LA BURBUJA SENSIBLE
Nuestra piel es una suerte de traje espacial con el cual nos desplazamos en una atmósfera de gases ásperos, rayos cósmicos, radiaciones solares y obstáculos de toda clase. Hace años, leí que un niño tenía que vivir en una burbuja (diseñada por la NASA) a causa de la debilidad de su sistema inmunológico y de su susceptibilidad a las enfermedades. Todos somos ese niño. La burbuja es nuestra piel. Pero la piel también está viva, respira y excreta, nos protege de las radiaciones peligrosas y del ataque de los microbios, metaboliza la vitamina D, nos aísla del calor y del frío, se repara a sí misma cuando es necesario, regula el flujo sanguíneo, actúa como un marco para nuestro sentido del tacto, nos guía en la atracción sexual, define nuestra individualidad y contiene toda la carne y los humores, dentro de nosotros, donde deben estar. No sólo tenemos huellas digitales que son únicas, también tenemos una disposición de poros que es única. De acuerdo con la fe católica, en alguna parte se conserva en secreto la piel de Cristo. Como Él ascendió a los cielos, su piel es la única parte mortal de su persona que ha quedado.
Nos gusta decorarnos la piel siempre que podemos hacerlo, y facilita este deseo el hecho de que la piel es portátil, lavable y de buena textura. La descripción de la piel que hace el psiquiatra David Hellerstein en Science Digest (septiembre de 1985) ofrece un cuadro simple y correcto de un corte transversal:
La piel básicamente es una membrana de dos capas. La inferior, dermis gruesa y esponjosa, de uno o dos milímetros de espesor, es primordialmente tejido conectivo, rico en colágeno proteínico; su función es proteger y almohadillar el cuerpo y alojar los folículos capilares, terminales nerviosas, glándulas sudoríferas y vasos linfáticos. La capa superior, la epidermis, tiene un espesor de entre 0,07 y 0,12 mm. Se compone primordialmente de células epiteliales escamosas, que comienzan su vida redondas e hinchadas en la frontera con la dermis, y en un período de quince a treinta días son empujadas hacia arriba, hacia la superficie, por células nuevas que nacen debajo. Al ascender, se van achatando, se hacen fantasmales, llenas de una proteína llamada queratina, y al fin llegan a la superficie, donde son arrastradas sin gloria al olvido.
Nuestra piel es lo que se interpone entre nosotros y el mundo. Basta pensarlo un poco para advertir que ninguna otra parte de nosotros está en contacto con algo ajeno a nuestro cuerpo. La piel nos aprisiona, pero también nos da una forma individual, nos protege de invasores, nos enfría o calienta según lo necesitemos, produce vitamina D, contiene nuestros fluidos corporales. Lo más asombroso, quizá, es que puede repararse cuando debe hacerlo, y de hecho siempre está renovándose. Con su peso de entre seis y diez kilos, es el órgano más grande del cuerpo, y el órgano clave de la atracción sexual. La piel puede asumir una inmensa variedad de formas: garras, espinas, cascos, plumas, escamas, cabello. Es sumergible, lavable y elástica. Aunque puede deteriorarse con la edad, envejece notablemente bien. Para la mayoría de las culturas, es el bastidor ideal donde practicar la pintura, el tatuaje y la decoración con joyas. Pero, lo más importante, aloja el sentido del tacto.
La punta de los dedos y la lengua son mucho más sensibles que la espalda. Algunas partes del cuerpo son sensibles a las cosquillas, y en otras sentimos picazones, estremecimientos o «piel de gallina». Las partes más pilosas son generalmente las más sensibles a la presión, porque hay muchos receptores sensoriales en la base de cada pelo. En los animales, desde el ratón hasta el león, los bigotes son sobremanera sensitivos; nuestro vello corporal también lo es, pero en un grado mucho menor. La piel es más delgada donde hay cabello o vello. El sentido del tacto no está en la capa externa de la piel, sino en la segunda. La capa externa está muerta, se deshace con facilidad, y contribuye a formar esas marcas que quedan en la bañera después de bañarnos. Por eso en las películas solemos ver a los ladrones pasándose una lija por la punta de los dedos antes de probar la combinación de una caja fuerte: así hacen más delgada la capa muerta y dejan los receptores del tacto más cerca de la superficie. Un carpintero en busca de imperfecciones pasa el pulgar por la madera que acaba de lijar. Una cocinera puede hacer rodar un trocito de masa entre el pulgar y el índice para comprobar su consistencia. Sin necesidad de mirarnos al espejo, sabemos en seguida dónde nos hemos cortado al afeitarnos, o dónde empieza a correrse una media. Es enteramente posible sentirse mojado aun cuando no estemos mojados (por ejemplo, cuando lavamos los platos con guantes de goma), lo que sugiere la complejidad de las sensaciones que constituyen el tacto. El motivo por el que resulta más fácil mojarse primero los pies cuando nos enfrentamos a un mar frío es que no hay tantos receptores de frío en los pies como, por ejemplo, en la punta de la nariz.
En la Edad Media se solía quemar en hogueras a supuestas brujas y otra gente que vivía al margen de la ley, la religión o las convenciones sociales. Como anticipo eficaz de los fuegos del infierno, era el horror definitivo. La muerte llegaba célula por célula, receptor por receptor; se abrasaba cada una de las minúsculas sensaciones de la vida. Hoy, la gente que sobrevive a graves quemaduras es atendida en las unidades de quemados de los hospitales. Si las quemaduras son demasiado profundas para que el cuerpo las repare por sí mismo, los accidentados reciben coberturas provisionales (piel de cadáveres, piel de cerdo, una gasa lubricada) hasta que los médicos pueden empezar a injertar piel de otras partes del cuerpo. Nuestra piel conforma aproximadamente un dieciséis por ciento de nuestro peso total (unos seis kilos), y se extiende unos dos metros cuadrados, pero si las quemaduras han sido demasiado extensas, entonces no queda piel para injertar.
En 1983, un equipo de la Harvard Medical School, dirigido por el doctor Howard Green, descubrió un método revolucionario para reparar la piel quemada. Dos niños pequeños, Jamie y Glen Selby, estaban desnudos quitándose pintura del cuerpo, cuando el disolvente que utilizaban se encendió accidentalmente. Los niños, de apenas cinco y seis años, se quemaron de forma horrible, uno el noventa y siete por ciento del cuerpo, el otro un noventa y ocho por ciento. En el Instituto de Quemados Shriners, en Boston, los médicos cubrieron a los niños con piel de cadáveres y membranas artificiales, tomaron pequeños cuadrados de piel de sus axilas y las cultivaron en grandes planchas de piel, que fueron injertando gradualmente a lo largo de un período de cinco meses. Lograron reparar la mitad de las áreas quemadas de ambos niños, quienes, al cabo de poco más de un año, pudieron volver a su casa de Casper, Wyoming. Aunque ya no tenían glándulas sudoríparas ni folículos pilosos en esa nueva piel, al menos era flexible y protectora, y pudieron volver a la escuela. Los médicos habían conseguido cultivar grandes cantidades de piel nueva.
He aquí cómo se hizo: en un laboratorio de Harvard los médicos cortaron un pequeño trozo de piel donado por un paciente, lo trataron con enzimas, y luego lo diseminaron sobre un medio de cultivo. Al cabo de apenas diez días, comenzaron a tejerse colonias de piel nueva. En veinticuatro días, se había producido piel suficiente como para cubrir un cuerpo humano entero. La piel nueva se pega a gasa saturada con vaselina, y luego, con la gasa hacia fuera, se la sutura al cuerpo. A los diez días se retira la gasa y la piel se adhiere al cuerpo y forma una superficie mucho más tersa y de aspecto más natural que la que resulta habitualmente de un injerto de piel. Hay otros métodos tan sorprendentes como este revolucionario cultivo de piel. En el Centro Médico Cornell, de Nueva York, se ha venido experimentando con piel de cadáveres, que se conserva en grandes cantidades en un banco de piel. En el MIT, los investigadores han desarrollado una técnica de alta velocidad que permite, con un trozo del tamaño de una moneda de la piel de un paciente quemado, fabricar una gran cantidad de piel en menos de dos horas. De modo que se puede hacer un injerto de inmediato, sin tener que esperar tres semanas. En dos semanas, el quemado estará cubierto con una piel enteramente nueva. También en este caso la piel carece de folículos pilosos, glándulas sudoríferas y pigmento, pero, por lo demás, servirá de protección y funcionará como la piel normal. Estas técnicas no se emplean para quemaduras menores, ni siquiera para pequeñas quemaduras graves; son útiles sólo con pacientes que han perdido grandes áreas de piel y en consecuencia les queda muy poca para hacer injertos. Ninguna de estas técnicas carece de riesgos (demora, rechazo, posible infección), pero el mero hecho de que la ciencia pueda cultivar un órgano que es el más grande de nuestro cuerpo nos hace pensar en las posibilidades de cultivar otros órganos, o al menos parte de ellos (ojos, oídos, corazón) en una granja cuyos campos serían cubetas de cultivo y cuyos silos serían tubos de ensayo.
HABLANDO CON TACTO
La lengua está sembrada de metáforas que aluden al tacto. Las emociones nos «tocan» muy de cerca. Los problemas pueden ser espinosos, ásperos, resbaladizos, o bien es preciso cogerlos con pinzas o con guantes. Hay gente que nos resulta áspera y nos altera los nervios. Noli me tangere es una expresión jurídica latina que significa «no interfieran» pero literalmente quiere decir «no me toquen», y fue lo que le dijo Cristo a María Magdalena después de la Resurrección. Pero también es el nombre de una enfermedad, el lupus, presumiblemente por las ulceraciones de piel características de este mal. En música, una tocata es una composición para órgano u otro instrumento de teclado, sin estructura determinada. Originalmente era una pieza destinada a mostrar la técnica del instrumentista, y el nombre viene del participio pasado femenino de toccare. Los maestros de música suelen quejarse de que un alumno no tiene «un buen toque», con lo que se refieren a una indefinible delicadeza en la ejecución. En esgrima, hablar de touché significa que uno ha sido tocado por la punta del florete de su oponente y pierde un punto; aunque, por supuesto, también podemos decirlo cuando alguien ha expuesto un argumento persuasivo en una discusión. Una piedra de toque es un modelo. Originariamente, las piedras de toque eran piedras negras muy duras, como el jaspe o el basalto, utilizadas para probar la calidad del oro o la plata comparando las estrías que dejaban en la piedra con las que dejaba una aleación. «La piedra de toque de un arte es su precisión», dijo Ezra Pound una vez. El uso que hacía D. H. Lawrence de la palabra «tacto» no es epidérmico sino de una profunda penetración hasta el centro del ser de una persona. El baile en el siglo XX ha sido en tan gran medida un giro solitario simultáneo, que cuando hace un par de años las parejas empezaron a bailar otra vez abrazadas hubo que darle un nombre nuevo: «baile de contacto». A lo que parece real lo llamamos «tangible», como si fuera un fruto cuya piel pudiéramos acariciar. Cuando morimos, nuestros seres queridos nos meten en pesados ataúdes, convirtiéndonos en niños otra vez, tendidos en los brazos de nuestra madre antes de volver al seno de la tierra después de una ceremonia. Como dice Frederick Sachs en The Sciences: «El tacto, el primer sentido que se enciende, suele ser también el último en extinguirse: mucho después de que la vista nos ha abandonado, nuestras manos siguen fieles al mundo».
PRIMEROS TOQUES
Aunque no soy un caballero rollizo de mediana edad sin nada más que hacer, estoy masajeando a un diminuto bebé en un hospital de Miami. Es frecuente que hombres jubilados se ofrezcan como voluntarios en los turnos de noche, cuando otras personas tienen familias que atender o un trabajo diurno para cumplir con el cual deben descansar de noche. Los bebés no se muestran exigentes respecto al sexo de quien los cuide y mime. Lo aceptan como el maná que es en el océano de incertidumbre en que se hallan. Los brazos de este bebé son fláccidos, como de un plástico blando. Aunque todavía es demasiado débil para darse vuelta por sí mismo, puede trasladarse tan bien mediante torsiones, que las enfermeras han puesto almohadas en los bordes de su incubadora para impedir que quede en mala posición, en un ángulo. Su torso parece tan pequeño como un mazo de naipes. Es difícil creer que esto sea un niño que un día jugará a baloncesto en las Olimpiadas de verano, o tendrá sus propios hijos, o será mecánico o comprará un pasaje para un vuelo semiorbital a Japón para una reunión de negocios. Esta pequeña forma viviente de gran cabeza, en la que las venas se marcan como sistemas fluviales, parece tan frágil, tan provisional… Tendido en su incubadora, en la «Isolette», como la llaman aquí, el bebé luce un variado plumaje de cables: electrodos para controlar sus progresos y para hacer sonar una alarma si fuera necesario. Lo toco metiendo las manos, bien lavadas, desinfectadas y calentadas, por los agujeros correspondientes de la incubadora, protegidos con válvulas; es como tocar una crisálida. Primero le acaricio la cabeza y la cara, muy lentamente, seis veces durante diez segundos cada vez, y después seis veces el cuello y los hombros. Deslizo las manos hacia su espalda y la masajeo con movimientos circulares seis veces, y le acaricio los brazos y las piernas, también seis veces. El contacto no debe ser demasiado superficial, pues le haría cosquillas, ni demasiado áspero, lo que le agitaría, sino firme y constante, como si se estuviera alisando una tela gruesa. En un monitor cercano, dos líneas de color turquesa, una para el corazón y otra para los pulmones, brillan en la pantalla, una de ellas dibuja picos pequeños, la otra sube y baja suavemente bailando su propia danza improvisada. Sus latidos son ciento cincuenta y tres, lo que sería casi excesivo para mí pero es normal para él, porque el ritmo cardíaco de los bebés es mucho más rápido que el de los adultos. Cuando lo ponemos boca abajo, aunque está dormido, su rostro se contrae en una mueca de disgusto. En menos de un minuto, hace todo un despliegue de expresiones, todas perfectamente legibles gracias al semáforo de las cejas, el código de las arrugas de la frente, la elocuencia de la boca y el mentón: irritación, calma, asombro, felicidad, furia… Después su cara se afloja y sus párpados se ponen tensos como si entrara en un sueño profundo. Algunas enfermeras hablan de los recién nacidos como de fetos que duermen en el exterior su sueño prenatal. ¿Qué sueña un feto? Suavemente, muevo sus miembros en una rutina de miniejercicios, estirando un brazo y doblando el codo, abriendo las piernas y doblando las rodillas hasta que toquen el pecho. Tranquilo pero alerta; parece estar disfrutándolo. Volvemos a ponerlo boca arriba, y otra vez empiezo a acariciarle la cabeza y los hombros. Para él ésta es la primera de las tres sesiones de contacto; puede parecer un crimen interrumpir su sueño pesado, pero al acariciarlo estoy llevando a cabo un acto dador de vida.
Los bebés masajeados aumentan de peso un cincuenta por ciento más deprisa que los no masajeados. Son más activos, se mantienen más alerta, y responden más, captan mejor lo que les rodea, pueden tolerar con más facilidad los ruidos, se orientan más deprisa y dominan mejor sus emociones. «Es menos probable que lloren un minuto y se duerman al siguiente», dice un psicólogo al detallar los resultados de un experimento, en la revista Science News, en 1985; «son más capaces de calmarse y consolarse a sí mismos». En un examen realizado seis meses después, los bebés que habían sido masajeados eran en general más corpulentos, tenían la cabeza más grande y menos problemas físicos. Algunos médicos de California han probado a poner a los bebés prematuros en pequeños colchones de agua que se mueven suavemente, y este experimento ha producido niños menos irritables, de mejor sueño y con menos problemas respiratorios. Según estos y otros estudios, los bebés masajeados lloran menos, tienen mejor carácter y eso hace que sus padres lo traten mejor, lo que es importante, porque el siete por ciento de los bebés prematuros figura entre los que son víctimas de malos tratos paternos (una gran proporción). Los niños difíciles de criar son maltratados con más frecuencia. Y los adultos que no han sido acariciados de pequeños no acarician tanto a sus hijos, con lo que el ciclo se perpetúa.
En 1988, el New York Times publicó un artículo sobre el papel crítico del contacto en el desarrollo infantil; en él se mencionaba el «estancamiento psicológico y físico de niños privados de contacto físico, aunque por lo demás bien alimentados y cuidados…», lo que era confirmado por un investigador que trabajaba con primates y por otro que lo hacía con huérfanos de la Segunda Guerra Mundial. «Los bebés prematuros que fueron masajeados durante quince minutos tres veces al día aumentaron de peso un cuarenta y siete por ciento más deprisa que otros que se mantuvieron aislados en sus incubadoras. (…) Los bebés masajeados también mostraron señales de que su sistema nervioso estaba madurando más deprisa: se volvían más activos (…) y respondían más a rostros o sonidos. En promedio, los niños que habían sido masajeados salieron del hospital unos seis días antes que los otros». Ocho meses después, los bebés masajeados obtuvieron mejores resultados en tests de capacidad mental o motriz que los no masajeados.
