EL OJO DEL ESPECTADOR
Mire el espejo. El rostro que le clava desde el cristal una doble mirada está revelando un secreto que debería hacernos sentir contritos: está mirando los ojos de un predador. La mayoría de los animales predadores tienen los ojos colocados en la parte delantera de la cabeza, a fin de poder utilizar la visión binocular para localizar y perseguir a su presa. Nuestros ojos tienen mecanismos independientes que recogen la luz, separan del conjunto una imagen importante o novedosa, la enfocan con precisión, la sitúan en el espacio, y la siguen; funcionan como prismáticos estereoscópicos. La presa, en cambio, tiene ojos a los lados de la cabeza, porque lo que realmente necesita es visión periférica para saber si alguien viene a por ella. Alguien como nosotros, por ejemplo. Si es cierto que las ciudades son «junglas», en parte puede deberse a que las calles están llenas de predadores. Nuestros instintos siguen estando alerta y, cuando nos parece necesario, decretamos que alguien es una presa y caemos sobre él. A veces, sobre países enteros. En una época, domesticamos el fuego como si fuera un animal hermoso y temperamental; al hacernos dueños de su energía y su luz, pudimos cocinar la comida y hacerla más fácil de masticar y digerir y, como descubrimos después, con ello matábamos los gérmenes. Pero también podemos comer perfectamente comida cruda, y así lo hicimos durante miles de años. ¿Qué dato podemos sacar sobre nosotros si nuestra preferencia, aun en un comedor refinado, se dirige a carne servida a la temperatura de un antílope o un jabalí recién matado?
Aunque la mayoría de nosotros no cazamos, nuestros ojos siguen siendo los grandes monopolizadores de los sentidos. Para gustar o tocar al enemigo o la comida, es preciso estar peligrosamente cerca de ellos. Para olerlos u oírlos, podemos colocarnos un poco más lejos. Pero la visión puede atravesar los campos y subir las montañas, viajar a través del tiempo, los continentes y los pársecs del espacio exterior, y recolectar canastas llenas de información durante el viaje. Los animales que oyen altas frecuencias mejor que nosotros (murciélagos y delfines, por ejemplo), parecen ver mucho y bien con sus oídos, oyen geográficamente; pero para nosotros el mundo alcanza su mayor densidad informativa, su mayor riqueza, cuando lo captamos por medio de los ojos. Es posible incluso que nuestro pensamiento abstracto haya evolucionado a partir del complejo esfuerzo de los ojos por dar sentido a lo que veían. El setenta por ciento de los receptores sensoriales del cuerpo convergen en los ojos, y es principalmente por la vista por donde apreciamos y comprendemos el mundo. Los amantes cierran los ojos cuando se besan porque, si no lo hicieran, habría demasiadas distracciones visuales para registrar y analizar: el súbito primer plano de las pestañas y el cabello del ser amado, el empapelado de la pared, el cuadrante de un reloj, las motas de polvo suspendidas en un rayo de luz. Los amantes quieren gozar del contacto y no distraerse. Por eso cierran los ojos, como si les pidieran a dos parientes queridos que salieran de la habitación.
Nuestro lenguaje está cargado de imaginería visual. De hecho, cuando comparamos una cosa con otra, y lo hacemos siempre, confiamos en nuestra visión para capturar el suceso o la cualidad. Ver es una prueba positiva, y solemos insistir con tenacidad en eso: «Lo vi con mis propios ojos…». Por supuesto, en esta época de relatividad, efectos especiales y trucos de la percepción, hemos aprendido a no confiar en todo lo que vemos («… un platillo volante que aterrizó en la autopista…»). Al menos, en lo que se ve a simple vista. Como nos recuerda Dylan Thomas, hay muchas mentiras de la visión.[39] Si extendemos el alcance de nuestros ojos mediante lentes u otros accesorios (gafas, telescopios, cámaras, binoculares, microscopios electrónicos, rastreadores CAT, rayos X, imágenes por resonancia magnética, ultrasonido, rastreadores por radioisótopos, láser, secuenciadores de ADN, etcétera), confiamos un poco más en el resultado. Pero a Missouri se lo sigue llamando el estado Show me!, frase que puede verse, supongo que como una especie de chiste visual, en las placas de los automóviles. «Está escrito en la pared», dice un político con prudencia, olvidando por un instante que lo que está escrito podría no ser cierto. Vemos a través de personas cuyo carácter es transparente. Y, por supuesto, pedimos iluminación. «Ya veo adonde quieres llegar», le dice una mujer a otra en un café, «pero será mejor que andes con los ojos bien abiertos, pues él puede ver lo que te propones». «¡Míralo por ti mismo!», exclama el impaciente al incrédulo. Después del primer imperativo de la Biblia («Hágase la luz»), Dios miró lo que había hecho y «vio que era bueno». Presumiblemente hasta Él tuvo que ver para creerlo. Una idea se enciende en nosotros como una lamparilla, siempre que seamos brillantes, y mejor aún si somos visionarios. Y cuando nos gusta alguien, queremos asegurarnos de que él nos ve con buenos ojos.
El proceso de ver empezó de modo muy simple. En los antiguos mares, los seres vivos desarrollaron un trozo de piel sensible a la luz. Así podían distinguirla de la oscuridad, y también la dirección de la fuente de luz, pero eso era todo. Estas habilidades resultaron tan útiles, que se desarrollaron ojos que pudieran juzgar el movimiento, después la forma y, al fin, un deslumbrante conjunto de detalles y colores. Un recordatorio de nuestros orígenes marinos es que nuestros ojos deben estar constantemente bañados en agua salada. Entre los ojos más antiguos registrados están los del trilobites, uno de los grandes éxitos de la vida animal en la era cámbrica, que ahora conocemos apenas por sus abundantes restos fósiles. Cuando escribo esto, llevo colgado al cuello un pequeño fósil de trilobites, en un engaste de plata. Hace quinientos millones de años, este animalito prosperó en los pantanos, con ojos compuestos que podían ver principalmente de lado, pero, lamentablemente, no hacia arriba. En el otro extremo, los ojos más nuevos son los que hemos inventado, como el ojo eléctrico (basado en lo que hemos aprendido sobre el detector de movimientos en el ojo del sapo) o el telescopio de espejo (basado en el diseño perceptor de contrastes del ojo del cangrejo) o lentes sincrónicas para uso en microcirugía, rastreos ópticos y graves problemas de visión (basadas en la doble pupila de la copilia, un crustáceo miope que vive en lo profundo del Mediterráneo). Aunque las plantas no tienen ojos, Loren Eiseley ha hecho un elocuente elogio del ojo del hongo pilobolus, que tiene un área sensible a la luz desde donde controla el cañón de esporas, apuntándolo al sitio más brillante que sea capaz de captar en ese momento.
Consideramos nuestros ojos como instrumentos inteligentes, pero en realidad lo único que hace un ojo es recoger la luz. Veamos de cerca esa cosecha de luz. Como sabemos, el ojo trabaja de modo muy semejante a una cámara fotográfica; o, mejor dicho, inventamos la cámara basándonos en el funcionamiento de nuestro ojo. Para enfocar una cámara, movemos las lentes acercándolas o alejándolas del objeto. Las lentes flexibles de los ojos logran el mismo resultado cambiando de forma: las lentes se adelgazan para enfocar un objeto distante, que parece pequeño; se espesan para enfocar un objeto cercano, que parece grande. Una cámara puede controlar la cantidad de luz que deja pasar. El iris del ojo, que en realidad es un músculo, cambia el tamaño de un pequeño agujero —la pupila—[40] por el cual entra la luz al globo ocular. Los peces, por no tener esta respuesta pupilar con la que el iris crea una protección contra aumentos súbitos de luz (la mayoría tampoco tiene párpados, ya que sus ojos están constantemente bañados en agua), son mucho más susceptibles al deslumbramiento que nosotros. Además de esta función de portero, el iris —llamado así por la palabra griega empleada para designar el arco iris—, es lo que le da el color a nuestros ojos. Los ojos caucásicos parecen azules en los bebés y en los africanos son de color café. Después de la muerte, los ojos caucásicos parecen de un pardo verdoso. Los ojos azules no son inherentemente azules, no están teñidos de azul como una tela. Parecen azules porque tienen menos pigmento que los ojos pardos. Cuando la luz entra en los ojos «azules», los rayos muy cortos de luz azul se desperdigan al saltar sobre diminutas partículas no pigmentadas; lo que vemos son esos rayos desperdigados, y los ojos parecen ser azules. Los ojos oscuros tienen moléculas de pigmento en formación densa, y absorben las longitudes de onda azules, al tiempo que reflejan otros colores cuyos rayos son más largos. En consecuencia, parecen ser pardos o castaños. Aunque con una inspección rápida los iris pueden parecer todos iguales, los rasgos de color, manchas, estrías, etcétera, son tan altamente individualizados que la policía ha pensado en utilizar el reconocimiento por iris además de las huellas digitales.
En la parte trasera de una cámara, la película registra las imágenes. Del mismo modo, cubriendo la pared trasera del globo ocular hay una tela delgada, la retina, que contiene dos tipos de células fotosensibles: bastoncillos y conos. Necesitamos dos clases porque vivimos en dos mundos: uno de oscuridad y otro de luz. Ciento veinticinco millones de delgados bastoncillos rectos interpretan la oscuridad, y dan sus informes en blanco y negro. Siete millones de conos regordetes examinan el día brillante y colorido. Hay tres clases de conos, especializados en azul, rojo y verde. Mezclados, bastoncillos y conos permiten que el ojo responda rápidamente a una escena cambiante. Una parte de la retina, donde el nervio óptico sale hacia el cerebro, no tiene bastoncillos ni conos y como resultado no percibe la luz; lo llamamos nuestro «punto ciego». Pero, en compensación, en el centro de la retina hay un pequeño cráter, la fóvea, llena de conos altamente concentrados: la utilizamos para enfoques de precisión cuando queremos examinar un objeto bajo luz intensa, ponerlo de relieve y aprehender sus detalles con nuestros ojos. Por ser tan pequeña, la fóvea puede realizar su magia sólo en un área pequeña (una instantánea de diez centímetros de lado por dos metros y medio, por ejemplo). En la fóvea casi cada cono tiene su propia línea directa a centros cerebrales; en otros sitios de la retina, bastoncillos y conos pueden servir a muchas células, y la visión es más vaga. El globo ocular se mueve sutilmente de manera constante para mantener un objeto frente a la fóvea. Con poca luz, los conos de la fóvea son casi inútiles; por lo cual debemos mirar «alrededor» de un objeto para verlo con claridad con los bastoncillos, no directamente porque la fóvea no podría realizar su función y el objeto parecería invisible. Como los bastoncillos no ven el color, no percibimos colores de noche. Cuando la retina observa algo, las neuronas informan al cerebro por medio de una serie de sacudidas electroquímicas. En una décima de segundo, aproximadamente, el mensaje llega a la corteza visual, y empieza a adquirir sentido.
No obstante, la visión, tal como podemos suponerla, no se produce en los ojos sino en el cerebro. En cierto sentido, para ver bien y con detalle no necesitamos los ojos en absoluto. Con frecuencia recordamos escenas de días o hasta de años antes, y las vemos con los ojos de la mente, y podemos incluso representarnos hechos completamente imaginarios, si lo deseamos. Cuando soñamos, vemos con todos los detalles. A veces, cuando he estado frente a un paisaje visualmente imponente en algún rincón de la naturaleza y he experimentado una intensa emoción, me acuesto por la noche, cierro los ojos, y veo el paisaje desfilando dentro de mis párpados cerrados. La primera vez que me sucedió (en un rancho ganadero de 100 000 hectáreas, rodeado de mesetas color pastel, en el desierto de Nuevo México), fue como si hubiera visto fantasmas. Agotada por los rigores del trabajo de corral, necesitaba dormir, pero las imágenes, los gestos y los movimientos del día seguían brillando en mi memoria visual. No era como soñar: era como tratar de dormir con los ojos muy abiertos durante una fiesta muy animada.
Lo mismo me pasó más recientemente, esta vez en la Antártida. Un día soleado, navegamos por el paso Gelarche, que se estrecha hasta tener apenas quinientos metros en su extremo sur; montañas de hielo se alzaban a cada lado del barco. Negras montañas melladas, cubiertas de nieve y hielo en cascadas inmóviles, parecían pingüinos alineados bajo una luz brillante. Los pingüinos verdaderos nadaban alrededor del barco, al que se acercaban flotando inmensos icebergs, celeste pálido en las bases y verde menta en los lados. Sobre el puente de observación del barco, los pasajeros estaban sentados en sillones, algunos dormitando. Un hombre alzaba la mano con los dedos índice y meñique extendidos, como si le estuviera haciendo cuernos a alguien, pero en realidad medía un iceberg. La isla Decepción, aunque distante, parecía cercana y nítida en el aire estéril. Un arcón de hielo lleno de agua azul pasó junto al barco. Al otro lado del estrecho, el hielo se desprendía de un glaciar con un trueno sordo. Alrededor flotaban icebergs de texturas delicadas, algunos de ellos de decenas de miles de años. Una gran presión puede expulsar las burbujas de aire del hielo y darle mayor solidez. Libre de burbujas de aire, refleja la luz de otra manera, de color azul. El agua se estremecía al contacto de miles de astillas de hielo. Algunos icebergs brillaban como menta opaca bajo el sol: impurezas atrapadas en el hielo (fitoplancton y algas) los teñían de verde. Etéreos petreles volaban entre los picos de los icebergs, dejando que el sol brillara a través de sus alas traslúcidas. Blancos, silenciosos, los pájaros parecían trozos de hielo volando graciosamente. Cuando pasaban frente a una ladera de hielo, se hacían invisibles. El resplandor transformaba el paisaje con tanta fuerza que parecía un color en estado puro. Cuando fuimos en las motoras inflables a pasear entre los icebergs, cogí un trozo de hielo de glaciar y me lo acerqué a la oreja para escuchar cómo estallaban las burbujas y escapaba el aire atrapado dentro. Y esa noche, aunque exhausta por los espectáculos y trajines del día, acostada en mi estrecha litera, despierta con los ojos cerrados, vi pasar innumerables icebergs brillantes de sol por la pantalla de mis párpados, y toda la península antártica se desplegó lentamente, kilómetro a kilómetro, en mi pequeño teatro individual.
Como el ojo ama la novedad y puede habituarse a casi cualquier escena, incluso la más horrible, mucha vida puede deslizarse al trasfondo vago de nuestra atención. ¡Qué fácil es pasar por alto el peludo fleco amarillo en la garganta de una orquídea, o tas diminutos dientes de la grapa, o la bífida lengua roja de la culebra, o el modo como un dotar intenso hace contraer el cuerpo de una persona como si estuviera avanzando contra un viento fuerte! La ciencia y el arte nos despiertan, encienden las luces, nos tiran del brazo diciendo: «¡Por favor, presta atención!». No puede creerse que algo tan complejo y colmado como la vida resulte tan fácil de pasar por alto. Pero, como algunos buenos caballos de carreras, llenos de vitalidad, decisión y valor, tendemos a no ver lo que no está directamente enfrente, en la meta: la colorida multitud a ambos costados, las formas que dibujan las huellas en la tierra, y el espectáculo permanente del cielo, esa gran fiesta encima de nuestras cabezas, siempre presente, siempre cambiante.
CÓMO MIRAR EL CIELO
Estoy sentada en el borde del continente, en la costa marina de Point Reyes, la península del norte de San Francisco, donde la tierra da lugar al inexorable océano Pacífico y al acertijo azul del cielo. Cuando el chillido de las cigarras, fuerte como una sierra, cesa de pronto, sólo el grito de tas pájaros ayuda a descifrar tas códigos mudos del día. Un balcón se zambulle en la nada, arrancando una delgada tira de aire en su vuelo. Al comienzo, aletea con vigor para ganar altura, hasta que encuentra una corriente cálida, y corta el aire con las alas, subiendo en una espiral de círculos cerrados con tas ojos fijos en el suelo en busca de roedores o conejos. Abriendo el círculo, gira lentamente, como un parasol en movimiento. El halcón sabe por instinto que no se caerá. El cielo es la única constante visual en toda nuestra vida, un telón de fondo total para todas nuestras actividades, pensamientos y emociones. Pero tendemos a pensar en él como algo invisible: una ausencia, no una sustancia. Cuando nos movemos por entre las latitudes cristalinas del aire, rara vez lo imaginamos como la materia densa que es en realidad. Casi nunca detenemos el pensamiento en ese espectro azul que llamamos el cielo. «Skeu», digo en voz alta, empleando la palabra de nuestros antepasados, en antiguo inglés; trato de pronunciarla como pudieron hacerlo ellos, con temor y reverencia: «Skeu». En realidad, era la palabra que denominaba una cobertura de cualquier tipo. Para ellos, el cielo era un techo de colores cambiantes. No puede asombrarnos que alojaran allí a sus dioses, como si se tratara de vecinos que, en ataques de mal humor, se lanzaran rayos por la cabeza en lugar de platos.
