EL SENTIDO SOCIAL
Los otros sentidos pueden disfrutarse en toda su belleza cuando uno está solo, pero el gusto es en gran medida social. Los seres humanos rara vez prefieren comer en soledad, y la comida tiene un poderoso componente social. Los bantúes creen que intercambiar comida crea un contrato entre dos personas que, a partir de entonces, comparten un «clan de comida». Nosotros, en general, comemos con nuestra familia, por lo que es fácil entender que «partir el pan» con un extraño lo asimile al grupo familiar. En todo el mundo las estratagemas de los negocios se tejen durante comidas; las bodas terminan en una comida; los amigos se reúnen en comidas celebradoras; los niños festejan sus cumpleaños con helado y pastel; las ceremonias religiosas ofrecen comida en gesto de homenaje y sacrificio; a los viajeros que regresan se les da la bienvenida con comida. Como dice Brillat-Savarin, «toda forma de sociabilidad puede reunirse alrededor de la misma mesa: el amor, la amistad, el negocio, la especulación, el poder, la porfía, el mecenazgo, la ambición, la intriga…». Si la intención es que un acontecimiento tenga un peso emocional, simbólico o místico, habrá comida para santificarlo o sellarlo. Todas las culturas emplean la comida como señal de aprobación o conmemoración, y a algunas comidas se las acredita con poderes sobrenaturales, otras son ingeridas simbólicamente, y otras en forma ritual, con castigos de mala suerte para los torpes o escépticos que olviden la receta o se equivoquen en el orden. Los judíos que asisten a un Seder comen un plato de rábanos para simbolizar las lágrimas vertidas por sus antepasados cuando eran esclavos en Egipto. Los malayos celebran los acontecimientos importantes con arroz, el centro de inspiración de sus vidas. Los católicos y anglicanos toman una comunión de vino y pan. Los antiguos egipcios creían que las cebollas simbolizaban el universo de muchas capas, y juraban sobre una cebolla como nosotros podemos hacerlo sobre una Biblia. La mayoría de las culturas embellece la comida con platos y vasos elegantes, y hace de la ocasión algo especial, con invitados, música, una visita a un restaurante distinguido o una fiesta informal en el jardín. El gusto es un sentido íntimo. No podemos gustar cosas a distancia. Y el modo como gustamos de las cosas, lo mismo que la exacta composición química de nuestra saliva, es algo tan individual como nuestras huellas digitales.
Los dioses de la comida han gobernado los corazones y las vidas de muchas personas. Los indios hopis, que adoran al maíz, lo comen ceremonialmente para obtener fuerzas, pero todos los norteamericanos adorarían al maíz si supieran hasta qué junto sus vidas cotidianas dependen de él. Margaret Visser, en Muchas cosas dependen de la comida, nos ofrece una excelente historia del maíz y de sus usos: el ganado y los animales de corral comen maíz; el líquido de las comidas enlatadas contiene maíz; el maíz se emplea en la mayoría de los productos de papel, plástico y adhesivos; el caramelo, los helados y otras golosinas contienen jarabe de maíz; las comidas deshidratadas e instantáneas contienen maizena; muchos objetos familiares están hechos con derivados del maíz, como las escobas y flautas, para nombrar sólo dos. Para los hopis, comer maíz es ya una forma de devoción. Tengo en mis manos una hermosa muñeca hopi tallada en madera: representa una de las muchas esencias espirituales de su mundo; su cuerpo en forma de mazorca está pintado de color ocre, amarillo, negro y blanco, con docenas de cuadrados dibujados imitando una sección de mazorca, y unas abstractas hojas verdes que surgen de abajo. La cara tiene una larga nariz negra, como una raíz, ojos negros rectangulares, una gorguera negra hecha con la piel de un conejo, orejas de cuerda blanca enrollada, y cabello de plumas de pájaro marrón y dos cuernos rayados de verde, amarillo y ocre coronados por borlas de cuero crudo. Un hermoso muñeco; el antiguo dios Maíz, imaginado con gusto artístico, me devuelve la mirada.
A lo largo de la historia, y en muchas culturas, la palabra gusto ha tenido siempre un doble significado. En inglés, taste deriva del inglés medio tasten, examinar por el tacto, probar o degustar, y se remonta al latín taxare, tocar con energía. De modo que el gusto ha sido siempre una prueba o un juicio. Los que tienen gusto son los que han apreciado la vida de un modo intensamente personal y han encontrado algo en ella sublime y el resto sin valor. Algo de mal gusto se considera obsceno o vulgar. Y nos remitimos a críticos profesionales de vino, comida, arte, etcétera, en quienes confiamos que gustarán las cosas por nosotros porque consideramos su gusto más refinado o educado que el nuestro. Un «compañero» es «alguien que come pan con nosotros», y la gente que comparte la comida como un gesto de paz y hospitalidad prefiere sentarse en círculo y conversar.
Lo primero que gustamos es la leche del pecho de nuestra madre,[15] acompañado por amor y afecto, caricias, un sentimiento de seguridad, calidez y bienestar, que constituyen nuestros primeros sentimientos de placer. Después ella misma nos dará comida sólida con sus manos, o inclusivo la masticará primero y la pondrá en nuestra boca, parcialmente digerida. Asociaciones tan poderosas no se borran fácilmente, si es que se borran alguna vez. Decimos «comida» como si fuera algo simple, un absoluto como la piedra o la lluvia. Pero en la mayoría de las vidas la comida es una gran fuente de placer, un complejo de satisfacciones tanto fisiológicas como emocionales, gran parte de las cuales implican memorias infantiles. La comida debe saber bien, debe recompensarnos, o no atizaríamos el fuego en cada una de nuestras células. Debemos comer para vivir, lo mismo que debemos respirar. Pero la respiración es involuntaria, y encontrar la comida no lo es; requiere energía y planificación, por lo que debe fascinarnos hasta el punto de arrancarnos de nuestra pereza natural. Nos saca de la cama todas las mañanas y nos obliga a vestirnos, ir a trabajar, y realizar tareas que pueden no gustarnos, durante ocho horas al día, cinco días a la semana, sólo para «ganarnos el pan de cada día», o para «ganarnos la sal», si queremos, de donde por otra parte viene la palabra salario. Y, como somos omnívoros, nos atraen muchos gustos, por lo que probaremos comidas nuevas. Cuando los niños crecen, se reúnen regularmente durante el día (a la hora de las comidas) para oír hablar a los adultos, hacer preguntas, aprender sobre costumbres, lengua, el mundo. Si el uso de la lengua no nació durante las comidas, ciertamente allí se desarrolló y se hizo más fluido, lo mismo que en las cacerías en grupo.
Tendemos a ver nuestro pasado distante a través de un telescopio invertido que lo comprime: un breve período como recolectores-cazadores, una larga etapa como gente «civilizada». Pero la civilización es un estadio reciente de la vida humana y, por lo que sabemos, puede no ser un gran logro. Puede no ser el estadio final. Hemos vivido en este planeta, como humanos reconocibles, durante alrededor de dos millones de años, y durante todo ese período —excepto los últimos dos o tres mil años— hemos sido recolectores-cazadores. Podemos cantar en coros y trabajar detrás de un escritorio, pero seguimos operando en el mundo con muchos de los gestos, motivos y habilidades de un recolector-cazador. Estas verdades no son cognoscibles. Si una civilización extraterrestre alguna vez tomara contacto con nosotros, el mejor regalo que podría darnos sería una caja con películas: películas de nuestra especie en cada estadio de su evolución. La conciencia, el gran poema de la materia, parece algo tan improbable, tan imposible, y sin embargo aquí estamos con nuestra soledad y nuestros sueños gigantes. Hablando por los agujeros del auricular del teléfono como a través de la rejilla de un confesionario, a veces compartimos nuestras emociones con un amigo, pero por lo general eso nos resulta demasiado desencarnado, demasiado parecido a gritar al viento. Preferimos hablar en persona, como si momentáneamente pudiéramos deslizamos dentro de sus sentimientos. Lo primero que hace nuestro amigo es ofrecernos comida y bebida. Es un acto simbólico, un gesto que dice: «Esta comida alimentará tu cuerpo como yo alimentaré tu alma». En tiempos difíciles, puede querer decir también: «Pondré en peligro mi propia vida compartiendo algo de lo que debo consumir para sobrevivir». Esos tiempos desesperados pueden ser historia antigua, pero la parte de nosotros forjada en esas pruebas acepta el vaso y el trozo de queso, y agradece.
COMIDA Y SEXO
¿Qué sería de las emociones del cortejo sin la comida? Como nos recuerda la escena deliciosamente sensual y atrevida de la taberna en el Tom Jones de Fielding, una comida puede ser el escenario perfecto para la seducción. ¿Por qué es tan sexy la comida? ¿Por qué una mujer se refiere a un hombre apuesto como un plato fuerte? ¿O una chica francesa llama a su amante mon petit chou (mi pequeño repollo)? ¿O un norteamericano dice de su novia que es una galletita? ¿O un inglés describe a una mujer atractiva como un bocado de crumpet (una masa plana, tostada, bien recubierta de mantequilla)? El hambre sexual y la física siempre han sido aliadas. Como necesidades rapaces que son, desde los albores de la humanidad siempre nos han estimulado y movido, a través de la hambruna y la guerra, hacia la saciedad y la serenidad.
Vista desde su lado bueno, cualquier comida puede ser considerada afrodisíaca. Los alimentos de forma fálica, como zanahorias, puerros, pepino, plátanos, anguilas y espárragos, han sido apreciados como afrodisíacos en un momento u otro, lo mismo que las ostras y los higos porque recordaban los genitales femeninos; el caviar porque eran huevas de una hembra; el cuerno de rinoceronte, los ojos de hiena, el morro del hipopótamo, la cola del caimán, la joroba del camello, los genitales del cisne, el cerebro de la paloma y la lengua del ganso, basándose en el principio de que algo tan raro y exótico debe tener poderes mágicos; las ciruelas (que eran ofrecidas gratis en los burdeles isabelinos); los melocotones (¿por la forma de sus semillas?); los tomates, llamados «manzanas del amor», de los que se pensaba que podían haber sido la tentación de Eva en el Jardín del Edén; cebollas y patatas, que tienen un aire testicular, así como las «ostras de las praderas», los testículos asados del toro; la raíz de la mandrágora, que se parece a los muslos y el pene de un hombre. El «cebo español», el afrodisíaco preferido del marqués de Sade, que condimentaba con él los bombones que ofrecía a las prostitutas y los amigos, se hace con pasta de un escarabajo del sur de Europa machacado. Contiene un irritante gastrointestinal y también produce mejor irrigación sanguínea, la combinación de lo cual produce una enérgica erección del pene o el clitoris, pero también daña los riñones; incluso puede ser fatal. El almizcle, el chocolate y las trufas también han sido considerados afrodisíacos y, por lo que sabemos, bien podrían serlo. Pero, como los sabios han dicho siempre, la parte más sexy del cuerpo y el mejor afrodisíaco del mundo es la imaginación.
Los pueblos primitivos vieron la creación como un proceso a la vez personal y universal; el suelo produce comida, y los humanos (a menudo hechos de arcilla o barro) producen niños. La lluvia cae del cielo e impregna la tierra, lo que hace surgir la fruta y el grano de la carne bronceada de la tierra, una tierra cuyas montañas parecen mujeres reclinadas, y cuyos manantiales brotan como hombres saludables. Los ritos de la fertilidad, si son realizados con el suficiente frenesí, pueden alentar a la naturaleza a no ahorrar su tesoro. En las antiguas festividades orgiásticas, los cocineros preparaban carnes y panes en forma de genitales, especialmente penes, y estatuas de hombres y mujeres de exagerados órganos sexuales presidían esas celebraciones en las que las parejas sagradas copulaban en público. Una mítica Gaia arrojaba leche de sus pechos y esa leche se convertía en las galaxias. La más antigua Venus nos muestra sus enormes pechos y caderas que simbolizaban la fuerza vital femenina, madre de cosechas y hombres. La tierra misma era una diosa, redonda y madura, radiante de fertilidad, cargada de riquezas. En general, se considera a las figuras de Venus como exageraciones de la imaginación, pero las mujeres de aquel entonces puede que fueran en realidad muy parecidas, todas pecho, vientre y trasero. Embarazadas, debieron de ser enormes masas de formas.
La comida es creación del sexo de las plantas o los animales, y nosotros la encontramos excitante. Cuando comemos una manzana o un melocotón, estamos comiéndonos la placenta de la fruta. Pero aun si no fuera así, y no asociáramos inconscientemente la comida con el sexo, igualmente la encontraríamos excitante por razones físicas. Usamos la boca para muchas cosas; para hablar y besar, tanto como para comer. Los labios, la lengua y los genitales tienen los mismos receptores nerviosos, llamados «bulbos terminales de Krause», que los hacen hipersensibles. Hay una similitud de respuesta entre todos esos órganos.
Un hombre y una mujer están sentados uno frente a otro en un restaurante de luz tenue. Un pequeño ramo de lirios rojos y blancos endulza el aire con un vago aroma a cinamomo. Pasa un camarero con una fuente de conejo en salsa. En la mesa vecina, un soufflé de fresas difunde su aroma. Las ostras abiertas, dispuestas sobre una fuente con hielo, cubren una a una la lengua de la mujer con un brillo satinado. Se huele el aroma del pan fresco en la canastilla. Las manos de ambos comensales se rozan justamente cuando van a coger pan. Él la mira a los ojos, como si quisiera fundirse con ella. Los dos saben dónde terminará ese delicioso preludio. «Tengo tanta hambre…», susurra ella.
