Capítulo II
En aquellas reuniones nació el campeón
En Colombia se empezó a armar una revolución grande. Una revolución que terminó con el mando a rajatabla que tenía Bilardo y empezó a demostrar el peso de aquel plantel. Porque, hasta ahí, Bilardo decía «tenemos que ir a La Quiaca», y a La Quiaca íbamos —o iban, los muchachos— sin chistar. Decía «tenemos que jugar este partido y aquel otro» y nosotros jugábamos este partido y aquel otro, como estaba previsto en aquella gira medio extraña que había armado, con partidos en Bogotá y en Barranquilla, cuando ya llevábamos más de diez días instalados en la concentración del América de México, en los primeros días de mayo del ’86.
Y no, papá, no, no era así la cosa.
Al final, en esa gira, jugamos sólo un partido. En la cancha, uno solo. Afuera… jugamos un par más. Je. Y esos sí que fueron mucho más importantes.
En eso tuvimos mucho que ver nosotros, los jugadores, después de una reunión que armamos en una suite enorme del hotel La Fontana, en Bogotá, la misma noche en la que llegamos desde México, y en otra que hicimos después del empate 0 a 0 contra Junior, ya en Barranquilla.
La primera fue un martes 13, sí, pero de mala suerte, nada. Se hizo apenas aterrizamos en Colombia. Y aquella noche de mayo, cuando todavía faltaban tres semanas para debutar en el Mundial, empezó a nacer el campeón, el plantel campeón. Un plantel que no se iba a bancar presiones de nadie. Y que iba a hacerse escuchar, ante quien fuera. Periodistas, hinchas críticos porque sí, políticos, dirigentes, contras —que teníamos por todos lados— y hasta el cuerpo técnico mismo. Un plantel con las pelotas bien puestas.
Qué barrilete ni barrilete
Ya llevábamos una semana en México y esa mañana habíamos arrancado para Colombia con el pie izquierdo. Estaba previsto que saliéramos a las ocho y media, cosa que a mí de por sí ya me rompía las bolas, por el madrugón, pero el vuelo recién despegó después del mediodía, por una amenaza de bomba o no sé qué. Ya íbamos cargaditos, entonces, y eso le puso más pimienta a la reunión de la noche.
Estuvimos los veintidós jugadores. Y nadie más. Nadie más.
Hablamos de plata, del premio que íbamos a recibir si salíamos campeones… Sí, porque nosotros sí creíamos que íbamos a salir campeones, y también sabíamos que íbamos a ganar una miseria si dábamos la vuelta olímpica. ¿Saben cuánto ganamos por ser campeones del mundo, los últimos campeones del mundo con la camiseta de la Selección argentina, hace treinta años? 33 000 dólares, sí, ¡33 000 dólares! El viático de un jugador de hoy. ¿Y saben cuánto teníamos de viático por día? 25 dólares, ¡25 dólares! Lo cuento ahora y todavía no lo puedo creer.
Hablamos de eso, ahí, en esa reunión, de la plata, y nos dimos cuenta de que la guita nos importaba un carajo, que estábamos ahí por mucho más que eso. Era duro, porque algunos ya ganábamos bien jugando en Europa, pero otros no. Había pibes que ni botines tenían; no los bancaba nadie como los bancan ahora. Lo que yo pretendía era que se entendiera que la camiseta argentina valía mucho más que eso, y que la camiseta argentina era la que nosotros nos íbamos a poner… Ni los garcas de corbata ni los contras de siempre. Nosotros.
Hablamos de los entrenamientos, de lo que necesitábamos, de la obligación de dar más de lo que podíamos, de dar todo, de-dar-todo, ¡de dar todo!
Me acuerdo como si fuera hoy. Me paré en el medio y me puse a hablar. Los miraba a todos a los ojos, sentía que me hervía la sangre y la vena del cogote se me reventaba. Apretaba tanto los dientes que pensé que me los iba a romper. Acompañaba cada palabra con el puño cerrado, como si fuera a pegar. Eso, eso quería. Pegar con las palabras. Pero pegar bien. Llegar al corazón.