Mire a sus pies. Usted está sobre el cielo. Cuando pensamos en él, siempre miramos hacia arriba. Pero el cielo en realidad empieza en la tierra. Caminamos por él, gritamos en él, rastrillamos hojas secas, lavamos al perro y conducimos coches por él. Lo inhalamos hasta lo más profundo de los pulmones. Con cada aliento, incorporamos millones de moléculas de cielo, las calentamos brevemente y las exhalamos de vuelta al mundo. En este momento, usted está respirando algunas de las moléculas que una vez respiraron Leonardo da Vinci, William Shakespeare, Anne Bradstreet o Colette. Respire hondo. Piense en La tempestad. El aire hace funcionar el fuelle de los pulmones, y da energía a las células. Decimos «liviano como el aire», pero nuestra atmósfera no tiene nada de liviana, con sus cinco mil trillones de toneladas de peso. Sólo un garfio tan fuerte como la gravedad podría retenerla pegada a la tierra. De otro modo, simplemente se iría flotando a las extensiones sin límites del espacio.
Sin pensarlo, solemos hablar de «un cielo vacío». Pero el cielo nunca está vacío. En apenas treinta gramos de aire hay mil billones de trillones de átomos en movimiento, de oxígeno, nitrógeno e hidrógeno, cada uno de ellos una colección de electrones, quarks y fantasmales neutrinos. A veces nos maravillamos de lo «calmado» que está el día, o lo «serena» que está la noche. Pero no hay calma en el cielo, ni en ninguna parte donde se encuentren la vida y la materia. El aire siempre vibra, lleno de gases volátiles, esporas tambaleantes, polvo, virus, hongos y animales, todos ellos agitados por un viento incansable. Hay seres voladores activos, como mariposas, aves, murciélagos e insectos, que surcan los caminos del aire, y hay voladores pasivos como las hojas de otoño, el polen o las vainas de vencetósigo, que se limitan a flotar. Comenzando por la tierra y estirándose en todas direcciones, el cielo es el espeso medio flexible en el que vivimos. Cuando decimos que nuestros lejanos antepasados reptaron por la tierra firme, olvidamos agregar que en realidad pasaron de un océano a otro, desde las capas más superficiales del agua a las más profundas del aire.
Aquí los vientos predominantes son los del oeste, como puedo constatar en las formas extrañas y maravillosas de la vegetación de la playa. Una brisa liviana proveniente del Pacífico ha erizado la hierba en una suerte de copete. Un poco más lejos, en un claro más protegido, encuentro un pequeño almácigo, alrededor del cual se ha formado un círculo de tierra. Parece como si alguien hubiera trabajado el suelo hasta conseguir ese resultado, pero lo ha hecho el viento. Pensamos en el viento como en una fuerza destructiva —un repentino embudo que arranca y se lleva el techo de una pequeña escuela de Oklahoma—, pero el viento es también un albañil lento y vigoroso que modela acantilados, erosiona laderas, recrea playas, traslada árboles y rocas a través de montañas y ríos. El viento crea olas, como en las dunas de sensuales repliegues en el Valle de la Muerte o a lo largo de las costas cambiantes. El viento se lleva la capa superior del suelo como si no fuera más que un mantel sucio sobre los campos ajedrezados del Medio Oeste, formando un «cuenco de polvo». Puede mover generadores, planeadores, molinos, barriletes, barcos de vela. Lleva semillas y polen. Transforma el paisaje. En las costas marinas, suelen verse árboles dramáticamente esculpidos por el viento.
El viento norte está representado en los mapas antiguos como un hombre de mejillas hinchadas, cabello desgreñado y una expresión tensa, soplando tan fuerte como puede. Según Homero, el dios Eolo vivía en una caverna, donde tenía a todos los vientos encerrados en una bolsa de cuero. Le dio la bolsa a Ulises para ayudarle en su travesía, pero cuando los compañeros de Ulises abrieron la bolsa, los vientos se soltaron y se dispersaron por el mundo, chillando y rugiendo y, en general, causando estragos. «Hijos de la mañana», llama Homero a los vientos griegos. Para los antiguos chinos, fung significaba a la vez viento y aliento. Tiu significaba «moverse con el viento como un árbol». Yao era la palabra empleada cuando algo flotaba en la brisa como un plumón. Los nombres de los vientos son mágicos, y dicen mucho sobre los numerosos humores que puede tener el cielo. En Portugal, tienen el vento coado de las montañas; en japón, el demoníaco tsumuji, o el suave matsukaze de los bosques de pino; en Australia, el balsámico brickfielder (cuyo nombre empezó describiendo las tormentas de polvo que soplaban desde los ladrillares, cerca de Sydney); el cálido y húmedo chinook norteamericano que viene del mar, bautizado por los indios que habitaban Oregon; o el blizzard cargado de nieve o el feroz Santa Ana o el húmedo waimea de Hawaii; el caliente simún del norte de Africa (cuyo nombre deriva del arameo samma, «veneno»); el ardiente zonda argentino, que se precipita desde los Andes a las pampas; el oscuro y triste haboob del Nilo; el buran ruso, de fuerza tempestuosa, que arrastra la tormenta en verano o la nieve en invierno, el refrescante etesian veraniego, en Grecia; el tibio foehn suizo, que baja en ráfagas por las laderas de las montañas; el seco y frío mistral de Francia («viento maestro»), que corre por el valle del Ródano hasta el Mediterráneo; el famoso monzón de la India, cuyo nombre significa toda una temporada de tormentas; el bull’s eye squall del cabo de Buena Esperanza; el enérgico williwaw de Alaska; el datoo proveniente del este en Gibraltar; el melifluo solano de España; el huracán caribeño (derivado de una palabra taina que significa «espíritu maligno»); el frisk vind sueco, equivalente a una tempestad; el susurrante I tien tien fung de la China, o la primera brisa de otoño, el sz.
Hace días que amenaza tormenta, y ahora cruzan el cielo pesadas nubes grises. Miro las algodonosas masas de los cúmulos (palabra que significa «montón») y las anchas franjas de estratos (que significa «capa»). Como observó una vez el escritor James Trefil, una nube es una especie de lago flotante. Cuando el aire caliente que sube choca con el aire frío que baja, cae la lluvia, que es lo que pasa ahora. Me refugio en un porche mientras se desencadena un verdadero diluvio, durante el cual el cielo se estremece y ruge. Surgen de él los rayos, que buscan el suelo como tenedores. De hecho, el cielo envía primero un pequeño explorador eléctrico, y la tierra responde enviando un gran chispazo hacia el cielo; ese chispazo calienta tanto el aire, que éste explota en una onda de choque, o trueno, como lo llamamos. Contando los segundos entre el relámpago y el trueno, y dividiendo después por cinco, me hago una idea aproximada de la distancia a la que está: once kilómetros. En un segundo, el sonido viaja trescientos treinta metros. Si el relámpago y el trueno llegan al mismo tiempo, no se tienen muchas posibilidades de llegar a contarlo. En unos pocos minutos la tormenta se aquieta y el trueno se aleja por la costa hacia el norte. Pero quedan nubes en el cielo. Una nube rinoceronte se metamorfosea en un perfil de Eleanor Roosevelt; después es un plato de tajadas de melón; después, un dragón con la boca en llamas. Desfilando majestuosas por el cielo, nubes como éstas han sido observadas por personas de todas las épocas y de todas las culturas. ¡Cuántas tardes vacías ha pasado la gente mirando las nubes! Los antiguos chinos se entretenían encontrando formas en las nubes, lo mismo que hoy hacen los inuits, los bantúes y los habitantes de Pittsburgh. Marineros, generales, granjeros, pastores y muchos otros, siempre han consultado la bola de cristal del cielo para predecir el tiempo (nubes redondas: el clima será ventoso; nubes moteadas: habrá lluvia; nubes bajas, espesas, oscuras, como mantas: se acerca un frente frío de tormenta) y han inventado máximas, refranes, y complicados manuales y mapas de nubes, con gráficos tan hermosos como útiles. En un tren que atravesaba Siberia, Laurens van der Post miró por la ventanilla la inmensa extensión de terreno llano y el cielo sin fin. «Pensé que nunca había estado en ningún lugar con tanto cielo y espacio alrededor», escribe en Viaje a Rusia, y lo que le admiró especialmente fueron «las inmensas nubes de tormenta que venían de la oscuridad hacia la ciudad dormida, parecidas, en sus relampagueos espasmódicos, a fabulosos cisnes nadando hacia nosotros sobre siseantes alas de fuego». Cuando miraba los relámpagos desde el tren, el amigo ruso que le acompañaba le dijo que en ruso hay una palabra especial para designar esa escena: Zarnitsa.
En todo tiempo y lugar, los muchos humores del cielo han despertado el interés de la gente. No sólo porque sus cosechas y viajes dependieran del clima, sino porque el cielo es además un símbolo poderoso. El cielo que habitan los dioses, el cielo de cuya permanencia dependemos y que damos por segura, como si en realidad fuera un techo sólido y abovedado en el que estuvieran pintadas las estrellas, como pensaban nuestros antepasados. El cielo que en los cuentos infantiles puede llegar a caerse. Nos imaginamos el cielo como el lugar de descanso definitivo de los que amamos, como si sus almas fueran aerosol perfumado. Los enterramos entre agujas de pino y gusanos, pero en nuestra imaginación les damos una morada más liviana que el aire en algún rincón del cielo, desde donde nos mirarán. En lo «grande» es donde están los grandes sentimientos, donde se encuentra lo «alto y poderoso», donde cantan los coros de ángeles. No sé por qué el cielo simboliza nuestros mejores ideales y motivos, salvo que, por falta de confianza en nosotros mismos, pensemos que nuestros actos de piedad, generosidad y heroísmo no son cualidades intrínsecas, características, que los seres humanos podrían tener por sí mismos, sino dones temporales de un poder ultramundano situado en el cielo. Abrumados por los hechos, o amargados por la naturaleza humana, alzamos la vista hacia arriba, hacia donde creemos que está escrito nuestro destino, entre las moradas de los astros.
Tras cuatro horas de viaje en coche hacia el sur, a lo largo de espectaculares acantilados y un mar salvaje donde nutrias marinas juegan sobre lechos de algas, ladran leones marinos, se amontonan focas como pequeñas cordilleras, y anida toda clase de pájaros de mar, me detengo en un talud de Big Sur trabajado por el viento. Un pino de Monterrey se inclina sobre el Pacífico, y semeja un anaquel para el crepúsculo. Los vientos tempestuosos han ido colocando todas sus ramas en una única dirección, y ahora parece un dedo esquelético apuntando al mar. Llegan coches con gente que se baja y mira. No hay necesidad de decir nada. Todos comprendemos el alimento visual que estamos compartiendo. Asentimos con la cabeza. El algodonoso cielo azul y el mar oscuro se encuentran, en una línea recta y fina como el filo de una navaja. ¿Por qué es tan conmovedor ver un árbol que sostiene trozos de cielo en sus ramas, y oír la rompiente que golpea contra una costa rocosa y forma nubes de rocío, mientras las gaviotas gritan? De los muchos modos de mirar el cielo, uno de los más familiares es hacerlo a través de las ramas de un árbol, o subidos a uno de ellos; esto tiene mucho que ver con el modo como realmente vemos y observamos el cielo. Los árboles conducen el ojo desde el suelo hacia los cielos, vinculan la temporalidad detallada de la vida con la enorme abstracción azul que hay allá arriba. En una leyenda noruega, el gran árbol de ceniza Yggdrasil, con grandes ramas arqueadas y tres raíces, se extendía hasta el cielo, y mantenía unido al universo, conectando la tierra con el cielo y el infierno. En el árbol vivían animales y demonios míticos; en una de sus raíces estaba el pozo de Mimir, la fuente de toda sabiduría, de la que bebió el dios Odín para hacerse sabio, aun cuando le costó la pérdida de un ojo. En muchos mitos y leyendas antiguos encontramos árboles que nos ofrecen conocimiento, quizá porque sólo ellos parecen unir la tierra con el cielo, el mundo conocido y habitado, con todo lo que está más allá de nuestro alcance y nuestro poder.
Hoy el océano se agita densamente, con una rompiente espumosa que golpea una y otra vez. Cerca de la playa, la gruesa espuma blanca parece aplicada con espátula. El viento húmedo y salado susurra como enaguas de tafetán. Una gaviota encuentra un crustáceo y comienza a picotearlo, destrozándolo, mientras otras gaviotas vuelan hacia ella y tratan de arrebatarle la comida, todas chillando como una máquina mal engrasada.
Cuando estuve en Estambul, hace muchos años, me maravillé del cómo las mezquitas, con sus cúpulas en forma de cebolla, daban forma al cielo entre ellas. En lugar de ver una línea de edificios, como en Nueva York o San Francisco, sólo se ve el espacio negativo entre los minaretes en espiral y las bóvedas bulbosas. Aquí, sin embargo, se ven las siluetas de árboles característicos recortados contra el cielo: el pino escocés, que tiene un largo tronco y una copa redondeada que parece el sonajero de un niño; el ciprés y el abeto, altos, uniformes, similares a granos de arroz. Más al norte, se alzan las secuoyas, los seres vivos más pesados que habitan el planeta. Los eucaliptos de hojas aromáticas —árboles no nativos pero tan resistentes y de crecimiento tan veloz, que se han apoderado de bosques enteros en California— parecen cabelleras recién lavadas con champú. En otoño e invierno, pueden hallarse entre sus ramas largas guirnaldas de mariposas monarcas, colgadas de las patas, que disponen de uñas como ganchos. Todos los años emigran cien millones de ellas a lo largo de seis mil quinientos kilómetros, desde el norte de los Estados Unidos y Canadá, para invernar en la costa californiana. Se unen en racimos para mantener el calor. Las mariposas parecen preferir los árboles aceitosos y mentolados, cuyas exhalaciones mantienen lejos a la mayoría de los insectos y pájaros. El grajo azul ocasionalmente ataca a las monarcas cuando éstas abandonan la guirnalda para beber néctar o posarse con las alas abiertas como colectores solares. Las larvas de monarca comen las hojas del vencetósigo, una planta venenosa, análoga a la digitalina, a la que son inmunes pero que las hace a ellas venenosas, y los pájaros no tardan en enterarse de que comer mariposas puede resultarles perjudicial. Si se ve una monarca volando con una muesca en el ala, lo más probable es que se haya tratado del ataque de un pájaro poco informado. Cuando ayudaba a rotular monarcas, vi una hembra así, temblando en el suelo del porche del hotel, delante de mi ventana. Un gran grajo azul de mal talante estaba posado en la baranda del porche, chillando y aleteando y dispuesto a lanzarse otra vez sobre la monarca. Aunque por lo general no me entrometo en cuestiones de la naturaleza, mis instintos fueron más fuertes y me precipité afuera, dispuesta a golpear al grajo si era necesario, pero él saltó al patio con un fuerte graznido, aterrorizado ante mi ataque. La mariposa seguía temblando sin moverse de sitio; la alcé cuidadosamente, miré si estaba preñada, para lo cual toqué con suavidad su abdomen con el pulgar y el índice, buscando la bolita dura. No lo estaba, y el trozo de ala que le faltaba no parecía constituir un daño demasiado grave, así que la llevé a la base de un árbol, en la cima del cual se columpiaba una larga cadena anaranjada de monarcas. Después la sostuve frente a mi boca abierta y le eché mi aliento caliente sobre el cuerpo, para ayudarla a calentar los músculos de vuelo en aquella fría mañana, y la arrojé al aire. Voló derecha a la guirnalda y, cuando volvía a mi cuarto, la saludé con la mano. El grajo seguía gritando sus insultos, hasta que alzó el vuelo y se marchó, con aleteos fuertes y confiados.
En Big Sur, los halcones se aprovechan de las distintas temperaturas del aire como acróbatas, subiendo y bajando sobre torres invisibles de aire caliente que ascienden del suelo sobre el que da el sol. Los pájaros son muy veloces y diestros. Cada especie tiene su propia arquitectura, hábitos de vuelo y talento para sacar el mayor provecho posible del cielo, que a veces se refleja en sus siluetas. En algunos búhos, por ejemplo, el borde delantero de las plumas está suavemente fruncido para ahogar el sonido del vuelo. Los pinzones aletean con fuerza unas pocas veces, después cierran las alas y descansan un poco. Las tórtolas aletean todo el tiempo mientras vuelan. Los halcones peregrinos pliegan las alas cuando se lanzan en picado. El vencejo, que alcanza una velocidad promedio de cuarenta kilómetros por hora, tiene alas muy puntiagudas que lo hacen más delgado cuando toma velocidad. En el Gran Cañón se los puede ver volando a ras de sus muros como pequeños alpinistas.
Nuestro cielo también está lleno de «voladores pasivos». El fresno hembra suelta sus semillas aladas, y el álamo temblón y otras especies producen amentos alargados que cubren el suelo. El arce suelta semillas en forma de renacuajo, que caen en remolinos, todo aspas, todo propulsión, como pequeños autogiros. Gracias al viento, la vida sexual de muchas plantas ha cambiado. El diente de león, el vencetósigo, el cardo, el álamo y otras, han desarrollado vehículos para viento en forma de paracaídas o velas. El pino, el abeto, la picea, el arce, el roble y la ambrosía no tienen flores llamativas, pero tampoco las necesitan para atraer pájaros o abejas, les basta con el viento. Las plantas no pueden cortejar, o huir de una amenaza, por lo que han inventado modos ingeniosos de explotar el medio y los animales. Los granos de polen pueden tener una milésima de milímetro de diámetro, pero deben viajar en vientos inciertos y llegar a su destino. Experimentando con un túnel de viento, Karl Niklas, un científico de Cornell, descubrió recientemente que las plantas no permanecen totalmente pasivas, a la espera de que su polen levante el vuelo con alguna brisa y se baje en la parada justa. Niklas descubrió que la piña del pino ha desarrollado una arquitectura perfecta para capturar el viento de cualquier dirección que venga: una especie de turbina, con aspas-pétalos que hacen girar el aire de alrededor. Como un planeta, la piña de pino se envuelve a sí misma en una atmósfera de aire de movimiento acelerado, con una capa vacía y quieta, por debajo de la capa superior giratoria. Cuando el polen cae de la capa rápida a la quieta, se precipita en la piña. Niklas también probó la dinámica de flujo de aire de la azufaifa, que utiliza dos hojas en forma de oreja de conejo para dirigir el aire, con resultados que muestran finura semejante a la de la piña de pino.