En la Facultad de Medicina de la Universidad de Miami, la doctora Tiffany Field, psicóloga infantil, ha venido estudiando a un grupo de bebés que ingresaron por diversas razones en la unidad de terapia intensiva de su hospital. Con entre trece mil y quince mil nacimientos anuales en el hospital, nunca le falta material de estudio. Algunos bebés reciben cafeína por problemas cardíacos o respiratorios, uno es hidrocefálico, algunos son hijos de madres diabéticas, que deben ser cuidadosamente controlados. Junto a una Isolette, hay una madre joven sentada en una silla negra junto a su hijo; tiende una mano y lo acaricia suavemente, mientras le susurra palabras maternales al oído. Dentro de otra Isolette, una niñita con un camisón blanco con corazones rosa estalla en el clásico gemido, que pone en marcha la alarma de su monitor. Al otro lado de la sala, un médico está sentado en silencio al lado de un recién nacido, tratando de enseñarle a respirar con un obturador de dos puntas. Cerca de él, una enfermera da vuelta a una niñita y empieza a «estimularla», como llaman a los masajes. ¡Qué caras de viejecitos tienen los recién nacidos! Cuando cambian de expresión durante el sueño, parece como si ensayaran emociones. La enfermera sigue su programa de masaje, acariciando cada parte de la recién nacida seis veces durante diez segundos. La estimulación no ha cambiado los ritmos de sueño del bebé, pero ha conseguido que aumentara treinta gramos extra por día, y pronto podrá irse a casa, casi una semana antes de lo que se esperaba. «No pasa nada especial con los bebés», explica la doctora Field, «pero son más activos, aumentan de peso más deprisa, y se vuelven más capaces». Y continúa: «Es increíble, cuánta información se puede comunicar por el tacto. Todos los demás sentidos tienen un órgano en el que uno puede concentrarse, pero el tacto está en todo el cuerpo».
Saul Schanberg, un neurólogo que experimenta con ratas en la Universidad de Duke, ha descubierto que los cuidados que proporciona la madre rata a su cría, lamiéndola y alisándole el pelo, producen en ésta verdaderos cambios químicos; cuando la cría fue apartada de la madre, disminuyeron sus hormonas de crecimiento. La ODC (la enzima que señala que es hora de que empiecen ciertos cambios químicos) disminuyó en todas las células del cuerpo, lo mismo que la síntesis proteínica. El crecimiento recomenzó sólo cuando la cría fue devuelta a la madre. Cuando los experimentadores trataron de revertir los malos efectos del alejamiento de la madre, descubrieron que un masaje suave no servía, y sí en cambio un vigoroso cepillado con un pincel que simulaba ser la lengua de la madre; después de eso, la cría se desarrolló normalmente. Esas ratas privadas temporalmente de los cuidados maternos, ya fueran devueltas a sus madres o acariciadas con pinceles por los experimentadores, requerían en lo sucesivo mucho contacto, mucho más del que necesitan habitualmente, para responder con normalidad.
Schanberg inició sus experimentos con ratas como resultado de su trabajo en pediatría; le interesaba especialmente el enanismo psicosocial. Algunos niños que viven en hogares emocionalmente destructivos dejan de crecer. Schanberg descubrió que ni siquiera las hormonas de crecimiento podían estimular los cuerpos detenidos de esos niños para que volvieran a crecer. En cambio, un cuidado tierno y amoroso sí podía hacerlo. El afecto que recibían de las enfermeras cuando eran admitidos en un hospital solía bastar para volver a ponerlos en camino. Lo asombroso es que el proceso es totalmente reversible. Cuando los experimentos de Schanberg con crías de rata produjeron idénticos resultados, este neurólogo empezó a pensar en los recién nacidos humanos, típicamente aislados y que pasan gran parte del inicio de su vida sin contacto con nadie. Los animales dependen del hecho de estar cerca de su madre para la supervivencia básica. Si se elimina el contacto materno (aunque sea solamente durante cuarenta y cinco minutos en el caso de las ratas), el bebé disminuye su necesidad de comida para mantenerse con vida hasta que vuelve la madre. Esto funciona bien si la madre se ha apartado por un breve lapso, pero si nunca vuelve, entonces ese metabolismo más lento da como resultado un cese del crecimiento. El contacto le asegura a un bebé que está a salvo; parece darle al organismo vía libre para desarrollarse normalmente. En muchos experimentos realizados en todo el país, se comprobó que los bebés que eran tenidos más tiempo en brazos se volvían más atentos y desarrollaban, años después, mejores aptitudes cognoscitivas. Es parecido a la estrategia que se adopta en un naufragio: primero uno se pone un salvavidas y busca auxilio. Los bebés y las crías de los animales llaman a su madre con un grito agudo. Después se hace acopio de agua y comida, y se trata de conservar energía, para lo cual se interrumpen las actividades más exigentes, por ejemplo crecer.
En la Facultad de Medicina de la Universidad de Colorado, los investigadores realizaron un experimento de separación con monos, apartándolos de la madre. El mono bebé mostraba signos de impotencia, confusión y depresión, y sólo el retorno de su madre y que ésta lo tuviera en brazos continuamente durante unos días lo ayudaba a volver a la normalidad. Durante la separación, se manifestaban cambios en su ritmo cardíaco, temperatura corporal, ondas cerebrales, ritmo de sueño y funciones del sistema inmunológico. El control electrónico de estos monitos separados de la madre mostró que la privación de contacto provoca perturbaciones físicas y psicológicas. Pero cuando la madre era devuelta, sólo parecía desaparecer la perturbación psicológica; el comportamiento del monito volvía a la normalidad, pero los problemas físicos (la susceptibilidad a las enfermedades, entre otros) persistían. Entre las enseñanzas de este experimento está el hecho de que el perjuicio puede ser irreversible, y que la falta de contacto materno puede llevar a posibles daños a largo plazo.
En la Universidad de Wisconsin se llevó a cabo otro estudio de separación con monos; los investigadores separaban a un mono bebé de su madre por medio de un tabique de vidrio. Madre e hijo podían verse, oírse y olerse, sólo faltaba el contacto, pero eso creaba un vacío tan grave, que el monito gritaba constantemente y se movía de forma frenética. En otro grupo, el tabique divisor tenía agujeros, de modo que la madre y su hijo pudieran tocarse, lo que al parecer era suficiente porque los monitos no sufrieron problemas de conducta graves. Los que habían sufrido privaciones de contacto breves se volvieron «adolescentes» que se aferraban unos a otros obsesivamente en lugar de desarrollarse como individuos independientes y confiados. Cuando la privación había durado mucho tiempo, se evitaban entre sí y se volvían agresivos cuando entraban en contacto; eran solitarios y violentos.
En los experimentos realizados con primates en la Universidad de Illinois, los investigadores descubrieron que la falta de contacto producía daños cerebrales. Describieron tres situaciones: 1) el contacto físico no era posible, pero sí lo era cualquier otra relación; 2) durante cuatro de las veinticuatro horas del día, se quitaba el tabique para que los monos pudieran interactuar, y 3) aislamiento total. Las autopsias del cerebelo mostraron que los monos que habían sido totalmente aislados tenían daños cerebrales; lo mismo podía decirse de los animales parcialmente separados. Los que habían llevado una vida normal no mostraban daños. Por sorprendente que parezca, una privación de contacto físico, aun relativamente pequeña, puede causar daño cerebral, lo que en los monos se revelaba a menudo mediante una conducta anómala.
Cuando vuelvo a dejar al recién nacido en su casita de vidrio, veo que en las paredes una colorida pintura que muestra un circo: payasos, un tiovivo, carpas, globos y un cartel que dice «La Rueda de la Fortuna». «El tacto es mucho más esencial que nuestros demás sentidos», recuerdo haberle oído decir a Saul Schanberg cuando habló, en Key Biscayne, en el extraordinario congreso sobre el tacto organizado por Johnson & Johnson en la primavera de 1989; fue un intercambio de ideas que duró tres días, entre neurofisiólogos, pediatras, antropólogos, sociólogos, psicólogos y demás interesados en estudiar cómo el tacto y su privación afectan a la mente y el cuerpo. En muchos aspectos, el tacto es difícil de investigar. Todos los demás sentidos tienen un órgano clave que puede ser estudiado; para el tacto, ese órgano es la piel, y se extiende por todo el cuerpo. Todos sentidos tienen al menos un centro de investigación importante salvo el tacto. El tacto es un sistema sensorial cuya influencia es difícil de aislar o eliminar. Los científicos pueden estudiar a los ciegos para aprender más sobre la visión, y a los sordos o anósmicos para aprender más sobre el oído o el olfato, pero eso es virtualmente imposible hacerlo con el tacto. Tampoco pueden experimentar con personas que hayan nacido sin ese sentido, como suele hacerse con sordos o ciegos. El tacto es un sentido con funciones y cualidades únicas, pero también es frecuente que se combine con otros sentidos. El tacto afecta a todo el organismo, así como a la cultura en medio de la cual éste vive y a los individuos con los que se pone en contacto. «Es diez veces más vigoroso que el contacto verbal o emocional», explicaba Schanberg, «y afecta a casi todo lo que hacemos. Ningún otro sentido puede excitarnos como el tacto; eso lo sabíamos desde siempre, pero nunca habíamos entendido que este hecho tenía una base biológica».
Al preguntársele si se refería a sus beneficios para la evolución, respondió afirmativamente, y agregó: «Si el tacto no hubiera sido agradable, no habría habido especie, ni paternidad, ni supervivencia. Una madre no tocaría a su bebé como debe hacerlo, si no sintiera placer en ese hecho. Si no nos gustara tocarnos y acariciarnos, no tendríamos sexo. Los animales que instintivamente se tocaron más produjeron crías que sobrevivieron, y sus genes se transmitieron, con lo que la tendencia a tocar se incrementó. Olvidamos que el tacto no sólo es básico para nuestra especie, sino la clave de la misma».
Cuando un feto crece en el vientre, rodeado por el fluido amniótico, siente una calidez líquida, los latidos del corazón, las mareas internas de la madre, y flota en una maravillosa hamaca que lo acuna cuando ella camina. El nacimiento debe de ser un choque muy duro después de tanta serenidad, y una madre recrea el bienestar del vientre de varios modos (acunando, abrazando, colocando al bebé contra el lado izquierdo de su pecho donde está el corazón). Inmediatamente después del nacimiento, las madres humanas (y también las monas) sostienen al bebé muy apretado contra su cuerpo. En las culturas primitivas, la madre lleva a su bebé pegado a ella, día y noche. Entre los pigmeos del Zaire, el recién nacido pasa al menos el cincuenta por ciento del tiempo en contacto físico con alguien, y todos los miembros de la tribu lo acarician y juegan con él continuamente. Una madre kung lleva a su bebé en la curass, una tira que lo sostiene contra su flanco y le permite mamar, jugar con los collares de la madre o relacionarse con los demás. Los bebés kung están en contacto con otros el noventa por ciento del tiempo, mientras otras culturas creen en la conveniencia de exiliar a los bebés en las cunas, en cochecitos de paseo o en asientos de viaje, manteniéndolos a mano pero sin tocarlos.
Un rasgo curioso del tacto es que no siempre tiene que ser llevado a cabo por otra persona, ni siquiera por un ser vivo. En el Maternity Hospital de Cambridge, Inglaterra, se comprobó que si un bebé prematuro era colocado sobre una manta de lana durante un día, aumentaba en promedio quince gramos más de lo usual. Esto no se debía al calor adicional de la manta, puesto que la sala tenía calefacción, sino que se acercaba más a la tradición de las «fajas» de los bebés, que aumentan la estimulación táctil, disminuyen la tensión y les hacen sentirse protegidos. En otros experimentos, metiendo a los bebés en ropas apretadas o mantas bien enrolladas, se pudo reducir su ritmo cardíaco, relajarlos y hacer que durmieran más y mejor.
Todos los animales responden al tacto, a las caricias y, en cualquier caso, la vida misma no podría haberse desarrollado sin el tacto, esto es, sin los contactos físicos y las relaciones que se forman a partir de ahí. En ausencia de contacto, las personas de cualquier edad pueden caer enfermas y sentirse mutiladas.[7] En los fetos, el tacto es el primer sentido que se desarrolla, y en el recién nacido es automático, antes de que los ojos se abran o el bebé empiece a captar el mundo. Poco después de nacer, aunque no podemos ver ni hablar, instintivamente empezamos a tocar. Las células de tacto de los labios nos hacen posible mamar, y los mecanismos de cierre de las manos empiezan a buscar calor. Entre otras cosas, el tacto nos enseña la diferencia entre yo y otro, nos dice que puede haber algo fuera de nosotros: la madre. Madres e hijos hacen un enorme despliegue de contacto. El primer bienestar emocional es tocar a nuestra madre y ser tocados por ella; y sigue en la memoria como el ejemplo definitivo del amor desinteresado, que nos acompaña toda la vida.
El pequeño universo de tres kilos llamado Geoffrey, que estoy acariciando con masajes suaves y prolongados, ha torcido apenas la boca y la ha enderezado al instante. En otras incubadoras de la sala, otras vidas se agitan, otros voluntarios siguen metiendo las manos por los agujeros para ayudar a los bebés a entender un poco el mundo. La enfermera jefe de investigación de la sala (graduada en neonatología) le realiza el test sensorial Brazelton a un bebé de sexo masculino, que responde a un sonajero en forma de huevo de un rojo brillante. Alza al bebé y sacude suavemente el sonajero ante sus ojos, que van en la dirección del objeto, como deben hacer. Después hace sonar una pequeña campana durante diez segundos a cada lado del bebé, y lo repite cuatro veces. Es una escena muy budista. En una cuna cercana, un recién nacido al que le están probando el oído tiene puestos unos auriculares que le hacen parecer un operador telefónico. Anteriormente, el criterio para con los bebés prematuros era no molestarlos más de lo necesario, y se les hacía vivir en una especie de celda de aislamiento, pero ahora las pruebas sobre los beneficios del tacto son tantas y tan elocuentes, que muchos hospitales lo alientan. «¿Ya ha abrazado a su hijo hoy?», pregunta un adhesivo. No es una pregunta cualquiera. El tacto parece ser tan esencial como la luz del sol.
¿QUÉ ES UN CONTACTO?
El tacto es el sentido más antiguo, y el más urgente. Si un tigre está apoyando su zarpa contra nuestro hombro, necesitamos saberlo de inmediato. Cualquier contacto, o cambio en un contacto (por ejemplo, un aumento en la presión), pone el cerebro en una fiebre de actividad. Un contacto continuo de poca intensidad se vuelve un fondo sobre el que se siente lo demás. Cuando tocamos algo deliberadamente (a nuestro amante, el parachoques de un coche nuevo, la lengua de un pingüino) ponemos en movimiento nuestra compleja red de receptores táctiles, encendiéndolos por la exposición a una sensación y luego a otra. El cerebro lee los encendidos y apagados como un código Morse y registra suave, áspero, frío.
Los receptores táctiles pueden apagarse simplemente por la costumbre. Cuando nos ponemos un jersey pesado, somos agudamente sensibles a su textura, peso y sensación sobre la piel, pero al cabo de un rato ya lo ignoramos completamente. Una presión constante se registra al principio, y activa los receptores táctiles; después los receptores dejan de funcionar. Por eso usar lana o un reloj de pulsera o un collar no nos molesta demasiado, salvo que la temperatura suba o el collar se rompa. Cuando se produce cualquier cambio, los receptores lanzan la señal y súbitamente tomamos conciencia. Las investigaciones sugieren que, aun cuando existen cuatro tipos principales de receptores, hay muchos otros a lo largo de un amplio espectro de respuestas. Después de todo, nuestra paleta de sensaciones a través del tacto es más completa que el mero frío, calor, dolor y presión. Muchos receptores táctiles se combinan para producir lo que llamamos «una punzada». Pensemos en todas las variedades de dolor, irritación, abrasión; todas las texturas de la caricia; todas las cosquillas, golpes, pinchazos, rascaduras, palmadas, besos, pellizcos. La tiza en polvo en las manos cuando queremos colgarnos de las barras. Una zambullida en un estanque helado un día de verano, cuando la temperatura del aire y la del cuerpo son iguales. La sensación de una abeja posada en una pierna. Buscar, con los ojos vendados, un objeto determinado como parte de la iniciación en un club infantil. Sacar un pie del barro. El cosquilleo de la arena mojada entre los dedos. El mordisco a un pastel. O el placer casi orgásmico, mezcla de estremecimiento, dolor y alivio, que significa rascarse la espalda.[8] Hace años, durante la época de parición, estuve en un rancho ganadero ayudando a los vaqueros. Cuando encontrábamos una vaca con problemas, alguien tenía que tocar su vagina y comprobar su estado. «Tú eres mujer», me decían invariablemente, «hazlo tú», como si yo debiera conocer, por el tacto, el paisaje interno de cualquier otra hembra, aun cuando su especie estuviera emparentada de muy lejos con la mía y sus órganos fueran horizontales. «Busca las dos piedras grandes, pasando la elevación…», me orientó un vaquero hispano en una ocasión. Con el brazo hasta el hombro dentro de una vaca, se siente su pesado interior caliente y apretado, pero nunca olvidaré mi asombro feliz la primera vez que retiré la mano lentamente y sentí los músculos de la vaca contraerse y soltarse uno tras otro, como una hilera de personas dándome la mano en una recepción. Me pregunto si será eso lo que se siente al nacer. Los científicos han demostrado también que la mayoría de los nervios receptores responderán a la presión, así como a cualquier otra cosa en la que se especialicen. Durante mucho tiempo, dimos por supuesto que cada sensación tenía su propio receptor y que ese receptor tenía su propio camino rumbo al cerebro, pero ahora parece como si las neuronas del cuerpo relacionaran cada sensación de acuerdo con códigos eléctricos. El dolor produce respuestas irregulares de los nervios, a intervalos irregulares. La picazón produce un dibujo más rápido y regular. El calor produce un crescendo a medida que la temperatura del área sube. Una pequeña presión produce una ráfaga de excitación, después se disipa, y una presión más fuerte simplemente extiende la actividad.