«Ahora… ahora nos tenemos que olvidar de todo. De todo. De nuestros clubes, de la familia, de la guita, de los problemas. Tenemos que pensar solamente en nosotros. En nadie más. ¡En nosotros! Y no importa quién es titular o quién es el suplente, no me jodan con eso. Tenemos que tirar todos del carro, hacernos carne y uña, rompernos el alma para ayudar al compañero. Que nadie se borre, eh, ¡que nadie se borre! Gana uno, ganamos todos, gana uno, ganamos todos, ¿se entiende?, ¿¡se entiende!? Porque muchos esperan que nosotros, todos nosotros, no uno solo, perdamos. Que perdamos para despedazarnos, para despedazarnos más de lo que ya lo han hecho. Y, ¿saben qué? No les tenemos que dar el gusto, ¡no les tenemos que dar el gusto!».
Fue un juramento.
Y si en ese mismo momento nos largaban a la cancha, le metíamos cinco goles a cualquiera. Éramos nosotros contra todo, contra todos. Había cada nene ahí… Y lo bueno es que nadie se callaba. Cada uno, a su manera, decía lo suyo. Ese grupo necesitaba juntarse, hablar, poder hablar… Ahí hablaba hasta Bochini, que casi no le conocíamos la voz; hablaba Enrique, que se había sumado un mes antes; hablaba Zelada, que había entrado en el grupo en México; hablaba Almirón, que no iba a jugar ni un minuto: hablaba Valdano, por supuesto… A veces lo teníamos que parar: «¡Corten!», gritábamos, para que Valdano parara. Hablaba Passarella, también… Pero después Passarella ya no habló más. Y ya sabrás por qué.
Por eso, después del partido contra Junior, en Barranquilla, cuando no pudimos levantar las piernas, nos empezamos a preguntar qué estábamos haciendo ahí, en vez de estar instalados en México. Faltaban tres semanas para el Mundial y no tenía sentido estar dando vueltas por Colombia, exponiéndonos a las críticas, a un clima distinto, a las patadas de rivales —que lo único que querían era mostrarse—, al calor, a un ahogo que era diferente al de la altura que íbamos a tener que enfrentar después. Es cierto que el uruguayo Goyén atajó muy bien en aquel 0 a 0, me acuerdo, y que podríamos haber ganado, me acuerdo también. Pero más me acuerdo de que nosotros no podíamos levantar las piernas, que los veíamos pasar a los tipos, que Uribe nos pintaba la cara. No jugamos mal, no tan mal como veníamos jugando… Es más, creo que jugamos bien. Pero estábamos ahogados. Y no pudimos meterla. Y eso, para un equipo al que pocos le tenían confianza y que justamente tenía que hacerse fuerte en esa confianza, era terrible.
Hablamos con el Profe Echevarría, el preparador físico del grupo, un crack, el mejor del cuerpo técnico. Y el Profe, muy sabiamente, nos entendió cuando le dijimos de nuestra decisión de volver a México. Yo mismo fui a hablar con Bilardo después de planteárselo a todo el plantel y de que todo el plantel estuviera de acuerdo. Fui y Bilardo empezó con que «no, que el partido ya está hecho, que esto y que lo otro». Pero el segundo partido no estaba hecho. Es el día de hoy que nadie me saca de la cabeza que él iba en algo en todo eso, que mordía, porque los amistosos los organizaba Enzo Gennoni, que era su amigo. Pero lo cierto es que habíamos jugado el primer partido en el llano de Barranquilla, cosa que no nos servía para nada. Y el segundo partido se decía que iba a ser en la altura de Bogotá, por lo menos, pero ni locos íbamos a ir.
Yo lo encaré:
—El equipo no va, Carlos. El equipo apenas pudo levantar las piernas por el calor, y nos exponemos a las patadas de los rivales y a las críticas de los contras. ¿Para qué nos sirve un partido en el llano, como este que jugamos? Para nada, para un carajo sirve. Y no vamos a ir a jugar a la altura de Bogotá, tampoco. Vamos a Bogotá, sí, pero para tomarnos el avión de vuelta a México.
—Por favor, mirá que hay diez lucas más para vos —intentó convencerme.
Pero no se trataba de diez lucas más para mí o para nadie, cuando se cobraban 800 dólares por partido amistoso; sí, ¡o-cho-cien-tos dólares por partido! Se trataba de volver a la concentración del América, a descansar y a aclimatarnos, en medio de un ambiente de muchas críticas que hacía todo peor. A entrenarnos en la ciudad donde íbamos a jugar y donde de verdad que se te partía el pecho al correr. No era lo mismo el llano de Barranquilla, por supuesto, pero tampoco era lo mismo la altura de Bogotá.
