las lentes de contacto, y en toda época se ha dicho que la vagina de la mujer huele a «pescado». De hecho, Sandor Ferenczi, un discípulo de Freud, llegó a afirmar, en Thalassa: una teoría de la genitalidad, que los hombres aman a las mujeres sólo porque el vientre de ellas huele a arenque en salmuera, y los hombres tratan de volver al océano primordial; sin duda, una de las teorías más notables sobre el tema. En cambio, no ofreció explicación alguna de la disposición de las mujeres a tener relaciones con los hombres. Un investigador sostiene que este «olor a pescado» no se debe a nada intrínseco de la vagina, sino más bien a la falta de higiene después del coito, a una vaginitis o al semen viejo. «Si uno deposita semen en la vagina y lo deja allí, olerá a pescado», dice. La etimología coincide en cierta medida con esto, si recordamos que en muchas lenguas europeas los nombres en argot de las prostitutas son variaciones de la raíz indoeuropea pu, echarse a perder o pudrirse. En francés, putain; en irlandés, old put; en italiano, putta; puta en español y portugués. Palabras relacionadas son pútrido, pus, supurar y putativo (referido a los parientes no sanguíneos). En inglés, la parentela dudosa se llama skunk family, y la palabra skunk deriva de la voz algonquina que designa a la mofeta; durante los siglos XVI y XVII, en Inglaterra skunk («mofeta») era el nombre despectivo que se daba a las prostitutas. No sólo le debemos nuestros sentidos del olfato y el gusto al mar, sino que todavía olemos y tenemos sabor a mar.
NOCIONES Y NACIONES DE SUDOR
Como regla general, los seres humanos tienen un fuerte olor corporal, y el antropólogo Louis S. B. Leakey piensa que nuestros antepasados más remotos quizá tenían un olor aún más fuerte, un olor que los animales depredadores encontraban lo bastante repugnante como para no acercarse. No hace mucho, pasé algún tiempo en Texas, estudiando a los murciélagos. Me puse un gran zorro volador indonesio sobre la cabeza para ver si se enredaba en mi pelo, como dicen que hacen los murciélagos. No se enredó, pero empezó a toser suavemente por los olores mezclados de mi jabón, colonia, salinidad, aceites y otros olores humanos. Cuando lo devolví a su jaula, se lavó con la lengua como un gato durante varios minutos; obviamente se sentía contaminado por el contacto humano. Muchas plantas —como el romero o la salvia— han desarrollado un fuerte olor para repeler a los predadores; ¿por qué no habrían de hacerlo los animales? La naturaleza nunca deja de lado una estrategia ganadora. Por supuesto, algunos humanos tienen olores mucho más fuertes que otros. La sabiduría popular dice que las morenas «huelen de otro modo» que las pelirrojas, quienes, a su vez, huelen de otro modo que las rubias. Hay tantas pruebas anecdóticas sobre la diferencia de olores entre diferentes razas —en razón de dietas, hábitos, su condición o no de pilosas— que es difícil negarla, aun cuando el tema asusta a la mayoría de los científicos, comprensiblemente temerosos de ser acusados de racismo.[3] No se han hecho muchas investigaciones sobre el tema de los olores nacionales y raciales. En cualquier caso, una cultura no huele mejor o peor que otra, sólo diferente, pero es posible que ésa sea la razón por la que términos relacionados con el olfato aparezcan con tanta frecuencia en la jerga racista. Los asiáticos no tienen tantas glándulas apócrinas en la base de sus folículos capilares como los occidentales, y por esa razón suelen percibir un olor a maduro en los europeos. Un olor corporal fuerte es algo tan raro entre los hombres japoneses, que quien lo sufre incluso puede llegar a ser descalificado para el servicio militar. Por eso en la vida asiática hay tantas técnicas para perfumar el cuarto y el aire, y tan pocas para perfumar el cuerpo. Los olores ácidos son absorbidos por las grasas: si ponemos cebolla o melón en la nevera y también un bote de manteca sin tapar, la manteca absorberá el olor. El cabello también contiene grasa, y por eso deja manchas grasosas en las almohadas y fundas. También absorbe olores, como los del humo y la colonia. La pilosidad de los caucásicos y negros los hace muy sudorosos comparados con los asiáticos, pero las colonias hierven en su aceite y su calidez como lámparas votivas.
El olor corporal proviene de las glándulas apócrinas, muy pequeñas cuando nacemos y de gran desarrollo durante la pubertad; abundan en nuestras axilas, rostro, pecho, genitales y ano. Algunos investigadores han llegado a la conclusión de que una gran parte de nuestro placer de besar es, en realidad, un placer de oler y acariciar, con la nuestra, otra cara cargada de olores personales. Entre muchas tribus muy dispersas por el planeta —en Borneo, sobre el río Gambia, en África Occidental, en Birmania, en Siberia, en la India—, la palabra usada para «beso» significa «olor»; un beso es en realidad un olfateo prolongado del ser amado, un pariente o un amigo. Los miembros de una tribu de Nueva Guinea dicen adiós poniendo una mano en la axila del otro, apartándola y frotándose con ella; de esta forma, se recubren con el olor del amigo; en otras culturas, se huelen directamente, o se frotan las narices para saludarse.
LA PERSONALIDAD DEL OLOR
Las personas que comen carne huelen de otro modo que los vegetarianos, los niños huelen de otra forma que los adultos, los fumadores no huelen como de los no fumadores; otros individuos huelen de forma distinta en razón de factores hereditarios, de salud, de ocupación, dieta, medicación, estado emocional, incluso humor. Como observa Roy Bedichek en The Sense of Smell: «El olor corporal de su presa excita al predador hasta hacerle la boca agua y ponerle tensa cada fibra del cuerpo y alerta cada nervio. Al mismo tiempo, en la nariz de la presa aparecen el miedo y el odio asociados con el olor corporal del predador.[4] En los niveles inferiores de la vida animal, se desarrolla un olor específico con cada humor específico, y en adelante se identifica con él». Cada persona tiene un olor tan individual como una huella digital. Un perro puede identificarlo con facilidad y reconocerlo aun si su portador es uno de un par de mellizos idénticos. Helen Keller juraba que sólo con oler a las personas podía descifrar «el trabajo que hacen. Los olores de la madera, el hierro, la pintura y los remedios quedan retenidos en la ropa de quienes trabajan con ellos. (…) Cuando una persona pasa deprisa de un lugar a otro, tengo una impresión olfativa del sitio del que proviene: la cocina, el jardín o el cuarto de un enfermo».
Para alguien de exquisita sensualidad, nada más enloquecedor que el olor almizclado del ser amado húmedo de sudor. Pero a la mayoría de nosotros los olores naturales del cuerpo no nos resultan particularmente atractivos. En la era isabelina, los amantes intercambiaban «manzanas de amor»: una mujer mantenía una manzana pelada en su axila hasta que se saturaba con su sudor, y se la daba a su amante para que la inhalara. Ahora tenemos industrias enteras dedicadas a eliminar nuestros olores naturales y reemplazarlos por otros artificiales. ¿Por qué preferimos que nuestro aliento huela a menta antes que a bacterias en descomposición, que es nuestro olor «natural»? Es cierto que un mal olor puede ser indicio de enfermedad. Puede no atraernos alguien que desprende un olor insalubre, y un exceso de bacterias en descomposición podría persuadirnos de que estamos hablando con, por ejemplo, una víctima del cólera, alguien que puede contagiarnos. Pero principalmente apreciamos un aroma más que otro gracias a los esfuerzos de la publicidad, y a nuestra credulidad. La paranoia olfativa da buenos dividendos. En su codicia creativa, los publicistas nos han llevado a pensar con terror que podemos ser «ofensivos» y necesitamos toda clase de productos para disfrazar nuestros olores naturales.
¿Qué queremos decir exactamente cuando hablamos de un mal olor? ¿Y cuál es el peor olor del mundo? La respuesta depende de la cultura, la época y el gusto personal. A los occidentales el olor fecal les resulta repulsivo, pero a los masai les gusta untarse el cabello con estiércol de vaca, que le da un brillo pardo anaranjado y un poderoso olor. A los niños les gustan casi todos los olores, hasta que con la edad aprenden a sentir disgusto ante algunos. Cuando el naturalista y conservador de zoológicos Gerald Durrell quiso conseguir algunos murciélagos de la fruta para su zoo de la isla de Jersey, fue a la isla Rodríguez, al este de Madagascar, y usó como cebo en su red lo que llamó «fruta macho», un enorme fruto sólido color pardo, cuya pulpa blanca hedía «como un cruce entre una sepultura abierta y una cloaca», un verdadero «osario». Eso me suena bastante mal, y por eso, sólo para ver si Durrell tenía razón, he puesto «Rodríguez, en la época de la fruta macho» en la larga lista de los destinos sensoriales a los que me gustaría ir algún día.
Aunque antigua e incontrolablemente natural, un pedo es considerado en general como algo repelente, descortés, e incluso se ha dicho que es el olor del diablo. El Manual Merck, en un capítulo insólitamente divertido sobre «Enfermedades funcionales del vientre», apartado «Gases», describe los posibles orígenes, tratamientos y síntomas misceláneos de los gases, junto con esta observación:
Entre las personas flatulentas, la cantidad y frecuencia del pasaje de gases puede alcanzar proporciones asombrosas. Un estudio minucioso siguió a un paciente con una frecuencia de flatos cotidianos que llegaba a ciento cuarenta y uno, incluyendo setenta pasajes en un período de cuatro horas. Este síntoma, que puede causar grandes molestias en el terreno psicosocial, ha sido catalogado con humor de acuerdo con sus características más destacadas: 1) el «disimulado» (típico de ascensores atestados), que se suelta lentamente y sin ruido, a veces con efecto devastador; 2) el esfínter abierto, o tipo «explosivo», que según se dice es de temperatura más alta y más fétido; y 3) el staccato o tipo tambor de repetición, que se ejecuta con placer en la privacidad. Aunque se han planteado cuestiones de contaminación y degradación de la calidad del aire, no se han realizado estudios adecuados. Pero puede asegurarse que no hay peligro para los flatulentos que trabajen cerca de fuego, y se sabe de niños que juegan a expeler gases sobre la llama de una cerilla. En alguna rara ocasión, este síntoma tan molesto ha sido usado con ventaja, como en el caso de un francés al que llamaban «Le Pétomane», que se hizo rico con sus conciertos en el escenario del Moulin Rouge.
En su fascinante historia del hedor, el perfume y la sociedad en Francia, Lo pestilente y lo fragante, Alain Corbin describe las cloacas abiertas de París en los tiempos de la Revolución, y señala el importante papel que ha representado el olfato en la fumigación a lo largo de la historia. Hay distintas formas de fumigación: la que se realiza por motivos de salud (en especial, durante epidemias o pestes); la fumigación de insectos, e incluso la fumigación religiosa y moral. En los castillos medievales se cubrían los pisos con junquillo, lavanda y tomillo, cuyos aromas se creía que prevenían el tifus. Con frecuencia se usaban perfumes con fines mágicos y alquímicos y también como promesa de encantamiento. Si las promesas que hace hoy la publicidad del perfume pueden parecer exageradas, hay que ver las que se hacían en el siglo XVI. En Les secrets de Maistre Alexys le Piedmontois, libro sobre cosmética, el autor promete que su agua de colonia no sólo hará a las mujeres atractivas por una noche, sino que las volverá hermosas «para siempre». Esto significa mucho, y quizá deslumbraba lo suficiente a las dientas potenciales como para que no leyeran más detalles. Pero aquí está la receta: «Tomar un pichón de cuervo de su nido, alimentarlo con huevo duro durante cuarenta días, matarlo, destilarlo con hojas de mirto, talco y aceite de almendras». Espléndido. Salvo por el olor, y un abrumador deseo de citar a Poe: la audaz consumidora sería una nocturna belleza posada para siempre donde todos pudieran verla.
FEROMONAS
Las feromonas son las bestias de carga de los deseos (el nombre viene del griego pherein, cargar, y hormon, excitar). Como nosotros, los animales tienen no sólo olores distintivos sino también feromonas poderosamente eficaces que en algunas especies desencadenan los mecanismos de la ovulación o el cortejo, o bien establecen jerarquías de influencia y poder. Los animales dejan marcas olfativas, a veces con sistemas ingeniosos. El ratón de campo se rocía las plantas de los pies con orina para marcar su territorio mientras lo patrulla. Los antílopes marcan los árboles usando glándulas odoríferas que tienen en la cara. Los gatos tienen glándulas similares en las mejillas, y suele vérselos acariciando con las mejillas a alguien o la pata de su mesa favorita. Cuando una persona acaricia a un gato, si él siente simpatía por ella, se pasará la lengua por su piel para sentir el aroma de ese ser humano amistoso. Y después es probable que elija el sillón favorito de esa persona para dormir sus siestas, no sólo porque es cómodo sino porque huele a su dueño. El gato montés, lo mismo que el tejón, arrastra el ano por tierra para marcarla. Jane Goodall, en The Innocent Killers, afirma que los perros salvajes, macho y hembra, marcan uno tras otro con un olor exactamente igual las mismas hojas de hierba, para informar a todos los interesados que conforman una pareja. Cuando una amiga mía saca de paseo a su pastor alemán Jackie, el perro huele un zócalo, un escalón o un árbol, y sabe qué perro ha estado ahí, su edad, sexo, humor, estado de salud, y cuándo pasó por última vez. Para Jackie, es como leer la columna de chismes del diario de la mañana. La acera revela a su nariz rastros invisibles para su ama. El animal agrega su propio aroma a los muchos ya acumulados en un manojo de hierba, y el perro siguiente que pase por allá leerá, en los jeroglíficos aromáticos del barrio: Jackie, cinco de la tarde, hembra joven, en terapia hormonal por causa de una enfermedad de la vejiga, bien alimentada, alegre, busca amigo.