Al cabo de un período, como ya he dicho antes, un receptor táctil se «adapta» a los estímulos y deja de responder a ellos, lo cual es muy adecuado pues de lo contrario nos volveríamos locos por la mera sensación de un jersey sobre la piel en una fresca noche de verano, o nos pondría frenéticos una brisa incesante. Esa fatiga no se da entre los profundos corpúsculos de Pacini y los órganos de Ruffini (articulaciones) ni en los órganos de Golgi (tendones), que nos dan información sobre nuestro clima interno, y que nos harían caer al suelo en plena marcha si se adormecieran. Pero los demás receptores, tan alerta al comienzo, tan hambrientos de novedades, al cabo de un rato dicen el equivalente eléctrico de «Ah, es lo mismo de siempre», y empiezan a dormir, lo que nos permite seguir adelante con la vida. Podemos sentirnos autoconscientes la mayoría de las veces pero, si lo fuéramos sin cesar de nuestra persona física, acabaríamos exhaustos ahogados por un tifón de sensaciones.
Algunas formas de tacto nos irritan y deleitan simultáneamente. El cosquilleo puede ser una combinación de señales de, por ejemplo, prisa y miedo. La humedad puede ser una mezcla de temperatura y ansiedad. Pero cuando perdemos contacto (el dentista nos inyecta novocaína; se nos duerme un brazo o una pierna por falta de irrigación sanguínea), nos sentimos extraños y ajenos. Imaginemos lo terrible que puede ser perder el contacto permanentemente. La falta de tacto puede ser enloquecedoramente específica: una persona pierde el sentido de la temperatura, o la sensibilidad al dolor. Una vez, mi dentista me puso una inyección de novocaína, y mi mandíbula cayó como un pedazo de metal. Podía sentir la presión y la temperatura (aunque la sensación de temperatura estaba invertida: el agua helada sabía a agua pero la sentía caliente) aunque ya no experimentaba ningún nivel de dolor en la mandíbula. La falta de los diminutos marcadores del dolor (un pinchazo, un cosquilleo) hacía sentir cadavérica la carne. Hace un par de años en St. Louis, Missouri, fui un día a una conferencia con el novelista Stanley Elkin, que sufre de esclerosis múltiple desde hace muchos años. Stanley todavía podía conducir, y pensábamos ir en su coche. Pero cuando llegamos al coche y él estuvo ante la puerta, pasó un buen rato buscando en uno de sus bolsillos. Finalmente tuvo que sacar todo lo que había en el bolsillo y ponerlo sobre el capó para poder ver las llaves. Muchos enfermos de esclerosis pueden sentir un objeto en su bolsillo (por ejemplo, el llavero del coche) pero no pueden identificarlo por el tacto, pues el cerebro no interpreta correctamente la forma. Como han demostrado aquellas personas que son simultáneamente sordas y ciegas, es casi posible arreglárselas sólo con el tacto, pero sin el tacto el mundo se desenfoca irremediablemente, y se puede perder una pierna sin saberlo, quemarse una mano sin sentirlo o perder la conciencia de dónde termina uno y empieza el mundo.
EMISORES DE CÓDIGO
Se necesita todo un ejército de receptores para crear esa delicadeza sinfónica que llamamos «caricia». Entre la epidermis y la dermis se encuentran los diminutos corpúsculos de Meissner, en forma de huevo, que son nervios encerrados en cápsulas. Parecen especializarse en las partes no pilosas del cuerpo (las plantas de los pies, las puntas de los dedos —que cuentan treinta y seis mil por centímetro—, el clitoris, el pene, los pezones, las palmas y la lengua), las zonas erógenas y otros puntos hipersensibles, y responden muy rápidamente a la más ligera estimulación. Dentro de un corpúsculo de Meissner —como los muchos filamentos dentro de una bombilla—, las terminaciones nerviosas, curvadas y ramificadas, corren paralelas a la superficie de la piel, y recogen todo su tesoro de sensaciones. Su disposición paralela las hace especialmente sensibles a lo que las toque en ángulo recto. Por lo demás, son extremadamente específicas porque cada área del corpúsculo puede responder de forma independiente. Así lo describe un investigador: «Es como si el receptor estuviera compuesto de espirales separadas, igual que un colchón de muelles; se puede afectar a uno sin molestar a los otros». Lo que registran son vibraciones de baja frecuencia, la sensación de un dedo acariciando una seda, por ejemplo, o la piel suave de la parte interior del codo.
Los corpúsculos de Pacini responden muy deprisa a cambios en la presión, y tienden a reunirse cerca de las articulaciones, en algunos tejidos profundos, así como en las glándulas genitales y mamarias. Son sensores gruesos, en forma de cebolla, y le dicen al cerebro qué es lo que los presiona y también qué movimientos hacen las articulaciones o de qué modo están cambiando de posición los órganos cuando nos movemos. No se necesita mucha presión para hacerlos responder y enviar mensajes al cerebro. Pero también son sensibles a las sensaciones de vibración o variación, especialmente las de alta frecuencia (una cuerda de violín por ejemplo); de hecho, es posible que sean las capas de cebolla del corpúsculo las que descifran tan bien las vibraciones. Lo que hacen los corpúsculos de Pacini es convertir la energía mecánica en energía eléctrica, como demostró, en 1950, Bernhard Katz, del University College de Londres, en experimentos de electricidad sobre los músculos. Investigadores posteriores han hecho más comprensibles este proceso, que Donald Carr describe en Los sentidos olvidados:
Los neurólogos creen actualmente que podemos representarnos los receptores táctiles como una membrana con una cantidad de agujeros diminutos, o al menos agujeros potenciales, como un trozo de queso suizo cubierto con celofán. En algunos casos, los agujeros son demasiado pequeños o el celofán demasiado grueso como para que algunos iones puedan pasar. Una deformación mecánica abre estos agujeros. Cuando (…) se forman corrientes (…) por una presión enérgica, como un pinchazo, pasa la cantidad suficiente de estímulo para desencadenar los impulsos nerviosos y la intensidad del pinchazo es señalada por la frecuencia de los impulsos, puesto que esta frecuencia es el único modo que tienen las fibras de codificar la intensidad.
Nuestra provisión de receptores táctiles incluye también los discos de Merkel, en forma de platillo, que se encuentran por debajo de la superficie de la piel y responden a una presión constante y continua (dan un mensaje sostenido, una emisión ininterrumpida continua); distintas terminales nerviosas libres, no encerradas en cápsulas, que responden con más lentitud al tacto y a la presión; las terminales de Ruffini, que se hallan a cierta profundidad bajo la superficie de la piel y registran la presión constante; sensores de temperatura, sensores térmicos cilíndricos, y el más familiar pero el más extraño de todos los receptores táctiles: el pelo.
EL PELO
El pelo afecta profundamente a las personas, puede transfigurar o repugnar. Como un símbolo de vida, el pelo crece sobre nuestra cabeza. Como la tierra, puede ser cosechado, pero volverá a crecer. Podemos cambiar su color y textura cuando nos da la gana, pero con el tiempo volverá a su forma y aspecto original, así como la naturaleza, con el tiempo, transformará nuestras ciudades de preciso diseño en pastizales. Darle a un amante un mechón de cabello para que llevara consigo en un relicario[9] colgado al cuello era un gesto tierno y conmovedor, pero también peligroso, ya que cualquier hechicero encontraba muy útil el cabello para hacer embrujos contra su dueño. En una variación de este mismo tema, un caballero medieval llevaba al combate un rizo del pelo púbico de su dama. Como uno de los pilares del amor cortesano era el secreto, elegir ese pequeño recuerdo en lugar de un rizo de cabello pudo haber sido una decisión práctica más que filosófica, pero aun así simbolizaba la fuerza vital de la mujer, que él llevaba consigo. Los antiguos jefes llevaban largas trenzas como signo de virilidad (de hecho, las palabras «káiser» y «zar» significan ambas «hombre de pelo largo»). En la historia bíblica de Sansón, la pérdida del cabello lleva al héroe a la debilidad y la derrota, como le había sucedido antes al héroe Gilgamesh. En Europa, en tiempos más recientes, las mujeres que habían colaborado con el enemigo durante la Segunda Guerra Mundial fueron castigadas con drásticos cortes de cabello. Entre algunos judíos ortodoxos, la mujer joven debe cortarse el cabello cuando se casa, pues de otro modo su marido podría encontrarla demasiado atractiva y desear tener relaciones sexuales con ella por puro deseo más que por la necesidad de procreación. Los rastafaris consideran sus rizos como «cables de alta tensión dirigidos al cielo». Hoy en día, para oponerse a la burguesía y afirmar su propia identidad, como debe hacer cada generación, muchos jóvenes de ambos sexos se hacen peinados de formas esculturales, pirámides endurecidas o cortes geométricos que les hacen parecer setos de un jardín bien cuidado, y se tiñen con colores tomados de los más chillones del espectro. La primera vez que entró en mi clase un estudiante con un «alerón azul», debo reconocer que me sobresaltó. A ambos lados de la cabeza asomaban largos mechones teñidos de un majestuoso azul, cepillados y endurecidos de modo que se mantuvieran horizontales; sobre la frente, le caía un flequillo de pelo blanco, y la nuca era de un negro brillante, bien cepillado y pegado a la cabeza. No me disgustaba, sólo me parecía un trabajo excesivo para tomárselo todas las mañanas. Estoy segura de que mi abuela sintió lo mismo respecto del peinado cardado de mi madre, y sé que mi madre piensa eso del rizado salvaje que llevo en mi pelo largo y grueso. Un peinado o un corte puede ser la marca de identidad de un grupo, cosa que ha sucedido siempre (por ejemplo, con el corte al ras de los militares o la tonsura de los sacerdotes y monjes). En la década de los sesenta, llevar el pelo largo, sobre todo si uno era hombre, solía producir cáusticos desahogos de los padres, motivo por el cual el musical Hair dio un panorama tan auténtico de toda una generación. La policía, que en aquel entonces tenía una imagen tan pulcra y con el cabello tan corto, fue sucedida por una generación de policías con largas patillas y bigotes. Pero recuerdo el Love-in de Boston en 1967, mi primer año en la universidad, cuando un joven le gritó a una pareja que se había reído de su pelo largo: «A la mierda con vosotros y vuestros peluqueros». También recuerdo que, en la década de los cincuenta, salía del cuarto baño con el pelo transformado en una enorme burbuja. «¿Qué te has hecho en el pelo?», preguntó mi padre cierta vez. «Me lo he cardado», dije. A lo que él respondió: «¿Te lo has cardado? Di más bien que lo has vuelto loco». Hoy llevo el pelo rizado au naturel, con un corte informal que los franceses llaman la coupe sauvage, pero su volumen y su matiz erótico no le gustan a mi madre. Para su generación, las mujeres serias llevan peinados serios, formales, endurecidos y que no se mueven. Hace unas semanas, me llamó para advertirme que a las mujeres profesionales no se las toma en serio si no tienen un «equipo para el cabello» (rulos, secador, laca). Una cabeza revuelta significa una vida revuelta. Según este punto de vista, que ha prevalecido durante siglos, la mujer se deja crecer el cabello pero lo mantiene firmemente bajo control en un moño o bajo un sombrero o un pañuelo, o bien con un fijador, y lo deja suelto sólo de noche, en la mayor intimidad.
La mayoría de las personas tienen alrededor de cien mil folículos capilares en la cabeza, y pierden entre cincuenta y cien cabellos al día en las operaciones normales de peinado, o cepillado o por contactos casuales. Cada cabello crece durante un período de entre dos y seis años, a un ritmo de doce a quince centímetros por año; después su folículo descansa durante unos meses, el cabello cae y, con el tiempo, es reemplazado por un cabello nuevo. Por eso, cuando vemos una hermosa cabellera, estamos viendo cabellos en diferentes estadios de crecimiento, muerte y renovación. En cualquier momento, un quince por ciento descansa, y el otro ochenta y cinco por ciento crece; docenas de cabellos están destinados a morir mañana, mientras en el interior de los folículos se están formando cabellos nuevos.
El pelo tiene una cubierta exterior dura llamada «cutícula», y un interior blando llamado «córtex». La gente con el cabello grueso tiene folículos más grandes y una cubierta externa más delgada (diez por ciento del cabello) con un córtex interno mayor (noventa por ciento). La gente de cabello fino, por el contrario, tiene folículos más pequeños y casi la misma cantidad de cutícula (cuarenta por ciento) que de córtex (sesenta por ciento). Si las células de los folículos forman un dibujo regular al crecer, el cabello será lacio; si se disponen de modo irregular, el cabello será rizado. Los piojos tienen dificultades con el cabello espeso, motivo por el cual los colegiales negros no sucumben a la pediculosis con tanta frecuencia como sus compañeros blancos. Además de su finalidad estética para la gran mayoría de hombres y mujeres, el cabello protege el cerebro del calor solar y los rayos ultravioleta, ayuda a aislar el cráneo, suaviza los golpes y, en general, mantiene al mundo a un pelo de distancia de nuestro cuerpo, ese perímetro de peligro y aventura en el que dejamos entrar a muy poca gente.
Por supuesto, el cabello crece en muchas partes del cuerpo, incluso en los dedos de los pies y dentro de la nariz y los oídos. Los chinos, los aborígenes americanos y algunos otros pueblos tienen muy poco pelo en la cara y el cuerpo; los de ascendencia mediterránea, por el contrario, pueden ser tan peludos que parecen haberse apartado apenas un paso de sus antepasados simios. Los calvos son sexys; pierden el cabello por un alto nivel de testosterona en la sangre, motivo por el cual no se ven eunucos calvos. A mí me asustaban los hombres con pesadas matas de cabello sobre los hombros y la espalda. Cuando pasaba junto a uno de ellos en la playa, se formaba en mis labios la palabra «carnívoro». Las mujeres tendemos a tener la piel menos pilosa que los hombres, por lo que tiene sentido que nos depilemos las piernas y nos apliquemos lociones para acentuar las diferencias genéticas. Pero, a pesar de los esfuerzos para eliminar el pelo de nuestro cuerpo, quedan muchos aún en los brazos, la cara y la cabeza de las mujeres, y en el pecho, brazos y piernas de los hombres.
El pelo es una especialidad de los mamíferos, aunque los reptiles forman escamas, que son parientes del cabello. Cada pelo crece de una papila, un rollo de tejido, en la base de un folículo, donde hay una terminal nerviosa que probablemente está cerca de otras terminales nerviosas. Como promedio, el cuerpo tiene unos cinco millones de pelos. Por ser más delgada, la piel donde se asienta el pelo es más sensible que la piel desnuda. Un pelo puede sensibilizarse con facilidad. Si algo lo aprieta o tira, si algo toca su punta, si la piel que lo rodea es presionada, el pelo vibra y despierta un nervio. El vello puede ser tan sensible que basta un desplazamiento de 0,00004 de pulgada para dar aviso al nervio correspondiente. Pero no puede estar haciéndolo constantemente, o el cuerpo entraría en una sobrecarga sensorial. Hay descargas infinitesimales durante las cuales no parece estar sucediendo nada en absoluto, un desierto de sensaciones. Hasta que una suave sensación comienza a hacerse patente, aunque no sea todavía una verdadera perturbación. Cuando esa sensación crece lo suficiente como para alcanzar un umbral eléctrico, dispara un impulso al sistema nervioso. Los cabellos son maravillosos órganos de tacto. «Brisa», dice nuestro cerebro sin gran escándalo, cuando unos pelitos de nuestro antebrazo se agitan imperceptiblemente. Si una mota de polvo o un insecto nos roza una pestaña lo sabemos al instante y parpadeamos para proteger el ojo. Aunque el pelo puede tomar formas tan distintas como el vello o las antenas, hay unos especialmente útiles llamados vibrissae, que adornan a muchos mamíferos, incluyendo ballenas y otros cetáceos. También son de ese tipo los pelos largos que constituyen los bigotes de los gatos. Un gato sin sus bigotes tropieza con las cosas durante la noche, y puede quedar con la cabeza atrapada en un paso estrecho. Lo mismo que nosotros. Si alguna vez nos dieran voto en cuestiones de evolución, una de las cosas por las que yo votaría sería por sensores tipo bigote para evitarnos tropezar con los muebles, amigos o mapaches en la oscuridad.