Haberle ganado la pulseada a Bilardo fue algo que le vino bien al grupo, porque Bilardo en eso era cerradísimo, y ahí tuvo que ceder. Porque no jugábamos, el grupo estaba dispuesto a no jugar.
Ahí fue el quiebre. Reuní a todo el grupo y el grupo se hizo fuerte. Ahí definimos que éramos nosotros contra el mundo, así que más vale que tiráramos todos para el mismo lado… Y tiramos, ¡cómo tiramos!
Habíamos sido el primer equipo en llegar; queríamos ser el último en irnos. A mí las concentraciones siempre me ataron, siempre me ahogaron, pero aquella vez fue distinto: porque nos sinceramos, porque nos dijimos las cosas en la cara. A partir de eso, todo creció.
A la vuelta de ese viaje tuve un diálogo con Cóppola, con Guillermo Cóppola.
—¿Te acordás cuando te dije, en Israel, que estábamos para pelear el tercer puesto?
—Sí, claro.
—Bueno, en Barranquilla sentí algo más. Sentí que estamos muy bien, demasiado bien. Sentí que podemos ser campeones del mundo.
Es cierto el diálogo, pero la verdad es que no lo dije por lo que había pasado adentro de la cancha, en el partido, sino por todo lo que había pasado afuera. Por todo lo que habíamos arreglado diciéndonos las cosas en la cara, como debe ser.
Había una sensación en el grupo de bilardistas, por un lado, y de menottistas, por el otro. Y hoy yo lo puedo decir tranquilamente: soy y era menottista, pero era el capitán y tenía que llevar la bandera del grupo. Qué barrilete ni barrilete, mi objetivo era que fuéramos campeones del mundo, estuviera quien estuviera al frente.
Por eso yo dije en su momento que Passarella no jugó «por menottista». Él quería imponer las diferencias y la verdad que lo único que teníamos que hacer en aquel momento era tirar todos para el mismo lado. Las diferencias eran claras: el Flaco te resumía un partido en dos palabras; Bilardo tenía que pasarte diez videos para explicarte una jugada. Pero ahí estábamos todos juntos por un objetivo, había que dejarse de joder.
Menottistas declarados eran Passarella, el Bocha, Valdano. No había muchos menottistas porque Bilardo se encargó muy bien de seleccionar a los jugadores que no hubieran estado con Menotti, salvo esas excepciones que no podían faltar, ¿se entiende? Ruggeri era uno de esos, ¿¡cómo lo iba a dejar afuera a Ruggeri, si era una monstruo!?
Yo también era uno de esos, él me había elegido y a mí lo único que me importaba era el objetivo final. Todavía me dolía haberme quedado afuera del ’78 y eliminado en el ’82. Lo único que me importaba era que la Selección argentina fuera campeona del mundo. Lo demás, en ese momento, era secundario, pelotudeces. Pero lo cierto es que todo eso, y algunas cositas más, estaban dando vueltas hasta que empezaron las reuniones.
La reunión de Bogotá la ganamos nosotros, los jugadores; y también la reunión de Barranquilla. Ahí, a partir de ahí, ya no había ni menottistas ni bilardistas. Ahí estábamos cansados y lo único que queríamos era volvernos a México. Estuvimos como hasta las cuatro de la mañana cambiando los pasajes, codo a codo con el Profe Echevarría, que nos entendía como nadie.
¿Entendiste, buchón?
No fueron las únicas reuniones, dije. Hicimos varias. Para analizar cómo veíamos el equipo, para contarnos si estábamos bien, para saber si necesitábamos algo, para preguntarnos si queríamos entrenar más, para pensar si el Profe tenía que agarrar alguno que estaba falto de fútbol o de trabajo físico… Todas esas reuniones las hacíamos periódicamente, el grupo las necesitaba para hacerse más fuerte todavía. Las hacíamos nosotros, los jugadores. Los de afuera, hasta el cuerpo técnico, de palo…
Pero la de Passarella, la que yo y todos llamamos «la de Passarella», que vino después de aquellas en Colombia y que se hizo en México, en la concentración, apenas volvimos de la gira, fue la que terminó de poner las cosas en su lugar.