EL PICNIC OMNÍVORO
Nos han invitado a cenar en casa de unos extraterrestres, y nos han pedido que llevemos a algunos amigos. Como anfitriones considerados, preguntan antes si tenemos alergias o prohibiciones en la dieta, y qué tipo de comida nos gustaría más. «¿Qué comen los humanos?», nos preguntan. Nuestra mente se llena de imágenes, una cornucopia de vegetales, animales, minerales, líquidos y sólidos, en un vasto espectro de estilos. A los masai les encanta beber sangre de vaca. Los orientales comen perro frito. Los alemanes comen col agria (sauerkraut), los norteamericanos pepinillos en vinagre, los italianos pajaritos fritos, los japoneses y otros pueblos comen hongos, los franceses comen caracoles con ajo. Los aztecas de clase alta comían perro asado (una variedad sin pelo llamada xquintli, que sigue criándose en México). A los chinos de la dinastía Chu les gustaban las ratas, a las que llamaban «ciervos caseros»,[16] y muchos pueblos siguen comiendo roedores, así como saltamontes, serpientes, pájaros, canguros, langostas marinas, caracoles y murciélagos. A diferencia de otros muchos animales, que conforman una parte pequeña pero amplia en la extensa red de la vida sobre la tierra, los humanos somos omnívoros. Una mala temporada para el eucalipto puede diezmar una población de koalas, que no tienen otra fuente de alimento. Pero los seres humanos son los grandes cuestionadores de la naturaleza. Nos deleitamos en la diversidad. En tiempo de sequía, podemos irnos a otra parte, o cortar un cactus o cavar un pozo. Cuando la plaga de langosta destruye nuestras cosechas, podemos comer plantas silvestres y raíces. Si nuestros ganados mueren, encontramos proteínas en insectos y bellotas. Sin embargo, ser omnívoro tampoco es tan fácil. Un koala no tiene por qué preocuparse por saber si el próximo bocado será venenoso. De hecho, el eucalipto es altamente venenoso, pero el koala tiene un intestino protector, así que se limita a comer eucalipto, como lo hicieron sus padres. Las vacas pacen sin temor la hierba y el grano. Pero los omnívoros comen con riesgo. Constantemente deben probar nuevas comidas para ver si son agradables y nutritivas, corriendo el riesgo de envenenarse. Se arriesgan con nuevos sabores, y al hacerlo suelen tomarle el gusto a algo raro que, aunque comestible, no es la clase de cosas que normalmente los atraería; por ejemplo, los pimientos picantes (que Colón introdujo en Europa), el tabaco, el alcohol, el café, las alcachofas o la mostaza. Cuando éramos recolectores-cazadores, ingeríamos una gran variedad de comidas. Algunos seguimos haciéndolo, pero lo más frecuente ahora es que agreguemos especias a lo que ya conocemos o encontramos a mano, para variar, como nos gusta decir. La monotonía no es nuestro código, aunque en algunos aspectos sea segura. La mayoría preferimos los alimentos cocidos a su frescura cruda de recién cazados. No tenemos los dientes hiperafilados de un carnívoro, pero tampoco los necesitamos; para ello hemos creado herramientas afiladas. Tenemos incisivos para morder la fruta, y molares para moler semillas y bayas, así como caninos para desgarrar la carne. A veces comemos berros y vaina de guisantes, y hasta los efluvios de las glándulas mamarias de la vaca, batidos hasta que se convierten en yogur, o congelados en forma de cubitos y fijados a trocitos de madera.
Nuestros anfitriones proponen que hagamos un picnic, ya que detrás de la casa hay un prado iluminado por dos soles, y creen que es un sitio adecuado para agasajarnos a nosotros y a nuestros amigos. Nuestro amigo japonés aprecia el aperitivo: sushi, que incluye langosta todavía viva. Nuestro amigo francés sugiere una baguette, o mejor aún croissants, las «medialunas» francesas, que tienen una historia improbable que él insiste en contarnos: para celebrar la victoria austríaca contra los turcos otomanos invasores, los reposteros crearon una masa con la forma de la luna creciente de la bandera turca, de modo que los vieneses pudieran devorar a sus enemigos en la mesa como habían hecho ya en el campo de batalla. Los croissants no tardaron en difundirse por Francia, y durante la década de 1920 viajaron, junto con otros elementos franceses, a los Estados Unidos. Nuestro amigo amazónico va directamente al plato principal: reyes y reinas hormigas, cuyo sabor es como el de la nuez, seguidos por tórtola asada y piraña de carne dulce. El amigo alemán en cambio insiste en que se incluya algo de spaetzle en el menú, con pan de centeno del más oscuro, el llamado pumpernickel, palabra que proviene del verbo pumpem, estallar en gases, y Nickel, el diablo, porque se piensa que era tan difícil de digerir que hasta al diablo le produciría flatulencias si lo probara. Nuestro amigo de Tasaday quiere natek, una pasta dura que su pueblo hace con ralladura de palma. El primo inglés pide un plato de lengua de buey, queso azul bien fermentado y de postre algo simple: nata y almendras adornando un budín de jalea y natillas relleno con bastoncitos de chocolate embebidos en jerez.
Para terminar nuestro almuerzo al aire libre, nuestro amigo turco propone hacer café a la turca, para el cual los granos se muelen en mortero en lugar de hacerlo en molinillo. Lo prepara él mismo, echando agua hirviente sobre el café molido, a través de un cedazo de plata. Hace un segundo cernido, y nos presenta el café más claro y brillante que hayamos tomado nunca. De acuerdo con la leyenda, explica, el café fue descubierto por un pastor del siglo IX, al advertir un día que sus cabras se ponían inquietas cuando comían las bayas de ciertos arbustos. Durante cuatrocientos años, sólo se pensó en masticar los granos. El café crudo no produce ningún tipo de infusión, pero en el siglo XIII alguien decidió tostar los granos, liberando un aceite acre y el aroma amargo que ahora nos es tan conocido. Nuestro amigo indio pasa terrones de azúcar, y nos dice que los dejemos disolver en la boca mientras tomamos el café, y nuestras mentes vuelven al primer caso registrado de uso de azúcar, en el Atharveda, un texto sagrado hindú del 800 a. C. que describe una corona real hecha de resplandecientes cristales de azúcar. Después hace circular un platillo de semillas de coriandro, tomamos unas pocas con la punta de los dedos, nos las ponemos en la lengua y sentimos cómo la boca se nos refresca con su aroma. Un picnic perfecto. Agradecemos a nuestros anfitriones la magnífica fiesta, y los invitamos a cenar próximamente en nuestra casa. «¿Qué comen los jujubarianos?», les preguntamos.
SOBRE EL CANIBALISMO Y LAS VACAS SAGRADAS
Aun cuando en los gulags soviéticos la comida principal era la sopa de hierbas, según cuenta Solzhenitsin en Un día en la vida de Iván Denisovich, los seres humanos no aprecian mucho la madera ni las hojas de árbol ni la hierba; la celulosa es indigerible. Tampoco nos resulta fácil comer excrementos, aunque algunos animales los adoran; ni tiza ni petróleo. Por otro lado, los tabúes culturales nos obligan a dejar de lado muchos alimentos que no tienen nada de malo. Ni judíos ni árabes comen cerdo, los hindúes no comen carne de vaca, y los norteamericanos en general no comen perro, rata, caballo, saltamontes, larvas ni otras muchas comidas con las que se deleitan otros pueblos del mundo. El antropólogo Claude Lévi-Strauss descubrió que las tribus primitivas designaban a las comidas como «buenas para pensar» o «malas para pensar». La necesidad, madre de la invención, da a luz muchos códigos de conducta. Pensemos en la «vaca sagrada», una idea tan asombrosa que ha pasado a nuestro vocabulario para señalar una cosa, hecho o persona considerados sacrosantos. Aunque la India tiene una población de alrededor de setecientos millones y una enorme necesidad de proteínas, se deja que alrededor de doscientos millones de ejemplares de ganado vacuno deambulen por las calles como deidades mientras mucha gente muere de hambre. La vaca desempeña un papel central en el hinduismo. Como explica Marvin Harris en La vaca sagrada y el cerdo abominable:
La protección y adoración de la vaca también simboliza la protección y adoración de la maternidad humana. Tengo una colección de coloridos almanaques indios que muestran vacas enjoyadas, con ubres hinchadas y caras de hermosas madonnas humanas. «La vaca es nuestra madre. Nos da leche y mantequilla. Da a luz al ternero que será el buey con que araremos la tierra y obtendremos comida». A los críticos que se oponen a la costumbre de alimentar vacas demasiado viejas para tener terneros y producir leche, el hindú responde: «¿Usted mandará al matadero a su madre cuando sea vieja?».
No sólo la vaca es sagrada en la India: hasta el polvo bajo sus huellas es sagrado. Y según la teología hindú trescientos treinta millones de dioses viven dentro de cada vaca. Hay muchas razones que explican el desarrollo de esta peculiaridad nacional: un factor puede ser que una tierra superpoblada como la India no puede permitirse la crianza de ganado para comer, sistema que es extremadamente ineficaz. Cuando la gente come animales que se han alimentado de grano, «nueve de cada diez calorías y cuatro de cada cinco gramos de proteína se pierden para el consumo humano». El animal consume la mayor parte de los nutrientes. De ahí que el vegetarianismo pueda haber evolucionado como un remedio, y haberse convertido en ritual mediante la religión. «Creo que la emergencia del budismo estuvo relacionada con el sufrimiento de las masas y el empobrecimiento ambiental», escribe Harris, «porque hacia la misma época aparecen en la India varias religiones semejantes en su mandamiento de no matar». Entre ellas el jainismo, cuyos sacerdotes no sólo se ocupan de atender a gatos y perros callejeros, sino que tienen un cuarto separado en sus chozas para los insectos. Cuando caminan por la calle, un asistente va delante barriendo los insectos que podrían caer bajo sus pies, y utilizan mascarillas de gasa para no inhalar accidentalmente un mosquito u otro insecto.
Hay un tabú que está en lo más alto de la escala de lo prohibido e impensable: el canibalismo. La idea del canibalismo está tan lejos de nuestras vidas ordinarias, que podemos emplear sin problemas el eufemismo comer en un contexto sexual y nadie pensará que hablamos literalmente. Pero los omnívoros pueden comer cualquier cosa,[17] incluso unos a otros, y la carne humana es una de las mejores fuentes de proteínas. Los pueblos primitivos de todo el mundo se han permitido el canibalismo, siempre en términos rituales, pero a veces también como una fuente clave de las proteínas que faltaban en su dieta. Para muchos es una cuestión de caza de cabezas, exhiben la cabeza del enemigo con mucha magia y jactancia y, para no desperdiciar nada, se comen el cuerpo. En la Edad de Hierro británica, los celtas consumían grandes cantidades de carne humana. Algunas tribus de indios americanos torturaban y luego se comían a sus cautivos, y los detalles (relatados por misioneros cristianos que observaron los ritos) ponen los pelos de punta. Durante una celebración de cuatro noches, en 1487, se dice que los aztecas sacrificaron a unos ochenta mil prisioneros, cuya carne fue compartida con los dioses, pero en su mayor parte devorada por una gran población hambrienta. En El poder del mito, el difunto Joseph Campbell, sabio observador de las costumbres de muchas culturas, habla de un ritual caníbal en Nueva Guinea que «pone en escena, en una sociedad de agricultores, el mito de la muerte, la resurrección y el consumo caníbal». La tribu entra en un campo sagrado, donde canta y toca tambores durante cuatro o cinco días, y quiebra todas las reglas en una desenfrenada orgía sexual. En ese rito de virilidad, se introduce por primera vez en el sexo a los jóvenes varones:
Hay un gran cobertizo hecho con enormes troncos apoyados en otros dos troncos erguidos. Aparece una joven adornada como una deidad, y se la hace acostar en un sitio a propósito, debajo del gran techo. Los muchachos, seis más o menos, al son de los tambores y los cánticos, tienen con ella su primera experiencia sexual, uno tras otro. Y cuando el último muchacho está en pleno abrazo, los troncos soporte son retirados y el techo cae y mata a la pareja. Se trata de la unión del macho y la hembra (…) como lo era en el comienzo. (…) Es la unión de la concepción y la muerte. Las dos cosas a la vez.
Después la pareja es extraída de los escombros y asada y comida esa misma noche. El rito es la repetición del acto original de la muerte de un dios seguida por la obtención de comida a partir del salvador muerto.
Cuando el explorador doctor Livingston murió en África, sus órganos, al parecer, fueron comidos por dos de sus seguidores nativos como un modo de absorber su fuerza y su coraje. La comunión, en la Iglesia católica, representa una ingestión simbólica del cuerpo y la sangre de Cristo. Algunas formas de canibalismo eran más sanguinarias que otras. Según Philippa Pullar, los sacerdotes druidas «practicaban la adivinación acuchillando a un hombre a la altura del diafragma, y pronosticaban el futuro por las convulsiones de sus miembros y el manar de la sangre. (…) Después (…) lo devoraban». El canibalismo no nos horroriza por una cuestión de respeto a la vida humana, sino porque nuestros tabúes sociales lo prohíben, o, como dice Harris, «el verdadero enigma es por qué nosotros, que vivimos en una sociedad que perfecciona constantemente el arte de producción masiva de cuerpos humanos para los campos de combate, encuentra a los humanos buenos para matar pero malos para ser comidos».[18]
EL FLORECIMIENTO DE LA PAPILA GUSTATIVA
Vistas a través de un microscopio electrónico, nuestras papilas gustativas parecen tan inmensas como los volcanes de Marte, mientras que las de un tiburón son bellos montículos de una textura suave, de color pastel… al menos hasta que recordamos para qué las usan. En realidad, las papilas gustativas son extremadamente pequeñas. Los adultos tienen unas diez mil, agrupadas por «tema» (salado, agrio, dulce, amargo) en distintos sitios de la boca. Dentro de cada una, cincuenta células gustativas se ocupan de transmitir información a una neurona, la que alertará al cerebro. En el centro de la lengua no se lleva a cabo mucha degustación, pero también hay algunas papilas gustativas en el paladar, la faringe y las amígdalas, que cuelgan como murciélagos en las húmedas paredes de una caverna. Los conejos tienen diecisiete mil papilas gustativas, los papagayos apenas unas cuatrocientas, las vacas veinticinco mil. ¿Para qué tantas? Quizá la vaca las necesite para poder disfrutar de su inquebrantable dieta de hierba.
