Capítulo I
La Selección que nadie quería

Cuando faltaban días para el Mundial, más o menos en abril del ’86, en el país había problemas más importantes que la Selección. Pero, bueno, así somos, así éramos. La política siempre se metió con el fútbol, siempre lo usó, y lamentablemente siempre lo seguirá haciendo. El presidente Raúl Alfonsín había declarado que no le gustaba cómo jugaba la Selección y, a partir de eso, el rumor se empezó a hacer cada vez más fuerte. Se decía que el Gobierno quería voltear a Bilardo y poner a otro. La verdad es que a mí, un día, me llama Rodolfo O’Reilly, que era uno de los tipos de deportes, junto con Osvaldo Otero, y me dice: «Vamos a echar a Bilardo…».

Eran las once de la noche en Italia. Sonó el teléfono, raro, y me lo pasaron. Entonces, le digo:

—Perdone, ¿usted cómo consiguió mi número de teléfono?

—Bueno, nosotros en el Gobierno tenemos los números de todos, ¿vio?

—¿Ah, sí? Olvídeselo, porque yo a usted no le conozco ni la cara y me llama a mi casa a las once de la noche, ¿sabe que son las once de la noche, acá? Y le voy a decir algo más, más importante…

—Disculpe, Diego, ¿qué?

—Que si quieren echar a Bilardo, hagan de cuenta que me están echando a mí. Así que, por si no le quedó claro, no están echando a uno. Están echando a dos. Si se va él, yo también me voy.

Y le corté.

Quiero contar esto ahora para que quede bien claro: yo no lo traicioné a Bilardo cuando me llamaron del Gobierno para voltearlo, y en cambio él me traicionó a mí muchos años después. Casi treinta años después.

En aquellos tiempos yo era de los menottistas, pero levanté la bandera de la causa por el grupo, porque estaba convencido de que este grupo iba a ganar algo. La causa venía maltrecha, venía trastabillando. Yo quería parar la movida en contra y la paré: me había propuesto que a ese equipo lo sacaba adelante. Y lo saqué. ¿Alfonsín? ¿¡Alfonsín iba a estar preocupado por Bilardo con los quilombos que tenía!? Por favor.

Yo me jugaba por la causa, por los muchachos, y por Bilardo también. No era mal tipo. No es que lo estoy diciendo ahora de mala leche, pero para mí, murió cuando se quedó en la AFA, después del Mundial de Sudáfrica, en 2010. Y no me lo va a resucitar nadie. Me dijeron que quiere hablar conmigo, pero no le voy a dar ninguna oportunidad. Ninguna, eh. Aquella vez dije que no era «tocuen», que no era cuento. Y ahora menos. No es «tocuen» todo esto. Es la verdad, es mi verdad.

Claro que nada de eso hará que me olvide de cuando me fue a buscar a Barcelona para contarme su proyecto. Pero una cosa no quita la otra. Y llegó la hora de contar las cosas como fueron, de que se hable más del plantel y no tanto del planteo de Bilardo.

¡Carlos no nos dejaba entrenar! Cuando hablan de la táctica de Bilardo, yo digo: ¡por favor!, si un día antes del partido contra Corea no sabíamos cómo íbamos a jugar; no sabíamos si Burruchaga iba a jugar por la izquierda o por la derecha, si el Checho iba a cubrir por el medio o por el costado…

Pero también es muy cierto, sí, que Bilardo me fue a buscar cuando nadie pensaba en mí. Nadie.

Quería la revancha

Todos estaban más preocupados por Passarella que por Maradona y el tipo se me apareció en Lloret de Mar, pero fuera de temporada. Era marzo del ’83 y todavía estaba fresco. Pero yo no sentía ni frío ni calor; lo único que me interesaba era entrenarme para volver a jugar. Llevaba casi tres meses afuera por la puta hepatitis, que me había agarrado en diciembre del ’82. Habíamos hecho una pretemporada especial con un profe del Barça, Joan Malgosa, y me hacía compañía Próstamo, que había sido compañero mío en Argentinos. Me faltaba poquito para volver a tocar una pelota después de tanto tiempo y estaba ansioso. Además, también estaba ansioso porque se decía que se iba el DT, el alemán Udo Lattek, que nos volvía locos con los trabajos físicos y se olvidaba de la pelotita, y que llegaría el Flaco Menotti. Para mí, era una bendición. Por fin me iba a sentir cómodo en el Barça. Todo era motivación para mí.

Bilardo cayó de golpe con Jorge Cyterszpiler, que todavía era mi representante. Llegó de noche, directo desde Barajas, y hablamos un ratito antes de la cena, y a la mañana siguiente el loco me pidió un pantaloncito y se prendió conmigo en el trote. Eran seis kilómetros, los últimos que me faltaban. Trotamos, caminamos, trotamos. Y hablamos, hablamos un montón. Me acuerdo bien del diálogo que tuvimos.

—Quiero saber cómo estás…

—Bien, bien, hace tres meses que no juego, pero mañana vuelvo a tocar una pelota y después no me para nadie.

—Está bien, y quería comentarte la posibilidad de que formes parte de este proceso de la Selección.

—Mire, Carlos: mi contrato dice que además de las eliminatorias puedo jugar cualquier partido, siempre y cuando el Barcelona no tenga algún compromiso importante. Pero mi único compromiso importante es la camiseta de la Selección.

Después me salió con el tema de la guita. Siempre salía con el tema de la guita, Bilardo. El dinero, como él le decía. Me preguntó si iba a tener alguna exigencia, si iba a pedir algo…

—Noooooo, de eso olvídese… ¿¡Cómo voy a tener problemas de plata!? Si voy, es por la Selección y para defender la camiseta argentina. Lo de la plata no me importa para nada, para nada…

Yo venía de no estar en el ’78. Y también venía de estar en el ’82, cuando habíamos fallado en algunas cosas, empezando por mí: llegué fundido físicamente. Pero tampoco es que se hizo todo mal aquella vez. Típico argentino: en el ’78, porque se ganó, todos Gardel. Y en el ’82, porque se perdió, todos a Devoto. Noooooo. No fue así.

Pero lo cierto es que estaba golpeado. Y convencido de que quería revancha, con toda mi alma quería la revancha.

En mi primera entrevista después de volver, dije que en el Mundial ’82 no había fracasado, que había hecho lo que había podido. Pero tenía clarito que había sido yo el que más había perdido aquella vez: mucha expectativa, mucha publicidad, mucho careta esperando verme caído. Y me acuerdo, clarito, que dije: «Vamos, viejo, no mientan; en nuestro país hay cosas mucho más importantes que Maradona. Quiero borrar este Mundial de mi cabeza y empezar a pensar en el del ’86». Eso les dije en el ’82. Y un año después estaba poniéndome en condiciones para demostrar que era cierto.

Bilardo me empezó a explicar ideas que él tenía en la cabeza, cómo quería que jugara yo y esas cosas. Me dijo que no me asustara con lo de la hepatitis, que él había tenido dos casos en Estudiantes, a Letanú y a Trobbiani, y que al principio costaba volver, pero después te acostumbrabas. Y en el juego, la verdad, es que me dio todas las facilidades: me quería libre, que jugara donde quisiera, que el resto se iba a mover alrededor mío. Que me quería de la mitad de la cancha para adelante, sin obligaciones de marcar (¡las pelotas que no iba a marcar!), como hacían Rummenigge o Hansi Müller en Alemania. Le encantaba Alemania. Me acuerdo que después se fue hablar con Stielike, que era el líbero del Madrid. Estuvo con el viejo Di Stéfano también. Un grande, Alfredo. Siempre lo quise mucho, siempre. Era un calentón, como yo, y estaba adelantado a su tiempo. En aquel encuentro le dijo a Bilardo que lo que le faltaba al fútbol argentino era movilidad y dinámica, que todos marcaran, además de jugar. Y, la verdad, tenía razón.

Y enseguida Bilardo me tiró la frase que no voy a olvidar nunca, nunca, pase lo que pase: «Aparte, vas a ser el capitán», me dijo.