Ya la conté en Yo soy el Diego de la gente, para que no se dijeran más giladas, y acá la voy a contar igual, sólo con algún detalle más. Porque a mí me pegaron en todos lados, pero en la memoria, no. En la memoria, no.
La historia fue así… Yo había llegado quince minutos tarde a no sé qué cosa junto con los rebeldes. Porque éramos rebeldes, Pasculli, Batista, Islas, según Passarella… Habíamos salido, teníamos un rato libre. ¡Quince minutos tarde llegamos! Y entonces nos comimos el discursito dictador de Passarella, bien de su estilo: que cómo el capitán iba a llegar tarde, que esto, que lo otro.
Lo dejé hablar, lo dejé hablar, con la vena así, pero aguantándomela… «¿Terminaste?», le pregunté. «Sí», me contestó, bien soberbio. «Bueno, entonces vamos a hablar de vos, ahora», le dije.
Y conté, delante del plantel completito, todo lo que era él, todo lo que había hecho, todo lo que yo sabía de él. Yo prefiero ser adicto, por doloroso que esto sea, a ventajero o mal amigo. Esto de mal amigo lo digo por la historia que terminó de alejarme de él y terminó de formar la verdadera imagen de Passarella para los demás: cuando él estaba en Europa, todo el mundo comentaba que se escapaba a Mónaco para verse con la esposa de un compañero, de un jugador del seleccionado argentino… ¡Eso hacía, y después lo contaba en el vestuario de la Fiorentina, como una hazaña! A mí me lo contó Pecci y me decía: «¡No puede hacer esas cosas y encima andar contándolas, Diego!». La verdad, no se lo bancaba casi nadie.
Y se armó el lío grande, ¡grande! Porque en aquella selección, hay que decirlo, había dos grupos. Por un lado, los que apoyaban a Passarella. Su banda. Ahí estaban Valdano, Bochini, varios. Passarella les había llenado la cabeza y por eso decían que nosotros habíamos llegado tarde porque estábamos tomando falopa, y que esto, y que lo otro… pero, más que nada, por supuesto, eso de que estábamos tomando falopa, y esos éramos nosotros, mi grupo.
Entonces yo le dije:
—Está bien, Passarella, yo asumo que tomo, está bien… Alrededor nuestro, un silencio tremendo. Y seguí:
—Pero acá hay otra cosa: no estuve tomando en este caso… No en este caso, ¡mirá vos! Y, además, vos estás mandando al frente a otra gente, a los pibes que estaban conmigo… ¡Y los pibes no tienen nada que ver, ¿entendiste, buchón?!
La única verdad es que Passarella estaba queriendo ganarse al grupo de esa manera, sembrando cizaña, inventando cosas, metiendo palos en la rueda. Quería ganárselo desde que había perdido la capitanía y el liderazgo; lo tenía atragantado. Porque él fue un buen capitán, sí, y yo siempre lo dije. Pero yo mismo lo desplacé: el gran capitán, el verdadero gran capitán, fui, soy y seré yo.
Después de eso, cada vez que podía, él me jugaba feo, muy feo. Lo agarró a Valdano, que es un tipo muy inteligente, a quien todo el mundo escuchaba —incluido yo, que era capaz de estar cuatro horas con él sin poder meter un bocadillo— y le metió en la cabeza que yo estaba llevando a todos a la droga. ¡Que yo estaba llevando a todos a la droga! Entonces me planté, en el medio de esa reunión, y en nombre de mis compañeros y en nombre mío, por supuesto, le grité a Passarella:
—¡Acá nadie toma, viejo, acá nadie toma!
Y lo juro por mis hijas que no tomamos, que en México no tomamos.
Por eso, cuando Valdano vino a pedirme explicaciones, con la cabeza llena porque se la había llenado Daniel con lo de la droga, y también a darme una filípica, que yo no podía hacer esto, que yo no podía hacer lo otro… yo lo paré en seco. Le dije:
—Pará, Jorge, la reputa que te parió; vos, ¿del lado de quién estás? ¿Acá lo que te cuenta Passarella es verdad y lo que te cuento yo, no?