En las épocas de polinización, el polen me hace estornudar un poco (a mí y a otros millones de personas), y me pican los ojos, impidiéndome llevar lentes de contacto. Pero me agrada saber que todos esos inconvenientes suceden sólo por una cuestión de forma. Algunos granos de polen —diminutos sputniks que viajan por el cielo inferior— parecen pelotas cubiertas de espinas. Otros tienen forma oval, como las pupilas de los cocodrilos. El polen del pino es redondo, y dispone de lo que parece un par de orejas puestas una a cada lado. Sus formas los hacen moverse o volar a velocidades diferentes y en rumbos distintos, y no hay peligro de que un grano de polen se meta en la planta equivocada. Es curioso pensar que el cielo tiene compartimientos, pero así es; hasta el viento los tiene.
Cuando en Big Sur se pone el sol, todo el hollín del mundo parece depositarse sobre la tierra. Un doblón amarillo e hinchado se hunde lentamente en el mar, resplandor tras resplandor, como si el horizonte se lo tragara. En ese mismo sitio, y durante un instante, una diminuta chispa verde brilla durante un segundo y desaparece. Se le llama «el rayo verde», con mística solemnidad, pero en realidad se trata del más fugaz vislumbre de verde, y ésta es la primera vez en mi larga experiencia de contempladora de crepúsculos que lo veo. Verde, azul, violeta, rojo: ¡qué afortunados somos por vivir en un planeta con cielos coloreados! ¿Por qué el cielo es azul? La luz blanca del sol es, en realidad, un ramillete de rayos coloreados, que clasificamos en un espectro de siete colores. Cuando la luz blanca choca con átomos de los gases constitutivos de la atmósfera (primordialmente oxígeno y nitrógeno), así como con partículas de polvo y humedad del aire, se desprende la luz azul, la luz más potente de todo el espectro visible. El cielo parece estar lleno de azul. Esto es especialmente cierto cuando el sol está en el cenit, porque los rayos de luz tienen una distancia menor que recorrer. Los rayos del rojo son más largos, y penetran mejor la atmósfera. Cuando el sol se pone, es que un lado de la tierra está alejándose de él; la luz tiene que viajar más lejos, en ángulo, a través de más polvo, vapor de agua y moléculas de aire; los rayos azules se diseminan más aún y los rayos rojos permanecen, siempre viajando. El sol puede aparecer ampliado como un fantasma, o ligeramente elíptico, o incluso sobre el horizonte cuando en realidad está debajo, gracias a la refracción, al arqueamiento de las ondas lumínicas. Lo que vemos es una puesta de sol gloriosamente roja, especialmente si hay algunas nubecitas que reflejen los cambios de colores. El último color que surca la atmósfera sin dispersarse es el verde, por lo que a veces vemos el rayo verde inmediatamente después de que el sol desaparezca. En el espacio exterior, el aire parece ser negro porque no hay polvo que disemine la luz azul.
En el faro de Big Sur, que se alza sobre un promontorio lejano, brilla una luz para advertir a los barcos del peligro de las rocas y bancos de arena; su luz les llega a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo. El faro del sol tarda unos ocho minutos en llegar a la tierra. Y la luz que vemos de la Estrella Polar salió de ella en tiempos de Shakespeare. El sendero de la luz es extraordinariamente recto; sin embargo, si se hace pasar luz solar por un prisma, la luz se fracciona. Como cada color se divide en una proporción diferente, los colores se separan en bandas. Hay muchas cosas que captan la luz como un prisma (las escamas de un pez, la parte interior de la madreperla, una mancha de aceite en la calle, las alas de una libélula, los ópalos, las burbujas de jabón, los surcos de un disco, el metal bruñido, el cuello de un colibrí, las alas de un escarabajo, las telarañas con gotas de rocío), pero quizá la más conocida sea el vapor de agua. Cuando llueve pero hay sol, o en una catarata neblinosa, la luz solar sobre las gotas de agua prismáticas se divide en lo que llamamos un «arco iris». En días así, hay arcos iris por todas partes, escondidos bajo las faldas de la lluvia; pero para ver mejor uno hay que estar en la posición justa, con el sol atrás y ya bajo en el cielo.
Es de noche en el planeta Tierra. Pero eso es sólo un capricho de la naturaleza, un resultado de que nuestro planeta gire en el espacio a una velocidad de mil seiscientos kilómetros por minuto. Lo que llamamos «noche» es el lapso que pasamos frente a las honduras secretas del espacio, donde hay otros sistemas solares y quizá otros seres planetarios. No debemos pensar en la noche como una ausencia de día; debemos pensarla como una especie de libertad. Al darle la espalda a nuestro sol, vemos el amanecer de lejanas galaxias. El sol ya no nos ciega en el universo estrellado en el que vivimos. Al espacio negro interminable que parece estirarse indefinidamente entre las estrellas e incluso hacia atrás en el tiempo, hacia el Big Bang, lo llamamos «infinito», que significa etimológicamente «no terminado» o «incompleto». La noche es un mundo en sombras. Vemos las sombras que proyecta la luna, o la luz artificial, pero la noche misma es una sombra.
En el campo pueden verse más estrellas, y la noche parece un pozo profundo que se hunde para siempre. Si se tiene paciencia y se espera a que los ojos se adapten a la oscuridad, se podrá ver la Vía Láctea como un trazo cremoso que cruza el cielo. Las diferentes culturas que han poblado y pueblan el mundo, del mismo modo que han unido las estrellas en constelaciones, han visto en ellas sus propios dramas privados. Los bosquimanos del Kalahari llaman a la Vía Láctea «el hueso de la noche». Para los suecos es «la calle invernal» que lleva al paraíso. Para los isleños de las Hébridas es «el sendero de la gente secreta». Para los noruegos «el camino de los fantasmas». Para los patagones, obsesionados con sus aves corredoras, «la pampa blanca donde los fantasmas cazan ñandúes». En la ciudad se pueden ver con más facilidad las constelaciones principales porque hay menos estrellas visibles que nos distraigan.
Dondequiera que uno esté, el mejor modo de mirar las estrellas es tendido boca arriba. Esta noche, la media luna tiene un perfil maya. Parece cargada de luz, un verdadero faro en la noche, pero sé que su luz la ha tomado prestada. De día, si dirijo con un espejo un haz de luz entre los árboles, estoy imitando a la luna, que no tiene luz propia que dar. Encima de mí, entre Sagitario y Acuario, la constelación Capricornio recorre a largos pasos el cielo. Los aztecas se la representaron como una ballena (cipactli), los hindúes vieron en ella un antílope (makaram), los griegos la llamaron «la puerta de los dioses», y para los asirios era un pez (munaxa). Quizá la estrella más conocida en todo el mundo sea la Estrella Polar, o Polaris, aunque, por supuesto, tiene otros muchos nombres; para los navajos es «la estrella que no se mueve»; para los chinos, «el Gran Emperador del Cielo».
En todos los tiempos, la humanidad ha mirado al cielo para saber dónde estaba. Cuando era niña, en el fondo de una lata vacía hacía agujeritos siguiendo el dibujo de una constelación; luego ponía una linterna dentro y ya tenía mi planetario privado. ¡Cuántos exploradores, perdidos en mar o tierra, han esperado la noche para tratar de orientarse con ayuda de la Estrella Polar y regresar a su hogar! Al buscarla, como hacían ellos, tendemos un puente con aquellos lejanos nómadas. Primero se encuentra la Osa Mayor y se traza una línea que pase por las dos estrellas exteriores de su caldero. Entonces se verá la Estrella Polar, como una gota de leche caída del cucharón de la Osa.[41] Si ésta no es visible, puede hallarse la Estrella Polar por medio de Casiopea, una constelación que está justo debajo de Polaris, con forma de W o de M, según el momento. Como la Tierra gira, las estrellas parecen desplazarse de este a oeste por el cielo, de modo que también puede determinarse la dirección manteniendo la vista fija en una estrella cualquiera; si parece subir, entonces estamos de cara al este; si parece caer, miramos al oeste. Cuando yo era girl scout, para orientarnos de día hincábamos un palo bien recto en la tierra. Lo dejábamos unas horas, y volvíamos cuando el palo proyectaba una sombra de unos veinte centímetros de largo. El sol se había movido hacia el oeste, y la sombra apuntaba al este. A veces empleábamos como brújula un reloj de pulsera: se pone el reloj con el cuadrante hacia arriba, con la manecilla de la hora apuntando hacia el sol; luego se coloca una aguja de pino o una ramita vertical sobre el borde del cuadrante, de modo que proyecte sombra sobre la manecilla de la hora. El sur siempre estará a medio camino entre la manecilla y las doce. Por supuesto, hay muchos otros modos de determinar la dirección, ya que las exploraciones han sido una de las cosas que más han amado los hombres…, pero siempre que pudieran encontrar el camino de regreso. Si se ve un árbol en terreno abierto, con musgo a un lado del tronco, lo más probable es que ese lado apunte al norte, puesto que el musgo crece más en el lado sombrío de un árbol. Si se encuentra un tocón, los anillos probablemente serán más anchos hacia el lado soleado, o sea, el sur. También se puede mirar la copa de los pinos que, en general, apunta hacia el este. O, si se sabe de qué lado viene el viento más frecuente en la región, es posible orientarse viendo hacia dónde se inclinan las plantas.
Estamos en noviembre. Se espera a las Leónidas en la constelación de Leo. Se trata de trozos de cometa que caen principalmente después del crepúsculo o antes del amanecer, y aparecen en la misma constelación todos los años en la misma época. En la Antártida, yo esperaba ver auroras, cortinas de luz provocadas por el viento solar que rebota en los campos magnéticos de la tierra dejando atrás un glorioso resplandor. Pero los días que estuve allí fueron muy soleados, y los atardeceres un desagradable crepúsculo grisáceo. De noche, el mar parecía bronce fundido, pero no había auroras que hicieran brillar nuevos caminos en lo alto. He aquí cómo describió una el capitán Robert Scott, en junio de 1911:
La luz de la aurora dominaba todo el cielo hacia oriente… arco sobre arco y cortinas de vibrante luminosidad que subía extendiéndose por el cielo, para desvanecerse lentamente y renacer de nuevo. La luz más brillante parecía fluir y luego solidificarse en pliegues de los que saltaban lustrosos gallardetes, para de inmediato correr en ondas a través de la estructura de una figura más oscura. Es imposible presenciar un fenómeno tan bello sin experimentar un sentimiento de reverencia, no inspirado por su grandeza sino por su delicadeza de luz y color, por su transparencia y, sobre todo, por la trémula evanescencia de la forma.
Esta noche, Marte brilla como un tizón rojo. Aunque es apenas un punto de luz en el cielo, en mi mente es un lugar plagado de llanuras barridas por vientos feroces, de volcanes, valles agrietados, dunas de arena, arcos excavados por el viento, lechos de ríos secos y brillantes casquetes polares blancos que aumentan y disminuyen con las estaciones. Es posible que alguna vez hubiera allí un clima y agua. Pronto aparecerá Venus como una brillante luz plateada, como hace habitualmente unas tres horas después de la puesta de sol o antes del amanecer. Con su velado rostro blanco parece una foto antigua, pero sé que la impresión la producen los bancos de nubes llenas de ácido que flotan sobre una superficie cuya temperatura es tan alta como para fundir el plomo. Hay muchas clases de visión: la literal, la imaginativa, la alucinatoria; visiones de grandeza o de grandes posibilidades. Aunque todavía no puedo ver la luz de otros planetas, sé que están allí, junto con asteroides, cometas, galaxias distantes, estrellas de neutrones, agujeros negros y otros fantasmas del espacio exterior. Y me los represento con una seguridad que Walt Whitman comprendió cuando dijo: «Los soles brillantes que veo y los soles oscuros que no puedo ver están todos en sus lugares».
Amanece. La oscuridad del cielo comienza a diluirse. Una capa espesa de niebla se levanta desde el valle como la crisálida de una mariposa. Venus, Mercurio y Saturno son vivos agujeros de plata en el cielo que lentamente se va volviendo azul. Las estrellas se han desvanecido porque cuando su luz llega a la Tierra durante el día, es demasiado débil como para ser vista. Dos formas oscuras se distinguen en la niebla, son dos vacas. Aparece un ternero. Aprender sobre el mundo es eso: mirar y esperar que las formas se revelen en la niebla de nuestra experiencia. Un cielo pálido se coagula en franjas nubosas. La tierra está velada por la bruma. La colina más alta parece el penacho de humo de un tren seguido por las nubes. Ahora, a medida que los cúmulos ascienden sobre las montañas, el mundo nuboso, que era horizontal, se vuelve vertical. Venus palpita, un faro roto a través del cielo occidental. Una nación de toldos de nubes se instala en los bordes del risco. El primer halcón del día se desliza a través del aire frío, con las alas arqueadas. El rocío se posa en gotas redondas sobre los tréboles. Una escuadrilla de dieciocho pelícanos pasa volando sobre mi cabeza, gira abruptamente y desparece, vuelve a aparecer y se aleja. Una inmensa almohada de niebla rueda sobre el valle. Las vacas desaparecen pero el cielo se vuelve más azul; Venus se desvanece, empiezan a formarse nubes blancas, la niebla se levanta como en un sueño, aparece una casa y más vacas. Un árbol solitario, quebrado por el rayo, se alza como un tótem en la ladera, la luz se apresura, y los pájaros comienzan ya sus canciones aplicadas, cuando el primer rayo amarillo flota como yema de huevo sobre el umbral del mundo. Y sale el sol, como una luz cantarina.
LA LUZ
¿Sin luz podríamos ver algo? ¿Podría existir la vida, sin luz ni agua? Es difícil imaginarse la vida sin luz. La oscuridad más completa que recuerdo la vi en las Bahamas, cuando buceaba en una caverna submarina. Llevábamos linternas, pero en cierto momento apagué la mía y me quedé a oscuras. Después, cuando salí de la caverna y nadé hasta la superficie, enfrentándome a la luz cegadora de un día de calor en las Bahamas, el sol ardía a ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, pero yo lo sentía como papel de lija nuevo sobre mis brazos y piernas. Exactamente a las cuatro de la tarde llovió unos minutos, como sucedía todos los días a esa hora. Las calles mojadas brillaban. No así las paredes de piedra. Las ondas de luz, al dar en una superficie plana y lisa, rebotan uniformemente y la hacen brillar, pero si esa superficie es rugosa las ondas de luz se desperdigan en diferentes direcciones. Las que vuelven a nuestros ojos son pocas, y la superficie no parece brillante. Se necesita muy poca luz para estimular el ojo (basta una vela encendida a quince kilómetros de distancia); una noche de luna, especialmente después de una nevada, inundará el ojo con reflejos, formas y movimiento. Los astronautas que efectúan órbitas alrededor de la Tierra pueden ver abajo las estelas que dejan los barcos en el mar. Pero cuando estamos en un bosque, bajo una pesada capa de nubes, y cae la noche como una apisonadora negra, no hay rayos de luz que reboten hasta a nuestros ojos, y no vemos. Como observó sagazmente Sir Francis Bacon en su ensayo sobre la religión: «En la oscuridad todos los colores se ponen de acuerdo».
Hasta a los ciegos de nacimiento les afecta la luz, porque, aunque no la necesitan para ver, la luz también nos influye de otros modos. Afecta a nuestro humor, pone en movimiento nuestras hormonas, desencadena nuestros biorritmos. En las latitudes atlas, durante la estación de oscuridad aumenta la tasa de suicidio, la demencia amenaza muchos hogares y el alcoholismo se vuelve una plaga. Algunas enfermedades infantiles, incluido el raquitismo, provienen en parte de la falta de luz solar; los niños son criaturas muy activas y necesitan la vitamina D, producida por la luz, para conservar la salud. Otros males, como el desorden afectivo estacional, que hace sentir vacía y deprimida a mucha gente en los meses de invierno, puede corregirse con dosis diarias de luz muy brillante (veinte veces más brillante que la luz artificial corriente) durante una media hora por las mañanas. La depresión remanente puede curarse cambiando los horarios de sueño del paciente, de modo que se adapte mejor a los períodos de luz y oscuridad estacionales. La ciudad de Ithaca, en el estado de Nueva York, tiene por regla general sólo dos estaciones, y las dos húmedas (húmeda caliente y húmeda fría), por lo que tiende a estar nublado la mayor parte del año. Al amanecer no entra una luz brillante por los ventanales. De todos modos, las ventanas de mi dormitorio tienen gruesas cortinas y yo duermo en un cuarto tan oscuro que un lirón no se sentiría fuera de lugar. Aunque hago una caminata rápida de cincuenta minutos todos los días, sin importar la estación o el clima, he comprobado que me siento con más energía y por lo general más contenta, si en invierno hago mi caminata a primera hora de la mañana y la hago todos los días sin falta; en verano, no parece importar a qué hora salgo, o si me pierdo un día.