Me explotó el corazón, ¡me explotó el corazón! Si no me morí de un infarto en ese momento, no me muero más. Hasta el día de hoy, cuando me hablan de que fui, de que soy, ¡de que soy!, capitán de la Selección, sigo sintiendo lo mismo. Es como tener en brazos a Benja, es la misma emoción. Como que tomás el mando, que te hacés cargo. No hay otra cosa más maravillosa que ser el capitán de un equipo. Y de la Selección, más todavía: ahí sos capanga, capanga, en serio.

Había sido capitán de Argentinos, del Juvenil, de Boca, pero lo que más quería era ser capitán. En cada viaje, en cada salida, me compraba o me hacía comprar cintas de capitán… A esa altura había juntado como doscientas. Y tenía 24 años nada más, pero me sentía capacitado. Si Passarella había sido el capitán hasta ahí, ahora me tocaba a mí.

Cuando a vos te dan la capitanía, por huevos tenés que conocer a todos. Yo me hacía traer videos, cómo jugaba este, cómo jugaba el otro, preguntaba mucho por teléfono, a mis hermanos, a mis sobrinos. Ellos me ayudaban, me los describían, «ese anda bien» o «aquel otro tendría que largarla más…». Claro, ahora te reís, pero en aquellos tiempos ver un partido por televisión casi no existía; tenías que conseguir información de donde pudieras. Y yo la buscaba por todos lados. Como capitán, más.

Así tenía que ser la Selección de Maradona

Lo primero que me propuse, una vez que supe que mi sueño se había cumplido, fue instalar una idea: jugar con la camiseta de la Selección tenía que ser lo más importante del mundo, aunque la guita grande la ganaras con la camiseta de un club europeo.

Así quería que fuera la Selección de Maradona, ese era el estilo que quería instalar.

También me llegó mucho, mucho, que Bilardo me dijera que iba a ser el único titular. Por eso, yo hice lo mismo con Mascherano, muchos años después. También lo tendría que haber hecho con Messi, nunca lo dije, y es una de las cuentas pendientes que tengo. Ojo, yo acepto eso de «Maradona más diez», como después dije «Mascherano más diez», pero nunca me creí que podía ganar yo solo, porque eso no existe. Por eso les reconozco a todos mis compañeros el sacrificio que hicimos… Menos a Passarella, a todos.

Pero para eso faltaba mucho todavía, un montón. Estábamos en marzo del ’83 y esta historia recién empezaba. Para mí, iban a pasar casi dos años para volver a ponerme la camiseta de la Selección. Parece increíble, pero así fue. En el medio, viví de todo. Como siempre en mí, un año valía por tres, o por cuatro.

Una semana después de aquel encuentro con Bilardo, volví a jugar: llevaba tres meses parado por la hepatitis. Empatamos 1 a 1 con el Betis, pero lo más importante fue que en el banco estaba sentado el Flaco Menotti. Fue su debut. Y con el Flaco, la historia fue bien distinta para todos. Los muchachos se enamoraron de él por la forma en que los trataba. Claro, venían del alemán y Menotti te compraba con las palabras. Fíjense que hasta Guardiola lo fue a buscar cuando se decidió a ser entrenador. Hoy, cualquiera de ese grupo que se encuentra, lo primero que hace, es preguntar por el Flaco.

Disfruté mucho de aquel Barcelona y recuerdo partidos bárbaros, como uno contra el Real Madrid, en el Bernabeu. Les ganamos 2 a 0 y yo hice un golazo, que es el día de hoy que siguen pasando, porque arranqué desde atrás de la mitad de la cancha, un contraataque fulminante; me salió el arquero, Agustín; lo pasé y encaré solo hacia el arco. Yo veía que por atrás me corría Juan José, que era un defensor petisito, de barba, rubio y con el pelo muy largo. Amagué a meterme con pelota y todo, lo esperé y, cuando llegó, enganché para adentro, casi sobre la línea. El tipo pasó de largo y se clavó con las piernas abiertas contra el palo. Uuuhhh, lo pienso y me duele a mí. Yo la toqué despacito al gol… El Bernabeu se levantó para aplaudirme.

Con el Flaco Menotti al frente, terminamos cuartos en la Liga. Pude jugar los últimos siete partidos y hasta ganamos la Copa del Rey. Encima, contra el Real Madrid de un grande, don Alfredo Di Stéfano. La cosa era tirarnos de cabeza a la Liga siguiente.

Yo creía que, después de la hepatitis, no me podía pasar algo peor. Pero me pasó… Arrancamos perdiendo, pero eso no fue lo más grave. Lo más grave llegó en la cuarta fecha, cuando el Athletic de Bilbao fue a jugar al Camp Nou. Era un clásico contra los vascos, se jugaba con todo.

La historia es de novela, sí, pero bien real. Me pasó a mí, y todavía me duele…

Y la vuelvo a contar porque hay un personaje que fue fundamental en aquel momento y volvió a ser fundamental mucho más cerca del Mundial, cuando ya casi no había tiempo. Hablo del doctor Rubén Darío Oliva. El Tordo. O el Loco, con todo respeto. Él sabe que yo lo llamo así. Y lo tuve que llamar en aquel momento. Sí, cuando el Vasco Goikoetxea me fracturó.

Fue el 24 de septiembre de 1983. Me acuerdo de la fecha como si fuera la de algún gol importante. ¿¡Cómo me voy a olvidar si fue la peor lesión que sufrí en toda mi carrera!? ¡Lo que se pegaba en el fútbol español en esa época! Que no hubiera un fracturado por partido era un milagro. Siempre conté esa historia, la del pibe que fui a visitar al hospital porque lo había atropellado un auto y quería conocerme. Cuando me iba de la habitación, apurado, porque era el mismo día del partido contra el Bilbao, el pibe me gritó desde la cama que me cuidara, porque iban a ir por mí… A mí me corrió un frío por la espalda, viste, porque esas cosas te dan impresión. Pero estaba tan acostumbrado a que me pegaran que no tenía por qué ser distinto.

El partido estaba tranquilo para nosotros. Íbamos ganando 3 a 0 y Schuster lo había atendido a Goikoextea. Tenían una historia entre ellos, porque antes el Vasco lo había lesionado a él. La cosa es que el estadio se venía abajo, apoyando al alemán, y el otro se lo quería comer. Lo quería matar. Como lo tenía cerca, porque me marcaba a mí, le dije:

—Tranquilo, Goiko, serenate. Te vas a ganar una amarilla al pedo y van perdiendo 3 a 0…

No, no, no lo estaba cargando. Te juro que no. Yo hablaba así con mis rivales, sobre todo con los que me marcaban. Eso sí, estaba atento a lo que hicieran conmigo. Y aquella noche no lo vi venir, no lo vi venir. Si no, hubiera saltado.

La jugada se pasó mil veces por televisión y ahora la podés buscar en cualquier archivo. Yo fui a buscar la pelota hacia nuestro arco, casi a la altura de la mitad de la cancha. Llegué y la punteé hacia mi izquierda, con eso que ahora llaman control orientado, para girar y arrancar, que era lo que mejor hacía. Con el pique corto los mataba a los defensores.

Pero apenas apoyé el pie izquierdo para girar y salir, sentí el golpe. Te juro, fue el mismo ruido de una madera cuando se rompe. Lo sentí. Y todavía la siento, tal cual. El primero que llegó, me acuerdo, fue Migueli…

—¿¡Cómo estás, cómo estás!? —me gritaba.

—Me rompió todo, me rompió todo… —le contesté llorando.

Me llevaron al hospital directamente desde el Camp Nou en una camionetita que hoy te daría vergüenza. Ni ambulancia era. Y cuando me metieron en la habitación lo único que quería saber era cuándo iba a volver a jugar. Si iba a volver a jugar… Al rato cayó el Flaco Menotti. Se asomó y, con esa voz de faso que tiene, me dijo: «Usted se va a recuperar pronto, Diego. Y ojalá que su sufrimiento sirva para algo, para que se acabe esta violencia». Es que se jugaba violento en serio, en serio.

Y cuando vino González Adrio, que era el médico que me iba a operar, le dije: «Quiero volver pronto, doctor. Haga lo que tenga que hacer, pero quiero volver pronto».