Entonces él me dijo:
—Bueno, está bien, contame…
Ya me había calmado:
—No, esperá, vamos a hacer otra reunión…
Allá fuimos, al comedor, porque en la concentración del América otro lugar no había para juntarse a hablar, y en la reunión, con Passarella presente, conté todo lo que sabía de él y se hizo otra vez un silencio profundo… Ya no tuvo reacción. ¡Qué va a tener reacción, si tenía menos reacción que una toalla! Él no sabía que a mí me habían conseguido el listado de llamadas internacionales, que teníamos que pagar entre todos, y eran sólo de él.
—A ver, ya que estamos… Estos dos mil pesos de teléfono que tenemos que pagar entre todos, porque nadie se hace cargo, ¿por llamadas de quién son?
Nadie saltó, nadie contestó, alguno miró el piso… No volaba una mosca. Lo que no sabía Passarella es que por aquellos tiempos, en 1986, hace treinta años, las cuentas telefónicas en México tenían detalle: en la factura venían los números, uno por uno… Y el número era el de él, ¡hijo de puta! Ganaba dos millones de dólares y se hacía el boludo por dos mil.
Entonces explotó todo. Porque yo podía pagar, y si quería pagaba yo solo, pero Passarella también podía pagar él solo, y nos estaba haciendo hacer una colecta entre todos para pagarle el teléfono. Y se creía que no lo íbamos a descubrir, y no pudo decir nada. «Mirá, Passarella, fijate que acá están todas las llamadas tuyas. No hay una llamada mía a Nápoles; no hay una llamada a Madrid de Valdano; no hay una llamada a otro lado; no hay nada de nada… Son todas tuyas».
Y ahí todos vinieron a pararse atrás mío. Estábamos al lado de un monstruo, un tipo que ganaba dos palos y medio verdes y nos quería hacer pagar al resto. Un monstruo, un caradura, un inservible. Y ahí, la división entre maradonistas y passarellistas quedó 21 a 1. El Bocha hablaba con él, pero porque estaba un poco loco… El resto, conmigo. Imaginate Brown, ¡ni equipo tenía el Tata! Islas, Pumpido, hasta Zelada… Hacían cola para pegarle.
Hasta que saltó Valdano: «¡Vos sos una mierda!», le gritó al Káiser.
Y se rompió todo. Ahí le agarró la diarrea, el mal de Moctezuma, cuando la realidad era que todos meábamos por el culo. Ahí le dio el tirón y ya no jugó el Mundial, esta es la verdadera historia. Ahí fue donde el plantel se dio cuenta de que Passarella no quería jugar.
Nosotros habíamos ido a visitarlo, como unos Carlitos, para hacerle compañía y hasta para jugar al tute con él, porque se sentía mal, cuando todos nos sentíamos mal… Yo le preguntaba a Pasculli: «¿Cómo cagás, Pedrito?». Y él me decía: «Yo meo por el culo». Y así todos. Passarella se aprovechó de eso. Le pusieron suero, lo trajeron a los dos días y entonces, antes del debut contra Corea del Sur… ¡le tiró en el gemelo! «Le tiró».
¡Andááá!
Lo queríamos ir a buscar al vestuario, lo queríamos matar a trompadas. Como que era un traidor: aparte de querer hacerles pagar el teléfono a los muchachos, no quería jugar con sus compañeros —que encima lo fueron a ver a la clínica— y ahora resultaba que en un calentamiento al ritmo de Benjamín… ¿le tiraba el gemelo?
¡Mentiraaaa!
Después, hasta se fue a tomar sol a Acapulco. Y hubo un vivo que puso una foto de él con la mujer en el pizarrón donde Bilardo iba a dar la charla técnica para el partido contra Inglaterra, entre esas flechitas que no servían para nada. Hoy, si Daniel tuviera la posibilidad de ir a preguntarles uno por uno a los muchachos, le dirían lo mismo: que se equivocó. Y también dirían que ese fue el momento donde el menottismo y el bilardismo se quebraron. O se unieron, porque ya no hubo una disputa, porque los que defendíamos a Menotti lo defendíamos igual a Bilardo. Porque, ¿a mí qué me iba a decir Bilardo? ¿«Juegue por izquierda» o «Juegue por derecha» o «Juegue de lateral izquierdo» o «Vos jugá libre»? Lo mismo me decía el Flaco.