Actualmente se está aplicando terapia lumínica para ayudar a personas que padecen psoriasis, esquizofrenia y aun algunas formas de cáncer. La glándula pineal o «tercer ojo», como se la ha llamado místicamente, parece estar relacionada de modo íntimo con nuestro sentido de la estación, del bienestar, del comienzo de la pubertad, de la cantidad de testosterona o estrógeno que producimos, y con algunas de nuestras conductas estacionales más sutiles. La testosterona llega a su nivel más alto en los hombres durante las primeras horas de la tarde (alrededor de las dos), y en el mes de octubre. Supongo que porque un niño concebido entonces nacerá en verano y tendrá mayores posibilidades de supervivencia. Por supuesto, no todos los hombres esperan ese climático mes otoñal para hacer el amor, seguir haciéndolo en un crescendo de libido en noviembre, para luego descender en ardor hacia la Navidad.
Una de las características de nuestra especie es la capacidad no sólo de adaptarnos a nuestro entorno sino también de cambiarlo para que nos convenga más. Soportamos el frío razonablemente bien, pero no permitimos que sus excesos nos obliguen a emigrar; nos limitamos a construir casas y utilizar ropa. Respondemos a la luz y creamos luz para las horas en que hay poco sol o no lo hay. Usamos la energía del fuego, y creamos energía. A diferencia de otras criaturas, preferimos hacer la mayor parte de esas cosas fuera de nuestro cuerpo. Cuando queremos encender el mundo alrededor de nosotros, fabricamos lámparas. Muchos insectos, peces, crustáceos, calamares, hongos, bacterias y protozoarios tienen luz biológica: son ellos los que se encienden. El llamado pez pescador tiene colgado de la boca un cebo luminoso con el que atrae a sus presas. Una luciérnaga macho enciende sus fríos semáforos verdeamarillentos de deseo, y si la hembra está dispuesta, enciende su propia luz para dar su consentimiento. Parecen acaloradas y apuradas cuando, en una noche de verano, parpadean como amantes corriendo de un farol callejero a otro. Su luz viene de la mezcla de dos sustancias químicas, la luciferina y la luciferasa (Lucifer significa «brillante»). Si una persona rema de noche por la Bahía Fosforescente, en la costa sudoeste de Puerto Rico, dejará una estela luminosa en el agua y verá un fuego frío que se desprende de los remos; proviene de invertebrados microscópicos que viven en el agua y secretan un fluido luminoso cuando son agitados. James Morin, un biólogo marino de la UCLA, ha estudiado unos crustáceos del tamaño de un grano de arroz, del género Vargula, a los que apodó «pulgas luminosas». Existen treinta y nueve especies conocidas, y emplean la luz no sólo para el cortejo, sino también para alarmar a sus enemigos. Cuando se encienden, se vuelven más visibles, pero lo mismo le pasa al predador que, a su vez, se vuelve más fácil de detectar por un predador más grande. Durante el cortejo, cada especie enciende su propio dialecto de luz. Mucho más brillantes que las luciérnagas, las Vargulae desprenden un resplandor intenso. «Con un solo ejemplar que aplastara entre los dedos, podría leer el diario durante unos diez minutos», dice Morin. Los marinos hablan de barcos que arrastran fuego por la popa. No se refieren al fuego de San Elmo (un fenómeno atmosférico que puede encender un mástil con un resplandor verde frío, crujiente y fantasmal), sino a una luminosidad lunar que se agita en el agua cuando el barco pasa sobre pequeñas vidas luminosas.
Hacia la época de Halloween, las jugueterías empiezan a vender collares, varitas y otros elementos de plástico que brillan con luz fría en la oscuridad. Basados en la bioluminiscencia, contienen luciferinas, y funcionan como el brillo de una luciérnaga. Pero, para lograr chispas extra, un bromista puede masticar un caramelo de gaultheria. Si alguien está a oscuras y muerde uno, lanzará reflejos azulverdosos. Ciertas sustancias (algunos cuarzos y micas, e incluso la cinta adhesiva cuando es arrancada de determinadas superficies) son triboluminiscentes: producen luz si se las frota, aplasta o quiebra. Las hojas de gaultheria rotas tienen fluorescencia, y el azúcar aplastado desprende luz ultravioleta; la combinación, en caramelos que contienen azúcar y aceite de gaultheria, produce pequeños rayos de luz azulverdosa. Pruebe este juego de salón: métase en un armario con un puñado de caramelos de gaultheria en la boca y un amigo, y espere a que empiecen a saltar las chispas.
EL COLOR
En el crepúsculo, alas rosadas tiemblan sobre las colinas, y el violeta nos regala con una danza de sombras sobre el lago. Cuando la luz da sobre un coche rojo estacionado en la esquina, en nuestros ojos se reflejan sólo los rayos rojos, y decimos: «rojo». Los otros rayos los absorbe la pintura del coche. Cuando la luz da sobre un buzón azul, el azul es reflejado, y decimos: «azul». El color que vemos es siempre el reflejado, el que no es absorbido. Vemos el color rechazado, y decimos «la manzana es roja». Pero en realidad esa manzana es de todos los colores menos rojo.
Incluso durante el crepúsculo, cuando la cantidad, calidad y brillo de la luz han disminuido, seguimos viendo azul el buzón azul, y rojo el coche rojo. En realidad, no somos cámaras fotográficas. Nuestros ojos no se limitan a medir la longitud de onda. Como dedujo Edwin Land (inventor de la cámara Polaroid y de la fotografía instantánea), juzgamos los colores por la compañía que tienen. Los comparamos unos con otros, y revisamos el dato de acuerdo con la hora del día, la fuente de luz y la memoria.[42] De otro modo, nuestros antepasados no habrían podido encontrar comida durante el crepúsculo o en días nublados. El ojo trabaja con proporciones de color, no con absolutos. Land no era biólogo, pero sí un agudo observador del modo como observamos, y su teoría de la constancia del color, propuesta en 1963, sigue siendo válida. Todo estudiante ha preguntado en un momento u otro qué significa saber algo, y si hay verdades perceptuales simples que comparte la gente. Vemos televisión en colores porque nuestros antepasados tenían ojos sintonizados con el punto de madurez de las frutas, y también tenían que cuidarse de plantas y animales venenosos (que tienden a estar brillantemente coloreados). La mayoría de las personas puede identificar entre ciento cincuenta y doscientos colores. Pero no todos vemos exactamente los mismos colores, especialmente si somos parcial o completamente ciegos al color,[43] como lo son muchas personas, sobre todo hombres. Un barco azul puede no parecer del mismo color si se lo mira desde los dos lados de un río, según el paisaje de fondo, las nubes y otros fenómenos. Las emociones y recuerdos que asociamos con ciertos colores también manchan el mundo que vemos. Y aun así, ¡qué sorprendente resulta que nos pongamos de acuerdo sobre lo que llamamos rojo o verdeazulado o crema!
No todos los idiomas disponen de nombre para todos los colores. Los japoneses incluyeron recientemente una palabra para «azul». En el pasado, aoi era una palabra «sombrilla» que servía para el espectro de colores que van del verde y el azul al violeta. Las lenguas primitivas empiezan desarrollando palabras para el blanco y el negro, después agregan rojo, después amarillo y verde; son muchas las que ponen juntos el verde y el azul, y algunas no se molestan en distinguir otros colores del espectro. Como el griego antiguo tenía muy pocas palabras para designar colores, hubo mucha discusión entre eruditos sobre lo que quiso decir Homero con metáforas como la del «mar color vino oscuro». El galés dispone de la palabra glas para designar el color de un lago de montaña que podría ser azul, gris o verde. En swahili, nyakundu podría significar pardo, amarillo o rojo. Los tribeños jales de Nueva Guinea no tienen una palabra para el verde, y se contentan con decir que una hoja es más oscura o más clara. Aunque el inglés dispone de una buena cantidad de vocablos para distinguir el azul del verde (incluyendo azure, aqua, teal, emerald, indigo, olive), solemos discutir sobre si un color realmente debería ser considerado azul o verde, y recurrimos principalmente a símiles como verde hierba o verde manzana. El lenguaje «colorístico» del inglés tropieza cuando intervienen los procesos de la vida. Deberíamos seguir el ejemplo de los maoríes de Nueva Zelanda, que cuentan con muchas palabras para el rojo, todos los rojos que nacen y se desvanecen cuando se desarrollan las flores y los frutos, lo mismo que la sangre fluye y se seca. Necesitamos ampliar nuestro espectro de verdes para describir el verde ya casi amarillo de la hierba a fin del invierno, el verde dolorosamente fluorescente de las hojas en pleno verano, y todos los caprichos de la clorofila entre medio. Necesitamos palabras para los muchos colores de las nubes, desde el rosa perlado de un crepúsculo sereno sobre el mar hasta el gris verde eléctrico de los tornados. Necesitamos rejuvenecer nuestras palabras del marrón para todos los matices de la corteza. Y necesitamos palabras cooperativas para ayudarnos a matizar los colores, que cambian cuando les da el sol, o son lavados por luz artificial, saturados con pigmentos puros, o bañados suavemente por la luna. Una manzana sigue siendo roja en nuestra mente, no importa dónde la veamos, pero pensemos lo diferente que se ve su rojo bajo la luz fluorescente, en la rama sombreada de un árbol, en un patio por la noche, o en una cesta de la compra.
El color no tiene lugar en el mundo, sino en la mente. Recordemos la vieja pregunta paradójica: Si un árbol cae en el bosque y no hay nadie para oírlo, ¿produce un ruido? Una cuestión paralela para la visión sería: Si no hay ningún ojo para verla, ¿es realmente roja la manzana? La respuesta es no, no es roja según lo que significa rojo para nosotros. Otros animales perciben el color de modo diferente de nosotros, según su química. Muchos ven en blanco y negro. Algunos responden a colores que son invisibles para nosotros. Pero los muchos modos en que disfrutamos, identificamos y usamos el color para hacer la vida más plena son propios de los humanos.
En la Sala de Gemas del Museo de Historia Natural, en Nueva York, una vez me detuve ante un enorme trozo de azufre tan amarillo, que empecé a llorar. No es que me sintiera triste en absoluto. Más bien lo contrario; sentía una oleada de placer y excitación. La intensidad del color me afectaba al sistema nervioso. En ese momento, llamé «maravilla» a mi emoción y pensé: «¿No es maravilloso vivir en un planeta donde hay amarillos como éste?». Uno de los «consultores colorísticos» que hay hoy podría haberme dicho qué chakra, o centro energético, estaba estimulando ese amarillo. El uso terapéutico del color se ha puesto de moda últimamente y, a cambio de honorarios, toda clase de gente le ayudará a «saber qué colores necesita su cuerpo», como lo ha definido un gurú. Libros de reciente aparición decretan los únicos y perfectos colores que nos harán hermosos o curarán nuestros decaimientos. Pero los científicos saben desde hace mucho que ciertos colores desencadenan una respuesta emocional determinada en la gente. Los niños utilizarán colores oscuros para expresar su tristeza cuando están pintando, y colores brillantes para expresar felicidad. Una habitación pintada en rosa «chicle» (conocido en hospitales, escuelas y otras instituciones como «rosa pasivo») les tranquilizará si son demasiado inquietos. En un estudio hecho en la Universidad de Texas, los sujetos miraban luces coloreadas mientras se medía el vigor con que apretaban el puño. Cuando miraban luz roja, que excita el cerebro, la fuerza en la mano subía el 13,5 por ciento. En otro estudio, cuando pacientes hospitalizados, con temblores, miraban luz azul, que calma el cerebro, sus temblores aminoraban. Las culturas de la antigüedad (como las de Grecia, Egipto, China, India y otras) aplicaban terapias de color de muchas clases, y prescribían colores para diversos males del cuerpo y el alma. Los colores pueden alarmar, excitar, calmar, elevar. Las salas de espera de los estudios de televisión y teatros son llamadas «salas verdes», y se las pinta de ese color por el efecto relajante que tiene. La costumbre de vestir a los bebés de rosa si son niñas y de azul si son varones tiene una larga historia. Para los antiguos, el nacimiento de un varón era motivo de celebración, ya que significaba otro trabajador y prolongador del nombre de la familia. El azul, el color del cielo donde vivían los dioses y los destinos, tenía poderes especiales para energizar y para alejar el mal, por lo que a los bebés varones se los vestía de azul para protegerlos. Más tarde, una leyenda europea dijo que las niñas nacían dentro de delicados capullos de rosa, y el rosa se convirtió en su color.
Hace unos años, cuando trabajé como directora de un programa de escritura en St. Louis, Missouri, solía usar el color como un tónico. Ignorando los ojos implorantes de los estudiantes que acudían a mi despacho, o el último capricho de la secretaria, o las presiones del director histéricamente ansioso, trataba de llegar a casa a la misma hora todas las tardes para ver el crepúsculo desde un gran ventanal de la sala, que daba al Forest Park. Todos los días, la puesta de sol se anunciaba con plumajes violeta y cohetes fucsia en el cielo rosado, después se oscurecía en capas plagadas de verde pavo real hasta adquirir todos los matices del azul de la India y un tono negro sobre el que las nubes se posaban a veces como muñecas de alabastro. El opio visual de la puesta de sol era lo que me calmaba. Una vez, cuando estaba almorzando una ensalada de langosta y aguacate en el pretencioso restaurante de la facultad, y hablaba con una joven colega anoréxica, descubrí que me sentía ansiosa por que el día terminara y pudiera salir de ese mundillo cadavérico, para poder llevar mi silla a la ventana y purgar mis sentidos con los colores puros y el tumulto visual de la puesta de sol. Esto me sucedió otra vez al día siguiente, en la cafetería, mientras charlaba con una profesora de historia de la literatura que siempre utilizaba los colores más apagados en su ropa y seguía hablando mucho después de que su interlocutor estuviera convencido. Adapté los músculos faciales a la máscara de «escuchar embobada» mientras ella parloteaba sobre su especialidad, los poetas carolinos, pero en mi mente el sol empezaba a ponerse, un resplandor verdoso daba lugar a franjas de amarillo sulfúreo, y un tren de nubes violeta había empezado a marchar por el horizonte. Mi colega me dijo que yo pagaba demasiado alquiler por mi apartamento. Era cierto, decía, que el apartamento tenía vista a las estaciones cambiantes del parque, un ventanal que capturaba la puesta de sol todas las tardes, y estaba a una calle de distancia de un sector peatonal lleno de galerías de arte, anticuarios y restaurantes étnicos. Pero todo eso era gasto, enfatizaba ella, no sólo gasto financiero sino una experiencia de vida extravagante. Esa noche, mientras veía los círculos anaranjados y malvas explotar lentamente en cintas rojas, pensé: los avaros sensoriales heredarán la tierra, pero antes la despojarán de todo lo que tiene de bueno.
Cuando se piensa en algo como la muerte, tras la cual (mientras no haya pruebas que demuestren lo contrario) podemos extinguirnos como la llama de una vela, probablemente no importa si nos esforzamos demasiado, si a veces somos extravagantes, si nos preocupamos en exceso, si somos demasiado curiosos sobre la naturaleza, o demasiado abiertos a la experiencia, o disfrutamos de un gasto sin pausas de los sentidos en el esfuerzo por conocer la vida íntima y amorosamente. Probablemente no importa si, cuando tratamos de ser modestos y ávidos observadores de los muchos espectáculos de la vida, a veces parecemos torpes o nos ensuciamos o hacemos preguntas estúpidas o revelamos nuestra ignorancia o decimos lo que no debemos o nos encendemos de placer como los niños que somos. Probablemente no importa si alguien que pasa nos ve metiendo un dedo en el almohadillado húmedo de docenas de pantuflas de mujer para descubrir qué insectos tienden a meterse en ellas, y nos consideran un poco excéntricos. O que un vecino que sale a recoger su correspondencia nos vea de pie, temblando de frío, con las cartas en una mano y una hoja roja de otoño en la otra, con su color golpeando nuestros sentidos como un disparo, y nosotros nos quedemos, con una enorme sonrisa, demasiado paralizados por la decoración de venas intrincadas de la hoja para movernos.
POR QUÉ LAS HOJAS CAMBIAN DE COLOR EN OTOÑO
La cautela con que se aproxima el otoño nos toma por sorpresa. ¿Era un jilguero posado en un árbol a comienzos de septiembre, o la primera hoja cambiando de color? ¿Un grajo de alas rojas o un arce cerrando su tienda para el invierno? Con la vista aguda de un leopardo, nos quedamos quietos y revisamos lo que nos rodea, buscando señales de movimiento. La helada del amanecer cubre la hierba y hace del alambre de púas una cadena de estrellas. En una colina distante, un pequeño cuadrado amarillo parece un escenario iluminado. Al fin, la verdad se hace evidente: el otoño llega, justo a tiempo, con su equipaje de noches frías, fines de semana macabros y hojas espectaculares, tan hermosas, que pueden detener un corazón. Pronto las hojas dejarán de sostenerse ufanas en los árboles, y se enrollarán como puños cerrados antes de caer. Vainas secas se sacudirán como pequeños sonajeros. Pero antes habrá semanas de un color tan brillante, tan festivo, que vendrán turistas de toda la región sólo para mirarlo: la estación de las hojas.