EL CLIMA INTERNO
Algunas personas practican la meditación, o el tiro con arco zen. Yo inicio cada mañana de verano con una caminata entre los macizos de mi jardín, donde florecen veinticinco rosales, veintiocho dalias de color lavanda y amarillo, una docena de plantas decorativas como margaritas y acónito, y toda una variedad de flores diversas. No son pocas las mañanas que paso eligiendo durante media hora un altramuz rosa, una vara de nardo o una de campánulas azules (cuyo tallo suelta una gota de savia blanca, casi siempre signo de veneno), o una rosa anaranjada llamada «Bing Crosby», o una rama de farolillos rojos y blancos, una inmensa dalia fucsia o una dalia en miniatura roja y blanca en forma de margarita, o una Pavonia tigridia, con sus brillantes pecas rojas y amarillas, que parece un lirio casado con una orquídea y vestido de fiesta (su nombre significa «pavo real con cara de tigre», lo que ya es bastante maravilloso, pero yo siempre la he llamado «sombrero mexicano de danza»). Como no sé por anticipado qué flor puede haberse abierto por la noche o de madrugada, algunos días es como realizar un descubrimiento. Después paso otra media hora disponiendo mi florido botín de la jornada en un jarrón de cristal a medias lleno con bolitas, siguiendo leyes de equilibrio, forma y color, y trabajando con una obsesión serena que no permite que nada tan violento como un pensamiento se entrometa.
Una mañana, mientras disponía un ramo, noté algo curioso sobre el modo como percibimos la temperatura. Junto a algunos cubiertos metidos en agua caliente dentro de la pila, había un grifo con agua fría y otro con agua caliente. Puse una mano en el agua fría, y otra en la caliente. Después metí las dos manos en el agua caliente y, para mi sorpresa, me dieron señales contradictorias. Lo que percibían era el movimiento de la temperatura, no lo caliente o frío per se. También he notado que, por algún motivo, los objetos de igual peso parecen más pesados si están fríos que si están calientes. No hay respuesta simple para este fenómeno. Quizá los receptores de calor sean más específicos, mientras que los de frío pueden registrar también la presión.
La mayor parte de los receptores de frío están en la cara —especialmente en la punta de la nariz—, párpados, labios y frente, y también en los genitales. Nuestra capa externa es la que parece temer más al frío, y actúa como un centinela en perpetua vigilancia. Los receptores de calor están en una zona más profunda de la piel, y los hay en menos cantidad. No puede sorprender que la lengua sea más sensible al calor que muchas otras áreas del cuerpo. Si la sopa caliente puede pasar la prueba de la lengua, probablemente no nos quemará la garganta ni el estómago. A diferencia de otras informaciones táctiles, las de temperatura le dan cuenta al cerebro de cambios tanto altos como bajos, con frecuentes actualizaciones. Mi madre me recomendaba ponerme un cubito de hielo en la muñeca cuando tenía mucho calor. Eso excita los receptores de frío y los hace reaccionar en exceso, furiosamente. Si apartamos el cubito, la muñeca sigue fría durante bastante rato. Basta con tres o cuatro grados de calor extra en la piel para que nos sintamos realmente calientes, y apenas uno o dos grados menos para que nos sintamos decididamente frescos. Después el cuerpo empieza a corregir las cosas, y tenemos que frotarnos las manos, temblamos o nos metemos las manos bajo las axilas para calentarlas. Para enfriarnos, tomamos bebidas heladas o nos duchamos o vamos a nadar. En un día de verano brutalmente caluroso y húmedo, cuando el sol parece arder cerca de nosotros, el aire está tan pesado como si fuera sólido, y el cuerpo parece plomo fundido, todo lo que tengo que hacer es ir a una piscina y meterme hasta el cuello en agua fría, enfrío todo lo que está por debajo del cerebro, y eso basta para rejuvenecerme. ¿Por qué la aspirina puede bajar la fiebre pero no afecta a la temperatura normal? Porque inhibe la descarga del pirógeno corporal, una sustancia que provoca la fiebre. Todavía quedan muchos misterios respecto a la capacidad del cuerpo para regular su temperatura. Nos despertamos más frescos que cuando nos acostamos, pero ¿por qué motivo nuestra temperatura más baja tenemos que alcanzarla alrededor de las cuatro de la madrugada?
¿Es cierto que enfriamos el cuerpo de dentro hacia fuera? En la cirugía hipotérmica se enfría la sangre y luego se hace que circule de nuevo, lo que reduce la temperatura corporal a unos veinticinco grados. En las historias de ciencia ficción, suele haber un astronauta cuya temperatura corporal ha sido rebajada y que duerme un sueño inmóvil, como un oso en una jaula de vidrio. La familia de Walt Disney asegura que no es cierto, pero una leyenda popular dice que Disney había dispuesto que lo congelaran después de su muerte, y que ahora está en un reino mágico de hielo, esperando su renacimiento. Trans Time Inc., compañía miembro de la Sociedad Criogénica Norteamericana, congela a personas después de su muerte, con la promesa de devolverlos a la vida en una era posterior, cuando los misterios de la muerte sean escrutables y sea reversible el daño de sus enfermedades. Películas como El hombre de hielo juegan con la idea de alguien que pasa congelado décadas o siglos y se despierta en un mundo nuevo. Supongo que lo que hace tan verosímil esa fantasía es lo conocido que nos resulta el argumento en términos religiosos: se muere en esta vida para renacer en la próxima. No creo que haya pruebas concluyentes de que un cuerpo y un cerebro puedan ser congelados y descongelados sin daño, pero quienes proponen la criogenia arguyen que no tenemos nada que perder. ¿Podría darse una reducción metabólica extrema aparte de la congelación? ¿La catatonia de las historias de ciencia ficción? Los diferentes tejidos tienen un grado de congelación diferente, ¿no es así? ¿No significa eso que algunos estarán congelados en exceso mientras otros lo están por debajo de sus necesidades? ¿Qué pensarán los defensores de los derechos humanos (que ya se han opuesto a congelar esperma, huevos y embriones) y los devotos religiosos, de la descongelación de personas? ¿Qué debates éticos y qué agitación social producirá?
Los seres de sangre caliente nos sobrecalentamos con facilidad, y entonces aparece un viejo terror. Nos quejamos de que nos estamos cocinando, como cocinamos a los animales. «Me estoy asando», decimos; «me quemo»; «esto es como un horno». Ahora que hemos perdido nuestra pelambre, nos congelamos en seguida, así que, cuando la temperatura baja, tenemos que abrigarnos. En días de invierno, he visto a gente con una extraordinaria superposición de ropa encima; parecen una cama recién hecha con movimiento propio. La evolución de los animales de sangre caliente fue un salto extraordinario. Significaba que podían conservar la temperatura de su cuerpo a pesar de cualquier desplazamiento por su entorno, y eso les permitía viajar. Los animales de sangre fría (excepto las mariposas, las anguilas y las tortugas marinas) no pueden migrar demasiado lejos, y algunos, como las serpientes de cascabel y las víboras en general, son excelentes en la detección del calor. Lo mismo puede decirse de los mosquitos, las polillas y otros insectos (lo que ha llevado a algunos investigadores a la conclusión de que es posible que las personas a las que esos insectos pican con más frecuencia irradien más calor, lo que las convierte en víctimas preferidas). Aunque no tenemos en nuestros organismos esos dispositivos de captación térmica, los hemos creado con fines militares: misiles que buscan el calor y atacan como una víbora. En recientes filmes de ciencia ficción terrorífica, como Lobos humanos, salen monstruos de garras afiladas y sedientos de sangre que viven en un mundo que está más allá de nuestro alcance visual; pero ellos nos pueden encontrar con facilidad porque tienen los sentidos sintonizados para captar el calor. El monstruo aparece sin advertencia, eviscera a alguien y desaparece. Algo en esa capacidad para captar el calor los hace doblemente horripilantes y es que utilizan uno de nuestros rasgos más queridos para destruirnos. Durante milenios hemos confiado en la calidez de nuestra sangre como en una fuerza vital; elogiamos a quien nos parece bueno diciendo que es cálido. Y he aquí un monstruo que apunta a ese calor. El mensaje de esas pesadillas sensoriales es que nuestra esencia se convierte en nuestra perdición.
Al carecer de una espesa cobertura pilosa como protección, tenemos que ser cuidadosos con el frío. Aunque las manos, los pies y otras partes del cuerpo resultan de valor incalculable por registrar con tanta sensibilidad el contacto, cuando los ataca el frío se vuelven inútiles. Las manos o los pies pueden helarse, y el cuerpo puede sobrevivir, pero si la temperatura de la sangre baja, ya no tenemos escapatoria. Por eso el cuerpo responde inmediatamente a los cambios de temperatura, y sentimos el frío con un espectro corporal más amplio que el que tenemos para sentir el calor. Muchas más mujeres que hombres dicen tener las manos y los pies fríos, lo que no debería sorprender a nadie. Cuando el cuerpo se enfría, protege antes que nada los órganos vitales (por eso es tan fácil que se congelen las extremidades); en las mujeres, protege los órganos reproductores. Cuando los labios se nos ponen azules o el frío nos insensibiliza los dedos de los pies, es porque los vasos sanguíneos se comprimen y el cuerpo sacrifica las extremidades para mandar más sangre a la esencial sección interna.
A los animales les gusta tenderse al sol. Nadie parece más satisfecho en invierno que un perro acostado en la alfombra del salón donde cae un rayo de sol. Algunos animales, como los reptiles o las moscas, lo hacen para regular la temperatura del cuerpo, y es frecuente ver en un pantano de Florida un caimán tendiéndose al sol con voluptuosas precauciones: una pata y la cola en el agua, la parte inferior y otra pata a la sombra de un arbusto, la cabeza, el lomo y las patas delanteras completamente al sol… Parece que son demasiado sibaritas, pero en realidad están obedeciendo a sus termostatos como lo hacemos nosotros una tarde de otoño, cuando nos dejamos puesto un jersey abrigado pero nos sacamos el sombrero y los guantes. El sector turístico se apoya en buena medida en el amor de los seres humanos por el sol, y hoy en día unas vacaciones soleadas están al alcance de casi todo el mundo. Aunque algunos preferimos los viajes de aventura, la mayoría prefiere quedarse inmóvil al sol, como trozos de carne en la parrilla, echándose salsa a intervalos y friéndose en silencio, con la precaución de darse la vuelta cada media hora para cocinarse igual por los dos lados. No es difícil explicarse por qué nos gusta tomar el sol. La evolución, esa maestra de alta costura, probablemente diseñó la sensación de tal modo que los animales buscaran los climas más propicios para la buena salud. Cuando hay exceso de sol y un animal se sobrecalienta, los capilares más pequeños de la piel se dilatan para dejar escapar el calor. El rostro de un hombre se pone rojo. Las orejas de un conejo se ponen rojas. Todos los animales transpiran de un modo u otro, y la transpiración al evaporarse enfría el cuerpo. «No es el calor, es la humedad», nos lamentamos, durante esos días en que hasta una camisa de algodón se pega a la espalda. Cuando la temperatura de la atmósfera alcanza los 36° C, el cuerpo empieza a sufrir. Pero si además hay humedad, lo que significa que el aire está saturado de agua, transpiramos, como siempre, para enfriarnos, pero sin resultado alguno. El aire está demasiado húmedo para permitir que el sudor se evapore. Así que uno se sienta en una mecedora en el porche de su casa en Alabama, impotente y mojado, abanicándose con un folleto de una compañía de construcción vecina, y desea estar en una playa, o toma té helado perfumado con una gota de menta o una hojita de salvia. Por otro lado, si un animal se enfría demasiado, lo más frecuente es que se le ponga la piel de gallina y se estremezca: los músculos de la piel se contraen (para exponer al frío un área menor) y el temblor que sobreviene calienta el cuerpo. Aun cuando no podemos esponjar nuestra pelambre como pueden hacerlo otros animales —ya para parecer más grandes y asustar a un enemigo, ya para calentarse—, nos han quedado unos diminutos músculos erector pili que pueden hacer que algunos de nuestros pelos se pongan tiesos cuando tenemos frío o miedo. Algunos animales han desarrollado fascinantes estrategias para mantener el calor. Von Buddenbrock habla de un apicultor alemán que descubrió que los panales nunca se enfriaban demasiado:
La explicación es notable. En invierno, decenas de miles de abejas se apretujan en un panal. Cuando la temperatura baja, las abejas del centro del racimo están abrigadas pero las de las capas externas se enfrían y entonces empiezan a mover velozmente patas y alas; en otras palabras, actúan como lo haríamos nosotros cuando temblamos de frío. Pero lo importante parece ser que su agitación se transmite a todo el racimo de diez mil o más abejas. Con tiempo, los esfuerzos concertados del grupo pueden llegar a generar una alta temperatura. Ésta sube hasta que todas las abejas se han calmado y después, poco a poco, empieza a bajar hasta que todo el proceso vuelve a repetirse.
Vuelvo a recordar aquella semana de diciembre en que viajé por la costa de California con Chris Nagano —participante del Proyecto Monarca del Museo de Los Angeles—, capturando y rotulando miles de mariposas monarca que hibernaban. Colgadas, como radiantes guirnaldas anaranjadas, de los eucaliptos, las mariposas ocasionalmente abrían sus alas muy grandes, como colectores solares, o las sacudían rápidamente para calentarse antes de posarse para chupar el néctar. Era fácil atraparlas con una red fijada al extremo de un palo, y en su mayoría se limitaban a agitarse un poco dentro de la red cuando nos sentábamos a trabajar en el suelo de ese silencioso bosque de eucaliptos, libre de insectos. Las sacábamos de la red una por una para ver su edad y sexo y si estaban preñadas, y luego les pegábamos una diminuta etiqueta, como un pequeño sello de correos, en la punta de un ala. Pero algunas mañanas la temperatura no llegaba a los 10°C, y la monarca necesita al menos 15°C para poder mover sus músculos de vuelo. A veces, cuando terminaba de rotular una mariposa y la lanzaba al aire, la mariposa caía impotente al suelo, donde sería presa fácil para cualquier predador. Cada vez que sucedía eso, yo la recogía por las alas cerradas y la sostenía delante de mi boca mientras le echaba aire caliente sobre sus músculos. Al cabo de unos pocos segundos se había calentado lo suficiente para poder volar, yo volvía a lanzarla, y ella seguía con sus delicados trabajos en el bosque.
LA PIEL TIENE OJOS
Clarificando la taquigrafía de la vista y añadiéndole datos, el tacto nos enseña que vivimos en un mundo tridimensional. Miramos una fotografía tomada con alguien que amamos, en un pequeño circo, en una ciudad rural, y recordamos lo pegajoso de ese día de verano, la sensación de la llama insinuando su morro aterciopelado en el bolsillo de nuestra camisa, en nuestra mano, bajo nuestro brazo y contra el pecho, buscando comida con cortesía pero sin poder contenerse. En ese momento, la palabra «llama» entra en nuestro vocabulario, porque a veces tenemos que hacer como la llama para poder avanzar en la vida. Recordamos el contacto de la mano del ser amado, las formas de su cuerpo, la textura de su cabello. El tacto nos permite encontrar nuestro camino en el mundo, en la oscuridad o en otras circunstancias en que no podemos utilizar plenamente nuestros otros sentidos.[10] Combinando vista y tacto, los primates no tienen rival en la localización de los objetos en el espacio. Aunque no hay un nombre especial para esa capacidad, podemos tocar algo y saber si es pesado, liviano, gaseoso, suave, duro, líquido, sólido. Como observa con perspicacia Svetlana Alper en Rembrandt’s Enterprise: The Studio and the Market (1988), aunque Rembrandt tomó con frecuencia la ceguera como tema (El regreso del hijo pródigo, Jacob ciego, entre otros):
La ceguera no es invocada con referencia a una visión espiritual más elevada, sino para llamar la atención sobre la actividad del tacto en nuestra experiencia del mundo. Rembrandt representa el tacto como una encarnación de la vista. (…) Y es importante recordar que la analogía entre vista y tacto tenía su contrapartida técnica en la manipulación de la materia que hacía Rembrandt: su explotación del reflejo de la luz natural en un altorrelieve para intensificar las perspectivas y proyectar claroscuros que unieran lo visible con lo sustancial.