Y digo esto, ahora, lo cuento tal cual como fue y tal como pensaba, sabiendo que en aquel momento Menotti no se jugaba tanto por mí en las declaraciones.
Tantos años después sigo pensando lo mismo. Passarella nunca digirió aquello de que yo era el único titular y capitán en el equipo de Bilardo, nunca. Y entonces empezó a meter presión. En una nota de octubre del ’85 de El Gráfico, había declarado: «Soy titular o no juego en la Selección».
En aquel momento, yo ya estaba cansado del conventillo, de los celos y de todas las pelotudeces y salí con los botines de punta. Armé una conferencia de prensa en Nápoles, y dije de todo. Hablé como capitán, aunque no como dueño de la verdad absoluta, y lo hice sin haber conversado antes ni con Bilardo ni con Passarella. En ese problema yo estaba en el medio. Para Bilardo, aparentemente, el único titular era Maradona. Yo consideraba que Bilardo había estado muy claro de entrada, pero no sabía lo que pensaba Daniel. Lo único que podía decirle, como amigo suyo que creía, que creía que era fuera de la cancha, como compañero y como jugador, que lo fundamental era el respeto a las trayectorias. Daniel sabía que Bilardo nos había respetado desde el llamado para las eliminatorias. Después, si le había hecho o no promesas, eso no lo sabía, era un problema en el que ellos tenían que ponerse de acuerdo.
Pero que ahí hubo algo raro detrás, eso no me lo quita nadie de la cabeza, por todo lo que leí y lo que me contaba mi mamá por teléfono desde Buenos Aires.
Passarella quería la titularidad, pero todos sabíamos —los que estábamos a su lado y lo habíamos visto luchar como un león por la camiseta argentina— que él era un ganador nato. Entonces, yo me preguntaba: ¿por qué nos hacía sufrir con la amenaza de una renuncia que no quería nadie, ni siquiera Bilardo?
Cada técnico tiene sus jugadores. En los tiempos de Menotti, si alguno le tocaba a Passarella se armaba un quilombo nacional, y todos lo entendíamos porque él era el capitán, el hombre mimado de todos, como antes lo había sido Houseman, y nadie decía nada. Yo renuncié una vez a la Selección de Menotti, porque en ese momento creía que debíamos estar todos en el mismo nivel, pero después volví. Por eso no quería criticar a Passarella por lo que hacía, porque era grande y yo no iba andar indicándole qué debía hacer. Lo único que le podía pedir como capitán y compañero era que tratara de arreglarlo de la mejor manera posible. En la concentración, él sabía que era titular, porque era un líder y por todo lo que significaba dentro y fuera de la cancha. Lo necesitábamos, lo necesitaban todos los argentinos. Y a mí eso era lo único que me importaba. Pero el capitán era yo.
Lo que le pedí a Passarella fue que decidiera por él mismo, no por otros. Lo conocía mucho y por eso me parecía que detrás de todo aquello había algo muy extraño, aunque no sabía lo que era. Si lo hubiera sabido, lo habría dicho, porque me gustaban y me gustan las cosas claras.
Yo no sabía, y no me interesaba saber, si lo de Bilardo era un capricho o qué era, pero nosotros siempre respetábamos lo que decía el técnico. Me preguntaba, ¿por qué entonces las cosas debían cambiar? Daniel, por el solo hecho de estar entre los veintidós, sabiendo lo que le daba al plantel desde adentro, no necesitaba que Bilardo le dijera: «Vos sos titular». Él fue titular desde siempre. Sólo sé lo que decía Bilardo en ese momento: «La capitanía es un problema que no existe. Yo agarré todo desde cero, arranqué sin tener en cuenta lo que había sucedido antes… Y consideré que, a partir de las eliminatorias, Maradona tenía que ser el capitán. Es el hombre más representativo que la Argentina tiene a nivel mundial. No sé por qué Passarella podría estar enojado».
Y Passarella, muy bicho, no ayudaba mucho con lo que decía: «Lo que Bilardo me dijo, y yo ya sabía, es que Maradona debe ser, a su juicio, el capitán. Yo le contesté que aceptaba la decisión porque él es el DT, el que tiene, en ese tema, la última palabra».