Claro, para eso iba a necesitar de las manos del mago. Del Tordo. Del Loco. Sí, de Oliva. Se fue a Buenos Aires conmigo. Lo llamé, porque él vivía en Milán, y se apareció enseguida. Muchas veces lo había hecho. Por cualquier pavada, una contractura, un dolorcito. Así que imaginate por esto. Es más: si esa noche hubiera llegado a tiempo, a mí no me operaban. Estoy seguro. El tipo tenía una mano que era capaz de curarte una fractura sin cirugía.

Lo vuelvo a contar ahora, insisto, porque el tipo fue fundamental para el Mundial que yo tuve. Aquella vez le hizo un desafío a González Adrio.

—Si dentro de quince días le hacemos una radiografía y se notan ya las primeras sombras de la soldadura del hueso, el tratamiento de recuperación lo sigo yo, con mi estilo. Si no, se lo dejo a usted —le dijo.

—Por supuesto —le contestó el gallego, que daba por descontado que iba a pasarme seis meses sin poder pisar.

Antes de los quince días, yo puse mi tobillo en las manos de ese sabio. Me sacó el yeso, me hizo la radiografía, y me dijo:

—Pisá.

Lo vuelvo a contar y vuelvo a sentir miedo.

—¿Qué? ¿Está loco?

Pero pisé. Y no me dolió.

Una semana después fuimos a hacer la prueba con González Adrio. Y casi se cae de culo cuando me vio llegar en muletas, pero sin yeso. «Téngame, doctor, por favor», le dije. Le di las muletas y bajé caminando una escalera.

Por supuesto, Oliva ganó la apuesta y yo volví a Buenos Aires a hacer la recuperación. A los 106 días estaba jugando de nuevo, contra el Sevilla. Le ganamos 3 a 1 y metí dos goles. El Flaco Menotti me sacó antes del final y recibí una de las ovaciones más grandes que recuerde en toda mi carrera. Yo se la dediqué a Oliva, porque gracias a él mi tobillo seguía siendo mi tobillo. ¿Sabés que él me explicó que yo dominaba mejor la pelota porque mi tobillo tenía un giro más amplio de lo común?

Bueno, gracias a su trabajo, no lo perdí. Yo estaba intacto gracias a él. Y tampoco iba a perder otra cosa, pero eso iba a ser más adelante, más cerca del Mundial. Antes me iba a mudar…

En el Napoli empezó otra vida

Mientras tanto, pasó un año entero de aquel primer encuentro con Bilardo y yo seguía sin ponerme la camiseta del seleccionado. Y todavía iba a pasar un año más. Todo el ’84, enterito. Pucha, lo pienso ahora y me parece mentira. ¿Cómo aguanté? Creo que ni yo tengo una respuesta para eso. Bilardo decía que no nos llamaba porque los clubes de afuera no nos cedían para los partidos amistosos. Ese sí ha sido un cambio bueno, ¿ves? Ese sí. Porque si eso no cambiaba, si no se les ponía la exigencia a los clubes para que entreguen a sus jugadores, con la guita que hay en juego hoy ya no existirían los seleccionados nacionales; existirían los seleccionados de las ligas, y las más poderosas, las de más guita, tendrían a los mejores jugadores. Algo así se le había ocurrido en un tiempo a Silvio Berlusconi, cuando era el mandamás del Milan y al calcio iban todas las figuras. Eso sí: a mí no me hubieran enganchado nunca; jamás en la vida me hubiera puesto otra camiseta que no fuera la celeste y blanca.

En aquel tiempo cambié de camiseta, sí. Pero de club. Lo de Barcelona no daba para más, mi relación con Josep Lluis Núñez, el presidente, era pésima, y terminé mi relación con el Barça a las trompadas. A las trompadas, en serio. También con los jugadores del Athletic de Bilbao, en otra final de la Copa del Rey.

Entonces me fui al Napoli, y en el Napoli empezó otra vida. Aterricé en el San Paolo en julio del ’84, justo en una época en la que la Selección la estaba pasando mal, mal. Lo cierto es que yo estaba peor. Económicamente, mi situación era un desastre. Ya lo conté varias veces, pero en esa época tuve que empezar de nuevo y el Napoli apareció como una oportunidad. Estuve quebrado, sí, y no del tobillo. Me quedé sin plata, arranqué casi de cero de nuevo…

Digo que era uno de los peores momentos de la Selección, también, porque estaba jugando una serie de amistosos, de esos para los que Bilardo no nos llamaba a los de afuera porque los clubes no nos prestaban, y no le estaba yendo nada bien. Empataron con Brasil, perdieron y empataron con Uruguay, perdieron con Colombia… Ahí empezaron las críticas, duras. Lo masacraban al equipo. Yo creo que lo criticaban primero porque era un equipo de Osvaldo Zubeldía, más que de Bilardo. Lo identificaban con eso: había mucho prejuicio, mucha bronca por el técnico que tenía, por el lugar de donde venía, por todo lo que había pasado, o lo que contaban que había pasado, qué sé yo, con Estudiantes de La Plata en la historia. Era una pelea de estilos, donde se tiraban con todo. Menottistas contra bilardistas, bilardistas contra menottistas y todo lo que venía atrás de eso. Y los jugadores estábamos en el medio.

Pero enseguida, en septiembre, justo cuando yo empezaba el torneo con el Napoli, y me daba cuenta de que la iba a tener difícil, que iba a tener que remarla mucho, la Selección mejoró con una gira bárbara que hizo por Europa: le ganaron a Suiza, a Bélgica y a Alemania… Ahí, ese día, el del 3 a 1 con dos goles de Ponce y uno de Burru, creo que en Düsseldorf, y también del tiro desde la mitad de la cancha del Bocha que terminó reventando el travesaño, fue que Bilardo dijo otra vez públicamente que yo era el único titular del equipo. Y Beckenbauer, Franz Beckenbauer, sí, que estaba sentado al lado, se metió y dijo: «Si no lo pone a él, que me lo dé a mí».

A esa altura, yo estaba tan preocupado por poner al Napoli en la pelea grande como por recuperarme económicamente. Mientras, esperaba el momento para volver a jugar en la Selección. Imaginarme que recién sería para jugar las eliminatorias me parecía una locura, cuando todavía faltaba un siglo, pero para hacer otra cosa había que ir contra las reglas.

Bueno, justo a mí, ir contra las reglas, sobre todo si son injustas, no me costaba mucho. Ni me cuesta.

Lo que trataba era de dar respuestas en la cancha, para que se entendiera de una vez por todas que yo le ponía el pecho a todo con la camiseta del Napoli. Pero que también quería hacerlo con la camiseta de la Selección. Era una lucha, pero me encantaba dar esa lucha: quería ganar todo con todas las camisetas.

Yo me comunicaba todo el tiempo con los pibes: cada vez que jugaban les mandaba telegramas, saludos, hacía declaraciones; quería que supieran que estaba con ellos, aunque no saliera a la cancha.

Que era el capitán.

Me acuerdo de que, en esos días, me hizo enojar el Toto Lorenzo, que era un tipo muy querido y muy escuchado en Italia. Le preguntaron por la famosa capitanía del seleccionado, por qué me la daban a mí y no a Passarella (y dale con Passarella), y el Toto contestó que había que preguntarse qué significaba ser capitán, que primero había que ser el principal colaborador del entrenador, que tenía que ser el tipo que recibiera toda la información en el vestuario y el tipo en el que sus compañeros confiaban y delegaban las cosas grandes… El que asumiera las responsabilidades en los momentos más importantes. Lorenzo recordaba, dale que dale, que Passarella era un líder, un caudillo, y que una vez, en Wembley, él mismo lo había visto cómo le había hecho sentir a Kevin Keegan quién estaba delante… Y se terminaba preguntando si yo, si Maradona, estaba en condiciones de asumir todas esas responsabilidades. Pero, la puta madre, ¡síííííí, claroooooo!, eso era lo que yo quería. Pero tenía que salir la cancha para demostrarlo, para demostrar cada uno de esos puntos.

