© Revista El Gráfico

Estábamos ahí para jugar la final del mundo, abajo de esa araña gigante de la que todos se deben acordar, porque nos hacía sombra. Apenas terminó el Himno, con el Tata empezamos a gritar. Nos agachábamos así, para adelante, y nos gritábamos entre todos: «¡Vaaaaaamos, eh, vaaaaaamos…!». Éramos once locos dispuestos a ir a la guerra.