Lo que yo tenía claro era que, cuando más unidos teníamos que estar, ¡no podíamos desunirnos! Nos estaba apurando Passarella y yo no iba a dejarlo. No podíamos seguir con el menottismo y el bilardismo. Tenía las pelotas llenas, nos estábamos matando entre nosotros. Y tenía autoridad para hablar, ¿eh? Yo venía de quedarme afuera mal del Mundial ’78, porque sigo diciendo que tendría que haber estado —no voy a dar nombres, porque yo sé quién tendría que haber salido, había tres candidatos— y venía de devolverle en el ’82 la capitanía que Menotti me había dado en los Juveniles del ’79. O sea, el Flaco autoridad tenía, y le estuve agradecido toda la vida, y le seguiré estando, por lo que hizo por mí.
En medio de todo el lío aquel, me había tocado enfrentarme con Passarella en la cancha: Napoli contra la Fiorentina, en Florencia, el 13 de octubre del ’85. Los diarios italianos estuvieron toda la semana dale que dale con el duelo, con la pelea, un circo bárbaro. «Daniel, ricorda che adesso sono tuo capitano», me acuerdo que tituló La Gazzetta dello Sport: «Daniel, acordate que ahora soy tu capitán». Fuerte el titulito.
En realidad, ellos me habían preguntado si había hablado con Passarella del tema. «No, somos grandes, hay que comprender. No hay necesidad de hablar. Daniel es un tipo inteligente, además no está escrito en ningún lado que uno deba ser capitán toda la vida», les contesté yo. Sí, ahí había una chicana pero Passarella prefirió escaparse con la respuesta: «Prefiero no hablar porque no pertenezco por el momento a la Selección».
Al final, salimos 0 a 0, nos dimos la mano y yo declaré lo que realmente pensaba en ese momento: que para mí era titular indiscutido en la Selección. Era suficiente, ¿qué más querían? Pero la historia siguió, siguió.
A Passarella, la verdad, yo siempre lo respeté muchísimo como jugador. Pero cuando a mí me designaron capitán él ni se acercó a felicitarme, a saludarme. Fue lo primero que me extrañó. «Estará caliente», pensé. Pero lo cierto es que desde ahí hubo un corte.
Fue bueno contarlo, porque después con Valdano hicimos muchas charlas y hasta se apegó mucho a mí. Y el tema Passarella quedó cerrado. Faltaban un par de pavadas más para ponerle llave. Pero eso iba a pasar cuando ya estábamos en México, en la concentración.
Sombreros mexicanos
Cuando El Gráfico quiso hacer la famosa foto de los sombreros mexicanos para la tapa de la revista, yo ahí ya me sentía capitán capitán y Passarella estaba muerto… Por eso la quise hacer igual, como capitán: «¿No me viniste a felicitar? Bueno, ahora te refriego la cinta yo en la cara… Mirá, la cinta está en mi brazo izquierdo». Para mí, eso era la vida, porque el capitán era el que peleaba los premios, era el que llevaba al grupo, era el que le decía al Profe fíjese esto, fíjese lo otro. El liderazgo ya estaba definido desde el primer día, pero ahí se abrió el agua. No voy a negarlo: yo me había fijado mucho en él, ¿cómo no me iba a fijar si él tenía 33 años y yo apenas 25? ¿Cómo no iba a respetar lo que había hecho él hasta ahí? Pero si yo te respeto, respetame vos también a mí, papá. ¡Res-pe-ta-me! Y la verdad es que a él eso le costaba un huevo.
Pasó en la producción de fotos, pasó. Yo pregunté qué había contestado él cuando me invitaron. Y sé que él preguntó qué había contestado yo. Caímos los dos juntos, puntuales, en una cancha de entrenamiento.
Apenas trajeron las bolsas con los sombreros mexicanos, yo lo primerié… Elegí uno que tenía una franja mostaza, que parecía la franja amarilla de la camiseta de Boca. Y le dejé a él uno bordó: «Este es de River, ponételo vos», le dije. Trataba de aflojar un poco el ambiente, pero él estaba tenso y se notaba. No le gustaba nada que nos pusieran a la misma altura… A ver si se entiende, de una vez por todas: los periodistas preguntaban por qué a él no le aseguraban la titularidad, como a mí. Si te das una vuelta por el archivo lo vas a leer. Él era un peso pesado; a mí todavía me miraban de reojo.