Con la punta de la lengua gustamos las cosas dulces; las amargas, con la parte posterior; las agrias, con los laterales, y las saladas con toda la superficie, pero sobre todo con la punta delantera. La lengua es como un reino dividido en principados de acuerdo con el talento sensorial. Sería como si todos los que pudieran ver vivieran al este, los que pudieran oír, al oeste, los que pudieran gustar, al sur, y los que pudieran tocar, al norte. Un sabor viajando por ese reino no es reconocido del mismo modo en dos lugares. Si lamemos un helado, un caramelo o un dedo manchado de crema, tocamos el alimento con la punta de la lengua, donde están las papilas especializadas en lo dulce, lo que le da a la maniobra una medida extra de placer. Un cubito de azúcar puesto bajo la lengua no parecerá tan dulce como uno puesto sobre la lengua. Nuestro umbral más bajo es el de lo amargo. Esto se debe a que nuestras papilas gustativas para lo amargo están en la parte posterior de la lengua; como última defensa contra el peligro, pueden producirnos una arcada e impedir que la sustancia se deslice hasta el estómago. Hay personas que de hecho tienen arcadas cuando toman quinina, beben café por primera vez, o prueban las aceitunas. Nuestras papilas gustativas pueden detectar el dulzor en algo aun cuando sólo sea dulce una parte de cada doscientas. Las mariposas y moscardones, que tienen casi todos órganos gustativos en sus patas delanteras, sólo necesitan pisar una solución dulce para gustarla. Perros, caballos y muchos otros animales tienen preferencia por lo dulce, como nosotros. Podemos detectar lo salado en una disolución de proporción uno a cuatrocientos; lo agrio, en una parte por cada dos millones. De ahí que no necesitemos reconocer lo venenoso por un gusto particular; nos basta con que sepa a amargo. La distinción entre sustancias dulces y amargas es tan esencial para nuestras vidas que incluso ha ocupado un lugar en el lenguaje. Los niños, la felicidad, un buen amigo, un amante, son cosas a las que calificamos de «dulces». La pena, un enemigo, el dolor, el desengaño, una discusión son «amargos». La «píldora amarga» que tanto tememos metafóricamente bien podría ser veneno.
En inglés, las papilas gustativas se llaman buds, capullos; la denominación proviene de dos científicos alemanes del siglo pasado, Georg Meissner y Rudolf Wagner, que descubrieron los montículos de células gustativas, solapados como pétalos. Las papilas gustativas se gastan en una semana o diez días, y son reemplazadas, aunque después de los cuarenta y cinco años el reemplazo no es tan frecuente; nuestro paladar se fatiga con la edad. Se necesita un gusto más intenso para producir el mismo nivel de sensación, y son los niños los que tienen el gusto más afinado. La boca de un bebé tiene muchas más papilas gustativas que la de un adulto, incluso dispone de algunas en la cara interna de las mejillas. Los niños adoran los dulces en parte porque la punta de su lengua, más sensible al azúcar, no se ha desgastado por años de trabajo o por tomar la sopa antes de que se enfríe. Una persona nacida sin lengua, o que la ha perdido, aún puede gustar. Brillat-Savarin cuenta el caso de un francés, en Argelia, que fue castigado por un intento de evasión de la cárcel, por lo cual «le cortaron la parte delantera de la lengua». Le resultaba difícil y laborioso tragar, pero podía gustar bastante bien, «aunque las cosas muy agrias o amargas le causaban un dolor casi insoportable».
Así como podemos oler algo sólo cuando empieza a evaporarse, únicamente podemos gustar algo cuando empieza a disolverse, y no podríamos hacerlo sin saliva. Cualquier gusto que podamos imaginarnos (desde el mango hasta los huevos) es el resultado de una combinación de los cuatro gustos primarios más uno o dos extras. Y aun así podemos distinguir entre gustos con finura, como lo hacen los degustadores de vinos, tés o quesos. Los griegos y romanos, que eran muy exigentes con el pescado, podían decir, con sólo probarlo, de qué aguas provenía. Aunque, por preciso que sea nuestro sentido del gusto, siempre pueden sorprendernos las ilusiones. Por ejemplo, el glutamato de sodio no parece más salado que la sal de mesa, pero en realidad contiene mucho más sodio. Uno de sus ingredientes, el glutamato, bloquea nuestra capacidad de sentirlo salado. Un neurólogo de la Facultad de Medicina Albert Einstein midió una vez la cantidad de glutamato de sodio de un plato de sopa, en un restaurante chino de Manhattan, y encontró 7,5 gramos, lo que equivale a todo el sodio que uno debería ingerir en un día entero.
Después de cepillarnos los dientes por la mañana, el jugo de naranja parece más amargo. ¿Por qué? Porque nuestras papilas gustativas tienen membranas que contienen fosfolípidos, y el dentífrico contiene un detergente que degrada las grasas. De modo que el dentífrico ataca las membranas con su detergente, y las deja desnudas; después las sustancias químicas que contiene la pasta, como el formaldehído, la greda y la sacarina, provocan un gusto agrio al mezclase con los ácidos cítrico y ascórbico del jugo de naranja. Masticar hojas de asclepiadácea (una parienta del vencetósigo) hace desaparecer nuestra capacidad de gustar lo dulce; en ese caso, el azúcar nos parece apenas algo arenoso. Cuando los africanos mastican una baya que ellos llaman «fruto del milagro», se les hace imposible sentir lo agrio: los limones parecen dulces, como también el vinagre y el ruibarbo. Cualquier cosa horriblemente agria se vuelve deliciosamente dulce. Una solución lo bastante suave de sal puede parecer dulce, y hay gente que sala los melones para realzar su dulzor. Las sales de plomo y de berilio pueden saber engañosamente dulces, aun cuando son venenosas y deberíamos sentirlas como amargas.
Dos personas nunca sienten el mismo sabor de una misma cosa. La herencia permite que haya personas que coman espárragos y su orina luego tenga un aroma agradable (como describe Proust en En busca del tiempo perdido), o coman alcachofas y después les parezca dulce cualquier bebida, hasta el agua. Algunas personas son más sensibles a lo amargo, a otras les repugna la sacarina, mientras que otras adoran las gaseosas dietéticas. Los amantes de lo salado tienen la saliva más salada. Sus bocas están acostumbradas a un nivel de sodio más alto, y la comida debe estar más salada antes de que la puedan registrar como salada. Por supuesto, la saliva de cada uno es diferente y distintiva, condicionada por la dieta, por ser o no fumador, por la herencia, quizá incluso por el humor.
¡Es curioso cómo, al crecer, adquirimos ciertos gustos! A los niños pequeños no les gustan las aceitunas, la mostaza, el pimiento, la cerveza, las frutas ácidas ni el café. Después de todo, el café es amargo, un sabor perteneciente al campo de lo prohibido y peligroso. Al comer un pepinillo en vinagre se desafía al sentido común, se pasa por encima de las advertencias del cuerpo, a fuerza de pura razón. Tranquilo, no es peligroso, dice el cerebro, es novedoso e interesante, un cambio, una diversión.
El olfato contribuye en buena medida al gusto. Sin olfato, el vino seguiría mareándonos y calentándonos, pero mucho de su hechizo se habría perdido. Con frecuencia, olemos algo antes de comerlo, y eso basta para hacernos salivar. El olfato y el gusto comparten un mismo conductor de aire, como los inquilinos de un mismo edificio que saben qué está cocinando el vecino. Cuando algo permanece en la boca, podemos olerlo, y cuando inhalamos una sustancia amarga (un descongestionador nasal, por ejemplo) podemos sentir un gusto metálico en la garganta. El olor nos llega antes que el gusto: se necesitan veinticinco mil moléculas más de pastel de cerezas para gustarlo que para olerlo. Un resfriado, al inhibir el olfato, embota el gusto.
A velocidad normal, masticamos cien veces por minuto. Pero si dejamos que algo quede en la boca, sentimos su textura, olemos su aroma, lo hacemos rodar sobre la lengua, lo masticamos lentamente, lo que estamos haciendo es saborearlo, empleamos varios sentidos en un disfrute gustativo. El sabor de un alimento incluye su textura, su olor, su temperatura, su color y hasta el dolor que produce (como en el caso de algunas especias), entre muchos otros rasgos. Como somos seres sonoros, nos gusta que algunos alimentos lleguen a nuestros oídos más que otros. Es agradable oír el crujido de una zanahoria cruda al masticarla, el siseo de una chuleta en la parrilla, el susurro de la sopa al acercarse al punto de hervor o el repiqueteo del cereal en el bol del desayuno. Los «ingenieros alimentarios», magos de la persuasión sutil, crean productos que apelan a la mayor cantidad de sentidos posible. Los directores de las compañías contratan a los mejores especialistas en el diseño de comidas rápidas. Como señala con buen humor David Bodanis en The Secret House, las patatas fritas son:
un ejemplo de las comidas de destrucción total. El ataque feroz al sobre de plástico, los cortes y estirones necesarios, y calculados por los fabricantes. Pues lo que importa en las comidas crujientes es que hagan más ruido que las no crujientes. (…) Los envoltorios desechables ponen al usuario de humor favorable. (…) La comida crujiente debe ser más sonora en los registros superiores. Tiene que producir un estrépito de alta frecuencia; los alimentos que producen bajas frecuencias pueden ser ruidosos pero no crujientes.
Los fabricantes hacen las patatas fritas demasiado grandes como para que quepan enteras en la boca, porque para oír el sonido de alta frecuencia es preciso tener la boca abierta. Las patatas fritas son en un ochenta por ciento aire, y cada vez que masticamos una rompemos las células de aire y provocamos ese ruido que llamamos «crujido». Bodanis pregunta:
¿Cómo lograr paredes celulares lo bastante rígidas para que produzcan esos altos armónicos? Almidonándolas. Los gránulos de almidón de las patatas son idénticos al almidón de los cuellos de las camisas. (…) La composición química es casi la misma. (…) Todas las patatas se empapan en aceite. (…) De modo que es una esquirla de almidón y aceite volátiles lo que produce la onda cónica de presión de aire cuando nuestro audaz consumidor de patatas fritas da el mordisco.
Se trata de patatas fritas de alta tecnología, por supuesto. La patata frita original fue inventada en 1853 por George Crum, un cocinero del Moon Lake Lodge, en Saratoga Springs, Nueva York, que se picó tanto con un cliente que le pedía las patatas más y más delgadas, que terminó cortándolas en tajadas ridiculamente (según él) finas, y las frió hasta que quedaron duras. Al cliente le encantaron y con el tiempo Crum abrió su propio restaurante, especializado en las nuevas patatas fritas.
La boca es la que mantiene cerrada la cárcel de nuestro cuerpo. Nada entra en nuestro cuerpo, ya sea para traer auxilio o daño, sin pasar antes por la boca, lo que explica que su desarrollo haya sido tan temprano en la evolución. Gusanos, insectos y animales superiores, todos tienen boca. Hasta los animales de una sola célula, como los paramecios, tienen boca, y en los embriones humanos la boca aparece de inmediato. La boca es algo más que el comienzo del largo tubo que termina en el ano: es la puerta al cuerpo, el sitio donde damos la bienvenida al mundo, el salón donde se realizan las grandes negociaciones. Usamos la boca para otras cosas: para el lenguaje, si somos humanos; para agujerear la corteza de los árboles, si somos pájaros carpinteros; para chupar sangre, si somos mosquitos. Pero lo principal que hace la boca es alojar la lengua, una gruesa tira de tejido muscular provista de diminutas abrazaderas, como si fuera un atleta.
LA CENA DEFINITIVA
Los antiguos romanos adoraban las voluptuosidades de la comida: el latigazo de la pimienta, el placer-dolor de los platos agridulces, la sensualidad ahumada de los curries, la sorpresa de animales delicados y extraños, en cuyas vidas exóticas pensaban mientras los devoraban, las salsas que les recordaban los aromas y gustos del amor. Era una época de fortunas fabulosas y de miseria. Los pobres servían a los ricos, y podían ser azotados por una palabra imprudente, o destruidos por diversión. A los ricos, el aburrimiento les visitaba como un pariente inoportuno, lo que les obligaba a dedicar la mayor parte de sus vidas al espectáculo. Las orgías y las cenas eran sus principales diversiones, y los romanos sabían divertirse con la frescura de un pueblo completamente ajeno al molesto sentimiento de la culpa. En su cultura, el placer brillaba como un bien en sí mismo, un logro positivo, que no dejaba nada de que arrepentirse. Epicuro hablaba por toda su sociedad al preguntar:
¿Acaso el hombre debería desperdiciar los dones de la naturaleza? ¿Nació para comer sólo sus frutos más amargos? ¿Para quién se abren esas flores, que los dioses pusieron a los pies de los mortales? (…) Es un modo de complacer a la Providencia entregarnos a los variados deleites que ella misma nos sugiere; nuestras mismas necesidades surgen de sus leyes, y nuestros deseos, de sus inspiraciones.