¿De dónde vienen los colores? La luz solar gobierna a la mayoría de los seres vivos con sus dorados edictos. Cuando los días empiezan a acortarse, después del solsticio de verano, el 21 de junio, un árbol reconsidera la función de sus hojas. Durante todo el verano las alimenta de modo que puedan procesar la luz solar, pero en los días culminantes de la estación el árbol empieza a almacenar nutrientes en el tronco y las raíces, se provee, y pronto empieza a escupir sus hojas. En el delgado pecíolo de las hojas se forma una capa de células muertas que las aísla. Subalimentada, la hoja deja de producir el pigmento clorofílico, y la fotosíntesis cesa. Los animales pueden emigrar, hibernar o almacenar comida para pasar el invierno. ¿Pero adonde puede ir un árbol? Sobrevive desprendiéndose de sus hojas, y al final del otoño las hojas que permanecen en su puesto están sostenidas apenas por un frágil hilo portador de fluidos.
Una hoja moribunda se mantiene parcialmente verde al comienzo, después, a medida que la clorofila disminuye, le aparecen manchas amarillas y rojas. El verde oscuro parece permanecer más tiempo en las venas, dibujándolas y definiéndolas. Durante el verano, la clorofila se disuelve en el calor y la luz pero es prontamente reemplazada. En el otoño, en cambio, no se produce nuevo pigmento, por lo que notamos los otros colores que ya estaban allí, en la misma hoja, aunque el vigoroso verde de la clorofila los tenía ocultos. Cuando el camuflaje parte, vemos esos colores por primera vez en el año, y nos maravillamos, pero siempre habían estado ahí, ocultos como un secreto debajo del cálido resplandor verde del verano.
En ningún lugar del mundo el follaje otoñal da un espectáculo tan rico y variado como en el noreste de los Estados Unidos y en el este de China, donde el vigor del colorido de las hojas se debe en parte a un clima especialmente bueno. Los arces europeos no alcanzan los mismos rojos flamígeros que sus parientes norteamericanos, que prosperan con las noches frías y los días soleados. En Europa, el clima húmedo y tibio pone las hojas marrones o amarillentas. La antocianina, el pigmento que da a las manzanas su rojo y vuelve las hojas rojas o rojovioláceas, es producido por los azúcares que permanecen en la hoja cuando se corta la provisión de nutrientes. A diferencia de los carotenoides, que dan su color a las zanahorias, la calabaza y el cereal, y vuelven las hojas anaranjadas y amarillas, la antocianina varía de año en año, según la temperatura y la cantidad de luz. Los colores más vividos se manifiestan en años en que la luz solar, en otoño, es más fuerte y las noches son frías y secas (un estado de gracia que a los meteorólogos les resulta muy difícil pronosticar). Por eso también las hojas brillan con un color y una claridad que marean en un día soleado de otoño: la antocianina brilla como un cartel de neón.
No todas las hojas adquieren el mismo color. Los olmos, sauces y el antiguo gingko se vuelven de un radiante amarillo, junto con el nogal, el álamo temblón, el castaño, la ceiba y los altos y erguidos álamos. El tilo se vuelve bronce; el abedul, oro. Los arces amantes del agua despliegan una sinfonía de rojos vivos. Los zumaques también se ponen rojos, lo mismo que los cornejos de flor y también los eucaliptos. Aunque algunos robles pasan directamente al amarillo, la mayoría prefiere un intermedio marrón rosado. Las tierras cultivadas también cambian de color cuando las parvas de maíz o los fardos de heno se secan en los campos. En algunos sitios, una ladera de la colina puede estar verde y la otra ya de algún color cálido porque la ladera que da al sur recibe más sol y calor que la del norte.
Un rasgo curioso de los colores es que no parecen tener ninguna función especial. Nos sentimos predispuestos a admirar su belleza, por supuesto. Se encienden con los tonos de la puesta de sol, de las flores en primavera, el dorado de las ancas de un potrillo, el rosa trémulo de unas mejillas. Los animales y las flores se colorean por alguna razón, por ejemplo la adaptación al medio, pero no hay motivo que explique que las hojas tomen colores tan bellos en otoño, así como no hay razón para que el cielo o el mar sean azules. Es sólo uno de los maravillosos azares que el planeta nos regala año tras años. Nos conmueve su ardiente paleta y, en cierto sentido, nos dejamos engañar por ella. Al igual que las cosa vivas, indican la muerte y la desintegración. Con el paso de los días, se volverán frágiles y, como el cuerpo, volverán al polvo. Son como esperamos que sea nuestro destino cuando hayamos muerto: no desvanecernos, sino sólo sublimarnos de un estado hermoso a otro. Las hojas pierden su vida verde, pero florecen en colores maravillosos, a medida que los bosques se momifican, y la naturaleza se vuelve más sensual, muda y radiante.
En inglés, el otoño se llama fall, palabra que deriva del antiguo inglés feallan, «caer», que se remonta al indoeuropeo phol, que también significa «caer». De modo que la palabra y la idea son ambas extremadamente antiguas, y en realidad no han cambiado desde que el primero de nuestra especie tuvo que dar un nombre a la abundancia de hojas caídas del otoño. Cuando pronunciamos la palabra, recordamos aquella otra Caída, en el Jardín del Edén, cuando las hojas de higuera nunca se marchitaban y el velo cayó de nuestros ojos.
A los niños les gusta jugar con las hojas caídas, las lanzan hacia arriba como trozos de papel y las apilan como blandos colchones. Para los niños, el otoño es sólo una más de las escenas de la naturaleza, como el granizo o la nieve. Basta caminar por un sendero entre los árboles, en otoño, y uno olvidará el tiempo y la muerte, perdido en la delicia de los colores. Adán y Eva ocultaron su desnudez con hojas, ¿lo recuerda? Las hojas siempre han ocultado nuestros secretos más incómodos.
¿Pero cómo caen las hojas coloreadas? Cuando la hoja envejece, desaparece la hormona de crecimiento, la auxina, y las células de la base del pecíolo se dividen. Dos o tres hileras de pequeñas células, dispuestas en ángulos rectos al eje del pecíolo, reaccionan al agua, se separan y dejan al pecíolo sostenido apenas por dos o tres hebras. Una ligera brisa, y las hojas remontan el vuelo. Planean y hacen tirabuzones, acunadas en hamacas invisibles. Son todo alas y pueden ir de un patio al vecino, llevadas por el viento, siempre girando. Por estar aferrados con firmeza al suelo, amamos ver cosas que vuelan: burbujas de jabón, globos, pájaros, hojas en otoño. Nos recuerdan que la estación es caprichosa, como lo es el fin de la vida. Nos gusta especialmente el modo en que se acunan las hojas al caer. Todos conocemos ese movimiento. Los pilotos suelen hacer una maniobra que se llama «hoja que cae», en la que el avión pierde altura abruptamente, inclinándose primero a la derecha y después a la izquierda. El aparato pesa una tonelada o más, pero en la mente del piloto es un objeto sin peso, una hoja que cae de un árbol. Sin duda ha visto ese movimiento antes, cuando era niño y jugaba en los bosques de Vermont. Allá abajo, en la superficie terrestre, ve la radiación dorada, cobriza y roja de los árboles. Las hojas están cayendo, aunque no pueda verlas caer, mientras él también se deja caer acercándose como para ver mejor.
Al fin, las hojas parten. Pero antes cambian de color y nos maravillan durante semanas enteras. Después crujen bajo nuestros pies. Crujen con un ruido seco cuando los niños arrastran sus pequeños pies por entre las hojas amontonadas en la acera. Tras una lluvia, hojas fláccidas y barrosas se pegan a la suela de los zapatos. Una capa húmeda de hojas semipútridas protege los brotes nuevos hasta la primavera, y enriquece el humus. En los montículos de hojas, un movimiento repentino anuncia la presencia de un ratón excavando en ellas. A veces se encuentran impresiones de hojas en piedras fósiles, hojas desintegradas mucho tiempo atrás, cuyo dibujo nos recuerda lo detalladas, vibrantes y vivas que son las cosas perecederas de esta tierra.
LOS ANIMALES
Los osos polares no son blancos, son claros. Su piel transparente no contiene un pigmento blanco, pero su pelaje aloja gran cantidad de diminutas burbujas de aire que refractan el blanco de la luz solar, y hacen que registremos el espectáculo como una piel blanca. Lo mismo pasa con las plumas blancas del cisne, y las alas blancas de algunas mariposas. Tendemos a pensar que cada cosa en la tierra tiene su color propio, del que está ricamente embebida, pero en realidad hasta los colores más chillones, que hieren los ojos como fuegos artificiales, son apenas una delgada capa sobre las cosas, la mínima capa de pigmento. Muchos objetos no tienen pigmento alguno, pero de todos modos parecen coloreados por los trucos que nos juegan los ojos. Así como el mar y el cielo son azules por la refracción de los rayos de luz, también es azul por el mismo motivo el plumaje del grajo, que no contiene pigmento azul. Lo mismo puede decirse del azul del cuello de un pavo, el azul de la cola de un lagarto de cola azul o el del trasero de un babuino. La hierba y las hojas, en cambio, son inherentemente verdes por la clorofila, que es un pigmento verde. La jungla tropical y los bosques del norte cantan por igual un himno al verde. Contra un fondo de verde clorofílico, marrón terroso y azul de agua y cielo, los animales han desarrollado colores caleidoscópicos para atraer parejas, disfrazarse, amenazar a posibles predadores, asustar rivales para echarlos de su territorio o indicarle a un padre que es hora de la comida. Los pájaros de los bosques suelen tener un plumaje marrón con ligeras manchas, para confundirse con las ramas y la luz recortada por el follaje.
Abbot Thayer, un artista y naturalista de comienzos de siglo, observó lo que llamó contrasombra, un camuflaje natural que hace a los animales más brillantemente coloreados en las partes de su cuerpo menos expuestas a la luz solar y más oscuros en las áreas más expuestas. Un buen ejemplo es el pingüino, que es blanco en el pecho, de modo que puede confundirse con la palidez del cielo cuando es visto desde abajo en el mar, y negro en la espalda, de modo que pueda fundirse con la oscuridad del mar cuando es visto desde arriba. Como los pingüinos no corren mucho peligro por parte de los predadores terrestres, su atractivo aspecto en dos tonos no es peligroso cuando están descansando en la costa. En el reino animal todo es camuflaje y disfraz. Los insectos son especialmente buenos para disfrazarse. Un ejemplo famoso es la polilla pigmentada inglesa, que tardó apenas cincuenta años en cambiar de un deslustrado gris a un negro casi uniforme que le permitiera confundirse con la corteza de los árboles, oscurecidos por la contaminación industrial. Las polillas claras eran fáciles de localizar por los pájaros sobre troncos de árboles que se habían hecho más oscuros, de modo que las más oscuras sobrevivieron para engendrar polillas más oscuras todavía, que a su vez sobrevivieron. Los animales harán casi cualquier cosa por disfrazarse: muchos peces tienen lo que parecen ojos en la cola, de modo que un predador dirija su ataque a una parte menos vital del cuerpo; algunos saltamontes se parecen tanto a guijarros de cuarzo que se vuelven invisibles en las colinas sudafricanas; las inteligentes mariposas muestran grandes ojos oscuros en las alas, de modo que un pájaro predador pueda pensar que tiene enfrente a un búho; hay insectos que parecen ramitas oscuras y retorcidas; los grillos de Kenia se funden con los líquenes de un tronco de árbol; las chicharras se ponen verdes como hojas, y algunas especies incluso desarrollan manchas marrones que parecen ataques de hongos; un saltamontes peruano imita las arrugadas hojas muertas del suelo de la selva; la mariposa malaya tiene alas que parecen hojas marchitas, marrones, desgarradas o perforadas. Distintos insectos se disfrazan de serpientes; otros, de deyecciones de pájaros; lagartos, langostas, sapos, peces y algunas arañas cambian el color del cuerpo para confundirse con el ambiente. Camuflarse, para un pez, significa ondular como el agua que lo rodea, quebrando el contorno aparente de su cuerpo, y escapando por los corredores de la luz. Como explica Sandra Sinclair en Cómo ven los animales: «Cada escama refleja un tercio del espectro; donde se superponen tres escamas, todos los colores quedan anulados, y dejan en su lugar un efecto de espejo». Lo único que puede ver un predador es un resplandor zigzagueante. En las oscuras profundidades maniobran calamares luminiscentes; nadando entre las tinieblas, imitan la luz natural de la superficie, y pueden disfrazarse incluso de nubes que flotan sobre el agua, para volverse invisibles a su presa. Son los calamares «clandestinos». Toda clase de animales puede cambiar de color velozmente disminuyendo o aumentando su provisión de melanina; o bien extienden tanto el color que parecen más oscuros, o lo concentran en un pequeño espacio de modo que hacen visible algún pigmento subyacente. En Habla, memoria, Vladimir Nabokov escribe con fruición sobre su apasionamiento por el mimetismo de polillas y mariposas:
Considérese por ejemplo la imitación de los juegos venenosos que realizan las máculas en forma de burbuja que poseen las alas de algunas mariposas (…), o la producida por sus lustrosos botones amarillos en el caso de las crisálidas («No me comas: ya me han aplastado, observado y rechazado»). Considérense los trucos de ciertas orugas acrobáticas (las del guerrero del haya) que en su infancia tienen aspecto de excremento de pájaro (…). Cuando cierta polilla se parece a cierta avispa, también camina y mueve sus antenas a la manera de las avispas en lugar de hacerlo como una mariposa. Cuando una mariposa tiene que parecer una hoja, no solamente reproduce de forma bellísima todos los detalles de la hoja, sino que tiene, además, numerosas marcas que imitan los agujeros perforados por los gusanos. La «selección natural», en el sentido darwiniano de la expresión, no bastaba para explicar la milagrosa coincidencia de la apariencia imitativa y el comportamiento imitativo; tampoco me parecía suficiente apelar a la teoría de la «lucha por la vida» cuando comprobaba hasta qué extremo de sutileza, exuberancia y lujo miméticos podía ser llevado un mecanismo defensivo, que en cualquier caso va muchísimo más lejos de lo que pueda apreciar ningún predador. Descubrí así en la naturaleza los placeres no utilitarios que buscaba en el arte. En ambos casos se trataba de una forma de magia, ambos eran un juego de hechizos y engaños complicadísimos.
Las representaciones animales asumen formas tan pródigas y exquisitas, que se necesitaría un libro entero sólo para enumerar sus gracias colorísticas. La cola centelleante y llena de ojos del pavo real es un ejemplo tan famoso, que se ha vuelto epónimo. «¡Es un pavo real!», decimos de un caballero demasiado afectado en su elegancia. El color, como lenguaje silencioso, funciona tan bien que casi todos los animales lo usan. Los pulpos cambian de color cuando cambian de humor. Una perca de agua dulce automáticamente se pone más clara al asustarse. Una cría de pingüino rey sabe picotear en la mancha color melocotón del pico de su padre cuando quiere que la alimenten. Un babuino muestra su trasero azul en situaciones sexuales o de sumisión. Póngase frente a un petirrojo macho con un puñado de plumas rojas, y las atacará. Un ciervo levanta su cola blanca como advertencia a los suyos. Nosotros alzamos las cejas para expresar incredulidad. Muchos animales utilizan sus colores vistosos también como amenaza. Un sapo de la jungla amazónica brilla con un azul y un escarlata vibrantes. «¡No os metáis conmigo!», gritan sus colores a los posibles predadores. Una vez tuve la oportunidad de verme frente a uno de esos sapos, junto con otra gente, y la tentación de tocar su lomo enjoyado fue tan fuerte, que un hombre empezó a estirar el brazo hacia él casi sin pensar, cuando el guía lo tomó por la muñeca, justo a tiempo. Ese sapo no necesita huir; está bañado en una sustancia tan venenosa, que si el hombre lo hubiera tocado y después se hubiera tocado un ojo o la boca, habría muerto envenenado en el acto.