Una de las cosas que me maravillan de los retratos de Rembrandt es todo lo que deja sin pintar, para que el ojo lo registre y la mente lo guarde. No le fue necesario pintar nada más que el borde frontal del sombrero de un niño; la primera docena de veces que se ve el cuadro, uno no se da cuenta de que lo que pintó Rembrandt fue sólo un rasgo, la más mínima insinuación de un sombrero, que la mente del espectador completa con su propia experiencia. Hemos tocado lo redondo. Sabemos que es redondo cuando lo vemos. «Se trata otra vez de lo redondo», dice la mente.
¿Qué es el sentido de uno mismo? En gran medida, tiene que ver con el tacto, con lo que sentimos. Nuestros proprioceptores (del latín «receptores de uno mismo») nos mantienen informados sobre el sitio donde estamos, si nuestro estómago está ocupado, si estamos defecando o no, dónde están nuestras piernas, brazos, cabeza, cómo nos estamos moviendo, cómo nos sentimos de un momento al siguiente. Lo que no significa que nuestro sentido de nosotros mismos sea necesariamente adecuado. Todos tenemos un cuadro mental exagerado de nuestro cuerpo, con cabeza, manos, boca y genitales grandes, y un tronco pequeño; los niños suelen dibujar a las personas con manos y cabeza grandes porque es el modo como ellos sienten su propio cuerpo. «¿Cómo está?», pregunta amablemente alguien al protagonista de la novela El proceso de Kafka, y él siente pánico, paralizado por el hecho de que le hagan una pregunta que jamás podría responder. La vida cotidiana incluye un enjambre de preguntas similares, que no deben tomarse en serio pero que se introducen en la conversación como una moneda en la ranura de un teléfono público, para que siga funcionando. A veces me siento tentada de dar una respuesta extensa. «¿Cómo estás?», pregunta un amigo, y yo debería informarle, directamente desde mis proprioceptores, sobre el estado de mis riñones, mucosa nasal, presión sanguínea, rugosidad vaginal, digestión y desorden adrenalínico general. El tacto nos llena la memoria con una clave detallada de nuestra propia forma. Un espejo no significaría nada sin el tacto. De modo inconsciente, siempre estamos tomándonos las medidas: pasándonos una mano por el antebrazo, viendo si el aro que forman el pulgar y el índice puede abarcar la muñeca, o si podemos tocarnos la punta de la nariz con la lengua o hasta dónde podemos doblar hacia atrás el pulgar, palpando la longitud de la pierna cuando nos alisamos una media desde el tobillo hasta el muslo, o retorciendo nerviosamente un mechón de cabello. Pero, sobre todo, el tacto nos enseña que la vida tiene profundidad y contorno; vuelve tridimensional nuestro sentido del mundo y de nosotros mismos. Sin ese intrincado sentimiento de la vida no habría artistas cuya habilidad está en hacer mapas sensoriales y emocionales, ni cirujanos que con sus dedos se introducen dentro del cuerpo.
AVENTURAS EN EL CIRCO DEL TACTO
De camino hacia San Francisco, abrí un regalo de un amigo: una exquisita caja forrada en brocado de seda azul y dorado, dentro de la cual había dos bolas de cromo exactamente iguales, cada una en su nicho de seda. Me trajeron a la memoria al loco capitán Queeg, que hacía rodar entre los dedos, obsesivamente, dos bolitas mientras hablaba de sus hurtos. Bajo la tapa había una nota que explicaba:
Los antiguos mandarines, ochocientos años atrás, creían que estas bolas de ejercicio chinas inducían el bienestar del cuerpo y la serenidad del espíritu. Estos preciados regalos fueron entregados al presidente Reagan y su esposa cuando visitaron la República Popular China. Los chinos afirman que hacer girar las bolas sobre la palma de las manos estimula los dedos y los puntos de acupuntura, y mejora la circulación de la energía vital en todo el cuerpo. Deportistas, músicos, usuarios de ordenador y gente preocupada por su salud en todo el mundo las consideran inmejorables acondicionadoras musculares. Los enfermos de artritis obtienen un claro beneficio con este ejercicio suave. Muy efectivas para el relajamiento y la meditación, las bolas de ejercicio chinas emiten un suave y misterioso campanilleo cuando se las manipula. Hermosa artesanía de cuarenta y cinco milímetros de diámetro, estas bolitas de cromo hueco pulido están perfectamente calculadas y se adaptan cómodamente a la mano promedio del hombre o la mujer.
Al tomarlas de una en una, me maravilla su suavidad algo resbaladiza, el ping que hacen al chocar y lo relajante que es hacerlas girar en la mano, como pequeños mundos brillantes. De hecho, se parecen a las rin no tan, bolas de placer chinas de peso perfectamente calculado, que una mujer puede insertarse en la vagina; cuando se mueve hacia adelante y hacia atrás, las bolitas le producen la sensación del coito.
Por una asombrosa casualidad, el regalo de mi amigo es muy adecuado para un viaje al Circo del Tacto de San Francisco, a las puertas del cual llego pocas horas después. En el extremo del Exploratorium, un extraordinario museo palpable, se alza un laberinto tridimensional por el que se puede caminar, trepar, arrastrarse y deslizase en marmóreas tinieblas. Unas paredes flexibles dan paso al visitante, y lo arrojan por una rampa inclinada, lo guían a un mar de algo que parece algarrobas, o bien lo dejan abriéndose camino entre hamacas de cuerda. De vez en cuando, la mano toca una forma conocida (un cepillo, una sandalia) que resulta estremecedora, y de inmediato vuelve a una oscuridad indescifrable. Algunas personas sufren un violento ataque de claustrofobia y empiezan a gritar, en cuyo caso son rescatadas por un guardia. Incluso personas que normalmente no son claustrofóbicas tienen momentos de pánico cuando se preguntan si realmente encontrarán el camino de regreso al mundo visible. La negrura es tan perfecta como la roca sólida, y el suelo se inclina demasiado como para que uno pueda sentarse a descansar. Se siente el comienzo de la inclinación y sus dimensiones aproximadas, pero no su longitud ni los cambios que podrá sufrir más adelante. ¿Hasta dónde seguirá? ¿Y si uno se queda atrapado a mitad de camino, sin poder levantar la cabeza o mover los brazos? Si se avanza con los brazos extendidos para tocar lo que se interpone, el camino podría estrecharse y no se podría retroceder… ¿Y si hacia el fondo hay un hueco que da a una superficie blanda en la que hay que meter primero la cabeza? Con las manos en la cabeza, nos deslizamos para vernos libres unos pocos instantes después. Arrastrándose por un espacio que parece no tener salida, uno alza las manos y descubre abrazaderas de metal; trepa furiosamente cogiéndose de ellas y pasa a otro nivel del laberinto. Algo liviano y pegajoso le roza la cara, la negrura vuelve a ser un misterio sólido, desorientador y lleno de callejones sin salida; la negrura nos arroja bolitas de pánico bajo los zapatos y uno tropieza y cae en un pantano de algo seco pero móvil que le llega a las rodillas; después, con el corazón latiendo con fuerza, se atraviesan gruesos marcos de goma, se aferra a algo sólido y se cae a una superficie de luz brillante, superviviente de una pequeña expedición por el puro tacto.
ANIMALES
Los seres humanos pueden disfrutar del tacto, pero los animales son los verdaderos expertos en el tema. Las esponjas tienen un profundo sentido del tacto; pueden sentir la menor perturbación del agua. Se cree que las tenias utilizan exclusivamente el tacto para percibir el mundo. Los insectos que comen vegetales viven primordialmente gracias al tacto. Las cucarachas tienen unos apéndices en el abdomen llamados «cercis» que responden con tanta finura a las vibraciones, que estos insectos suelen emplearse en experimentos de laboratorio relacionados con el tacto. El pie de los caracoles es también muy sensible. Caimanes y cocodrilos usan los muchos receptores táctiles que tienen en la cabeza para realizar una complicada serie de caricias durante el apareamiento. Aunque imaginamos el caparazón de la tortuga como algo desprovisto de todo tacto, a las grandes tortugas marinas les gusta que se lo rasquen ligeramente, y pueden sentir cuándo las roza un objeto tan insignificante como una ramita. Todo animal que cave para vivir, como un perro de las praderas, un oso hormiguero o cualquier otro que deba vivir de noche, suele tener un gran sentido del tacto. El órgano de Eimer (un corpúsculo semejante al de Pacini, en el hocico del topo) puede percibir incluso las más ligeras perturbaciones del suelo, que pueden significar la presencia de una lombriz cerca. El pico del pato es muy sensible a las vibraciones del agua porque su cobertura contiene corpúsculos de Herbst, similares a los de Pacini. Un pájaro carpintero utiliza la lengua (que también contiene un corpúsculo de Herbst) para buscar insectos en la madera que ha agujereado. Los pingüinos deben tocar para vivir (se colocan sobre los pies de los padres y se aprietan contra la calidez del vientre de éstos), con lo que desarrollan una verdadera pasión por tocar y ser tocados. Las ratas son tocadoras compulsivas. Algunos animales acuáticos pueden sentir vibraciones en el agua a gran distancia, y detectan con la mayor precisión cualquier cosa que se mueva cerca de ellos. El tacto es un sentido poderosamente importante entre los animales; en ellos el contacto más ligero de un objeto o de otro animal provoca una respuesta. Basta observar el cuerpo flexible de un gato doméstico cuando se enrosca alrededor de la pierna de su dueño, o el cortejo de dos jirafas enlazando sus largos cuellos. Y muchos animales juegan a tocarse durante horas, ya sean dos perros con la lengua colgando que juegan a cazarse y derribarse en la hierba, o un grupo de niños jugando en el campo.
La sabiduría popular asegura que los animales pueden predecir los terremotos. Se dice que el ganado sale corriendo de sus establos, los animales domésticos escapan de casa o corren con frenesí o, simplemente, actúan de modo raro antes de un temblor de tierra, lo que puede deberse a la electricidad estática de aire. Como comprendió Helmut Tributsch, de la Universidad Libre de Berlín, la piel de un animal es mucho más seca que la de un ser humano. Antes de un temblor de tierra, se da una gran descarga electromagnética, lo que produce electricidad estática, y esto, a su vez, afecta al pelaje de los animales. Recuerdo haber presenciado el lanzamiento de la Viking II en Cabo Cañaveral, en 1975, y cómo en los últimos instantes de la cuenta atrás el aire producía una picazón eléctrica. Yo estaba muy atenta, porque era la primera vez en la historia de nuestro planeta que se lanzaba una nave espacial en busca de vida extraterrestre, y ese sentimiento me conmovía profundamente. El lanzamiento produjo una descarga electromagnética muy semejante a la de un terremoto e incrementó la electricidad estática del aire, lo cual me hizo poner la piel de gallina. Ni siquiera los más escépticos de entre los espectadores podríamos haber quedado indiferentes, con los pelos de la nuca erizados, las ondas sonoras golpeando nuestros pechos como puños gigantes, la mente alerta por la danza estimuladora de iones negativos, y la nave, ya lejana, arrastrando una estela de fuego rojo.
TATUAJES
De todas las artes deformadoras de la piel, una de las más interesantes y antiguas es el tatuaje, que viajó como el rumor por las rutas comerciales y los continentes. Los agricultores neolíticos se tatuaban la cara con un dibujo de tridentes azules; en el antiguo Egipto, las cantantes, bailarinas y prostitutas llevaban tatuajes. En 1769 el capitán Cook anotó en su diario que tanto las mujeres como los hombres de Tahiti iban tatuados («tatuaje» probablemente derive del tahitiano tatau, «golpear»). El rey Jorge V, el zar Nicolás II y Lady Randolph Churchill tenían tatuajes, lo mismo que muchos norteamericanos locos por los souvenirs, y las elegantes victorianas que querían tener un rosa permanente en los labios. Los maoríes de Nueva Zelanda perfeccionaron un estilo especialmente intrincado de tatuaje, que Terry Landau describe en Two Faces:
Tienen una compleja técnica de tatuaje que llaman moko. (…) Un viajero contaba que un jefe tribal se jactaba de no haber dejado sin tatuar ninguna parte visible de su cuerpo: hasta los labios, la lengua, las encías y el paladar estaban completamente tatuados.
El tatuaje japonés, llamado irezumi, está considerado un arte popular de la misma categoría que la pintura de paisajes o el arreglo floral, y los grandes maestros de esta técnica siguen ejecutado su arte, emparentado con el de Chagall, sobre cuerpos enteros que resultan sutiles, repulsivos, mágicos, seductores, intrigantes, tridimensionales y macabros.
En última instancia, los tatuajes hacen única la superficie de un cuerpo, encarnan los sueños más secretos, adornan con emblemas mágicos la Altamira de la carne. También es una forma de autodestrucción; las personas enteramente tatuadas viven menos porque su piel no puede respirar adecuadamente, y porque algunas de las tintas son venenosas. Los que tienen la cara, las manos y la cabeza tatuadas han elegido, en cierto modo, separarse para siempre de la sociedad normal, por lo que no sorprende que, en Japón, la mayor cantidad de tatuajes se realice en el submundo del delito. Los maestros del tatuaje suelen ayudar a la policía a identificar cadáveres. Una persona completamente tatuada con una única escena coherente dictada por el contorno del cuerpo y la autoimagen nos hace pensar en los conceptos de simbolismo, decoración e identidad. En su libro The Japanese Tattoo —que incluye cuarenta y seis reproducciones Polaroid a tamaño casi natural—, la fotógrafa Sandi Fellman explica su atracción por los tatuajes como un amor por la paradoja: «La belleza creada con medios brutales», «el poder obtenido al precio de la sumisión», «la glorificación de la carne como medio de espiritualidad».
Así como los occidentales donan sus órganos después de la muerte, un japonés portador de la obra de un gran maestro del tatuaje donará su piel a un museo o a una universidad. La Universidad de Tokio tiene trescientas de esas obras maestras enmarcadas. Entrar en esa cámara de pieles humanas debe de llenar al visitante de escándalo y asombro: debe de maravillar ver tantas vidas plenamente expuestas, definidas por agujas y tinta, tanta gente que quiso convertirse en su propio texto.
DOLOR
En la película Lawrence de Arabia hay una escena que es la quintaesencia del machismo: T. E. Lawrence sostiene la mano sobre la llama de una vela hasta que la carne empieza a quemarse. Cuando su compañero trata de hacer lo mismo, retrocede presa del dolor, y grita: «¿A ti no te duele?», mientras se acaricia la mano quemada. «Sí», responde Lawrence fríamente. «¿Dónde está el truco entonces?», pregunta el otro. «El truco», responde Lawrence, «está en no darle importancia».
Uno de los grandes enigmas de la biología es por qué la experiencia del dolor es tan subjetiva. Ser capaz de soportar el dolor depende, en considerable medida, de la cultura y la tradición. Muchos soldados han negado sentir dolor a pesar de tener horribles heridas, sin pedir siquiera morfina, aunque la habrían pedido y se habrían quejado en tiempos de paz. La mayoría de las personas que van a un hospital para operarse se concentran completamente en el dolor y sufrimiento que experimentan, mientras que los soldados, los santos u otros mártires pueden pensar en algo más noble y más importante para ellos, y eso vela su percepción del dolor. Las religiones siempre han alentado a sus mártires a experimentar dolor para purificar el espíritu. Venimos a este mundo provistos sólo de la breve palabra «yo», y renunciar a ella en un delirio sagrado es el doloroso éxtasis que pide la religión. Cuando un faquir camina sobre carbones al rojo, su piel empieza a quemarse; incluso se puede sentir el olor a carne quemada, pese a lo cual él no siente dolor. En Bali, hace unos años, mi madre vio hombres que entraban en trance, cogían leños en llamas con las manos, y se los llevaban. Como han demostrado las técnicas de meditación y biofeedback, la mente puede aprender a dominar el dolor. Esto es especialmente cierto en momentos de crisis o exaltación, cuando concentrarse en algo fuera de uno mismo parece distraer a la mente del cuerpo, y al cuerpo del sufrimiento y el tiempo. Por supuesto, también están los que dan la bienvenida al dolor para vencerlo. En 1989 leí algo sobre una nueva moda que había en California: hombres y mujeres de negocios de buena posición asistían a cursos de fin de semana para aprender a caminar sobre carbones ardientes. Llevar el cuerpo hasta sus límites, o más allá, es algo que siempre ha atraído a los seres humanos. Hay una parte de nuestra psique que es puramente contable del tiempo y observadora del clima. No sólo queremos saber lo rápido que podemos correr, lo alto que podemos saltar, el lapso que podemos contener la respiración bajo el agua; también queremos hacer estos controles regularmente para ver si han cambiado. ¿Por qué? ¿Qué diferencia habría? El cuerpo humano es milagroso y hermoso, pueda o no levantar pesas de cincuenta kilos, cruzar a nado el Canal de la Mancha o sobrevivir un año utilizando el metro. En términos antropológicos, hemos llegado a ser quienes somos desarrollando métodos cada vez más finos de adaptación al medio y, desde el comienzo, lo que nos ha guiado ha sido un elaborado sistema de recompensas. No puede asombrar que seamos adictos a rifas y loterías, juegos y programas de preguntas y respuestas. Siempre hemos explorado también nuestros límites mentales, y los hemos ido empujando sin descanso. A comienzos de la década de los ochenta pasé un año trabajando como periodista deportiva, y me dediqué a seguir las hazañas de Pelé, Franz Beckenbauer y todas las demás legendarias estrellas internacionales que el Cosmos de Nueva York había contratado por cifras de dólares igualmente legendarias. Elija su deporte favorito; ahora imagine que puede ver a los mejores jugadores del mundo de ese deporte, todos en un mismo equipo. Me interesaba la violencia ceremonial de los deportes, la psicología de los juegos, el círculo encantado del campo deportivo, la retórica de su lenguaje, el espectáculo antropológico de veintidós hombres corriendo sobre la hierba bajo el sol, empujando una pelota hacia una red. La velocidad y gracia del fútbol atrae por muchas razones, y yo quería absorber algo de su atmósfera para una novela que estaba escribiendo. Me sorprendió ver que, con frecuencia, los jugadores descubrían muchos minutos después, o ya terminado el partido, que estaban contusionados, a veces gravemente y a veces con mucho dolor. Durante el partido no habían sentido nada, pero una vez concluido, cuando podían permitirse el lujo de sufrir, el dolor se anunciaba como la sirena de una fábrica al mediodía.