En su lucha contra el enemigo Aburrimiento, los romanos pusieron en práctica cenas que duraban toda la noche y compitieron en la creación de platos raros e ingeniosos. En una cena, un anfitrión sirvió progresivamente ejemplares menores de la cadena alimentaria, que eran relleno de los más grandes: dentro de un ternero había un cerdo, dentro del cerdo, un cordero, dentro del cordero, un pollo, dentro del pollo, un conejo, dentro del conejo, un lirón, y así sucesivamente. Otro sirvió una variedad de platos que parecían diferentes pero estaban todos hechos con los mismos ingredientes. Eran frecuentes las cenas con un tema, y podían incluir una suerte de caza del tesoro, en la que los invitados que encontraban el cerebro del pavo real o la lengua del flamenco recibían un premio. Dispositivos mecánicos podían hacer que bajaran del techo acróbatas que traían el plato siguiente, o trasladaban una fuente de huevas de lamprea con una polea en forma de anguila. Los esclavos ponían guirnaldas de flores a los invitados, y les frotaban el cuerpo con ungüentos perfumados para relajarlos. El suelo podía estar cubierto hasta la altura de las rodillas con pétalos de rosa. Los platos se sucedían, algunos con salsas picantes para despertar las papilas, otros con salsas aterciopeladas para adormecerlas. Mediante tubos se bombeaba al salón aire aromático y los invitados eran rociados con pesados perfumes animales como la algalia o el ámbar gris. A veces, la comida misma arrojaba un chorrito de azafrán o agua de rosas a la cara del comensal, o al romper una cáscara saltaba un pájaro, o resultaba ser incomestible (porque era de oro puro). Los romanos eran devotos de lo que los alemanes llaman Schadenfreude, es decir que obtenían un placer exquisito de las desdichas ajenas. Les gustaba rodearse de enanos, incapacitados y deformes, que actuaban o se exhibían en las fiestas. Calígula hacía combatir a gladiadores sobre la misma mesa de la cena, y le agradaba que salpicaran a los invitados con sangre y sudor. No todos los romanos eran sádicos, pero sí lo eran muchos de entre los ricos y casi todos los emperadores; les estaba permitido torturar, maltratar o incluso matar a sus esclavos, según quisieran. De al menos un aristócrata romano se cuenta que hizo engordar sus anguilas con la carne de sus esclavos. No puede asombrar que el cristianismo surgiera como un movimiento apoyado por las masas de esclavos, y pusiera en primer plano la negación de sí mismo, la austeridad, la pobreza como heredera del mundo, una vida rica y libre después de la muerte y, en última instancia, el castigo para los ricos amantes del lujo, que tendrían por recompensa las torturas eternas del infierno. Como observa Philippa Pullar en Consuming Passions, fue de esa «conciencia de clase y de orgullo por la pobreza y la simplicidad de la que nació el odio al cuerpo. (…) Todas las sensaciones agradables fueron condenadas, todas las armonías de gusto y aroma, sonido, vista y tacto, debían ser resistidas con firmeza por los candidatos al Paraíso. El placer era sinónimo de culpa, sinónimo de Infierno. (…) “Que vuestras compañeras sean mujeres pálidas y delgadas por el ayuno”, instruía Jerónimo». O, en palabras de Gibbon, «se pensó que toda sensación ofensiva al hombre sería aceptable para Dios». Así, la negación de los sentidos se volvió parte de un credo cristiano de salvación. Los Shakers crearían más tarde sus bancos y sillas de madera desnuda, y sus ataúdes sin adornos, con el mismo espíritu, pero ¿qué harían ahora con la voluptuosidad con que los coleccionistas disfrutan de los muebles Shaker no como una simple necesidad sino como una extravagancia, como arte, como un exceso caro para lucirse? La palabra «vicario» en su sentido lato se refiere al cónsul de Dios en la Tierra, que vivía como una isla en la corriente feroz de la vida, delicado, al margen, intocable, mientras los matrimonios producían hijos, los toros morían, las cosechas se consumían en el fuego o desaparecían bajo las aguas, y las celestinas locales organizaban fiestas para él con matronas y picantes jovencitas (más ardientes de lo que podía resistir el brío de un santo). No es de extrañar que vivieran «vicariamente», y a veces se rindieran a las manías alimentarias y al pecado. El puritanismo denunció las especias como excitantes del sexo; después entraron en escena los cuáqueros, que hicieron un tabú de cualquier tipo de lujo, y no tardó en haber revueltas contra estas revueltas. La comida siempre ha estado asociada a los ciclos de la sexualidad, el abandono de la moral y la restricción y otra vez una vuelta a la sexualidad. Pero nadie lo hizo con tan flagrante convicción como los antiguos romanos.
Es muy posible que el Imperio Romano cayera por causa del envenenamiento con plomo, que puede producir abortos, infertilidad, una cantidad de enfermedades y demencia. El plomo intoxicó la vida de los romanos: no sólo sus conductos de agua, recipientes y vajillas contenían plomo, sino que también lo contenían sus cosméticos. Pero antes de envenenarse pusieron en escena una de las fiestas más locas y lujosas que se hayan visto nunca, con gente que comía acostada, dos, tres o más en un diván. Mientras poetas libertinos como Catulo escribían poemas de amor para uno u otro sexo, Ovidio los escribía, llenos de encanto, sobre su firme amor a las mujeres, y contaba cómo ellas atormentaban su alma, y cómo se entregaban a juegos de seducción en las cenas. «Si me ofrecieran un paraíso sin sexo», escribió, «les diría no, gracias; las mujeres son un infierno tan dulce». En uno de sus poemas, le advierte a su amante que, ya que ambos han sido invitados a la misma cena, lo más probable es que él la vea allá con su marido. «No dejes que te bese en el cuello», le dice Ovidio, «eso me volvería loco».
COMIDAS MACABRAS
Cuando los refinados romanos conquistaron las salvajes islas británicas, también su cocina las conquistó. Como señaló Pullar, las palabras anglosajonas cook y kitchen derivan del latín, lo que indica que los romanos influyeron en ambas esferas, sin duda elevando mucho el nivel de sofisticación. Los gustos medievales siguieron siendo gustos romanos (salsas agridulces, platos con especias y con curry). Fueron los cruzados los que desarrollaron la predilección por las especias de Oriente (cinamomo, nuez moscada, cardamomo, macis, clavo de olor y aceite de rosa), como ya lo habían hecho con los perfumes, las sedas, los tintes, las prácticas sexuales imaginativas y otras delicadezas. Los británicos pobres vivían en la miseria y los ricos en el lujo, con fiestas ostentosas para celebrar matrimonios y otros eventos. Muchos autores han escrito que a los cocineros medievales se les iba la mano con las especias para disfrazar el olor de la carne en mal estado, pero el amor por las especias era una herencia de los romanos y los cruzados.
En la Inglaterra del siglo XVIII, surgieron algunos de los hábitos culinarios más extraños cuando los aburridos habitantes de las ciudades empezaron a fascinarse con el sadismo, la brujería y un sentido de la diversión que hacía mucho uso de mazmorras y esqueletos. Se les ocurrió la idea de que torturar a un animal hacía su carne más sabrosa y sana, y aun cuando Pope, Lamb y otros escribieron con repugnancia sobre esa afición, la gente siguió entregándose a prácticas que transformaban sus cocinas en mataderos. Cortaban en tiras el pescado vivo, lo que, según decían, hacía más firme la carne; torturaban a los toros antes de matarlos porque decían que de otro modo su carne era insalubre; hacían más tierna la carne de cerdos y terneros azotando a los animales con cuerdas anudadas hasta matarlos; a las aves de corral las colgaban cabeza abajo y las dejaban desangrar lentamente; despellejaban animales vivos. Las recetas de la época empezaban todas más o menos en este tono: «Tome un gallo rojo no muy viejo y golpéelo hasta matarlo…». Todo lo cual estaba auspiciado por la peculiar idea de que el gusto de la carne de un animal podía mejorar si el pobrecito pasaba antes por un verdadero infierno. El doctor William Kitchiner, en The Cook’s Oracle, cita una receta grotesca de un cocinero llamado Mizald, para preparar y comer un ganso o un pato vivo:
Tome un ganso o un pato y quítele todas las plumas del cuerpo, dejando sólo las de la cabeza y el cuello; después haga un fuego alrededor de él, no demasiado cerca, para que el humo no lo asfixie y el fuego no lo queme demasiado pronto; tampoco demasiado lejos, para que el animal no pueda escapar; dentro del círculo de fuego debe haber pequeños potes de agua con sal y miel, y también manzanas cortadas en trozos pequeños y puestas en un plato. El ganso tiene que estar bien untado de manteca; se enciende el fuego alrededor de él y, sin demasiada prisa, se ve cómo empieza a tostarse; el ganso camina de aquí para allá e intenta volar, pero el fuego se lo impide; querrá entonces beber del agua para saciar la sed y enfriar el corazón y todo el cuerpo, y la manzana lo hará defecar y limpiarse. Y cuando se ase y consuma por dentro, es preciso humedecerle la cabeza y el corazón con una esponja, y cuando lo vea mareado y empiece a tropezar, es que su corazón necesita humedad y ya está bastante asado. Sáquelo y sírvalo a sus invitados; lo oirá gritar cuando le corte una parte, y se lo habrán comido casi por completo antes de que muera: ¡es una experiencia sumamente placentera!
EL CORAZÓN DE LOS ANTOJOS
«No me gusta», decimos, con lo que nos referimos a una preferencia personal, y es sorprendente cuánto pueden variar los gustos personales… pero sólo cuando no está en juego la supervivencia. Cuando trabajé en un rancho ganadero en Nuevo México, comía en la cocina con el resto de los vaqueros, la mayoría de los cuales eran inmigrantes mexicanos con poca educación académica y ninguna sobre alimentación. Sus jornadas de trabajo eran tan duras que sus cuerpos terminaban tomando la iniciativa y dictándoles lo que necesitaban para sobrevivir a la labor física y al aplastante calor del día. Todas las mañanas, desayunaban proteínas puras (hasta seis huevos, con dos vasos de leche entera, y tocino). Aunque bebían mucha agua y limonada, menospreciaban el café, el té y otras bebidas con cafeína. Casi no comían postres, y muy poco azúcar, pero cada comida incluía los pimientos más picantes. Solían ponérselos sobre pan para conseguir un bocadillo de lo más ardiente. Por la noche cenaban ligero, y la comida consistía principalmente en carbohidratos. Si se les preguntaba, decían simplemente que comían lo que les gustaba, lo que querían, pero su gusto en comidas había surgido evidentemente de la necesidad de dar combustible a los rigores de su vida.
Esa actitud autoprotectora también se da en mayor escala: países enteros prefieren una cocina que los ayude a mantenerse frescos (en el Medio Oriente) o sedados (en los trópicos) o los proteja contras enfermedades regionales, como demuestran Pete Farb y George Armelagos en su libro que, como el de Pullar, se titula Consuming Passions: «El chow etíope, que consiste primordialmente en ají pero contiene más de quince especias, inhibe casi completamente el estafilococo, la salmonella y otros microorganismos». Los pimientos picantes contienen altas cantidades de betacaroteno (convertido por el cuerpo en vitamina A), que tiene propiedades antioxidantes y combate el cáncer, así como capsicina, que hace sudar, con lo que baja la temperatura corporal. Pensemos en el tradicional hábito inglés de tomar té con leche: el té contiene mucho tanino, que es tóxico y puede causar cáncer, pero la proteína de la leche reacciona con el tanino de un modo protector, e impide que el cuerpo lo absorba. El cáncer de esófago es mucho más frecuente en países como Japón, donde el té se bebe puro, que en Inglaterra, donde se le agrega un chorrito de leche. Farb y Armelagos describen algunas interesantes costumbres nacionales adicionales:
Los campesinos mexicanos preparan el maíz para hacer tortillas remojándolo en agua en la que previamente se han disuelto partículas de cal, práctica que por cierto a nosotros nos parece extraña. Pero (…) esta preparación multiplica el contenido de calcio en por lo menos veinte veces el que tiene originalmente el maíz, al tiempo que probablemente aumenta la disponibilidad de ciertos aminoácidos, lo que es importante porque los campesinos viven en un ambiente donde la comida animal es escasa. (…) En algunos lugares de África se come el pescado envuelto en hojas de banano, cuya acidez disuelve las espinas del pescado y libera el calcio que hay en ellas; la costumbre francesa de cocinar el pescado con acedera tiene el mismo efecto. La comida putrefacta (…) que se consume en muchas sociedades (…) aumenta en valor nutritivo (…) puesto que las bacterias que causan la putrefacción producen vitaminas como la B1.
No hay duda de que, al menos respecto a ciertos nutrientes, si una persona sufre una auténtica necesidad, cierta arcana sabiduría del cuerpo toma el mando. Los que padecen la enfermedad de Addison sufren de una deficiencia de adrenalina. Pues bien, estos enfermos adoran la sal, se medican a sí mismos inconscientemente. Un modo como lo hacen es comiendo grandes cantidades de regaliz, que contiene ácido glasorísico, una sustancia que produce retención de sodio, y aunque los médicos por cierto no lo recetan, se encuentran con que los pacientes del mal de Addison se sienten mejor si comen mucho regaliz.