Porque, mientras tanto, yo veía a la Selección de lejos. Veía cómo Bilardo iba armando su grupo con los jugadores que estaban en la Argentina. Pumpido, Ruggeri, Garré, Gareca, Camino, Brown, Dertycia, Trossero, Pasculli, Rinaldi, Burruchaga, Russo, Ponce, Giusti, Márcico, Islas, Clausen, Bochini… Esos fueron los primeros que hicieron una pretemporada, ya pensando en las eliminatorias. A ese grupo, en algún momento, me tenía que sumar yo, seguro, y el Pato Fillol. También Passarella, por supuesto, porque los medios hinchaban, hinchaban por él y le preguntaban a Bilardo todo el tiempo. Los periodistas no le preguntaban por mí; preguntaban por Passarella. Y los otros de afuera iban a ser Valdano, Barbas, Calderón… Nadie más. No era como ahora, que la mayoría son de afuera, nada que ver. Tres, cuatro a lo sumo. No más.

Yo los seguía de lejos, desde mi nueva casa, en el barrio de Posillipo, en Via Scipione Capesce 3, cada vez más instalado en Nápoles y cada vez mejor en el Napoli. En febrero del ’85 estábamos en la mitad de la tabla, que para el club era un scudetto, pero éramos los más ganadores del año, invictos. Le ganamos 4-0 a la Lazio, me acuerdo, y les clavé tres. Yo tenía once goles. Estaba a dos, nada más, de un tal Platini, Michel Platini, sí señor, que ya me hinchaba los huevos. Con dieciséis puntos por delante, podíamos llegar al quinto lugar y clasificarnos para la UEFA.

Entonces me pareció que era el mejor momento para empezar a meter presión. Ya les había demostrado lo que podía dar; era hora de jugar también en la Selección. Quería estar en tres amistosos previos, quería estar con los muchachos antes de que empezaran los partidos por los porotos. Bilardo seguía diciendo que yo era el único titular, pero no me llamaba, no me llamaba.

Entonces, moví la pelota yo.

Y empezó el quilombo

El domingo 21 de abril, después de ganarle 3-1 al Inter en el San Paolo, agarré el micrófono en la conferencia de prensa y, antes de que alguien me preguntara algo, declaré: «Yo viajo a la Argentina, pase lo que pase, el domingo 5 de mayo, después del partido contra la Juve. Ni siquiera el presidente Pertini podrá impedirme que viaje, porque él no puede parar los aviones que salen desde Roma…».

Y empezó el quilombo.

A la semana siguiente, el 28, jugamos justamente contra la Roma, en el Olímpico. Empatamos 1 a 1. Y yo volví a la carga después del partido: «Quiero que me entiendan; no es mi intención de ninguna manera irme a mi país por las malas, pero estoy desesperado por jugar en la Selección y estar a disposición de Bilardo desde el 6 de mayo. Creo tener razones como para que me entiendan, ¿no?».

Y no, la verdad es que los tanos no entendían nada. Empezando por Matarrese, Antonio Matarrese, que era el presidente de la Federcalcio. Es cierto, teníamos que jugar con el Udinese, que era candidato a descender, y se le quejaban otros clubes comprometidos, como el Avellino, el Como y el Ascoli, creo. Pero ¡yo no decía que me iba y no volvía! Yo estaba dispuesto a jugar todos los partidos que fueran necesarios, con las dos camisetas. A Corrado Ferlaino, el presidente del Napoli, y a Rino Marchesi, el DT, tampoco les gustaba. Pero ya empezaban a conocerme. Ya empezaban a darse cuenta de que, cuando a mí se me metía una cosa en la cabeza, no me la sacaba nadie.

El domingo 5 de mayo, antes del partido con la Juve, volví a dar una conferencia. Parecía un presidente, daba conferencias todos los días. Pero la verdad es que estaba recaliente porque la federación, el viernes, les había mandado un télex a los clubes —al Napoli, por mí, y a la Fiorentina, por Passarella— diciéndoles que teníamos prohibido viajar hasta que terminara la Liga. Y nos amenazaban con suspendernos. Passarella amagó bajarse. Yo, ni loco. Por eso hablé antes del partido: «Yo viajo lo mismo, aunque la Federación y el club no quieran», dije. Yo no aguantaba más. Y también le dije un par de cosas: que no me parecía bien mandar eso un par de días antes de viajar; que a los alemanes Briegel y Rummenigge los habían dejado; que no entendían nada de fútbol, porque no se daban cuenta de que la Argentina tenía que jugar partidos en la altura y que era necesaria una aclimatación previa… y que los jugadores teníamos que responder también como asociación, sino estos tipos de corbata nos iban a manejar la vida. Y no era justo, no era justo.

La Gazzetta dello Sport se hizo un festín: «Maradona desafía a la Liga», tituló. Y el Corriere dello Sport lo mismo: «Maradona se rebela; viaja». Y claro, viejo, ¿cómo no iba a viajar?

Por las dudas, después del partido, que terminó 0 a 0, volví a hablar: «Había dicho que viajaba y viajo. Pero les aviso que el viernes voy a estar de vuelta acá, para jugar el domingo contra el Udinese. Y después me vuelvo a ir a la Argentina para volver al partido contra la Fiorentina… Ni Matarrese ni nadie pueden decirme una palabra; mi club me autorizó. Me voy a pasar quince días viajando, sí, pero no me queda otra alternativa. Yo no falté ni faltaré a ningún partido. Al que le guste, bien. Y al que no, que se joda…».

Ya estaba embarcado. Para muchos, era una locura. Para mí, un placer y un desafío. Para mí, eso era ser capitán de la Selección argentina.

Ahora pienso en lo que hice y no lo puedo creer. Sólo sé que volvería a hacer exactamente lo mismo.

Tenía que ponerme el equipo al hombro

El vuelo de Aerolíneas, el mismo de siempre, el que tantas veces tomé, salía a las diez de la noche. El partido con la Juve debe haber terminado a las siete y pico de la tarde y yo tenía doscientos cincuenta kilómetros por delante, desde Nápoles hasta el aeropuerto de Fiumicino. Nos habían prometido una custodia policial, para sacarnos más rápido, pero no cumplieron. Con todo el tránsito del domingo en contra, me senté al volante de uno de mis autos, no me acuerdo bien cuál, y arrancamos. La Ferrari no era, seguro, porque íbamos una banda ahí arriba —con Cyterszpiler, Claudia, mis hermanos Lalo y Lily, y Guillermo Blanco, mi jefe de prensa—, pero volamos. Volamos. Una hora y media le metí.

En el aeropuerto ya estaba Passarella. Llegué a las nueve de la noche pasadas. Tuve tiempo para seguir hablando, todavía: «Dicen que me van a suspender si no juego los dos partidos que vienen. Lo que no saben estos giles es que yo los voy a jugar, los voy a jugar… Les voy a demostrar una vez más lo que Maradona es capaz de hacer por la Selección y por el Napoli también».

Cuando me senté en el avión, me quedé frito. Soñé. Y a la mañana siguiente, estaba soñando todavía, pero despierto. Aterricé en Buenos Aires, me reencontré con mi viejo, don Diego, que desde que había terminado el Mundial de España tenía la ilusión de volver a verme con la camiseta argentina, y nos fuimos para la casa de Villa Devoto, la misma que tenemos todavía y donde volví a pasar la última Navidad, como si treinta años no hubieran pasado.

Antes, volví a hablar, ahí mismo en el aeropuerto; quería que todos me escucharan: «Yo no soy salvador, soy Diego. Salvador es Bilardo… Carlos Salvador, je. Yo vengo a jugar como uno más. A darle al equipo todo lo que pueda. Contra la Juve fue un partido tremendo, pero yo estoy para jugar. Prometí venir y cumplí, acá estoy».

A las cuatro de la tarde, ya estaba en el Centro de Empleados de Comercio, en Ezeiza. De corbata, me fui. Es que, para mí, volver a la Selección era como ir a una fiesta. Jean clarito, camisa rayada, corbata celeste, saquito de lana azul. Una pinturita. «Dame los dos pares», le pedí a mi hermano Lalo, que me mostraba con qué botines quería entrenarme. Los quería gastar, la verdad. Encima, apenas llegué me enteré de que la Selección había perdido otro amistoso, contra Brasil, en Río, mientras yo estaba en el aire.