Hicimos la foto y el que más nos hizo reír, como siempre, fue el Profe Echevarría, que apareció por ahí y no podía creer lo que estaba viendo. La carcajada de él nos contagió a nosotros. Passarella decía que no quería abrir mucho la boca, para que no se le vieran los dientes desparejos de abajo… Falso como dólar celeste. Yo me sentía dueño de la situación. Por eso, me parece, él no quiso quedarse a hablar después de la foto. Decía que había entrenamiento a las seis y que quería ser puntual. Pero faltaba para las seis, nos podíamos quedar. Yo me quedé.
¿De dónde sacaron que yo me creía Dios?
Fue en ese momento que declaré que me encantaría ser el mejor jugador de México 86. Y que estaba afiladísimo para serlo. Pero enseguida aclaraba: «Siempre y cuando también Argentina haga un gran papel». Porque una cosa iba agarrada de la otra; los grandes jugadores tienen el respaldo de los grandes equipos.
Un periodista había dicho que yo me creía el Dios del fútbol. A veces tenía que aguantar cosas insoportables. ¿De dónde habían sacado una cosa así? Ahí no había reyes ni dioses. Lo único que quería ese plantel era respetar la historia del fútbol argentino. Los europeos nos decían que íbamos a quedar entre los cinco primeros y, en la Argentina, algunos decían que nos volvíamos en la primera vuelta. Esto nos dolía mucho, porque necesitábamos el respaldo.
Nos hubiera venido muy bien tener ese apoyo, pero como no lo tuvimos el grupo se fue fortaleciendo de otra manera. Con esas reuniones, por ejemplo. Nos veíamos cada diez minutos para hablar de esto, de lo otro. Y aquella reunión inicial en Colombia, más que dura, había sido positiva.
Eran otros tiempos, había cosas que hoy parecen boludeces. Los que ya jugábamos en Europa, por ejemplo, sabíamos que todas las mañanas teníamos que pasar por el consultorio para darnos una inyección para fortalecer el hígado. Los que jugaban en la Argentina no estaban acostumbrados a eso. A veces aparecía algún fastidioso al que se le escapaba la tortuga y preguntaba: «¿Y esto para qué sirve?». Y había que explicarle. Se discutían cosas que tenían que ser normales, pero así era el grupo. No digo que discutiéramos por una inyección, pero la cuestión era unirse, unirse, unirse.
Eso era, para mí, lo más importante: compartir la misma idea. Por ahí, por ahí alguno pensaba que yo hacía todo eso sin darme cuenta… Pero, no, no, para nada. Estaba todo pensado. Yo quería un grupo en serio porque la que se venía era brava, brava. Estábamos fundando un grupo, el grupo.
Por eso, escuché a todos los que vinieron a verme, alguno hasta para decirme cómo le gustaría que fuera un capitán. Valdano, por ejemplo. Lo que Jorge no sabía era que yo me venía preparando desde los Cebollitas para eso.
Muchos pensaban que yo no era el más indicado para ser capitán, porque a mí me buscaban y me pegaban todos… ¡pero yo no reaccionaba por esas cosas! Y el que se había quedado con mi imagen de España 82, después de pegarle una patada en los huevos al brasileño Batista, era un careta. ¡Habían pasado cuatro años! ¿Se creían que no había aprendido nada? Ya era el capitán del Napoli. Y de la Selección argentina. No era de los que perdían la cabeza por una patada. A mí me daban y yo seguía, había aprendido a hablarle el referí.
Y, ¿saben qué? No lo tomaba como una carga, como una responsabilidad. ¡Al revés! A mí la cinta me daba más fuerza, no me pesaba. Lo había hablado con el Cabezón Sívori en Italia y lo había visto al mismo Passarella. Pero yo creía en mí y en una forma de ser capitán. Por ejemplo, eso de hablar todo. Ser capitán suponía no encanar a nadie, no ser botón… Si había cosas para decir, que fueran en la cara. Esa era mi forma de ser. Y así quería que fuera todo el plantel. Por eso las reuniones. A cara de perro, viejo.
Faltaba menos de un mes. Sólo quedaba entrenarnos para llegar de la mejor manera. Sabíamos muy bien lo que queríamos. Pero también sabíamos muy bien de dónde veníamos. Y no había sido nada fácil la cosa, nada fácil.