Cuando al atardecer vemos al gato salir con su paso seguro, es difícil no aceptar la vieja creencia de que los gatos pueden ver en la oscuridad. Después de todo, ¿no les brillan los ojos? Sin embargo ningún animal puede ver sin luz. Los gatos y otras criaturas nocturnas tienen bajo la retina una capa delgada e iridiscente[44] de células reflectoras llamada «tapetum». La luz da en su superficie espejada y rebota a la retina, lo que permite al animal ver con poca luz. Si se sostiene una linterna a la altura de la frente y se dirige su rayo hacia los árboles de un bosque, o hacia un pantano o el mar, lo más probable es que «ilumine» los ojos brillantes de alguna criatura nocturna: una araña, un caimán, un gato, una polilla o un pájaro. Incluso las veneras, con sus diminutos ojos parecidos a aceitunas rellenas, tienen un tapetum para captar más luz y poder ver en la noche más oscura a cualquier caracol que se les aproxime con malas intenciones. Los resultados de recientes experimentos científicos parecen indicar que los animales de sangre fría pueden ver mejor con poca luz que los de sangre caliente, por lo que los anfibios en general tienen mejor visión nocturna que los mamíferos. (En una prueba realizada por investigadores de la Universidad de Copenhague y la Universidad de Helsinki, se comprobó que los humanos, para ver un gusano en la noche, necesitaban ocho veces más luz que un sapo). Los gatos, como otros predadores, tienen los ojos en la parte frontal de la cabeza; suelen tener ojos relativamente grandes y una gran percepción de la profundidad, para ver y localizar a su presa. Pensemos en el búho, un par de binoculares con alas, cuyos ojos ocupan un tercio del tamaño de la cabeza. Los cangrejos cabeza de flecha, criaturas de los arrecifes bien conocidas por quienes practican submarinismo, tienen los ojos tan separados que casi tienen una visión de trescientos sesenta grados. Los caballos tienen poca percepción de la profundidad porque tienen los ojos muy separados, uno a cada lado de la cabeza. Como las presas en general, necesitan la visión periférica para vigilar a los predadores. Siempre he pensado que los caballos demuestran mucha valentía aceptando saltar objetos de los que pierden la visión en el último momento. Con frecuencia, los predadores tienen pupilas verticales, ya que buscan a su presa delante; mientras que las ovejas, cabras y muchos otros animales ungulados, que deben vigilar todo el territorio en el que pastorean, tienen las pupilas horizontales. Un rasgo interesante de la pupila del caimán es que puede inclinarse un poco cuando el animal cambia el ángulo en que sostiene la cabeza, de modo que la presa quede siempre enfocada. Los luchadores de las ferias que se presentan con un caimán, le hacen dar una media vuelta en el aire y lo dejan knock out, en realidad están provocando el vértigo del animal. Cabeza abajo, el caimán no puede enfocar las pupilas, y el mundo se le vuelve un tumulto confuso de imágenes. Muchos insectos tienen ojos compuestos con iridiscencias, pero pocos son tan hermosos como el ojo de la mosca neuróptera llamado «ojo de oro»: sobre un fondo negro, una perfecta estrella de seis puntas de color azul, verde más hacia dentro, después amarillo, y rojo en el centro.
Los perros de las llanuras son ciegos al rojo y el verde; los búhos son ciegos a cualquier color (porque tienen sólo células bastoncillos), y las hormigas no ven el rojo. El ciervo que se mete en mi patio para comerse las manzanas y las rosas me ve principalmente en sombras de gris, como los conejos que se comen las fresas silvestres de mi patio trasero y me tienen tanta confianza que puedo expulsarlos con una palmada en la cola. Muchos animales ven en color, pero los colores que ven no son los nuestros. A diferencia de nosotros, algunos ven en infrarrojos, con ojos de tipo radicalmente distinto de los nuestros (compuestos, iridiscentes, tubulares o en el extremo de antenas). El mundo que tienen enfrente no es como el nuestro. Los filmes de terror quieren convencernos de que el ojo compuesto de la mosca hace que vea la misma imagen repetida muchas veces, pero actualmente los científicos han tomado fotografías a través de ojos de insectos, y sabemos que una mosca ve una imagen única y completa, como nosotros, sólo que muy curvada. Suponemos que los insectos y demás animales no ven muy bien, pero los pájaros pueden ver las estrellas; algunas mariposas pueden ver en el espectro ultravioleta, y algunas medusas crean su propia luz para ver. Las abejas pueden calcular la medida del ángulo en que la luz da sobre sus fotorreceptores, y localizar a partir de él la posición del sol en el cielo, aun en un día parcialmente nublado. Hay orquídeas que se parecen tanto a abejas, que éstas tratan de aparearse con ellas distribuyendo polen en el proceso. Esta adaptación compleja y extremista no funcionaría si la visión de las abejas fuera mala.
El motivo por el que las películas cinematográficas parecen continuas es que se mueven a una velocidad de veinticuatro fotogramas por segundo, mientras que nosotros procesamos las imágenes a una velocidad de entre cincuenta y sesenta por segundo. Cuando miramos una película, en realidad estamos mirando una pantalla en blanco durante más o menos la mitad de la función. El resto del tiempo hay muchas fotografías que se proyectan una tras otra, cada una ligeramente diferente pero relacionada con la precedente. El ojo pierde el suficiente tiempo sobre cada fotografía como para enganchar con la siguiente, y así es como parece ser un cuadro único en movimiento. El ojo insiste en enlazar las imágenes separadas. Las abejas, por su parte, están habituadas a una sucesión de imágenes a razón de trescientas por segundo, por lo que para ellas Lawrence de Arabia sería una serie de diapositivas. Antes se creía que la «danza del vientre» de las abejas se limitaba a dar instrucciones sobre cómo llegar al sitio con alimento, sitio del que venía la bailarina; ahora los científicos piensan que la danza también incluye información por el tacto, el oído y el olfato. Si bien es cierto que las abejas pueden ver en ultravioleta, su visión es débil en el extremo rojo del espectro, por lo que una flor blanca a una abeja le parece azul, y una flor roja le llama poco la atención. Las mariposas, pájaros y murciélagos, en cambio, adoran las flores rojas. Flores que a nosotros nos parecen opacas y pobres (apenas unos pétalos blancos) para una abeja pueden ser como carteles de neón que señalan el camino al néctar. Los toros no tienen visión del color, por lo que el rojo brillante de la capa del matador podría igualmente ser negro o anaranjado. El rojo está allí en beneficio del público, que encuentra el color intrínsecamente excitante y también sugerente de la sangre que se derramará (ya sea la del toro o la del torero). El toro se limita a concentrarse, malhumorado, en ese gran objeto que se mueve delante del hombre y embiste.
A los boranes de Kenia los conduce hasta los panales de miel la pantomima de un pájaro, el guía de miel africano (Indicator indicator). Si un boran tiene ganas de comer miel, silba para llamar al pájaro. O bien, si es el pájaro el que tiene antojo de miel, toma la iniciativa revoloteando alrededor de un hombre, para alertarlo con su «tirr-tirr-tirr». Después desaparece un instante, en busca de un panal de las cercanías, y vuelve para guiar al humano, con vuelos cortos y llamadas repetidas. Cuando el pájaro llega al panal, se inmoviliza en el aire para indicar el sitio justo, y cambia de canto. Con la habilidad que da la práctica, el boran rompe el panal y saca la miel, y deja bastante para el pájaro, que sin esta intervención humana no podría violar el panal. Los ornitólogos alemanes del Instituto Max Planck, que pasaron tres años estudiando esa extraña relación simbiótica, descubrieron que los indígenas tardan tres veces más tiempo en encontrar el panal sin ayuda del pájaro. Al parecer, el ave también guía a los tejones aficionados a la miel. Los ojos de los animales pueden ser rápidos y agudos, pero pocos ojos son tan indagatorios como los de un artista, otra especie de cazador, cuyas presas viven tanto en el mundo externo como en la tundra interior.
EL OJO DEL PINTOR
En sus últimos años de vida, Cézanne sufrió hasta el paroxismo a causa de las dudas que albergaba sobre su genio. ¿Era posible que su arte hubiera sido sólo una excentricidad de su de visión, no imaginación y talento protegidos por una estética vigilante? En su excelente ensayo sobre Cézanne, Sentido y sinsentido, Maurice Merleau-Ponty dice: «Al envejecer, se preguntó si la novedad de su pintura no provendría de algún problema de visión, si toda su vida no habría estado basada en un accidente del cuerpo». Cézanne pensaba cuidadosamente cada pincelada, luchando por captar el sentido más pleno del mundo, como Merleau-Ponty describe tan bien:
Vemos la profundidad, la textura, la lisura o rugosidad de los objetos; Cézanne incluso decía que veíamos su olor. Si el pintor quiere expresar el mundo, la disposición de sus colores debe llevar consigo ese todo invisible; de otro modo, su pintura sólo apuntará a las cosas sin darles la unidad imperiosa, la presencia, la insuperable plenitud que para nosotros es lo que define lo real. Por eso cada pincelada debe satisfacer una cantidad infinita de condiciones. Cézanne, en ocasiones, pensaba durante horas una pincelada pues, como decía Bernard, cada pincelada debe «contener el aire, la luz, el objeto, la composición, el carácter, la silueta y el estilo». Expresar lo que existe es una tarea interminable.
Al abrirse totalmente a la plenitud de la vida, Cézanne se sentía el conducto por el que se comunicaban la naturaleza y la humanidad («El paisaje mismo piensa en mí. (…) Soy su conciencia») y trabajaba en todas las diferentes secciones de un cuadro al mismo tiempo, para de ese modo poder captar los muchos ángulos, medias verdades y reflejos que tiene una escena, y fundirlos en una versión conglomerada. «Se consideraba impotente», escribe Merleau-Ponty, «porque no era omnipotente, porque no era Dios y aun así quería retratar el mundo, transformarlo completamente en un espectáculo, hacer visible el modo como el mundo nos toca». Cuando se piensa en las masas de color y forma de sus pinturas, quizá no sorprenda saber que Cézanne era miope, aunque se negaba a utilizar gafas, y se dice que las rechazaba exclamando: «¡Saquen de aquí esas cosas vulgares!». También sufría de diabetes, lo que pudo causarle alguna perturbación retiniana, y con la edad tuvo asimismo cataratas. Huysmans una vez lo describió, capciosamente, como «un artista que tenía la retina enferma y, exasperado por su defecto visual, descubrió las bases de un arte nuevo». Nacido en un universo diferente del de la mayoría de la gente, Cézanne pintó el mundo que veían sus ojos ligeramente peculiares, pero eso le torturaba. En cambio, el escultor Giacometti, cuyas figuras alargadas y estiradas parecen muy deliberadamente distorsionadas, confesó una vez con buen humor: «Todos los críticos hablan del contenido metafísico o el mensaje poético de mi obra. Pero para mí no hay nada de eso. Es un ejercicio puramente óptico. Trato de representar una cabeza tal como la veo».
Recientemente, se han descubierto muchos datos sobre los problemas de visión de ciertos artistas, cuyas gafas y fichas médicas se han conservado. El cuadro Lirios, de Van Gogh, se vendió en Christie’s en 1988 por cuarenta y nueve millones de dólares, dato que a él seguramente le habría divertido, puesto que en toda su vida vendió sólo un cuadro. Aunque es más conocido el episodio en que se cortó una oreja, Van Gogh también se golpeó con un martillo, iba a varios servicios religiosos cada domingo, dormía sobre una tabla, tenía extrañas alucinaciones religiosas, bebió keroseno y comió pintura. Algunos investigadores han llegado a pensar que ciertos rasgos estilísticos de este pintor (por ejemplo los halos alrededor de las luces de la calle) pudieron no ser distorsiones intencionadas sino el resultado de la enfermedad o, en realidad, consecuencia de la intoxicación con los disolventes de pintura y resinas que empleaba, que le habrían afectado los ojos haciéndole ver esos halos alrededor de las luces. De acuerdo con Patrick Trevor-Roper, cuyo libro The World Through Blunted Sight estudia los problemas visuales de pintores y poetas, algunos de los diagnósticos posibles de la depresión de Van Gogh «han incluido tumor cerebral, sífilis, deficiencia de magnesio, epilepsia temporal, envenenamiento con digital (que tomaba como tratamiento para la epilepsia y que podría haber provocado la visión amarilla) y glaucoma (algunos autorretratos muestran dilatada la pupila derecha)». Más recientemente, en un congreso de neurología celebrado en Boston, un científico agregó el síndrome de Geschwind, un desorden de la personalidad que suele acompañar a la epilepsia. El médico que atendía a Van Gogh dijo refiriéndose a él: «El genio y la locura son vecinos». Muchos de esos males pudieron afectar su visión. Pero también es importante señalar que los pigmentos brillantes que utilizaban los pintores contenían metales tóxicos como cobre, cadmio y mercurio. Los vapores y tóxicos pudieron pasar fácilmente a la comida ya que los pintores con frecuencia trabajaban y vivían en el mismo cuarto. Cuando el pintor de animales George Stubbs (siglo XVIII) fue a pasar su luna de miel, se alojó en un chalet de dos plantas, en una de las cuales colgó el cuerpo semipodrido de un caballo, que aplicadamente diseccionaba en sus momentos libres. Renoir era un gran fumador, y es muy probable que no se molestara en lavarse las manos antes de enrollar un cigarrillo, de modo que la pintura de sus dedos seguramente pasaba al papel. Dos médicos daneses, al estudiar la relación entre la artritis y los metales pesados, han comparado los colores favoritos de Renoir, Pedro Pablo Rubens y Raoul Dufy (todos enfermos de artritis) con los de sus contemporáneos. Cuando Renoir elegía sus rojos, naranjas y azules brillantes, también estaba eligiendo grandes dosis de aluminio, mercurio y cobalto. De hecho, más del sesenta por ciento de los colores preferidos por Renoir contenían metales peligrosos, el doble de la cantidad empleada por contemporáneos suyos como Claude Monet o Edgar Degas, quienes preferían pigmentos más oscuros hechos con compuestos de hierro, más inofensivos.
Según Trevor-Roper, existe una personalidad miope que artistas, matemáticos y gente de letras tienden a compartir. Tienen «una vida interior diferente de la de los demás», una personalidad diferente, porque sólo tienen acceso al mundo inmediato. La imaginería, en su trabajo, gira alrededor de cosas «que pueden ser vistas desde muy cerca», y son más introvertidos. De la miopía de Degas, por ejemplo, dice:
Con el paso del tiempo, se vio reducido a pintar al pastel en vez de al óleo, por ser una técnica más fácil para su mala vista. Después descubrió que utilizando fotografías de los modelos que quería pintar podía acercarlos cómodamente a su limitado radio focal. Y al fin se dedicó cada vez más a la escultura, con la cual, al menos, podía estar seguro de poder confiar en su sentido del tacto; decía: «Ahora debo aprender el oficio de un ciego», aunque en realidad siempre había mostrado interés por el modelado.
Trevor-Roper señala que el mecanismo que produce miopía (la elongación de la pupila) afecta también a la percepción del color (los rojos aparecen más definidos); las cataratas pueden afectar al color, haciendo que éste se confunda y enrojezca a la vez. Piénsese en Turner, cuyas últimas pinturas describió Mark Twain una vez como realizadas por «un gato que ha tenido un ataque dentro de una lata de tomates». O la «creciente fascinación por los rojos» de Renoir. O Monet, cuyas cataratas fueron tan graves que tuvo que rotular sus tubos de colores y disponerlos por orden en la paleta. Se dice que, después de una operación de cataratas, Monet se sorprendió de lo azul que se veía el mundo, y que se apresuró a retocar los extraños colores que veía en sus cuadros recientes.
Una teoría sobre la creación artística dice que los artistas extraordinarios vienen a este mundo con un modo diferente de ver. Lo que no explica el genio, por supuesto, que tiene mucho que ver con el riesgo, el inconformismo, una ardiente caldera emocional, un sentido del decoro estético, una feroz avidez, una curiosidad sin trabas, y muchas otras cualidades, entre ellas la disposición a entregarse plenamente a la vida y a detenerse tanto en su dibujo general como en sus menores detalles. Como dijo una vez la muy sensitiva pintora Georgia O’Keefe: «En cierto modo, nadie ve en realidad una flor, es algo tan pequeño, y no tenemos tiempo… Porque ver requiere tiempo, así como lo requiere el tener un amigo». ¿Qué clase de visión novedosa traen consigo los artistas al mundo mucho antes de desarrollar una visión interior? Esa pregunta, lo mismo que a otros artistas, preocupó a Cézanne, que sentía que la respuesta representaría una diferencia en lo que terminaría pintado. Cuando todo ha sido dicho y realizado, todo se resume en lo que decía Merleau-Ponty: Para ese trabajo, se necesitaba esa vida.
EL ROSTRO DE LA BELLEZA
En un estudio en que se pidió a varios hombres que observaran fotografías de mujeres bellas, se descubrió que las preferencias se inclinaban notablemente por las que tenían las pupilas dilatadas. Esas fotos hacían que las pupilas de los hombres se dilataran hasta un treinta por ciento. Por supuesto, eso ya lo sabían las mujeres del Renacimiento italiano y las inglesas victorianas, que se ponían una gota de belladona (una planta venenosa de la misma familia que la dulcamara, y cuyo nombre significa «mujer hermosa») en los ojos para agrandarse las pupilas antes de encontrarse con un caballero. Nuestras pupilas se expanden involuntariamente cuando estamos excitados; por eso, al ver una mujer con las pupilas dilatadas, los hombres piensan que ella los ha encontrado atractivos, y eso hace que sus propias pupilas respondan. Hace poco, durante un viaje en barco entre los feroces vientos y olas del Pasaje de Drake y las aguas, con frecuencia bravías, cerca de la península Antártica, las Orcadas del Sur, y las Malvinas, observé que muchos pasajeros llevaban un parche de escopolamina detrás de una oreja para combatir el mareo. A los pocos días, empezaron a aparecer pupilas muy dilatadas, un efecto secundario de la droga; todos tenían grandes ojos acogedores, que seguramente alentaron los sentimientos de amistad y camaradería instantáneas. Algunos llegaron a parecer zombis bebiendo la luz a grandes bocanadas, pero la mayoría producía un sentimiento de calidez y acogimiento.[45] Si se hubieran examinado, las mujeres habrían descubierto que su cérvix también estaba dilatado. En profesiones en las que la emoción o los verdaderos intereses deben ser ocultados, por ejemplo el juego o el contrabando de jade, suelen utilizarse gafas oscuras para esconder las intenciones, visibles en las pupilas delatoras.