Frecuentemente, nuestro temor al dolor contribuye a que éste aparezca. Nuestra cultura espera que el parto sea un acontecimiento profundamente doloroso, y entonces, para nosotras, lo es. Las mujeres de otras culturas interrumpen su trabajo en los campos para dar a luz, y vuelven inmediatamente al trabajo después. Los ritos de iniciación y adolescencia suelen implicar mucho dolor, que los iniciados deben soportar para probarse como dignos. En la danza solar de los sioux, por ejemplo, un joven guerrero deja que la piel de su pecho sea perforada por agujas de hierro que después se utilizan para colgarlo de un palo. Cuando estuve en Estambul en la década de los setenta, vi a chicos adolescentes vestidos con brillantes trajes y feces de seda y con adornos brillantes. Se preparaban para la circuncisión, un acontecimiento festivo en la vida de un turco, que ocurre aproximadamente a la edad de quince años. No se utiliza ningún anestésico; sólo se le da al chico un caramelo para que lo mastique. Los escritos de Sir Richard Burton abundan en descripciones de mutilaciones y torturas rituales en distintas tribus, incluyendo una en la que el chamán quita todo un «delantal» de piel de la parte delantera de un muchacho, desde el estómago hasta los muslos, lo que produce una enorme cicatriz blanca.
Las mujeres, en muchas culturas, pasan por ritos de iniciación dolorosos que suelen incluir una especie de circuncisión por medio de la cual se les elimina o destruye el clitoris. Se espera que las mujeres sean capaces de soportar el dolor del parto, pero también existen ritos de dolor disfrazados, un dolor que es soportado en nombre de la salud o la belleza. Las mujeres se depilan las piernas con procedimientos dolorosos sólo por estar a la moda, y lo han hecho así durante siglos. Cuando recientemente me hice depilar con cera en un salón de belleza de Manhattan, el dolor, que empezó como si diez mil abejas me picaran todas al mismo tiempo, fue sobrecogedor. La esteticista rumana podría haber sido una agente de la Gestapo, y el cubículo del salón de belleza una celda de prisión. Manteniendo el nivel de dolor exactamente igual, no habría tenido duda alguna en calificar aquello de tortura. Tendemos a catalogar la tortura en nombre de la belleza como una aberración de pueblos antiguos, pero están los salones de belleza modernos. Hombres y mujeres siempre han mutilado su piel, a veces soportando el dolor para ser hermosos, como si el dolor fuera el precio de la belleza, o le diera un valor especial de sacrificio. Muchas mujeres experimentan un extremo dolor durante sus períodos todos los meses, pero lo aceptan porque comprenden que no es un dolor causado por nadie, no es malicioso, y no las sorprende, y eso establece la diferencia.
También hay ilusiones de dolor tan vividas como ilusiones ópticas, momentos en que la víctima imagina sufrir un dolor que no puede existir. En algunas culturas, el padre experimenta un falso embarazo (la llamada couvade), llega a sentir los dolores del parto, y lo vive por completo. Los órganos internos no tienen muchos receptores de dolor (se supone que la piel es el puesto fronterizo), por lo que la gente suele sentir un «dolor de referencia» cuando tiene problemas en alguno de sus órganos. Los ataques al corazón suelen producir un dolor en el estómago, el brazo izquierdo o el hombro. Cuando esto sucede, el cerebro no puede comprender de dónde proviene exactamente el dolor. En el fenómeno clásico del dolor de un miembro que no existe, el cerebro recibe señales erróneas y sigue sintiendo dolor en un miembro que ha sido amputado; ese dolor puede ser torturante, perverso y enloquecedor, ya que no hay nada físicamente presente que pueda doler.
El dolor nos ha perseguido a lo largo de toda la historia de nuestra especie. Pasamos la vida tratando de evitarlo, y, desde cierto punto de vista, lo que llamamos «felicidad» puede ser solamente la ausencia de dolor. Pero es difícil definir el dolor, que puede ser agudo, sordo, explosivo, intermitente, imaginario o referido. Tenemos muchos dolores que surgen de dentro, como jaquecas o calambres. Y también llamamos dolor a la desdicha emocional. Los dolores suelen combinarse, el emocional con el físico, y el físico con otro físico. Cuando nos quemamos, la piel se hincha y surge una ampolla, y cuando la ampolla se rompe la piel se llaga. Una llaga puede infectarse, en cuyo caso se liberan histamina y serotonina, que dilatan los vasos sanguíneos y desencadenan una respuesta dolorosa. No todas las heridas internas se pueden sentir (es posible practicar cirugía cerebral con anestesia local), pero sí son dolorosas las enfermedades que constriñen el flujo de sangre; la angina de pecho, por ejemplo, que tiene lugar cuando las arterias coronarias se encogen demasiado como para que la sangre pueda seguir pasando. Aun el dolor intenso suele eludir una descripción adecuada, como nos recuerda Virginia Woolf en su ensayo Sobre estar enfermo: «El inglés, que puede expresar los pensamientos de Hamlet y la tragedia de Lear, no tiene palabras para el estremecimiento y el dolor de cabeza (…) que un paciente trate de describirle a un médico un dolor de cabeza, y al instante su lenguaje se secará».
EL ALIVIO DEL DOLOR
Así como hay muchas formas de dolor, hay muchos remedios para él. Los analgésicos como la novocaína o la cocaína bloquean la capacidad del cuerpo para enviar señales de dolor de alta frecuencia al cerebro o no permiten que fluya el sodio a la célula nerviosa. Algunas drogas logran confundir las señales emitidas en los diferentes estadios del mensaje doloroso. Los opiáceos de producción natural, llamados «endorfinas», bloquean los puntos de recepción de modo tal que éstos no puedan recibir el mensaje de dolor de los transmisores nerviosos.[11] La cocaína interfiere los transmisores nerviosos del mismo modo. Parte del motivo por el que los adictos a la heroína necesitan más y más droga para sentirse bien es porque esa droga hace que el cuerpo produzca menos de sus propias endorfinas, y empieza a depender de la heroína para cubrir el cupo. Esta disminución del umbral de dolor también puede darse entre los pacientes de artritis u otros adictos a analgésicos simples. La aspirina funciona inhibiendo el flujo de sustancias que estimulan los receptores de dolor, de modo que no recibimos tantos impulsos dolorosos. El uso continuo de cualquier analgésico puede neutralizar su efecto benéfico, pero bastan veinte minutos de ejercicio aeróbico para estimular al cuerpo a producir más endorfinas, que son los analgésicos naturales. Desplazar la atención a alguna otra cosa nos distraerá del dolor. El dolor exige atención plena. Una forma simple y eficaz de alivio del dolor viene de la «inhibición lateral»: si una multitud de neuronas tratan de responder todas al mismo tiempo, se bloquean. Si nos golpeamos el dedo pulgar, y nos frotamos con fuerza toda el área que lo rodea, el dolor decaerá en la confusión masiva. Si aplicamos hielo a un hematoma, no sólo será útil para la hinchazón, sino que transmitirá mensajes de frío en lugar de mensajes de dolor. Durante el acto sexual, tendemos a no tomar en cuenta una cierta cantidad de dolor (de hecho, para algunas personas el dolor parece aumentar el placer), y eso puede deberse a la estimulación lateral: el cerebro recibe tantas señales de placer que no presta mucha atención a las de un dolor moderado. Las técnicas de relajación, la hipnosis, la acupuntura y los placebos pueden inducir al cuerpo a producir endorfinas, e impedir que el mensaje de dolor sea enviado. Si el código eléctrico del dolor no es activado, no sentimos dolor. Los seres humanos pueden soportar enormes cantidades de dolor (las mujeres tienen umbrales de dolor más altos que los hombres), pero no sin ayuda química, o ardides de la mente. Durante el embarazo, los niveles de endorfina suben a medida que se acerca el parto. Un investigador ha llegado a sugerir que las embarazadas se encaprichan de ciertos alimentos porque éstos tienen un alto contenido en sustancias productoras de serotonina, que la mujer necesitará para soportar el dolor del parto.
Una vez conocí a una compositora de canciones que tenía una voz hermosa y dulce; tocaba la guitarra y cantaba en nightclubs de Pennsylvania. A los veintiocho años, su artritis era tan aguda que tenía que quitarse la rigidez de las manos antes de cada actuación metiéndolas en cera caliente. Con el tiempo, el dolor se hizo demasiado intenso, y cambió la actuación por la enseñanza. Para los enfermos crónicos, «el dolor es codicioso, malvado, debilitante», como dice el neurólogo Russell Martin en Matters Gray and White. «Es cruel y calamitoso y a veces constante, y es, como indica su raíz latina poena, un castigo físico que todos sufrimos, en última instancia, por estar vivos». En una cantidad de centros especializados en el control del dolor, en todos los Estados Unidos, se da por sentado que el dolor es una aflicción tanto emocional y psicológica como física. Equipos de neurólogos, psicólogos, terapeutas físicos y otros angólogos (es decir, la gente que estudia el dolor) trabajan con los incapacitados por el dolor crónico, y tratan de hallar caminos a través del clamor del cuerpo de sus pacientes.
EL PUNTO DEL DOLOR
El motivo por el que los seres humanos sienten dolor ha sido tema de debate teológico, de cismas filosóficos, de bulas psicoanalíticas y de una gran palabrería durante siglos. El dolor era el castigo por el error cometido en el Jardín del Edén. El dolor era el precio que se pagaba por no ser moralmente perfecto. El dolor era una autoaflicción provocada por la represión sexual. El dolor era un mensaje de dioses vengativos, o el resultado de la pérdida de armonía con la naturaleza. La palabra inglesa holy, «sagrado», se remonta al verbo del inglés antiguo haelan, «curar», y al indoeuropeo kailo, que significa «íntegro» o «indemne». La finalidad del dolor es prevenir al cuerpo de un posible daño. Millones de terminales nerviosas nos dan la alarma; cuando se las hace sonar, sentimos dolor. Nos golpeamos el codo contra un mueble y, como Russell Martin describe:
(…) se libera una cantidad de sustancias químicas como prostaglandinas, histamina, bradiquinina y otras almacenadas en las terminales nerviosas, o cerca de ellas, en el sitio donde se ha producido la herida. Las prostaglandinas aumentan velozmente la circulación de la sangre en la zona dañada, facilitando las funciones curativas y antiinfecciosas de los glóbulos blancos, anticuerpos y oxígeno de la sangre. Junto con la bradiquinina y otras sustancias, presentes apenas en cantidades mínimas, las prostaglandinas también estimulan las terminales nerviosas, haciéndolas transmitir impulsos eléctricos a lo largo del nervio sensorial afectado, hasta su unión con el «cuerno dorsal» de la médula espinal, una tira de tejido de materia gris que corre a lo largo de la espina dorsal y recoge señales sensoriales de todas partes del cuerpo y las remite al cerebro: primero al tálamo, donde el dolor es «sentido» en primera instancia, y después a la «franja sensorial» de la corteza cerebral, donde el dolor se vuelve consciente y es intensamente percibido.
De acuerdo con la teoría estructural, los impulsos nerviosos se combinan para telegrafiar esos mensajes codificados de dolor. Algunos dolores se limitan a precipitarse a la médula espinal, de modo que podamos retroceder a tiempo si tocamos un metal al rojo; y a eso lo llamamos «reflejo», con lo que queremos decir que, como siempre hemos sospechado, podemos actuar sin pensar, y lo hacemos con frecuencia. El dolor agudo (un ligamento roto, una quemadura) duele tanto, que inmovilizaremos una parte del cuerpo lo suficiente como para que se cure. Un pinchazo en la piel puede no ser lo más doloroso, pero es lo que duele más deprisa: la señal viaja al cerebro a una velocidad de treinta metros por segundo. Las quemaduras o dolores musculares viajan más despacio (apenas dos metros por segundo). Los dolores de piernas a veces alcanzan velocidades de cuatrocientos kilómetros por hora. No prestamos atención a nuestro funcionamiento interior hasta que algo empieza a fallar, cuando empezamos a sentir hambre o dolor de cabeza o sed. Pero los científicos no se ponen de acuerdo en qué es exactamente el dolor. Algunos dicen que es una respuesta de receptores específicos a peligros específicos (sustancias químicas dañinas, quemaduras, corte, congelación), mientras otros piensan que se trata de algo mucho más ambiguo, una estimulación sensorial extrema de cualquier tipo, porque, en el delicado ecosistema de nuestro cuerpo, un exceso de cualquier cosa puede perturbar el equilibrio. De modo que, en ese sentido, el dolor es en realidad una señal de que hemos perdido la armonía con la naturaleza. Cuando sentimos dolor, duele el sitio localizado, pero responde el cuerpo entero. Empezamos a sudar, nuestras pupilas se dilatan, la presión sanguínea sube. Curiosamente, lo mismo sucede cuando estamos enfadados o asustados. En el dolor hay un profundo componente emocional. Si el daño sufrido es grave, también puede intervenir el miedo. ¿Y qué podemos decir de los individuos sadomasoquistas, que combinan el placer con el dolor?
En sus famosos experimentos, Ivan Pavlov aplicaba a sus perros un fuerte choque eléctrico, lo que les causaba un dolor agudo. Después del choque eléctrico, les transmitía la comida todos los días para condicionarlos a asociar el choque doloroso con algo positivo. Aun cuando aumentaba la fuerza del choque, los perros movían la cola y salivaban esperando la comida. En otros experimentos, hizo que varios gatos pudieran tocar un interruptor que al mismo tiempo les daba una corriente eléctrica y les permitía acceder a la comida. Y descubrió que los animales estaban dispuestos a sufrir el dolor con tal de conseguir la comida.
Kafka escribió cuentos con personajes especializados en soportar el dolor profesionalmente, como «artistas del hambre» y otros automutiladores; hay públicos que pagan por el dudoso placer de ver sufrir. Siempre ha habido artistas del dolor, de la automutilación, para quienes el dolor tiene un significado diferente del que tiene para el resto de nosotros. Edward Gibson, un artista de variedades de comienzos de siglo, anunciado como «el alfiletero humano», permitía que el público le clavara agujas en el cuerpo y, en cierta ocasión, protagonizó una auténtica crucifixión en escena, con clavos que le atravesaban las manos y los pies. Las autoridades prohibieron su actuación sólo cuando la gente empezó a desmayarse en el teatro. Después existió también el famoso automutilador alemán Rudolf Schwarzkogler, cuyas «actuaciones» de cortes que se hacía él mismo con navajas y cuchillos llenaban de horror sin parangón a un público sádico. ¿Esas personas no sienten dolor? ¿Sus centros de placer y dolor tienen por error los cables cruzados? ¿O bien, como T. E. Lawrence, sienten el dolor en todo su horror, al rojo vivo, pero simplemente no les importa?
BESOS
El sexo es la intimidad definitiva, el contacto definitivo, cuando, como dos paramecios, nos incrustamos el uno en el otro. Jugamos a devorarnos, a digerirnos, nos mamamos, bebemos los fluidos del otro, llegamos realmente bajo la piel del otro. Al besarnos, compartimos el aliento, abrimos la fortaleza de nuestro cuerpo a nuestro amante, nos abrigamos bajo una red cálida de besos, bebemos de la fuente del otro, de su boca. Al partir en una caravana de besos por el cuerpo del otro, dibujamos el mapa del nuevo territorio con dedos y labios, deteniéndonos en el oasis de un ombligo, el otero de un muslo, el lecho del río de una espalda. Es una especie de peregrinación del tacto, que nos lleva al templo de nuestro deseo.