A veces los mensajes no pueden ser meramente inmediatos; necesitan durar en el tiempo, y ser una señal constante, como un faro que guía a los animales más allá de las aguas agitadas de su incertidumbre. La mayoría de los olores mantienen su acción durante un tiempo, mientras que un guiño puede desvanecerse antes de ser visto, la flexión de un músculo puede significar demasiadas cosas, una voz puede asustar o amenazar. Para un animal que es presa de otros, el olor de su cazador puede alentarlo; al cazador, el olor de su presa puede estimularlo. Por supuesto, algunos animales exudan un olor como una forma de defensa. Una mofeta, cuando se ve acorralada, da media vuelta y sumerge a sus atacantes en un hedor horrible. Entre los insectos, el olor carga con todas las formas de la comunicación: una guía para sitios adecuados donde anidar o poner huevos, un grito de alerta, un toque de clarín que anuncia a Sus Majestades, el dato para evitar una emboscada, un mapa para volver a casa. En la jungla pueden verse largas caravanas de hormigas que marchan en fila india por senderos odoríferos que han sido dejados previamente por sus exploradoras. Al observador casual pueden parecerle agitadas en un ciego furor industrioso, pero siempre están en contacto una con otra, siempre transmitiéndose algo significativo para sus vidas. Una mariposa macho de la familia Danaide viaja de flor en flor, para preparar un cóctel de aromas dentro de la bolsa que posee en cada una de sus patas traseras, hasta que tiene el perfume perfecto para atraer a una hembra.[5] Los pájaros cantan para anunciar su presencia en el mundo, para marcar sus territorios, para impresionar a su pareja, para jactarse de su status (en última instancia, casi todo tiene que ver con el sexo y la pareja). Los mamíferos prefieren usar olores cuando pueden, y crean melodías odoríferas tan complejas y únicas como los cantos de los pájaros, melodías que también viajan por los aires. Los canguros bebés —como muchos otros mamíferos— nacen ciegos y deben encontrar su camino al pezón sólo por el olfato. Una foca madre sale a nadar, regresa a una playa que pulula de crías, y reconoce a la suya en parte por el olfato. Una madre murciélago, al entrar en su caverna donde millones de murciélagos, madres e hijos, cuelgan de las paredes o revolotean por el aire, puede encontrar a su bebé llamándolo y oliendo el camino hacia él. En un rancho ganadero de Nuevo México, donde viví, solía ver terneros con la piel de otros terneros atada al cuello, mamando felizmente. Una vaca reconoce a su ternero por el olor, lo que desencadena sus instintos maternos, por lo que, cada vez que nacía un ternero muerto, el ranchero le quitaba la piel y le prestaba su olor a uno huérfano.
Los animales no podrían vivir mucho tiempo sin feromonas porque no podrían marcar su territorio ni encontrar parejas receptivas y fértiles. Pero ¿existen las feromonas humanas? ¿Y se las puede aislar en laboratorios y conservar? Algunas mujeres muy elegantes de Nueva York usan un perfume llamado Pheromone, que cuesta trescientos dólares la onza. Es caro, quizá, pero sus supuestas cualidades afrodisíacas le darían ese valor. A partir de los hallazgos científicos sobre atractivos animales, el perfume promete que la mujer que lo use será provocativa y podrá hacer esclavos de sus deseos a los hombres, zombis del amor. Lo curioso de la publicidad de este perfume es que su fabricante no ha especificado qué feromona ha utilizado en su composición. Las feromonas humanas aún no han sido identificadas por los investigadores, que sí han aislado, entre otras, la del jabalí. La idea de una generación de mujeres jóvenes caminando por las calles con feromonas de jabalí encima es extraña hasta para Nueva York. Un truco malvado sería el siguiente: soltar una manada de jabalíes machos por Park Avenue, y asegurarse de que entre la gente que camine por la calle a esa hora haya algunas mujeres que usen perfume Pheromone. Para emergencias, marcar el 911.
Aunque no hayamos aislado todavía las feromonas humanas, no hay duda de que podemos usar nuestras secreciones como lo hacen los animales, y embotellar nuestros efluvios en diferentes momentos del mes. Avery Gilbert, un biofisiólogo, no lo cree. Según él sería como querer meter psicología en frascos. Declaró a la revista Gentleman’s Quarterly. «Si usted tiene un frasco lleno con los fluidos generados por las glándulas genitales femeninas durante la cópula, y se lo da a un señor, aun cuando él pueda reconocer el olor, no hará más que hacerle sentirse incómodo y avergonzado. Porque ahí ese olor está fuera de contexto, y eso es lo que establece la diferencia. Si los consumidores masculinos suponen que este componente excitará a las mujeres, es que son unos ingenuos. No creo que haya proceso químico alguno que actúe en este caso. El olor específico que exhalan los hombres puede no ser importante; lo que importa son los signos de disponibilidad, la percepción de la autoconfianza. Esas señales sí puede enviarlas un perfume, y quizá funcionen. Y es probable que sea la razón básica por la que la gente los usa».
Uno de los colegas de Gilbert, George Preti, realizó un experimento en el que a diez mujeres se les aplicaba bajo la nariz, a intervalos regulares, sudor de otras mujeres. A los tres meses, las mujeres empezaron a menstruar al mismo tiempo que las mujeres cuyo sudor estaban oliendo. Un grupo de control al que se le aplicaba alcohol en lugar de sudor no cambió en absoluto sus ciclos. Evidentemente, una feromona del sudor afecta a la sincronía menstrual, lo que explica por qué las mujeres que comparten el dormitorio o las amigas íntimas menstruan al mismo tiempo, fenómeno conocido como «Efecto McClintock» (en honor de Martha McClintock, la psicóloga que lo observó por primera vez). Parece haber otros efectos. Cuando un hombre se relaciona con una mujer durante un período de tiempo, su pelo facial empieza a crecer más deprisa de lo que lo hacía antes. Las mujeres enclaustradas lejos de hombres (en un internado, por ejemplo) entran en la pubertad más tarde que las mujeres rodeadas de hombres. Las madres reconocen el olor de sus hijos recién nacidos, y viceversa, por lo que algunos médicos están experimentando con hacer que los niños inhalen el olor de su madre junto con la anestesia durante las operaciones. Los bebés pueden oler a su madre que entra en el cuarto, aun cuando no puedan verla. En Peter Pan, de J. M. Barrie, los niños pueden incluso «oler el peligro» mientras duermen. Las madres de los niños en edad escolar pueden encontrar de entre un montón de camisetas sucias idénticas la que pertenece a su hijo. Esto último no es válido para los padres, que no pueden reconocer el olor de sus hijos; pero los hombres pueden determinar si una camiseta ha sido usada por un hombre o una mujer. Las feromonas afectan a la gente. ¿Pero basta qué punto? ¿Desencadenan en nosotros respuestas vigorosas como lo hacen en las polillas o los castores, o no figuran en la cascada de nuestra conciencia sensorial de modo más importante que las señales visuales o auditivas corrientes? Si yo veo a un hombre apuesto con hermosos ojos azules, ¿estoy teniendo una «visualmona», como la llamó despectivamente un investigador, o es sólo que los ojos azules me excitan porque están registrados como atractivos en la cultura, el tiempo y el contexto de mi vida? Los ojos azules nos recuerdan a los recién nacidos caucásicos, y nos llenan de sentimientos protectores. Pero en algunas culturas africanas serían considerados demoníacos, fríos y repulsivos.
La ciencia ficción, con frecuencia, nos ha atemorizado con seres humanos autómatas, movidos por fuerzas desconocidas, con la mente como una especie de tono de dial. Supongamos que las feromonas puedan llegar a anular secretamente nuestros poderes de elección y decisión. La idea alarma. No nos gusta perder el control, salvo deliberadamente (durante el acto sexual, las fiestas, el misticismo religioso o al probar alguna droga), y aun en esos casos lo aceptamos sólo porque creemos que la parte que sigue bajo control es mayor que la descontrolada, y podemos volver rápidamente a ser quienes somos. La evolución es compleja, y a veces divertida, y tiene tanto de aventura, que pocos de sus caprichos pueden asustarme. Me asusta nuestra aparente necesidad de violencia, pero no la posibilidad de que podamos mantener complejas y sutiles conversaciones entre nosotros por medio de las feromonas. El libre albedrío no será enteramente libre, pero no puede dudarse de que depende de nosotros, y de que su elasticidad es grande. Seres tan encariñados con su libertad como los seres humanos saben cómo volver a plantear casi cualquier tema. Si hay una cosa en la que realmente nos mostramos magistrales, es en empujar los límites, inventar estrategias, encontrar caminos para rodear las verdades más impías, tomar a la vida por las solapas y sacudirla sin piedad. Es cierto que la vida tiende a devolver los golpes, pero eso nunca ha bastado para detenernos.
NARICES
Cuando salimos arrastrándonos del mar y nos internamos en la tierra, entre los árboles, el sentido del olfato perdió algo de su perentoriedad. Después, nos pusimos de pie y empezamos a mirar a nuestro alrededor, y a trepar, ¡y qué mundo fue el que descubrimos ante nosotros! Podíamos ver a kilómetros de distancia en todas direcciones. Los enemigos se hacían visibles, la comida se hacía visible, las parejas se hacían visibles, las huellas se hacían visibles. La sombra de un león a lo lejos deslizándose por la hierba se volvía una señal más importante que cualquier olor. La visión y el oído se volvían más y más importantes para la supervivencia. Los monos no tienen tanto olfato como los perros. La mayoría de los pájaros no tienen narices muy complejas, aunque hay algunas excepciones (los buitres americanos localizan la carroña por el olfato, y las aves marinas suelen navegar guiadas por el olfato). Pero los animales con el sentido del olfato más desarrollado suelen caminar a cuatro patas, con la cabeza colgando cerca del suelo, donde están las pesadas, húmedas y fragantes moléculas de olor. Esto incluye a serpientes y también a insectos, junto con elefantes (cuyas trompas apuntan al suelo) y la mayoría de los cuadrúpedos. Los cerdos pueden oler las trufas a veinte centímetros de profundidad. Las ardillas descubren nueces que han enterrado meses antes. Los sabuesos pueden sentir el olor de un hombre en un cuarto que ha abandonado horas antes, y después rastrear las pocas moléculas que se cuelan por las suelas de los zapatos y terminan en tierra cuando él camina, por terreno desparejo, incluso en noches de lluvia. El pez necesita sus capacidades olfatorias: el salmón puede oler las aguas distantes donde nació, y hacia las cuales debe nadar para desovar. Una mariposa macho puede localizar el aroma de una hembra que está a kilómetros de distancia. Debemos lamentarlo por nosotros, los altos y erectos, que hemos visto debilitarse con el tiempo nuestro sentido del olfato. Cuando nos dicen que un ser humano tiene cinco millones de células olfativas, parece un exceso. Pero un perro pastor, que tiene doscientos veinte millones, puede oler cuarenta y cuatro veces mejor que nosotros. ¿Y qué es lo que huele? ¿Qué es lo que nos estamos perdiendo? Basta imaginarse el mundo estereofónico de aromas por el que debemos pasar, como sonámbulos. Aun así, tenemos un sentido del olfato notablemente desarrollado para lo pequeños que son en realidad nuestros órganos correspondientes. Porque nuestra nariz apenas asoma de la cara, y los olores tienen que recorrer toda una distancia dentro de ella antes de que tomemos conciencia de que hemos olido algo. Por eso arrugamos la nariz y resoplamos: para mover las moléculas de olor y llevarlas más cerca de los receptores olfativos, ocultos en los más recónditos lugares de la nariz.