Algunos indios quechuas del Perú subsisten en gran medida comiendo patatas, pero como la estación de este tubérculo es tan corta, con frecuencia se ven obligados a comerlas a medio madurar. La patata contiene solanina, un alcaloide amargo y tóxico, pero los quechuas saben que si untan la patata con arcilla de caolín no sienten lo amargo y sus estómagos no sufren. El caolín limpia los alcaloides de las patatas, y las hace a la vez más sabrosas y nutritivas.
Es curioso pensar en la gente comiendo tierra. La sal es el único mineral que parecemos apreciar, pero eso se debe a que somos pequeños ambientes marinos móviles, con sal en la sangre, en la orina, en nuestra carne, en las lágrimas. No obstante, en algunos mercados al aire libre del sur de los Estados Unidos puede conseguirse arcilla. Las mujeres embarazadas la compran. En África, las embarazadas ocasionalmente comen termiteros. Es como si buscaran calcio y otros minerales que faltan en su dieta. En Ghana, algunas aldeas viven de la venta de bolas de arcilla en forma de huevo, ricas en potasio, magnesio, zinc, cobre, calcio, hierro y otros minerales. La necesidad de una embarazada de ingerir productos lácteos está plenamente justificada porque si el feto no recibe suficiente cantidad de calcio lo tomará de los huesos y los dientes de su madre. La mayoría de las culturas tienen tabúes para las mujeres embarazadas (algunos peces, hongos o especias que no deben comer), pero esto no tiene nada que ver con los frecuentes «antojos» que suelen sentir por una comida en particular. El aumento del volumen de sangre de una embarazada baja su nivel de sodio, como resultado de lo cual ya no percibe lo salado como lo percibía antes, y puede querer cosas realmente saladas. Entre las muchas explicaciones de por qué las embarazadas quieren de pronto comer helado u otros dulces, una de las teorías modernas más interesantes es que necesitan alimentos que produzcan serotonina, un neurotransmisor que necesitarán para soportar los dolores del parto.
Algunas comidas pueden estimular las endorfinas (analgésicos del tipo de la morfina, producidos por el cerebro) y darnos una sensación de bienestar y calma. Por eso, aunque sabemos que las comidas saladas, las grasas, los caramelos y otros dulces no son buenos para la salud, igual nos gustan. Los neurobiólogos sospechan que las endorfinas y otras sustancias neuroquímicas controlan nuestro apetito de ciertas clases de comida. De acuerdo con esta teoría, cuando comemos dulces inundamos nuestro cuerpo con endorfinas y nos sentimos tranquilos. Cuando la gente está en situación de estrés y necesita que sus endorfinas suban, pueden necesitar una caja de caramelos. Si nuestro apetito de grasas, proteínas y carbohidratos es controlado por neurotransmisores específicos que pueden desequilibrarse con facilidad, sólo tenemos que excedernos para sacarlos de quicio, lo que lleva a mayores excesos, y esto a mayores desequilibrios, y así sucesivamente. En un experimento, al privar a las ratas de su desayuno se alteraron sus neurotransmisores, y más tarde comieron en exceso.
¿La comida está relacionada con a nuestro humor? La bioquímica Judith Wurtman ha publicado descubrimientos altamente polémicos sobre cómo puede afectar la comida a nuestro estado de ánimo. Llega a la conclusión de que existen «antojos de carbohidratos» que, en realidad, son un intento de levantar el nivel de serotonina. Cuando se suben estos niveles mediante drogas, en experimentos controlados, las exigencias de carbohidratos dejan de producirse. Algunos científicos del Instituto Químico Monell de los Sentidos y de otros centros rechazan estos hallazgos por considerarlos una versión demasiado prolija y simple del modo como funciona el cuerpo, pero yo los encuentro parcialmente persuasivos. Yo nunca tomo café después de la cena, pero accidentalmente descubrí que me dormía con más facilidad si además no comía proteínas por la noche, sólo tostadas, jamón y algún otro carbohidrato. Por otro lado, alrededor de las tres y media de la tarde, cuando mis energías empiezan a menguar pero todavía me queda trabajo por hacer, me reanima un bocado de proteínas, por lo general algo de queso. Mi esquema coincide con los experimentos de Wurtman. Ella sugiere que la comida verdaderamente energética gira alrededor de un aperitivo inicial de proteína, después una simple entrada de proteínas y vegetales apenas cocidos, con apenas algo de fruta como postre, y nada de alcohol. Los carbohidratos son sedantes. Cuando me encuentro con alguien para almorzar y quiero estar atenta y despierta, pido un aperitivo alto en proteínas, como un cóctel de langosta u ostras, o mozzarella en tajadas, con albahaca y tomate, y no pruebo el pan. Lo que realmente querría sería una montaña de pasta seguida por una mousse de chocolate, pero he descubierto que ese festín me deja incapacitada para el trabajo. Sin embargo no estoy de acuerdo con Wurtman sobre el motivo por el que nos gusta el chocolate: no creo que entre en la demanda general de carbohidratos, sino que se trata de una demanda de algo más específico.
Otro investigador (éste del Instituto Nacional de Salud Mental) descubrió que las personas que sufren del síndrome de «desorden afectivo estacional», que se deprimen en invierno, tienen siempre una necesidad de carbohidratos en esa época; eso los ayuda a levantar el ánimo. En otro estudio, se descubrió que los ex fumadores sienten necesidad de carbohidratos. El lazo de unión entre la demanda de carbohidratos, la serotonina y nuestro impulso natural a volver a un equilibrio emocional parece innegable. El cerebro es una industria química, y la comida es un muestrario químico de alta complejidad. Lo que está en cuestión es sólo la medida en que una comida u otra puede afectar al estado de ánimo.
La mayoría de las personas necesitan que un quince por ciento de su comida sean proteínas, y automáticamente eligen comidas que se las proporcionen, pero los científicos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Toronto descubrieron hasta qué punto esa necesidad puede depender de la genética, cuando estudiaron a gemelos idénticos y no idénticos. Los gemelos idénticos, aun cuando hubieran sido criados separados desde su nacimiento, comían las mismas proporciones de proteínas y carbohidratos, mientras que los gemelos no idénticos no lo hacían. De modo que las demandas, al menos en cierta medida, pueden estar genéticamente determinadas. Los niños hiperactivos suelen responder bien a cambios en su dieta, lo mismo que los que sufren de diferentes desórdenes, como el mal de Addison o la diabetes. Pero es difícil decir dónde termina la memoria y dónde comienza la necesidad alimentaria o el automatismo genético. Podemos querer dulces porque los asociamos con recompensas infantiles, o con el recuerdo de haber sido alimentados con líquidos dulces cuando éramos recién nacidos. O podemos quererlos como un modo de desencadenar la calma que proporciona la serotonina. O ambas cosas.
La mayoría de los nutricionistas, que en general son conservadores, afirman que no existe ninguna solución mágica y que sólo deberíamos intentar comer una dieta lo más variada y equilibrada posible.[19] En ciertas circunstancias, la comida puede hacer más que cambiar el humor: puede matar. Antes se les prohibía el hígado crudo a las mujeres embarazadas y a los afectados de deficiencia de hierro, pero ahora sabemos que el hígado acumula las impurezas del cuerpo y probablemente nadie debería comerlo. El hígado del oso polar tiene un contenido tan alto en vitamina A que es tóxico para los humanos. Se dice que tanto Alexander Pope como Enrique I de Inglaterra murieron por comer anguilas, que tienen filamentos venenosos que los cocineros pudieron olvidarse de eliminar. Balzac tomaba más de cincuenta tazas de café al día, y murió por envenenamiento de cafeína. Los buscadores de setas corren el serio riesgo de elegir la especie inapropiada. La salmonella, con ese nombre que evoca algo tan exquisito y fresco, se cobra sus víctimas todos los años. También han matado a muchos los supuestos afrodisíacos. No creemos agresivas a las plantas en general, pero como ellas no pueden huir de los predadores, suelen disponer de extraordinarios sistemas defensivos y de venenos, como la estricnina, que las protegen en el campo y que a veces aparecen en nuestra mesa.
LA PSICOFARMACOLOGÍA DEL CHOCOLATE
¿Qué comida le pide su cuerpo? Haga la pregunta con suficiente énfasis en el verbo, y la respuesta muy probablemente será «chocolate». Comenzaron a consumirlo los indios de América Central y del Sur. Los aztecas lo llamaban xocoatl; lo tenían por un don del dios de la sabiduría y el conocimiento, Quetzalcoatl, y servía como bebida en la corte, pues el poder que confería sólo podía ponerse en manos de gobernantes y soldados. Los toltecas honraban la bebida divina con rituales en los que sacrificaban perros de color chocolate. A las víctimas de los sacrificios humanos de Itzá solía dárseles una taza de chocolate para santificar su tránsito. Lo que encontró Hernán Cortés alrededor de Moctezuma, fue una sociedad de adoradores del chocolate que solían condimentar la bebida con pimienta, pimientos, vainilla o especias, y servirlo hirviente y espeso como la miel, en tazas de oro. Para curar la disentería, le agregaban huesos molidos de sus antepasados. En la corte de Moctezuma se bebían dos mil tazas de chocolate al día, y al emperador le gustaba disfrutar de un helado de chocolate que se hacía vertiendo la bebida sobre nieve traída de las montañas por correos que iban a pie. Impresionado por la opulencia y los poderes restauradores del chocolate, Cortés lo introdujo en España en el siglo XVI. No tardó en causar sobre los europeos el efecto de una droga. Carlos V decidió mezclarlo con azúcar, y los que podían permitírselo lo bebían espeso y frío; también ellos le agregaban ocasionalmente naranja, vainilla o diversas especias. Brillat-Savarin informa que «las damas españolas del Nuevo Mundo son locamente afectas al chocolate, hasta tal punto que, no contentas con beberlo varias veces al día, incluso se lo hacen servir en la iglesia». Hoy, los zombis del chocolate circulan por las calles de todas las ciudades del mundo, soñando todo el día con ese pequeño bocado de chocolate que les espera camino a casa una vez terminado el trabajo. En Viena, los más lujosos pasteles de chocolate están decorados con hoja de oro comestible. Más de una vez me he sentido seriamente tentada de volar a París sólo por una tarde, nada más que para ir a Angelina, un restaurante de la rue de Rivoli donde funden una barra gramos de chocolate entera en cada taza de chocolate caliente. ¿Cuántas golosinas no contienen chocolate? El chocolate, que empezó siendo una bebida de la clase alta, se ha «desclasado», ha seguido las modas, y suele aparecer en formas degradadas que no merece. Por ejemplo, un aviso de la Chocolatier Magazine ofrece una «réplica de un diskette de ordenador de 5,25» realizado con cien gramos de chocolate. De hecho, la compañía puede proveer «todo un sistema informático compuesto por un monitor de chocolate, un tablero de chocolate, chips de chocolate y byts de chocolate». Su eslogan es «Archive en su boca, no en su diskettera». Durante un fin de semana de septiembre de 1984, el Hotel Fontainebleau de Miami ofreció un Festival de Chocolate con tarifas, menus y eventos especiales. Se podía pintar con chocolate, asistir a conferencias sobre el chocolate, probar chocolates de todas las compañías elaboradoras, aprender técnicas para cocinar con chocolate o ver a un actor de televisión nadar en más de dos mil quinientos litros de chocolate líquido. Asistieron cinco mil personas. Los festivales de chocolate son comunes en ciudades de todo el país, y también se realizan giras turísticas por Europa con la mira puesta en el chocolate. El mes pasado, en Manhattan, oí a una señora invitar a otra usando la jerga de la droga: «¿Nos chutamos un chocolate?».
Por ser el chocolate un alimento tan unido a las emociones, algo que comemos cuando estamos tristes, angustiados, antes de la menstruación o en general necesitados de TLC, los científicos se han preocupado de investigar su química. En 1982, los doctores Michael Leibowitz y Donald Klein, psicofarmacólogos, propusieron una explicación del motivo por el cual las personas que sufren de mal de amor se vuelven devoradoras de chocolate. En el curso de su trabajo con mujeres de sensibilidad intensa y consiguientes intensas depresiones, descubrieron que todas tenían en común un hecho remarcable: en su fase depresiva todas comían grandes cantidades de chocolate. Especularon que el fenómeno podía estar relacionado con la feniletilamina cerebral (FEA), que es la sustancia que nos hace sentir esa marejada pasional que asociamos con el enamoramiento, una sensación análoga a la que produce una anfetamina. Pero cuando la marejada refluye, y el cerebro deja de producir FEA, seguimos ansiando su intensidad natural, su velocidad emocional. ¿Dónde podemos encontrar esa sustancia voluptuosa y creadora de amor? En el chocolate. De modo que es posible que mucha gente coma chocolate porque reproduce el sentimiento de bienestar del que disfrutamos cuando estamos enamorados. Un astuto novio que tuve llegó una vez a mi casa con tres naranjas de chocolate Droste, y cada gajo que comí durante las dos semanas siguientes, dejándolo deshacer en la boca, me llenaba de pensamientos amorosos hacia él.
No todos están de acuerdo con esta hipótesis. La Asociación de Fabricantes de Chocolate dice que:
El contenido de FEA en el chocolate es extremadamente bajo, especialmente en comparación con otros alimentos consumidos habitualmente. La porción normal de cien gramos de fiambre ahumado contiene 6,7 mg de feniletilamina; la misma porción de queso cheddar contiene 5,8 mg de feniletilamina. La porción normal de cincuenta gramos de chocolate (el peso de una barrita) contiene mucho menos de 1 mg (0,21 mg). Obviamente, si la teoría del doctor Leibowitz fuera cierta, la gente comería fiambre y queso en cantidades mucho mayores de lo que hace lo hace.