Todas, todas eran señales de que tenía que salir a la cancha, de que tenía que ponerme el equipo al hombro.

Me entrené ese lunes, el martes y el miércoles a la par del resto. Y el jueves 9, al Monumental, a jugar contra Paraguay. Después de dos años y diez meses, ¡casi tres años!, me volvía a poner la celeste y blanca. Enseguida me di cuenta de que al equipo le faltaba un montón. Pero había que estar. Atajó el Pato Fillol y atrás jugamos con cuatro: Clausen, Passarella, Brown y Ruggeri. En el medio, Barbitas, el Bocha Ponce y Burru. Y arriba, conmigo, Dertycia y el Flaco Gareca. Empatamos 1 a 1; hice un gol, de penal, al final del primer tiempo.

Volví a la concentración, con los muchachos, y al día siguiente, a las cinco de la tarde, me subí al avión de Varig, que hizo escala en Río de Janeiro y siguió hasta Roma. El sábado 11 estaba otra vez en Fiumicino, pero en lugar de subirme a un auto y arrancar para Nápoles, me subí a otro avión y me fui para Trieste, para llegar al famoso partido contra Udinese, uno de los que estaba peleando el descenso. De Trieste a Udine hay setenta kilómetros y los hicimos en auto. Llegué para la hora de la cena, comí algo y me fui a dormir. A dormir en serio. Creo que me desperté un minuto antes de empezar el partido, el domingo 12. Pero, si alguna duda le quedaba a algún cabeza de termo en Italia, se la saqué a los gritos: hice dos goles, uno de tiro libre, espectacular. Empatamos 2 a 2. ¿Qué más querían que hiciera? Me bañé a los santos pedos y otra vez al auto, para recorrer de nuevo los setenta kilómetros de Udine a Trieste, subirme al avión, aterrizar en Fiumicino y despegar para Buenos Aires, donde volví a aterrizar el lunes 13. Creo que a los de Migraciones no les di tiempo ni de sellarme el pasaporte.

Esta vez no jugábamos el jueves, como contra Paraguay, sino el martes 14, contra Chile, otra vez en el Monumental. Ni siquiera me entrené, ni falta que me hacía tampoco. Ahí salimos a la cancha con Nery por el Pato en el arco y la misma defensa que contra los paraguayos. En el medio se sumó Russo y arriba jugó Pedrito Pasculli en el lugar de Dertycia. Algo no cambió, papá: volví a hacer un gol. Ya llevaba cuatro en seis días: uno a Paraguay, dos al Udinese y este contra Chile. Burru hizo el otro y ganamos 2 a 0. Recuerdo las formaciones para que se vea cómo fueron cambiando las cosas después, para el Mundial. Si no, se miente, se miente mucho…

La cosa es que nos podríamos haber quedado en Buenos Aires, porque el partido que seguía en la liga era contra la Fiorentina, justo contra Passarella, y el resultado no resolvía nada, pero los tanos se pusieron la gorra y nos exigieron volver. El sábado 18 aterricé de nuevo en Roma y, como esta vez jugábamos en el San Paolo, del aeropuerto me fui derechito a la cama, en mi casa. ¡Dormí dieciséis horas seguidas! Me levanté y me fui para la cancha, a jugar… A jugar en serio, eh. Creo que pesó la rivalidad personal contra el Káiser, porque fui la figura de la cancha, participé en dos jugadas que terminaron en gol pero el referí los anuló y metí una linda pared con Bertoni que terminó en gol de Caffarelli. Fue mi despedida del Napoli y no podían quejarse, eh, no podían quejarse… Los dejé octavos, bien salvados del descenso, a diez puntos del Verona, que salió campeón con el danés Elkjaer-Larsen y el alemán Briegel. Hice catorce goles y quedé a sólo cuatro de Platini. Ya lo iba a alcanzar al francés, ya lo iba a alcanzar. Me despidieron con flores, así que contentos estaban.

Los europeos no tienen ni idea

Pero a mí me quedaba otro viajecito: a Bogotá, vía Frankfurt, para juntarme con la Selección, ahora sí por las eliminatorias. Desde el domingo 5 hasta el lunes 20 de mayo, había volado más de ochenta mil kilómetros. Lindo promedio, ¿no?

No me importaba nada, sólo quería jugar en la Selección.

Claro que ya en aquellos tiempos me inventaban cosas, igual: publicaron que por jugar esos dos partidos, contra Paraguay y contra Chile, me habían pagado ochenta mil dólares… ¡Ochenta mil dólares! Sí, seguro. Se les escapó la tortuga, muchachos, yo cobraba el viático de todos: veinticinco dólares por día, una fortuna, je. Y les dije que ni a Frank Sinatra le pagaban esa plata.

Igual, a Bogotá viajé en primera, con Passarella. Él se había hecho amonestar en uno de los partidos de la Liga y zafó de un viaje. Pero ese lo hicimos juntos. Aterrizamos en Colombia a la noche y me fui a cenar con el grupo. ¡No daba más! No daba más, pero quería estar.

Al día siguiente tuvimos la primera práctica en El Campín y también quise estar. Se empezaba a armar el equipo de las eliminatorias y el debut era contra Venezuela, en San Cristóbal. Pero nos quedamos toda la semana en Colombia y recién viajamos el viernes. A mí me vino bárbaro, porque con tanto vuelo venía en el aire, pero la llegada a San Cristóbal, después de aterrizar en Cúcuta, fue terrible. Primero, el viaje en micro, por caminos de montaña. Y después, el desborde: uno quiere a la gente, pero uno no quiere que la gente lo mate, tampoco. Ahí, cuando bajamos y empezamos a caminar hacia el hotel El Tama, me pegaron una patada, sin querer, seguro, pero que me trajo más consecuencias que la patada de Goikoetxea…

Entré rengueando al hotel y me pasé toda la noche con hielo en la rodilla. Menos mal que estaba solo en la habitación, porque no me hubiera aguantado nadie. Me dormí a las cinco de la mañana. El dolor me iba a acompañar hasta el Mundial y no faltó la polémica, una linda polémica que terminé ganando, de la mano del doctor Oliva. Pero para eso todavía faltaba, ya te voy a contar, te voy a contar bien. Como nunca lo había contado antes.

Me acuerdo de que mi viejo, mis hermanos y Cyterszpiler vieron el partido desde adentro de la cancha. Los vi cuando llegué al estadio y me contaron que no les habían encontrado los pases, así que los invitaron a verlo desde ahí. El Turco estaba como loco: «Uy, las cosas que mi hermano va a hacer hoy…», decía. Y la verdad que algunas hice, pero me costó. Las eliminatorias sudamericanas son bravas, bravísimas. Lo iba a vivir después, como entrenador. Los europeos no tienen ni idea lo que es jugar en las canchas sudamericanas contra equipos sudamericanos. Te comen los tobillos como nadie, todas las canchas son difíciles. Y Venezuela nos costó. Fue el domingo 26 de mayo. Salimos con el Pato Fillol en el arco; Clausen y Garré en los laterales, Passarella de líbero y Trossero un poco más adelante; en el medio, Bilardo lo metió a Russo, para marcar, con Ponce y Burru; y arriba, Pedrito y Gareca conmigo.

Arrancamos bien: a los tres minutos ya ganábamos 1 a 0, con gol mío de tiro libre. Pero a los nueve nos empataron, por una distracción. En el segundo metió uno Passarella y enseguida hice otro yo, de cabeza, ¡de cabeza!, después de un tiro libre de Burru. Pero enseguida nos metieron otro y terminamos preocupados. A mí no me gustó que nos llegaran tanto y teníamos que ir a Bogotá, a jugar contra Colombia, que le había ganado a Perú en la primera fecha.

Ellos todavía no eran la Colombia del Pibe Valderrama, pero tenían a Willington Ortiz, a Iguarán, la movían. Y estaba el temita de la altura. Muchas cosas. Tenía que aparecer la grandeza argentina, nuestra grandeza. Estar en Bogotá era como estar en nuestra casa, en una concentración propia. Ya habíamos vivido una semana ahí y ahora volvíamos. Estábamos instalados en el hotel La Fontana, al que volveríamos después y sería muy importante antes del Mundial. A mí me habían dado la suite, solo. La verdad, no me podía quejar.