ESTORNUDOS
Pocos placeres hay tan plenos como el simple placer campesino de estornudar. Todo el cuerpo se sacude en un deleite orgásmico. Pero sólo los seres humanos estornudan con la boca abierta. Perros, gatos, caballos y la mayoría de los demás animales se limitan a estornudar por la nariz, con un paso de aire que tuerce ligeramente en el cuello. Sin embargo los humanos resoplan y tiemblan en un cosquilleo anticipatorio, inhalan una gran bocanada de aire, contraen las costillas y el estómago como un fuelle, y disparan con violencia el aire por la nariz, donde se detiene súbitamente, explota y a veces salpica desagradablemente por la nariz y la boca al mismo tiempo. Esto no importaría demasiado si los pulmones exhalaran suavemente el aire durante el estornudo. Pero los investigadores de la Universidad de Rochester han descubierto que un estornudo expele el aire a un ochenta y cinco por ciento de la velocidad del sonido, lo bastante rápido como para expulsar bacterias y otros detritos del cuerpo, lo cual es el objetivo del estornudo. La nariz humana tiene un pasaje del ancho de un cabello detrás de las fosas, lo que hace más costoso todo el proceso de la respiración, y más difícil la percepción de los olores. En el estornudo, el aire no tiene un paso directo por donde seguir. Tenemos que abrir la boca. Si estornudamos con la boca cerrada, el aire explota en las cavidades y recovecos de la cabeza, en busca de una salida, y puede hacernos daño en los oídos. Hay muchas teorías que tratan de explicar esta mala construcción de nuestra nariz; en última instancia, es probable que tenga que ver con la evolución de nuestro enorme cerebro y el poco espacio que ha dejado en el cráneo, y con el hecho de que nos deba permitir una visión «en estéreo». Bedichek sugiere que esta conformación no fue molesta hasta que «empezamos a apretujarnos en esas áreas congestionadas que llamamos “ciudades”. Aquí la nariz se vio recargada con una función para la que no estaba preparada, es decir, hacer de pantalla para el polvo y la contaminación, al tiempo que se veía asaltada por los olores intolerables de la concentración urbana, y finalmente por los humos del gran laboratorio químico en que se ha transformado la ciudad moderna». Un poeta del siglo XVII, Abraham Cowley, propone el problema en forma de pregunta retórica:
¿Quién, provisto de razón y olfato,
no preferiría vivir entre rosa y jazmín
antes que atosigar sus humores
con las exhalaciones de la suciedad y el humo?
Sólo se necesita un cosquilleo. O el sol. Hay gente, como yo, que hereda una rareza genética que los hace estornudar a causa de la luz brillante. Me temo que a este síndrome se le ha dado por nombre un ingenioso acróstico, ACHOO (autosomol dominant compelling helio-ophtalmic outburst). Si siento una molestia en la nariz, todo lo que tengo que hacer es mirar al sol para provocar la explosión, un pequeño apocalipsis.
EL OLOR COMO CAMUFLAJE
Aunque estamos en abril, hemos tenido nieve durante semanas en Itaca, o al menos así me lo han dicho mis vecinos; yo estaba en Manhattan, en un clima marítimo. Ahora descubro que unas pequeñas y mudas huellas de ciervo conducen directamente a la puerta y los enormes ventanales, cruzan el estanque congelado cuya escarcha resplandece al sol, y luego zigzaguean entre los árboles. De modo que han aprendido a caminar sobre el agua, a comer de las fragantes maravillas encerradas bajo la superficie del mundo, y hasta a ir y venir en una estación dominada por la violencia del hielo. ¿Me buscaban a mí, en el sitio donde yo suelo detenerme, reflejada en el vidrio? ¿Y qué sucederá si, más avanzada la primavera, el estanque helado les tiende una trampa y cede bajo sus patas, para plegarse sobre ellos, y yo no oigo sus gritos subacuáticos? ¿Qué ocurrirá si yo, como la nieve, me he ido demasiado lejos? Absorta en el dialecto de las ciudades, olvidé el modo en que los ciervos se introducen en los patios con sus grandes corazones y sus sueños frágiles. Yo no estaba aquí para seguir sus miradas serenas ni la vacilante poesía de sus cascos.
Suelo verlos ramoneando en el patio, pero cuando me deslizo fuera para echar una mirada más de cerca, huelen mi fuerte olor humano, saltan la cerca y parten al galope. Este verano intenté disfrazarme de conifera o de hongo. Un número reciente de la revista Field and Stream me dijo cómo lograrlo: «Para engañar a ciervos y conejos, tomar partes de un vegetal sin mucho tanino (madera de abedul o pino, hongos, abeto o alguna conifera aromática, por ejemplo) y dejarlas secar durante una semana o dos. Picarlas y llenar una jarra hasta la mitad. Agregar vodka de buena calidad, y pasar la mezcla por un filtro de papel. Ponerla en un atomizador y aplicar abundantemente sobre el cuerpo para cubrir el olor humano».
ROSAS
Tengo en la mano una rosa lavanda llamada «cara de ángel», una de las veinticinco plantas de rosal plantadas alrededor de mi casa. Durante los primeros años, los ciervos que frecuentan mi jardín se introducían al alba y se comían todos los capullos y brotes suculentos. En una ocasión se comieron los rosales casi hasta ras de tierra, y dejaron apenas unos centímetros de tallo asomando como cuernos incipientes. Estoy habituada a tener ladrones en el jardín. El primer verano que tuve parras seguí la evolución de dos vides desde la floración hasta la aparición de los suculentos racimos color púrpura, tentadores y llenos de fragancia. Los observaba día tras día, esperando el momento de la madurez perfecta, imaginando las uvas rodando sobre mi lengua, frescas, dulces, saciando toda mi sed. Un día, el púrpura de las uvas cambió a una tensa iridiscencia, y supe que a la mañana siguiente podría empezar a cosechar. Pero ese conocimiento no me estaba reservado sólo a mí. Cuando me desperté, encontré que alguien había chupado la pulpa de cada una de las uvas, y los hollejos cubrían el suelo como diminutos prepucios color púrpura. Este espectáculo, cuyos responsables son los mapaches, se ha repetido todos los otoños desde entonces, a despecho de jaulas, alarmas, alambre de púas y otros «disuasivos», y francamente he renunciado a las uvas y a los mapaches. Las rosas plantean un problema más espinoso.
Los ciervos me gustan tanto como las rosas, así que decidí usar un olor como arma (después de todo, las plantas lo hacen), y rocié los rosales con una mezcla de tabaco y nafta. Funcionó, pero creó una atmósfera cáustica e irrespirable en el jardín…, salvo que a uno le guste el olor a jugadores de béisbol con la boca llena de tabaco para mascar y los bolsillos repletos de bolas de naftalina. Este año he pensado en otra cosa: lavanda. Los ciervos odian su olor penetrante; hice plantar docenas de plantas de lavanda alrededor de los rosales, con la esperanza de que crearan una cerca defensiva cuando los ciervos vinieran de visita. Con todo, hemos dividido el botín. A los ciervos les he dejado los suculentos arbustos de fresas silvestres, que ya no me propongo cosechar, lo mismo que los manzanos. Los mapaches tienen las vides, los conejos, las bayas. Pero las rosas son sagradas, porque inundan mis sentidos con aromas exquisitos. El perfume más caro del mundo, y uno de los clásicos más permanentes, Joy, es una mezcla de dos notas florales: jazmín y rosa.
Las rosas han atraído, seducido y embriagado a la gente más que ninguna otra flor. Han cautivado a los jardineros, a los enamorados, a los adictos a las flores y a los sensoriales desde la antigüedad. En Damasco y Persia, se enterraban en los jardines jarras con capullos de rosa sin abrir, y se desenterraban en ocasiones especiales para usarlos en la cocina; las flores se abrían espectacularmente en las fuentes. En la versión cinematográfica que hizo Jean Cocteau del cuento de hadas La bella y la bestia, todo empieza cuando un hombre corta una rosa para su hija, el único deseo que ella ha manifestado ante todo un cofre de tesoros. Mucho tiempo atrás, los europeos cultivaban una rosa robusta, que era pesada, vistosa, muy resistente, y con un aroma que podía perfumar a una estatua. Pero hacia comienzos del siglo XIX empezaron a importar las elegantes rosas de té de la China, que olían como hojas de té frescas cuando se machacaban; y también especies híbridas chinas muy delicadas, en colores que iban del amarillo al rojo. Cruzando esas especies híbridas con las rosas europeas tan cuidadosamente como si se tratara de caballos de carreras, se produjeron rosas sutiles y sofisticadas, que desplegaron un espectro al parecer interminable de colores, formas y aromas. Las llamaron «rosas de té híbridas». A partir de entonces, se han creado más de veinte mil variedades, y hubo un momento en que el perfume de la rosa estuvo a punto de perderse por exceso de hibridación. El olor parece ser un rasgo decisivo en las rosas, y dos «padres» de gran aroma pueden producir un «hijo» de pétalos perfectos pero sin olor. La tendencia actual se orienta hacia rosas muy perfumadas, gracias a Dios. La especie híbrida de rosa de té más popular del mundo es «Peace», una flor deslumbrante en su colorido múltiple, llamativa al mediodía, sutil al atardecer y que refleja todos los espectros de la luz durante el día. Sus capullos en forma de huevo se abren en grandes pétalos amarillos de puntas translúcidas, a veces con una mancha rosa. Y huele como cuero azucarado empapado en miel. De todas mis rosas, «Peace» es la que parece tener una piel casi humana, y humores humanos, lo que depende de la humedad y luz de cada día. Fue en su origen una rosa experimental, y se la bautizó el 2 de mayo de 1945 (el día de la caída de Berlín), en la Pacific Rose Society, Pasadena, porque «esta nueva rosa, la más grande de nuestro tiempo, debe recibir el nombre del más grande de los deseos del mundo: la Paz». Muchos presidentes han tenido rosas bautizadas en su honor (la de Lincoln es rojo sangre, la de John Kennedy, de un blanco muy puro), y hay rosas que celebran con sus nombres a estrellas de la pantalla u otras celebridades (la de Dolly Parton es espectacularmente perfumada, con capullos de gran tamaño). Aunque las rosas simbolizan la belleza y el amor, sus colores, texturas, formas y perfumes son difíciles de describir. «Sutter’s Gold», una de mis híbridas favoritas de rosa de té, produce una flor aplastada y arrugada, de pétalos amarillos manchados de naranja, fucsia y rosa, con una fragancia como de plumas dulces y mojadas. Las «floribundas», rosas enteramente modernas, nos cubren de flores a lo largo de todo el verano. La «Fairy» apenas tiene olor, pero es una constante explosión de flores rosadas desde la primavera hasta el invierno, a pesar de las ocasionales nevadas. Las rosas ya eran consideradas antiguas cuando el botánico griego Teofrasto escribió sobre la «rosa de cien pétalos», en el año 270 a. C. Se han hallado rosas silvestres fosilizadas que datan de cuarenta millones de años. La rosa egipcia era la que ahora llamamos «rosa repollo», renombrada por su gran cantidad de pétalos. Cuando Cleopatra recibió a Marco Antonio en su dormitorio, el suelo estaba cubierto por cuarenta centímetros de pétalos de rosa. ¿Utilizarían el suelo como cama y harían el amor en un colchón de suaves pétalos fragantes? ¿O prefirieron la cama, como si estuvieran en una balsa que flotaba en un mar perfumado?
Cleopatra conocía a su invitado. Pocos pueblos han estado tan obsesionados con las rosas como los antiguos romanos. En las ceremonias públicas y banquetes, se llenaban los ambientes de rosas; por las fuentes del emperador manaba agua de rosas, lo mismo que en los baños públicos; en los anfiteatros, la multitud se sentaba bajo toldos empapados en perfume de rosa; se usaban pétalos de rosas como relleno de almohadas; se llevaban guirnaldas de rosas en el pelo; se comían pasteles de rosa; sus medicinas, pociones de amor y afrodisíacos, todo contenía rosas. Ninguna bacanal (la orgía oficial romana) estaba completa sin un exceso de rosas. Crearon una festividad, Rosalia, para consumar formalmente su pasión por la flor. En un banquete, Nerón hizo instalar tubos de plata debajo de cada cubierto para que los invitados pudieran ser sahumados con aroma de rosas entre un plato y otro. Y mientras tanto los invitados podían admirar un cielo raso pintado a imagen de los cielos celestiales, que en cierto momento se abría y los bañaba con una lluvia de perfumes y flores. En otra ocasión, gastó el equivalente de ciento sesenta mil dólares sólo en rosas… y uno de sus invitados murió asfixiado bajo una ducha de pétalos.
Para la cultura islámica, la rosa era un símbolo más espiritual que para los romanos, un símbolo que, de acuerdo con el místico Yunus Emre, del siglo XIII, se supone que suspira «¡Alá, Alá!» cada vez que la olemos. Mahoma, un gran devoto del perfume, dijo una vez que la excelencia del extracto de violetas sobre el de todas las otras flores era como su propia excelencia sobre todos los otros hombres. Aun así, era el agua de rosas la que mezclaban con el mortero para la construcción de sus templos. Las rosas se combinan excepcionalmente bien con el agua; con ellas se hacen excelentes sorbetes y también se emplean en pastelería, por lo que esta delicada flor se ha convertido en un ingrediente específico en la cocina islámica, además de ser muy usada como perfume corporal. La hospitalidad sigue exigiendo que en una casa islámica un invitado sea rociado con agua de rosas en cuanto llega.