Lo más frecuente es que toquemos los genitales de un amante antes de haberlos visto. En general, nuestro puritanismo remanente no nos permite exhibirnos desnudos uno al otro antes de habernos besado y acariciado. Hay una etiqueta, un protocolo, aun en el sexo más desenfrenado. Pero el beso puede tener lugar de inmediato y, si la pareja se quiere, entonces es menos un preludio al coito que un signo de profunda consideración. Hay besos salvajes y hambrientos, o bien besos tiernos, hay besos fugaces y suaves como las plumas de un pájaro. Es como si, en el complejo lenguaje del amor, hubiera una palabra que sólo puede ser dicha cuando los labios se tocan, un contrato silencioso sellado con un beso. Un estilo de sexo puede ser directo, sin romanticismo, pero un beso es la cima de la voluptuosidad, una contracción del tiempo y una expansión del espíritu en alas del romance, cuando los huesos se estremecen y la anticipación nos hace hervir, pero la gratificación es contenida a modo de un exquisito tormento, para construir un crescendo suculento de emoción y pasión.
Cuando yo estaba en secundaria, a comienzos de la década de los sesenta, las chicas decentes no lo hacían «todo» (la mayoría de nosotras ni siquiera habría sabido cómo hacerlo). ¡Pero sí podíamos besar! Nos besábamos durante horas en el asiento de un Chevy prestado cuyo motor sonaba como un lavaplatos estropeado; nos besábamos con inventiva, abrazando a nuestro novio desde atrás cuando íbamos en motocicleta, cuya vibración nos derretía las caderas; nos besábamos con extravagancia junto a la fuente de las tortugas en el parque, o en la rosaleda o en el zoológico; nos besábamos delicadamente, en oleadas de ternura; nos besábamos ardientemente, con las lenguas como atizadores al rojo; nos besábamos intemporalmente, porque los amantes de todos los tiempos han conocido nuestros sentimientos; nos besábamos con salvajismo, casi dolorosamente, con rigor de ladrones de almas; nos besábamos de forma complicada, como si estuviéramos inventando el beso por primera vez; nos besábamos furtivamente cuando nos encontrábamos en los pasillos, entre dos clases; nos besábamos con el alma en la sombra de los conciertos, tal como creíamos que debían de hacerlo los caballeros musicales de la pasión como The Righteous Brothers y sus novias; besábamos prendas de vestir u objetos pertenecientes a nuestro novio; nos besábamos las manos cuando le enviábamos besos a nuestro enamorado desde el otro lado de la calle; besábamos las almohadas por la noche, pensando que era él; besábamos sin vergüenza, con toda la robusta energía de la juventud; besábamos como si besar fuera a salvarnos de nosotros mismos.
Poco antes de que yo fuera al campamento de verano, que es lo que hacían las chicas de catorce años de la Pennsylvania urbana para marcar el paso del tiempo, mi novio, al que mis padres no aceptaban (no pertenecía a la «buena» religión) y me habían prohibido ver, caminaba siete kilómetros todas las tardes y trepaba hasta la ventana de mi dormitorio sólo para besarme. No eran besos «franceses» con la boca abierta, de los que no sabíamos nada, y no iban acompañados de caricias. Eran sólo besos adolescentes, de los que hacen detener el mundo y el tiempo: los labios se aprietan y una siente un anhelo tan profundo que cree desmayarse. Mientras yo estuve ausente, nos escribimos cartas, pero cuando volvieron a empezar las clases, el romance pareció diluirse de mutuo acuerdo. Sigo recordando esas tardes de verano, cómo se escondía en el armario si mis padres o mi hermano pasaban cerca, y después me besaba durante una hora o más antes de marcharse para llegar a su casa antes de la noche, y yo me maravillaba de su decisión y del poder de un beso.
Un beso parece ser el más mínimo movimiento de los labios, pero puede capturar emociones salvajes o tiernas, o ser un contrato, o iluminar un misterio. Algunas culturas no practican mucho el beso. En El beso y su historia, el doctor Christopher Nyrop habla de tribus finesas «que se bañan juntas en un estado de completa desnudez» pero consideran el beso «como algo indecente». Algunas tribus africanas, cuyos labios están decorados, mutilados, estirados o deformados de alguna forma, no se besan. Pero son raras. La mayoría de los pueblos del planeta se saludan cara a cara; sus saludos pueden tomar muchas formas, pero lo más usual es que incluyan besos, o saludos de nariz. Hay muchas teorías sobre el origen del beso. Algunos estudiosos, como ya hemos dicho en el capítulo dedicado al olfato, creen que se desarrolló a partir del acto de oler la cara de la otra persona, inhalándola por amistad o amor, para evaluar su humor y bienestar. Actualmente hay culturas en las que las personas se saludan poniendo las cabezas juntas y oliendo la esencia del otro. Algunos se huelen recíprocamente las manos. Las membranas mucosas de los labios son exquisitamente sensibles, y con frecuencia usamos la boca para gustar la textura mientras con la nariz intentamos oler el sabor. Los animales suelen lamer a su amos o a sus crías con gusto, saboreando la identidad de un ser querido.[12] Es posible que empezáramos a besar como un modo de oler y saborear a alguien. Según la Biblia, cuando Isaac envejeció y perdió la vista, llamó a su hijo Esaú para besarle y darle la bendición, pero Jacob se puso la ropa de Esaú y, como olía a Esaú para la nariz de su padre ciego, recibió él el beso. En Mongolia, un padre no besa a su hijo pero le huele la cabeza. Algunas culturas prefieren frotarse las narices (inuits, maoríes, polinesios y otros), mientras que en algunas tribus malayas la palabra que significa «olor» significa también «saludo». He aquí cómo describe Charles Darwin el beso de frote de nariz malayo: «Las mujeres estaban en cuclillas, con los rostros alzados; mis asistentes se inclinaron sobre ellas y comenzaron a frotarse. Duró algo más que un apretón de manos cordial entre nosotros. Durante ese proceso soltaron un gruñido de satisfacción».
Algunas culturas se besan con castidad, otras con extravagancia, y algunas con salvajismo, mordiendo y chupando los labios del otro. En Las costumbres del pueblo swahili, compilado por J. W. T. Allen, leemos que un matrimonio swahili se besa en los labios si están en su casa, y besan libremente a los niños. No obstante, los niños de más de siete años ya no son besados por la madre, las tías, las cuñadas y hermanas. El padre puede besar al hijo, pero un hermano o un padre no besa a una niña. Más aún:
Cuando viene su abuela o su tía u otra mujer, un niño de un año o dos sabe que debe mostrar su amor por esa parienta, y va hacia ella. Entonces ella le dice que la bese, y él lo hace. Después la madre le dice que le muestre a la tía su tabaco, y él se levanta la ropa y le muestra el pene. Ella pellizca el pene y lo huele y estornuda y dice: «Oh, es tabaco muy fuerte». Después dice: «Oculta tu tabaco». Si hay cuatro o cinco mujeres, todas huelen y se complacen y se ríen mucho.
¿Cómo se inició la costumbre de besarse en la boca? Para los pueblos primitivos, el aire caliente que sale de sus bocas pudo haberles parecido un vehículo mágico del alma, y el beso, un modo de fundir dos almas. Desmond Morris —que desde hace mucho tiempo ha venido observando a la gente con el ojo agudo de un zoólogo— es una de las autoridades que afirman este origen fascinante, y para mí muy verosímil, del beso a la francesa:
En las sociedades humanas primitivas, antes de que se inventara la comida preparada para bebés, las madres masticaban la comida de sus hijos y después se la pasaban, en un contacto boca-a-boca que naturalmente implicaba una considerable cantidad de contacto de lengua y presión mutua de las bocas. Este sistema de alimentación semejante al de las aves hoy nos parece extraño, pero es probable que nuestra especie lo practicara durante un millón de años o más, y el beso erótico de los adultos de la actualidad es casi con seguridad un «gesto reliquia» proveniente de aquellos orígenes (…) Si nos ha sido transmitido de generación en generación (…) o tenemos una predisposición hacia él, no podemos decirlo. Pero, sea cual fuere el caso, parece como si con el beso profundo y el contacto de lenguas de los amantes modernos volviéramos al estadio de alimentación infantil de un pasado muy distante. (…) Si los jóvenes amantes que exploran sus bocas con la lengua sienten el antiguo placer de la alimentación parental por boca, esto puede contribuir a aumentar su confianza mutua y a hacer más sólida su unión.
Nuestros labios son deliciosamente suaves y sensibles. Sus sensaciones de tacto son captadas por una gran parte del cerebro, de lo que resulta que besarse es una experiencia muy completa. No sólo besamos románticamente, por supuesto; también lo hacemos con los dados antes de lanzarlos, besamos nuestros dedos lastimados o los de un ser querido, besamos nuestro símbolo o estatua religiosos, besamos la bandera de nuestra patria o el suelo mismo, besamos un amuleto, una fotografía, el anillo de un rey o un obispo, nos besamos la palma de la mano para lanzarle un adiós a alguien. Los antiguos romanos daban el «último beso», que según la tradición podía capturar el alma del moribundo.[13] En los EE.UU. tenemos expresiones peculiares con la palabra kiss (beso o besar): kiss off es sacarse a alguien de encima, y kiss my ass! un insulto que sólo se nos escapa cuando estamos de muy mal humor. Las jóvenes dejan la huella de sus labios pintados en el reverso de los sobres de modo que el correo transporte un beso a su amado. Incluso decimos que una bola de billar «besa» a otra cuando la toca delicadamente. La firma Hershey vende pequeños «besos» de chocolate envueltos en papel metálico, para que podamos regalarnos a nosotros mismos o regalar a otros amor con cada bocado. La liturgia cristiana incluye un «beso de paz», ya sea a un objeto sagrado (una reliquia o una cruz), ya de otro fiel; algunas sectas cristianas lo han traducido en un apretón de manos. El libro Curiosidades de las costumbres populares, de William S. Walsh (1897), cita a un diácono, Stanley, autor de Instituciones cristianas, obra en la que habla de viajeros a quienes «el sacerdote copto, en la catedral de El Cairo, les había acariciado y besado en la cara, mientras al mismo tiempo todos se besaban entre sí en la iglesia». En el antiguo Egipto, en Oriente, en Roma y en Grecia, la etiqueta mandaba besar el ruedo del vestido o los pies o las manos de las personas importantes. María Magdalena besó los pies de Jesús. Un sultán solía exigir que los súbditos de distintos rangos le besaran distintas partes de su real cuerpo: los altos funcionarios podían besar su dedo gordo del pie, otros debían limitarse a la punta de su manto. Los pobres apenas podían hacer una reverencia desde lejos. La costumbre de dibujar una hilera de equis al pie de una carta para representar besos comenzó en la Edad Media, cuando había tantos analfabetos que una cruz era aceptada como firma en un documento legal. La cruz no representaba la Crucifixión ni era un garabato arbitrario; representaba la «marca de San Andrés», y la gente juraba ser honesta en su sagrado nombre. Para confirmar su sinceridad, besaban su firma. Con el tiempo, la «X» quedó asociada solamente al beso.[14]
Quizá el beso más famoso del mundo sea la escultura de Rodin El beso, en la que dos amantes, sentados en una piedra, se abrazan tiernamente con una energía radiante, y se besan para siempre. La mujer pasa su brazo izquierdo alrededor del cuello del hombre, y parece estar cantando en la boca de él. Con la mano derecha apoyada en el muslo de ella —un muslo que él conoce y adora—, el hombre parece estar tocando un instrumento musical. Envueltos uno en el otro, pegados en el hombro, la mano, la pierna, la cadera y el pecho, sellan su destino con sus bocas. Las pantorrillas y rodillas de él son hermosas; los tobillos de ella, fuertes y firmes, aunque femeninos, y hay abundancia de carne y curvas en sus pechos, caderas y cintura. El éxtasis fluye de cada poro de ambos. Aunque se tocan en pocos lugares, parecen estar tocándose en cada célula. Sobre todo, no nos tienen en cuenta, ni al escultor ni a los espectadores ni a nada en el mundo fuera de ellos mismos. Es como si hubieran caído en el pozo del otro; no sólo están absortos sino que se absorben mutuamente. Rodin, que solía tomar esbozos secretos de los más pequeños movimientos que hacían sus modelos, les dio a esos amantes una vitalidad y un temblor que el bronce rara vez puede captar en su calma esencial. Sólo las caricias fluidas y concentradas de amantes vivos que se besan realmente podrían captarlo. Rilke observó cómo Rodin era capaz de llenar sus esculturas «con esa profunda vitalidad interior, con la rica y sorprendente inquietud de la vida. Incluso la tranquilidad, allí donde la había, estaba compuesta de cientos y cientos de movimientos que se mantenían en equilibrio. (…) Aquí había un deseo imposible de medir, una sed tan grande que todas las aguas del mundo se secaban en ella como una sola gota».
Según los antropólogos, los labios nos hacen pensar en los labios de los genitales femeninos, porque se enrojecen e hinchan cuando están excitados, motivo por el que consciente o inconscientemente las mujeres siempre han hecho más rojos sus labios con pintura. Hoy están de moda los labios hinchados; las modelos se pintan labios más grandes y más acogedores, casi siempre en matices del rosa y el rojo, y luego aplican brillo para hacerlos parecer húmedos. De modo que, al menos antropológicamente, un beso en la boca, especialmente con la introducción de las lenguas y el intercambio de saliva, es otra forma de coito, y no puede sorprender que haga surgir en el cuerpo y la mente las más agradables sensaciones.
LA MANO
1988. El verano en el norte del estado de Nueva York pasa en un largo abrazo, lento y húmedo. El gran acontecimiento de esta semana es la convención de adivinos en la Ramada Inn, donde se reunirán para leerse el futuro e intercambiar historias. En las salas circundantes, se desarrollan clases y reuniones especiales, pero mediante el pago de una pequeña entrada el público puede acceder al salón de baile y visitar una de las muchas cabinas dispuestas en forma de herradura contra las paredes, o bien hojear los libros de parapsicología dispuestos en largas mesas en el centro del salón. Hay quienes leen las manos, numerólogos, especialistas en telequinesia, ufólogos, así como hombres y mujeres inclinados sobre bolas de cristal y naipes de Tarot. Una mujer alta y delgada, con una túnica de colores, pinta sobre un gran bastidor. No sólo representa «regresiones a la vida pasada», sino que también dibuja las encarnaciones, incluyendo las «guías de vidas pasadas», mientras hace una descripción verbal. Observando desde una distancia prudente, puedo notar que la mayoría de los interesados locales parecen tener guías indios cuyos nombres consisten principalmente en consonantes.
Al fin me decido por una mujer que lee las manos, de semblante serio y peinado alto. Entre sus antecedentes hay un buen número de crímenes resueltos y predicciones acertadas. Le doy a su marido-representante los veinticinco dólares que cuesta una lectura breve, y me siento frente a ella; nos separa una pequeña mesa situada contra la pared. Es una mujer de mediana edad que viste un chaleco de piel de conejo y una falda que llega hasta el suelo. Me pregunto por qué tuvieron que confeccionar carteles y enviar invitaciones: si se trataba de una convención de adivinos, ¿no deberían simplemente saber cuándo y dónde encontrarse?
La mujer toma mi mano, rasca ligeramente la palma con sus dedos entreabiertos, y después se la acerca a la cara como si buscara una astilla clavada.
—Usted tiene un coche rojo —me dice con voz solemne.
—No, es azul… —digo, y me odio a mí misma por contradecirla.
—Entonces, tendrá un coche rojo en algún momento del futuro, y deberá ser muy precavida —me advierte—. Veo mucho dinero para usted en diciembre, pero alguien con quien usted trabaja la traicionará, y debe estar atenta… ¿Tiene cerca de usted a una mujer llamada Mary?
Niego con la cabeza.
—¿Margaret? ¿Melissa? ¿Monica?
—Mi madre se llama Marcia —ofrezco.
—Ah, es eso, y está muy preocupada por ella, pero ella no tendrá problemas, no debe preocuparse.
Ahora aprieta la parte carnosa de la palma y pliega el pulgar, separa los dedos y mira con atención entre ellos. La mano es «la parte visible del cerebro», dijo una vez Immanuel Kant. La adivina busca las líneas de flexión (arrugas formadas por los movimientos de la mano), las líneas de tensión (arrugas que se forman con la edad, como las de la cara) y los surcos papilares (huellas digitales); sigue la línea de la cabeza, la del corazón, la de la vida y la del destino. Entre nuestros parientes próximos, los primates, las líneas del corazón y de la cabeza son una y la misma, pero nuestros dedos índices son tan móviles y poderosos, que en la mayoría de las personas tienden a separar las líneas. Mis manos son frías y secas. Las palmas sudan cuando estamos agitados, en tributo a un lejano tiempo en el pasado de nuestra especie, cuando la tensión significaba peligro físico y nuestro cuerpo nos quería siempre listos para pelear o huir. Una pequeña decoloración en la base de mi anular produce un cabezazo de interés de la adivina. Es sólo una cicatriz producida por una espina de rosal, no tiene nada que ver con los estigmas, las marcas que algunos católicos dicen que aparecen espontáneamente en sus manos y pies y sangran, como si reprodujeran las heridas que Cristo sufrió en la cruz.