Y el mismo doctor Leibowitz, en La química del amor, se preguntaba respecto a la demanda de chocolate:
¿Podría tratarse de un intento de subir el nivel de FEA? El problema es que la FEA presente en la comida se descompone rápidamente en el cuerpo, de modo que no llega a la sangre, y mucho menos al cerebro. Para probar el efecto de la ingestión de FEA, investigadores del Instituto Nacional de Salud Mental comieron kilos de chocolate y después midieron el nivel de FEA en su orina durante los días siguientes; los niveles no aumentaron.
En mi calidad de «chocohólica» confesa, debo decir que como mucho queso. El fiambre ahumado me parece tan insalubre que ni siquiera lo tengo en cuenta; la Sociedad del Cáncer ha sugerido que habría que evitar comidas ahumadas o que contengan nitritos. De modo que es enteramente posible que el queso llene mi necesidad de FEA. ¿Qué más comen los «chocohólicos»? En otras palabras, ¿cuál es el consumo total de FEA proveniente de todas las fuentes? El chocolate, aun cuando es una fuente más pobre de FEA, puede ser más atractivo por sus asociaciones adicionales con el lujo y la recompensa. El estudio del Instituto de Salud Mental trabajó con gente promedio, pero habría que preguntarse si la gente que necesita chocolate no será ajena al promedio. ¿Acaso no habría que partir de esa idea? Leibowitz dice que la FEA puede descomponerse demasiado rápidamente como para que afecte al cerebro. Todavía sabemos muy poco sobre los modos misteriosos como algunas drogas llegan al cerebro, así que no convendría descartar enteramente la relación del chocolate con la FEA.
Wurtman y otros argumentan que necesitamos chocolate porque es un carbohidrato que, como otros carbohidratos, estimula al páncreas a producir insulina, que, en última instancia, lleva a un incremento en el neurotransmisor de calma: la serotonina. Si esto fuera cierto, un plato de pasta, o de patatas, o cierta porción de pan, serían igualmente satisfactorios. El chocolate también contiene teobromina («la comida de los dioses»), una sustancia suave, análoga a la cafeína, por lo que, en beneficio de la discusión, podemos decir que lo que necesitamos es sólo la serotonina y la parienta, de la cafeína, es decir, una estimulación calmada, un oximoron culinario que pocas comidas pueden proporcionar.[20] Podría explicar incluso por qué algunas mujeres necesitan chocolate cuando se acerca el momento de la menstruación, pues las mujeres que sufren de síndrome premenstrual tienen niveles menores de serotonina, y las mujeres en general, en el momento premenstrual, comen un treinta por ciento más de carbohidratos que en otros momentos del mes. Pero si fuera así de simple, una rosquilla y una taza de café bastarían. Además, hay una enorme diferencia entre la gente a la que le gusta del chocolate, las mujeres que lo desean en cierto momento del mes, y los «chocohólicos» graves. Los «chocohólicos» no quieren pasta ni patatas fritas; quieren chocolate. Los sustitutos no les bastan. Sólo el «chocohólico» en una casa donde no hay chocolate, en una noche de tormenta cuando la nieve ha hecho intransitables las calles, sabe lo específica que es su necesidad. No sé por qué algunas personas necesitan el chocolate, pero estoy convencida de que se trata de una necesidad específica y, en consecuencia, es la clave para resolver un misterio químico específico al que algún día encontraremos solución.
El restaurante Four Seasons de Manhattan sirve una bomba de chocolate que es el epítome explosivo de los postres de chocolate; son pocas las personas que logran terminar dos tajadas (la porción habitual) por su excesiva abundancia. En el bulevar marítimo de St. Louis, una vez comí una mousse llamada «Suicidio con chocolate», que era chocolate llevado al nivel de droga. Yo sentía como si hubieran colgado mi cerebro en un ahumadero. También recuerdo la primera vez que probé los chocolates Godiva en casa de unos amigos: eran genuinos Godiva de la fábrica belga, con un matiz perfecto, un aroma delicado, sin el menor exceso en el dulzor, y un modo sublime de disolverse en la lengua. Uno de los motivos por el que los chocolates son tan excelentes en Bélgica, Viena. París y algunas de nuestras ciudades norteamericanas es que se trata en buena medida de un producto lácteo. El sabor del chocolate puede venir de la planta, pero el deleite sedoso con que se disuelve proviene de la leche, la crema y la mantequilla, que deben ser frescas. Los creadores de nuevos dulces de chocolate saben que éste debe dar la sensación justa de disolución, y de una quintaesencia de lo cremoso y suave, sin dejar regusto, para que el hechizo se produzca. En la novela 1984, de George Orwell, el sexo está prohibido y el chocolate es «una sustancia opaca que se deshace y sabe al humo de un fuego de basura». Poco antes de que Julia y Winston corran el riesgo de hacer el amor, comen un auténtico chocolate «oscuro y brillante». El detalle tiene sus precedentes. Moctezuma tomaba una taza extra de chocolate antes de ir a visitar la vivienda de sus esposas. Las estrellas de cine, como Jean Harlow, solían fotografiarse comiendo bombones. M. F. K. Fisher, la diva de la gastronomía, contó una vez que el médico de su madre le había recetado chocolate como cura para una pena de amor que la estaba debilitando. Por otra parte, las mujeres aztecas tenían prohibido el chocolate. ¿Qué secreto terror se temía que desencadenara en ellas?
ELOGIO DE LA VAINILLA
Con un vago deseo de vainilla, abro el agua de la bañera y destapo un frasco de jabón líquido Ann Steeger, senteur vanille. Una oleada de vainilla me asalta la nariz cuando meto la mano en la loción, y la dejo resbalar entre los dedos hasta la muñeca. La bañera se llena de burbujas perfumadas. Un gran pan de jabón de tocador a la vainilla, en un plato de porcelana antigua, hace las veces de una baliza aromática. Después de la inmersión en olas de vainilla, me espera un helado de vainilla, y un postre hecho con granos de vainilla que han venido desde Madagascar. Unos puntos pardos flotan en la crema amarilla. Aunque podrían ser granos provenientes de las Seychelles, de Tahiti, de la Polinesia, de Uganda, de México, de las Islas Tonga, de Java, de Indonesia, de las Islas Comoro u otros sitios, prefiero la forma alargada y sensual de los granos de vainilla de Madagascar, y su piel oscura, espesa, semejante a una cabellera cuidadosamente trenzada, o a la piel de algún pequeño animal acuático. Algunos conocedores prefieren el grano más corto de Tahití, que es más gordo y húmedo (aun cuando tiene menos vainilla y la humedad es sólo agua, no aceites aromáticos), o el sabor ahumado de los granos de Java (parte del secado acelera con fuego de leña), o el gusto malteado de los provenientes de las Comores.
La mayor parte de la vainilla natural del mundo proviene de las islas del Océano Indico (Madagascar, Reunión, Comores), donde se produce un millar de toneladas de granos de vainilla al año. Pero es raro que probemos la verdadera semilla. El aromatizante de vainilla que compramos en la sección de especias de los supermercados, la vainilla que encontramos en los helados, pasteles, yogures y otras comidas, así como en champús y perfumes, es un aroma artificial creado en laboratorios y mezclado con alcohol y otros ingredientes. Marshall McLuhan nos advirtió una vez de que nos estábamos alejando tanto del gusto auténtico de la vida, que habíamos empezado a preferir lo artificial, y comenzaba a satisfacernos más la descripción del menú que la comida. La mayoría de la gente ha consumido durante tanto tiempo el aroma artificial de la vainilla, con su regusto medicinal, que no tiene idea del gusto y olor del verdadero extracto de vainilla. La vainilla natural, con su superposición compleja de aroma y sabor, hace que, en comparación, la vainilla sintética parezca una mala parodia. La vainillina no es el único sabor en la vainilla genuina, pero sí es el único en la producida sintéticamente (originalmente con aceite de clavo de olor, alquitrán y otras sustancias inverosímiles, pero ahora principalmente con los subproductos de la fabricación del papel). De hecho, el mayor productor mundial de vainilla sintética es la Compañía Papelera de Ontario. La vainilla natural se mueve en un espectro que va de lo dulce y polvoriento a lo húmedo y arcilloso, según la variedad de grano, su frescura, su país de origen, cuánto y cómo se la haya secado y el sol que haya recibido.
Un grano de vainilla, ya esté guardado o en el fondo de una taza de café, desprende un aroma que da a la estancia una especie de magnitud especial, el perfume de encrucijadas exóticas donde las comidas aún desconocidas no son el único misterio. En Estambul, en la década de los setenta, mi madre y yo comimos repostería turca aromatizada con vainilla, glaseada con caramelo, y con delicados filamentos de jarabe encima. Pero fue más tarde, ese mismo día, cuando recorríamos un bazar con dos apuestos estudiantes universitarios con los que había tropezado mi madre, cuando comprendimos qué era lo que habíamos comido con tantas ganas. En una gran bandeja de bronce vimos la misma clase de masas que habíamos comido, sobre la que se agitaba una nube de abejas locas por el azúcar, y cuyas patitas quedaban aprisionadas en el caramelo; desesperadamente, una a una, se alejaban, dejando sus patas abandonadas. «¡Patas de abeja!», gritó mi madre, haciendo una mueca. «¡Hemos comido patas de abeja!». Nuestros acompañantes hablaban poco inglés y nosotras no hablábamos nada de turco, así que es probable que pensaran que las mujeres norteamericanas se volvían locas por la repostería. Se ofrecieron a comprarnos algo, lo que perturbó todavía más a mi madre.
Atraviese una cocina donde se esté cocinando algo con granos de vainilla, y seguramente emitirá algún murmullo degustativo aun sin darse cuenta. La verdad sobre la vainilla es que es tanto un olor como un sabor. Una vez que la nariz se satura con su perfume, evocador y luminoso, empezamos a gustarla. No es como sentir otros olores a golosinas, sino algo más soterrado y salvaje. Con seguridad, se trata de la bestia salvaje misma, la vainilla desnuda que clava sus garras en nuestros sentidos. Sin embargo, los granos de vainilla que atesoramos están muy lejos de los que se encuentran en la jungla. De todos los alimentos cultivados en el mundo, la vainilla es el que requiere más trabajo: largas y tediosas horas de constantes atenciones hacen que la orquídea de la vainilla dé fruto, y luego el fruto madure. La vainilla viene de una vaina, como la de la judía, de una orquídea trepadora, cuyas flores blancoverdosas tienen una breve floración y carecen de olor. Como los capullos duran apenas un día, deben ser polinizados manualmente según un programa muy estricto. Los granos están maduros seis semanas después de la fertilización, pero no se los puede cosechar hasta unos meses después. Cuando los granos están perfectamente maduros, es preciso meterlos en agua hirviendo para hacer cesar la maduración; después secarlos y procesarlos, empleando telas, hornos, secadores y escurridores, y luego se deben exponer al sol durante un período de entre seis y nueve meses. El aroma y sabor gloriosos no adornan a la planta viva. Es sólo cuando el grano fermenta cuando los puntos blancos de vainilla cristalizan y el famoso aroma comienza a saturar el aire.
En 1581 Cortés observó por primera vez que los aztecas aromatizaban su chocolate con vainas de vainilla pulverizadas, que ellos llamaban tlilxochitl («flor negra»), y la apreciaban tanto que Moctezuma bebía una infusión como bálsamo y pedía granos de vainilla a sus súbditos como tributo. Los españoles la llamaron vainilla (pequeña vaina), del latín vagina: la forma elongada del grano, con un tajo en la punta, debió de recordarles a los solitarios españoles lo que se estaban perdiendo. Debió de haber muchas bromas picantes sobre el espectáculo de Moctezuma revolviendo su chocolate con una pequeña vagina.[21] Cortés apreció lo suficiente la vainilla como para llevar sacos de granos a Europa, junto con el oro, la plata, las gemas y el chocolate de los aztecas. El gusto por la vainilla, especialmente en combinación con el chocolate, hizo furor en Europa, donde se la apreció como afrodisíaco. Entre las cartas de Thomas Jefferson, hay una en la que le pide a un amigo francés algunos granos de vainilla, a la que se había aficionado durante su estancia en Francia como embajador norteamericano, y que no podía conseguir en los comercios de su país.
Preciada y deseable como era la vainilla, a nadie se le ocurría cómo cultivarla fuera de México. El problema era típico del delicado ecosistema de la jungla, y un buen ejemplo de lo frágil que es esa lujuria verde. Aunque la mayoría de las plantas de los trópicos son polinizadas por insectos, pájaros y murciélagos, la orquídea de la vainilla es polinizada sólo por un único tipo de abeja, la diminuta Melipone. En 1863, un belga descubrió el secreto de la vida sexual de la orquídea de la vainilla cuando vio a una Melipone en pleno trabajo. A partir de ahí, los franceses inventaron un método para polinizar a mano esas orquídeas, y comenzaron a cultivarlas en sus islas en el Índico, así como en el Caribe. Los holandeses llevaron la vainilla a Indonesia, y los británicos a la India. La «tintura de vainilla» no apareció en los Estados Unidos hasta el siglo pasado, pero cuando lo hizo concitó la impaciencia norteamericana y la aversión por las complicaciones, esa carrera a través de la vida cuyo apodo es conveniencia. Los europeos utilizaban la vainilla en grano, llena de texturas, sabores y aromas, pero nosotros la preferimos reducida y ya embotellada. Entrado el siglo, la demanda creció, la vainilla se sintetizó, y el mundo flotó en una nube de aromatizante barato. Ahora la vainilla aparece como ingrediente en repostería, y en muchos perfumes, productos de limpieza y hasta juguetes, y se ha insinuado hasta en la cocina de pueblos lejanos, conquistando sus paladares. De todas las especias, sólo el azafrán es más caro.