Los rosarios constaban originalmente de ciento sesenta y cinco pétalos de rosa secos y cuidadosamente enrollados (algunos de los cuales eran oscurecidos con humo para conservarlos), y la rosa fue también el símbolo de la Virgen María. Cuando los cruzados volvieron a Europa, con los sentidos deslumbrados por los placeres exóticos que habían descubierto entre los infieles, traían aceite de rosas, junto con sándalo, bolas de confecciones olorosas y otras ricas especias y aromas, más recuerdos de mujeres de harén, sensuales y lánguidas, que vivían para dar placer al hombre. Los aceites perfumados que trajeron los caballeros a su regreso se pusieron de moda de inmediato, y sugerían todos los placeres pecaminosos del Oriente, tan seductores e irresistibles como prohibidos. Placeres que intimidaban tanto los sentidos como lo hacía la rosa.
EL ÁNGEL CAÍDO
El olor despierta recuerdos, pero también despierta nuestros sentidos adormecidos, nos mima y envuelve, y ayuda a definir nuestra propia imagen, atiza el caldero de nuestra seducción, nos advierte de los peligros, nos induce a tentaciones, alienta nuestro fervor religioso, nos acompaña al cielo, nos pone de moda, nos introduce en el lujo. Pero, con el paso del tiempo, el olfato se ha vuelto el menos necesario de nuestros sentidos, «el ángel caído», como lo llamaba dramáticamente Helen Keller. Algunos investigadores creen que, a través del olor, en realidad percibimos gran parte de la información que captan los animales inferiores. En un salón lleno de hombres de negocios, uno capta información sobre qué individuos son importantes, quiénes confían en sí mismos, cuáles son sexualmente receptivos, cuáles están en conflicto, y todo esto a través del olfato. La diferencia es que no tenemos una respuesta inmediata. Somos conscientes del olor, pero no reaccionamos automáticamente de una determinada forma en razón de él, como lo haría la mayoría de los animales. Una mañana, tomé un tren para ir a Filadelfia pues deseaba visitar el Centro Químico Monell de los Sentidos, cerca del campus de la Universidad Drexel. El edificio Monell, todo un barrio vertical, alberga a cientos de investigadores que estudian la química, psicología, propiedades curativas y características curiosas del olor. Muchos de los recientes estudios sobre feromonas se han realizado en Monell, o en instituciones semejantes. En un experimento, se les pagaba a decenas de amas de casa para que olieran axilas anónimas; en otro estudio —financiado por un fabricante de productos de higiene femenina—, la escena era más curiosa aún. Entre los temas de estudio que se ventilan en Monell podríamos mencionar: cómo reconocemos los olores; qué sucede cuando alguien pierde su sentido del olfato; cómo varía el olfato a medida que envejecemos; métodos ingeniosos para controlar plagas mediante olores; el modo como pueden utilizarse olores corporales para ayudar en el diagnóstico de enfermedades (el sudor de los esquizofrénicos huele de otro modo que el de la gente normal, por ejemplo); cómo influyen los olores corporales en nuestra conducta social y sexual. En uno de los experimentos olfativos más fascinantes de nuestro tiempo, los investigadores de Monell han descubierto que los ratones pueden discriminar diferencias genéticas entre parejas potenciales sólo por el olor; pueden leer los detalles del sistema inmunológico del otro. Si uno quiere crear la progenie más fuerte, le conviene aparearse con alguien cuyas ventajas sean diferentes de las suyas, para así poder generar un máximo de defensas contra cualquier intruso, como bacterias, virus, etcétera. Y el mejor modo de hacerlo es producir un sistema inmunitario que lo abarque todo. La naturaleza prospera en los mestizos. El lema de la vida es mezclarse. Los científicos de Monell han podido criar ratones especiales que difieren uno de otro sólo en un gen, y observan sus preferencias sexuales. Todos eligen una pareja cuyo sistema inmunológico se combinará con el suyo para producir la cría más resistente. Lo que resulta sorprendente es que no basan su elección en la percepción de sus propios olores, sino en el recuerdo de los olores de sus padres. Nada de esto es razonado, por supuesto; los ratones se limitan a aparearse de acuerdo con sus impulsos, inconscientes de sus iluminaciones subliminales.
¿Puede ser que los seres humanos hagan lo mismo, y también sin saberlo? No necesitamos olores para marcar los territorios, establecer jerarquías, reconocer individuos o, especialmente, saber cuándo una hembra está en celo. Y aun así, basta ver el uso obsesivo del perfume y su efecto psicológico en nosotros para dejar claro que el olfato es un viejo caballito de batalla de la evolución que seguimos conservando con cariño y del que no podemos desprendernos. No lo necesitamos para sobrevivir, pero lo apreciamos al margen de toda lógica, quizá, en parte, por nostalgia de un tiempo en que éramos una parte de la naturaleza y estábamos profundamente conectados con ella. En la misma medida en que la evolución ha superado el sentido del olfato, los químicos han trabajado para restaurarlo. Y no se trata de algo que hagamos al azar; nos hundimos en los olores, nos revolcamos en ellos. No sólo perfumamos nuestros cuerpos y casas, también perfumamos casi cada objeto que entra en nuestras vidas, desde el coche hasta el papel higiénico. Los comerciantes de coches usados emplean un perfume de «coche nuevo», garantizado para predisponer a los clientes a comprar aun la chatarra en peor estado. Los agentes inmobiliarios suelen rociar con olor a «pastel recién hecho» la cocina de una casa antes de mostrársela a un cliente. En los grandes almacenes se pone un poco de «olor a pizza» en el sistema de aire acondicionado para abrir el apetito de los clientes e inducirlos a hacer una visita al restaurante. Ropa, neumáticos, tinta de rotuladores, juguetes, todo huele a perfume. Incluso se pueden comprar discos de perfume que se tocan como discos de música, salvo que lo que sueltan es aroma. Como se ha probado en muchos experimentos, si uno le da a la gente dos latas de la misma cera para muebles y sólo una de ellas con olor agradable, esas personas jurarán que la perfumada es la que encera mejor. El olor afecta en gran medida a nuestra valoración de las cosas, así como a nuestra evaluación de la gente. Incluso los productos llamados «inodoros» están, de hecho, perfumados para disfrazar los olores químicos de sus ingredientes, por lo general con un toque almizclado. En realidad, apenas un veinte por ciento de los ingresos de la industria de la perfumería proviene de perfumes para personas; el otro ochenta por ciento procede de los perfumes destinados a los objetos entre los que vivimos. La nacionalidad influye sobre las fragancias, como han comprobado muchas compañías. A los alemanes les gusta el pino, los franceses prefieren las esencias florales, los japoneses se inclinan por aromas más delicados, los norteamericanos, por los más fuertes, y los sudamericanos los quieren más fuertes todavía. En Venezuela, los productos para limpieza de suelos contienen diez veces más fragancia de pino que los usados en los Estados Unidos. Casi todos los países comparten la necesidad de cubrir los suelos y paredes con olores agradables, especialmente con el olor de un bosque de pinos o el de una plantación de limoneros; todos quieren vivir entre perfumes.
Un pequeño comercio de la Tercera Avenida, cerca del Gramercy Park —como tantos otros lugares semejantes en Nueva York—, vende un amplio surtido de deleites sensoriales. Hay muchas piezas de porcelana de Port Meiron decoradas con dibujos botánicos de gran colorido y muy detallistas. El papel de escribir como el de envolver está todo hecho a mano, con las fibras e imperfecciones claramente visibles. Algunos papeles son de grano grueso, con manchitas de color. La nariz señala el camino. Unas pastillas de aceite para baño dicen oler a «lluvia de primavera» o a «Nantucket». ¿Cómo huele la lluvia de primavera? Es un aroma muy popular. ¿Pero acaso el más fino conocedor podría diferenciar entre el olor de la lluvia de primavera y, digamos, la lluvia de otoño o la de verano? Al apelar en primer lugar a la imaginación, el producto instala un cuadro de una lluvia de primavera en la mente, y después se inhala su perfume dulce y mineral y se piensa, quizá, en los líquenes rojizos llamados «soldado británico» que una descubrió en los Berkshires cuando tenía diez años. O recuerda el aroma de la lluvia sobre una tienda de campaña, y oye sus mil dedos sonando sobre la lona. El Gramercy Park parece apenas un pequeño remolino de tiempo frente a aquellos años lejanos. Una estantería de la tienda está enteramente dedicada a fragancias ambientales. «Úselo para perfumar el espacio en que vive», dice uno de los frascos. Parfum de l’Ambiance. Tiña el aire con aroma, que perfumará su nariz, lo bañará en dulzuras cuando pase de una habitación a otra. Remueva el perfume bailando.
Nos parece imposible vivir en la naturaleza sin quitarle sus aromas y usarlos como talismanes, imaginando que poseemos su ferocidad, su magnetismo o su vivacidad. Por una parte, vivimos en ambientes desinfectados y ordenados, y si la naturaleza se muestra lo bastante mal educada como para entrometerse (en la forma de una polilla, una mosca o una termita que cava bajo las tablas del suelo, o una ardilla en los cimientos o un murciélago en el ático), la perseguimos con la sed de sangre de un cazador. Por otra parte, insistimos en meter a la naturaleza dentro, junto con nosotros. Tocamos un punto en la pared y hacemos que el cuarto se llene de luz, como en un día soleado, giramos una ruedecilla y la temperatura se hace veraniega; nos rodeamos con un surtido completamente innecesario de olores de aire libre: pino, limón, flores. Es posible que no necesitemos el olor para sobrevivir, pero sin él nos sentimos perdidos y desconectados.
ANOSMIA
Una noche lluviosa de 1976, un matemático de treinta y tres años salió a dar un paseo después de la cena. Todo el mundo lo consideraba, más que un gourmet, un fenómeno de feria, porque tenía la habilidad de probar un plato y enumerar todos sus ingredientes con asombrosa precisión. Un escritor lo describió como «un diapasón gustativo». Cuando salió a la calle, un coche que no iba muy rápido lo atropelló; en su caída, golpeó el pavimento con la cabeza. Al día siguiente, se despertó en el hospital y descubrió con horror que había perdido su sentido del olfato.
Como sus papilas gustativas seguían funcionando, podía detectar si la comida que probaba era salada, amarga, ácida o dulce, pero había perdido todo el sabor de la vida. Siete años después, siempre incapaz de oler, y profundamente deprimido, le puso en pleito al conductor del coche que lo había atropellado, y lo ganó. Se dio por entendido, primero, que su vida se había empobrecido irreparablemente y, segundo, que sin el sentido del olfato su vida estaba en peligro. En esos siete años, había estado a punto de morir al no poder detectar el olor de humo con ocasión de un incendio en el edificio donde vivía; se había intoxicado con comida cuyo estado de putrefacción no pudo oler; no podía percibir los escapes de gas. Lo peor de todo, quizá, era que había perdido la posibilidad de que los aromas y olores le proporcionaran recuerdos y asociaciones conmovedoras. «Me siento vacío, en una especie de limbo», le dijo a un periodista. No había siquiera un nombre para su pesadilla. Los que no oyen son llamados «sordos», los que no ven, «ciegos», pero ¿cómo se llama a alguien sin olfato? ¿Qué puede ser más triste que sufrir una carencia sin nombre? Los científicos lo llaman «anosmia», una simple combinación de griego y latín: «sin», «olor». Pero no existe un término cotidiano que, al menos, podría proporcionar un sentimiento de comunidad o de cuasinormalidad.
En la columna «My Turn» —que aparece en la revista Newsweek—, el 21 de marzo de 1988 se publicó un conmovedor relato de Judith Birnberg acerca de su repentina pérdida del olfato. Todo lo que la autora puede distinguir es la textura y la temperatura de la comida. «Soy una de los dos millones de norteamericanos que sufren de anosmia, una incapacidad para oler o gustar (los dos sentidos están fisiológicamente relacionados). (…) Damos tan por sentado el rico aroma del café y el sabor dulce de las naranjas que cuando perdemos estos sentidos es casi como si nos hubiéramos olvidado de cómo se respiraba». Poco antes de que desapareciera su sentido del olfato, Judith Birnberg había pasado un año entero estornudando. ¿La causa? Alguna alergia desconocida. «La anosmia empezó sin advertencia previa… Durante los últimos tres años aún hubo breves períodos —minutos, a veces hasta horas— en los que de pronto tenía conciencia de los olores y sabía que eso significaba que también podía gustar. ¿Qué comer primero? Cierta vez, un bocado de plátano me hizo llorar. En unas pocas ocasiones hubo remisiones a la hora de cenar, y mi marido y yo nos precipitábamos a nuestro restaurante favorito. En dos o tres oportunidades, gocé del milagro del sabor durante toda una comida. Pero la mayoría de las veces ya había perdido mi olfato antes de que hubiéramos estacionado el coche frente al restaurante». Aunque hay centros para el tratamiento de disfunciones del gusto y el olfato (de los cuales el Monell es probablemente el más conocido), es poco lo que se puede hacer con la anosmia. «Me han hecho tomografías, análisis de sangre, cultivos de senos nasales, tests de alergia, terapia de cinc a largo plazo, irrigaciones semanales en los senos nasales, una biopsia, inyecciones de cortisona en la nariz, y cuatro tipos de cirugía. Mi caso ha sido presentado ante juntas médicas de hospitales. (…) He pasado por toda la maquinaria de la medicina. El dictamen: anosmia provocada por alergia e infección. Puede haber otras causas. Hay gente que nace así. O bien el nervio olfativo se secciona debido a una contusión. La anosmia también puede ser resultado de la edad, de un tumor cerebral o de la exposición a sustancias químicas tóxicas. Sea cual fuere la causa, nuestra vida corre peligro por la incapacidad para detectar incendios, escapes de gas o comida en mal estado». Al fin, esta mujer decidió correr un riesgo y permitió que un médico la tratara con prednisona, un esteroide antiinflamatorio, en un esfuerzo por reducir la hinchazón existente alrededor de los nervios olfativos. «Al segundo día tuve una fugaz sensación de olor al inhalar con fuerza. (…) Al cuarto día comí una ensalada en el almuerzo y, súbitamente, advertí que podía saborearla. Fue como el momento de El mago de Oz en que el mundo se transforma y pasa del blanco y negro al tecnicolor. Saboreé esa ensalada: un garbanzo, un trozo de repollo, una semilla de girasol. Al quinto día lloré, menos por la emoción de poder oler y gustar que por creer que la pesadilla había quedado atrás».