—¿Conoce a alguien que haya tenido un aborto? —pregunta la adivina.
A lo largo de la historia, los adivinos han elegido la palma de la mano como su enlace simbólico con la psique y el alma, como la balsa que los transporta por el tiempo. Después de todo, la mano es acción, traza caminos y construye ciudades, arroja lanzas y lava a bebés. Aun sus pequeños movimientos (marcar un número de teléfono, apretar un botón) pueden cambiar el curso de la historia o hacer caer bombas atómicas sobre la gente. Cuando estamos preocupados, dejamos que nuestras manos se consuelen entre sí retorciéndose, acariciándose, palmeándose, como si fueran dos personas distintas. Al inicio de un romance, el primer contacto de una pareja suele ser el de las manos, mientras que las parejas ya establecidas, al avanzar juntos día a día, suelen cogerse de la mano para crear un puente de ternura. Tomar la mano de alguien enfermo o muy anciano es sedante, y tiende un cable emocional. Hay experimentos que muestran que el mero hecho de tocar la mano o el brazo de una persona hace que le baje la presión. En muchas culturas, la gente juguetea obsesivamente con cuentas, piedras pulidas u otros objetos, y la onda cerebral que produce ese pasatiempo es la de una mente calmada por una repetida estimulación táctil.
En estos días de objetos producidos masivamente, apreciamos todo lo que está «hecho a mano». Pensamos que los trabajadores manuales trabajan más que los empleados de oficina, lo que no siempre tiene que ser cierto. A veces, las manos que trabajan parecen operar con una astucia y una sensibilidad que están más allá de toda explicación. Lorraine Miller, aunque totalmente ciega, trabaja como peluquera en un salón de belleza de Lancaster, Pennsylvania. Madre de cinco hijos, la señora Miller siempre había querido trabajar en peluquería, pero el trabajo de criar una familia nunca le dejó tiempo para hacerlo. Ya madura, y ciega a consecuencia de una enfermedad, se decidió a realizar la ambición de toda su vida. Un salón de peluquería en Lancaster le ofreció enseñanza de corte al tacto; ella sentía con las manos la forma de la cabeza y la implantación del cabello que debía cortar. Con el tiempo, llegó a cortar al tacto tan bien, que la aceptaron como empleada.
Los pequeños surcos de las yemas de nuestros dedos, cuya rugosidad nos hace más fácil aferrar objetos, están trazados al azar, de lo que resultan esos dibujos personales que llamamos «huellas digitales». Los dibujos siguen unos pocos diseños básicos de remolinos, círculos y arcos, pero se combinan de modos infinitamente diferentes. Ni siquiera los gemelos idénticos tienen las mismas huellas digitales, lo que hace mucho más fácil establecer una culpabilidad cuando es necesario. La idea de que nuestras huellas digitales son la definitiva huella personal no es nueva. Miles de años atrás, los chinos usaban la impresión de un dedo como firma en los contratos. Cuando el FBI busca huellas digitales en un papel utiliza el láser. Los residuos grasientos absorben la luz láser y la vuelven a emitir a una longitud de onda mayor. Los expertos forenses, provistos de gafas especiales, filtran la luz láser y ven las huellas digitales, que siempre son una firma inimitable.
La mano se mueve con una compleja precisión que es irreemplazable, siente con una delicada intuición que es indefinible, como están descubriendo los diseñadores de manos robóticas. Debido a que usamos con tanta frecuencia las manos y con tantos fines —flexionándolas, estirándolas, apretando, señalando, girándolas millones de veces—, los ingenieros del Instituto de Investigación de la Universidad de Utah han inventado un guante que pueden usarse sobre una mano que ha perdido el sentido del tacto; por medio de la electrónica y las ondas sonoras, el guante le da a su usuario un sentido de presión, que es esencial para poder aferrar. Un cable transmite desde el guante hasta un pequeño pistón conectado a una parte del cuerpo donde no se ha perdido el tacto, y el usuario siente las sensaciones de la mano (en la muñeca o el antebrazo, por ejemplo) y aprende a traducir estas sensaciones en respuestas.
La sensibilidad de las yemas de los dedos se revela en el uso del sistema Braille, que ahora aparece en todas partes, desde tableros de ascensores hasta caras de monedas. El Braille puede ser leído muy rápido, y siempre se están buscando mejores modos de usarlo. Un estudio reciente publicado en Educación de los incapacitados visuales sugiere que el Braille se puede leer con más precisión y eficacia si los lectores mueven las yemas verticalmente sobre las marcas en lugar de hacerlo horizontalmente, porque los receptores táctiles de los dedos son más sensibles cuando se emplean así.
Las palmadas y los apretones de mano han servido a lo largo de la historia para poner de manifiesto que no se estaba empuñando un arma, y que el encuentro era pacífico, aunque el apretón de manos como saludo corriente no se puso en práctica hasta la Revolución Industrial, en Inglaterra, cuando los hombres de negocios hacían tantos tratos sellándolos con un apretón de manos, que el gesto perdió su significado especial y entró en la vida social. De cualquier modo, un apretón de manos sigue siendo un tenue contrato que dice: «Al menos simulemos que nos comportaremos honorablemente el uno con el otro». En ocasiones, la mano puede representar a todo el cuerpo, como en la expresión «te echaré una mano», o en el significado de la expresión inglesa hired hand: peón, trabajador contratado.
Pensemos en todos los modos que tenemos de tocarnos a nosotros mismos (y no me refiero a la masturbación —de manustuprare, «desflorar con la mano»—), cómo nos cogemos los hombros con las manos y nos acunamos igual que una madre cuando tranquiliza a su hijo; cómo escondemos la cara en las palmas de las manos para quedar a solas y rezar, o llorar; cómo nos frotamos los brazos con las manos cuando nos paseamos pensativos; cómo nos llevamos una palma a la mejilla, con los ojos muy abiertos, cuando algo nos sorprende. El tacto es tan importante en situaciones emocionales, que nos tocamos a nosotros mismos como nos gustaría que lo hiciera otro para tranquilizarnos. Las manos son mensajeras de la emoción. Y pocos han comprendido su intrincado deber tan bien como Rodin. He aquí cómo describe Rilke el arte de Rodin en la materia:
Rodin ha hecho manos, pequeñas manos sueltas que, sin formar parte del cuerpo, están vivas. Manos que se elevan furiosas, manos cuyos cinco dedos crispados parecen ladrar como las gargantas de Cerbero. Manos en movimiento, manos dormidas y manos que se despiertan, manos cansadas que han perdido todo deseo y yacen como una bestia exhausta en un rincón, sabiendo que nadie podrá ayudarlas. Pero las manos son un organismo complicado, un delta hacia el que fluye mucha vida de fuentes distantes, y es arrojada a la gran corriente de la acción. Las manos tienen una historia propia, una civilización propia, una belleza especial; les concedemos el derecho de tener su propio desarrollo, sus propios deseos, sentimientos y humores, y sus ocupaciones favoritas.
EL TACTO PROFESIONAL
En el mar de los autodenominados curadores, que sirven a tanta gente desesperada, se encuentran los practicantes del «tacto terapéutico», que afirman curar a la gente de males físicos sin tocar realmente el cuerpo, pasando las manos a una discreta distancia sobre el campo de energía del paciente. La antigua práctica de «imponer las manos» puede verse todas las semanas en la mayoría de programas de televisión de los Estados Unidos. Un predicador llama a una persona enferma o perturbada de entre el público, parece intuir su problema sin que nadie se lo diga (el desenmascarador de charlatanes Randi ha revelado algunos de los simples trucos de mago que se usan en estos casos) y después la toca en la frente con tal fuerza, que la hace perder el equilibrio. Cae al suelo en un éxtasis religioso, se pone de pie y dice estar curada. En todo el mundo, chamanes y curanderos llevan a cabo rituales similares, arrancando del cuerpo del paciente al demonio, o curándolo con encantamientos y un toque de las manos.
El tacto es un curador tan poderoso, que acudimos a quienes lo ejercen profesionalmente (médicos, peluqueros, masajistas, profesores de baile, esteticistas, barberos, ginecólogos, pedicuros, prostitutas y manicuras) y frecuentamos emporios del tacto (discotecas, limpiabotas, balnearios). Por general, una enfermedad nos hace ir a ver a un médico, pero a veces lo visitamos sólo para que nos toque. Un médico no puede ayudar mucho cuando se tiene una alergia, un resfriado o algún otro mal menor, pero de todos modos vamos a verlo para que nos palmee, acaricie, escuche, inspeccione, manipule. Los monos y otros animales se dispensan mutuamente muchos cuidados de tipo «peluqueril», especialmente en la cabeza. Las antiguas romanas, griegas y egipcias llevaban complicados peinados que exigían la total atención de peluqueros, pero ese contacto voluptuoso pasó de moda y no reapareció hasta después de la Edad Media; el salón de belleza profesional no se popularizó hasta después de la era victoriana.
El tacto más íntimo de todos es el que practica el ginecólogo, y pocas situaciones hay tan incómodas para una mujer como ver que un ginecólogo, al que ni siquiera le han presentado, entra en el consultorio, levanta la sábana y empieza a trabajar. Esa actitud puramente funcional no ha sido siempre la marca de la consulta ginecológica. «Hace trescientos años, en ocasiones incluso se le pedía que entrara en el dormitorio de la embarazada caminando sobre manos y rodillas para realizar su examen», cuenta Desmond Morris, «de modo que la paciente no pudiera ver al dueño de los dedos con los que sería tocada tan íntimamente. En épocas posteriores, se vio obligado a trabajar en un cuarto oscurecido, o a colaborar en un parto cubierto con una sábana. Un grabado del siglo XVII nos lo muestra sentado a los pies de la cama de la parturienta con la sábana ajustada al cuello como una servilleta, de modo que no puede ver lo que están haciendo sus manos, dispositivo pudoroso que volvía especialmente arriesgada la operación de cortar el cordón umbilical».
El más evidente de los usos profesionales del tacto es el masaje, destinado a estimular la circulación, dilatar los vasos sanguíneos, relajar los músculos tensos y limpiar de toxinas el cuerpo mediante el flujo de linfa. El popular masaje «sueco» propone toques largos y en arco, siempre en dirección al corazón. El shiatzu japonés es una especie de acupuntura sin agujas, empleando el dedo (shi, en japonés) para causar presión (atsuo). El cuerpo es dividido de acuerdo con meridianos, según los flujos de energía o fuerza vital, y el masaje libera el paso. En el masaje «neoreichiano», que a veces se utiliza en conjunción con la psicoterapia, los toques se hacen del corazón hacia fuera, con el fin de expandir la energía nerviosa. La «reflexología» se concentra en los pies, pero, como el shiatzu, también utiliza la presión de puntos en la piel, que aquí representan a distintos órganos. Se supone que al masajear estos puntos se ayuda a funcionar mejor a los órganos correspondientes. En el «rolfing» el masaje se transforma en una manipulación violenta, a veces dolorosa. Aunque hay muchas técnicas diferentes de masajes, algunas escuelas formales y mucha teorización sobre el tema, los estudios han mostrado que el mero contacto cariñoso, de cualquier estilo, puede mejorar la salud.
En la Universidad de Ohio, un investigador realizó un experimento en el que alimentó a conejos con dietas altas en colesterol, y acarició metódicamente a un grupo especial de ellos; los conejos mimados tenían un índice un cincuenta por ciento menor de arterioesclerosis que los otros conejos, alimentados igual pero no acariciados.
Un experimento en Filadelfia estudió las posibilidades de supervivencia de pacientes que habían sufrido ataques cardíacos. Examinando un amplio espectro de variables y sus efectos en la supervivencia, se descubrió que la variable que producía el efecto más fuerte era la tenencia de animales mascota. No había diferencia si la persona era casada o soltera: los dueños de mascotas eran los que sobrevivían más tiempo. Las caricias a nuestros animalitos —caricias que son tan calmantes y pueden hacerse casi inconscientemente mientras hacemos otra cosa o conversamos con alguien— tienen un efecto curativo. Como dijo uno de los experimentadores: «Criamos a nuestros hijos en una sociedad “no táctil” y tenemos que compensarlo con criaturas no humanas. Primero con ositos de felpa y mantitas, después con mascotas. Cuando no hay tacto, empieza el verdadero aislamiento». Tocar es tan terapéutico como ser tocado; el curador el dador de tacto, es al mismo tiempo curado.
TABÚES
A pesar de nuestra pasión, y en realidad nuestra necesidad, de tocar y ser tocados, muchas partes del cuerpo son tabúes en diferentes culturas. En los Estados Unidos no es aceptable que un hombre toque los pechos, nalgas o genitales de una mujer que no le invite a hacerlo. Pero como la mujer tiende a ser más baja que el hombre, cuando él le pasa un brazo por el hombro, el brazo de ella queda naturalmente a la altura de la cintura de él. Como resultado, la mujer termina tocando la cintura y la pelvis de un hombre sin que eso sea necesariamente un gesto sexual. Cuando un hombre toca la pelvis de una mujer, en cambio, inmediatamente se lo registra como algo sexual. Las mujeres tocan el cabello y el rostro de otras mujeres con más frecuencia que los hombres entre sí. A las mujeres en general se les toca más el cabello (madres, padres, amigos, amigas) que a los hombres. En Japón es tabú tocarle la nuca a una chica. En Tailandia, tocarle la parte superior de la cabeza. En Fiji, tocarle el cabello a alguien es tan tabú como lo es tocarle los genitales en, por ejemplo, Iowa. Incluso las tribus primitivas, en las que hombres y mujeres van desnudos, existen tabúes sobre algunas partes del cuerpo. De hecho, hay sólo dos situaciones en las que los tabúes desaparecen: los amantes tienen acceso completo al cuerpo del otro y lo mismo una madre con su bebé. Muchos de los grupos de encuentro que florecieron durante la década de los sesenta eran poco más que sesiones organizadas de tacto corporal, a menudo «ayudados» por drogas, en las que se trataba de derribar algunas de las inhibiciones y tabúes sociales que nos mantienen apartados.
También hay tabúes genéricos y de status. Cada día de nuestra vida miramos, hablamos y escuchamos a toda clase de gente, pero el tacto es algo especial. Tocar a alguien es tomarse una confianza particular. Imaginemos a dos personas hablando en una reunión de negocios: una de ellas toca a la otra ligeramente en la mano al decir algo, o le pasa un brazo sobre el hombro. ¿Cuál es la que manda? La que inicia el contacto es casi siempre la persona de status más alto. Investigadores que observaron a centenares de personas en concentraciones públicas en una pequeña ciudad de Indiana y en una gran ciudad de la Costa Este, descubrieron que los hombres tocan primero a mujeres, que es más probable que las mujeres toquen a mujeres a que los hombres toquen a otros hombres, y que la gente de status más elevado por lo general toca primero a la de status más bajo. Los que están en situación inferior esperan la luz verde antes de arriesgarse a un aumento de intimidad (aun cuando lo hagan inconscientemente) con sus supuestos superiores.
TACTO SUBLIMINAL
En la Biblioteca de la Universidad de Purdue, una bibliotecaria realiza su tarea: entregar y recibir libros. Participa en un experimento de tacto subliminal, y sabe que la mitad del tiempo no debe hacer nada en especial y la otra mitad tiene que tocar a la gente de la manera más imperceptible posible. Roza apenas la mano de un estudiante al devolverle su carnet de lector. Al salir del edificio, el estudiante debe llenar un cuestionario sobre la biblioteca. Entre otras cuestiones, se le pregunta si la bibliotecaria ha sonreído, y si lo ha tocado. En realidad, la bibliotecaria no ha sonreído, pero el estudiante responde que lo ha hecho, aunque dice que no le ha tocado. El experimento continúa durante todo el día, y los resultados son claros: los estudiantes que han recibido un contacto que no han notado muestran más satisfacción con la biblioteca y con la vida en general.
En un experimento paralelo realizado en dos restaurantes de Oxford, Mississippi, las camareras tocan ligera y discretamente a los clientes en la mano o en el hombro. Esos clientes que han sido tocados no necesariamente encuentran mejor la comida o el restaurante, pero siempre dejan mejores propinas. En otro experimento realizado en Boston, una investigadora deja dinero en una cabina telefónica, y regresa cuando ve que el siguiente usuario se ha echado el dinero al bolsillo; pregunta con cortesía si ha encontrado lo que ha perdido. Si la investigadora toca a la persona cuando hace su pregunta, aunque la toque de un modo imperceptible y esa persona no lo recuerde después, la probabilidad de que le sea devuelto el dinero sube de un sesenta y tres a un noventa y seis por ciento. Pese al hecho de que somos criaturas territoriales que nos movemos por el mundo como dentro de principados soberanos, el contacto nos entibia el alma, aunque no lo notemos. Probablemente porque nos recuerda la época, muy anterior a compromisos y trámites bancarios, en que nuestra madre nos acunaba y nos sentíamos seguros y amados. Ni siquiera un contacto que no notamos pasa inadvertido para la mente subterránea.