Cuando al fin salgo de la bañera en la que me he metido al comienzo de este capítulo, me aplico una loción para el cuerpo Ann Steeger a la vainilla, que huele a comestible y es espesa como la niebla. Después me pongo perfume Vainilla de Jean Laporte, que es vainilla con un trasfondo amargo. El interior de un grano de vainilla contiene una médula blanda, y si yo la raspara podría preparar una sopa especiada para la cena, seguida por pollo glaseado de vainilla, ensalada con aderezo a la vainilla, y helado de vainilla con salsa de castañas marinadas a la vainilla; culminaría todo con un brandy caliente aromatizado con vainilla y luego, en una divina ebriedad de vainilla, me metería en la cama y caería en un profundo sueño de orquídea.[22]
LA VERDAD SOBRE LAS TRUFAS
Se lo ha llamado «el más rústico de los vegetales», pero también «divinamente sensual», y dueño del «sabor más decadente del mundo». Tan caras como el caviar, las trufas cuestan más de mil dólares en Manhattan hoy en día, lo que por cierto las convierte en el vegetal más caro de la tierra. O más bien, de bajo tierra. Los que viven de las trufas dependen de su buena suerte y poder de adivinación. La trufa puede ser negra (melanosporum) o blanca (magnata), y se la puede cocinar entera, aunque por lo general se emplea cortadas a finas lonchas sobre la pasta, los huevos u otras bases culinarias. Durante dos mil años, se la ha tenido por afrodisíaca, y fue apreciada por Balzac, Huysmans, Colette y otros literatos voluptuosos, en razón de su supuesta cualidad de enardecedora. Cuando Brillat-Savarin describe los hábitos alimentarios del Duque de Orleans, se excita tanto con las trufas, que tiene que poner tres signos de exclamación:
¡¡¡Pavos trufados!!! ¡La reputación de las trufas es casi tan excelsa como su precio! Son como golpes de suerte, cuya mera aparición hace que los gourmets de cualquier categoría se estremezcan, se enciendan y se sacudan de placer.
Un autor describe el olor de las trufas como «el aroma almizclado de una cama deshecha después de una tarde de amor en los trópicos». Los griegos creían que las trufas eran un trueno obligado de algún modo a meterse bajo tierra. El Périgord, en el sudoeste de Francia, produce trufas negras de un aroma sensual, apreciadas como las mejores trufas, adornos esenciales en el famoso paté de hígado de ganso del Périgord. Las mejores trufas blancas vienen de la región de Piamonte, en Italia. Se dice que Napoleón engendró «a su único hijo legítimo después de devorar un pavo trufado», y a lo largo de la historia las mujeres les han dado trufas a sus hombres para despertar su deseo. Algunos comerciantes de trufas emplean perros amaestrados para localizarlas, por lo general cerca de las raíces de tilos, robles achaparrados y avellanos; pero las mejores cazadoras de trufas siguen siendo las cerdas, como lo han sido durante siglos. Suelte una cerda en un campo donde haya trufas, y las olerá como un sabueso, para ponerse a cavar con obsesión de maniática. ¿A qué obedece esa pasión de la cerda por las trufas? Los investigadores alemanes de la Universidad Técnica de Munich y de la Facultad de Medicina de Lübeck han descubierto que las trufas contienen el doble de androstenol —una hormona del cerdo macho— del que aparecería normalmente en un ejemplar. Y la feromona del verraco está muy cerca de la hormona masculina humana, lo que podría explicar por qué nos resultan excitantes las trufas también a nosotros. Se ha comprobado experimentalmente que, si se rocía una pequeña cantidad de androstenol en una habitación donde hay mujeres mirando fotografías de hombres, dirán que esos hombres les resultan más atractivos.
Para el cultivador de trufas y su cerda, que caminan sobre su lentisco subterráneo, debe de ser una ocasión histéricamente divertida y triste. Esa hermosa y saludable cerda huele al cerdo más sexy que haya encontrado en su vida pero, por alguna razón, ese seductor parece estar bajo tierra. Eso la pone como loca, y se lanza a cavar con desesperación, sólo para encontrar una especie de seta hinchada y húmeda. Poco después huele otro supermacho a pocos metros de distancia, igualmente enterrado, y cava, tratando de no perder también a éste. Al cabo de una jornada, debe de terminar mareada de deseo y frustración. Al fin, el granjero mete todos sus setas en el saco, y se lleva a la cerda de vuelta a casa, aunque debajo de ella la tierra sigue vibrando con el rico aroma de apuestos cerdos, todos jadeando de amor por ella, pero invisibles.
JENGIBRE, Y OTRAS MEDICINAS
En un viaje a la Antártida sobre aguas, arremolinadas, me siento mal y me arrastro hasta mi camarote para descansar. Pero mi camarote está alto, en la popa del crucero, y parece alzarse más cuando el barco se enfrenta al oleaje, y caer más hacia abajo, y sacudirse con un zigzagueo inquietante de vez en cuando. Desenrosco la tapa de un frasco que contiene tronquitos oscuros, me llevo uno a la boca, lo chupo hasta suavizarlo, y después empiezo a masticarlo metódicamente mientras empieza a inundarme un agradable aroma. El jengibre tiene una larga tradición de uso medicinal en China, donde se toma té de jengibre para el resfriado, la gripe y otros males. Los pescadores chinos masticaban raíz de jengibre para prevenir los mareos.
Durante los últimos años, los investigadores del mundo entero han estado experimentando con el jengibre, y han comprobado que esa raíz nudosa está a la altura de su leyenda. Los investigadores japoneses descubrieron que el jengibre es, en realidad, un buen remedio para la tos; además, actúa como analgésico, baja la temperatura, estimula el sistema inmunológico y calma el corazón en general, al tiempo que refuerza los latidos de la aurícula, igual que la digitalina. Los científicos nigerianos descubrieron que actúa como antioxidante, y puede matar la salmonella. En California, se descubrió que funciona como un poderoso «desendurecedor» y conservador de la carne. En un estudio conjunto de la Universidad Brigham Young, en Utah, y el Mount Union College de Ohio, pudo comprobarse que el jengibre obtiene mejores resultados que la dramamina para controlar los mareos producidos por el movimiento. En Dinamarca, los experimentos demostraron que el jengibre impide que se formen coágulos en la sangre, y en la India descubrieron que baja el nivel de colesterol.
Con todas las recomendaciones que leemos sobre qué comer y cuándo y qué evitar, a veces sentimos que, más que cenar, estamos medicándonos. Los recipientes de aluminio están prohibidos, pues partículas microscópicas de aluminio pueden entrar en la comida, y el aluminio tiene que ver con el mal de Alzheimer. La mantequilla, la nata y las grasas saturadas están prohibidas, porque pueden causar enfermedades cardíacas. La fibra está recomendada, por cuanto puede ayudar a impedir el cáncer de colon, pero el exceso de fibra puede causar males equivalentes. Los vegetales verdes de hoja se recomiendan por sus efectos antioxidantes, pero no si usted debe «fluidizar» su sangre, porque esos vegetales contienen vitamina K, que coagula la sangre. Los aceites de pescado están recomendados porque son beneficiosos para el corazón, pero con frecuencia los pescados tienen sustancias contaminantes. La fruta fresca es importante por su vitamina C, su fibra y otros elementos, aunque suele haber sido rociada con insecticidas que son cancerígenos. Las carnes rojas están descartadas por su alto contenido en grasas, a las que se ha hecho responsables de muchos males, desde los pólipos hasta el cáncer de mama, y por lo demás, la carne asada es cancerígena. A las aves de corral con frecuencia se las alimenta con hormonas que no son buenas para nosotros, y suelen contener salmonella. Los moluscos, como fuente de proteínas baja en grasas, se pueden comer, pero hay que tener la precaución de no consumir ostras que vengan de costas contaminadas; ¿y es realmente seguro comer langosta y langostinos, ambos ricos en colesterol, y además «basureros», es decir, seres que comen los restos pútridos de otros animales? En este pantano de contradicciones, ¿cómo diablos considerar sin culpa la cuestión del gusto?
En nuestra cultura, estamos deslumbrados por la idea de la cualidad medicinal de la comida, y nuestros ídolos son el yogur, el queso fresco, el jugo de zanahoria, la raíz de ginseng, la miel y muchos elementos afectados por la moda. Olvidamos que en nuestro pasado no tan distante nuestra farmacia era el paisaje; lo sigue siendo para muchos pueblos primitivos, así como para las más avanzadas industrias farmacéuticas, que siguen enviando investigadores a las selvas a recoger material para nuevas drogas. «Dime lo que comes y te diré qué eres», dijo una vez Brillat-Savarin, pero nosotros entendemos la máxima en un sentido más amplio que él, imaginándonos todas las vitaminas que curan, las proteínas que vigorizan, las fibras que endurecen y protegen, los carbohidratos que calman, las azúcares que energizan. Hijos de la era industrial, seguimos pensando en la comida como en un combustible para el cuerpo, cargando la pequeña caldera de cada célula. Nos imaginamos el cuerpo como una fábrica, y a veces incluso empleamos la palabra al hablar de sus procesos. Muchas de nuestras creaciones se nos parecen. Durante un tiempo, los neurólogos criticaron la comparación del cerebro con un ordenador porque parecía algo terriblemente automático, amoral y mecanicista. Ahora el símil con el ordenador ha vuelto porque las semejanzas son obvias e innegables. El cerebro es el ordenador; la religión, los prejuicios y todo lo demás son el software. No es que los neurobiólogos de pronto se hayan vuelto más tolerantes; es que los ordenadores se han convertido en entidades más familiares y menos atemorizantes. «Sí», decimos, «los cerebros que necesitaban almacenar más información de la que podían retener inventaron cerebros artificiales que se limitaban a reproducir el sistema de archivos que les era conocido». No hay ninguna sorpresa en esto. Cuando quisimos crear energía fuera de nuestros cuerpos, copiamos el único modelo que conocíamos: se mete combustible en algo y da energía durante un lapso, excreta el sobrante y necesita más carga para hacer más trabajo. ¡Qué grandes analogistas somos! Es parte de nuestro encanto como especie que podamos mirar la huella de un elefante en el barro seco, cerca de un bebedero, observar cómo en ese molde cabe agua, y decir: «Me vendría bien algo así para transportar agua». En Enrique IV, segundo acto, Shakespeare le hace decir a Falstaff que el cuerpo nos sirve también como modelo de la sociedad, que el cuerpo tiene sus propias políticas y clases sociales. Pero las analogías pueden ir en ambas direcciones, como una corriente alterna. No sólo creamos ingenios mecánicos basándonos en los principios del cuerpo, sino que comemos una golosina llamada Powerhouse (Fábrica) para dar energía a nuestro cuerpo. Y, sea cual sea nuestra edad, todos comemos algunas comidas que detestamos en secreto, porque sospechamos que tienen poderes terapéuticos. Nos prescribimos alimentos: «Come tus coles», insistimos, pensando en su contenido de vitaminas y fibra, no en que parecen un pequeño bosque que flota en la fuente. «Te harán bien».
CÓMO HACER SOPA DE VENADO EN UN AGUJERO EN LA TIERRA, O CENAR EN EL ESPACIO
En una pequeña estantería, cerca de la cama, tengo algunos textos de supervivencia, como el Manual de supervivencia del piloto, en el que se puede aprender cuál es el lado correcto por donde se debe entrar en la tienda de un nómada después de un aterrizaje de emergencia en el desierto de Gobi, o Cómo sobrevivir en los bosques de Bradford Angier, con su receta de sopa de venado hecha en un agujero practicado en la tierra:
Usted acaba de matar un venado. Hambriento como está, nada le vendría mejor que una sopa caliente, aromatizada quizá con puerros silvestres cuyas hojas chatas ve ondular cerca. ¿Por qué no toma una rama caída y con su extremo puntiagudo cava un pequeño agujero en la tierra? ¿Por qué no forra esta cavidad con una tira de cuero recién arrancado del animal que ha matado? Y después, tras poner el agua y otros ingredientes, ¿por qué no deja que unas pocas piedras limpias y calientes hagan la comida mientras usted termina de sazonar el venado?