En el desayuno del día siguiente, percibió el olor de su marido y «caí sobre él con lágrimas de alegría y empecé a olerlo sin poder contenerme. Era un querido perfume conocido que había perdido durante largo tiempo y ahora estaba redescubriendo. Siempre había pensado que si tuviera que sacrificar uno de los dos sentidos, preferiría conservar el gusto y perder el olfato, pero ahora, de pronto, me daba cuenta de lo mucho que había extrañado los olores. En general no somos conscientes de que todo huele: la gente, el aire, mi casa, mi piel. (…) Ahora inhalaba todos los olores, buenos y malos, como si quisiera embriagarme con ellos». Lamentablemente, sus placeres duraron apenas unos pocos meses. Cuando empezó a reducir la dosis de prednisona, cosa que debía hacer necesariamente (la prednisona produce hinchazón y puede llegar a anular el sistema inmunológico, entre otros efectos colaterales), su capacidad de oler volvió a desvanecerse. Siguieron dos nuevas operaciones. Ahora ha decidido volver a la prednisona, y anhela la llegada de algún día mágico en el que su olfato vuelva tan misteriosamente como se fue.
No todos los que pierden el sentido del olfato sufren tanto. Ni todas las disfunciones del olfato son una cuestión de pérdida; los problemas en esa área pueden tomar formas extrañas. En el Centro Monell, los científicos han tratado a mucha gente que sufre de «olores persistentes», personas que siguen oliendo algo desagradable dondequiera que vayan. Hay quienes sienten siempre un gusto amargo en la boca. Algunos tienen deformado o distorsionado el olfato. Acercan la nariz a una flor, y huelen a basura; a una chuleta le notan olor a azufre. Nuestro olfato está en su mejor momento en la mediana edad, y disminuye cuando envejecemos. Los afectados por el mal de Alzheimer suelen perder el olfato junto con la memoria (ambos están íntimamente asociados); se presume que un test de olfato podría ayudar para el diagnóstico de esa enfermedad.
Una investigación hecha por Robert Henkin, del Centro de Desórdenes Sensoriales de la Universidad de Georgetown, sugiere que alrededor de la cuarta parte de las personas que padecen desórdenes olfativos sienten disminuir su impulso sexual. ¿Qué papel desempeña el olfato en el sexo? Para las mujeres, especialmente, un papel importante. Yo estoy segura de que, con los ojos vendados, podría reconocer el olor de cualquier hombre con el que haya intimado. Una vez empecé a salir con un hombre que era inteligente, culto y atractivo, pero, cuando lo besé, sentí rechazo por un débil olor, algo relacionado con el cereal, que provenía de sus mejillas. No era la colonia o el jabón. Era sólo su aroma natural, y me sorprendió constatar que me disgustaba visceralmente. Aunque es raro que los hombres mencionen tener respuestas tan definidas con respecto al olor natural de su pareja, las mujeres lo hacen con tanta frecuencia, que se ha vuelto un estereotipo romántico: cuando su amante está lejos, o su marido muere, una mujer angustiada va al armario y toma su bata o una camisa, se la aprieta contra la cara y se siente inundada de ternura por el ausente. Pocos hombres mencionan hábitos semejantes, pero no es sorprendente que las mujeres estén más finamente sintonizadas con los olores. Las hembras son siempre más sensibles a los olores que los machos, en cualquier nivel de edad. En algún momento, los científicos pensaron que en ello podía estar involucrado el estrógeno, ya que había pruebas anecdóticas de aumento de sensibilidad olfativa en mujeres embarazadas, pero resultó que las chicas prepúberes tenían mejor olfato que los chicos de su edad, y las mujeres embarazadas no poseían mejor olfato que otras no embarazadas. Las mujeres, en general, tienen un sentido del olfato más fuerte. Quizá sea un vestigio del alba de la evolución, cuando lo necesitábamos en el cortejo, el apareamiento o la crianza, o tal vez se deba a que las mujeres tradicionalmente hemos pasado más tiempo alrededor de la comida y los niños, siempre con la nariz atenta para volver a poner las cosas en orden. Y como las mujeres han sido con frecuencia las responsables de iniciar la reunión de la pareja, el olfato ha sido su arma, su cebo y su brújula.
PRODIGIOS DEL OLFATO
Así como hay gente con olfato distorsionado, débil o inexistente, hay quienes están en la otra punta del espectro, prodigios de la nariz, el más famoso de los cuales es probablemente Helen Keller. «El olfato», escribió, «me indica la llegada de una tormenta horas antes de que haya ningún signo visible de ella. Lo primero que noto es un temblor de expectativa, un estremecimiento, una concentración en la nariz. Cuando la tormenta está más cerca, mi nariz se dilata, para percibir mejor el flujo de olores terrestres que parece multiplicarse y extenderse, hasta que siento el rocío de la lluvia en las mejillas. Cuando la tormenta parte y se aleja, los olores se hacen más y más débiles, y mueren más allá del horizonte del espacio». También otras personas pueden oler los cambios de clima y, por supuesto, los animales son grandes meteorólogos (las vacas, por ejemplo, se acuestan antes de una tormenta). La tierra se humedece, exhala sus vapores, respira como un gran animal oscuro. Cuando la presión barométrica es alta, la tierra contiene la respiración y el vapor se inmoviliza en las grietas y depresiones del suelo, para volver a flotar libremente sólo cuando la presión baja y la tierra exhala. Las personas de nariz afinada, como Helen Keller, huelen los vapores que suben de la tierra y saben por esa señal que habrá lluvia o nieve. En parte, puede ser ésta la forma en que los animales prevén los temblores sísmicos: oliendo los iones que escapan de la tierra.
Los que se visten para una fiesta una noche de tormenta no necesitarán ponerse demasiado perfume, porque el aroma se hace más fuerte poco antes de una tormenta, en parte porque la humedad aumenta nuestro sentido del olfato, y en parte porque la presión baja hace que un fluido tan volátil como el perfume se expanda aún más deprisa. Después de todo, un perfume está constituido por un noventa y ocho por ciento de agua y alcohol, y sólo un dos por ciento de grasa y moléculas de perfume. Con la baja presión, las moléculas se evaporan más deprisa y pueden viajar desde nuestro cuerpo hasta los rincones más alejados de un cuarto a considerable velocidad. Esto también sucede, aun en días soleados, en ciudades situadas a mucho nivel sobre el mar, como México, Denver o Ginebra, cuya presión barométrica siempre es baja por causa de la altura. El momento y lugar ideal para abrumar a todo un restaurante con el nuevo perfume que nos hemos comprado sería en el Tovar Lodge, situado a dos mil trescientos metros de altura sobre el vertiginoso borde del Gran Cañón del Colorado, mientras se prepara una tormenta.
Helen Keller tenía un don milagroso para descifrar los fragantes palimpsestos de la vida, todas las «capas» que casi todos nosotros leemos confundidas. Ella podía reconocer «una vieja casa de campo porque tiene varias capas de olores, dejados por una sucesión de familias, de plantas, de perfumes y telas». Es un gran misterio cómo una persona ciega y sorda de nacimiento podía comprender tan bien la textura y la apariencia de la vida, además de los diferentes modos en que nuestras excentricidades se expresan en los objetos que disfrutamos. Helen Keller afirmaba que los bebés no tenían todavía un «olor a personalidad», esos olores únicos que ella podía identificar en los adultos. Y su sensualidad se expresaba en el olfato, y explicaba una antigua atracción: «Las exhalaciones masculinas son, por regla general, más fuertes, más vividas, más ampliamente diferenciadas que las de las mujeres. En el olor de los hombres jóvenes hay algo elemental, como de fuego, tormenta y mar. Algo que late con energía y deseo. Sugiere todas las cosas fuertes, hermosas y gozosas, y me da una sensación de felicidad física».
UNA NARIZ FAMOSA
Los que nacen con un aguzado sentido del olfato suelen terminar trabajando para la industria del perfume; algunos, si también son imaginativos y audaces, crean los grandes perfumes. En un mar de flores, raíces, secreciones animales, grasas, aceites y olores sintéticos, deben poder recordar los miles de ingredientes de los que dispone un perfumista, así como los métodos alquímicos para combinarlos. Deben tener un sentido arquitectónico del equilibrio, y la astucia de un apostador profesional. Hoy en día, los laboratorios pueden reproducir las esencias naturales, lo que es muy conveniente, pues ya no disponemos de extractos naturales de confianza de flores como la lila, el lirio del valle o la violeta. Pero producir un aceite de rosas persuasivo puede significar tener que mezclar quinientos ingredientes. En la calle Cincuenta y Siete y la Décima Avenida, en Nueva York, la empresa International Flavors and Fragrances Inc. alberga a las mejores narices profesionales del mundo. La gente relacionada con este negocio conoce el edificio simplemente como IFF, meca de cualquier compañía perfumista que necesite un aroma. Aunque son ellos los que crean casi todos los suntuosos perfumes, lujosamente anunciados, que salen a la venta cada temporada, y muchos de los sabores y olores que sentimos en casi todo —desde la sopa enlatada hasta camas para gatos—, hacen su trabajo de forma anónima. Sin embargo fueron ellos quienes proporcionaron el olor para un anuncio de mucho éxito de una revista de golf (había que rasgar una pelotita de golf de papel y se sentía el olor de césped recién cortado), así como el olor a «caverna» en un parque de atracciones, y los olores ambientales de los bosques de Nueva Inglaterra, de la sabana africana, de Samoa y de otros sitios, para ser expuestos en el Museo Norteamericano de Historia Natural. Para ellos no es problema hacer oler un arbolito de Navidad de plástico como un pino recién cortado en el Tirol. De hecho, éste es uno de sus trucos más fáciles de realizar. Son sensuales «escritores fantasma», inventores del éxtasis, creadores de los aromas dorados que nos influyen y persuaden sin que lo sepamos. El ochenta por ciento de las colonias para hombres son creadas en sus laboratorios, y casi otro tanto de las de mujeres. Aunque se niegan a dar nombres, en sus vitrinas exhiben perfumes de Guerlain, Chanel, Dior, Saint Laurent, Halston, Lagerfeld, Estée Lauder y muchos otros, que nacieron aquí. Algunas de sus narices apuntan a la consola de un ordenador, otras trabajan en cuartos atiborrados de papeles y frascos. A ellas les corresponde la definitiva paradoja de crear un perfume que, por una parte, sea innovador, fresco y excitante y, por otra, no sea ni chillón ni extravagante. Las tiras odoríferas han hecho más popular su trabajo. En la actualidad basta coger una revista para ser asaltado desde sus páginas por el olor al tapizado de cuero de un Rolls Royce, o de una lasaña, o incluso de un nuevo perfume. Inventadas en la Corporación 3M hace apenas una década, las tiras contienen microscópicas bolitas llenas de fragancia. Cuando se las rasga o raspa, las bolitas se abren y el perfume brota. Giorgio fue la primera compañía que anunció su perfume mediante las tiras odoríferas. Ahora es difícil encontrar una revista que no huela. En este momento, tengo sobre mi escritorio una colección de más de cuarenta tiras odoríferas que anuncian perfumes, cada una con su eslogan: para el perfume Knowing de Estée Lauder: «Knowing is all» (Saber es todo); para el de Liz Claiborne, una prédica feminista: «Sólo tienes que ser tú»; para los perfumes de Fendi La passione di Roma, la fotografía de una jovencita que besa apasionadamente a una estatua; el Opium, de Yves Saint Laurent, no tiene eslogan, pero la fotografía que lo acompaña, una hermosa mujer con un traje de lamé dorado, tendida semiinconsciente en pleno delirio de opio sobre un lecho de orquídeas, lo dice perversamente todo. En IFF hay treinta evaluadores de olores, que se turnan para oler alrededor de cien fragancias al día. Una tarde de primavera, conocí a su brillante «nariz», Sophia Grojsman, una mujer de enérgica vivacidad, nacida en Rusia. Su cabello, negro y corto, está sujeto con un turbante rayado azul y blanco. La sombra de sus párpados azules vibra sobre unos brillantes ojos oscuros; lleva las uñas pintadas de color rojo brillante y viste un traje pantalón de una pieza, y zapatillas plateadas. Para ser una nariz de prestigio mundial, que ocupa un puesto de alta responsabilidad, se la ve relajada y alerta al mismo tiempo, detrás de su escritorio atestado, en medio del cual hay un pequeño trío de monitos que representan el clásico «no veo, no oigo, no hablo». Faltaría un cuarto monito que dijera «no huelo».