Podemos pretender que la belleza no va más allá de la piel, pero Aristóteles tenía razón al observar que «la belleza es una recomendación mucho mejor que cualquier carta de presentación». La triste verdad es que a la gente atractiva le va mejor en los estudios, donde recibe más ayuda, mejores notas y menos castigos; en el trabajo, donde es recompensada con mejores sueldos, empleos más prestigiosos y ascensos más rápidos; en la vida de pareja, donde tiende a tener el control de la relación y toma la mayoría de las decisiones, y entre completos extraños, quienes suponen que es interesante, honesta, virtuosa y exitosa. Después de todo, en los cuentos de hadas (las primeras historias que oímos casi todos), los héroes son apuestos, las heroínas son hermosas, y los malos son feos. Los niños aprenden implícitamente que la gente buena es hermosa y la gente mala es fea, y la sociedad les confirma ese mensaje de muchos modos sutiles cuando crecen. De modo que no puede sorprender que, en West Point, los cadetes más apuestos terminen sus estudios con grados más altos, o que un juez sea propenso a imponer una condena menor a un criminal apuesto. En un estudio hecho en 1968 por el sistema penitenciario de la ciudad de Nueva York, se dividió en tres grupos a hombres con cicatrices, deformidades y otros defectos físicos. El primer grupo fue sometido a cirugía estética, el segundo fue tratado con psicoterapia intensiva, y el tercero no recibió ningún tratamiento. Un año después, cuando los investigadores fueron a ver cómo les iba a sus sujetos, descubrieron que los que habían pasado por una operación de cirugía estética se habían adaptado mejor que los otros y tenían menos probabilidades de volver a la cárcel. En experimentos llevados a cabo en empresas, cuando se pegaban fotos diferentes en los mismos currículums, las personas elegidas para el empleo eran las más atractivas. Los bebés más guapos son tratados mejor que los feos, no sólo por parte de extraños sino también por sus propios padres. Las madres hablan y juegan más con su bebé si es bonito, y también lo miman y lo besan más, y los padres de bebés guapos también se ocupan más de ellos. Los niños más atractivos reciben puntuaciones más altas en sus tests de inteligencia, probablemente porque su belleza les ha valido elogios, atención y aliento por parte de los adultos. En un estudio hecho en 1975, se pidió a varios maestros que evaluaran el historial escolar de un niño de ocho años que tenía un bajo cociente intelectual y malas notas. Todos los maestros vieron el mismo historial, pero en algunos se pegó la foto de un niño guapo y en otros la de uno feo. Los maestros tendieron mayoritariamente a recomendar que el niño feo fuera pasado a una clase para niños con retrasos. La belleza de otra persona puede ser un accesorio valioso. Un estudio particularmente interesante consistió en hacer que diversas personas miraran la foto de un hombre y una mujer, y dieran su opinión sólo sobre el hombre. Según resultó, si la mujer tomada del brazo del hombre era bonita, el hombre era considerado más inteligente y apuesto que si la mujer no era atractiva.
Por chocantes que puedan perecer los resultados de estos y similares experimentos, confirman lo que hemos sabido desde siempre: nos guste o no, el rostro de una mujer siempre ha sido en cierta medida un bien contable. Una mujer hermosa con frecuencia puede salir de la pobreza y ascender socialmente mediante el matrimonio. Recordamos a bellezas legendarias como Cleopatra y Helena de Troya como símbolos del poder de la belleza que basta para provocar la caída de jefes de Estado y cambiar el curso de la historia. Las mujeres norteamericanas gastan anualmente millones en maquillaje; además de en peluqueros, clases de gimnasia, dietas y ropa. A los hombres apuestos también les va bien, pero para un hombre la verdadera ventaja es la altura. Un estudio siguió la carrera profesional de diecisiete mil hombres. A los que medían de un metro ochenta en adelante, les fue mucho mejor: ganaron más dinero, ascendieron antes, alcanzaron posiciones más prestigiosas. Quizá los hombres altos evocan reminisciencias infantiles de mirar hacia arriba a la autoridad; sólo nuestros padres y los demás adultos eran altos, y tenían el poder de castigar o proteger, de dar amor absoluto, poner nuestros deseos en movimiento, o bloquear nuestras esperanzas.
El ideal humano de un rostro bonito varía de una cultura, y por supuesto varía con el tiempo, como ya observó Abraham Cowley en el siglo XVII:
¡Belleza, mono fantástico y salvaje
que en cada país cambias de forma!
Pero, en general, lo que probablemente buscamos es una combinación de aspecto maduro e inmaduro: los ojos grandes de un niño, que nos hagan sentir protectores, los pómulos altos y otros rasgos de una mujer o un hombre plenamente desarrollados, que nos hagan sentir sexuados. En la batalla por seducir, nos agujereamos la nariz, nos alargamos el cuello o los lóbulos de las orejas, nos tatuamos la piel, nos vendamos los pies, nos encorsetamos las costillas, nos teñimos el pelo, nos hacemos liposuccionar la grasa de las nalgas, y alteramos nuestro cuerpo de otras incontables maneras. A lo largo de gran parte de la historia occidental, se esperó que las mujeres fueran curvadas, suaves y voluptuosas, verdaderas madres-Tierra radiantes de sensual fertilidad. Era una preferencia con una fuerte base evolutiva: una mujer rolliza tenía mayor provisión de grasa corporal y los nutrientes necesarios para el embarazo, tenía más probabilidades de sobrevivir durante épocas de hambruna, y podía proteger a su feto y alimentarlo cuando naciera. En muchas áreas de África y la India, la gordura no sólo es considerada belleza sino también signo de prestigio para hombres y mujeres. En los Estados Unidos, en la década de los veinte y también en los setenta y ochenta, cuando lo ultradelgado estaba de moda, los hombres querían que las mujeres tuvieran figuras de chicos adolescentes, y podría elaborarse mucho discurso psicológico sobre el modo como esto reflejaba el cambio de papel de la mujer en la sociedad y en los puestos de trabajo. Hoy día, la mayoría de los hombres que conozco prefieren que las mujeres tengan un cuerpo curvado y razonablemente relleno, aunque la mayoría de las mujeres que conozco siguen prefiriendo ser «demasiado» delgadas.
Pero es el rostro el que siempre ha atraído las primeras miradas de un admirador, especialmente los ojos, que pueden ser tan ardientes y elocuentes. A lo largo de la historia, la gente ha destacado sus rasgos faciales con maquillaje. Los arqueólogos han encontrado pruebas de que las perfumerías y salones de belleza egipcios datan del 4000 a. C., y hay elementos de maquillaje del 6000 a. C. Las antiguas egipcias preferían sombra de ojos verde con un brillo hecho de caparazones machacados de ciertos escarabajos iridiscentes; delineador de kohl y rímel; lápiz de labios azul negro y rojo; dedos y pies teñidos con henna. Se afeitaban las cejas y se dibujaban otras falsas. Una egipcia elegante de aquellos días se reseguía las venas de los pechos en azul y se espolvoreaba los pezones con oro. El barniz de uñas señalaba el status social: el rojo indicaba el más alto. Los hombres también se permitían complicados embellecimientos, y no sólo para una salida nocturna: en la tumba de Tutankammon se encontraron frascos de maquillaje y cremas de belleza para su uso en el más allá. Los romanos adoraban los cosméticos, y los comandantes de tropas en campaña se hacían peinar, perfumar y pintar las uñas antes de entrar en combate. Los cosméticos atraían más todavía a las mujeres romanas, a una de las cuales le escribió Marcial en el primer siglo de nuestra era: «Cuando estás en casa, Galla, tu cabello está en casa del peluquero; te sacas los dientes por la noche y duermes entre cientos de cajas de cosméticos; ni siquiera tus ojos duermen contigo. Le haces un gesto a un hombre con la ceja que has sacado del cajón esta mañana». Un médico romano del siglo II inventó la crema hidratante, cuya fórmula ha cambiado poco desde entonces. Del Antiguo Testamento podemos recordar que la reina Jezabel se pintaba la cara antes de dedicarse en sus maldades, moda, la del maquillaje, que había aprendido de las fenicias de alto rango hacia el año 850 a. C. En el siglo XVIII, las mujeres tomaban de buena gana los Sellos de Arsénico para la Piel, que las volvían más blancas; el producto actuaba envenenando la hemoglobina de la sangre, de modo que sus usuarias podían lucir una frágil blancura lunar. Los lápices de labios solían contener metales tan peligrosos como plomo y mercurio, y cuando se los aplicaban, los metales transportados en ellos iban directamente al flujo sanguíneo. Las mujeres y los hombres europeos del siglo XVII solían llevar lunares falsos en forma de corazón, luna, sol y estrellas, aplicados sobre pechos y cara, para desviar la vista de un admirador de cualquier imperfección, lo que, en aquel entonces, solía incluir las marcas de viruela.
En estudios realizados recientemente en la Universidad de Louisville, se interrogó a universitarios varones sobre cuáles consideraban los componentes ideales en el rostro de una mujer, y se introdujeron los resultados en un ordenador. Se descubrió que la mujer ideal de esos hombres tenía pómulos anchos, ojos altos y separados, nariz pequeña, mentón pequeño y bien dibujado, y una sonrisa que pudiera llenar la mitad del rostro. En las caras consideradas «bonitas» cada ojo ocupaba un catorceavo de la parte superior del rostro, y tres décimas de su ancho; la nariz no ocupaba más que un cinco por ciento de la cara; la distancia entre el labio inferior y el mentón era un quinto de la parte superior de la cara, y la distancia del centro del ojo a la ceja era una décima de la parte superior de la cara. Si se sobreimprimieran los rostros de muchas mujeres hermosas en estas proporciones informatizadas, ninguna coincidiría. Lo que surge de esa geometría es el retrato de una madre ideal, una madre joven y saludable. Una madre debía ser fértil, sana y vigorosa para proteger a sus crías y seguir teniendo muchos hijos, ya que una alta proporción de ellos morían en la infancia. Los hombres a los que les gustaba ese tipo de mujer tenían una posibilidad mayor de que sus genes sobrevivieran. Haciendo negocio con la permanencia del atractivo, los cirujanos plásticos suelen hacerse publicidad con extraordinaria tosquedad. Un médico californiano, el doctor Vincent Forshan, publicó una vez un anuncio de un octavo de página en colores en la revista Los Angeles, que mostraba una espléndida mujer joven de grandes pechos altos, estómago liso, nalgas altas y tensas y largas piernas delgadas; la joven posaba junto a un Ferrari rojo, y el texto decía: «Automóvil, por Ferrari… cuerpo por Forshan». Pregunta: ¿qué hacemos las que no somos adolescentes altas y de figura intachable? Respuesta: consolarnos pensando en lo relativa que puede ser la belleza. Aunque obtiene nuestro elogio espontáneo y no podemos evitar prestarle toda nuestra atención, la belleza se difumina ante nuestros ojos en cuestión de segundos. Recuerdo haber visto a Omar Shariff en El doctor Zhivago y en Lawrence de Arabia y haberlo encontrado asombrosamente apuesto. Cuando lo vi en una entrevista por televisión unos meses después, y le oí declarar que su único interés en la vida era jugar al bridge, a lo que dedicaba la mayor parte de su tiempo libre, para mi gran sorpresa se transformó ante mis ojos en un hombre sin atractivo. De pronto, sus ojos me parecieron llorosos y el mentón demasiado sobresaliente, y ninguna de las piezas de su anatomía encajaba en la proporción justa. He visto actuar también al revés esta misma alquimia, cuando un extraño no especialmente atractivo abría la boca para hablar y se volvía fascinante. Doy gracias al cielo por las excitantes cualidades de la inteligencia, el ingenio, la curiosidad, la dulzura, la pasión, el talento y la gracia. Gracias al cielo porque, si bien la belleza puede atraer la atención, el sentido genuino de la belleza de alguien se revela en etapas. Gracias al cielo porque, como dijo Shakespeare en Sueño de una noche de verano, «el amor no mira con los ojos sino con la mente».
Por supuesto no sólo amamos la belleza de hombres y mujeres, sino también la de la naturaleza. Nuestra pasión por las flores hermosas se la debemos enteramente a insectos, murciélagos y pájaros, ya que estos polinizadores y las flores evolucionaron juntos; las flores se valen del color para atraer pájaros e insectos que las polinizarán. Podemos cultivar flores y, mediante injertos, lograr el color y el aroma que queremos, y al hacerlo habremos cambiado mucho el rostro de la naturaleza, pero hay una especie de placer peculiar que encontramos sólo en la naturaleza en su aspecto más salvaje y menos domesticado. En nuestra «dulce espontánea tierra», como la llama e. e. Cummings, hallamos bellezas capaces de llevarnos al éxtasis. Quizá como él
notamos la anaranjada y convulsa pizca de luna
colgándose de este minuto plateado de la noche
y nuestro pulso se acelera como una carga de caballería, o nuestros ojos se cierran de placer, y en un desvanecimiento suspiramos antes de saber qué está pasando. La escena es tan bella que nos desarma. La luna puede asegurarnos que habrá luz suficiente para encontrar nuestro camino por las llanuras sombrías, o escapar de la bestia nocturna. El esplendor de la puesta de sol nos recuerda el calor en el que prosperamos. Los colores de las flores indican la primavera y el verano, cuando la comida abunda y toda la vida se muestra en su radiante fertilidad. Los pájaros de colores brillantes nos alegran, por simpatía, con sus despliegues sexuales, porque en el fondo somos atávicos y toda pantomima sexual nos recuerda las nuestras. Aun así, la esencia de la belleza natural es la novedad y la sorpresa. En el poema de Cummings, es una inesperada «anaranjada y convulsa pizca de luna» la que nos llama la atención. Cuando esto sucede, nuestro sentido de comunidad se amplía: pertenecemos no sólo uno al otro sino a otra especie, a otra forma de materia. «Que un cristal o una amapola nos resulten hermosos significa que estamos menos solos», escribe John Berger en The Sense of Sight, «que estamos insertados más profundamente en la existencia de lo que nos haría creer el curso de una única vida». Los naturalistas suelen decir que nunca se cansan de ver el mismo sector de jungla, o de caminar por los mismos senderos en la sabana. Pero si uno los sigue interrogando, inevitablemente agregan que siempre hay algo nuevo que ver, que siempre es diferente. Como dice Berger: «La belleza siempre es una excepción, siempre sucede a pesar de. Por eso nos conmueve». Y sin embargo también respondemos apasionadamente a esa forma muy organizada de observar la vida que llamamos «arte». En cierta medida, el arte es como encerrar a la naturaleza en un pisapapeles. De pronto, una situación o una emoción abstracta es sacada del flujo temporal y se la puede contemplar a gusto, se la puede hacer girar y considerar desde distintos puntos de vista, y se vuelve tan fija y, en esa medida, tan sagrada como el paisaje. En palabras de Berger:
Todos los lenguajes artísticos se desarrollaron como un intento de transformar lo instantáneo en permanente. El arte supone que la belleza no es una excepción —no es un a pesar de— sino que es la base de un orden. (…) El arte es una respuesta organizada a lo que la naturaleza nos permite ocasionalmente espiar (…), la cara trascendental del arte es siempre una forma de plegaria.
El arte es más complejo, por supuesto. La emoción intensa crea tensión, y queremos que el artista la sienta por nosotros, que sufra, goce y describa las cimas de su respuesta apasionada a la vida de modo que podamos apreciarla a distancia segura y podamos saber mejor cuáles son las dimensiones del espectro completo de la experiencia humana. Podemos preferir no vivir los extremos de conciencia que encontramos en Jean Genet o en Edward Munch, pero es maravilloso poder admirarlos. Queremos que los artistas detengan el tiempo por nosotros, que corten el ciclo de nacimiento y muerte y pongan por un momento fin a los procesos de la vida. Es demasiado para que una persona lo afronte sin riesgo de sobrecarga emocional. Los artistas cortejan esa intensidad. Les pedimos a los artistas que llenen nuestra vida con visiones y reflexiones nuevas, que cumplan el papel que tenía la vida cuando éramos niños y todo era nuevo.[46] Con el tiempo, gran parte del espectáculo de la vida se vuelve borroso, porque si nos detuviéramos a considerar cada flor que sale a nuestro paso, nunca terminaríamos de hacer la compra o archivar las cartas.
A menudo también deleitan nuestra vista cosas que no son hermosas. Gárgolas, tajadas intensas de color, trucos organizados de la luz. Chispas y fuegos artificiales son casi dolorosos de mirar, pero los llamamos hermosos. Un diamante de siete quilates y sin fallas es puro brillo, pero también lo llamamos hermoso. A lo largo de la historia, los hombres han transformado las más rudas piedras de la naturaleza en exquisitas joyas, obsesionados por el modo como la luz penetra en un cristal. Podemos encontrar visualmente magníficos los diamantes y otras gemas, pero verlos como lo hacemos nosotros es una innovación reciente. Hasta el siglo XVIII el arte de cortar gemas no produjo las piedras llenas de fuego y brillo que tanto admiramos. Antes de eso, incluso las joyas de las coronas parecían opacas y deslustradas. Pero los cortes facetados de ese siglo se pusieron de moda, junto con los grandes escotes. De hecho, las mujeres solían usar joyas en el borde del escote de sus vestidos, para que una cosa atrajera la atención sobre la otra. ¿Por qué habría de parecemos hermosa una piedra preciosa? Un diamante actúa como un prisma. La luz que entra en un diamante rebota y da la vuelta por dentro de él, se refleja en la parte trasera y desprende sus colores con más fervor del que podría tener un cristal común. Un diamantista hábil permite que la luz corra por dentro de las muchas facetas de la piedra, y salga por los ángulos. Haga girar un diamante en la mano y verá un color puro seguido por otro. La variedad es la promesa que la materia hace a los seres vivos. En el pequeño espacio inerte de un diamante, encontramos la energía, el movimiento y los colores cambiantes de la vida; un momento lo vemos brillar como neón, y al siguiente escupe espadas de luz. Nuestro asombro se inflama, las cosas no están en el sitio que les corresponde, se ha encendido una hoguera mágica, lo inerte toma vida en un relámpago inesperado y comienza una breve danza entre las llamas. Cuando miramos rostros o fuegos artificiales o el lanzamiento de una nave espacial, la danza es más lenta, pero los colores y las luces crecen hasta una intensidad dolorosa a medida que nos rodean, en una fantasía de puro éxtasis visual.