Es lo que yo me pregunto: ¿por qué no hacerlo? Me gusta sobre todo el comienzo de la receta: Usted acaba de matar un venado. Me recuerda una receta que leí una vez, de perro frito, que empezaba: Primero limpie y eviscere un cachorro juguetón. Si el lector, lo mismo que yo, trata de no comer carne de mamíferos, salvo puesto en la obligación por un anfitrión que no lo sabía, o la necesidad (una anfitriona que sí lo sabía), ninguno de los dos platos le hará la boca agua. Pero me gusta la idea de una sopa de venado que se cocina lentamente en un agujero en la tierra. El autor de ese libro supone que, aunque vestida, armada y equipada con brújula, una persona puede haberse olvidado los fósforos. Cocinar, aunque no es esencial para sobrevivir, ciertamente lo hace más fácil, de ahí que haya muchas instrucciones para encender un fuego con agua (utilizada como lupa), relojes de pulsera («sostenga los cristales de dos relojes de pulsera o de dos brújulas de bolsillo, de más o menos el mismo tamaño, uno contra otro…»), un agujero hecho en una madera, una chispa producida por el cuchillo de caza rozado contra una piedra, y otros elementos, incluido un revólver.[23]
¡Qué no incluirá un manual de supervivencia para viajeros en el espacio! Gran parte del placer del gusto está en el olfato; podemos oler sólo cuando hay evaporación. Así que supongo que habrá pocos aromas en la ingravidez. Y eso significa que la comida no sabrá tan bien. De cualquier modo, hay competencia por ser el proveedor de comida de los transbordadores espaciales soviéticos y norteamericanos. Un proveedor probable para la próxima nave soviética es Belme, una compañía propiedad de un astronauta francés, un biólogo que estudia la ingravidez y chef y propietario de L’Espérance, un restaurante con tres estrellas en la guía Michelin que se halla cerca de París. El menú orbital incluiría exquisiteces de alta cocina como bocadillos de alcachofa y poulet a la Dijonnaise servidos en tubos y latas. La compañía Belme ya provee a exploradores polares y del desierto, a alpinistas, corredores de coches de carreras y otros aventureros con exigencias gastronómicas, con comida adecuada al ambiente en que prevén encontrarse. Cuando pensamos en cuisine, nos imaginamos humeantes platos de curry, cangrejos, sopas, pimientos, fettuccini o algún otro dialecto sabroso. Pero también existe, aún en pañales, una cocina espacial. Yo he probado los orejones espaciales congelados de la NASA, que saben a nido de avispa, y he leído lo que cuentan los astronautas de otras comidas; al parecer, la cocina espacial no es algo que inspire poesía. Pero la novedad es el mejor condimento, así que durante cortos períodos estos elementos congelados y desecados pueden servir a su propósito, al menos mientras un viaje espacial no sea algo tan común como una caminata por el Rialto en Venecia, y nos sorprenda poder comer en un pequeño y acogedor lugar cuyo menú incluya luna en su valva y acompañamiento de estrellas.
ET FUGU, BRUTE? LA COMIDA COMO BÚSQUEDA DE EMOCIONES
Un país de «sensacionadictos» podría comer lo que comen los ricos refinados: canapés de ruibarbo y frambuesas, langosta ahumada, pescado envuelto en hojas de hibisco, empapado en salsa de fresas, cocido en un horno de arcilla y luego pasado brevemente por humo de mezquite. Cuando yo estaba en la universidad, no comía peces dorados ni me apretujaba en un Volkswagen ni tragaba botellas enteras de vodka, pero otros sí lo hacían, en un tedio neo-Dorados Años Veinte. Escandalizar a la burguesía siempre ha sido la encíclica tácita de universitarios y artistas, y a veces eso incluye asquear a la sociedad con un despliegue de extraños hábitos alimentarios. Uno de los cuadros clásicos de Monty Python’s Flying Circus muestra a un fabricante de chocolate a quien interroga la policía por vender sapos bañados en chocolate, con huesos y todo («¡Sin huesos no serían tan crujientes!», exclama), así como insectos y otros animales tabú destinados a repugnar las papilas gustativas occidentales. He conocido antropólogos que han comido platos nativos como saltamontes, larvas o murciélagos cocidos en leche de coco, en parte por información, en parte por curiosidad y en parte, creo, por tener una buena anécdota que contar cuando volvieran a casa. No obstante, se trata de comidas nutritivas que simplemente caen fuera de la esfera habitual de gusto y hábitos.
A veces comemos algo no por su gusto sino por la sensación que produce. Una vez probé un plato popular de la Amazonia brasileña: pato no tucupí (es decir, pato cocido en tucupí, extracto de mandioca), cuya principal atracción es ser anestésico: deja la boca tan insensible como después de una inyección de bencedrina. El ingrediente anestésico es el jambu (en latín, Spilanthes), una flor amarilla semejante a la margarita que crece en todo Brasil y se emplea en farmacología. El efecto fue asombroso: era como si me vibraran los labios y toda la boca. Pero son muchas las culturas que tienen comidas con efectos físicos asombrosos. Yo adoro los pimientos y otras comidas muy picantes, de las que producen una explosión en la boca. Hablamos de «gusto» cuando describimos una comida así a alguien, pero de lo que hablamos en realidad es de una combinación de tacto, gusto y la ausencia de incomodidades cuando el efecto explosivo o anestésico pasa. La salsa picante china de Szechwan está en el límite mismo entre ser interesante (por hacer que los labios sigan palpitando aun después de terminada la comida) y ser tan sulfúricamente ardiente como para producir un vómito al tragarla.[24] Un ejemplo menos extremado es nuestro sabor por las comidas crujientes, como las zanahorias crudas, que tienen poco sabor pero producen mucho ruido y exigen una gran actividad de la boca. Una de las bebidas con más éxito del mundo es la Coca-Cola, una combinación de intensa frescura, cafeína y una sensación picante en la nariz, que encontramos refrescante. Se empezó a vender en 1888, y entonces contenía cocaína, un refrescante en serio; este ingrediente dejó de usarse en 1903. Se sigue condimentando con extracto de hojas de coca, pero sin la cocaína. El café, el té, el tabaco y otros estimulantes se empezaron a emplear en el mundo occidental entre los siglos XVI y XVII, y no tardaron en difundirse por toda Europa. Modernos y adictivos, ofrecían a los comensales una auténtica sacudida del sistema nervioso, ya fuera de calma narcótica o de excitación cafeínica y, a diferencia de las comidas normales, podían ser tomados en dosis, según el nivel que uno quisiera alcanzar o el grado de adicción que ya tuviera.
En Japón, cocineros especialmente autorizados preparan la máxima delicadeza en el terreno del sashimi o pescado crudo: la carne blanca del fugu o pez globo, servido sin cocer y dispuesto en complicados diseños florales en el plato. Se pagan grandes sumas por ese pescado bien preparado, que tiene un sabor ligero, apenas dulce, como el pámpano crudo. Y vale más que esté bien preparado, porque, a diferencia del pámpano, el pez globo es mortalmente venenoso. No parecería necesario que un pez globo tuviera esa arma química, ya que su forma principal de defensa consiste en tragar gran cantidad de agua hasta hincharse tanto que a la mayoría de los predadores se les hace imposible tragarlo. Pero su piel, ovarios, hígado e intestinos contienen tetrodotoxina, una de las sustancias más venenosas del mundo, cientos de veces más letal que la estricnina o el cianuro. Una tira que quepa bajo la uña podría matar a toda una familia. Si el veneno no es extraído completamente por un cocinero hábil y experimentado, el comensal morirá en la mesa. Ése es el atractivo del pescado: comer la posibilidad de la muerte, un terror que los labios conocen mientras lo saborean. Pero su preparación es una forma tradicional de arte en Japón, con muchísimos aficionados que lo practican. Los cocineros de fugu más apreciados son los que logran dejar una mínima pizca de veneno, lo suficiente como para que los labios del comensal se estremezcan con el contacto de la muerte, sin morir. Por supuesto, una cierta cantidad de degustadores muere anualmente por comer fugu, pero eso no detiene a los intrépidos gastrónomos. Lo máximo en la materia es pedir chiri, que es la carne del pez globo cocida en un caldo hecho con el hígado y los intestinos venenosos. Y no es que los comensales no conozcan el peligro que corren. Los antiguos egipcios, chinos y japoneses, así como otras culturas, describen el envenenamiento con fugu en todos sus macabros detalles: comienza produciendo mareo, insensibilidad de la boca y los labios, problemas respiratorios, calambres, labios azules, una picazón desesperada como si el cuerpo estuviera cubierto de insectos, vómitos, pupilas dilatadas, para terminar en un sueño profundo, en realidad una especie de parálisis neurológica durante la cual las víctimas suelen ser conscientes de lo que sucede a su alrededor de ellos, hasta que mueren. Pero a veces sobreviven. Si un hombre o mujer japonés muere envenenado por el fugu, la familia espera unos días antes de enterrarlo, por si se despierta. De vez en cuando, alguien envenenado con fugu es enterrado vivo, y puede ver, horrorizado, todos los detalles de su propio funeral e inhumación, durante los cuales, aunque trata angustiosamente de gritar que está vivo, simplemente no puede hacerlo.
Aunque tiene algo de ruleta rusa, comer fugu se considera una experiencia altamente estética. Eso nos hace reflexionar sobre la condición que llamamos, para entendernos, «humana». Somos seres que un día nos desvaneceremos de la Tierra en esa definitiva sustracción de sensualidad que llamamos muerte, y pasamos la vida cortejando a la muerte, fomentando guerras, viendo escalofriantes películas de terror en las que seres dementes hieren y golpean a sus víctimas; apresurando nuestra propia muerte con coches rápidos, cigarrillos, suicidio. La muerte nos obsesiona, cosa que bien puede entenderse, pero nuestra respuesta es curiosa. Enfrentados con ciclones que destruyen edificios, con tormentas que arruinan cosechas, con inundaciones y terremotos que aniquilan ciudades enteras, con enfermedades que devoran la médula de los huesos, que incapacitan o enloquecen, con toda clase de miserias que no necesitan invitación pues vienen solas, repartiendo sus dones como dádivas, se podría pensar que los seres humanos cerrarían filas contra las fuerzas de la naturaleza, combinarían sus esfuerzos y se volverían aliados, sin crear devastaciones propias, sin sumar nuevas miserias. La muerte hace sola ese espléndido trabajo sin nuestra ayuda. ¡Qué curioso es que la gente, países enteros en ocasiones, quiera ser su cómplice voluntario!
Nuestras películas de terror dicen mucho sobre nosotros y nuestras obsesiones respecto a la comida. No me refiero a las que muestran a dementes con sierras mecánicas o navajas de afeitar, que castigan a mujeres solteras por vivir solas o trabajar… aunque resulten bastante alarmantes. No me refiero a las historias de fantasmas, en las que exhalamos un suspiro de alivio cuando el caos revierte en orden en la última escena. Y tampoco me refiero a los misterios policíacos truculentos, al final de los cuales el universo parece temporalmente menos azaroso, violento e inexplicable. Nuestra auténtica pasión, de lejos, se dirige a las más jugosas películas de terror en las que monstruos malvados y detestables, dotados de fuerza y astucia feroces, capturan a seres humanos y se los comen. No importa mucho si la bestia es la «Arpía asesina» de vida acelerada, o un hosco «Hombre gato» o un abstracto «Lobo humano» o un «Alien» sin nombre. El esquema es siempre el mismo. Son los reyes del género. Adoramos ese tipo de terror.
La simple verdad es que no parece que nos hayamos acostumbrado a estar en la cima de nuestra cadena alimentaria. Debe de molestarnos mucho estar ahí, o no seguiríamos haciendo películas, generación tras generación, con exactamente la misma táctica de provocar miedo: los papeles se invierten, y nosotros somos la comida. De acuerdo, podemos sentirnos cómodos en la cima de la cadena cuando caminamos por las calles de Manhattan, pero supongamos (¡oh, horror definitivo!) que en otro planeta estamos en lo más bajo de la cadena alimentaria de ellos. Entonces surgen los Aliens, diabólicamente temibles, que capturan seres humanos, los utilizan como alimento para sus larvas, o los cuelgan literalmente en sus despensas.
Corremos a los cines, nos sentamos en su oscuridad de caverna y nos enfrentamos al terror. Tomamos contacto con los monstruos y sobrevivimos. A la semana siguiente, o al verano siguiente, lo volveremos a hacer. Y camino de casa seguimos oyendo el sonido de las zarpas en la calle, un jadeo sobrenatural, un revoloteo de vampiro. La especie humana ha pasado años formativos como una especie sin tecnología, temerosa, con razón, de los leones, osos, serpientes y tiburones y lobos que podían, y con frecuencia lo hacían, perseguirnos. Ya deberíamos haber superado el miedo. Una mirada a las abundantes chuletas de vaca en el refrigerador de un supermercado, bien cortadas, envueltas y rotuladas, debería bastar para tranquilizarnos. Pero la civilización es un fenómeno más reciente de lo que nos gusta pensar. ¿Las películas de terror son nuestra versión de los dibujos mágicos que hacían nuestros antepasados en las paredes de las cavernas? ¿Seguimos habitando en ellas?
El fugu parece no tener mucho que ver con el desarme nuclear o la paz mundial, pero es un pequeño indicador de nuestra psique. La amenaza de la muerte nos excita. No a todos, y no siempre. Pero lo que hay es suficiente para mantenernos a los demás, amantes de la paz, con el corazón en la boca, cuando deberíamos estar utilizando la boca para comer una buena cena en casa de amigos.
LA BELLA Y LAS BESTIAS
En la extraordinaria versión cinematográfica que hizo Jean Cocteau del cuento clásico La bella y la bestia, un monstruo sensible vive en un castillo mágico cuyos muros y muebles son todos psicosensitivos. En el respaldo del sillón de la Bestia, está escrito en latín su lema: Todos los hombres son bestias cuando no tienen amor. Todas las noches, el monstruo, culto y humano, debe salir a cazar su cena, matar un ciervo y alimentarse con su carne aún caliente, o bien morir de inanición. Tras la cacería, sufre la angustia más amarga, y de todo su cuerpo empieza a salir humo. En ese momento se revela el horror tácito de nuestra especie. Como la Bestia sensible, debemos matar para vivir. Debemos quitarles la vida a otros seres, a veces causándoles gran dolor. Todos realizamos, o permitimos, pequeñas torturas y muertes cotidianas. Las pinturas de las cavernas reflejaban la reverencia y el amor que el cazador sentía por su presa. En el corazón, sabemos que la vida ama a la vida. Pero devoramos algunas de las otras formas de vida con las que compartimos el planeta; matamos para vivir. El sentido del gusto es lo que nos lleva a ese ámbito rocoso de la moral, lo que hace soportable el horror, y la paradoja que no podemos explicar con la razón se funde en una jungla de dulces tentaciones.