—¿Cuándo supo por primera vez que tenía una nariz especial?
—Cuando era pequeña, en Rusia; había gigantescos campos de flores alrededor del pueblecito donde vivía. —Sonríe al decirlo, y su mirada se pierde por un momento; es obvio que el recuerdo la lleva cuarenta años atrás—. Y había enormes cantidades de aromas por todas partes. La atmósfera estaba llena de olores. Yo siempre recogía flores…
Un golpe repentino en la puerta. Entra una mujer joven con paso rápido, los largos brazos desnudos extendidos.
—¿Podrías olerme? —le dice a Sophia.
Sophia se levanta y toma primero el brazo izquierdo de la joven (es el brazo más caliente por estar más cerca del corazón), lo acerca a su nariz y huele la muñeca y el pliegue del codo. Después huele dos veces el otro brazo.
—¿Qué le parece? —me pregunta Sophia.
Huelo los dos brazos:
—Encantador.
—Pero ¿en qué orden?
Los aromas son tan livianos, tan tenues ante mi nariz, que es difícil pensarlos como cuatro olores diferentes con personalidades individuales que deben clasificarse. En una escena de la película Bus Stop, Marilyn Monroe está sentada, cenando; en su plato hay dos clases de verdura, y Marilyn juega con ellas, tratando de decidir cuál es su favorita. «Siempre hay algo de una que la hace preferible a otra», le dice a su compañero de mesa. «Siempre se puede elegir». Para mí, la vida ofrece tantos momentos complicadamente atractivos, que dos objetos hermosos pueden ser igualmente hermosos por diferentes razones en momentos diferentes. ¿Cómo elegir? Aun así, en este caso, ante los brazos extendidos, no hay duda respecto al número uno: un aroma ligeramente almizclado pero básicamente floral, en la muñeca izquierda de la mujer. ¿Segundo? Una versión más liviana del primero en su antebrazo izquierdo. El perfume del brazo derecho parece tener un matiz más afrutado, aunque también es agradable. Se lo digo a Sophia, que aprueba con la cabeza.
—Ésas son las dos versiones con las que tenemos que trabajar —dice. Aparece un técnico de laboratorio por una puerta de vidrio corrediza que separa la oficina de una estantería con frascos llenos de esencias naturales y sintéticas, una verdadera despensa de mago—. Necesito la fórmula H —dice Sophia al técnico, que vuelve a sus estantes. Sophia se echa atrás en su sillón y hace un gesto como si arrojara confeti al aire—. Esto es hoy un completo manicomio. Hemos tenido una emergencia que estoy tratando de solucionar.
¿Una emergencia «perfumística»? ¿Qué diablos puede significar eso? Cuando se lo pregunto, Sophia se mantiene muda como una esfinge. En este mundo de los negocios, las fórmulas y todo lo relacionado con ellas se protege con doble vuelta de llave. La gente que mezcla las fragancias finales no sabe qué está mezclando; los ingredientes llevan sólo números de códigos.
—Vivíamos en las afueras de ese pueblecito —dice Sophia volviendo a sus recuerdos— y había arbustos de lilas y prados enteros de narcisos y violetas. Me rodeaba un mundo de aromas naturales, una parte de Rusia que no había quedado muy dañada. De niña, salía a perderme por los campos; era desesperadamente curiosa, y metía la nariz en todo. Era la época de la posguerra, y no había muchos niños. Vivía rodeada de adultos, salía a caminar y recogía y olía el musgo, las ramitas, las hojas.
—¿Cuál es el proceso cuando crea un perfume nuevo? —le pregunto, recordando que uno de los grandes creadores de perfumes ha dicho que sus ideas le vienen en sueños, y otro, que llevaba un diario de todo lo que olía en sus viajes.
—Siempre se tiene una imagen en la cabeza. De hecho, se pueden oler las armonías, que son como acordes musicales. La perfumería está íntimamente relacionada con la música. Se tienen fragancias simples, acordes simples hechos de dos o tres elementos, y que son similares a un conjunto musical de dos o tres instrumentos. Después se convierten en un acorde múltiple, y se transforman en una gran orquesta. De un modo extraño, crear una fragancia es similar a componer música, porque hay una similitud en la búsqueda de los acordes «justos». No se quiere que nada sea abrumador, por el contrario, se desea que sea armonioso. Una de las partes más importantes en la creación es la armonía. A través de una fragancia pueden sentirse distintas notas, y aun así sigue siendo agradable. Si la fragancia no está estructurada como corresponde, aparecerán piezas sueltas asomando aquí y allá, y será incómodo, perturbador. Una fragancia no equilibrada nunca es bien aceptada.
—¿Usted tiene los olores agrupados en su mente y su memoria, como los metales están a un lado de la orquesta y las cuerdas al otro?
—Sí, pero la mayor parte de lo que he creado ha salido de acordes florales totalmente abstractos que simplemente venían a mí… Una vez los tenía buscaba otros elementos que pudieran combinarse bien con ellos. Primero está la inspiración, después los modos de revisarla hasta encontrar lo que quiero. Prefiero los acordes muy florales, muy femeninos. Soy mejor creando fragancias femeninas que masculinas, aunque he hecho de las dos. También he creado productos funcionales…
—¿Como los olores para jabones, limpiadores, cera para muebles, papeles y todo eso?
—Exactamente. Pero esas cosas son rápidas y fáciles de hacer. En cambio, si estoy tratando de crear uno de los mejores perfumes del mundo, bueno…, eso lleva más tiempo.
—Uno de los empleados de la compañía me dijo que usted había hecho «algunos de los más famosos perfumes del mundo», pero por supuesto usted no me dirá cuáles son.
—No lo podemos decir. —Saca un largo cigarrillo marrón de un paquete que dice MORE y lo enciende.
—¿Fumar no le afecta el olfato?
—Estoy segura de que hace algo, pero es mi medio ambiente, así que estoy habituada. Es apenas uno más de los olores habituales de mi mundo.
—¿Usted protege su nariz, se preocupa por ella?
—En absoluto. En realidad soy muy descuidada. Naturalmente, no me gusta resfriarme: es frustrante tener la nariz tapada, resulta muy difícil para un perfumista trabajar en esas condiciones.
—Cuando camina por la ciudad, ¿es más consciente de los olores que el resto de la gente?
—Sabe, es curioso, un fenómeno increíble, pero como trabajo mucho, a veces una gran cantidad de horas, cuando salgo del edificio, un pequeño interruptor en mi cerebro hace «clic» y ya no huelo nada en absoluto. De hecho, podría haber algo quemándose en mi horno y yo no notaría el olor. Mi marido me dice: «¡Eres perfumista y no puedes oler el humo!». Mi cerebro se desconecta completamente.
»Pero vuelve a conectarse ante la gente en momentos curiosos. A veces alguien se acerca a mí, y yo reconozco su olor individual. Hay un cierto olor a piel de bebé, a la cabecita de un bebé. En los hombres es menos claro que en las mujeres. Hay personas que huelen naturalmente a sexy. Si tuviera que describirlo —dice, moviendo el cigarrillo como un sensor, en busca de la descripción correcta—, lo llamaría un acorde ambarino-almizclado muy fino. Lo uso mucho en mis fragancias.
»Hay ciertos acordes que usan todos los perfumistas. Pero yo puedo reconocer la firma de cada uno, por así decirlo, oliendo una fragancia. Otros perfumistas pueden reconocer mi trabajo, como yo puedo hacerlo con el de ellos. Huelen un perfume nuevo y dicen: “Ah, éste lo ha hecho Sophia, éste lo ha hecho Jenny”, y así todos. Conocen las firmas.
—La semana pasada estuve en Saks —le digo—, en un safari olfativo, y noté que la tendencia parece inclinarse hacia los perfumes con nombres que sugieren peligro, sustancias prohibidas, neurosis y todo eso… —Le hago notar que los comerciantes parecen preferir olores que evoquen la comodidad y la seguridad, el amor y el idilio, pero los llaman Décadence, Poison, My Sin, Opium, Indiscretion, Obsession, Tabu. Además de los nombres conocidos de los modistos, y la mística embotellada de las superestrellas, ofrecen sustancias ilegales y advertencias. Una mujer puede vestirse con todo recato, pero en su mente y en las muñecas es tan adictiva como el Opio, tan peligrosa como el Veneno, la causa de una Obsesión, experta en hábitos amorosos que son Tabúes, dispuesta a un hedonismo de la Decadencia, digna de cualquier Indiscreción, y hasta transgresora de las leyes de Dios, en el Pecado.
—Sí, pero si los examina de cerca, descubrirá que todos están basados en ciertos aromas clásicos, no son más que nuevas interpretaciones de esos clásicos. Hay muchos éxitos instantáneos pero los auténticos clásicos duran más de una década. Chanel Nº 5 fue creado a comienzos de la década de los veinte y sigue vendiéndose muy bien. Opium no es nada nuevo. La madre de Opium es Youth Dew, que tiene más de treinta años. Es una variación, nada más, también emparentado con Cinnabar. Si huele los tres juntos lo verá.
—Entonces, usando su metáfora de la música, una fragancia nueva es una variación de un tema anterior. —Asiente. Le pregunto si ella se pone perfume.
—No cuando vengo a trabajar. Suelo usar aquellos con los que estoy experimentando. Cuando trabajo con uno, lo uso. Me gusta captar la reacción de la gente ante lo que llevo. En general son buenos jueces. Una vez estaba trabajando con una fragancia, y cuando iba caminando por la calle Cincuenta y Siete me empezó a seguir un borracho y me asusté. Eché a correr, pero él me llamó y me dijo: «No corra, señora. El perfume es tan agradable, que yo iba siguiéndolo». Esa fragancia resultó ser un gran éxito.
—Desde el comienzo de la historia, los seres humanos se han perfumado. ¿No le parece algo extraño, eso de ponerse flores, fruta y secreciones animales en el cuerpo? ¿Por qué lo hacemos?
—Ah —dice, agitando lo dedos como si soltara un puñado de mariposas—. Cuando vi por primera vez el Guernica de Picasso, me perturbó. Quedé horrorizada y fascinada al mismo tiempo. Era turbador, pero también profundamente conmovedor. Los perfumes provocan el mismo efecto: nos impresionan y fascinan. Nos perturban. Nuestras vidas son demasiado tranquilas. Nos gusta ser sorprendidos por lo bello.
»Una de las experiencias más gratificantes para mí —dice de pronto— fue cuando hice un producto funcional, el olor de un detergente. Iba caminando por la calle, y vi dos mujeres mayores que estaban comprando un diario. Les dije: “Señoras, ustedes lavan la ropa con tal producto”. Me dijeron: “¿Y usted cómo diablos lo sabe?”. “Puedo notar el olor”, les dije. Se mostraron muy felices, y yo también, porque esas señoras no pueden permitirse un perfume de doscientos o trescientos dólares, pero pueden permitirse usar un detergente, y estaban contentas de que oliera bien. Y yo me sentía feliz de llegar a una parte de la humanidad que nunca podrá comprarse los perfumes que usted acaba de oler aquí.
—La envidio por pasar su vida como lo hace, creando aromas que harán sentirse satisfechas de sí mismas a las mujeres que los usen.
—A veces el trabajo es duro. La vida de un perfumista no es un picnic. Ya no es lo que era antes. En los viejos tiempos había perfumistas que trabajaban por su cuenta. Un perfumista famoso tardaba tres o cuatro años en crear una fragancia, y no había restricciones: ni de presupuesto, ni de tiempo. Hacían dos o tres experimentos al día durante una semana, por ejemplo, y después realmente vivían con él semanas y semanas sin ninguna presión. Ahora todo se ha comercializado mucho. Una quiere hacer cosas que le den nombre, que le den dinero a la compañía, y todo eso debe hacerse rápido. Un perfume no se puede crear en quince días. Cada perfumista tiene pequeños acordes que, durante sus diez años de práctica, lleva consigo y conserva en su banco de memoria. «Oh, necesito un floral», puede decir, «recuerdo ese floral que tenía hace diez años». Pero debe ser nuevo. Sería una tontería vender una copia. No se puede plagiar. Hay que empezar de cero. Pero hay acordes a los que se puede volver como temas. Yo hago aproximadamente de quinientas a setecientas fórmulas al año. Puede parecer mucho, pero no significa que las setecientas fórmulas salgan buenas.
—¿No se deprime cuando crea una fórmula que realmente le gusta y el cliente la rechaza?
Alza los ojos al cielo y frunce el entrecejo:
—Por supuesto, y es algo que pasa. Siempre trato de hacer aceptar mi trabajo en algún momento, y al fin siempre hay alguien al que le gusta. Es preciso creer en una fragancia, creer en que se impondrá, que saldrá al mundo en algún momento, de algún modo. Yo soy muy obstinada. Vuelvo una y otra vez a mis proyectos, siempre vuelvo a pensar en ellos.