El Turco y el Lalo, que eran chicos pero ya sabían un montón de fútbol, pasaban muchas horas conmigo. Y teniendo tiempo entre partido y partido, también había tiempo para los asados. Por supuesto, el asador oficial era mi viejo, y la carne la había llevado Coco, que era mi suegro. Esas cosas, que parecen pavadas, iban afianzando cada vez más el grupo, un grupo bravo, con muchos caciques.

Para el partido, en El Campín, hubo cambios. Habíamos tomado nota de algunas cosas del debut y eran necesarias: Giusti y Trobbiani se sumaron a la mitad de la cancha, por ejemplo. Giusti la rompió en la recuperación y Trobbiani se encontró mucho con nosotros arriba. Fue el domingo 2 de junio. Ganamos 3 a 1, con dos goles de Pedrito y uno de Burru. Passarella me agarró al final del partido y no sé por qué me dijo, en el medio de la cancha, en pleno festejo…

—Qué pena que no hiciste ningún gol, Diego…

—No me importa, no me importa. Lo único que quiero es la clasificación.

No teníamos experiencia en eliminatorias y queríamos sacarla de encima, era una presión tremenda. Es el día de hoy que pienso que si perdíamos allá, en Bogotá, nos quedábamos afuera del Mundial.

Nos puteaban todos

Después, por fin, volvimos para Buenos Aires. En el arranque, de seis puntos de visitante habíamos ganado los seis y habíamos hecho seis goles. Digo por fin volvimos, pero la pasamos mal. Ahí me di cuenta de la bronca que le tenían al equipo. Fue impresionante. Nos puteaban que daba calambre. Fue el domingo 9 de junio. Claro, yo no había estado, sólo había jugado aquellos dos amistosos y no entendía nada. Pero parecía que la gente había ido al Monumental a descargar bronca. Ojo, conmigo no. Pero hubo muchachos que la pasaron mal, como Trossero, el Gringo Giusti, Garré… Es cierto que el 3-0 lo terminamos armando con dos goles en los últimos cuatro minutos, uno de Clausen, por pase mío, y otro mío de cabeza, pero los matamos a pelotazos a los venezolanos. Russo había metido el primero y desde ese momento los tuvimos contra un arco. A mí, como siempre, me pusieron marca personal, Carrero creo que se llamaba, y eso muchas veces me beneficiaba. Porque siempre me gustó el uno contra uno y sacarlos a pasear. Además, les dejaba espacios a mis compañeros. Fue el primer partido de Valdano como titular y Jorge nos daba otra alternativa con el juego aéreo. La cuestión es que avanzábamos, con puntaje ideal, rumbo a lo único que nosotros queríamos: el Mundial.

Una semana después logramos que no todos fueran cabezas de termo en el Monumental. A fuerza de juego, fueron más lo que aplaudieron que los que silbaron. Otra vez Colombia nos sirvió como medida para ver para qué estábamos.

Le ganamos 1 a 0, con gol de Valdano, de cabeza para variar, pero, si entraba el que casi hago, creo que me lo tendrían que haber cobrado doble. Fue una de las jugadas más lindas de toda mi carrera en la Selección. Arranqué en tres cuartos de cancha, con un toquecito de billar, y lo dejé pintado a Prince. Después, ya en carrera, me les escapé a dos, creo que Morales y Quiñones, y encaré de frente a Soto. Me trabó, pero se la gané y seguí. Me salieron dos, Porrás por la izquierda y Luna por la derecha. Les amagué a los dos y pasé por el medio. Me abrí a la izquierda, ya con el arquero saliéndome y desde ahí saqué el zurdazo, pero Gómez me la rechazó. Del rebote, casi la mete Pasculli. Jugamos bien, bien. También entró Barbas, y se acopló fenómeno.

A esa altura, mi rodilla golpeada ¡por un hincha! era tema de Estado en Italia. Principalmente, en Nápoles. Hasta mandaron al doctor Acámpora, que era el médico nuestro allá, para ver cómo estaba. Cuando me revisó, dijo: «En las condiciones en las que está, en el Napoli no lo hubiéramos dejado jugar». Mi respuesta fue clarita, para él y para todos: «Estuve dos años esperando las eliminatorias y la capitanía; soñé con este momento. La rodilla no me va a impedir disfrutarlo. Si el médico italiano viene a decirme que no juegue, le voy a contestar que se tome el primer avión y que se vaya, porque yo voy a jugar igual».

No había venido solo el tordo; también estaba Pierpaolo Marino, que era el director deportivo del club. Todos estaban asustadísimos, menos yo. Me probaron una hora antes del partido, con todos mirándome, como si fuera un bicho raro: estaban los dos tanos, Madero, el Ciego Fernando Signorini, que era mi preparador físico y conocía mi cuerpo como nadie, estaba mi hermano también… Y la rodilla respondió bien. Y si no respondía, yo iba a jugar igual. Insisto, la historia de mi rodilla iba a seguir un rato largo. Y me encanta cómo se definió, ya te voy a contar.

Y vino el gol

Lo que había que definir, y eso era más importante todavía, era la eliminatoria. Se venían dos partidos contra Perú, primero en Lima y después en Buenos Aires, y fueron terribles, terribles. Yo no recuerdo haber sufrido tanto adentro de una cancha como en aquellos dos partidos. Por cuestiones distintas, eso sí. En el primero, por la marca de Reyna, que todo el mundo se acuerda. ¡Hasta La Habana me siguió el hijo de puta! En serio, cuando estuve allá me mandó una pelota.

Yo me acuerdo de que en el partido de ida, en un momento, me fui de la cancha para que el tordo me atendiera y él se quedó al bordecito, esperándome. No jugó: ¡me seguía!

Fue el domingo 23 de junio y perdimos, sí, 1 a 0, con gol de Oblitas. Insisto, a mí me gustaba la marca personal, porque me los sacaba de encima con un toquecito, tac, pero a aquel tipo se le fue la mano, la pierna, todo… Como Gentile en el ’82, que me había cagado a patadas. Yo no le decía nada, ni una palabra, porque mi arma contra esas cosas siempre fue jugar. Siempre.

En el fútbol de hoy, treinta años después, Reyna no hubiera durado cuarenta y cinco minutos en la cancha. Y aquella vez jugó los noventa. Me acuerdo de que después hablé en el hotel con algún periodista y le conté lo mal que me sentía, no sólo por la derrota. Creo que si tenemos que tomar un partido para explicar lo difíciles que son las eliminatorias, tomo ese. Aquella tarde jugó Barbitas de titular, nos cuidamos un poco más en el medio, ya empezamos a jugar con Valdano solos arriba. No nos salieron las cosas y me empecé a preocupar por lo que se venía. Hasta ahí, habíamos hecho todo bien. Pero si fallábamos en el último paso, se nos iba todo al carajo…

Te juro que hace un par de años, cuando jugamos en el Monumental contra Perú, en las eliminatorias para Sudáfrica, me vinieron a la mente otra vez todas aquellas imágenes terribles. Aquella vez había dicho que nunca había tenido tanto susto en una cancha y el destino, mirá vos, me puso de nuevo frente a una situación igual. Ojo, no era que no confiaba en nosotros, que no confiaba en mí, pero parecía que todo se ponía en contra, todo… La cancha pesada, la lluvia, los peruanos que de golpe jugaban como el Bayern Munich. Es cierto, tenían muy buenos jugadores, más allá de Reyna. Estaban Velásquez, Cueto, Uribe, Oblitas.

Ahí te das cuenta lo difícil que es ser DT, que querés entrar y meterla vos y no podés. Y lo difícil que es jugar con una lesión: estaba fundido, con la maldita rodilla derecha que me dolía. Todo bien con jugar y jugar, pero soñaba con clavarla en un ángulo y no me daba, no me daba. No me podía sacar de la cabeza la palabra repechaje, repechaje, repechaje… Si perdíamos íbamos al repechaje, y faltaban diez minutos y perdíamos 2 a 1.

Terrible, terrible, ¡qué manera de sufrir!