PRESENCIANDO UN LANZAMIENTO NOCTURNO DEL TRANSBORDADOR ESPACIAL
Una inmensa torre resplandeciente brilla sobre los marjales de la Florida. Los haces de los reflectores giran en el cielo alrededor de ella, enrollando alfombras de luz. Helicópteros y aviones parpadean alrededor de la plataforma de lanzamiento, como insectos atraídos por la llama. La magia antigua nunca llenó el cielo con esta inverosimilitud diamantina. Dentro de la cascada de luces, un gigantesco enrejado sostiene en pie un cohete esbelto, a cada lado del cual hay una gran botella llena de combustible sólido del color y textura de la goma de borrar y, agarrado a la espalda, un transbordador espacial de nariz corta, que se aferra como la cría de algún mamífero exótico. Una luna llena cuelga del cielo, con la cara vuelta hacia la plataforma de lanzamiento y la boca abierta.
En las sobrias consolas del control de lanzamiento, corren los números en cuenta regresiva hacia el cero. Cuando los números desaparezcan, y el tiempo invertido cese, algo desaparecerá. No el transbordador, que seguirá con nosotros a través de los prismáticos y el radar, y estará en docenas de pantallas dispuestas en todo el mundo, que volverán sus cabezas hacia él como para aliviar su angustia. Hemos estado durante horas de pie en estos pantanos de la Florida, esperando el rapto ígneo del momento final, esperando el lanzamiento lejos de la rutina, esperando ser elevados, como el obelisco que lanzamos, rumbo al infinito. En las riberas neblinosas del río Banana y a lo largo de los caminos vecinos, estamos esperando; sólo en el Centro Espacial se esperan cincuenta y cinco mil personas esta noche.
Al mismo tiempo que se apagan los reflectores en la plataforma de lanzamiento, los objetivos de las cámaras y los de las mentes se abren. El aire se siente bochornoso y húmedo. Un centenar de millares de ojos se precipitan hacia un punto donde un destello, debajo del cohete impulsor, crece hasta convertirse en un molinete de fuego, una bengala sostenida en la mano un Cuatro de Julio. Estallan nubes blancas en todas direcciones, en una tormenta de polvo en llamas, un Sáhara giratorio que pasa de un gris blancuzco a un platinado incandescente, tan violento que nos hace entrecerrar los ojos, y luego a un dorado radiante, hasta tal punto hipnotizador que uno se olvida de parpadear. El aire está lleno de avispas, picante y eléctrico. Los poros de la piel se abren. Los pelitos de la nuca se erizan. Antes la plataforma de lanzamiento se fundía en la operación, pero ahora se vierten simultáneamente un millón trescientos cincuenta mil litros de agua para impedirlo. Las nubes de vapor perfuman el aire con una ceniza mineral. Enloquecidos por los reflejos, los hilos de agua se vuelven del color del bronce fundido. Gruesos cúmulos se forman a nivel de tierra, donde nunca se esperaría ver nubes de tormenta.
Segundos después de iniciado el lanzamiento, un whoosh rojizo se vacía en espasmos que harían palidecer al sol, y las nubes suben y se apilan como en una escena de la Creación. El aire se llena de pájaros, mariposas, libélulas y mosquitos y otras criaturas aladas, todas aterrorizadas por el clamor: estallidos, crujidos, aullidos. ¿Qué es el vuelo, que puede surgir de las alas frágiles de una mariposa, cuyo centro de energía es un corazón pequeño como un chip de ordenador? ¿Qué es el vuelo, que puede arrastrar hacia arriba más de dos mil toneladas de peso muerto, como una grúa colosal? Cierre los ojos y oirá el ensordecedor rat-a-tat-tat de los cohetes, los sentirá estallar alineados en arco contra su pecho. Abra los ojos y verá un inmenso músculo de acero que escupe fuego, en el momento en que más de tres mil toneladas de empuje hacen una pausa momentánea sobre un anca de plata y se abren las nubes del Apocalipsis. Los truenos del hierro se sucede sobre la plataforma, y comienzan a rodar ondas vibratorias, que golpean como puños gigantes, golpean los marjales donde las aves chillan y vuelan, golpean contra nuestros pechos, donde un corazón ya antes veloz ahora empieza a correr desenfrenado. El aire está tenso como un tambor, las moléculas rebotan. De pronto, el transbordador espacial se eleva sobre los pantanos y se aleja de la risa frenética de los somorgujos, del delirio de los insectos entre los juncos y de las bocas abiertas de los espectadores, muchos de los cuales lloran al ver el aparato que se aleja en una cascada de llamas de doscientos metros de largo, soltando chispas colosales mientras trepa por un halo dorado que deja su marca de fuego en la memoria.
A los diez minutos del lanzamiento, el transbordador dejará atrás la manta de seguridad de nuestra atmósfera, y entrará en órbita a casi trescientos metros de altura. Esto no es milagroso. Después de todo, los humanos aparecimos con un temprano berrinche del universo, cuando tomaron forma nuestros componentes químicos. Evolucionamos mediante accidentes, casualidades y buena suerte. Desarrollamos lenguajes, levantamos ciudades, nos reunimos en naciones. Ahora cambiamos el curso de los ríos y movemos montañas; contenemos trillones de toneladas de agua con diques de cemento. Nos introducimos en pechos y cabezas humanas; operamos corazones que laten y cerebros que piensan. ¿Comparado con eso qué significa desafiar a la gravedad? En órbita no habrá ni día ni noche, ni arriba ni abajo. Nadie podrá decir que tiene «los pies en la tierra» ni que algo sorprendente «no es de este mundo». En órbita, el sol saldrá cada hora y media, y la semana tendrá ciento doce días. Pero lo cierto es que el tiempo ha sido una de nuestras invenciones más audaces e ingeniosas y, cuando se piensa en él, una de las menos verosímiles de nuestras ficciones.
El transbordador se inclina hacia el este, sobre el mar, y gira lentamente sobre sí mismo, siempre subiendo, una antorcha lanzada como una flecha, enrollando un cordón umbilical de nube blanca detrás de él. Cuando los dos cohetes sólidos se liberan, caen hacia los dos lados como comillas e inician una cita que tardará cuatro días en terminar. Esta estrella que enviamos al cielo estrellado es visible durante casi seis minutos de pasmo sísmico. ¿Qué es una vecindad?, nos preguntamos. ¿Es el macizo de margaritas silvestres junto al río Banana, en el que las mariposas planean y alzan el vuelo sin ayuda de cohetes? Para las mentes amplias, la Tierra es pequeña. No tan pequeña como para agotarse en una vida, sino una morada en la que nada es inútil, un lugar cálido, un lugar para querer, el centro espectral de nuestra vida. ¿Pero cómo podríamos vivir toda una vida en casa?
LA FUERZA DE UNA IMAGEN: EL CICLO DEL ANILLO
En el ojo de la mente —ese asiento abstracto de la imaginación—, podemos pintarnos el rostro de un amante, o saborear uno de sus besos. Cuando lo recordamos, tenemos varios pensamientos; pero cuando realmente nos lo pintamos, como si fuera un holograma, sentimos una oleada de emoción. En la visión hay mucho más que el mero ver. La imagen visual es una especie de desencadenante para las emociones. Una foto puede recordarnos un régimen político, una guerra, un momento de heroísmo, una tragedia. Un gesto puede simbolizar los aspectos más amplios del amor paterno, la incertidumbre y el desorden del amor romántico, los espejismos de la adolescencia, las veloces transfusiones de esperanza, ese sentimiento de peso en el corazón que llamamos «melancolía». Miremos una colina con hierba y podremos recordar de inmediato cómo huele la hierba recién cortado, cómo se siente bajo los pies cuando está húmeda, las manchas que deja en los pantalones, el sonido que puede hacerse soplando sobre el canto de una hoja de hierba sostenida con los dos pulgares, y otras diversas evocaciones asociadas con la hierba: salida al campo con la familia, juegos de pelota en un jardín del Medio Oeste, arreos de ganado en el polvoriento desierto de Nuevo México, hacia los altos prados de pastos verdes; paseos en bicicleta por los Adirondacks; amoríos en la hierba en lo alto de una colina un día cálido de verano, cuando el sol, brillando entre las nubes, ilumina un lado de la colina cada vez, como si fuera en una habitación en la que se hubiera apagado una lámpara. Cuando vemos un objeto, toda la península de nuestros sentidos se despierta para apreciar la novedad. Todos los comerciantes del cerebro la consideran desde su punto de vista, lo mismo que todos sus funcionarios, contables, estudiantes, granjeros y mecánicos. Juntos, todos ven lo mismo (una colina con hierba) y cada uno saca una conclusión ligeramente diferente, las cuales, sumadas, dan por resultado lo que vemos. Nuestros demás sentidos también pueden desencadenar recuerdos y emociones, pero los ojos son especialmente hábiles pasa la percepción simbólica, aforística y de multiples facetas. Sabiéndolo, los gobiernos siempre han levantado monumentos. Por lo general, no son gran cosa, pero de todos modos la gente se pone ante ellos y se siente invadida por la emoción. El ojo considera la mayor parte de la vida como monumental. Y algunas formas nos afectan mucho más que otras.
Durante los últimos veinte años, he venido siguiendo de cerca el desarrollo del programa espacial y, con vivo deleite, he ido aprendiendo mucho sobre el sistema solar, gracias sobre todo a la nave Voyager, que ha ido mandando películas de los parientes más cercanos de la Tierra. ¡Qué encantadora sorpresa fue descubrir que la mitad de los planetas tenían anillos: no sólo Saturno sino también Júpiter, Urano, Neptuno y quizá también Plutón! Y todos los anillos son diferentes. Los de Júpiter, oscuros y finos, contrastan con las anchas y claras bandas de Saturno. Los anillos de obsidiana de Urano arrastran consigo delgadas lunas. El sistema solar ha estado haciendo girar anillos en silencio y sin cesar a nuestro alrededor. ¡Qué mágico y conmovedor! Pocos símbolos han significado tanto para nosotros como los anillos, cualesquiera que sean nuestra religión, política, edad o sexo. Regalamos anillos para simbolizar el amor infinito y la armonía de dos almas. Los anillos nos recuerdan las células simples que fueron la primera versión de la vida, y la sinfonía de células que somos ahora. En las ferias nos desesperamos por atrapar la sortija. Una aureola en forma de anillo planea sobre todo lo santo. Dibujamos un anillo alrededor de algo para destacarlo. Los deportes suelen desarrollarse en el anillo mágico del campo de juego. En la pista circular del circo, tiene lugar un caleidoscopio sensorial. Los anillos simbolizan el infinito: nunca hacemos nada más que empezar a terminar. Los anillos simbolizan también una promesa, una palabra dada, y sugieren la eternidad, la intemporalidad y la perfección. Medimos el tiempo sobre el círculo de un reloj, por los puntos marcados en un anillo. En sus juegos, los niños hacen entrar sus bolitas en un anillo trazado con tiza en el suelo; están representando, sin saberlo, la mecánica planetaria. Miramos el mundo con los globos de nuestros ojos, mundos dentro de mundos. Veneramos el alma que imaginamos redonda dentro del ser amado. Creemos que, así como con dos arcos más débiles puede hacerse un círculo poderoso, podemos completarnos enlazando nuestra vida a la de otro. Adoramos la simetría inmortal del círculo y reverenciamos al universo como mejor podemos, viajando sobre el círculo del nacimiento y la muerte. Los astronautas de la Apolo volvieron a la Tierra cambiados por haber visto el planeta natal flotando en el espacio. Lo que vieron fue una especie de aforismo visual que todos debemos aprendernos de memoria.
LOS MUROS CIRCULARES DE CASA
Imagínese esto: todas las personas que usted haya conocido, todas las que haya amado, toda su experiencia de la vida flotan en un lugar, en un planeta situado debajo de usted. En ese oasis deslumbrante, de remolinos blancos y azules, se forman y trasladan los climas. Puede ver cómo se forman y crecen las nubes sobre el Amazonas, y saber que el clima que se desarrolla allí afectará a las cosechas a medio planeta de distancia, en Rusia y China. Las erupciones volcánicas se ven como diminutas lentejuelas. Las selvas están desapareciendo en Australia, Hawaii y Sudamérica. Ve tormentas de polvo en África y el Oriente Medio. Remotos dispositivos sensoriales ya le han advertido que este año habrá plagas de langosta. Para su sorpresa, puede identificar las luces de Denver y El Cairo. Y aunque en su clase de geografía los aprendió uno por uno, como partes separadas de un rompecabezas, ahora puede ver que los mares, la atmósfera y la tierra no están separadas en absoluto, sino que forman parte de la intrincada malla de la naturaleza. Como Dorothy en El mago de Oz, siente el deseo de golpear los talones y decir tres veces: «No hay lugar como el hogar».
Usted sabe lo que es el hogar. Durante muchos años, ha tratado de ser un modesto y ávido contemplador de los cielos y la Tierra, por cuya magnificencia verde siente amor. El hogar es una paloma que hincha el cuello como un mendigo a la puerta de su casa. El hogar son los serviciales nogales en el patio trasero. El hogar es el cartel de una gasolinera a la salida de Pittsburgh, que dice: «Si no podemos arreglarlo es que no está roto». El hogar es la primavera en todos los colegios del país, en cuyos jardines se tumban los estudiantes como los heridos en Gettysburgh. El hogar es la jungla guatemalteca, a veces mortal como un arsenal. El hogar es el faisán que lanza roncas amenazas al perro del vecino. El hogar es el exquisito tormento del amor y todas las heridas menores del corazón. Pero lo que usted desea es dar un paso atrás y verlo entero. Quiere hacer realidad ese viejo anhelo, retratado en mitos y leyendas de todas las culturas, de salir de la Tierra y verla completa, agitándose y floreciendo bajo sus pies.
Recuerdo mi primera lección de vuelo, en la calma chicha del verano al norte de Nueva York. Apretando el acelerador, me precipité por la pista hasta que el tren de aterrizaje empezó a bailar; entonces, el suelo quedó atrás y ya estaba en el aire, trepando por una escalera invisible. Para mi sorpresa, el horizonte venía conmigo (¿cómo podía no hacerlo en un planeta redondo?). Por primera vez en mi vida comprendí lo que era un valle, al flotar sobre uno, a tres mil metros. Pude ver claramente la devastación causada por las falenas, cuyo apetito había desangrado los bosques y los había dejado de color gris ceniciento. Más adelante, cuando volé sobre Ohio, me entristeció contemplar el ocre estancado del aire, y ver que la larga cinta del río Ohio, oscura y gruesa, no tenía la textura que debe tener el agua, y hasta parecía inflamable, gracias a los desechos de las fábricas de plástico, que también podía ver como pústulas a lo largo del río. Empecé a comprender cómo se instala la gente en un paisaje, a oleadas y en encrucijadas, cómo vigilan un trozo de tierra y lo riegan. Sobre todo, descubrí que hay cosas que pueden saberse sobre el mundo sólo desde ciertas perspectivas. ¿Cómo entender los mares sin volverse parte de sus extensiones intrincadas? ¿Cómo entender el planeta sin caminar por él, probando sus maravillas una por una, y después flotando por encima, para verlo todo de una sola ojeada?
El siglo XX será recordado antes que nada como la época en que empezamos a saber cuál era nuestro domicilio. El «balón hermoso, azul y mojado» de los últimos años es un modo de decirlo. Pero un modo más profundo sería hablar de los órdenes de magnitud de esa grandeza, los matices de ese azul, la arbitraria delicadeza de la belleza misma, de cuántos modos el agua ha hecho posible la vida, y la euforia frágil del complejo ecosistema que es la Tierra, una Tierra en la que, desde el espacio, no hay cercas visibles, ni zonas militares, ni fronteras nacionales. Necesitamos mandar al espacio un ejército de artistas y naturalistas, fotógrafos y pintores, que vuelvan el espejo hacia nosotros y nos muestren la Tierra como un planeta único, un único organismo hirviente, frágil, floreciente, zumbante, lleno de espectáculos, lleno de fascinantes seres humanos, algo para querer. Es posible que aprender cuál es nuestro domicilio no termine con todas las guerras, pero enriquecerá nuestro sentido de maravilla y orgullo. Nos recordará que el contexto humano no aprieta nuestro cuello como un nudo corredizo sino que es grande como el universo que tenemos el privilegio de habitar. Cambiará nuestra idea de lo que es un vecindario. Nos convencerá de que somos ciudadanos de algo más grande y profundo que meros países, que somos ciudadanos de la Tierra, los que la disfrutan y los que la cuidan, y que haríamos bien en trabajar juntos. La visión desde el espacio nos está ofreciendo la primera oportunidad en nuestra evolución de cruzar la calle cósmica y mirar desde enfrente nuestra casa, maravillados al verla con claridad por primera vez.