»Hay algo que hice hace poco y no puedo decirle el nombre, pero la fragancia es una experiencia. Usarla es una experiencia. Yo la adoro. El acorde principal de la fragancia surgió tiempo atrás con un acorde que llamé “hendidura” (en mi fuero interno les doy esa clase de nombres absurdos: “descabezado”, “sin fondo”, cosas así), y esa hendidura me parecía oler a la piel de una jovencita aquí. —Se señala con el dedo el área entre el mentón y el pecho—. Hay algo muy sensual y sensacional en ese acorde.
Toma una larga tira de papel de prueba, lo introduce en una botella color ámbar llena de un aceite, y me lo tiende. Cuando me lo pongo bajo la nariz, me inunda los sentidos una variedad de flores. Es un olor muy juvenil, infantil e inocente, de niñas, lleno de volantes y trenzas y piel espolvoreada con talco.
—Es simple pero muy complicado a la vez. Dice, de un modo extraño, “Abrázame”. Es una nota sexy que los hombres adoran. Supe que tenía un éxito cuando lo hice. —Me tiende otra prueba, ésta más fresca y algo más vivaz—. Éste es el perfume que resultó. El primer aceite era su esqueleto. Éste es el resultado. A partir del primer frasco, hice todo el camino hasta el perfume terminado. Básicamente es un aroma floral, pero cuanto más lo huele uno más delicado se vuelve.
—¿Cuál es el perfume más sensual que ha creado?
—Es una pregunta interesante, porque lo que es sexy y sensual para uno no lo es necesariamente para otro. Para mí, éste es sensual, no sexy pero sí sensual.
—¿Y alguno que pudiera calificarse de voluptuoso?
—Pruebe éste.
Me tiende un nuevo probador; me lo pongo bajo la nariz y experimento una poderosa reacción. Puedo sentir algo pesado y ambarino, como caramelo, detrás de la lengua. Tiene una fina cubierta vinílica y un regusto almizclado que parece venir en un halo. Huele de forma muy lasciva.
—¿Qué es? —pregunto, frunciendo el rostro en un gesto automático de placer.
—Básicamente es una fórmula de tipo Shalimar. Todavía no está en el mercado.
—A diferencia del que he probado antes, el «hendidura», cuando huelo éste tengo una fuerte respuesta física. Puedo sentirle el gusto.
Se ríe.
—Sí, es lo que dice la gente sobre mis perfumes, que uno puede sentirles el gusto. Soy muy apasionada en todo lo que hago. Quiero que mis creaciones sacudan el gusto y el olfato y las emociones, todo al mismo tiempo.
—¿Puede imaginarse un perfume que no ha podido crear? ¿Hay una forma ideal hacia la que se esfuerce?
—Oh, algún día me gustaría hacer un perfume para mujeres tan seductor que ningún hombre pudiera resistírsele. Sería lo más increíble que podría hacer en mi vida. No se trata de un sentimiento profesional. Es algo estrictamente femenino.
—El mundo se volvería un lugar peligroso.
—Sí —dice con satisfacción.
—Hágamelo saber cuando lo descubra. Me gustaría ser su primer conejillo de Indias.
—Yo seré mi primer conejillo de Indias.
UNA OFERTA A LOS DIOSES
Cuando salgo de IFF con su carnaval de olores nuevos, su alto status y sus pasillos secretos que confluyen, se separan y se cruzan como el olor mismo, me asomo a una atmósfera pesada y estancada.
De las alcantarillas sale vapor, como si hubiera una gran glándula sudorífera bajo la ciudad. ¿Cómo puede mantenerse afinada una nariz profesional en una ciudad llena de olores mezclados, muchos de ellos cáusticos? Los perfumistas no son los únicos «olfateadores» profesionales que deben sobrevivir a este sumidero urbano. Los médicos siempre se han apoyado en su olfato, junto la vista, el tacto y el oído, para diagnosticar enfermedades, especialmente en la época anterior a la tecnología actual. Se dice que el tifus huele a ratón; la diabetes, a azúcar; la peste bubónica, a manzanas maduras; las paperas, a plumas recién arrancadas; la fiebre amarilla, a una carnicería; la nefritis, a amoníaco.[6]
No sólo necesitamos todos nuestros sentidos, sino que necesitamos más que eso, necesitamos sentidos nuevos. Y si es preciso, estamos dispuestos a crearlos y emplearlos fuera de nuestro cuerpo, como los microscopios electrónicos, los radiotelescopios, las balanzas atómicas. Pero no podemos hacer lo mismo con el olfato. Si el olfato es una reliquia, lo es de una época de gran intensidad, necesidad, instinto y delirio, una época en la que nos movíamos entre los ciclos de la naturaleza como uno de sus prometedores protegidos. Salvo para saborear la comida o para anticipar un peligro, ya no necesitamos el olfato, pero no queremos renunciar a él. No lo perderemos. La evolución hace lo que puede por sacarlo de nuestras manos, quitárnoslo mientras dormimos, como un muñeco o una manta favorita. Pero nos aferramos a él con más fuerza que nunca. No queremos que nos separen del reino de la naturaleza que sobrevive en el olfato. La mayor parte de lo que olemos es accidental. Las flores tienen aromas y colores brillantes como atractivos sexuales; las hojas poseen defensas aromáticas contra los predadores. La mayor parte de las especies hacia cuyos aromas embriagantes nos sentimos tan inclinados repelen a los insectos y a los animales. Estamos disfrutando de lo que para una planta es una máquina de guerra. Como no se tarda en ver en la selva amazónica, no hay nada de indefenso en una planta. Ya que los árboles no pueden moverse para cortejarse o defenderse, se han vuelto ingeniosos y agresivos respecto a su supervivencia. Algunos desarrollan capas de estricnina y otras sustancias tóxicas debajo de la corteza. Otros son carnívoros. Algunos diseñan flores con intrincados plumerillos para impregnar con polen a cualquier insecto, pájaro o murciélago al que hayan logrado atraer con sus olores y colores de sirena. Ciertas orquídeas imitan los órganos reproductores de una abeja o escarabajo hembra, para hacer que el macho trate de copular, y así quede impregnado de polen. Una noche al año, en las Bahamas, el cactus Selenicereus abre dolorosamente sus flores, lleva a cabo toda su vida sexual, y se desvanece por la mañana. Durante varios días antes, los cactus desarrollan unas largas vainas llenas de algo desconocido. Hasta que una noche nos despierta un poderoso olor a vainilla y todo sucede: a la luz de la luna han aparecido unas inmensas flores. Centenares de mariposas nocturnas se precipitan de una flor a otra. El aire está lleno de aullidos de perros, del susurro de las alas de los insectos que parecen estar hojeando un gran libro, y de néctar con aroma y sabor a vainilla; las flores desaparecen al amanecer, y dejan a los cactus saciados durante un año.
En la antigüedad, cuando los perfumes eran tan apreciados como raros, los exploradores partían en busca de sus propiedades curativas o afrodisíacas. Nuestro olfato ha contribuido a la difusión de las lenguas, que evolucionaron en la encrucijada de las rutas comerciales. En su anhelo de especias, perfumes, hierbas medicinales y talismanes exóticos, los hombres navegaban a través de mares y continentes y, cuando llegaban, tenían que ser capaces de comunicarse y, eventualmente, de registrar lo que experimentaban. No recuerdo que nadie haya celebrado los sentidos del olfato y el gusto en nuestro bicentenario de 1976. Pero el primer impulso de Colón —y eso tendemos a olvidarlo— fue tanto sensual como capitalista, aventurero y narcisista. En parte fue la demanda obsesiva de especias y perfumes exóticos la que le hizo lanzarse a la mar.
El uso del perfume comenzó en Mesopotamia, en forma de un incienso ofrecido a los dioses para dulcificar el olor de la carne animal quemada en los sacrificios, y fue usado en exorcismos, para curar a los enfermos y después de la relación sexual. La etimología latina de la palabra nos cuenta cómo se formó: per, a través de, más fumar, hacer humo. Arrojado a las llamas, el incienso llenaba el aire con un humo sobrenatural y mágico, que cosquilleaba en la nariz como si ciertos espíritus clamorosos estuvieran abriéndose paso al interior del cuerpo. El humo perfumado empezó con las cosas de este mundo pero no tardó en pasar al dominio de los dioses. En lo alto de la famosa Torre de Babel (que tenía forma de zigurat, y quiso acercarse a los dioses más de lo que estaba permitido a los hombres), los sacerdotes encendían piras de incienso. Según la tradición habitual en todo lo relacionado con lujo y moda, en principio los perfumes probablemente estuvieron reservados a los dioses, luego se permitió su uso a los sacerdotes, después a los reyes que encarnaban al dios, luego a otros líderes, después a sus ayudantes, y así sucesivamente hacia abajo por la escala social. Los pueblos prehistóricos se aplicaban perfumes en el cuerpo, como los pueblos primitivos (y los más avanzados) de hoy. Un antropólogo amigo que trabaja con tribus indígenas del Amazonas cuenta que, en cierta tribu, las mujeres se envuelven en una suerte de falda hecha de salvia, ajustada a la cintura, y los hombres se frotan las axilas con una raíz olorosa como desodorante. La primera civilización de la que se sabe que empleó perfumes regularmente, con extravagancia y también con sutileza, fue Egipto. Sus complejas prácticas de embalsamamiento y entierro de los muertos exigía el uso de especias y ungüentos. Quemaban toneladas de incienso en complicados rituales de adoración. El perfume se volvió una obsesión nacional durante el reinado de la reina Hatsépsut, del Nuevo Reino (1558-1085 a. C.), quien hizo plantar grandes jardines y mandó quemar incienso en las terrazas que llevaban a sus templos. Los egipcios utilizaban gran cantidad de perfume e incienso en sus cultos religiosos, y llegaron a disfrutarlos asimismo en su uso cotidiano privado, especialmente durante la Edad Dorada de su civilización. Se untaban el cuerpo con perfumes para protegerse de hechizos, con fines medicinales, y también con fines estéticos, porque apreciaban sobremanera el contacto de una piel sedosa y perfumada. Fueron los egipcios los que descubrieron el enfleurage (extracción de perfumes por contacto de flores aromáticas con aceites u otras sustancias grasas) y crearon hermosos frascos de cristal para contener sus pociones, incluyendo el millefiori y otros estilos que los artesanos de las cristalerías de Venecia volverían a utilizar siglos después; crearon rituales de belleza, y sentían una fascinación casi moderna por el maquillaje. Si pudiéramos ver a una mujer del antiguo Egipto maquillándose y peinándose antes de una cena, la veríamos sentada ante su tocador, cubierto de una amplia variedad de frascos de perfume de formas elegantes e imaginativas, recipientes con ungüentos, jarrones, botellas y cajas de sombra para los párpados. Bien podría tener el tatuaje de un escarabajo o una flor en el hombro, ya que las egipcias eran muy aficionadas a los tatuajes. (Cuando se abrió una tumba egipcia en la década de los años veinte y se vio que una momia estaba delicadamente tatuada, Lady Randolph Churchill y otras elegantes de la alta sociedad decidieron hacerse tatuar escarabajos ellas también). Una dama del antiguo Egipto que asistiera a una fiesta llevaría un cono de cera perfumada en lo alto de la cabeza; el cono se fundiría lentamente, e iría cubriéndole la cara y los hombros de una jalea aromática. Probablemente sentiría como si pequeños insectos fueran caminando sobre ella, empujando bolitas de fragancia. Los egipcios eran un pueblo limpio, ingeniosamente sibarita, obsesionado con la higiene; ellos inventaron el suntuoso arte del baño, un arte que podía ser restaurador, sensual, religioso o calmante, según el estado de ánimo de cada uno. Al baño le seguía habitualmente un masaje con aceites aromáticos para relajar los músculos y calmar los nervios; aromaterapia, una técnica usada originalmente en el embalsamamiento de los cadáveres.
En el Centro Psicofisiológico de Yale, los investigadores estudian cómo el olfato puede disminuir la tensión y aumentar la atención. Dicen que el olor de las manzanas puede reducir la presión sanguínea en personas que sufren estrés, e impedir un ataque de pánico, y que la lavanda puede revigorizar el metabolismo y aumentar la atención. The Chronicle of Higher Education informa de pruebas análogas realizadas en la Universidad de Cincinatti que han mostrado cómo las fragancias en la atmósfera de una habitación pueden aumentar la velocidad a que trabaja un mecanógrafo y aumentar la eficiencia laboral en general.