Aquel partido jugó Camino por Clausen y en la primera jugada lo sacó a Franco Navarro con un patadón. ¡Lo sacó de la cancha! Pasados los diez minutos ya estábamos ganando 1 a 0, con gol de Pedrito otra vez, pero nos empataron y pasaron al frente antes del final de primer tiempo. Entonces aparecieron los fantasmas, todos los fantasmas.

Tenía ganas de llorar, era una impotencia… Decía, ¿cómo puede ser, viejo? Estando tan fácil, jugando tan bien, dos ataques de ellos y dos goles. No le encontraba explicación.

En el entretiempo nos reputeábamos entre nosotros porque sabíamos que estábamos perdiendo por errores nuestros, no por mérito de ellos. Bilardo no dio una indicación en el vestuario, no dijo nada de los goles, cómo habían llegado, en qué nos habíamos equivocado. Nos gritó que nos dejáramos de joder y que saliéramos a clasificarnos para el Mundial.

Error, error…

Porque salimos como locos y estuvimos más cerca de que nos metieran el 3 a 1 que nosotros el 2 a 2. El reloj volaba… Yo lo miraba en el cartel del Monumental y decía: «Pero ¿qué pasa? ¿Lo están acelerando?». Me acordaba de Carlitos Monzón en el Luna Park mirando el reloj contra Bennie Briscoe. Pero yo no estaba groggy. La rodilla no me dejaba hacer lo que quería, me dolía terriblemente, pero había que pasar.

Me tiré atrás para entrar en juego y tratar de meter pelotas de gol, pero hay una pelota fundamental, que no fue mía. Quedamos tres contra dos: Barbadillo, Uribe y no sé quién más contra Trossero y el Pato Fillol. Si Uribe se la daba a Barbadillo, metía el 3 a 1 y se terminaba la historia para nosotros. Pero Uribe amaga para allá, y cuando se va, se resbala y le pega mordida. Y el Pato la agarra arriba y salimos de esa jugada.

Y ahí viene el gol nuestro.

Llegó aquella jugada de Passarella y el toque de Gareca, como Palermo mil años después, en las eliminatorias para Sudáfrica. Siempre lo dije: que Martín haya puesto el pie fue como cuando Gareca la empujó. Igual, igual. Festejé como loco aquella vez, en el barro, igual que después, cuando me tiré de panza en el césped. El mismo, el mismo sufrimiento. Y el mismo, el mismo desahogo.

En una charla, cuando todavía me hablaba con él, se lo dije a Bilardo: tendría que haber llevado a Gareca al Mundial de México como yo llevé a Palermo al Mundial de Sudáfrica. ¿Sabés qué pasa? Gareca se lo merecía por todo lo que le había dado a Bilardo cuando todavía no estaba yo. Mientras yo no estaba, uno de los que sostuvo a Bilardo fue Gareca, vamos a decir la verdad. Hablo individualmente. Había buenos jugadores, pero el definidor era el Flaco… Después, cuando jugaba conmigo la tiraba afuera el muy turro, je.

Pero es el día de hoy que recuerdo perfectamente lo que le dije a Gareca entonces, cuando ya teníamos la clasificación en la mano y nos habíamos tranquilizado un poco, sólo un poco, en el vestuario del Monumental:

—Flaco, así vamos a terminar la final del Mundial nosotros… Sufriéndola, pero ganándola.

El primer paso estaba dado, pero sabía que lo que venía iba a ser duro, muy duro. Aunque también sabía que íbamos a ser campeones del mundo. Contra todo, contra todos.

El día que me explotó la rodilla

Cuando a mí se me ponía algo en la cabeza, era difícil sacármelo. Como cuando me quebraron el tobillo, en Barcelona. Abro el diario al día siguiente y leo: «No juega más». Y yo: «¿Ah, sí? Ya van a ver, ya van a ver…».

Con la rodilla, después de aquella patada en Venezuela, lesión que arrastré todas las eliminatorias, fue lo mismo. No decían que no iba a jugar más, eso no, pero sí todos decían que tenía que operarme sí o sí, y que la recuperación iba a llevar no sé cuánto tiempo. Por eso yo no quería saber nada de nada. Y por eso, como aquella vez en Barcelona, volví a llamarlo al Loco Oliva, que era tan loco como buen médico.

Y el Loco Oliva me dijo: «Vos no te operás». Era lo que quería escuchar, lo que necesitaba.

¿Qué me pasaba? Se me inflamaba el poplíteo; me lo aprendí de memoria ese nombrecito y no me lo voy a olvidar mientras viva. Tampoco me voy a olvidar del dolor: no podía estirar la pierna.

Bueno, a partir de la patada de aquel cabeza de termo, era escuchar y leer todos los días: «Maradona se tiene que operar, Maradona se tiene que operar». Hablaban todos y todos decían lo mismo. Hasta el tordo del Napoli me tiraba de la cuerda para operar. Pero el Loco Oliva no, y no. Fue hermoso ganarle al doctor del Inter, del Milan, de la Roma, de la Juve, de todos los grandes, que decían lo contrario… ¿¡Qué carajo tenían que meterse!?

La solución llegó en un partido amistoso que armamos contra un equipo que dirigía Krol. La cosa fue que el tordo me infiltró y yo sentía la rodilla enganchada. «Se te va a ir aflojando de a poco», me decía el Loco. Pero llegaba la hora de arrancar y nada, sentía que seguía trabada. Empieza el partido y a los diez minutos me olvido, me tiro a buscar una pelota, giro, y la rodilla, ¡plum!, me explota.

Me quedé tirado en el piso, con un dolor de la concha de su madre. Entonces, viene el Loco y me dice…

—¿Te explotó la rodilla?

—Sííí, doctor, sííí… ¡Me duele mucho, tengo un dolor de la concha de su madre!

—¡Bieeeennnn, eso era lo que yo quería!

Me quedé mirándolo. El tipo estaba más loco de lo que yo pensaba. Escucho que dice: «Tápenlo, tápenlo…». Y saca una jeringa, una jeringa gigante, y me infiltra, en plena cancha. Yo estaba boca abajo, con un dolor terrible.

—Ahora, movela —me dice.

Y la muevo, como si nada. Se había destrabado. Seguí jugando. Creo que metí un gol. Ganamos 2 a 0. Terminé los noventa minutos y cuando llegué al banco, el Loco me dice: «¿Y? ¿Dónde están ahora los que te querían operar?».

Íbamos a dar todo

Listo, lo mío estaba solucionado. Ahora había que solucionar el resto, todos los quilombos alrededor del equipo.

Al equipo le faltaba entrar en la gente, era antipático. Como dije, era una selección perseguida por el técnico que teníamos y por dónde había jugado el técnico. Había muchos prejuicios. Mucho cabeza de termo que se subía al corso, también.

Pero los que la pasábamos mal éramos nosotros, los jugadores, que la ligábamos por todos lados. Por eso salí a ponerle el pecho. Y porque, con la rodilla salvada, en la cancha, con la camiseta del Napoli, estaba pasando un momento mágico. A fines del ’85, más o menos en noviembre, les cumplí el sueño a todos los napolitanos: le ganamos a la Juve con un gol mío, de tiro libre, que Tacconi todavía está buscando. Fue indirecto, desde adentro del área y por arriba de la barrera. ¡Qué aerosol ni aerosol! ¡Aserrín había en el área! Se volvió a hablar mucho de eso hace poco, porque también se cumplieron treinta años y porque el Napoli volvió a darle pelea a la Juve, como en los viejos tiempos. Por mí, que batan todos los récords, que me superen. Si Nápoles es feliz, yo soy feliz.

En aquel tiempo, a mí me iba muy bien con el Napoli, pero a la Selección le costaba mucho. Para que se entienda, de una vez por todas, lo que yo siento por la Selección, repito lo que sentía hace treinta años: que, en ese momento, entre el Napoli y el seleccionado, yo me jugaba por el seleccionado. Porque era el momento de ponerle el pecho, de ponerse al frente.

Tal vez por eso era que me sentía solo, triste y preocupado, como tituló El Gráfico. Sí, me acuerdo de aquella tapa de la revista. No faltaba mucho para el Mundial, eh, no faltaba mucho. Bilardo había venido a verme, a visitarme en Nápoles, pero se la pasó preguntándome cómo estaba físicamente. Yo no sé qué pensaba: que no le iba a cumplir, que no me iba entrenar… Me jodió. Y más me jodió que viajó a Florencia, a buscar a Passarella, como si el tema no estuviera resuelto. ¿Sabés a qué le tenía miedo? A que todo lo que se había arreglado, lo que se había definido, cambiara de golpe, cuando ya estábamos encima del gran objetivo, que era jugar el Mundial y nada más. Qué sé yo… Me dieron ganas de tirar todo a la mierda. Tenía las bolas llenas, me había dejado crecer la barba y todos decían que era una mala señal. Es cierto que no tenía buena cara, pero mi hermana, la Lily, me había dicho que probara, a ver cómo me quedaba. Que me iba a ver más macho, eso dijo. Sí, era un macho que se la bancaba sólo si tenía a la madre al lado. Porque en ese tiempo había ido la Tota a pasar unos días conmigo a Italia y muchas veces le decía: «¿Y si nos volvemos, Tota? ¿Y si nos vamos a Buenos Aires?».

Otra vez: no era que tuviera miedo, no, pero sabía que se me venían muchas cosas y no todo se estaba haciendo como a mí me gustaba. Se venían unos amistosos medio incómodos. Íbamos a jugar contra Francia, primero, y después contra el Napoli, contra mi Napoli, y contra el Grasshopper de Suiza. En el vestuario, después de los entrenamientos, Eraldo Pecci, un compañero mío, me jodía, me decía si no tenía miedo de pasar papelones contra los franceses. No me hacía gracia, nada de gracia. ¡Lo quería agarrar a trompadas!

Yo quería que Bilardo se dejara de joder y definiera el equipo para el Mundial. Tenía a treinta tipos dando vueltas y tenía que definir veintidós. No te digo que estuviera la lista, pero más corta, más corta, para darles confianza a los que iban a jugar. Y también a los que se había bancado las peores cosas. Yo estaba a muerte con los que se habían comido el garrón de las eliminatorias. Tipos como Gareca, Pasculli, Camino, Garré, Burru, el Bocha Ponce… Y hasta como los mismos Pato Fillol y Valdano, por más experiencia que tuvieran. La verdad, lo que yo quería era que Bilardo respetara a los hombres más que a los jugadores. Y que sumara hombres, en todo caso. Eso, hombres. Tipos como el Tolo Gallego, que me encantaba, o el Guaso Domenech, que se había hecho de abajo. Aquel no era un plantel de fueras de serie, de fenómenos. Pero eran tipos que se mataban trabajando. Por eso dije públicamente que me gustaría que Bilardo le diera una oportunidad a Ramón Díaz. Sí, a Ramón Díaz. Lo dije antes del ’86 y también lo dije antes del ’90. Por eso, esa historia de que yo le ponía los jugadores que quería, mamita, cuánta leyenda, cuánto invento… ¡Barbas se iba a quedar afuera del Mundial! ¡Barbas, que era como mi hermano!

El que estaba ahí, siempre al borde, medio adentro, medio afuera, era el Bocha, Bochini. Mi sueño de pibe, todos lo saben, había sido jugar con él. Y no coincidíamos nunca, casi nunca. Él la rompió en la gira en la que yo no estuve y después se rayó y se bajó. Nos encontramos recién a fines del ’85, en unos amistosos contra México, en Los Ángeles. Para mí sumaba, por más loco que estuviera. Lo mismo el Bichi Borghi. Era pendejo y a veces metía una gambeta de más, o una patada, como la que metió en el primer amistoso, contra Francia. No, no fue un papelón, como me decía Pecci, pero nos ganaron 2 a 0. Borghi se hizo expulsar, con un patadón a Luis Fernández, creo, y a Passarella, que al final jugó, no lo expulsaron de pedo, porque le metió un codazo terrible a Tigana. Tres días después, nada, jugamos contra el Napoli, en el San Paolo. Para mí fue muy raro jugar contra mis compañeros y en ese estadio, pero fue más que nada una exhibición. Ahí Bilardo puso por primera vez a Passarella de líbero y a Ruggeri y Garré de stoppers, pero pasaría un montón para volver a usar ese esquema. Un montón.

Después nos fuimos a Suiza, a jugar contra el Grasshopper, en Zurich. Les ganamos 1 a 0, arañando, y por eso eran partidos que yo no quería, no quería… ¿Para qué? Si ganábamos, no le ganábamos a nadie. Si perdíamos, nos mataban. No entendía eso de Bilardo. Y no nos entendían a nosotros, a mí, cuando decía que nos esperaran, ¡que nos esperaran, por favor! Que la verdad iba a estar cuando estuviéramos todos juntos en México.

Se preocupaban por mi físico, por ejemplo, y yo sabía cómo me estaba preparando, cómo me iba a preparar. Decían que los europeos corrían más que nosotros, que eran más fuertes, pero yo estaba convencido de que en México iba a ser distinto, bien distinto. Que íbamos a poder hacer lo que queríamos. Por ejemplo, que los delanteros nos íbamos a comprometer en la marca, que no nos íbamos a quedar parados cuando perdiéramos la pelota.

A mí las críticas me hacían más fuerte, que dijeran que Maradona era un jugador más me daba fuerza, no me achicaba. Pero no a todos les pasaba lo mismo. Si te dejabas llevar por lo que decían, Borghi ya no era la gran promesa, Pasculli no le hacía goles a nadie… Por eso dije que éramos una selección perseguida.

En abril, Bilardo dio la lista final. Y mucha pelota no me dio. No quedó Gareca, no quedó el Pato, no quedó Barbas… Por lo menos, llamó al Negrito Enrique, un crack. Lo había usado una sola vez, en Toulon, pero no había estado nunca con nosotros, con la mayor, y fue una sorpresa. Pero había varios que lo querían matar. El mismo Barbitas, Trossero…

Al fin, la lista quedó con Pumpido, Islas y Zelada de arqueros; Brown, Clausen, Cucciuffo, Garré, Olarticoechea, Passarella y Ruggeri de defensores; Batista, Borghi, Bochini, Burruchaga, Enrique, Giusti, Tapia y Trobbiani de mediocampistas; Almirón, Pasculli y Valdano de delanteros. Y yo de capitán, je.

Nos fuimos otra vez de gira y la pasamos mal, mal. ¡Uuuhhh, cómo nos pegaron cuando perdimos contra Noruega! Después le metimos siete a Israel, pero no alcanzaba. Para los de afuera no alcanzaba.

Para mí, sí. Yo estaba convencido de que, si nos dejaban a los jugadores en paz, si nos dejaban entrenar como queríamos en México, todos juntos y solos, íbamos a estar preparados para ganar el Mundial.

Yo amaba a esa selección. La amaba particularmente. La sentía mía. Era el capitán, había un grupo de tipos excepcionales. Alguna vez dije que nos faltaba suerte. Pero no: lo que nos faltaba era laburo, laburo… Y sentía que nos faltaban el respeto. A nosotros, a los jugadores. Y eso sí que no me lo iba a bancar.

Ojo, lo que yo pedía, nada más, era que nos dieran tiempo, tiempo a los jugadores. A mí y a todos. Yo no quería ser el capitán de la Selección más fea de la historia, como declaré en aquel tiempo. Mucha gente se dejaba llevar por lo que los periodistas le contaban. Pero si nos dejaban a los jugadores en paz lo íbamos a lograr. Yo me había hecho mucho más fuerte en Italia: para bajarme tenían que pegarme cuatro patadas. O más. Y me estaba preparando con todo. Pero nos apuntaban con los cañones, de todos lados.

Fue ahí, después de esa gira maldita, cuando surgió eso de que el Gobierno quería voltear a Bilardo. Fue terrible. Y yo salí a bancarlo. Hasta el día de hoy. Hice, hace treinta años, lo que treinta años más tarde, después del Mundial 2010, Bilardo no hizo por mí.

Para algo sirvió, por lo menos. Porque ahí sí que se acababa el tiempo de las palabras y había que salir jugar. Y nosotros, los jugadores, íbamos a dar todo.