En la playa Sonesta, en las Bermudas, estoy acostada sobre una mesa, frente a una ventana, por la que puedo ver y oír el rugido del mar. Una joven bonita, de grandes ojos azules, entra en el pequeño cuarto; es esteticista y lleva puesta una bata. Recién llegada de Yorkshire, no ha estado lo suficiente en la isla como para haber adquirido un bronceado oscuro en los doce fines de semana que ha tenido libres aquí. Su novio pertenece a la división marina de la policía de las Bermudas, y ayer ella lo acompañó a un partido de la Copa de Criquet. Tiene juanetes, heredados de la rama paterna de la familia, y también una pequeña nariz simétrica que ella encuentra demasiado grande, y el cabello rubio, que ella considera demasiado fino. Hoy me hace recostar boca arriba y me cubre discretamente con toallas azules, que irá cambiando de lugar a medida que avance la hora. En los últimos días, ha visto mi cuerpo lo bastante para conocer todos sus defectos y partes bonitas. Sólo un amante podría tocarlo con más frecuencia, o mejor. A estas alturas, mi desnudez ya no nos molesta más que a un viejo matrimonio. Me explica el tratamiento siguiente: aromaterapia. Esta vieja técnica egipcia cayó en el olvido durante muchos cientos de años, hasta reaparecer en el siglo XVIII, cuando los aromas y las hierbas volvieron a ponerse de moda. Como lo que yo quiero es relajamiento más que momificación, mi masajista mezclará lavanda, neroli y madera de sándalo en una base de aceite de almendras dulces, y me frotará con él el cuerpo de la cabeza a los pies, con movimientos giratorios concentrados en el sistema linfático. No debo ducharme después, porque los aceites masajeados necesitan tiempo para penetrar y producir su efecto. Comenzando por las pantorrillas, me masajea en forma de abanico, de círculos, siempre retornando al punto de origen y volviendo a partir en forma de arcos u ondas simétricos. La fragancia (almizclada, pesada, oriental) parece transportar todo mi cuerpo. Después de las piernas, pasa a las nalgas; luego a la espalda, y allí se detiene para hacer presión en ciertos puntos, a ambos lados de la columna. Pasa rápidamente por los omóplatos, buscando, y luego masajea con suavidad. El efecto del tratamiento viene en parte, me explica en voz baja, del «flujo de energía» creado entre los dos cuerpos. Un vaho de perfume sube de mi cuello, y me envuelve la cabeza como una niebla; sus manos siguen girando, calentando los aceites. Inesperadamente, mi mente se va a mi infancia, cuando mi padre nos llevaba a Florida, desde Illinois, a pasar unas breves vacaciones de verano. El viaje desde las afueras de Chicago hasta Florida era largo, y mi madre preparaba una caja de bocadillos y zumos de fruta, un cesto con nuestros juguetes favoritos y algunas revistas de historietas. Me represento en la memoria el viaje con sorprendente detallismo: las «hojas del árbol yup-yup» que cosechaban los gnomos en una de las revistas, el musgo en los árboles, al costado del camino; mi madre, a la que le gustaba cantar en el coche, con un vestido gris con grandes rosas malva estampadas. Llevaba el pelo, lacio y castaño, al estilo de Ava Gardner. A veces, cuando estaba en silencio, su dedo índice de la mano izquierda se movía abruptamente de un modo que me intrigaba. Yo era demasiado pequeña para entender que probablemente ella hablaba consigo misma. ¿Por qué he recordado esa época? Yo tenía ocho años; cuando yo nací mi madre tenía treinta. Ahora tengo la edad que ella tenía entonces, pero ella tenía dos hijos. Este recuerdo vivido se queda en mí y me llena de una cálida languidez. Después la masajista me envuelve en una sábana celeste. Las paredes celestes del cuarto tienen dibujos pequeños: miles de cabritas pardas. Encima de cada una hay un par de comillas, como las que se ponen en un texto para indicar el fin de una cita.
LOS HEREDEROS DE CLEOPATRA
Maestros en sustancias aromáticas, los egipcios tenían muchos usos para el cedro: en momificación, como incienso, y para proteger los papiros del ataque de los insectos. El barco de madera de cedro de Cleopatra —a bordo del cual recibió a Antonio— tenía velas perfumadas; quemadores de incienso rodeaban su trono, y ella misma estaba perfumada de la cabeza a los pies. Vuelvo a ella en este punto porque fue la quintaesencia de los devotos del perfume. Se frotaba las manos con kyphi, que contenía aceite de rosas, narcisos y violetas; se perfumaba los pies con aegyptium, una loción de aceite de almendras, miel, cinamomo, azahares de naranjo y henna. Las paredes eran criaderos de rosas sujetas con redes, y su perfume real llegaba antes que ella, como una especie de tarjeta de visita que flotaba en el aire. Tal como Shakespeare se imagina la escena: «Desde el barco, un extraño perfume invisible hiere los sentidos / en los muelles cercanos». Los romanos se hicieron famosos por el esplendor de sus baños y termas, pero en realidad no hicieron más que copiar a los sibaríticos egipcios.
En el mundo antiguo, la arquitectura monárquica era con frecuencia aromática en sí misma. Los potentados se hacían construir palacios enteros de madera de cedro, en parte por su dulce aroma resinoso, y en parte porque era un repelente natural de insectos. En el Salón Nanmu del palacio de verano de los emperadores manchúes, en Ch’eng-te, las vigas y paneles, todos de cedro, estaban desprovistos de lacas y pinturas, para que la fragancia de la madera llegara intacta al aire. Los constructores de mezquitas mezclaban agua de rosas y almizcle en el mortero; el sol del mediodía lo calentaba y desprendía sus perfumes. Las puertas del palacio de Sargon II, del siglo VIII a. C., situado en lo que ahora es Khorsabad, eran tan perfumadas que desprendían fuertes aromas cuando se las abría o cerraba. Los barcos y ataúdes de los faraones estaban hechos de cedro. El templo de Diana en Éfeso, una de las Siete Maravillas del mundo antiguo, que tenía columnas de casi veinte metros de alto, sobrevivió durante doscientos años, hasta un incendio, en el 356 a. C., que lo deshizo en aromáticas llamaradas. Según la leyenda, se quemó el día del nacimiento de Alejandro Magno.
Los hombres más viriles de la antigüedad iban abundantemente perfumados. En cierto modo, los aromas fuertes ampliaban su presencia, extendían su territorio. En la cultura pregriega de Creta, los atletas se frotaban con aceites aromáticos antes de los juegos. Los autores griegos del siglo V a. C. recomendaban menta para los brazos, tomillo para las rodillas, cinamomo, rosa o aceite de palmera para las mandíbulas y el pecho, aceite de almendras para las manos y pies, y mejorana para el cabello y las cejas. Los egipcios que asistían a una cena recibían guirnaldas de flores y perfumes en la puerta. Los suelos estaban recubiertos de pétalos de flores, para que soltaran su perfume cuando se caminara sobre ellos. En estos banquetes, las estatuas solían arrojar agua perfumada por sus distintos orificios. Antes de acostarse, los hombres molían una pastilla de perfume sólido hasta convertirla en un polvo aceitoso que esparcían sobre la cama, de modo que pudieran absorber el aroma mientras dormían. Homero describe la cortesía obligatoria de ofrecer a los visitantes un baño y aceites perfumados. Alejandro Magno era un gran consumidor de perfumes y de incienso, y amaba tanto el azafrán, que hacía empapar sus túnicas en esencia de esta especia. Los hombres babilónicos y sirios se ponían un pesado maquillaje y joyas, y llevaban laboriosos peinados formados por diminutos tirabuzones empapados en lociones perfumadas. En la antigua Roma, la pasión llegó a tal extremo, que tanto hombres como mujeres tomaban baños de perfume, empapaban sus ropas en él, y perfumaban sus caballos y sus mascotas. Los gladiadores se cubrían de pies a cabeza con lociones aromáticas (una fragancia distinta para cada parte del cuerpo) antes de combatir. Y, lo mismo que otros hombres y mujeres romanos, usaban excremento de paloma para teñirse el cabello. En su equivalente de vestuario antes de una feroz pelea con un león, un cocodrilo o un hombre, y de que la sangre corriera, tal vez hablaran con dureza, pero en las manos se aplicaban suaves aromas. Las mujeres romanas se ponían perfumes en las distintas partes del cuerpo, lo mismo que los hombres, y supongo que pasaban largo rato antes de decidir si los pies con sándalo y los pechos con jazmín iban bien con un cuello con neroli y muslos con lavanda. Con el cristianismo, adivino una devoción espartana por la austeridad, un temor de parecer autocomplaciente, y los hombres dejaron de usar perfumes durante un tiempo. (Aun así, hay un simbolismo religioso referido a flores y aromas. Por ejemplo, el clavel tuvo sus partidarios porque su aroma se parece al del clavo de olor, y éste tiene su analogía en los clavos utilizados para clavar a Cristo en la cruz). En su libro The Romantic Story of Scent, John Trueman dice: «Los hombres de la antigüedad eran limpios y perfumados. Los europeos de la Edad Oscura eran sucios y sin perfume. Los de los tiempos medievales y modernos, hasta cerca del fin del siglo XVII, fueron sucios y perfumados. (…) Los hombres del siglo XIX fueron limpios y sin perfume». Pero el hombre nunca se alejó mucho de los aromas deseables. Al volver de su empresa, los cruzados trajeron el agua de rosas. Luis XIV mantenía una cuadrilla de sirvientes dedicados exclusivamente a perfumar sus aposentos con agua de rosas y mejorana, y a lavar su ropa con una mezcla de clavo de olor, nuez moscada, áloe, jazmín, naranja y almizcle; insistía en que todos los días inventaran para él un nuevo perfume. En la «Corte Perfumada» de Luis XV, los criados introducían palomas en distintos perfumes y las soltaban en las fiestas, para que tejieran un tapiz de aromas cuando volaban entre los invitados. Los puritanos rechazaron los perfumes, pero la gente no tardó en volver a usarlos.
El atavío de una mujer del siglo XVIII exigía complejos preparativos y una buena nariz: se ponía polvo perfumado en el cabello y maquillaje perfumado en la cara; la ropa se planchaba con aromas calientes; el cuerpo era meticulosamente perfumado, y en lugares estratégicos, entre el vestido y la piel, se ponían algodones empapados en perfume. En su tocador, había todo un surtido de aromas en sus frascos de porcelana (la palabra «porcelana» tiene una historia fascinante que, a través de la concha de un molusco llamado cauri, remite a los genitales de la marrana, en los que obviamente hacía pensar su textura sedosa). A mitad del día, se cambiaba a un nuevo conjunto de aromas igualmente abrumador. Y lo mismo por la noche. La pasión de Napoleón por el lujo incluía su agua de colonia favorita, hecha de neroli y otros ingredientes, de la que en 1810 le encargó a su perfumista, Chardin, nada menos que ciento sesenta y dos frascos. Después de lavarse, le gustaba echarse colonia sobre el cuello, el pecho y los hombros. Incluso en sus más difíciles campañas, en su abigarrada tienda se tomaba tiempo para escoger perfumes hechos con rosas o con violeta, y para rociar con ellos sus guantes y otras prendas. Durante las Guerras Napoleónicas, los capitanes de barco ingleses le mandaban rosas a la emperatriz Josefina, destinadas a su jardín de la Malmaison (donde cultivaba doscientas cincuenta variedades); los correos con nuevas variedades de rosas tenían impunidad para pasar entre Inglaterra y Francia. Isabel I de Inglaterra adoraba los guantes perfumados con ámbar gris; no sólo usaba capas aromatizadas, sino que exigía que sus cortesanos también estuvieran muy perfumados, para que la rodearan con olas fragantes cuando evolucionaban alrededor de ella. Mecenas de las artes, Isabel fue la principal responsable de la gloria del teatro llamado «isabelino» y del bienestar en que vivieron muchos autores, Shakespeare incluido; la reina apreció sobremanera esa posición central en la vida sensorial y artística. Sentía especial atracción por Sir Walter Raleigh, y también, puede presumirse, por la colonia de fresas que él usaba. Isabel tenía a sus animalitos domésticos empapados en perfume y utilizaba una manzana embebida en cinamomo y clavo de olor para protegerse de las enfermedades.
Esta obsesión por los perfumes empezó hace mucho tiempo. El primer don que se le hizo a Cristo niño fue incienso, y en el siglo XI Eduardo el Confesor donó a la Abadía de Westminster una reliquia sagrada y sorprendente: una pequeña cantidad del incienso ofrecido por los Reyes Magos. En la India, todavía existe el arte de la abhyanga, una fricción almizclada que se da a los elefantes hembra para aumentar su atractivo sexual. En las cortes antiguas de Japón, había relojes que quemaban un incienso diferente cada quince minutos, y a las gheisas se les pagaba por la cantidad de palillos aromáticos consumidos. Los perfumes han obsesionado a todas las culturas y religiones, pero la promesa más alta está probablemente en el Corán: los que hayan sido bastante devotos como para ir al cielo encontrarán allí voluptuosas compañeras llamadas «huríes» (del árabe haura, mujer de ojos negros), que complacerán todos sus deseos e inventarán deseos nuevos que se encargarán de saciar. Y, como definitiva garantía de deleite, las huríes no estarán meramente perfumadas: de acuerdo con el Corán, estarán hechas enteramente de sándalo. Serán puro aroma, placer puro. Nada más apropiado. En cierto sentido, las huríes nos devuelven a ese tiempo anterior al pensamiento, anterior a la visión, cuando el olfato era la única guía que teníamos en los oscuros pasillos de la evolución.